La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación monográfica cuatrimestral editada por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI)

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OEI - Ediciones - Revista Iberoamericana de Educación - Número 24

Número 24
TIC en la educación / TIC na educação

Septiembre - Diciembre 2000 / Setembro - Dezembro 2000

La formación de los profesores de ciencias en Iberoamérica

Alberto Maiztegui, Eduardo González, Hugo Tricárico, Julia Salinas, Anna Pessoa de Carvalho, Daniel Gil (*)

Síntesis: La presión a la que se ven sometidos los sistemas educativos iberoamericanos para satisfacer las demandas que les llegan desde sociedades fuertemente condicionadas por las expectativas que generan los procesos de globalización, está teniendo su mayor repercusión en el área de la enseñanza de las ciencias.

Parece ser allí donde las recientes reformas educativas encuentran las dificultades más notables para convertir los contenidos curriculares propuestos en los conocimientos requeridos por aquella nueva situación. En esta tarea resulta fundamental el papel que tienen los docentes de dichas disciplinas y, como no puede ser de otra manera, la formación que ellos mismos reciben.

Por todo eso, un destacado grupo de cualificados expertos en la materia se ha impuesto la tarea de «tomar en consideración las contribuciones de la investigación educativa para analizar la situación de la formación del profesorado de ciencias para la educación básica y secundaria en nuestros países, y originar propuestas que permitan impulsar su necesaria mejora como elemento clave en la renovación curricular en curso».

Síntese: A pressão à que se vêem submetidos os sistemas educativos ibero-americanos para satisfazer as demandas que lhes vão chegando desde sociedades fortemente condicionadas pelas expectativas que geram os processos de globalização, estão tendo a sua maior repercussão na área do ensino das ciências.

Parece ser ali onde as recentes reformas educativas encontram as dificuldades mais notáveis para converter os conteúdos curriculares propostos nos conhecimentos requeridos por aquela nova situação. Nesta tarefa resulta fundamental o papel que têm os docentes de tais disciplinas e, como não pode ser de outra maneira, a formação que eles mesmos recebam.

Por tudo isso, um destacado grupo de qualificados especialistas na matéria se impuseram a tarefa de «ter em conta as contribuições da pesquisa educativa para analisar a situação da formação dos professores de ciências para a educação de primeiro e segundo grau nos nossos países, e originar propostas que permitam impulsar a sua necessária melhoria como elemento clave na renovação curricular em curso».

(*) Alberto Maiztegui es presidente de la Academia Nacional de Ciencias y miembro de la Academia Nacional de Educación, Argentina. Eduardo González es profesor de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Hugo Tricárico es profesor de la Escuela de Humanidades en la Universidad Nacional de General San Martín, Argentina. Julia Salinas es presidenta de la Asociación de Profesores de Física, Argentina. Anna Pessoa de Carvalho es profesora de la Faculdade de Educação en la Universidade de São Paulo, Brasil. Daniel Gil Pérez es profesor del Departamento de Didáctica de las Ciencias Experimentales y Sociales en la Universidad de Valencia, España.

1. Introducción

Los países iberoamericanos están viviendo una transformación global del sistema educativo semejante a la que ha tenido lugar, o está teniendo lugar, en muchos otros países de nuestro entorno cultural, como respuesta, entre otras cuestiones, a las necesidades del desarrollo socioeconómico.

Tras más de una década de reformas como la española, la argentina, etc., pueden destacarse algunos avances —como, p.e., la ampliación de los períodos de escolarización obligatoria o una nueva concepción del currículo, más abierto, flexible y cimentado (Coll, 1989)— acompañados de dificultades que merecen análisis y rectificaciones fundamentadas. En esa perspectiva, nuestro trabajo se centra en un aspecto, la formación de los docentes, considerado central en los procesos de reforma curricular (Anderson y Mitchener, 1994; Mumby y Russell, 1998).

Nuestro propósito es, más concretamente, tomar en consideración las contribuciones de la investigación educativa para analizar la situación de la formación del profesorado de ciencias para la educación básica y secundaria en nuestros países, y originar propuestas que permitan impulsar su necesaria mejora como elemento clave en la renovación curricular en curso.

Como indica el título de este trabajo —«La formación de los profesores de ciencias en Iberoamérica»—, nuestras aportaciones se centran en un dominio específico, el de la educación científica, que es el de nuestra formación y campo de trabajo. Somos conscientes, no obstante, de que muchas de las cuestiones que vamos a debatir en torno a la formación de los profesores de ciencias afectan a los docentes de cualquier área. El título del trabajo no expresa, pues, un intento de compartimentalizar una problemática —la formación del profesorado— que entendemos debe abordarse en bastantes aspectos (estructurales, organizativos) desde una perspectiva global, sino reconocer que nuestros análisis, propuestas y motivaciones se derivan, en general, de trabajos realizados en el campo de la didáctica de las ciencias, tal como reflejan las referencias bibliográficas. Sin embargo, estamos convencidos de que al analizar la formación de los docentes de otras áreas, pueden obtenerse conclusiones similares a las que aquí se avanzan.

2. El porqué de las actuales reformas de los sistemas educativos

La tradicional importancia concedida a las inversiones en educación para hacer posible el desarrollo futuro de un país, ha dejado paso al convencimiento de que la formación general —y, en su contexto, la alfabetización científica de todos los ciudadanos y ciudadanas— ha pasado a ser una exigencia urgente, un requisito para el desarrollo inmediato.

Así lo ha entendido la Administración USA, p.e., que ha convertido el esfuerzo en educación en su primera prioridad, y así se afirma desde la primera página en los National Science Education Standards, auspiciados por el National Research Council (1996): «En un mundo repleto de productos de la indagación científica, la alfabetización científica se ha convertido en una necesidad para todos». No es extraño, por ello, que se haya llegado a establecer la analogía entre la alfabetización básica iniciada el siglo pasado y el actual movimiento de alfabetización científica y tecnológica (Fourez, 1997).

Junto a esta creciente importancia concedida a la educación científica, nos encontramos, sin embargo, con un grave fracaso escolar, acompañado de un creciente rechazo de los estudios científicos y de actitudes negativas hacia la ciencia (Simpson et al, 1994; Giordan, 1997). Estos decepcionantes resultados, que afectan tanto a la enseñanza secundaria como a la universitaria —por no mencionar a la primaria (Merino, 1998)—, se han convertido en un motivo de seria preocupación que no puede despacharse con explicaciones simplistas (basadas, p.e., en una supuesta «incapacidad» de la mayoría de los estudiantes), sino que ponen en evidencia graves deficiencias de la enseñanza que vienen siendo señaladas desde hace tiempo (Yager y Penick, 1983; Porlán y Martín, 1994).

El reconocimiento de la importancia de la educación científica y las dificultades encontradas para su extensión a la generalidad de los futuros ciudadanos y ciudadanas (Simpson et al, 1994; Giordan, 1997), ha impulsado la investigación en torno a la educación científica y tecnológica, que se ha convertido, según ha valorado la American Association for the Advancement of Science, en una de las áreas estratégicas de la investigación científica. De hecho, los logros de esta investigación en apenas dos décadas han sido realmente impresionantes, como evidencian, p.e., los dos Handbooks ya publicados (Gabel, 1994; Fraser y Tobin, 1998). Como ha afirmado Hodson (1992), «Hoy ya es posible construir un cuerpo de conocimientos en el que se integren coherentemente los distintos aspectos relativos a la enseñanza de las ciencias». La comunidad de educadores en ciencias dispone, pues, de un cuerpo de conocimientos con el que pueden abordarse eficazmente los problemas que plantea el proceso de enseñanza/aprendizaje de las ciencias. Ahora bien, ¿en qué medida toda esta investigación ha sido aprovechada por los profesores y ha dado lugar a una mejor educación?

Hemos de reconocer que comienza a detectarse un sentimiento de frustración entre los investigadores, los diseñadores y responsables de las reformas curriculares inspiradas en los hallazgos de la investigación, y entre aquellos profesores que confiaban en dichas transformaciones para hacer frente a las crecientes dificultades de su tarea (Gil, Furió y Gavidia, 1998). Ello refuerza, además, el rechazo de quienes por diversas razones se han venido oponiendo a las reformas.

Es preciso señalar que esta decepción revela la persistencia de una visión bastante simplista de los cambios curriculares... que quizás muchos compartíamos: la idea de que bastaría presentar a los profesores y profesoras las nuevas propuestas, fundamentadas en investigaciones rigurosas, para que dichas propuestas fueran aceptadas y aplicadas (Briscoe, 1991; Bell, 1998). La reciente investigación sobre formación de los profesores ha cuestionado ésta y otras optimistas (pero ingenuas) expectativas, obligando a replantear a fondo las estrategias de innovación curricular y de la formación docente.

3. Dificultades del cambio curricular y formación de los docentes

Para comprender las dificultades de los procesos de reforma en los países iberoamericanos en lo que se refiere a la apropiación por los profesores de las nuevas propuestas curriculares y orientaciones educativas, es preciso remitirse a las aportaciones de la investigación en este campo.

Una de las críticas fundamentales que se ha hecho a los procesos de renovación curricular ha sido la escasa atención prestada al papel jugado por los docentes en dicho proceso, hasta prácticamente los años 90. Ello podría explicar, como sostienen Anderson y Mitchener (1994), la escasa efectividad de los esfuerzos de renovación curricular que se han venido realizando durante las últimas décadas.

Podemos referirnos, a ese respecto, a la repetida constatación de marcadas diferencias entre lo perseguido por los diseñadores de currículos y lo que realmente llevan a la práctica los profesores (Cronin-Jones, 1991). Han sido estas diferencias las que han llamado la atención sobre la influencia que los profesores ejercen en el proceso de implementación curricular y sobre la necesidad de un mejor conocimiento de dicho proceso. Porque no se trata simplemente de elaborar cuidadosamente los nuevos materiales y de organizar cursos para difundir las nuevas propuestas: ambas cosas se han hecho en el caso de las actuales reformas dando lugar a una abundante literatura, ampliamente difundida, y a un gran número de cursos por los que han pasado miles de profesores... con resultados que muchos han considerado decepcionantes.

Nos apresuramos a señalar que esta decepción no se ha producido únicamente en los países de nuestra área. Como ya señalaba Briscoe (1991) refiriéndose a la experiencia norteamericana, cada año son muchos los profesores que participan en seminarios o asisten a cursos con la intención de perfeccionarse profesionalmente, y que cuando reanudan sus clases están dispuestos a utilizar las nuevas técnicas, los nuevos materiales curriculares, las nuevas formas de favorecer la creatividad y el aprendizaje de sus alumnos. Sin embargo, muchos de estos docentes, antes de que puedan darse cuenta, se encuentran enseñando de la misma forma como lo habían hecho siempre, adaptando los nuevos materiales o técnicas a los patrones tradicionales. Se genera así una lógica frustración y una decepción al percibir que las cosas no han funcionado mejor que los años precedentes, a pesar de las nuevas y prometedoras ideas.

¿Cuáles pueden ser los motivos de esta falta general de efectividad? De forma muy sucinta nos referiremos a tres causas señaladas por los investigadores:

3.1. Las serias limitaciones de los esfuerzos de innovación puntuales

La falta de efectividad que ha afectado a la generalidad de los actuales procesos de renovación no es debida necesariamente a que las innovaciones contempladas carezcan de interés, sino que pone en evidencia que un modelo de enseñanza es algo más que un conjunto de elementos yuxtapuestos e intercambiables: constituye una estructura dotada de cierta coherencia, y cada uno de sus elementos viene apoyado por los restantes (Viennot, 1989; Gil, 1991; Gil et al, 1999). Se ha empezado a comprender así que los esfuerzos de innovación realizados estas últimas décadas en la enseñanza de las ciencias pierden gran parte de su capacidad transformadora si quedan en aportaciones puntuales, desligadas, como las que se contemplan a menudo en los cursos de «perfeccionamiento» docente. Así, por ejemplo, los investigadores han llamado la atención sobre la necesidad de acompañar las innovaciones curriculares con cambios similares en la evaluación (Linn, 1987). Si la evaluación sigue consistiendo en ejercicios para constatar el grado de retención de algunos conocimientos «conceptuales», éste será para los alumnos el verdadero objetivo del aprendizaje y poco importarán las innovaciones introducidas o los objetivos enunciados.

Señalemos a este respecto que buena parte de los cursos de formación para docentes en activo realizados en el marco de las reformas en Argentina, Brasil, España, etc., ha incurrido en ese defecto de los tratamientos puntuales; pero es cierto también que se han hecho muchos esfuerzos para ofrecer programas de formación más globales, que han intentado recoger las principales aportaciones de la investigación educativa. Dichos cursos han producido resultados de indudable interés, pero han sido insuficientes, en términos generales, para lograr la incorporación de los profesores a las nuevas orientaciones (Jiménez-Aleixandre y Sanmartí, 1995). Ello nos remite a la segunda causa del fracaso de muchos intentos de renovación curricular, señalada en la literatura, que pensamos ha afectado también al proceso de reforma argentino.

3.2. La incidencia de las concepciones del profesorado

Como ha mostrado Cronin-Jones (1991), entre otros, los diseñadores de currículos no suelen tener en cuenta la fuerte influencia de las concepciones de los profesores en el proceso de implementación curricular. Dicho en forma positiva, para emprender un replanteamiento global de la enseñanza de las ciencias se precisa cuestionar concepciones cuya importancia en la actividad docente puede ser tan relevante o más que las preconcepciones de los alumnos en el aprendizaje de las ciencias (Hewson y Hewson, 1987).

En efecto, comienza hoy a comprenderse que los profesores tenemos ideas, actitudes y comportamientos sobre la enseñanza debidos a una larga formación «ambiental» (en particular durante el período en que fuimos alumnos) que responde a experiencias reiteradas y que se adquiere de forma no reflexiva, como algo natural, obvio, «de sentido común», escapando así a la crítica y ejerciendo una notable incidencia sobre nuestra labor docente (Gil, 1991; Gil et al, 1991; González, 1999).

De hecho, el estudio de las «preconcepciones docentes» se ha convertido en una línea de investigación prioritaria, tanto en el campo de la enseñanza de las ciencias (Hewson y Hewson, 1987; Porlán, 1989 y 1993; Gil et al, 1991; Bell y Pearson, 1992; Désauteles et al, 1993; Guilbert y Meloche, 1993; Hodson, 1993; Mellado, 1998; Fernández, 2000) como en el de la educación en general. Pero aunque la consideración funcional de las ideas de los docentes constituye un requisito esencial para incorporar a los profesores al proceso de renovación curricular (Bell, 1998), no es suficiente para lograrlo debido a una tercera causa del fracaso de las reformas educativas, tal como ha mostrado la investigación.

3.3. La escasa efectividad de transmitir a los docentes las propuestas de los expertos para su aplicación

Como ha indicado Briscoe (1991), es necesario que los profesores participemos en la construcción de los nuevos conocimientos educativos, abordando los problemas que la enseñanza nos plantea. Sin esa participación, no sólo resulta difícil que los profesores y profesoras hagamos nuestros y llevemos eficazmente adelante los cambios curriculares, sino que cabe esperar una actitud de rechazo o de malestar que se apoya en problemas organizativos y sindicales o en ciertas preconcepciones docentes, como el temor al «descenso del nivel» que puede suponer la prolongación de la escolaridad obligatoria para nuevos sectores de la población. El resultado se traduce en un clima de resistencia (explícita o implícita) a las innovaciones.

Efectivamente, muchas veces los docentes se enfrentan a un sistema de presiones (Garrett, 1998) excesivas y contradictorias: entre otras, demandas permanentes de perfeccionamiento y mejora de la calidad en condiciones laborales e institucionales lamentables. Los docentes se sienten agredidos por una falta de reconocimiento y por cierta culpabilización social por sus carencias (Sánchez Jiménez, 1988), que en buena medida son el fruto de la formación que han recibido. Quizás sea por eso que muchos de estos docentes se cierran ante las propuestas de reforma.

No se trata, sin embargo, de plegarse acríticamente a ese malestar, por más fundado que esté en algunos casos. Las propuestas de reformas responden a demandas culturales y políticas de gran importancia, que las sociedades no pueden dejar de abordar sin riesgo de quedar al margen del proceso de cambios en marcha. Las dificultades que presenta esta expansión educativa y, muy concretamente, la desigualdad de su reparto social, no deben ser un freno para la misma sino, al contrario, un motivo más para impulsarla (Pozo et al, 1998).

En tal sentido, un requisito indispensable para el éxito de las transformaciones es, repetimos, favorecer el protagonismo efectivo de los docentes; ninguna reforma tendrá éxito, siquiera parcialmente, si es vista como algo impuesto, externo a la comunidad educativa que debe desarrollarla: es necesario contar con «la voluntad de cambiar» del docente (Ryan, 1998). Muchas de las quejas o rechazos de los docentes provienen, por encima de los legítimos reclamos salariales e institucionales, de un sentimiento de no haber sido tenidos suficientemente en cuenta en el diseño del proceso.

Los resultados de la investigación apuntan también a la necesidad de que los planes de incorporación de los profesores a los cambios curriculares vayan más allá de su participación en algún curso, aunque se trate de un curso extenso y adecuadamente diseñado. En efecto, aunque estos cursos son necesarios para lograr un cuestionamiento inicial de las prácticas habituales (es decir, de «lo que siempre se ha hecho»), convertir en connatural la práctica de las nuevas orientaciones exige un trabajo continuado para el que cada profesor ha de contar con el seguimiento y apoyo necesarios (Carnicer, 1998). Eso es lo que ocurre en cualquier actividad con una mínima aspiración científica, y sólo la idea simplista —tan extendida socialmente— de que enseñar es algo esencialmente fácil «para lo que basta poseer los conocimientos científicos y algo de experiencia», permite esperar que los cambios curriculares puedan lograrse con la elaboración de unos buenos materiales y la ayuda de algunos cursos para su difusión.

El problema, hay que reconocerlo, es mucho más complejo y son necesarias acciones que incorporen a los docentes a tareas prolongadas de innovación e investigación (Gil Pérez y Pessoa de Carvalho, 2000). Eso es algo que, sin duda, supera a lo realizado en el marco de reformas como la española, la brasileña, la argentina, etc., y ésta puede ser una de las razones de sus insuficiencias. Pero quisiéramos insistir en algo que nos parece fundamental: las reformas iniciadas en nuestros países, más allá de sus limitaciones y defectos, pueden convertirse en auténtica ocasión de progreso si dejan de contemplarse como acciones aisladas y puntuales, más o menos extensas pero cerradas, y pasan a ser consideradas como etapas de un proceso colectivo y global que, apoyándose en los resultados obtenidos y en los hallazgos de la investigación e innovación, precisarán retoques y remodelaciones que exigen el compromiso —debidamente apoyado— de los docentes en el análisis de los problemas y en la elaboración y ensayo de propuestas alternativas.

4. ¿Qué formación docente se precisa?

La necesidad de asociar las innovaciones educativas a una correcta formación docente aparece como la primera lección a extraer de las dificultades aparecidas en los procesos de reforma curricular, según hemos visto. Podría pensarse que ello constituye un lugar común que, aparentemente, ha sido tenido siempre en cuenta. Así, como señalan Anderson y Mitchener (1994) en su revisión de la investigación acerca de la formación de los docentes de ciencias —publicada en el Handbook of Research on Science Teaching and Learning (Gabel, 1994)—, «En la pasada década, cuando los promotores de la reforma educativa voceaban sus llamamientos en pro de la mejora de la educación científica, habitualmente señalaban a la formación docente como el punto de partida necesario para la corrección y los cambios. Como resultado, la retórica acerca de la renovación de la formación docente ha ido creciendo en intensidad». Y Anderson y Mitchener se preguntan: «¿Qué clase de pensamiento y comprensión de la formación docente de ciencias ha producido tan abundante retórica? (...) Lamentablemente, mucho de lo dicho se ha basado en simples opiniones y creencias y se ha oído poco acerca de los resultados de investigaciones rigurosas en el campo de la enseñanza de las ciencias y de la formación docente de ciencias».

No basta, pues, con afirmar la importancia de la formación docente en los procesos de reforma. Para muchos, ello significa simplemente insistir en la preparación científica habitual, añadiendo unos cursos de Educación desligados de los contenidos científicos. Esta separación de los contenidos científicos y educativos se ha mostrado, sin embargo, muy poco eficaz. Como señala McDermott (1990), «El uso efectivo de una estrategia de enseñanza viene determinado a menudo por el contenido. Si los métodos de enseñanza no son estudiados en el contexto en el que han de ser implementados, los profesores pueden no saber identificar los aspectos esenciales ni adaptar las estrategias instruccionales —que les han sido presentadas en términos abstractos— a su materia específica o a nuevas situaciones». McDermott concluye, en consecuencia, con un rechazo de esta suma de formación científica y preparación docente independientes entre sí. Una crítica semejante ha sido realizada por numerosos autores (Pessoa, 1988; Furió y Gil, 1989; Villani y Pacca, 1992; Salinas y Cudmani, 1994; Viennot, 1997...). Se hace necesario salir al paso de orientaciones como éstas que han mostrado ya sus limitaciones, pero que se han vuelto a utilizar en Argentina para la capacitación de los profesores de secundaria y de los mismos profesores de los Institutos de Formación Docente (IFD), encargados de la formación inicial de los docentes.

Feiman-Nemser (1990) ha intentado categorizar las distintas orientaciones sobre formación docente, con objeto de facilitar su análisis crítico y la toma de decisiones al respecto. En opinión de este autor, dichas orientaciones responden, por una parte, a una cierta visión del proceso de enseñanza/aprendizaje y, por otra, a una concepción de cómo se aprende a enseñar. Distingue, así, cinco orientaciones básicas:

Naturalmente, Feiman-Nemser caracteriza con mucho más detalle y fundamentación estas distintas orientaciones y se refiere, además, a los desarrollos experimentados por cada una de ellas. Así, p.e., menciona la revitalización de la orientación académica que tuvo lugar a partir de los trabajos de Shulman (1987), quien de forma autocrítica reconoce que los pedagogos parecen haber estudiado todos los factores que influyen en el acto educativo... a excepción del contenido a enseñar.

No podemos detenernos aquí a analizar las aportaciones y carencias de estas orientaciones y nos limitaremos a señalar que, en nuestra opinión, cada una de ellas resalta algunos aspectos básicos para la formación docente. ¿Cómo ignorar, p.e., la importancia de un buen conocimiento de la materia a impartir? La investigación ha mostrado que la falta de dicho conocimiento constituye, quizás, la principal dificultad para que los profesores afectados se impliquen en actividades innovadoras (Tobin y Espinet, 1989). Pero, además, saber la materia no se reduce a conocer los hechos, leyes y teorías que conforman el cuerpo de conocimientos científicos que suele impartirse en una facultad (Salinas, 1999). Un buen conocimiento de la materia para un docente supone también, entre otros (Gil, 1991):

Por otra parte, como ha señalado Viennot (1997), esta preparación científica no puede contraponerse a la preparación «pedagógica», sino que es preciso superar dicha dicotomía y reconocer la necesaria imbricación entre la reflexión educativa y la reflexión sobre el contenido disciplinar. No hay ninguna justificación para desvalorizar ese contenido disciplinar, calificándolo de «academicista». Por el contrario, lo que debe denunciarse son aquellas visiones que reducen el conocimiento científico a formalismos abstractos, aproblemáticos y ahistóricos, atribuyéndole un carácter exclusivamente analítico, desligado de las implicaciones sociales, etc., etc. (Gil, 1993; Salinas et al, 1995; Fernández, 2000).

De forma similar a como hemos hecho con la importancia del conocimiento de la materia, se puede poner en valor cada uno de los aspectos incluidos en las orientaciones a las que se refiere Feinman-Nemser. No se trata de elegir entre las mismas. Lo esencial —pensamos— es romper con cualquier visión simplista de la actividad docente a la hora de establecer las necesidades formativas de los profesores y la orientación que hay que dar a dicha formación.

Por nuestra parte, y centrándonos en nuestra área, hemos intentado establecer cuáles son esas necesidades formativas de los profesores de ciencias, a la luz de las aportaciones de la investigación educativa (Gil, 1991; Pessoa y Gil, 1995; Cudmani et al, 1998). No podemos detenernos aquí en la consideración de dichas necesidades, que van desde un conocimiento profundo de la materia a saber diseñar programas de actividades y todo lo que supone dirigir la acción de los estudiantes. Tan solo resaltaremos el papel esencial que juegan en dicha formación el conocimiento y análisis crítico del pensamiento docente espontáneo y la familiarización con el cuerpo de conocimientos teóricos que la investigación educativa ofrece hoy en torno a los problemas que plantea el proceso de enseñanza/aprendizaje de las ciencias.

En particular, resulta esencial salir al paso de visiones conductistas que contemplan cada «saber» o «saber hacer» como algo que puede adquirirse con un entrenamiento puntual, específico (Gimeno, 1990), proporcionado desde fuera por los expertos, e insistir en el papel central que en el proceso de adquisición de los conocimientos —y en definitiva en toda la actividad docente— ha de jugar la actividad innovadora e investigadora de los profesores, es decir, su participación en la construcción de dichos conocimientos. Ello constituye —creemos— el verdadero núcleo de una preparación docente adecuada en el área de las ciencias o en cualquier otro campo, sobre todo con vistas a su incorporación a las reformas educativas.

Por todo ello cabe pronunciarse, contra la idea de profesor de área —introducida en reformas como la argentina o la española—, si por tal entendemos que un profesor ha de poder dar una pluralidad de materias (física, química, biología) en las que es imposible adquirir una formación suficiente (ver, a este respecto, Solbes y Hernández, 1995 y los debates recogidos en las revistas Infancia y Aprendizaje, Nº 65, de 1994, e Investigación en la Escuela, Nº 32, de 1997). Sin embargo, también es necesario evitar transmitir una visión de las disciplinas como compartimentos estancos, por lo que cabe apoyar la idea de área, si por tal entendemos reconocer el interés y la posibilidad de un trabajo común de los profesores de Biología, de Física, de Química para que cada cual pueda enseñar mejor sus propias materias y hacer posible el tratamiento de los problemas puente (Gil, 1994).

Cabe pronunciarse igualmente a favor del carácter plenamente universitario de las instituciones de formación de los docentes, superando situaciones como las de Argentina o Uruguay, en las que esa formación no compete en general a la Universidad, y se realiza mayoritariamente en establecimientos específicos de nivel terciario, los institutos de Formación Docente (IFD), conocidos habitualmente como «Profesorados» (Tricárico, 1996).

Sin ignorar el papel jugado históricamente por estas instituciones (Maiztegui, 1997), su definición de nivel terciario excluye en la práctica la vinculación de los responsables de la formación de los docentes al trabajo de investigación característico de una auténtica universidad. Pero esa vinculación aparece hoy como algo absolutamente necesario para dar respuesta a la importancia y complejidad que se le reconoce a la actividad docente, hasta el punto de que es difícil encontrar ejemplos de países en donde los profesores —incluidos los de nivel primario— no se formen en instituciones de carácter universitario.

Ello ha exigido, en ocasiones, procesos de transformación (como el experimentado en los años 70 por las Escuelas Normales españolas para maestros de primaria) con períodos de adaptación más o menos largos, que han respetado los legítimos derechos de los profesores de dichas instituciones, hasta lograr el necesario nivel universitario de la formación docente.

No nos corresponde entrar aquí a especificar las medidas adecuadas para lograr esta transformación de los Institutos de Formación Docente; esa cuestión depende, sin duda, de razones complejas que las autoridades habrán de atender y resolver. Sí debemos insistir en que dicha transformación, para la que sin duda se requiere modificar algunas normativas y crear las condiciones materiales necesarias, constituye a todos los efectos un requisito imprescindible para una correcta preparación de los futuros docentes, que ha de ser concebida en íntima conexión con los aportes de la investigación e innovación en la didáctica de la propia disciplina, tal como hemos intentado fundamentar.

Más aún: la formación de los profesores de física, por ejemplo, habría de tener carácter de licenciatura, de nivel, exigencias y duración equivalente a la de cualquier otro físico. Enseñar una ciencia no es una actividad menos importante o menos exigente que trabajar en algún otro campo concreto, como estado sólido, física nuclear, etc. Ésa es, de nuevo, la tendencia general en los países de nuestro entorno cultural para la formación de los profesores de cualquier área.

Pensamos que éstas son algunas ideas básicas para orientar la formación inicial de los profesores de ciencias. Sin embargo, no basta con la reforma de la formación inicial, sino que se precisa vincular la renovación curricular a un proceso de formación continuada. Abordamos la cuestión en el próximo apartado.

5. Estrategias para la innovación educativa y la formación docente continua

De acuerdo con los resultados proporcionados por la investigación en torno a ese indisoluble binomio formado por el cambio curricular y la formación docente continua, la estrategia que parece potencialmente más fructífera consistiría en implicar a los profesores en tareas de investigación/innovación para dar respuesta a los problemas de enseñanza y de aprendizaje de las ciencias que les plantea su actividad docente.

No se trata, claro está, de que cada profesor o grupo de profesores tenga que construir aisladamente, por sí mismo, todos los conocimientos elaborados por la comunidad científica, sino de proporcionarle la ayuda necesaria para que participe en la reconstrucción/apropiación de dichos conocimientos. Esta propuesta formativa puede describirse más bien con la metáfora de «los investigadores noveles», que, como es bien conocido, son capaces de realizar notables progresos en la medida en que investigan e innovan contando con el apoyo de expertos, es decir, de investigadores que conocen bien la problemática que han de abordar los «noveles» y que pueden darles la realimentación adecuada (sin recurrir a una inefectiva transmisión de los conocimientos, sino, al contrario, permitiéndoles replicar trabajos cuyos resultados ya conocen en buena medida los expertos).

Tal orientación de la formación docente exige contar con un número creciente de profesores capaces de favorecer la implicación de otros colegas en el tratamiento de los problemas que plantea el proceso de enseñanza/aprendizaje de las ciencias, es decir, de aquellos capaces de dirigir la actividad de grupos de «investigadores noveles», al tiempo que ellos mismos siguen afianzando su formación y enriqueciendo su bagaje científico como miembros de una comunidad de investigadores/innovadores en didáctica de las ciencias, en la que se apoyan y a cuyo cuerpo de conocimientos contribuyen a la vez.

Más concretamente, dicha estrategia tendría que contar, entre otras, con las siguientes características:

Esta estrategia de formación colectiva continua constituye, hemos de reconocer, un desiderátum difícil de implementar. El ideal sería que existiera ya una tradición de trabajo docente colectivo, con equipos capaces de incorporar a las nuevas generaciones de docentes y de facilitarles, a través del trabajo común, la formación necesaria (como ocurre en cualquier tarea con aspiración científica). Pero es obvio que hoy apenas existen tales equipos y que no pueden improvisarse ni constituirse «por decreto», cuando falta la tradición del trabajo científico (Porlán, 1998). Por otra parte, las condiciones laborales vigentes de los docentes no tienen en cuenta esta necesidad de trabajo colectivo como parte esencial de la tarea docente: los horarios lectivos recargados constituyen, p.e., una dificultad muy seria. Por ello, el establecimiento de una estructura plenamente efectiva de formación docente continuada ha de contemplarse como un objetivo a largo plazo (lo que no significa, ni mucho menos, posponer las acciones necesarias para lograrlo). Y, por la misma razón, no puede esperarse la plena efectividad de unas reformas educativas a corto plazo, cuya necesidad hoy nadie discute.

Lo que puede hacerse actualmente dista bastante de esa estrategia ideal de formación continua y de participación docente en la construcción de las nuevas orientaciones curriculares. Es preciso ser conscientes de ello, pero también es necesario tener claro cuál es el objetivo y plantear las acciones que hoy son posibles en esa perspectiva de creación de equipos docentes, integrados en la comunidad de investigadores e innovadores en didáctica de las ciencias.

Una cuestión clave es ver qué se puede hacer y cómo optimizar los recursos disponibles para avanzar en la perspectiva correcta. En ese sentido son posibles muchas acciones, siempre que —insistimos— se planteen en una perspectiva de implicación de los profesores en el tratamiento de los problemas de enseñanza y de aprendizaje de las ciencias relacionados con su actividad docente.

No podemos pasar aquí a analizar —ni siquiera presentar resumidamente— estas posibles iniciativas, pero creemos que merece la pena referirse brevemente a una de las acciones que consideramos potencialmente más fructífera para optimizar los recursos humanos disponibles en nuestros países: la constitución de una comunidad de «coordinadores de equipos docentes» que incorpore a aquellos profesores y profesoras que, por su labor innovadora, sus investigaciones, etc., puedan realizar aportaciones valiosas en la formación continuada de sus colegas y, fundamentalmente, servir de dinamizadores en la fase inicial.

El punto de partida de esta propuesta es el reconocimiento de que, independientemente de los impulsos oficiales, en todos los países se producen iniciativas de autoformación, de implicación en tareas innovadoras, etc., con las que una serie de profesores y profesoras adquieren una preparación y, sobre todo, una disposición para la renovación de la enseñanza, que puede ser de gran utilidad en un plan institucional de formación docente continua.

Se trataría, en una primera fase, de involucrar a la comunidad científica en la organización y desarrollo de cursos (o más propiamente talleres) para aquellos profesores que disponen ya de una cierta base, con objeto de proporcionarles la ocasión de un trabajo colectivo de una cierta profundidad en torno a la renovación de la enseñanza y a la formación docente continua.

Estos talleres habrían de diseñarse muy cuidadosamente, con un claro hilo conductor y con la duración suficiente para permitir a los asistentes:

Esta propuesta se inspira en las experiencias de «formación de formadores» llevadas a cabo en algunos países con resultados en general positivos, tanto en lo que se refiere a la preparación adquirida por los asistentes a dichos cursos como, sobre todo, al papel que han desempeñado después en los programas de formación docente permanente. Sin embargo, es preciso llamar la atención sobre una interpretación de este proyecto como una simple transmisión de propuestas «en cascada», o como la creación de una nueva figura burocrática. Insistimos en que el objetivo es potenciar la formación de equipos docentes interconectados, es decir, que formen parte de una auténtica comunidad científica, capaces de abordar colectivamente los problemas que plantea el proceso de enseñanza/aprendizaje de su área. Se trata de favorecer la preparación de coordinadores voluntarios en torno a los cuales puedan cohesionarse equipos docentes y que, además, puedan contribuir a la preparación de nuevos coordinadores.

Ésta es, en resumen, la idea esencial de la propuesta que la investigación realizada hasta aquí parece apoyar: comenzar potenciando a profesores que posean ya una cierta preparación y, sobre todo, una buena disposición, poniéndoles en situación de apropiarse activamente —como investigadores noveles— del cuerpo de conocimientos disponible hoy en el campo de la didáctica de las ciencias (o del área de que se trate), preparándoles al propio tiempo para jugar el papel de orientadores de futuros «investigadores noveles».

Para concluir, sería conveniente insistir en que cualquier proceso de capacitación de calidad requiere de unos contextos apropiados: la tarea docente no consiste exclusivamente en estar ante los estudiantes. Es imprescindible facilitar el tiempo y las condiciones materiales para realizar actividades de capacitación, generar situaciones económicas favorables, proveer materiales de apoyo, facilitar la colaboración de los profesores con las instituciones de formación universitaria, etc. (Oñorbe et al, 1999). Es preciso terminar, por ejemplo, con el régimen de designación o contratación de profesores de secundaria que rige en Argentina —basado en la contratación «por hora frente a alumnos»— que no contempla la vinculación del profesor a una escuela, lo que se traduce en la mera impartición de clases en una multiplicidad de centros (de ahí la expresión «profesor taxi») haciendo prácticamente imposible la formación de equipos docentes, etc. Es preciso reemplazar este régimen de designación o contratación por un sistema de dedicación similar al que rige en la mayoría de los países.

Todo ello conlleva un cambio en la concepción social de la enseñanza (Gil, Furió y Gavidia, 1998; Pozo et al, 1998) y nuevos modelos de carrera docente, que permitan recuperar y acreditar las experiencias por las que atraviesa un docente, comenzar a superar la fragmentación existente entre la formación inicial y los sucesivos «circuitos» de capacitación, y dotar de coherencia e integración a los saberes adquiridos (Pesa y Cudmani, 1998).

6. Recomendaciones

A lo largo de este trabajo hemos intentado fundamentar propuestas orientadas a la mejora de la formación de los docentes del área iberoamericana, como requisito esencial para el logro de la renovación curricular en curso. A modo de conclusión recapitularemos ahora dichas propuestas, que enunciaremos en forma de proposiciones relativas a distintos aspectos de la formación inicial y continuada:

Insistiremos, para terminar, en que el desarrollo socioeconómico y cultural del área iberoamericana exige una decidida y urgente adopción de medidas a favor del sistema educativo como las que aquí se recomiendan referidas a la formación de los docentes.

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