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Revista Iberoamericana de
Educación - Revista Iberoamericana
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Revista Iberoamericana de
Educación Número 1 - Estado y Educación Enero - Abril 1993 |
El autor analiza la relación existente entre Estado y Educación desde la aparición del Estado Moderno y su evolución. En el Antiguo Régimen, aun existiendo distintos modelos, el Estado es indiferente a la educación, que constituye un monopolio eclesiástico. Esta situación cambia radicalmente con la Revolución Francesa. El Estado asume la gestión directa de la educación que se convierte en un servicio público abierto a todos. Surgen así dos modelos distintos: el liberal o dual que contempla dos tramos educativos, una instrucción elemental y gratuita para el pueblo y otra superior y onerosa para las capas altas; el jacobino o social que propone una instrucción igual para toda la población y es el antecedente de la concepción de la educación como un derecho. Para el autor ambos modelos originan la antítesis entre las tendencias que ven la educación como instrumento de control social y las que la consideran factor de emancipación y cambio social. Tendencias que llegan hasta nuestros días. Finalmente se analizan las dos concepciones contrapuestas de la educación como derecho de libertad, propia del liberalismo, y como derecho social responsabilidad del Estado, reconocida en el Estado del Bienestar y posteriormente en los Pactos Internacionales.
Es difícil precisar la fecha de nacimiento del Estado moderno. Para algunos autores ese momento se remonta a 1513, año en que Maquiavelo publica su famosa obra, El Príncipe, en la que separa nítidamente la esfera religiosa de la política y en la que reflexiona sobre la aparición en el escenario europeo de una temprana organización política, caracterizada primordialmente por su aspiración a la autonomía: a este nuevo modelo político, fruto del Renacimiento, el pensador florentino lo denominará lo stato. Para otros autores, sin embargo, para levantar acta de nacimiento del Estado moderno no resulta suficiente la autonomía de la razón política: es preciso esperar, dicen, al año 1576, fecha en que Bodin publica los Seis Libros de la República. Esta obra revoluciona, como es sabido, la esfera política de la época, pues mientras hasta ahora el Príncipe basaba su poder en distintos títulos de intervención, a partir de Bodin se unifican todos los títulos en uno solo: la soberanía. El Príncipe es soberano y, en consecuencia, no está sometido a ninguno otro poder, sea éste temporal o espiritual.
En realidad, el proceso de la formación del Estado moderno no puede reconducirse ni a momentos fundacionales ni a doctrinas estelares, por muy importantes que sean. Más bien debe hablarse de una nueva organización política que se despliega a la búsqueda de su independencia, tanto del poder temporal del Papado como de cualquier otra forma de poder político. En este largo proceso el Príncipe va adoptando desde los albores del Renacimiento decisiones importantes: transformación del ejercito feudal en un ejercito permanente -el caballero cede su lugar al soldado-; creación de una hacienda pública al servicio de la nueva organización política; establecimiento de una burocracia permanente, jerarquizada y altamente cualificada; finalmente, el sometimiento de todos a una sola unidad de decisión, la soberanía del Príncipe.
Esta evolución no afecta a todos los países europeos por igual. En algunos se produce tempranamente -es el caso de España a finales del siglo XV-; en otros es preciso esperar al siglo XVI, incluso, a veces, al siglo XVII. En cualquier caso, cuando el proceso se consuma, podemos decir que estamos ya ante una unidad política estable, permanente, estática, status propiamente dicho, es decir, Estado.
Es una certidumbre compartida hoy por todos los historiadores de la educación que el Estado moderno tiene poco que ver con la educación durante el Antiguo Régimen. Ello es así porque el modelo educativo medieval, forjado en consonancia con el régimen político que conocemos con el nombre de Cristiandad, sobrevivirá a esta estructura supraterritorial que pilotan el Papa y el Emperador. De este modo, durante la Edad Moderna, el modelo educativo seguirá siendo prácticamente un monopolio eclesiástico de carácter supraestatal, sea en su vertiente jesuítica o calvinista. Es más, aparentemente, el Estado moderno permanece indiferente a la educación, considerándola, como en el pasado medieval, una prerrogativa de la Iglesia católica o de la Iglesia reformada.
Nada más ajeno al Estado que la idea de una educación popular de carácter estatal; este tipo de educación se estima propio de las iglesias o, como mucho, de las autoridades locales. No ocurre así, sin embargo, con la educación superior, porque, aún siendo la Universidad fundamentalmente competencia de la Iglesia, presenta un notable interés para el Estado, dada su incidencia en la formación de los cuadros dirigentes, y, por tanto, en el reclutamiento de la burocracia estatal.
Ahora bien, la indiferencia del Estado por la educación popular es, como dijimos, sólo aparente. En efecto, no debe pensarse que la educación elemental le es totalmente ajena o que el papel del Estado es siempre pasivo o que dicho papel es uniforme en todos los países europeos. A este respecto, la observación del profesor Frijhof acerca de la existencia de diversos modelos me parece esclarecedora.
Un primer modelo, representado por la Francia de los siglos XVI y XVII, sería aplicable a todos aquellos países donde las relaciones entre el trono y el altar no han sido excesivamente cordiales, adoptando el Estado cierto distanciamiento respecto de la acción de la Iglesia. En este modelo, que incluye tanto a países católicos como a protestantes, la enseñanza básica, elemental o popular, es asegurada por las organizaciones religiosas sin que el Estado preste especial apoyo, limitándose a reconocer, muchas veces de hecho, esta competencia, aunque en ocasiones proceda a regular la situación de una manera vaga y general.
En el extremo opuesto se situaría el modelo sueco -ley de 1686- en que el Estado y la Iglesia reformada se apoyan mutuamente. Por tanto, el Estado adopta un papel activo, prestando su ayuda a la alfabetización del pueblo (debe aclararse, no obstante, que se trata sólo de una alfabetización pasiva, centrada exclusivamente en la lectura y no en la escritura, dado que el objetivo principal es preparar a la población para que pueda acceder al conocimiento de la Biblia).
El modelo intermedio se refiere a aquellos países donde coexisten los credos católico y protestante. El prototipo lo representan los Países Bajos donde el Estado interviene activamente para evitar conflictos confesionales.
De todo ello se desprende que, aunque el interés del Estado por la enseñanza elemental no es grande, hay, sin embargo, un principio de intervención, reflejo, sin duda, de esa dinámica interna que lleva al Estado moderno a afirmar su soberanía en todos los campos de la actividad humana. Esa dinámica se acentúa durante el siglo XVIII. La actividad educativa del Estado es ahora más ostensible, impulsado unas veces por corrientes culturales que le estimulan a caminar en esa dirección -es el caso de los países del despotismo ilustrado -, animado otras por razones religiosas -es el caso del pietismo en algunos países protestantes -. Pero, en definitiva, esta intervención del Estado en la alfabetización popular forma parte de un proceso más amplio, el que conduce a la transformación de las monarquías autoritarias en monarquías absolutas: el campo de actividad del Príncipe se amplía, en este proceso, inexorablemente.
El otro extremo del aparato escolar del Antiguo Régimen lo constituye la enseñanza superior. La Universidad es, como sabemos, la que suministra las cualificaciones profesionales que necesitan tanto la Iglesia como el Estado. El hecho de que las universidades sean principalmente eclesiásticas no obsta para que los monarcas intenten extender su dominio a este campo, bien de modo más o menos simbólico por medio de las regalías, bien de manera efectiva para asegurarse la formación de las elites que han de dirigir el país. El proceso de intervención es aquí mayor.
Por otra parte, la Edad Moderna es también precursora de cambios sociales importantes. Sin embargo, la Universidad sigue respondiendo al modelo medieval de suministrar teólogos y juristas, aunque las necesidades de las sociedades europeas empiecen ya a ser distintas. En algunos países el Estado intenta la reforma de las universidades, pero las grandes dificultades que encuentra hace que encamine sus esfuerzos hacia la creación, al margen de la Universidad, de nuevas instituciones educativas, en parte por la resistencia que la vieja Universitas opone a las reformas dirigidas a modificar sus objetivos sustanciales o su organización, pero en parte también por la voluntad que subyace en el Estado moderno de asumir competencias nuevas en el campo de la enseñanza superior. Surgen así a lo largo de estos siglos una escuela de navegación en Portugal, una escuela militar en La Haya, una escuela de ingenieros de caminos en Francia, un instituto de náutica y minerología en España, etc., etc.
Situación de la educación en el Antiguo Régimen
Algún fervoroso defensor del Antiguo Régimen ha dicho que nunca hubo en Francia tantas escuelas elementales y tantos maestros como en los años previos a la Gran Revolución de 1789. Ello es cierto desde un punto de vista cuantitativo, debido sobre todo al esfuerzo de las organizaciones religiosas y de las autoridades locales o municipales; pero desde una consideración cualitativa no se puede menos de indicar el deficiente estado de estas escuelas y la escasa capacidad de estos maestros.
Como ha sido señalado reiteradamente por múltiples autores, éstas escuelas no eran sino cabañas techadas con paja en la mayoría de los casos, por no hablar de aquellas otras, muy numerosas, que carecían de local propio, instalándose en graneros, cobertizos, sótanos o cuadras. La sordidez de estas escuelas, su miseria, la suciedad y abandono en que se encontraban no eran atributo exclusivo de Francia: países que en el siglo XIX destacarían en este ámbito, como Suiza, Holanda o Prusia, no estaban en mejor situación.
Tampoco era buena la situación respecto de la cualificación de los maestros. Hay que recordar que un salario insuficiente o casi nulo impedía reclutar a las personas más competentes para esta enseñanza. Los maestros, por otra parte, no recibían una formación específica para el ejercicio de su profesión; bastaba cierto aprendizaje en el seno de su gremio. Es más, esta situación, por lamentable que nos parezca, era, sin embargo, un privilegio urbano: en las zonas rurales los maestros eran sustituidos por los "profesionales" más diversos. Así, en España serán los sacristanes los que ejercerán el magisterio en los pueblos y en las aldeas; en Prusia, los veteranos de guerra; en Holanda, los criados de avanzada edad; en Suiza, ignorantes artesanos.
En relación con Francia, cuenta Pollard una anécdota que no me resisto a transcribir. Un sacerdote se dirige en el año 1758 a su nueva parroquia, situada en un remoto distrito de Francia. Después de visitar a sus feligreses, se interesa por la escuela del lugar, siendo conducido a una miserable barraca donde campa por sus respetos una multitud de niños. Sorprendido el párroco, pregunta por el maestro; su acompañante le muestra a un anciano que descansa en un sucio jergón al fondo de la barraca. El diálogo que se produce entre ambos es, me parece, significativo de toda una época:
Como señala Pollard, este caso no puede circunscribirse sólo a una escuela o a una localidad. Este maestro es un caso común que recuerda a cientos de maestros pertenecientes a una u otra sociedad de las que integraban la Europa del Antiguo Régimen. Incluso en Inglaterra, probablemente el país más desarrollado del siglo XVIII europeo, la educación elemental presentaba un estado penoso: las famosas escuelas de caridad, anexas a una parroquia, estaban regentadas por maestros de muy escasa preparación docente, dada la inexcusable condición de ser miembros de la Iglesia anglicana, preocupados fundamentalmente por enseñar la religión a los niños.
La situación de la enseñanza secundaria y superior era algo mejor, aunque cualitativamente presenta también un gran deterioro. Como es sabido, la enseñanza secundaria seguía formando parte de la Universidad. A los doce o catorce años, en general, los niños ingresaban en la facultad menor de Filosofía para acceder, después, a la facultad mayor de Teología -la primera en importancia -, Cánones o Leyes y Medicina. Esta breve descripción es el fiel reflejo de cualquier universidad medieval. Pero mientras en aquella época la Universidad cumplía con la función primordial de dar a luz teólogos -que tenían un puesto muy importante en la estructura política de la Cristiandad - y juristas -que robustecían la autoridad del Príncipe con las teorías romanistas -, al final del Antiguo Régimen la Universidad medieval hacía mucho tiempo que había dejado de satisfacer los intereses y las necesidades de su tiempo. Las sociedades europeas estaban todas en un proceso acelerado de transformación, y los Estados hacía muchos años que se habían desprendido de la tutela del Imperio -cuyo poder era ya puramente simbólico - y de la vinculación con el Papado -considerado como un poder temporal más en competencia con los demás Estados -.
Esta situación era general en toda Europa. Afectaba tanto a la vieja universidad de París como a Universidades tan famosas como las de Oxford y Cambridge, abiertas sólo a los miembros de la Iglesia de Inglaterra. Lo cierto es que la Universidad europea se encontraba en abierta decadencia
cuando se producen los sucesos que dan paso a la Revolución francesa y a la aparición del Estado liberal.
En el desarrollo de la razón política hacia su autonomía, la nueva organización estatal se convertirá en un poder absoluto. Pero este crecimiento del Estado se va a ver contrarrestado, también desde el inicio de la Edad Moderna, por otra tendencia de signo opuesto que camina lenta pero firmemente hacia la limitación del poder del Estado. Esta tendencia culmina en la Ilustración, una de cuyas aspiraciones será moralizar al Estado, limitarlo, frenar su poder.
No deja de ser sugestivo pensar que cuando Hobbes escribe sus obras, destinadas a dar un sólido apoyo al Estado absoluto, otro filósofo de la política sienta las bases de un Estado que se sitúa en los antípodas del Leviatán. No deja de ser paradójico también que Locke, partiendo del mismo estado de naturaleza analizado por Hobbes, llegue a una conclusión completamente contraria a la del pensamiento hobbesiano: los hombres, piensa Locke, decidieron constituirse en sociedad política para garantizar sus derechos, derechos que se consideran ahora naturales, esto es, inherentes a la naturaleza de la persona humana, derechos que no se estiman enajenados en modo alguno por el famoso contrato social. De esta manera el Estado aparece como una organización política nacida para garantizar los derechos del hombre, naturales, inalienables, imprescriptibles y anteriores al mismo nacimiento del Estado. Estos derechos, denominados derechos de libertad o de defensa frente al Estado (libertad de imprenta, libertad de conciencia, libertad de culto, libertad de expresión, etc.), constituyen un conjunto de libertades públicas que son, sin duda, parte importante de la esencia del Estado liberal.
Pero los derechos naturales, piensan los hombres de la Ilustración, tienen una doble vertiente: de una parte, constituyen una defensa frente a la opresión del Estado, un reducto privado que el Estado no debe invadir, que el Estado debe respetar; de otra parte, expresan la aspiración del hombre a gobernarse a sí mismo, lejos de la tutela de poderes paternales o patriarcales. Las libertades públicas no agotan, pues, la consideración de los derechos del hombre. Al lado de las libertades públicas se afirman también otros derechos que conciernen al individuo como sujeto de la vida política -no como objeto-, como ciudadano que tiene derecho a emanciparse del poder y a participar en él. Son los llamados derechos cívicos o políticos, base del nuevo régimen representativo, cuya mejor expresión es el derecho al sufragio. Aunque ahora no vamos a ocuparnos de ellos, no debemos olvidar que estos derechos harán posible el control de los gobernantes por los gobernados: son la base del régimen democrático (la democracia, se ha dicho, es la sociedad de los ciudadanos). En este sentido, sólo nos queda decir que el Estado liberal comprenderá pronto la necesidad de tener ciudadanos ilustrados que hagan posible el nuevo régimen (así, por ejemplo, la Constitución española de 1812 establecerá tempranamente la obligación de saber leer y escribir para poder "ejercer los derechos de ciudadano").
Desde esta perspectiva, esta nueva clase de Estado, surgida como antítesis del Estado absoluto, va a ser concebida como un puro artificio, como un mecanismo que se opone a la verdadera realidad que es la sociedad. Es decir, mientras que en el Antiguo Régimen el Estado se confunde con la sociedad, la representa y actúa por ella, ahora la sociedad se independiza del Estado afirmando la primacía de lo privado ante lo público. Para moralizar el Estado, para limitar su poder -los liberales tendrán siempre presente la imagen reciente del Estado absoluto donde la arbitrariedad del rey es la norma-, para evitar el abuso del poder político se van a alzar los derechos naturales del hombre como límite infranqueable a ese poder y se va a acotar un espacio -el mercado- donde el Estado no puede intervenir.
Bobbio ha señalado con especial agudeza cómo el Estado y la sociedad van a ser considerados como realidades abiertamente distintas y contrapuestas: de un lado, el Estado, pensado como un régimen de relaciones de poder entre gobernantes y gobernados, por tanto como un ámbito de relaciones entre desiguales; de otro lado, la sociedad, conceptuada como un ámbito de relaciones entre iguales. De esta forma, el Estado aparece como una esfera de poder que se ocupa de las instituciones políticas que regulan la convivencia, mientras que la sociedad se contrapone como una esfera privada que se ocupa de "la riqueza de las naciones".
Toda esta construcción teórica se impone con la Revolución francesa. Supone, en la práctica, el fin del Estado absoluto, la limitación del poder político por la existencia de unos derechos que el nuevo Estado debe no sólo respetar, sino también garantizar, y la mejor manera de hacerlo es no regulando, no interviniendo, no haciendo (la lengua inglesa, con su conocida capacidad para lo concreto, definirá el nuevo papel del Estado con dos gráficas palabras: "manos fuera"). Ahora bien, dentro de esta concepción podría esperarse que el nuevo Estado liberal limitase su intervención al mínimo también en educación. El abstencionismo general que se predica del Estado supone la supresión de toda injerencia en el mundo de las relaciones sociales y económicas, como corresponde al famoso dogma liberal laissez-faire, laissez-passer, le monde va de lui même. Al Estado sólo le compete asegurar el orden público como condición previa para que las fuerzas sociales y económicas puedan desarrollarse de modo espontáneo. Sin embargo, como sabemos, la intervención del Estado en la educación va a alcanzar proporciones desconocidas en el pasado. ¿Cómo se explica esta situación? La aclaración hay que buscarla en la propia Revolución Francesa.
El legado educativo de la Revolución Francesa
Como he indicado en otro lugar, todo lo que sucede en la educación durante el período 1789-1793 no es más que la consecuencia de un acto verdaderamente revolucionario: la nacionalización de los bienes eclesiásticos en noviembre de 1789. La Iglesia católica de Francia sufragaba con las rentas de estos bienes, entre otras actividades, los gastos de dos importantes sectores: la caridad o asistencia pública y la educación. Al nacionalizarse estos bienes, estos dos campos, la beneficiencia y la enseñanza, quedaron prácticamente desasistidos. La solución que dio la Asamblea en tan temprana fecha fue encomendar al Estado la gestión directa de estas actividades sociales, convirtiéndolas así en servicio público. Fue una auténtica publicatio. A partir de ahora, el Estado francés se ocupará directamente de la beneficencia y de la enseñanza. Con ello, las medidas revolucionarias de la Asamblea no sólo abolieron los estamentos privilegiados o el régimen señorial, sino que funciones realizadas por los citados estamentos, en este caso el estamento eclesiástico, se asignaron a una nueva Administración, inaugurando así una política de servicios públicos de nueva planta, secularizados y estatales.
Ciertamente, esta revolucionaria medida no fue una improvisación de la Asamblea. La Ilustración francesa venía pugnando desde mediados de siglo por una educación estatal. Philosophes como Diderot o Rousseau, parlamentarios famosos como La Chalotais o Rolland d'Erceville, profesores como Cuvier o Thiébaut, todos defendían la idea de una educación que formara a la infancia y a la juventud en el molde nacional, todos querían una educación uniforme para Francia, todos deseaban que los fines de la educación fueran delimitados en función de las necesidades de la sociedad y no de los intereses de la Iglesia, todos querían que los profesores fueran laicos y no eclesiásticos, todos, en fin, apuntaban al Estado como protagonista de la educación.
La idea de la educación como servicio público es, pues, el desenlace natural de un desarrollo ideológico impulsado y animado por la Ilustración. No obstante, hay diferencias cualitativas entre la Ilustración y la Revolución. Cuando los ilustrados franceses piensan en la educación nacional, sus mentes están todavía ancladas en la educación estamental, no en la educación popular (recordemos la famosa locución de Rousseau en el Emilio: "el pobre no tiene necesidad de educación; la de su estado es suficiente"). Corresponde a los revolucionarios franceses el mérito de haber elaborado la idea de la educación como servicio público, el principio básico de la educación para todos. Es cierto también que no va a haber entre los revolucionarios unanimidad sobre el alcance y extensión de la educación como servicio público, pero sí va a existir un consenso en un punto fundamental: el nuevo sistema educativo debe ser un sistema público, es decir, abierto a todos, atento a las necesidades de la sociedad, organizado y controlado por el Estado. Más allá de este acuerdo básico, las discrepancias serán muchas y muy variadas. Como ha señalado Moody, fuera de la convergencia general en la concepción del Estado como actor principal de la educación, los planteamientos son múltiples y, muchas veces, contradictorios: ¿formar la elite de la nación o elevar el nivel cultural del pueblo?; ¿control por parte del Estado o control de las autoridades locales?; ¿limitación de la instrucción pública a la enseñanza primaria -dejando los demás niveles a la iniciativa privada- o construcción de un sistema educativo nacional, publico y gratuito?; ¿libertad de enseñanza o monopolio estatal?; ¿la educación como instrumento adecuado de transmisión de valores o, por el contrario, la educación como instrumento de emancipación del hombre?
Como es sabido, las asambleas de la Revolución discutirán infatigablemente diversos planes de estudio donde se debatirán todos los problemas de la educación moderna, adoptándose posiciones divergentes según el momento político y el predominio de una u otra facción de la burguesía francesa. Estas oscilaciones, a veces verdaderamente bruscas, se producirán también en las mismas normas constitucionales. En efecto, la Constitución de 1791, en su título I, garantizará el establecimiento de "una instrucción pública, común a todos los ciudadanos, gratuita respecto de aquellas partes indispensables para todos los hombres". Es decir, la Constitución de 1791 garantiza la creación de un servicio público de enseñanza, abierto a todos los ciudadanos, pero cuya gratuidad se limita a la educación popular. Esta concepción es la que predomina en la primera fase de la Revolución y en ella subyace la idea de un sistema público de enseñanza con dos tramos educativos distintos: instrucción elemental para el pueblo, y, por tanto, gratuita; instrucción superior para las capas medias y altas de la sociedad, y, por tanto, onerosa. Es la concepción que triunfará en el siglo XIX.
En la segunda fase de la Revolución, en la etapa jacobina, la instrucción pública ocupa un lugar más relevante. En la nueva Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 24 de junio de 1793, en el artículo 22, se dice: "La instrucción es necesaria a todos. La sociedad debe favorecer con todo su poder el progreso de la razón pública y poner la instrucción al alcance de todos los ciudadanos". La diferencia es importante: no es la instrucción elemental, sino la instrucción a secas la que constituye una necesidad de todos los ciudadanos. Es el antecedente moderno del derecho a la educación. Es la concepción que triunfará en el siglo XX.
Las funciones públicas de la educación
El legado político de la Revolución Francesa es, sin duda, extraordinariamente rico y, en cuanto tal, lleno de tendencias que no siempre encajan bien entre sí. Tal es el caso de la educación, punto de conflicto de múltiples corrientes, algunas de las cuales ya hemos esbozado anteriormente. Ahora debemos detenernos en la antítesis que se produce entre aquellas tendencias que ven en la educación un poderoso instrumento de control social y aquellas otras que sueñan con la educación como factor de emancipación y cambio sociales.
Como ha sido puesto de relieve en múltiples ocasiones, la idea de la educación como instrumento de emancipación va ligada al principio de igualdad y a la segunda fase de la Revolución, a la que protagonizan los jacobinos. Se trata de conseguir no sólo la igualdad jurídica, sino también la igualdad social, y para ello, piensan los jacobinos, nada mejor que promover el acceso general a la educación, poderoso instrumento para superar las desigualdades sociales; la educación, diríamos hoy, debe ser un factor de movilidad social. Por otra parte, se piensa también que la educación debe cumplir objetivos más ambiciosos que la mera instrucción o la mera movilidad si de verdad se quiere formar hombres, ciudadanos, auténticos republicanos, si de verdad se desea lograr "una entera regeneración", "un pueblo nuevo". Para ello es necesario terminar con la desigualdad producida por la misma educación, es preciso acabar con la desigualdad entre la ciudad y el campo, hay que terminar con la desigualdad económica que impide la igualdad real ante las luces, es necesario, en fin "aplicar la santa ley de la igualdad" a la educación. El proyecto educativo de Le Peletier obedece a estas premisas.
Sin embargo, no será este aspecto de la educación el que triunfe. El Estado liberal del siglo XIX y buena parte del XX hará suya la idea de la educación como factor de integración política y de control social. Desde el punto de vista de la integración política, el Estado liberal concebirá la educación como elemento sustancial para el logro de una nueva lealtad y procurará que las clases medias y superiores, base del nuevo régimen representativo, tengan fácil acceso a la enseñanza secundaria y superior (aunque ambos tipos de enseñanza suministrarán los nuevos cuadros que la nueva Administración necesita, la integración política seguirá siendo uno de los objetivos principales). Como ha puesto de relieve Dominique Julia, ésta fue una idea que nace de la misma Revolución, pues de la misma manera que para la Iglesia católica la primera misión de la educación era hacer de los cristianos buenos creyentes y fieles practicantes, para la Revolución la función esencial de la enseñanza será la de inculcar los valores liberales y democráticos.
La educación como factor de integración política tuvo, pues, un papel muy importante: la realidad confirmó que fue uno de los actores de la socialización política que mejor supo crear una nueva lealtad al nuevo régimen; fue un elemento importante para el reclutamiento de la elite política que el Estado necesitaba; fue, incluso, la base de la integración vertical entre las diferentes regiones con mayor o menor conciencia de la identidad nacional. Recientemente, el profesor Green ha defendido la tesis de que la propia formación del Estado liberal va unida inexorablemente a la creación de los sistemas educativos nacionales, no sólo por lo que éstos supusieron para la construcción del aparato político y administrativo del Estado, o por la función que cumplieron aglutinando en su seno las creencias que legitiman el poder del nuevo Estado, sino también porque los sistemas educativos nacionales desempeñaron un papel primordial en el despliegue y desarrollo del mismo Estado liberal. Si la propia formación del Estado liberal fue una revolución cultural profunda, Green coloca a la educación en el corazón de este proceso: los sistemas educativos nacionales del siglo XIX asumieron una responsabilidad primaria en el desarrollo político del Estado. Esta asunción de responsabilidades políticas no fue obra del propio sistema educativo, dice Green, sino una asignación de fines que le fue dictada por el Estado liberal, consciente de su importancia para su propia supervivencia y consolidación.
En segundo lugar, pero no por ello menos importante, la educación se mostró pronto como un formidable instrumento de cohesión social y nacional. El Estado, en todos los países europeos o de cultura occidental, impulsó y creó los sistemas educativos nacionales asignándoles múltiples funciones públicas que éstos supieron realizar: en algunos países, como fue el caso de los Estados Unidos de América, la educación fue el crisol que permitió la asimilación de las culturas de los inmigrantes y la integración de éstos en un cultura nacional; en otros países como Francia, el sistema educativo fue un poderoso factor de consolidación nacional mediante la extensión e implantanción hasta la última aldea de la lengua nacional; en Países como Alemania o Italia la educación se convirtió en un auxiliar imprescindible para la unificación de la conciencia nacional contribuyendo así poderosamente a la forja de una nueva identidad nacional; en todas las sociedades europeas el sistema educativo cumplió con la función de transmitir los valores de la clase dirigente, los valores de la burguesía liberal; incluso, cuando la revolución industrial fue un hecho, la educación, especialmente la enseñanza técnica y superior, recibió la misión de suministrar los conocimientos precisos que demandaba la nueva situación, en un proceso que afectó de modo desigual a los diversos países.
La pluralidad de funciones públicas que se asignaron a la educación es manifiesta. Aunque todas ellas revistan singular importancia, debemos destacar que, siendo el siglo XIX el siglo de las nacionalidades, a la educación se le señaló un papel integrador de primera magnitud. Aunque las relaciones entre el Estado y la sociedad se desarrollaron en general dentro del esquema liberal -autonomía para la sociedad, inhibición para el Estado-, en este punto, ningún Estado europeo se mostró como un agente pasivo en la constitución de nuevas naciones o en la consolidación de las ya existentes. Como ha afirmado Hobsbawm, el Estado, utilizando una veces instrumentos coercitivos -como el éjercito nacional en el caso de Alemania o Italia- y otras instrumentos pacíficos -como la educación-, nacionalizó las sociedades de Europa. Y en este proceso, en que el Estado irradió nacionalismo sobre la nación, la educación se convirtió, tanto en las naciones viejas como en las nuevas, en la institución nacionalizadora más adecuada.
Fruto de este proceso fueron los sistemas educativos nacionales, que, con más propiedad, deberíamos llamar sistemas educativos estatales. La diferencia con el antiguo aparato del Antiguo Régimen es notoria, ya que durante tan largo periodo el aparato escolar fue, como se ha dicho, una "escuela de mosaico", es decir, un conjunto de instituciones educativas superpuestas, gestionadas normalmente por la Iglesia y por las autoridades locales. En cambio, con el Estado liberal aparece el sistema educativo en sentido estricto, esto es, lo que Archer ha definido con acierto como un conjunto de instituciones diferenciadas, de ámbito nacional, destinadas a la educación formal, cuyo control e inspección corresponden al Estado y cuyos elementos y proceso están relacionados entre sí.
De esta forma, el Estado liberal crea en todos los países europeos un sistema donde los fines de la enseñanza son definidos por los representantes de la nación reunidos en el Parlamento -definición que será más autentica conforme se vaya extendiendo el sufragio a lo largo del siglo-, dotado por las autoridades estatales de una ordenación académica que regula los diversos niveles educativos con sus correspondientes planes de estudio, configurado en general con bastante homogeneidad, financiado con fondos públicos, y, finalmente, secularizado, es decir, entregado a las decisiones y competencia de los poderes públicos.
Pero la formación del sistema educativo nacional no fue, como sabemos, un hecho pacífico. El desplazamiento del monopolio eclesiástico por la potestad del Estado fue una larga lucha. Ello planteó un problema nuevo que la Europa del Antiguo Régimen no había conocido: la consideración de la educación como un derecho de los particulares o de las organizaciones no estatales frente al Estado, y con ello el derecho a impartir la enseñanza.
La educación como derecho de libertad
La concepción liberal del Estado es, como se ha señalado en más de una ocasión, la más consciente y coherente teoría de la primacía de lo privado sobre lo público. Es la afirmación de un ámbito privado en donde el Estado no debe intervenir, una esfera rodeada de derechos que el Estado debe respetar y garantizar. Estos derechos se configuran, como sabemos, como derechos de libertad o de defensa frente al Estado, como un haz de derechos que, de acuerdo con el iusnaturalismo triunfante, son innatos, anteriores y superiores al mismo Estado; más aún, derechos para cuya protección nace la sociedad política, el mismo Estado.
Ahora bien, dentro del nuevo marco político que el Estado liberal representa, la educación no se constituye en sentido estricto como un derecho del individuo sino, como acabamos de ver, como una atribución del Estado. Ello es así porque para la doctrina iusnaturalista de la época las exigencias fundamentales que brotaban del pretendido estado de naturaleza respondían a necesidades fundamentales de la sociedad. En el estado histórico de la sociedad del siglo XVIII el principal problema era el de la opresión del Estado absoluto, representado tanto por la figura del monarca omnipotente como por la de las diferentes iglesias aliadas con la monarquía absoluta. De ahí que, desde la perspectiva del individuo, los derechos naturales hagan referencia a unas determinadas libertades públicas y no a otras (libertad de conciencia, libertad de expresión, habeas corpus, etc.), y que, desde la perspectiva de la sociedad, se reclame la autonomía de ésta respecto del Estado. En la conciencia política del momento, la educación, salvo algunos destellos fulgurantes a los que ya hemos hecho referencia, no fue sentida como un derecho, sino como una necesidad evidente para el nuevo Estado.
Vista ya la paradoja que supuso la afirmación de un Estado liberal y la construcción de un sistema educativo estatal, debemos abandonar por ahora el análisis de la educación desde la perspectiva del Estado y situarnos en la perspectiva del individuo o de las organizaciones no estatales. Será precisamente la presión de estas organizaciones -especialmente la Iglesia o las iglesias- la que dará lugar a la contemplación de la educación desde su vertiente privada: aparece así en el siglo XIX el problema de la libertad de enseñanza, considerada ésta como un derecho de defensa frente al Estado, igual que los demás derechos ya reconocidos. La batalla será larga y salpicaduras de la misma llegan aún hasta nosotros.
Lo primero que se debe aclarar es que no cabe hablar históricamente de la libertad de enseñanza sino, como se ha señalado con gran perspicacia, de libertades en la enseñanza, porque ya desde el principio aparecen ligadas tanto la libertad de crear un establecimiento privado -para enseñar en él- como la libertad de trasmitir conocimientos, reivindicándose que el Estado ni debe interferir en la creación de centros privados ni inmiscuirse en la libre comunicación de la docencia. Es decir, que la libertad de enseñanza aparece ab initio con un contenido dual: derecho a la libertad de creación de centros docentes y derecho a la libertad de cátedra.
Por tanto, desde el principio del siglo XIX la educación como derecho de libertad se reviste de una notable ambivalencia. Ello explica, en mi opinión, que en el siglo XIX la izquierda europea sea al mismo tiempo defensora de la libertad de enseñanza, entendida como libertad de cátedra, y enemiga de esta misma libertad, entendida como derecho a la creación de centros docentes, normalmente confesionales, desde los que se combate incansablemente al nuevo régimen liberal. Por el contrario, la derecha europea hará de la libertad de enseñanza -en su acepción de libertad de creación de centros docentes - un bastión de su actividad, al mismo tiempo que rechazará la libertad de cátedra por considerarla una libertad perniciosa e inadmisible.
Tampoco la libertad de creación de centros de enseñanza encierra en sí un modelo unívoco. Así, por ejemplo, la libertad de crear centros docentes será invocada en la España de la Restauración para hacer frente al Estado confesional y a su notable influencia sobre la educación, dando lugar con ello a la Institución Libre de Enseñanza, cuya aportación a la pedagogía española hoy nadie pone en duda. Otro ejemplo significativo lo encarna la Italia de mediados del siglo pasado: antes de la unidad nacional, la escuela privada, nacida al amparo de la libertad de creación de centros docentes, es una escuela laica, pedagógicamente muy avanzada; después de esa fecha, la escuela privada se hace confesional (la explicación es históricamente evidente: la escuela privada laica surge como reacción frente a una escuela estatal prácticamente confesional, administrada por unos Estados como los italianos muy débiles y muy necesitados de fuerte apoyo por parte de la Iglesia; después de la unidad, el Estado italiano se hace laico, lo que obliga a la Iglesia a buscar en la escuela privada confesional el campo de actuación futura).
¿Que papel adopta el Estado frente a la libertad de creación de centros docentes? Como es sabido, el Estado napoleónico proclamará a principios del siglo un monopolio de iure sobre la enseñanza -aunque de facto entregue la enseñanza elemental a la Iglesia -. Este ejemplo impulsará a muchos Estados a seguir por el camino del monopolio. Sin embargo, pertenecía a la esencia del Estado liberal el reconocimiento de todos los derechos de libertad. Así, paulatinamente, se fue produciendo un proceso que, según Embid, comprende diversas fases: libertad negada, en general, en los primeros años del siglo XIX; posteriormente, libertad tolerada; después, hacia la mitad del siglo, libertad aceptada y reconocida; libertad consagrada en las constituciones desde el último cuarto de siglo en adelante; finalmente, libertad subvencionada desde la segunda posguerra mundial hasta nuestros días. Pero este largo proceso ha dibujado un mapa europeo de grandes diferencias: desde países donde prácticamente la enseñanza privada ha desaparecido -por ejemplo, en el ámbito de los países nórdicos - hasta países donde este tipo de enseñanza tiene un peso específico, mayor o menor -como es el caso de Holanda, Bélgica o España -, pasando por situaciones intermedias como las que presentan Alemania, Italia o Francia donde existe con carácter minoritario.
La otra vertiente de la libertad de enseñanza, la libertad de cátedra, ha tenido también una azarosa existencia. Defendida en la Revolución por Condorcet como un derecho del profesor a la libertad de expresión dentro de su aula, se convierte también en un derecho de libertad o de defensa frente al Estado, en un campo de la actividad humana donde el Estado no puede ni debe intervenir: repugna a la conciencia del ciudadano que el Estado pretenda imponer una verdad oficial por medio de la enseñanza. Este derecho será reconocido también en las constituciones del siglo XIX, aunque su realización práctica no será fácil, siendo vulnerado muchas veces tanto por los Estados confesionales como por los Estados laicos. Circunscrito al principio a la Universidad, ha sido en nuestro siglo extendido a otros niveles educativos, aunque con las limitaciones propias que imponen los sujetos a los que va dirigida.
La estructura del sistema educativo propugnado por el Estado liberal adoptó una forma bipolar: todos los niños tenían acceso a la enseñanza elemental pero ésta era un compartimento estanco que no tenía relación alguna con el resto del sistema educativo; sólo una pequeña parte de la población escolar interrumpía el curso normal de la enseñanza elemental para pasar a cursar la enseñanza secundaria y la universitaria o superior. Como ya quedó indicado, esta estructura fue uno de los modelos que alumbró la Revolución Francesa, pero no el único.
Junto a la línea liberal se ha reseñado también la existencia en la Gran Revolución de otra tendencia que hacía hincapié en la necesidad de ampliar las funciones del Estado para evitar que los derechos y libertades reconocidos por éste se convirtieran en meras declaraciones formales carentes de contenido real. Esta propensión, que va a residenciarse fundamentalmente en las filas jacobinas, considera que la educación no puede ser atributo ni de ningún estamento ni de ningún grupo social, so pena de que la educación se convierta en sí misma en un factor de opresión y de desigualdad social. De ahí que para los jacobinos la educación deba ser asumida por el Estado para hacer efectivo el principio de la igualdad ante las luces. Como vimos, para los jacobinos la instrucción a secas es necesaria a todos. Subyace aquí la concepción de la educación como un derecho del ciudadano y como una responsabilidad del Estado. Pero, como también vimos, el fracaso de los jacobinos llevó consigo el quebranto y posterior desaparición de esta concepción.
Pero aunque se impuso la estructura bipolar de la enseñanza en todo el continente europeo, la propensión a la igualdad no fue absolutamente aherrojada a las tinieblas. La historia del siglo XIX es, entre otras cosas, la historia de esta tendencia por implantar, en primer lugar, la universalidad de la enseñanza elemental, o en otras palabras, el derecho a la educación básica. Surge así el objetivo de la escolaridad obligatoria, la inclinación a ampliar progresivamente la duración de la escolaridad obligatoria, la cuestión de la gratuidad por medio de la financiación pública, etc. Todas estas conquistas sociales, que se irán produciendo a lo largo del siglo XIX en todas las sociedades europeas, no se conseguirán sin gran oposición: la vieja concepción estamental de que cada individuo nace con un lugar asignado en la sociedad o el convencional debate sobre la educación de los pobres persistirán durante muchos años en la mentalidad de los europeos. En el fondo de esta tensión late el temor de las capas dominantes a una instrucción universal que produjera una población alfebatizada e ilustrada, y, en consecuencia, consciente de sus derechos políticos y laborales. Fue preciso, muy avanzado el siglo, que se generalizara la revolución industrial para que las elites directoras se convencieran de los beneficios que reportaba disponer de una población instruida.
Pero la escolarización obligatoria, universal y gratuita, tenía en sí graves limitaciones: en primer lugar, porque dicha escolarización se circunscribía sólo a la enseñanza primaria o elemental; en segundo lugar, porque era considerada fundamentalmente como un deber de los padres, no siempre muy celosos en el cumplimiento de esta obligación; en tercer lugar, porque se configuraba como un deber del Estado que se limitaba principalmente a imponer legalmente la escolarización obligatoria y a financiarla, pero no a realizar un esfuerzo económico por conseguir efectivamente la escolarización universal. Fue preciso esperar a la aparición del Estado de bienestar, en la terminología de los politólogos, o del Estado social de derecho, en la expresión divulgada por la dogmática jurídica alemana, para que la tendencia iniciada en 1793 llegará a su culminación y se considerase a la educación como un derecho fundamental. La educación entraba así a formar parte de lo que se ha llamado los derechos de la segunda generación: los derechos sociales.
La aparición de los derechos sociales o derechos prestacionales es fruto de una larga transformación del Estado liberal. Mientras que las libertades públicas surgen en el Estado liberal con un contenido esencialmente negativo, orientadas a negar la acción del Estado, a procurar que éste se limite a no intervenir, a no hacer, respetando, por tanto, un recinto privado rodeado y protegido por los derechos de libertad, en el Estado de bienestar o Estado social de derecho la constitución de la educación como derecho social va a exigir precisamente todo lo contrario, va a demandar la intervención del Estado y, para ello, una ampliación de los poderes del Estado.
Los derechos sociales suponen, pues, una transformación importante del Estado del siglo XX. Este proceso puede situarse en torno a la primera guerra mundial, con la influencia innegable de la constitución mejicana de Querétaro, de la Revolución rusa y de las conmociones producidas en la primera posguerra mundial. Es ahora cuando se abre paso la teoría que considera los derechos del hombre no sólo como derechos de contenido negativo, que lógicamente se mantienen y se consolidan, sino también como derechos que exigen prestaciones positivas por parte del Estado para que el hombre pueda desarrollarse plenamente.
Esta evolución cierra un largo ciclo de la humanidad. Como Bobbio ha señalado, en el régimen político anterior al Renacimiento los hombres sólo tenían deberes, no derechos. En el Estado absoluto los individuos seguían teniendo deberes pero en todos los países europeos el derecho a la propiedad se constituyó como un derecho privado que defendía al individuo de las arbitrariedades del poder del rey. En el Estado liberal o Estado de derecho el individuo tenía frente al Leviatán no sólo derechos privados como la propiedad, sino también derechos públicos: el Estado liberal es el Estado de los ciudadanos, poseedores de derechos políticos y de derechos de libertad. Finalmente, en el Estado de bienestar o Estado social de derecho el hombre ve reconocidos sus derechos sociales, culminado así un largo proceso de autonomía y de emancipación.
La aparición de los derechos sociales supone también una transformación de la concepción política del hombre. Ya no se parte del reconocimiento de la persona como un ente abstracto o genérico, sino que ahora el ser humano es visto en su especificidad, en sus distintas maneras de estar en la sociedad, como menor, como adulto, como anciano, como mujer, como minusválido, confluyendo normalmente en un mismo sujeto varios derechos derivados de las distintas situaciones en que el individuo se encuentra.
Este proceso de individualización del hombre comienza, en el ámbito jurídico, con la Constitución de Weimar en la Alemania de la primera posguerra mundial. En esta Constitución se inserta un catálogo de derechos y libertades que, aunque muchos de ellos responden a la concepción del liberalismo clásico, anuncian, sin embargo, una nueva realidad. Efectivamente, si leyéramos atentamente esta Constitución, veríamos que en ella se regulan situaciones no previstas por las concepciones abstractas del liberalismo del siglo XIX: así, se regula la situación del hombre como patrono o como obrero, como productor o como consumidor, como alumno o como profesor, etc. Este cambio profundo de la mentalidad imperante se va a acelerar al incidir en él las perturbaciones propias de la crisis económica de 1929 y la respuesta que representa el New Deal.
Después de la segunda guerra mundial esta corriente de opinión se consolida en la mayor parte de los países de Europa. Será la Constitución italiana de 1947 la que abra el camino, estableciendo en su artículo tercero que "pertenece a la República eliminar los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impiden el pleno desarrollo de la persona humana". Esta declaración, pronto incorporada a las constituciones europeas posteriores, significa el repudio o la superación del liberalismo clásico. Ya no será la competencia privada o el juego libre del mercado los que traerán consigo una mejora de las condiciones de vida, sino que será la intervención del Estado la que garantice los derechos sociales del ciudadano: trabajo, vivienda, educación, sanidad. Es la hora del Estado de bienestar.
En el ámbito de la educación, esta concepción va a suponer en la mayoría de los países europeos la ruptura, o el debilitamiento, de la estructura bipolar de la enseñanza. Por primera vez en la historia europea de la educación, la enseñanza secundaria no va a ser concebida como una barrera que impide el paso de una determinada clase social, sino que el bachillerato va a abrirse a toda la población escolar. El derecho a la educación implica ahora no sólo el derecho a recibir una educación elemental, sino también el acceso a la enseñanza secundaria y, lo que no deja de ser relevante, a la enseñanza universitaria o superior. Fruto de esta concepción es la escolarización masiva de la población en todos los niveles educativos. También la aparición de problemas nuevos derivados de la masificación: fuerte incremento del gasto público, devaluación de la enseñanza, inflación de títulos académico, etc. No obstante, la reacción de los Estados europeos, en general, no ha sido la de restringir el ámbito del derecho a la educación o abdicar de sus responsabilidades, sino la de aumentar los recursos, impulsar la formación profesional de nivel medio o superior, acentuar las exigencias de acceso a la enseñanza universitaria o redefinir sus propios niveles de prioridades (en este sentido es significativo que la ley francesa de 1989, de orientación sobre la educación, establezca en su artículo 1º que "la educación es la primera prioridad nacional").
La aparición de los derechos sociales no ha supuesto la disminución de los demás derechos de la primera generación. En cierto modo tiene razón García de Enterría cuando afirma que todos estos derechos tienden a confundirse. La razón está en que las libertades públicas se han convertido en nuestros días en un fin del Estado, al que no sólo se le exige no hacer, sino que también se le pide actuar para que las libertades públicas no perezcan: los derechos de libertad o de defensa se han convertido en buena parte en derechos sociales o prestacionales. En este sentido, cabe preguntarse si los ciudadanos están dispuestos hoy a perder las conquistas individuales -los derechos de libertad- y sociales -los derechos prestacionales- que son fruto de una larga evolución histórica y de una larga lucha para su consecución.
La internacionalización de los derechos sociales
El derecho a la educación como derecho social o prestacional no se ha detenido en el umbral de las constituciones, también se ha internacionalizado. Como los demás derechos sociales, la educación se ha incorporado al Derecho público internacional, operándose un fenómeno de trascendentales consecuencias. A estos efectos, se han señalado las siguientes: en primer lugar, el individuo, o los grupos sociales, se han convertido en sujetos del Derecho internacional; en segundo lugar, los derechos sociales han sufrido un proceso de positivación al haber sido reconocido no sólo por las declaraciones internacionales, sino también por los convenios multilaterales entre los Estados; por último, estos derechos han conseguido amplia cobertura en la jurisdicción de los organismos internacionales. De todo ello lo que interesa resaltar ahora es que, aparte de la revolución que pueda suponer para el Derecho internacional que no sean sólo los Estados los sujetos del mismo, sino también los individuos, lo importante es que la regulación internacional de estos derechos tiene en determinados casos fuerza vinculante para los propios Estados, pudiendo invocarse tales derechos ante los tribunales internacionales.
Es cierto que algunos textos internacionales no obligan a los Estados, como es el caso de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, cuyo artículo 26 proclama el derecho de toda persona a la educación, y que sólo tiene una autoridad moral para los Estados. Pero son ya varios los tratados internacionales que han sido ratificados por diversos Estados europeos que tienen fuerza de obligar en los respectivos territorios nacionales. Entre ellos destaca el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966, que sometido a la cautela de demorar su entrada en vigor hasta que no fuera ratificado por treinta y cinco Estados, obtuvo vigencia en 1976 al rebasarse con creces el número de Estados ratificantes. La importancia de este convenio multilateral reside en que tales Estados deben adoptar un papel activo en la realización de estos derechos, ya que la ratificación del Pacto supone que sus normas pasan a formar parte del ordenamiento interno con la misma fuerza vinculante que las demás normas que integran su ordenamiento jurídico. Transcribo a continuación, por su importancia, el artículo 13 del Pacto, que en síntesis afirma lo siguiente:
En la actualidad, y como consecuencia del largo proceso que hemos tratado de explicar, la educación se ha convertido en una institución pública muy compleja que cumple múltiples fines. Sigue conservando, es cierto, la vertiente privada que siempre tuvo, pero las funciones públicas de la educación siguen siendo hoy tan importantes, o más, que en el siglo del Estado liberal. Querer identificar la educación con un bien más producido por el mercado, como ha pretendido la "revolución conservadora", contradice nuestra memoria histórica: ni la escolarización universal, ni el acceso popular a la enseñanza secundaria, ni la apertura de la enseñanza universitaria son obra espontánea del mercado; el examen de la realidad nos dice que son obra de la acción continuada de los poderes públicos. Es cierto que la exaltación de lo público puede llevarnos -como ha sucedido en nuestro siglo - a la aberración del Estado totalitario, pero la privatización de lo público puede llevarnos también a tiempos pasados en que el individuo estaba a merced de otros poderes, más fuertes y más implacables que el mismo Estado. En el nivel actual de la civilización humana, la consideración de la educación como un derecho que pertenece a todos los hombres sin distinción alguna, parece un valor difícilmente renunciable. De este valor, el Estado, la sociedad políticamente organizada, es el único garante. Los hombres, hasta el presente, no hemos sabido construir otra cosa.
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