Organización de Estados Iberoamericanos Para la Educación, la Ciencia y la Cultura |
Revista Iberoamericana de
Educación Número 13 - Educación Bilingüe Intercultural |
(*) Ernesto Barnach-Calbó Martínez, ex-director de Programas de la OEI, es autor de diversos trabajos sobre interculturalismo y bilingüismo, así como del libro "La lengua española en los Estados Unidos", publicado por dicho Organismo. |
Por nueva educación indígena quiere darse a entender la que en los países iberoamericanos se intenta poner en práctica con la denominación cada vez más extendida de educación intercultural bilingüe para los pueblos indígenas. Como tal es un fenómeno reciente cuya aplicación tropieza con dificultades múltiples: conceptuales, lingüísticas, pedagógicas, sociales y económicas.
No obstante, la educación intercultural bilingüe representa un paso muy significativo en el proceso de reconocimiento de la pluralidad lingüístico-cultural de los países de la región, plasmado ya en leyes y normas de nivel diverso. Su consolidación y generalización contribuirá sobremanera, en opinión de algunos observadores, a la viabilidad de auténticas sociedades multiculturales o interculturales, todavía lejanas. Como es sabido, esta problemática tiene hoy, además, un alcance y actualidad universales.
Contrariamente a lo que podría pensarse, la inmensa mayoría de los países -Estados o sociedades determinadas- son plurilingües, es decir, en su seno se hablan dos o más lenguas. El plurilingüismo es por consiguiente la norma y el monolingüismo la excepción. El concepto es en principio neutro, desprovisto de valoraciones sobre su grado y extensión, así como sobre el uso de las distintas lenguas o de sus relaciones -status- entre sí. Son factores lingüísticos, sociales y políticos los que determinan, en un contexto dado, las diversas situaciones posibles entre las lenguas. Así, desde el punto de vista lingüístico, la delimitación entre lengua y dialecto se rige por criterios lingüísticos y sociales, mientras que la distinción entre lenguas mayoritarias -equivalentes generalmente a lenguas estándar o cultas- y minoritarias se basa en determinantes sociales y políticos.
Más que por el tamaño del grupo lingüístico, las lenguas minoritarias se definen por los derechos sociales, o sea, por su falta o desigual equiparación a las mayoritarias, si bien, desde el prisma lingüístico, son susceptibles de abarcar toda la gama de situaciones posibles: variedades, dialectos, lenguas preestandarizadas, estandarizadas y cultas. Por otro lado, en América Latina las lenguas autóctonas equivalentes a vernáculas, aborígenes, originarias, ancestrales o incluso indígenas, ya que este último término, antes desacreditado, ha resurgido por obra de las organizaciones indígenas, son todas minoritarias al no estar equiparadas a las mayoritarias (español, portugués). No obstante, la ambigüedad de este concepto y su falta de adecuación a la realidad en países como Guatemala y Bolivia, de tan fuerte población indígena, hacen que su uso sea en esta región menos frecuente.
Ahondar, pues, en el concepto de plurilingüismo obliga a referirse a las relaciones entre dos o más lenguas: su uso según las funciones sociales y el status existente entre ellas, tarea propia de la sociolingüística. Fishman se apropió del termino «diglosia», acuñado por Ferguson -uso complementario y no conflictivo de variedades de la misma lengua en diferentes esferas sociales-, para definir el bilingüismo o multilingüismo social como acompañante del bilingüismo individual, diferenciándose el primero del segundo por constituir un «compromiso social» permanente que se mantiene al menos durante tres generaciones, y en el que cada una de las lenguas implicadas tiene su función asegurada, legitimada e institucionalizada. El bilingüismo individual, por el contrario, está sujeto a cambios más frecuentes, siendo, en consecuencia, características suyas la flexibilidad e inestabilidad. Varios analistas, entre ellos Utta von Gleich, han puesto de relieve que la amplia difusión y aplicación del término «diglosia» en América Latina no ha sido correcta, al no caracterizarse precisamente la región por tener lenguas autóctonas que reúnan tales cualidades: seguridad, legitimación e institucionalización. En realidad y bajo la influencia de la sociolingüística catalana, la «diglosia» se ha reinterpretado para su adecuación al contexto latinoamericano como «rasgo de conflicto», sustituyendo al «compromiso social» pactado que, según Fishman, era definitorio del término.
Por otro lado, toda lengua, independientemente de su desarrollo o institucionalización, es un fenómeno a la vez humano y social, un sistema primario de signos, instrumento del pensamiento y de la acción y el medio más importante de comunicación. Con respecto a la cultura, la lengua forma parte de ella, y al mismo tiempo es su medio de expresión y entendimiento más notorio. Al estar tan estrechamente vinculada a la cultura y entendiéndose esta, según la definición del Consejo Interamericano de Educación, Ciencia y Cultura de la OEA, como «la unidad de las formas de vida, pensamiento y comportamiento y los valores sujetos a ellas», la lengua figura también entre los rasgos constituyentes de la identidad cultural de un pueblo.
El hecho del plurilingüismo-pluriculturalismo surge en los Estados nacionales modernos a través de procesos de colonización -descolonización, como es el caso de los países de América Latina y de África-, conquista, anexión o unificación (ex-Unión Soviética, países plurilingües surgidos en Europa tras la primera y segunda guerras mundiales), e inmigración, cuyo ejemplo más claro son los Estados Unidos. Pero tales procesos propiciadores de la diversidad lingüístico-cultural se producen en naciones orgullosas de la unidad política recién lograda y empeñadas en conservarla a toda costa, lo que ha implicado el no reconocimiento de cualquier realidad diversa, política, cultural o religiosa (como es el caso de España en el siglo XV), que pudiera considerarse incompatible con dicha unidad. Progresivamente, no obstante, el Estado nacional moderno ha ido abandonando su afán homogeneizador, aceptando un mayor pluralismo en los sectores citados. Así, algunos países han concedido grados diversos de autonomía política a determinadas regiones (España, Alemania) o han reconocido la utilización de lenguas autóctonas para fines globales o específicos. Este es el caso, en mayor o menor medida, de los países latinoamericanos, como luego veremos más detalladamente. Las lenguas autóctonas, si bien pueden ya utilizarse en ciertos sectores, por ejemplo para el uso de nombres y apellidos, en los medios de comunicación social (en la radiodifusión pero no en la radiocomunicación) y en la educación, sufren todavía grandes limitaciones. Entre las más notorias, no tener cabida en los tribunales de justicia ni en los asuntos oficiales de la Administración.
Un último aspecto a mencionar aquí a propósito de las políticas bilingües, se refiere a la caracterización de estas en función de dos principios básicos: el principio de territorialidad y el de personalidad. El primero, propio de países como Suiza y Bélgica (salvo Bruselas, que es bilingüe), supone la utilización plena y exclusiva en ciertas zonas determinadas de sus respectivas lenguas y, por consiguiente, la exclusión de la educación bilingüe, aunque con excepciones. El segundo, por el contrario, en vigor en países como Holanda, Malta, Canadá y Finlandia, garantiza a cualquier individuo ciertos derechos lingüísticos en su lengua materna en cualquier lugar del país, favoreciendo la difusión de las lenguas en todo el territorio del Estado y, por ende, la educación bilingüe. España presenta a estos efectos un modelo mixto: el principio de personalidad se aplica en las regiones autonómicas en las que el español es oficial junto con las lenguas regionales respectivas, manteniéndose aquel como oficial en todo el país.
Este doble modelo no parece tener fácil aplicación a las situaciones lingüísticas oficializadas en América Latina, si nos atenemos a los países con preceptos constitucionales sobre lenguas autóctonas. No obstante, debe excluirse el principio de territorialidad, que haría imposible la educación bilingüe. En todos ellos, como en todos los países latinoamericanos, el español o castellano es la lengua oficial del país, formando parte de la cultura nacional el quichua y demás «lenguas aborígenes» en Ecuador, y las «lenguas autóctonas» en El Salvador. En Perú (1993) «también es oficial en las zonas donde predominen el quechua y el aimara y demás lenguas aborígenes según la ley». Esta norma y las de las nuevas Constituciones colombiana (1991) -«las lenguas y dialectos de los grupos étnicos son también oficiales en sus territorios»- y nicaragüense (1987) -«las lenguas de las Comunidades de la Costa Atlántica también tendrán uso oficial en los casos que establezca la ley»-, muestran semejanza con las disposiciones constitucionales españolas para las autonomías lingüísticamente diferenciadas.
Dos casos más particulares son los de Guatemala y Paraguay. En la nueva Constitución del primero (1985) sólo se menciona la garantía del «derecho a la cultura» y a la «identidad cultural» (e implícitamente a las lenguas autóctonas), para luego referirse concretamente a que «en las escuelas establecidas en zonas de predominante población indígena la enseñanza deberá impartirse preferentemente en forma bilingüe». En cuanto a Paraguay, su más reciente Constitución (1992) equipara oficialmente el guaraní -hasta entonces considerado sólo como lengua nacional pero no de uso oficial- al español, añadiéndose, al hablar de la enseñanza, que «en el caso de las minorías étnicas cuya lengua materna no sea el guaraní, se podrá elegir uno de los dos idiomas oficiales» que en Paraguay son hablados por la mayoría de la población. En fin, la dispersión y fragmentación lingüísticas y su insuficiente normalización son las razones que suelen alegarse por el hecho de no haberse extendido más la práctica de la oficialización de las lenguas autóctonas, si bien la tendencia, cuanto menos a su reconocimiento y revalorización, es bien patente.
La inflexión que en la región se ha producido en la consideración de la diversidad cultural y étnica se pone claramente de manifiesto, además, en las recientes reformas constitucionales, aun cuando no se refieran expresamente a las lenguas autóctonas. Así, en Argentina, país de poco acusada tradición indigenista, el nuevo artículo 75 de la Constitución, reformada en 1994, insta al Congreso a «reconocer la pre-existencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos» con todos los derechos que ello conlleva, entre los cuales el derecho a una educación intercultural bilingüe. La Constitución política de Bolivia, reformada también en 1994, se refiere a este país como república «soberana multiétnica y pluricultural...» y al reconocimiento de «los derechos sociales, económicos y culturales de los pueblos indígenas».
En El Salvador la reforma constitucional de 1992, como corolario a los Acuerdos de Paz firmados ese mismo año, aboga por la no existencia de discriminación alguna para las personas indígenas en el territorio de la República. Finalmente, el Gobierno mexicano dio a conocer el año pasado, en el marco de sus negociaciones con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), una «Iniciativa de Decreto» cuyo objetivo sería la reforma de varios artículos de la Constitución política «para la creación de las Regiones Autóctonas Pluriétnicas», sobre la base de la «composición pluriétnica mexicana, sustentada originalmente en sus pueblos indígenas»1. Por último, es de subrayar que en Nicaragua tanto el reconocimiento de la diversidad lingüística, al que ya hemos hecho mención, como el de la diversidad étnica, se establecen por primera vez en su Constitución política de 1987, al proclamarse que «el pueblo nicaragüense es de naturaleza multiétnica y parte integrante de la nación centroamericana». Ese mismo año se aprobaría el «Estatuto de Autonomía de las Comunidades de la Costa Atlántica».
La influencia del movimiento indígena en la progresiva aceptación de un mayor pluralismo por parte del Estado y de la sociedad es indiscutible en América Latina desde que empezó a cobrar fuerza en los años setenta y se expandió y fortaleció en los ochenta, período de crisis económica pero de recuperación democrática. Las reivindicaciones indígenas se dirigen al reconocimiento de sus derechos en diversos sectores, y no sólo en el plano nacional sino en el internacional. Así, en cuanto a este sector se refiere, es patente una mayor presencia indígena en organismos internacionales en los últimos años, reflejada, entre otros aspectos, en una creciente atención a sus demandas y en una más visible participación en la elaboración de normas, acciones y recomendaciones a ella dirigidas.
Ejemplos de ello son su reivindicación como «pueblos indígenas» -incorporada al nuevo convenio de la OIT de 1989 sobre protección de los pueblos indígenas y tribales-, en lugar de «poblaciones indígenas», como figuraba en la primera versión de dicho convenio de 1957; la creación, en el seno de las Cumbres Iberoamericanas, del Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, cuyos órganos de gobierno están compuestos por representantes de los pueblos indígenas de América Latina y el Caribe y de los gobiernos de los Estados Miembros en pie de igualdad, y la evolución de la política del Instituto Indigenista Interamericano desde su fundación en 1940. Para la práctica de la educación bilingüe son especialmente relevantes el Convenio de la OIT, que consagra los derechos educativos y lingüísticos indígenas, y el Convenio de los Derechos del Niño, ambos todavía sin ratificar por varios países de la región.
No obstante, desde 1981 sigue sin aprobarse la Declaración Universal de los Derechos Indígenas, síntoma de las dificultades que aún quedan por superar a este respecto. Su aprobación, si bien tendría después que ratificarse por los países firmantes, daría a esta Declaración (habida cuenta la no obligatoriedad de este tipo de instrumentos internacionales) una gran fuerza moral y política -como señala Rodolfo Stavenhagen-, y propiciaría la adopción de auténticos pactos o convenios internacionales, estos sí plenamente vinculantes sobre los derechos indígenas. Finalmente, la aprobación y ratificación de la Declaración que comentamos vendría a acentuar el cambio de énfasis que en la comunidad internacional parece observarse de los «derechos universales individuales» (Declaración Universal de los Derechos Humanos), a los «derechos colectivos». Lejos de sustituir estos a aquellos, «deben ser vistos -en opinión de Stavenhagen- más bien como una condición necesaria para el pleno disfrute de los derechos individuales, y al revés, los derechos de las colectividades deben ser considerados como derechos humanos solamente cuando a su vez acrecientan el goce de los derechos individuales y no cuando los aplastan».
Las reivindicaciones del movimiento indigenista contienen -como observa Diego Iturralde- una demanda implícita de pluralismo social y cultural, y suponen la superación definitiva del indigenismo tradicional -cuya crítica ya fue abiertamente planteada en el VIII Congreso Indigenista Interamericano celebrado en 1980-, convirtiéndose ahora las organizaciones indígenas de meros intermediarios de sus problemas en interlocutores directos. Sus demandas, más allá de lo puntual y de la legalidad meramente formal, podrían agruparse en: a) estatuto político, tendiente a una mayor autonomía o autogobierno que se refleje en la manera como ellos mismos se denominan, es decir, como «pueblos», «naciones» o «nacionalidades» indígenas; b) organización social, que supone, por un lado, una mayor participación en los asuntos públicos, y, por otro, el reconocimiento de las leyes, costumbres e instituciones sociales indígenas; c) desarrollo económico y social autónomo, cuya base es la tierra y sus recursos, es decir, el derecho a la propiedad y posesión de las tierras por ellos ocupadas tradicionalmente, y el derecho a que se reconozcan sus propios sistemas de tenencias de tierras; y d) el desarrollo lingüístico-cultural, en el que en los últimos años se han hecho avances considerables, quizás, entre todos, los más notables.
Los gobiernos, en efecto, han comenzado a entender que el respeto a la diferencia en la igualdad implica la necesidad de poner en práctica no sólo políticas educativas y culturales diferenciadas para los pueblos indígenas, sino que estas se elaboren cada vez más con su colaboración y asentimiento; y que en este caso, como en todo análisis de situación de la problemática indígena, sea preciso mantener siempre una doble perspectiva: la que corresponde a su propia visión interna y aquella procedente de agentes externos. El camino emprendido para satisfacer las exigencias planteadas a la nueva educación indígena pasa invariablemente, en los países de la región, por la vía de lo que en su acepción más simple y esquemática -la utilización de dos lenguas como medio de instrucción- se denomina educación bilingüe, cuya dimensión y características en la zona intentaremos resumir. No sin antes hacer una escueta referencia a su difusión en el mundo y a la población a la que se dirige en el contexto latinoamericano pasado y presente.
Si antes dijimos que el plurilingüismo -los países plurilingües- es la norma y el monolingüismo la excepción, lo contrario podría decirse de la educación bilingüe. No obstante, su validación teórica como el sistema más idóneo para atender a los niños desconocedores de las lenguas oficiales, y hablantes, por lo general, de lenguas minoritarias, no deja de afirmarse y su práctica de extenderse por todo el mundo. Para llegar hasta aquí, esta modalidad educativa ha tenido que vencer no pocos obstáculos, empezando por la opinión francamente hostil al bilingüismo infantil -del que fueron los psicólogos los primeros en ocuparse- durante la primera mitad de este siglo. Las investigaciones a lo largo de este período fueron mayoritariamente críticas al bilingüismo tanto desde el punto de vista lingüístico como intelectual y pedagógico, y hasta la investigación de Lambert y Peal en 1962 (niños canadienses bilingües) no se produjo una clara inflexión de esta tendencia.
A partir de entonces, éstos y otros investigadores fueron poniendo cada vez más en evidencia que de tenerse en cuenta otros factores aparte de los puramente lingüísticos -actitudes de los padres, la comunidad y los maestros, relaciones entre las lenguas involucradas, motivación y condición socioeconómica de los alumnos, etc.-, los resultados eran mucho más favorables a los proyectos bilingües.
Es cierto que la mayoría de los programas escolares bilingües que se practican hoy día son de transición, es decir, orientados al cambio lingüístico del educando. Así, en Estados Unidos, en donde comenzaron de manera oficial en 1968, como un programa federal dirigido sobre todo a los niños de origen hispano. Igualmente, en países europeos oficialmente unilingües como Holanda, Austria, Italia y Polonia. Pero también se practican otros programas de mantenimiento -su fin es conservar la lengua materna- incluso de manera extensiva a toda la sociedad. Por ejemplo, en Luxemburgo toda la educación suele ser bilingüe, incluyendo la universitaria, y en Noruega lo es la enseñanza primaria y secundaria y también la universitaria a criterio del profesor. En cuanto a los países africanos, más próximos por su proceso de descolonización a los países latinoamericanos aunque con diferencias notables, bien por tener una lengua y cultura de difusión limitada -Etiopía (que nunca fue colonia europea salvo el breve período de dominación italiana), Camerún-, bien por su complicado mosaico lingüístico, la educación bilingüe promovida oficialmente introduce una o más lenguas de mayor comunicación y modernidad. Así, por ejemplo, en la India se promueve una forma trilingüe: lengua regional del estado (no siempre la materna), el hindi, lengua nacional, y el inglés u otra lengua internacional. En algunos países las lenguas de la metrópoli continúan siendo oficiales, alternándose en Argelia y Túnez el francés con el árabe como lenguas de instrucción.
Puede inferirse de esta brevísima panorámica mundial acerca de nuestra disciplina, su complejidad y variedad en función del contexto en que se aplica.
El hecho del carácter plurilingüe y multiétnico de la mayoría de los países de América Latina, de muy dispares dimensiones en cuanto al número de lenguas y hablantes, se remonta a la época precolombina, pero su evolución se produjo, como dijimos, en un proceso de conquista-colonización-independencia. La desestructuración étnica, el desmembramiento territorial, la inmensidad y dificultades del espacio físico y, por consiguiente, la dispersión y aislamiento de la población, contribuyen a explicar el gran número y variedad de lenguas y dialectos indígenas que aún hoy subsisten, aunque muchos hayan muerto en el camino. No obstante, las lenguas de las altas culturas -como el náhuatl y el quechua- utilizadas luego por los españoles como lenguas francas, adquirieron carácter preferencial y supuestamente se impusieron a las locales en sus ámbitos de influencia, produciéndose ya fenómenos diglósicos en el sentido explicado, aunque ni en estas ni en aquellas se configurara una escritura, al menos en el sentido occidental.
Pronto se enfrentaron los españoles con la problemática de las lenguas a emplear en la administración, pero sobre todo en la educación inmersa en el proceso de evangelización. Podría decirse que su política lingüística fue, cuando menos, ambivalente. Tras fracasar la temprana evangelización en español y el intento de ignorar las lenguas indígenas, los frailes decidieron aprender las principales de ellas para mejor cumplir su misión espiritual, contribuyendo al mismo tiempo a su fijación y conservación al escribir, según el patrón latino, gramáticas, diccionarios y textos de enseñanza indígenas. Pero el español acabó imponiéndose como lengua hegemónica, y, tras la revuelta de Tupac Amaru en el Perú, Carlos III prohibió expresamente el uso del quechua en la escuela, cobrando un nuevo impulso «la castellanización», ahora impulsada por los sacerdotes seglares, menos interesados que los frailes en la vida y tradiciones indígenas. Por otro lado, la independencia y la república, como observa Stefano Varese, no constituyeron una ruptura radical de la situación indígena. El Estado liberal, surgido a imitación de su homónimo europeo, ante la necesidad de resolver el dilema «civilización o barbarie», prefirió la marginación y exclusión de las etnias renunciando a su pretendida integración y apostando por la progresiva extinción de sus lenguas.
El desconocimiento del componente indígena en la gestación de la identidad nacional, observa Massimo Amadio, es, por consiguiente, elemento común en la experiencia histórica de los países latinoamericanos con poblaciones aborígenes, ya sean estas mayoritarias o minoritarias. Es sólo a partir de los años sesenta del presente siglo, añade este autor, cuando aquellos comienzan a ser vistos como países plurilingües, y, por tanto, multiculturales. Esta progresiva toma de conciencia supone, en primer lugar, la constatación de la dimensión cuantitativa de la población, cifra que alcanza hasta un máximo de casi cuarenta millones (Directorio de Organizaciones Indígenas de América, Quinto Centenario, 1989); más de 400 grupos etnolingüísticos, de los cuales sólo aproximadamente una docena supera el cuarto de millón de personas (aimaras, mapuches, quechuas, mayas, cakchiqueles, mixtecos, náhuatles, otomíes, pipiles, yucatecos y zapotecas); y también su desigual distribución: el 90% se encuentra en Mesoamérica y en la región andina.
En segundo lugar, la percepción de su «hábitat» o condiciones de vida. La mayoría vive en zonas rurales alejadas de centros urbanos, desfavorables para la agricultura, aislada en zonas montañosas o dispersa en áreas boscosas. La mala calidad de la tierra obliga a un cultivo extensivo, a pesar de la pequeñez de las parcelas. A la muy desigual distribución de la tierra debe añadirse, como ya apuntamos, la carencia en gran parte de títulos de propiedad, hecho que impide obtener préstamos hipotecarios o créditos personales. Situación que, unida a la falta de transporte para la comercialización de sus productos y compra de bienes, coloca a los indígenas en desventaja -a juicio de Isabel Hernández, promotora indígena argentina-, con respecto a los minifundistas no aborígenes pertenecientes a su misma clase social, por lo que la discriminación que padecen aquellos es a la vez racial, cultural y económica.
En estas condiciones, no puede sorprender la situación de pobreza extrema en la que se encuentra la gran mayoría de las etnias y comunidades indígenas no sólo en términos de ingresos sino en lo referente a la salud, nutrición y, en consecuencia, a los índices de mortalidad infantil, retardo crítico de crecimiento y esperanza de vida al nacer. Parece obvio que un nivel material mínimo es indispensable para acometer con garantías cualquier acción educativa, tanto más cuanto que su situación educativa es también desoladora. La proporción indígena en las tasas globales de analfabetismo -los países de mayor población porcentual indígena son los más analfabetos y al revés- deserción y repetición escolar es altísima.
Es verdad que el analfabetismo, visto en su conjunto, ha descendido sensiblemente en términos relativos en toda la región (15% en 1990), pero en términos absolutos permanece estable desde hace veinte años (alrededor de 43 millones de personas). Además, se critican los criterios y métodos empleados para la obtención de resultados, que eluden la verdadera dimensión del problema. En cuanto al abandono, sólo uno de cada dos niños logra terminar la primaria, y el promedio de repetición es del 20% al 30% de dicho nivel, concentrado en un 40% a 50% en el primer grado, la tasa más alta de cualquier región del mundo. Ambos aspectos ponen en evidencia la inadecuación de los sistemas educativos oficiales a las necesidades de los niños indígenas y la urgencia de una educación diferenciada. No en balde el Proyecto Principal de Educación para América Latina y el Caribe escogió a la indígena como «población meta» necesitada de la máxima atención, «ya que además de sufrir el rigor de la pobreza se ve afectada por la incomunicación lingüística».
La historia de la educación bilingüe en la región tiene unos veinticinco años. Los primeros pasos se dan en la década de los setenta, aunque es a partir de los ochenta cuando aparece un número de iniciativas más significativo. No obstante, hay que señalar que ya desde los años treinta surgieron alternativas al sistema rígido y uniforme de la escuela rural. Así, los proyectos autogestionados de las escuelas del Chimborazo en Ecuador, la escuela «ayllu» de Warisata en Bolivia, los intentos de educación bilingüe promovidos por varios maestros en el altiplano de Puno en el Perú, y los esfuerzos pioneros de México en este sector. Pero el Estado mostró por ellos escaso interés, y, como a menudo ocurre en la región, faltó continuidad, no sobreviviendo tan tempranos y avanzados experimentos.
La educación bilingüe surge en un momento de revalorización de las lenguas maternas minoritarias -a la que no fue ajena la Declaración de UNESCO de 1953-, al menos como instrumento para mejor aprender la lengua oficial o dominante y mejorar el rendimiento escolar de los niños en la enseñanza primaria, caracterizada tradicionalmente no sólo por sus negativos resultados sino por no poder acoger ni retener a buena parte de aquellos. En este sentido, son antecedentes próximos el modelo bilingüe mexicano, que ya venía desarrollándose, y la institucionalización, por primera vez, en Estados Unidos -país plurilingüe por excelencia- de la educación bilingüe para los hispanos como un programa característico de la «acción afirmativa», impulsada por el movimiento de los derechos civiles de los años sesenta.
Habida cuenta su juventud e inmadurez, la educación bilingüe en la región se caracterizó, sobre todo en sus primeros años, por la escasa dimensión y cobertura de sus proyectos, por el carácter experimental y diverso en cuanto se refiere a enfoques metodológicos y técnico-operativos, y por su aislamiento respecto a los sistemas educativos regulares, no sustentados aquellos en políticas educativas definidas. Además, los proyectos han carecido de apoyos financieros gubernamentales nacionales, dependiendo, en buena parte, de gobiernos extranjeros y de organismos internacionales, lo que suele afectar a la continuidad de las acciones. Por último, ante la pasividad de los gobiernos, muchos de ellos han estado en manos de organismos no gubernamentales y de instituciones privadas, generalmente religiosas, dedicadas sobre todo a las etnias más reducidas y también, en algunos casos, de organizaciones indígenas. Así, al aislamiento con respecto a las instancias oficiales se añadió la descoordinación entre los diversos proyectos.
Si bien estas limitaciones parecían evidentes y en cierta medida comprensibles, la mayor crítica se dirigió al carácter transitorio -o «transicional»- de prácticamente todos los proyectos, es decir, al hecho de utilizarse las lenguas indígenas como puente para un aprendizaje más rápido, efectivo y menos traumático del español y de las asignaturas programadas. El conocimiento del idioma oficial se adquiere, en definitiva, sacrificando la lengua materna, ya que su finalidad no es el bilingüismo ni menos la aceptación del pluralismo lingüístico-cultural, sino lograr la homogeneidad cultural por otra vía, tal como pretendían los proyectos norteamericanos en este campo. Sin embargo y siguiendo la argumentación de Amadio, la puesta en práctica de proyectos de tal naturaleza, a pesar de las limitaciones mencionadas, hubo de afrontar enseguida numerosos problemas no resueltos y de solución compleja: elaboración de una escritura para las lenguas maternas, normalización lingüística, elaboración de materiales didácticos, definición de metodologías, formación de personal técnico y docente, investigación de base lingüística, antropológica y educativa y formulación teórica.
La búsqueda de soluciones a estos y otros problemas no pudo por menos que contribuir no sólo a la revalorización y conservación de las lenguas autóctonas -que tal como hemos visto se establece en algunas constituciones-, sino a percatarse, sobre todo al tratar de los contenidos de la educación, de la relación entre lengua y cultura, es decir, de su vinculación a conocimientos y valores de su propio sistema socio-cultural. Así, empieza a surgir a finales de los setenta la educación bilingüe-bicultural, que introduce en la enseñanza aspectos culturales indígenas, si bien circunscritos, en un principio, a la cultura en su concepción más tradicional (artesanía, familia, sociedad).
En cualquier caso, los gobiernos, ante la mayor confianza en el sistema y en sus posibilidades y la tendencia creciente a favor del pluralismo cultural, se decidieron a iniciar la oficialización, institucionalización y generalización de la educación bilingüe. Aunque los dos primeros términos a veces se confunden y de hecho están muy relacionados entre sí, el primero tiene que ver más bien con el reconocimiento del método bilingüe por vía legislativa, y el segundo con su incorporación al sistema educativo formal y con la creación de una unidad u organismo específico competente en el organigrama de los ministerios de educación. En cuanto se refiere al primer aspecto, para los países de mayor población indígena, como Ecuador, Guatemala, como hemos visto, y Perú y también para Colombia y Argentina, el reconocimiento del sistema bilingüe se establece expresamente en sus propias Constituciones, o bien de manera más implícita en los casos de Panamá, Nicaragua y Paraguay. No obstante, en la mayoría de ellos, exista o no formulación constitucional al respecto, su definición y reconocimiento se establece en leyes y disposiciones de rango inferior y naturaleza diversa, aprovechando a menudo las reformas educativas que en los últimos años han proliferado en la región.
Este último es el caso de Panamá (Nueva Ley Educativa, 1995), Guatemala (Ley Nacional de Educación, 1991), México (Ley General de Educación, 1993), Argentina (Ley Federal de Educación, 1993) y Bolivia (Ley de Reforma Educativa, 1994 y Decreto Supremo 23950, que desarrolla la primera).
En cambio, Colombia (Ley de Educación Indígena, 1993) y Chile (Ley Indígena, 1993) utilizan legislación específica, y Ecuador la vía de sendos decretos ministeriales (1981 y 1988). Si mediante el primero de ellos se oficializó por primera vez en el país la educación intercultural bilingüe, por el segundo -origen de la DINEIB- se concretaron los lineamientos de la política bilingüe con base en las propuestas de la Conferencia de Nacionalidades Indígenas (CONAIE), hecho este ilustrativo del desarrollo alcanzado por las organizaciones indígenas en ese país. La influencia indígena en esta materia también se deja sentir claramente en el caso de Honduras, en donde para garantizar el desarrollo de la educación bilingüe intercultural se firma un Convenio de Cooperación entre la Secretaría de Educación Pública y la Conferencia Nacional de Pueblos Autóctonos (CONPAH), aprobándose a continuación (1994) un Acuerdo Ejecutivo que define las políticas y estrategias para su operatividad. La absoluta novedad que estas disposiciones significan para el país convierten a las normas hasta entonces existentes a estos efectos (Reglamento General de Educación Primaria) en incompatibles.
En Perú, país pionero en este sector gracias a la avanzada legislación aprobada en tiempos del Presidente Velasco Alvarado, y más tarde desmantelada, la educación bilingüe volvió a oficializarse en 1982, coincidiendo con el desarrollo del movimiento intelectual indigenista. Pero tal vez donde la presión indígena ha llevado a resultados más significativos ha sido en Bolivia, cuyo 50% de la población es aborigen. En efecto, tras un proceso que se inicia en 1992 con la oficialización de la educación bilingüe intercultural y que culmina dos años después con la reforma educativa defendida por el primer Vicepresidente aimara del país, Hugo Víctor Cárdenas, se aprueba la aplicación de este tipo de enseñanza no sólo en todo el sistema educativo boliviano, sino para todos los bolivianos, aspectos ambos a los que volveremos a referirnos más adelante.
La institucionalización de la educación bilingüe ha solido ser posterior a la oficialización, y toma cuerpo mediante la creación de un órgano específico en el seno de los ministerios de educación con responsabilidades varias según los casos. Ha estado frecuentemente acompañada de cierto debate a propósito de su ubicación y rango en los correspondientes ministerios de educación y, por tanto, acerca de su autonomía técnica y financiera. En efecto, ya existen Direcciones Nacionales Generales para esta disciplina en México desde 1978, haciendo gala de su temprana dedicación al sector, y en Ecuador (DINEIB) y Perú (DIEB) a partir de 1988, si bien ésta última desapareció poco después, y Chile (CONADI) en 1995; Departamento en Nicaragua (1989); y Sección de Área Indígena en Panamá. Para algunos, más importante que la creación de órganos nuevos es la clarificación de las responsabilidades ministeriales en el sector que nos ocupa. Así, Bolivia (Proyecto Nacional de Educación Bilingüe, PNEB, 1990) y Guatemala (Programa Nacional de Educación Bilingüe, PRONEBI, 1985) mantenían todavía la actividad en los niveles de Proyecto y Programa, respectivamente, aunque la permanencia en ellos es, a veces, necesaria, hasta que no se logren los apoyos económicos y sociales imprescindibles.
La generalización, por último, suele acometerse a partir de los proyectos, o sea, cuando estos han terminado su fase experimental y se inician programas con vocación nacional. La generalización puede ser horizontal, es decir, expansión geográfica, y vertical, o sea, la introducción de la educación bilingüe en otros niveles además del básico.
En cuanto a la expansión vertical, en la gran mayoría de los países la educación intercultural bilingüe queda limitada de hecho al nivel primario -si bien algunos la aplican ya en el preescolar-, y no suele superar los tres primeros grados, por lo que los programas bilingües deben ser considerados claramente como de transición. Massimo Amadio señala a este respecto que si bien existían a principios de la década actual algunas experiencias piloto basadas en el modelo de preservación o mantenimiento, en los sistemas educativos formales sólo estaba presente el modelo de transición en cuyos programas, además, se disponía de escasas evaluaciones con resultados completos. Destaca, por consiguiente, la nueva legislación boliviana al afirmar: «El currículo nacional es además bilingüe para todo el sistema educativo comenzando a aplicarse en la educación primaria, para ir avanzando gradual y progresivamente en todo el sistema educativo». Aunque en opinión de algunos analistas un bilingüismo limitado al ciclo primario no tiene forzosamente que ser transitorio, la opción boliviana se decanta nítidamente por su mantenimiento como objetivo -enseñanza prolongada de la lengua originaria y fomento del bilingüismo-, al señalarse en el mismo artículo que «la educación bilingüe persigue la preservación y desarrollo de los idiomas originarios a la vez que la universalización del uso del castellano».
En Estados Unidos se planteó un duro debate acerca de la disyuntiva educación bilingüe de transición o de mantenimiento. Aunque las sucesivas leyes federales siempre favorecieron a la primera, algunos programas de mantenimiento fueron posibles. Ante las presiones de los sectores más conservadores de la sociedad, partidarios del «english only», el sistema de mantenimiento quedó prácticamente eliminado al limitar la Ley de 1988 los programas bilingües a tres años como máximo, salvo excepciones individuales. Además, se posibilitó la utilización del «inglés como segunda lengua» y otros métodos, que, si bien mejoraban el tradicional sistema de «submersión», eran todos ellos monolingües en inglés. En el caso norteamericano, se puso de manifiesto que son razones fundamentalmente sociopolíticas, más que pedagógicas, las que están detrás de un tipo u otro de educación bilingüe.
En los ochenta surgió la educación bilingüe intercultural (EBI) -también llamada educación intercultural bilingüe (EIB)- como un paso adelante en el proceso bilingüe que comentamos, si bien continúa coexistiendo con la educación bilingüe bicultural, término al que siguen apegados los países centroamericanos. Esta propuesta alternativa que «concibe lo bilingüe y lo intercultural en una doble y complementaria dimensión de un mismo proceso educativo» (Educación y Poblaciones Indígenas en América Latina, UNICEF, Santafé de Bogotá, 1993), habida cuenta su mayor complejidad, ha sido objeto de interpretaciones diversas aunque no necesariamente contradictorias. Procedemos a continuación a su resumen, sobre la base de la más reciente documentación llegada a nuestro poder.
Utta von Gleich señala que el término es utilizado en algunos países como sinónimo de «bicultural», con el fin de despojarlo de la connotación que éste pudiera tener de enfrentamiento entre dos culturas y aproximarlo más a la noción de pluralismo cultural. Los proyectos bajo la etiqueta de «bicultural» por lo general no han cumplido sus objetivos, ya que, como dice César Picón, «lo bicultural presupone la existencia de dos sistemas culturales que pueden tener un nivel de relación en un plano de igualdad» y «no es este el tipo de relación entre las etnias indígenas y el sistema cultural mestizo occidental». Ello implica, según este autor, la relatividad del término cultural, ya que de lo que en realidad se trata es de la existencia de múltiples expresiones culturales en búsqueda de su referente principal. «En este tránsito, el sistema cultural dominante tiene relaciones fundamentalmente bilaterales con las etnias indígenas, promoviendo así la fragmentación y retardando históricamente el proceso de interculturalización sin dominación ni dependencia».
Según Amadio, existen dos concepciones de la interculturalidad en el proceso educativo bilingüe. La primera se define como el manejo de dos o más códigos que posibilitan desenvolverse sin problemas en las respectivas culturas, es decir, «una educación orientada principalmente a mantener abiertos los canales de transmisión, adquisición y reproducción de la cultura indígena y, paralelamente, a favorecer la adquisición de otros códigos de comunicación, conocimiento y comportamiento». La segunda, como «la ampliación del código de referencia, mediante la adopción de elementos indispensables para afrontar los cambios inevitables que tienen lugar por el contacto o choque entre culturas así como por las dinámicas propias». En este caso, la educación sería «el proceso que facilita la articulación armónica e integral de lo nuevo a partir de una matriz cultural propia».
Para la UNICEF esta modalidad es bilingüe, ya que los niños desarrollan el conocimiento de su propia lengua y se instruyen a través de ella al mismo tiempo que aprenden una segunda lengua, generalmente la oficial del país respectivo. Es, por otro lado, intercultural, ya que parte de la cultura propia de los educandos para su revalorización y promoción, para así conseguir la plena identificación con ella, al mismo tiempo que les facilita la apropiación de técnicas y prácticas pertenecientes a otros pueblos. De esta forma se consigue «una capacidad propia y libre en los educandos para la selección y generación de respuestas acordes con sus concepciones de vida y en respuesta a sus necesidades cotidianas de supervivencia y desarrollo». Al garantizarse por esta vía la continuidad histórica de las culturas aborígenes y su visión del mundo, la escuela podrá más fácilmente articularse con la comunidad, convirtiéndose en una institución útil y deseable, capaz de motivar a los niños indígenas.
Ahora bien, al profundizar en el sentido de la interculturalidad, se llega a dos conclusiones vinculadas entre sí, sobre las que están de acuerdo muchos analistas. En primer lugar y siguiendo de nuevo a Amadio, una vez asumido el carácter global e integrador de la cultura, la interculturalidad trasciende el sistema escolar y también el ámbito educativo, sin poder reducirse sólo a él. Pero como vimos antes, los nuevos espacios conquistados por las lenguas indígenas son todavía muy reducidos, a pesar de que en las recientes normas se haga referencia a ellos, sobre todo a los medios de comunicación. En segundo lugar, la interculturalidad, como ya empieza a plantearse en algunos países de la región, no debe recaer únicamente sobre la población indígena, precisamente la más discriminada, sino que ha de involucrar a toda la sociedad para poder así fomentar un auténtico conocimiento y comprensión recíprocos.
Bolivia es el primer país iberoamericano que asume esta concepción de la interculturalidad en su reciente legislación educativa, ya citada, obligándose a «construir un sistema educativo intercultural y participativo que posibilite el acceso de todos los bolivianos a la educación, sin discriminación alguna». Lo que a su vez implica que «el currículo para los educandos monolingües de habla castellana o para quienes tienen a este idioma como lengua de uso predominante, debería también incorporar el aprendizaje y utilización de un idioma nacional originario». Ambicioso y paradigmático modelo para la región iberoamericana, pero cuya puesta en práctica hará aún más necesaria una competente y adecuada formación docente de maestros y especialistas interculturales bilingües.
Sólo partiendo de semejante concepción, sostienen sus defensores, la educación bilingüe intercultural dejará de ser una modalidad para minorías, aislada del resto del sistema educativo. Este parece ser el significado que el término intercultural va adquiriendo en Europa -para mayorías y minorías-, aunque sin el componente bilingüe, mientras que en la OCDE suele usarse cada vez más el término multicultural como componente básico de las políticas educativas y lingüísticas de los Estados. En Estados Unidos también se alzaron voces a favor de una educación bilingüe multicultural, de doble vía, para todos («two way bilingual-multicultural education»), como la más adecuada para un país de creciente pluralismo, pero no sólo no llegaron a tener eco sino que se asiste hoy día a una fuerte recuperación de los defensores del inglés como idioma único.
En cualquier caso, y vistas las principales interpretaciones sobre la educación bilingüe intercultural, podría decirse que, a pesar de las limitaciones existentes, el desarrollo de sus principales elementos constitutivos -condiciones legales, estructuras pedagógicas y de investigación, escritura y normalización lingüística, materiales didácticos y formación de profesores- de una política lingüística y de los que sólo a algunos hemos hecho referencia, hace abrigar esperanzas en la consolidación de una nueva y más justa educación indígena, y del advenimiento de una educación intercultural para todos en América Latina. A este proceso puede contribuir la descentralización educativa vinculada a la autonomía territorial y a la regionalización, fenómeno de gran actualidad hoy día y que supone una inflexión notable en la tendencia centralista de la administración educativa latinoamericana. En definitiva, la descentralización debe suponer en este campo un protagonismo cada vez mayor de los indígenas en el diseño de sus propios currículos y en el seguimiento, control y evaluación de los resultados.
Los casos de Nicaragua, mediante la Ley de Autonomía para las etnias de la Costa Atlántica (miskitos, criollos negros, sumos, ramas y garifonas), de 1987, y de Panamá, a través de las Leyes de las Comarcas Indígenas de 1983 (kunas y emberás), son ilustrativos al respecto, al dirigirse específicamente a los grupos lingüísticos diferenciados existentes en su seno. Ya hemos visto los proyectos iniciales de México en este sentido. La doble tendencia a la municipalización de la educación y al acceso de los indígenas en sus territorios al poder local y regional mediante elecciones, abre la puerta por primera vez en Chile a un auténtico desarrollo cultural endógeno indígena.
Colombia, por su parte, hace especial hincapié en su legislación en la adecuación de la educación indígena a partir de los valores, experiencias y desarrollo de las propias comunidades y a su carácter participativo, mediante la selección de los maestros y la ejecución de los proyectos de «etnoeducación» por dichas comunidades, asesoradas y controladas por el Ministerio de Educación, los Centros Experimentales Piloto en cada región y las Secciones Regionales de Educación. El concepto de «etnoeducación» o educación para grupos étnicos, queda definido en la Ley de Educación Indígena, aprobada en 1993, como aquella «que se ofrece a grupos o comunidades que integran la nacionalidad y que poseen una cultura, una lengua, unas tradiciones y unos rubros propios y autóctonos». Debe, además, «estar ligada al ambiente, al proceso de producción, al proceso social y cultural, con el debido respeto a sus creencias y tradiciones».
Si bien hasta finales de los años setenta la educación bilingüe tuvo un carácter muy limitado y apenas contó con apoyo oficial, un conjunto de factores, entre los cuales -como señala Consuelo Yáñez- la comprobación, por un lado, de las dificultades para los niños indígenas de seguir los estudios en las escuelas regulares, y, por otro, la importancia de las lenguas nativas como transmisoras de conocimientos y valores propios, han contribuido a la mejora y aceleración del proceso. Los resultados ya habidos (aunque todavía muy incompletos) de los proyectos y programas bilingües y una postura más comprensiva y tolerante hacia este tipo de educación antes rechazada de plano, hacen de la enseñanza en lengua materna una conquista irreversible. Ahora bien, todavía continúa el sistema educativo, en su mayor parte, bajo el signo de «la castellanización» tradicional. Ello es así, según Yáñez, porque «el proceso de revalorización y aceptación de los pueblos indígenas por parte de las sociedades blanco-mestizas es todavía incipiente», es decir, por la dificultad todavía existente en considerar a la población indígena no como problema sino como recurso.
Algunas críticas se refieren no exclusivamente a esta modalidad educativa, sino al conjunto del sistema educativo en el que está inmersa y con el que comparte ciertas características: el hecho de que, en opinión de muchos, predomine todavía el aprendizaje sobre la enseñanza; su carácter formal, contrario a la índole tradicionalmente no formal de la educación indígena, que se refleja, entre otros datos, en no respetar los horarios y calendarios indígenas (por ejemplo, los ciclos naturales de siembra y cosecha), si bien ello se está teniendo ya en cuenta en proyectos más recientes; la necesidad de trascender el ámbito rural para responder también a la problemática, menos conocida, de las poblaciones indígenas urbanas para las que a menudo «la uniformización, la exclusión y la enajenación cultural no son aquí resultado de la escuela, sino una necesidad de supervivencia» (UNICEF).
Cabe señalar también la opinión de UNICEF sobre las inconsistencias teóricas y metodológicas aún existentes en la educación en general, por cuyo «motivo no se logra superar la contradicción entre un discurso que reconoce la diversidad y una práctica cuyo resultado es la homogeneización». Así, por ejemplo, algunos de los objetivos y metas establecidos en la Conferencia de Jomtien, considerados como universalmente válidos, pueden atentar contra la diversidad cultural y, en consecuencia, contra la necesidad de respuestas diferenciadas y la participación de grupos minoritarios en la definición de las políticas y estrategias pertinentes. Por otro lado, síntoma del todavía limitado reconocimiento de la educación bilingüe es el escaso papel que en ella ha jugado la universidad. En fin, una educación indígena de calidad debe partir de la consideración de ésta como fenómeno estructural y dimensional que abarca la práctica permanente de experimentaciones e innovaciones, del desarrollo curricular y metodológico adecuados y de un profesorado comprometido, con perfil y condiciones idóneas.
No obstante, los progresos en los últimos años han sido notables, sobre todo si comparamos la actual situación con la de no hace mucho más de medio siglo, cuando los indígenas se veían a menudo obligados a aprender, a leer y escribir clandestinamente, y solía hablarse de «indio leído, indio perdido». Pese a todo, como recuerda Consuelo Yáñez, los pueblos indígenas han sabido preservar las principales características de su identidad cultural, y las lenguas autóctonas han mantenido sus sistemas fonológico, morfológico, sintáctico y semántico con sólo ligeras modificaciones. También han perdurado sus conocimientos de ciencias y matemáticas, si bien en lo que a estas últimas se refiere los procesos mentales de cálculo son diferentes a los de la población hispanohablante.
Sin embargo, la difusión de este saber tradicional, conservado por vía oral, ha estado limitada por la falta de escritura. Tanto como medio de comunicación como de recurso de defensa y difusión cultural, la alfabetización y la lecto-escritura son hoy imprescindibles para el mundo indígena. La estandarización o normalización se convierte, por tanto, en una tarea necesaria para canalizar la recuperación, transmisión y producción de conocimientos propios y ajenos de su cultura, pero además para su utilización no sólo en la educación, sino en los medios de comunicación social y en funciones de tipo jurídico y administrativo. Pero, a pesar de los esfuerzos de normalización lingüística, las limitaciones que en estos sectores padecen las lenguas indígenas siguen siendo, como vimos, muy amplias.
Los procesos de estandarización de las lenguas autóctonas abarcan: la elaboración y reglamentación de alfabetos, el desarrollo de diferentes estilos de expresión escrita, la aplicación de reglas de ortografía y puntuación, y el rescate y creación de léxico según la tradición y las necesidades y usos actuales. Su utilización como lengua escrita, al proceder de culturas orales, constituye un cambio especialmente significativo que, si bien posibilita la apropiación de nuevas formas culturales, exige un tratamiento cuidadoso, ya que puede romper con importantes aspectos tradicionales propios, habida cuenta la estrecha relación entre lengua y cultura a la que hemos venido refiriéndonos. Su uso y desarrollo deben basarse, además, en investigaciones psico-lingüísticas y socio-lingüísticas, tanto básicas como aplicadas.
(1) Poco después de terminado este trabajo se produjo la firma del primero de los acuerdos de paz previstos entre el Gobierno mexicano y el EZLN, calificado como histórico por ambas partes. Sus puntos fundamentales fueron: envío al Congreso de una propuesta conjunta conteniendo una nueva relación entre los pueblos indígenas, la sociedad y el Estado; remisión por ambas partes al Congreso de una serie de propuestas de alcance nacional; y diversos compromisos específicos para el estado de Chiapas, entre los cuales una mayor autonomía para los indígenas y una consiguiente reforma parcial de la Constitución local.
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