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Revista Iberoamericana de Educación
Número 15
Micropolítica en la Escuela

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Revista Iberoamericana de Educación
Número 15
Micropolítica en la Escuela

Septiembre - Diciembre 1997

Teoría y práctica de la micropolítica en las organizaciones escolares

Teresa Bardisa Ruiz (*)

(*) Teresa Bardisa Ruiz es Profesora Titular de Gestión y Dirección de Centros Escolares de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), España.

Nuestra intención al escribir este texto es, por una parte, presentar el debate abierto sobre las teorías de la organización, y, por otra, explicar lo que significa la teoría y la práctica de la micropolítica de las instituciones educativas. Pretendemos detenernos en aquellos enfoques que guardan relación con una perspectiva político-ideológica centrada en la escuela, y en el análisis micropolítico de las organizaciones escolares.

Queremos destacar lo difícil que resulta delimitar este ámbito específico y seleccionar el modelo de análisis más adecuado para su desarrollo teórico, por varias razones: por ser la organización objeto de estudio de diferentes campos de conocimiento, que no han producido una visión holística sino fragmentada y escorada hacia la comprensión de las grandes organizaciones empresariales y burocráticas, de las que se han copiado miméticamente sus aplicaciones para la organización escolar; porque los estudiosos de la educación han eludido este tipo de análisis y se han centrado más en indagar otros temas; y porque la metodología, tradicionalmente empleada en la investigación educativa, no ha facilitado la descripción y comprensión de las relaciones conflictivas en la vida cotidiana de las escuelas. Por todo ello, parece necesario desarrollar un conocimiento propio de la organización escolar a partir de otros modelos de análisis y de investigación focalizados hacia «dentro» de las escuelas, sin perder de vista sus relaciones con el «exterior».

1. Las organizaciones escolares

En la bibliografía de las ciencias sociales el término organización se refiere a un tipo de unidad social característica que lo distingue de otras como pueden ser familias, grupos de pares, tribus, comunidades y estados nacionales (Hoyle, 1996:25). Al describir las organizaciones de un modo tradicional (técnico-racional), se dice de ellas que tienen objetivos relativamente específicos, tareas diferenciadas, clara división del trabajo, estructura para coordinar actividades diversas, autoridad legítima que inviste a ciertos miembros y un conjunto de procedimientos de gestión, todo lo cual permitirá su funcionamiento eficaz (Hoyle, 1986:1). ¿Podemos caracterizar del mismo modo a las organizaciones escolares?

La utilización de estas categorías estructurales no permite afirmar, a pesar de todo, que exista una única teoría de la organización, una única abstracción llamada organización. El término es utilizado para cubrir diversas perspectivas, modelos y teorías propios con los que los científicos sociales buscan comprender las organizaciones.

Tampoco se cuenta con un cuerpo de conocimiento único y comprensivo de la organización escolar, sino más bien de diversos enfoques teóricos desde los que plantear el análisis sobre la escuela. «Cada enfoque construye una teoría desde un punto de vista que es normativo más que descriptivo» (Glatter, 1986:162), posición que entraña una visión cultural homogénea desde la que todos los problemas educativos pueden resolverse, sea cual sea su origen e independientemente del contexto en el que se presentan.

Podemos destacar, a pesar de todo, que aunque el avance en la comprensión teórica y empírica en sociología de la educación ha sido enorme en las últimas décadas (sobre todo y con algún éxito en lo que podría denominarse aspectos técnicos de la enseñanza, como el currículo o los conflictos entre profesores y alumnos en el aula), sin embargo «la sociología de la organización escolar es un campo en el que se ha hecho poco o ningún progreso. Las teorías y los conceptos apenas han cambiado desde los años sesenta» (Ball, 1989:19). Los teóricos de la sociología de las organizaciones, encerrados sobre todo en la teoría de sistemas (perspectiva que se desarrolla de forma paralela al aumento del control y a la petición de cuentas de la Administración educativa), se han centrado más en la prescripción que en la descripción y explicación de los conflictos o contradicciones intraorganizativos que acontecen en las escuelas, por considerar que tales conflictos son patológicos.

La tendencia de los sociólogos ha sido enfrentar lo macro con lo micro, la estructura frente a la acción, la libertad frente al determinismo, y los profesores frente al modo de producción (Ball, 1989:21), eludiendo un nivel de análisis intermedio como es el grupo de trabajo, que ha sido asumido por los psicólogos sociales, o la organización, que lo ha sido por los teóricos de la organización. Es decir, hasta hace poco tiempo, el estudio de las escuelas desde una perspectiva organizativa ha estado dominado por orientaciones sociológicas y psicológicas que han focalizado su atención en las estructuras o en los microprocesos dentro de las escuelas. Sin embargo, ambos enfoques, sociológico-estructural y psicológico-social, han ignorado el poder y la política que se desarrollan dentro y alrededor de las escuelas (Bacharach y Mundell, 1993:423).

En síntesis, podríamos argumentar que aunque los principales modelos teóricos e intuiciones empíricas de la organización condujeron a una mayor comprensión de cierta clase de organizaciones, en concreto de empresas industriales, comerciales y de servicios públicos o grandes burocracias, no mejoró la comprensión de otras como la de las escuelas:

«Las escuelas parecen ser objetos particularmente insatisfactorios para los análisis sociológicos. El esfuerzo por percibir la estructura, totalidad e integridad de la escuela está cargado de tanta dificultad que los sociólogos echan mano de las metáforas» (Tyler, 1982 cit. en Hoyle, 1986:2).

No obstante, la teoría de la organización ha mejorado nuestra comprensión de ciertos aspectos de las escuelas, principalmente aquellos que se centran en la autoridad, la autonomía, la profesionalidad y la toma de decisiones.

El campo de la organización escolar ha despertado un interés creciente en contextos académicos, sobre todo anglosajones, por el cambio en las perspectivas epistemológicas que sirven de apoyo a los análisis teóricos con los que llegar a comprender a las escuelas como organizaciones. Pero este cambio no se ha generalizado y se insiste en describir las dificultades que existen para aplicar las teorías de la organización al contexto escolar. Las teorías actuales en opinión de Ball (1989:23),

«son ideologías, legitimaciones de ciertas formas de organización. Exponen argumentos en términos de racionalidad y eficiencia para lograr el control. Los límites que imponen a la concepción de las organizaciones realmente descartan la posibilidad de considerar formas alternativas de organización».

Frente a esta supuesta neutralidad y racionalidad defendida por quienes asumen la estructura y el control como dimensiones básicas de la organización escolar, surgen otros desarrollos entre los que podemos destacar aquellos que conceptualizan la organización escolar como un sistema loosely coupled (débilmente articulado)) (Weick,1976; Cusick, 1981). Esta teoría ha servido como marco de referencia para posteriores investigaciones empíricas. Se utiliza dicha metáfora como contraposición a la idea de considerar a la escuela como un sistema burocrático fuertemente acoplado. En síntesis, la teoría expresa la idea de que, aunque los diferentes componentes de la escuela son interdependientes, el grado de relación es relativo porque cada uno de ellos mantiene cierta identidad y autonomía. Se reconoce que existe un equilibrio entre autonomía y control o entre burocracia y relaciones humanas. Los procedimientos de articulación que se dan en otro tipo de organizaciones entre medios y fines, entre acciones e intenciones, entre departamentos y otras estructuras organizativas, etc., no aparecen de forma tan nítida en las escuelas (Bush, 1986:5; González, 1988:184; González, 1990:33; Ball, 1989:31; Hoyle, 1996:27). Un ejemplo claro de esta débil articulación se recoge en el trabajo de Cusick (1981) sobre dos escuelas secundarias americanas. En esta teoría se reconoce que en la escuela se produce la diversidad ideológica y el conflicto, y, como consecuencia, las coaliciones, el cabildeo y las alianzas.

Desde el punto de vista educativo interesa integrar diferentes ámbitos de conocimiento para comprender la identidad, los límites y la coordinación institucional, y, por otra parte, resulta necesario establecer distinciones y relaciones entre las diferentes teorías que ya existen para explicar las organizaciones escolares. Hoyle (1990), por ejemplo, ha realizado una distinción entre teoría de la organización, que es una teoría para la comprensión, y teoría de la gestión, que es teoría práctica, y, en consecuencia, tiene un foco más reducido para el análisis. Pero no sólo parece necesario definir y delimitar estos dos campos dentro de la organización escolar, sino también otros como la teoría del liderazgo, la de la dirección escolar, etc.

Si aceptamos la idea de que son inseparables las personas y la organización, es preciso revisar la creencia común de que existe un cuerpo de teoría y de principios que proporcionan criterios con los que realizar una acción administrativa eficaz en las organizaciones. En este sentido, Greenfield (1986) critica la creencia en la realidad e independencia de las organizaciones porque nos permite separar el estudio de éstas del de las personas con sus valores, creencias y costumbres concretos. Desde esta perspectiva, las estructuras se ven inmutables más allá del tiempo y el lugar como formas universales dentro de las cuales los individuos pueden moverse de vez en cuando, aportando su propia idiosincrasia que da color a su actuación en los papeles atribuidos por la organización (Getzels cit. por Greenfield, 1986:155).

Frente a esta posición parece más razonable aceptar el planteamiento de Greenfield (1986:159) respecto a que las organizaciones no están sujetas a leyes universales, sino que son artefactos culturales, una realidad social inventada que depende del significado científico y de las intenciones de las personas que están dentro de ellas. «Los principios que guían el análisis del funcionamiento de la organización están representados en el modo en que esos actores definen, interpretan y manejan las situaciones con las que se enfrentan» (Ball, 1989:42). Como ya hemos señalado, no hay una única abstracción llamada organización, sino una variedad de percepciones individuales de lo que se puede o se debe tratar con los demás dentro de las circunstancias en las que ellos se encuentran.

En los análisis que se hacen sobre las organizaciones podemos señalar algunas tendencias que, desde nuestro punto de vista, no son adecuadas, porque parten de teorías que tienden a tratarlas:

«Hay muchos tipos de interacción entre los miembros que habitan el mundo mágico y a la vez anodino del aula y de la escuela. Hay transacción de conocimientos, de sentimientos, de actitudes, de discurso y de prácticas. Pero todo ello está impregnado de una ideología y de una dimensión política y ética. No es aceptable una visión neutral y técnica del quehacer de la escuela» (Santos Guerra, 1990:71).

A pesar de la dificultad que entraña conceptualizar las organizaciones como entidades, incluidas las escuelas, los teóricos de las organizaciones de todas las creencias pretenden utilizar modelos holísticos al hacer hincapié en los aspectos estructurales que conducen a un fin común de la institución, pero cada modelo representa la organización de forma diferente, dedicando su atención a un aspecto de su complejidad. De los ocho modelos que expone Hoyle (1986:16), unos resultan más pertinentes que otros para analizar las organizaciones escolares, e incluso el propio Hoyle indica que existen variaciones dentro de cada modelo, así como numerosas combinaciones entre ellos.

Por todo lo anterior, hemos de reconocer que las fronteras epistemológicas, metodológicas y aplicativas de la organización escolar permanecen borrosas y cambiantes (Santos Guerra, 1997a:88). Acertadamente, este autor sugiere atender a dos movimientos que tienen ida y vuelta en el fenómeno de la comprensión de una realidad:

Añade, además, que hay que tener en cuenta lo que sucede en las organizaciones en general para comprender lo que pasa en la escuela, al tiempo que hay que conocer las particularidades de las organizaciones, de cada organización, para alcanzar una teoría general de las mismas.

2. Perspectiva política de las escuelas

No nos parece suficiente señalar que las organizaciones escolares tienen su especificidad; es necesario aclarar desde qué óptica queremos verla, ya que, como hemos visto, podríamos elegir entre varias alternativas. En este caso, el análisis lo vamos a realizar desde la perspectiva política.

El modelo político en las instituciones educativas recibe cada día mayor reconocimiento por parte de teóricos y prácticos. Para reconocer y comprender la dimensión política de las instituciones escolares es necesario relacionar dos enfoques que generalmente se presentan disociados. Por una parte, el enfoque interno, que persigue estudiar y analizar las escuelas como sistemas de actividad política —en cuyo caso estaríamos hablando de micropolíticaeducativa—, y, por otra, el enfoque estructural, que presenta a la escuela como un aparato del Estado, responsable sobre todo de la producción y reproducción ideológica. Esta visión macropolítica de la escuela es necesaria, a su vez, para comprender su relación con el sistema económico, la justificación del currículo «oficial», el juego de intereses políticos e ideológicos que existen en la sociedad y en el sistema político en torno a la educación y a sus instituciones. Es necesaria la superposición de ambos enfoques para lograr un conocimiento más aproximado de la realidad.

La imagen política de la escuela se centra en los intereses en conflicto entre los miembros de la organización. Estos, para lograr «sus» intereses, emplean diferentes estrategias, como, por ejemplo, la creación de alianzas y coaliciones, el regateo y el compromiso para la acción. La identificación de las estrategias y la selección de las más adecuadas para cada situación conflictiva requieren diversas habilidades en los actores. Por ejemplo, para el caso concreto de dirigir un cambio en las organizaciones escolares, Glatter identifica como tales:

«percepción de las motivaciones políticas que están detrás y las consecuencias probables de los cambios previstos; ejercicio de presiones; suministrar incentivos; convencer a los grupos de interés; manejo de los conflictos; negociación de compromisos» (Glatter, 1990:178).

Estas estrategias pueden ser fácilmente identificables por los teóricos de las organizaciones, pero, en cambio, en líneas generales, los actores de las instituciones educativas no reconocen que en las escuelas se construyan escenarios de actividad política, aunque acepten, eso sí, que la política afecta a la escuela como parte del sistema de gobierno que rige a la sociedad. Esta falta de visión impide entender lo que ocurre en la escuela y por qué ocurre. Desde nuestro punto de vista, considerar a la escuela como un sistema político nos permite entenderla como una institución menos racional y burocrática de lo que tradicionalmente se ha creído que era.

La política organizativa surge cuando la gente piensa y actúa de modo diferente (Morgan, 1986:148). Por eso, reconocer a sus miembros como agentes políticos supone aceptar la complejidad y la incertidumbre en la vida escolar, y el empleo por parte de sus actores de diversas estrategias de lucha para poder alcanzar sus fines particulares o grupales. Se puede realizar un análisis de la política organizativa de forma sistemática considerando las relaciones entre interés, conflicto y poder, aunque hay que reconocer que resulta difícil delimitar la frontera entre las acciones políticas y las culturales que aparecen en las prácticas escolares.

Por tanto, en la escuela se desarrollan, por una parte, dinámicas micropolíticas (repartos de poder, conflictos, negociaciones, coaliciones), y, por otra, dinámicas políticas, porque «la escuela desempeña, a través de sus prácticas y relaciones, un papel ideológico dentro del contexto sociocultural en el que está inmersa» (González, 1990:39).

3. El enfoque micropolítico

La micropolítica de las escuelas ha recibido poca atención de teóricos e investigadores, ocupa poco espacio en las teorías de la organización, y menos todavía en las de gestión (Hoyle, 1986:125). Es un tema tabú en los debates serios, mientras que lo es de cotilleo en los encuentros informales, en los que se habla de «juego político», de «agendas ocultas», de «mafias organizativas» y de «maquiavelismo». Son temas que se abordan en la sala de profesores, en la cafetería y en los pasillos de la escuela, y, raramente, en un contexto más académico que propicie un análisis riguroso. Ello hace que se sepa poco de ese lado de la organización, que permanece oscuro.

Por otra parte, tal como ocurre en otros ámbitos de las teorías organizativas, la micropolítica no tiene bien establecido su campo de estudio. No existe una clara distinción entre el análisis de las organizaciones, la gestión y la micropolítica, y es objeto de estudio de una variedad de disciplinas: educación, psicología, antropología, sociología, economía, política... Quizás esta misma dispersión, esta variedad de enfoques desde los que se mira la vida cotidiana de las escuelas, ha impedido que emerja un enfoque interdisciplinar.

La perspectiva micropolítica representa un cambio respecto a los modelos estructuralistas (económicos y sociológicos) que destacan lo más formal y predictivo, enfatizando el orden en las escuelas. La micropolítica reconoce el valor que tiene el contexto organizativo en la redefinición de las dimensiones estructurales y normativas que se establecen sobre las escuelas. Esta perspectiva difiere también del modelo menos formal y descriptivo, «loosely coupled», defendido por los psicólogos sociales, que destacan el desorden en las escuelas. La perspectiva micropolítica plantea que el orden en las escuelas está siendo siempre negociado políticamente, y que por debajo de esa negociación hay una lógica interna (Bacharach y Mundell, 1993:427; Larson, 1997:315). El análisis micropolítico pone el acento en la dimensión política de la escuela, caracterizada en su interior por la presencia de intereses diferentes, por el intercambio, la influencia y el poder. Cada parte en la lucha intenta establecer la unanimidad alrededor de un sistema concreto de significado o lógica de acción. Para conocer la política educativa es primordial reconocer que las instituciones escolares son campos de lucha, que los conflictos que se producen son vistos como algo natural y no patológico, y que sirven para promover el cambio institucional, lo cual no significa que las escuelas presenten una situación de conflicto permanente1 .

Ball, en su propuesta de análisis organizativo sobre las escuelas, contrapone los conceptos claves procedentes de la ciencia de la organización a los descritos por él para comprender la micropolítica de la vida escolar, entre los que destaca: poder, diversidad de metas, disputa ideológica, conflicto, intereses, actividad política y control. En este nivel de análisis se identifica a los actores de las escuelas como actores sociales con protagonismo sobre la organización, en vez de verlos desvinculados de las estructuras organizativas.

Las escuelas son particularmente propicias a la actividad micropolítica por dos razones: porque, como ya hemos apuntado, son organizaciones débilmente articuladas, entre cuyos espacios o intersticios puede florecer mucha actividad, y porque las formas de legitimación compiten en la toma de decisiones. Esto último se debe a que la legitimidad formal del director es desafiada por formas profesionales y democráticas alternativas, que son especialmente válidas para las escuelas. Tal situación coloca a los directores ante el problema de equilibrar su responsabilidad con las expectativas de la colegialidad (Hoyle, 1986:148).

En definitiva, Hoyle (1986), Ball (1989) y Blaise (1991), tienen en común, según Bacharach y Mundell (1993), analizar los conflictos entre grupos sobre lógicas de acción. Consideran que la micropolítica está relacionada, entre otros elementos, con la ideología, la diversidad de metas, los intereses, las estrategias, las luchas por el poder y el control, la toma de decisiones y los objetivos y significados de la organización.

De este modo se reconoce el papel político e ideológico que desempeñan las escuelas en un entorno social más amplio, en el que las dimensiones sociales, culturales y económicas se tienen en cuenta. La perspectiva crítica dirige sus análisis en esta dirección. Recorre en un viaje de ida y vuelta las dinámicas micropolíticas desarrolladas en las escuelas, para dirigirse después hacia coordenadas más amplias desde las que comprender los mecanismos de dominación, las ideologías, las relaciones sociales, políticas y económicas, que explican también por qué la escuela es como es. Trata de cuestionar y promover el cambio por los actores institucionales de aquellas dimensiones explícitas y de las que permanecen ocultas, que están enraizadas en la estructura y en las interacciones dentro de la organización, y que se proyectan en el modo de ver sus relaciones con la sociedad.

Pero no sólo se ha producido un cambio en el análisis de las organizaciones escolares, pasando de un modelo técnico racional a otros, sino que se ha vuelto la mirada a metodologías de investigación abandonadas o no utilizadas hasta hace poco tiempo en ámbitos educativos. El empleo de metodologías cualitativas en estudios etnográficos, en investigación-acción, etc., ha permitido avanzar en el conocimiento sobre lo que ocurre y por qué en la vida cotidiana de las escuelas.

Nuestra intención en las páginas que siguen es presentar algunos de los temas y conceptos más utilizados en los discursos e investigaciones micropolíticos.

4. Los intereses en juego: los grupos de interés

Ya hemos indicado que el mundo social consta, esencialmente, de personas que interaccionan unas con otras, negocian los modos de relacionarse y construyen una visión del mundo. En los procesos de interacción, grupos diferentes llegan a percibir el mundo de un modo distinto, desarrollan diferentes conceptos sobre la realidad y construyen distintos cuerpos de conocimiento.

Las organizaciones recogen a lo largo de su historia los pactos secretos establecidos entre sus miembros. Las coaliciones buscan un interés común, y el proceso está ilustrado de peticiones y concesiones en un equilibrio inestable de dar y recibir. Generalmente, las alianzas se entablan en los espacios menos académicos y visibles mediante relaciones informales de simpatía, ideología, conocimientos, etc. A veces lo que da identidad a la coalición no es la afinidad o convergencia de intereses, sino las expectativas ante la posibilidad de recibir algo. Quienes dirigen las organizaciones buscan apoyos para afianzar el poder, mientras que otros actores buscan la influencia y una presencia reconocida en el entorno escolar.

Se podría argumentar que no todos los individuos son miembros ni son activos en grupos con actividad política, pero de hecho se ven afectados por dicha actividad, especialmente respecto a temas cuyo resultado es evidente, como los criterios de selección y promoción, los salarios, los currículos y los programas.

Los grupos de interés emergen cuando los individuos se dan cuenta de que tienen objetivos comunes y de que pueden ser capaces de ejercer colectivamente alguna influencia para incidir en una decisión que de modo individual no alcanzarían. Diseñan estrategias para compartir sus recursos e intentan intercambiarlos por influencias con quienes toman decisiones y así lograr sus objetivos comunes.

Para Bacharach y Mundell (1993:425) el término «lógicas de acción» (ampliación del concepto weberiano de acción social) resulta especialmente útil para el análisis de las luchas políticas en las organizaciones escolares. Sugieren que para realizar estudios sobre ellas los «grupos de interés» pueden resultar una unidad de análisis apropiada. No es que rechacen como unidad de análisis la acción política individual de un miembro de la organización o la propia escuela como conjunto, o incluso una zona escolar, pero consideran que:

«La política de los grupos de interés, aunque posiblemente idiosincrática de una escuela concreta u organización en cuestión, abarca las aspiraciones de más de un actor y la lógica de acción que subyace en los procesos y decisiones del grupo entero. Realmente, mucha de la acción política que sucede en las organizaciones tiene lugar en grupo, al menos por tres razones: la primera, porque algunos individuos no tienen ni personalidad política ni acceso al poder a causa de los roles que desempeñan; segundo, porque los individuos pueden necesitar la protección facilitada por grupos para comprometerse en alguna actividad política; tercero, porque en los sistemas de racionalidad limitada, los grupos proporcionan a sus miembros la necesaria holgura y profundidad de la información necesaria para su propia supervivencia política en las organizaciones» (Bacharach y Mundell, 1993:432).

En este análisis se pueden examinar las estrategias que emplean los grupos de interés para imponer sus lógicas de acción preferidas. En el contexto de la sociología weberiana, Bacharach y Mundell definen la micropolítica como la confluencia de diferentes lógicas de acción dentro de la organización. Por eso en los modelos políticos la estructura no surge como fruto de la racionalidad formal sino del intercambio, y, por eso mismo, puede modificarse según los objetivos y las estrategias que planteen los grupos de interés y la política que despliegue la dirección.

La autonomía relativa concedida a los centros queda más en evidencia cuando los recursos son escasos y su labor depende del exterior. Los recursos se convierten así en una fuente de poder y de control de la organización. Se utilizan como reclamo por el director para conseguir alianzas, adhesiones y compromisos. En ocasiones, el control de recursos básicos o claves despierta afinidades y luchas entre grupos o coaliciones.

Los grupos de interés no se reducen a los que conviven en el recinto escolar. En el mismo contexto weberiano utilizado anteriormente se define la macropolítica como la forma en que los grupos de interés del entorno tratan de imponer sus lógicas de acción en la organización. Los análisis macropolíticos explican cómo las lógicas de acción creadas por grupos de interés externos penetran en la organización. De esta manera la tradicional división entre micro y macro política puede ser relacionada por el concepto de lógica de acción. Santos Guerra sugiere que las dos dimensiones macro (legislativa, política, social, económica) y micro (relaciones, tensiones, conflictos, peculiaridades) son necesarias para poder entender la organización escolar y la de cada escuela concreta. Enumera las características descritas por Escudero (1989) para la dimensión macropolítica, y destaca las del nivel micropolítico siguiendo la perspectiva defendida por Ball en el sentido de que cada escuela tiene una organización impredecible, única, llena de valores y llena de incertidumbre (Santos Guerra, 1997a:97).

También para Bacharach y Mundell (1993:446) los análisis micropolíticos están incompletos si no van acompañados de análisis macropolíticos, porque aquellos no existen en el vacío desprovistos de la macropolítica que les rodea, en cuyo caso sólo se examinaría la periferia y no el centro. Ball, en este mismo sentido, plantea dos premisas:

El asunto no es cómo de amplia es la unidad de análisis para dividir lo micro y lo macro, aunque haya quien señale que la primera se produce exclusivamente en el nivel de la escuela y no en otros niveles, como departamentos o distritos escolares. Pero la micropolítica no es definida por el contexto en el que se produce, sino más bien por su naturaleza (Bacharach y Mundell, 1993:432). Como los temas que pueden interesar a los grupos pueden ser variados, lo que importa es la negociación y las luchas que se entablan entre ellos. Los asuntos que crean conflicto en unos casos tratan sobre el complemento por méritos, por antigüedad o concurso, mientras que en otros las razones que provocan el conflicto tienen un carácter más ideológico, menos corporativo y transcienden del marco estricto del centro, como, por ejemplo, defender la opción escuela pública/privada o la comprensividad/selectividad, etc.

En unos casos el conflicto se presenta entre la autonomía profesional de directores y profesores frente a la burocracia, y, en otros, respecto a los objetivos y significados políticos o ideológicos planteados fuera de la institución. Desde una perspectiva macropolítica, «el Estado y la autoridad local pueden limitar la gama de posibilidades de que disponen los profesores, pero, al menos en la actualidad, ciertamente no ejercen el control absoluto sobre esa gama» (Ball, 1989:243).

5. El poder en la escuela

Los estudios políticos de la organización adoptan como núcleo de su indagación el uso del poder, y para ello parten de tres modos clásicos de entender las organizaciones y el uso del poder dentro de ellas: neo-maquiavelismo, marxismo y weberianismo (Larson, 1997). El primero (sociología del orden) asume que las organizaciones funcionan mejor cuando son sinónimos los intereses del individuo, de la institución y de la sociedad. El orden y la armonía se supone que son características normativas tanto de la sociedad como de las organizaciones. El conflicto es considerado aberrante y potencialmente desestabilizador para el sistema. Desde este punto de vista, las escuelas pueden funcionar mejor cuando son dirigidas y controladas por «burócratas benevolentes». En este tipo de estudios se analiza cómo los administradores utilizan el poder para manejar la cultura, los símbolos y los procesos de consenso dentro de las organizaciones.

La sociología marxista del conflicto cuestiona la visión neo-maquiavélica de la sociedad. Los marxistas teóricos afirman que los sistemas de poder y de control impuestos conservan el orden social y de la organización, y no el consenso. Afirman que los sistemas de poder administrativo impuestos son utilizados para beneficiar a unos a expensas de otros. Para ellos, los conflictos dentro de la sociedad en general y de las organizaciones en particular son fuerzas normativas para el cambio dentro del sistema inherentememte desigual. Los teóricos marxistas mantienen que los administradores abortan las fuerzas para el cambio imponiendo sistemas de control. Analizan cómo se emplea el poder para eliminar el conflicto y mantener las desigualdades en un sistema jerárquico que beneficia a la «elite del poder».

La visión weberiana de la sociedad rompe con la dialéctica orden/conflicto porque afirma que el orden en cualquier sociedad, como ya se ha señalado, está siendo negociado constantemente y que la lucha política emerge por diferentes sistemas de significado.

Desde la perspectiva política, el poder procede de las alianzas dominantes más que de la autoridad formal. Desde el punto de vista académico, se sigue definiendo el poder como un sistema de autoridad vertical, jerárquico, basado en los roles formales de la organización. Es un privilegio o atributo de la posición que se ocupa, de tal manera que se atribuye el poder a quienes, por el cargo, tienen responsabilidades sobre las instituciones educativas: administradores de la educación, superintendentes, inspectores, directores escolares, etc., al mismo tiempo que se describen las tareas que realizan de un modo tradicional: planificación, coordinación, gestión, supervisión, evaluación, etc., como si realmente fueran los verdaderos líderes y contaran con autonomía, como si tales competencias les «pertenecieran de un modo exclusivo», y como si los aspectos normativos pudieran explicarse con independencia del contexto y de los actores. En el caso de las escuelas, el poder se atribuye principalmente al director porque es quien dispone de la capacidad de tomar decisiones.

Como contraposición a esa concepción funcional y técnocrática, los planteamientos que rigen las reformas escolares en numerosos países abogan por dar un mayor protagonismo a la comunidad de profesores, lo que da a entender que ha de producirse un cambio en las relaciones de poder en el interior de las escuelas. Ante esta propuesta, Dunlap y Goldman (1991:6) se preguntan si el poder se puede compartir eficazmente con los profesores, padres y otros actores sociales; si las escuelas pueden ser gestionadas de forma colectiva, y si pueden gestionarse como unidades independientes dentro de un amplio sistema educativo.

Los teóricos de sistemas tienden a evitar el concepto de poder y a utilizar el de autoridad, aunque «al hacerlo, respaldan la legitimidad y el consenso, y, nuevamente, consideran patológico el conflicto» (Ball, 1989:40). Para este autor, el supuesto de la autoridad es inútil y deforma la realidad. No considera que el poder sea un atributo vinculado a la autoridad jerárquica. Le preocupa el desempeño, la realización y la lucha, el poder como resultado y no la posición o la capacidad. La toma de decisiones no es un proceso racional, es un proceso político; en palabras de Ball (1989:41), la sustancia de la actividad micropolítica. A los resultados se llega por alianzas, compromisos, transacciones, presiones, resistencias, amenazas u otras estrategias de acción, y todo ello desempeña un papel en la conquista, el mantenimiento o la merma del poder de la dirección. En definitiva, se ve a los centros como escenarios de lucha donde se muestran las relaciones de poder entre los diferentes actores.

Los teóricos de la organización distinguen entre el poder y el control o dominio en las organizaciones. El poder es entendido como la habilidad para lograr un objetivo, incluso venciendo la resistencia de otros, o la habilidad para lograr los resultados deseados donde existe incertidumbre o disenso sobre una opción. El control es entendido simplemente como el acto de alcanzar un objetivo.

Desde una perspectiva crítica de las organizaciones, la distinción entre poder y control empieza a ser borrosa porque, de acuerdo con los teóricos críticos, el poder se ejerce, a menudo, a través de discretas formas de control.

De hecho, sólo recientemente el poder ha recibido una atención detallada por los teóricos como un fenómeno organizativo central. Quizás porque, como Anderson afirma (1990:44), a los positivistas les resulta difícil estudiarlo por no ser directamente observable ni fácilmente medible. Como control en las organizaciones, se vuelve más tenue, menos visible, sumergido en la estructura de la organización. Como poder, se ejerce a través de sutiles mecanismos de control que pueden resultar difíciles de observar incluso para los investigadores naturalistas. En la teoría tradicional de la organización es un lugar común creer que el control no necesita ejercerse de nuevo para cada decisión, puesto que reside en las estructuras, en las normas, y en el flujo de información de la gestión (March y Simon, 1958). Anderson (1990:45), en cambio, afirma que tal control se ejerce también a través de presiones personales y mediante el uso del lenguaje, las narraciones y los rituales.

Para entender cuáles son los procesos que se siguen en la toma de decisiones (tanto para quienes analizan la organización escolar como para quienes la viven) y con qué posibilidades se cuenta, es necesario conocer quiénes son los actores clave —los que son consultados—, con qué apoyos cuentan y en qué temas obtendrán apoyo general o desacuerdo del resto de los miembros. Mediante las redes sociales se consigue negociar un acuerdo, suprimirlo o cambiarlo.

La identificación entre miembros de la organización pasa por encima del esquema de poder y autoridad de formas diferentes. Se presenta la clásica división entre departamentos, entre hombres y mujeres y entre novatos y veteranos, pero, también, entre intereses sociales, ideológicos y de medios compartidos. Por eso, las lealtades se expresan en las redes sociales establecidas, con sus códigos, normas, interpretaciones y acuerdos institucionales, que sustentan la política de lo que sucede y de lo que puede suceder. Se entremezcla lo laboral y formal con lo personal e informal para decidir acuerdos de trabajo y encuentros dentro y fuera del centro.

El poder en la toma de decisiones en una organización se analiza, a menudo, desde dos dimensiones: la autoridad y la influencia (Conway, 1986:213). La autoridad es el derecho a tomar la decisión final, mientras que la influencia consiste en intentar persuadir a aquellos que tienen autoridad para tomar decisiones de algún tipo. La autoridad, relacionada tradicionalmente con el poder, es estática, se basa en la posición o rol que se ocupa dentro de la jerarquía formal, mientras que la influencia es dinámica, más informal, y se puede basar en el conocimiento experto, en la posesión de información valiosa o en otros recursos que uno puede usar para intercambiar con quienes deciden. Es multidireccional. La determinación de quién tiene la autoridad para tomar la decisión final es un tema estructural y normativo, y está determinado por el entorno institucional y organizativo. Sin embargo, la autoridad no cubre todas las contingencias. En el mundo de la racionalidad limitada, la existencia de la incertidumbre se convierte en un espacio de lucha entre los que tienen poder y los que tienen influencia. El conflicto se entabla entre ambos grupos, al igual que puede enfrentar a grupos con autoridad o a grupos con influencia respectivamente.

La característica que distingue las relaciones de poder en la escuela está configurada por la compenetración con la autoridad e influencia del director y la influencia de los profesores. No hay que ignorar que, en una organización, individuos con poca autoridad pueden tener una considerable influencia, porque tienen acceso a la información, a los recursos o a las tareas clave. La influencia del personal de administración, y fundamentalmente de los conserjes o bedeles de los centros escolares, es reconocida por el resto de los miembros de la organización, como también se reconoce la influencia que recibe quien, aún teniendo poder o prestigio, depende afectivamente de otra u otras personas; es lo que Morgan (1986) identifica como el «poder detrás del poder».

Las ancestrales formas de autoridad están en declive, y ahora se habla de «crisis de autoridad», de disminución de los desequilibrios de poder y de necesidad de consenso.

Las relaciones de poder a menudo no se juegan en la arena política observable, son invisibles y por eso ha sido difícil conseguir una fundamentación empírica de las políticas educativas desde una perspectiva crítica. Incluso como Anderson argumenta (1990:45), ni siquiera en el campo de la ciencia política existe un acuerdo general sobre lo que constituye el ejercicio del poder, de hecho, y cómo podría ser estudiado. La incapacidad para observar y poder medir sus componentes deriva de su significado social, no de lo que es sino de lo que no es, de aquellos asuntos que se mantienen fuera de la agenda política, sobre lo que se excluye y sobre lo que no se puede adoptar decisiones.

6. El control de los directores en la escena micropolítica 6.El control de los directores en la escena micropolítica

La autoridad del director tiene un claro origen estructural y en el extremo de la expresión de esa autoridad se encuentra la coerción, aunque los profesores tienen modos de compensar con su influencia el poder potencialmente coercitivo de un director; por ejemplo, iniciar procedimientos legales de sanción (hecho que raramente ocurre, pero que permanece de modo latente), como un recurso en las relaciones escolares, y que en el caso de que se produjera sería visto como una falta de habilidad de liderazgo.

La crítica de Ball sobre el modo en que algunos directores dirigen las escuelas como si realmente todos sus miembros participaran en ellas, es concluyente. El control, en sentido general, considerando la organización como un todo, adopta en la práctica formas democráticas, burocráticas y oligárquicas. Pero tales categorías están sujetas a negociaciones, disputas y renegociaciones. En la práctica, la naturaleza del control proporciona visiones contradictorias porque en unas ocasiones el control del director es férreo y en otras es limado por las resistencias y por la intervención de los profesores, de los padres o de los administradores del sistema educativo. Lo mismo ocurre con la lucha por el poder o por un mayor status entre los departamentos e incluso entre materias dentro de ellos. Los límites varían según las escuelas y los asuntos en conflicto frente a las representaciones, influencias o poder que poseen los actores.

Los resultados de la investigación muestran la indiferencia, si no la oposición, de los profesores a la participación de otros actores de la comunidad en la política del centro (Conway, 1986; Fernandéz Enguita, 1992 y 1993; Bardisa, 1995; Santos Guerra, 1997). El mayor índice de participación en las decisiones corresponde a los profesores, los cuales se quejan tanto de la autoridad y control creciente concedido a los directores e inspectores como del concedido a padres, alumnos y otros miembros de la comunidad.

Pero los actores responsables de la escuela no son sólo quienes realizan la función directiva, sino también quienes tienen otro tipo de responsabilidades en ella. Las decisiones no las toma de modo exclusivo quien la dirige. La dirección coordina la acción de sus miembros para dar identidad a la organización, que posee una cultura propia, y que otorga significados y creencias a sus modos de actuar. El papel del director no es el de mantener el sistema sino el de facilitar el desarrollo profesional de quienes trabajan en la escuela y de quienes van a ella para educarse como «clientes».

Por eso, frente a modelos funcionalistas, la dirección no se agota en el desarrollo de competencias técnicas, sino en las capacidades con las que ejerce su relación y comparte los significados que sobre sí misma y sobre la cultura institucional otorgan los demás miembros de la organización.

6.1. El director entre las dos orillas: un equilibrio inestable

Existe una tendencia que trata de describir al director como si fuera un gestor más que a contemplarlo como un miembro que interviene en la educación que se imparte en «su» organización. El papel del director puede definirse en la práctica entre dos extremos: líder carismático ante sus colegas y «pringado» de turno («mandado» de y por la Administración educativa). Se encuentran en la tesitura de mantener un difícil equilibrio entre la responsabilidad atribuida (interna y externamente) y las expectativas de colegialidad. En este sentido se pueden señalar tres aspectos importantes respecto a la compleja situación que viven los directores y profesores en las escuelas.

Las escuelas públicas son parte de un complejo sistema de gobierno en el que los directores están subordinados a un sistema de control jerárquico. Como gestores intermedios deben responder a sus administradores superiores, pero dado que los límites escolares se han ampliado, deben responder también y rendir cuentas ante los padres como clientes y ante otros sectores sociales. De ahí que, a menudo, los directores se enfrenten con «el intento de satisfacer imperativos políticos y administrativos simultáneamente» (Bacharach, 1981:4).

Por otra parte, las administraciones de los sistemas educativos han considerado, en líneas generales, que el director escolar tiene la autoridad en el interior del centro, que le viene dada por el cargo. Debe velar por el buen funcionamiento de la institución, sobre todo por la ejecución de las disposiciones normativas, y le corresponde ejercer el poder y el control de la organización de modo unipersonal. En resumen, se considera que es el «responsable» de la escuela. Sin embargo, el discurso político aboga también por el trabajo colegiado, y encomienda a los profesores que diseñen el proyecto educativo de centro y la parte de currículo que les corresponde a partir de los mínimos dictados por la Administración. Esta dualidad presupone que se produce una identificación en los planteamientos entre directivos y Administración, que las resistencias por parte de profesores y directores (generalmente docentes también) son inexistentes, que, a su vez, los enfoques dictados son asumidos por ambos grupos sin que sean previsibles disensiones entre ellos en el propio centro, y que las discrepancias, si aparecieran, se resolverían en términos exclusivamente técnicos porque el director, en todo caso, las limaría con su papel de autoridad y de coordinador negociando las diferencias, como si fuera algo sencillo resolver los conflictos intraorganizativos.

En la práctica, otro asunto complejo que afecta a los directores es el de resolver las recomendaciones de la Administración respecto a «la asistencia de los profesores interesados en las actividades de formación», porque tal decisión choca con la dificultad inmediata de sustituir a los profesores que reciben «el permiso» y con las quejas de padres y alumnos ante la ausencia de los profesores. Los cambios de horarios y las sustituciones son frecuentes en los centros de gran tamaño, no sólo por la razón anterior sino por otras como, por ejemplo, las bajas por enfermedad. Otro problema que afecta al equilibrio cotidiano del centro es la presencia de interinos (que tardan años en lograr una plaza definitiva «deambulando» por diferentes centros), y que saben que su «pertenencia» o identificación con la institución es coyuntural. ¿Cómo atender a los intereses de los distintos actores y mantener al mismo tiempo el control de la organización?

En la práctica, un elemento más se añade al difícil equilibrio del director: la falta de costumbre en los profesores de rendir cuentas de su trabajo. Este hecho se enfrenta al derecho de los administradores públicos de controlar el servicio educativo prestado a la sociedad. El director, a pesar de que en general está más volcado hacia lo periférico que a lo nuclear, se encuentra, a su vez, con las resistencias o con el rechazo directo de los profesores que entienden que ejercer algún control sobre su trabajo afecta a su autonomía profesional. El director que trata de «ejercer su autoridad» es percibido más como una mano prolongada de la Administración en defensa de sus intereses, que como un colega que facilita y refuerza el trabajo en la organización y se coloca al lado de las demandas de los profesores:

«La situación ambivalente en la que desarrollan su actividad es generadora de problemas y tensiones. El director recibe, al menos en teoría, una doble legitimidad: por una parte representa a la Administración, que es quien lo nombra, y por lo tanto lo hace representante de sus intereses, y por otra, representa los intereses de la comunidad ante esa Administración» (Bardisa, 1994:67).

Las exigencias de públicos diferentes pueden ser distintas y hasta contradictorias, igual que lo son las que proceden, a veces, de la propia Administración, cuyas demandas burocráticas paralizan más que animan a mejorar la calidad de las instituciones.

Las metáforas empleadas por directores y profesores en una reciente investigación (Bardisa y col., 1994) sobre dirección escolar, muestran la representación que tienen sobre el papel que desempeñan los directores: «lacayo al servicio de la Administración», «apaga fuegos», «sparring», «vela que soporta tempestades», «muro de las lamentaciones», etc., imágenes con las que describen al director, que aparece como «víctima propiciatoria» sobre la que recae todo tipo de conflictos.

Por otra parte, entre director y profesores se establece un pacto tácito o «perverso» de no control. Los profesores se refugian en el trabajo del aula sin inmiscuirse en la actividad directiva, para que, a su vez, los directores dirijan la institución evitando el control de los docentes. Ambas posiciones legitiman espacios de poder claramente diferenciados en aras de una autonomía «concedida» por los directores, que puede ser retirada ante la aparición de intereses en conflicto. Este modo de actuar produce una sensación de autonomía en el profesorado cuando en realidad se le está hurtando la participación en los asuntos generales del centro, mientras que al director se le está «impidiendo» colaborar en la mejora institucional, que pasa por el conocimiento de cómo trabaja el currículo del centro:

«El tiempo de los administradores no se empleaba en el desarrollo de programas, coordinación, supervisión o evaluación. Esto conducía a que no sólo los administradores valoraran más a aquellos profesores que ‘conviven con los niños’ y así no agobian en el despacho con problemas adicionales, sino que cada profesor era más o menos dejado con sus propios recursos ...» (Cusick, 1981:121).

Los directores son considerados también como mediadores entre administradores y electores (en los casos en que se accede al cargo por elección democrática). Están en medio de la jerarquía organizativa y en medio del entorno político. Por eso, indica Goldring (1993:95), el concepto de gestor intermedio resulta particularmente útil para investigar las relaciones tripartitas entre directores, administradores de nivel superior y padres. Igualmente válido sería para el análisis micropolítico, desde nuestro punto de vista, añadir otros actores de la comunidad escolar, ya sean profesores, alumnos u otros grupos sociales. En cualquier caso, estas relaciones pueden ser complejas por las diferentes conductas esperadas por cada grupo, y aún dentro de ellas, y por las expectativas que tales conductas crean.

El análisis micropolítico proporciona las claves para interpretar las razones por las que los profesores, en países como España, no desean ser directores (Bardisa, 1993; 1995). Las múltiples y diversificadas demandas que se realizan a las escuelas (la presión de las reformas educativas en marcha, la complejidad de las tareas encomendadas, el celularismo como práctica profesional, la insularidad de la dirección, la incertidumbre y ambigüedad entre fines y resultados, las luchas por el poder interno, las presiones externas por una mayor calidad), todo ello unido a la débil articulación de sus estructuras, permite hablar del estado de turbulencia en el que se hallan las escuelas, e inhibe al profesorado a plantearse la posibilidad de asumir la dirección (Bardisa, 1994). En el centro de dicha turbulencia se encuentra el director, que se siente poco apoyado, recibe escasos incentivos, y, a cambio, soporta numerosas responsabilidades y críticas.

Profesores y directores afirman que su trabajo ha cambiado mucho en las últimas décadas, que están sobrecargados de trabajo, que las expectativas se han intensificado, que sus obligaciones son más difusas, y el control y petición de cuentas de padres y Administración es mayor (Fullan y Hargreaves, 1992:8). Consideran que están envueltos en un discurso recurrente acerca de la inadecuación de su bagaje profesional, lo que les hace vulnerables a cualquier propuesta de reforma, minando su motivación y credibilidad. La insistencia en las críticas, seguidas de numerosas reformas en distintos países desde los años cincuenta (sin haber evaluado en numerosas ocasiones los logros de las anteriores), les hace sentir que su trabajo y su esfuerzo son, a pesar del cambio respecto de los modos de concebir la escuela, las relaciones de trabajo, el currículo y la metodología, un fracaso desde el punto de vista profesional.

La llegada de numerosos especialistas, consejeros, orientadores, asesores, etc., para tratar el problema de sobrecarga de trabajo y de especialización, dificulta aún más la posibilidad de una planificación coherente, porque la fragmenta, incrementa las reuniones de trabajo en condiciones de carencia, y exige una dedicación «voluntarista» que excede a lo que entienden como estrictamente profesional.

La edad, el sexo, la situación administrativa en la carrera y las experiencias vividas, son factores personales que afectan al interés y a la motivación, y que hacen reaccionar a los profesores de modo diferente ante propuestas de mejora. Por eso se comete un error cuando al intentar, por ejemplo, incorporar nuevas metodologías, se trata a los profesores como si constituyeran un grupo homogéneo.

El director, como símbolo colaborativo, es uno de los elementos clave para formar y reformar; el peligro estriba en la manipulación y en la pasividad de los profesores aceptando la propia visión del director. Expresiones como «mis profesores», «mi escuela», indican una concepción patrimonialista que es personal más que colectiva, impuesta más que ganada, y jerárquica más que democrática, en la que la colaboración llega a convertirse en cooptación. El director pierde la posibilidad de aprender de los otros y de construir con ellos un proyecto educativo, aunque su articulación pueda producir conflictos.

Cuando los directores al compartir el control se sienten vulnerables, buscan modos de implicar a quienes manifiestan resistencias u oposición para lograr la integración de todos los miembros de la organización. Muchas escuelas y sistemas educativos buscan involucrar más a los profesores en la vida y en el trabajo de la escuela fuera del aula para darles más responsabilidad en las políticas y prácticas que se creen en la escuela.

7. La falacia de definir al centro como una comunidad escolar: la ausencia de participación de los actores

La escuela está compuesta de una serie de interacciones segmentadas de grupos unidos por intereses comunes, proyectos, deportes, actividades organizadas no excluyentes y voluntarias, lo que constituye un tipo de redes que debería dar identidad a la institución y una cultura particular diferenciadora. La realidad muestra el difícil acoplamiento y la lucha de intereses diversos, y, a veces, enfrentados.

En numerosos informes que tratan el modo en que deben aplicarse las reformas se insiste, cada vez más, en la necesidad de realizar esfuerzos para implicar no sólo a los profesores sino también a los alumnos, padres y otros actores sociales interesados en el funcionamiento de las escuelas. Sin embargo, las estructuras jerárquicas con las que se dirigen la mayoría de ellas, el uso diferente de espacios y tiempos en la jornada escolar, las distantes relaciones entre los diferentes estamentos, impiden que tal participación se incremente.

Los discursos sobre la implicación de la comunidad en las decisiones que se adoptan en el centro no dejan de ser, en la práctica, mera retórica, mera declaración de intenciones, que caminan sigilosamente por los centros y no acaban de convertirse en una práctica cotidianamente asumida. En otras ocasiones, ya se ha señalado (Gil y Villa, 1992; Fernández Enguita, 1993; Velázquez, 1994; Bardisa, 1995, 1996; Santos Guerra, 1997b) que traspasar el umbral de la institución escolar en términos de implicación/intervención es obra de titanes.

La libertad y autonomía de los profesores para planificar y desarrollar su trabajo ha sido enorme en el caso español, no tanto como resultado de una conquista profesional como por la tradicional dejación social y la indiferencia de los responsables políticos hasta la Reforma de 1970 (Ortega y Velasco, 1991:196). Esta afirmación puede hacerse extensiva a numerosos países en los que la supervisión asume un papel burocrático más que de servicio y apoyo, y en los que la dirección adopta un marcado carácter administrativista. La presencia de actores sociales, externos e incluso internos, que valoren o participen colaborativamente en el trabajo institucional es poco frecuente, y, en ocasiones, poco deseada.

Veamos de qué forma se establecen las relaciones y la colaboración entre los distintos miembros de la comunidad escolar.

7.1. Los padres ¿meros convidados de piedra?

La bibliografía sobre la participación de los padres en la marcha del centro recoge las dificultades que estos encuentran para ser realmente representantes, dada la heterogeneidad y dispersión en la que se encuentran y la dificultad de articulación entre ellos. Resulta difícil abordar una campaña electoral y encontrar candidatos. Las sucesivas elecciones escolares en España muestran la tendencia a disminuir la presencia de alumnos y de padres, sobre todo en la enseñanza secundaria pública, que está por debajo de la media del censo electoral (Gil y Villa, 1995:133). Acceden a la información pero tienen problemas para ser aceptados y escuchados en los órganos colegiados.

El claustro de profesores es la guardia pretoriana; sus reticencias ante la presencia de los padres es evidente. Los profesores afirman que su presencia es inútil porque no saben, es decir, porque carecen del conocimiento experto que ellos poseen como profesionales de la enseñanza (y aunque los padres lo tuvieran, como a veces ocurre, sus opiniones serían vistas más como una fiscalización o reto que como una ayuda desinteresada) y los padres cuestionan, ¡aquellos que se atreven!, cosas que según los profesores son poco pertinentes:

«Existe un modelo elitista de profesionalidad docente que acentúa las diferencias de status y la distancia respecto a los clientes, el cual ve en la participación de los padres y estudiantes una amenaza al ejercicio profesional» (San Fabián, 1992:91).

Estamos de acuerdo con San Fabián cuando, al criticar este modelo elitista, considera que la escuela debe ser un lugar de debate público en el que sea posible el ejercicio de una democracia crítica, porque democratizar los centros y profesionalizar la enseñanza son procesos compatibles.

En este sentido, la relación queda definida en los límites de la relación «pseudo-didáctica»; todo el conocimiento experto de la disciplina académica queda expresado por parte del docente en términos técnicos o simplistas, reducidos a descripciones personales y vagas —«su hijo/a no sabe, o no estudia»— y no en argumentos aprehensibles que expliquen y sirvan de ayuda para la mejora del conocimiento del estudiante, y menos aún del papel que desempeña el hijo en la institución entendida como un todo. En el intercambio, el centro como institución, y sobre todo su organización, «no existe», así como tampoco el contexto, ni los grupos que interaccionan, ni los medios de que dispone el centro, etc.; todo ello se ignora. El análisis se circunscribe casi de forma exclusiva a las relaciones en el aula y al «buen/mal» comportamiento del hijo/a en ella.

Otro tipo de relación que trasciende el ámbito del aula para introducirse en la gestión y gobierno del centro es de carácter representativo en los consejos escolares o comités. Los padres se sienten «convidados de piedra», igual que los alumnos, en una ceremonia pseudoparticipativa cuyo orden del día ha sido prácticamente negociado con antelación a las reuniones por el equipo directivo, y, en todo caso, por un comité de profesores. Las convocatorias suelen producirse en un horario que favorece a los docentes pero no a los padres que trabajan. Los contenidos y las estrategias de los profesores, incluido el equipo directivo, son definidos de antemano, de tal modo que las reuniones de la «comunidad» se convierten en situaciones ritualistas y símbólicas, vacías de significado, rutinarias y aburridas. La comunidad no es «legitimada» por quienes ejercen el poder en el centro, no se entabla un debate sobre «lo educativo», puesto que las reuniones se dedican a temas que tienen que ver con las atribuciones otorgadas por la Ley, que son las que menos tienen que ver con el desarrollo de la autonomía institucional. El tiempo que se dedica a las reuniones no permite afrontar los asuntos con profundidad. No se plantea y menos aún se desarrolla un trabajo cooperativo.

A los padres se les recuerda con excesiva frecuencia su desconocimiento acerca del funcionamiento del centro, de las competencias legales atribuidas a cada estamento, de las normas dictadas por la Administración o de las que se han elaborado para el centro, y, en general, se les persuade para que no rompan la «buena armonía reinante» ni la cultura tradicional del centro.

Los padres, ante el muro en el que puede leerse «nosotros somos quienes tenemos el conocimiento experto, la experiencia y el poder», generalmente renuncian a mantener un enfrentamiento directo o una actitud crítica para plantear o reivindicar un cambio en las relaciones entre los distintos sectores, o una mejora en las prácticas de los docentes o de la dirección.

Los resultados del estudio realizado por Goldring (1993:113) muestran la importancia de las relaciones entre directores y padres desde una perspectiva política de la organización escolar. Desde su punto de vista, no es suficiente hablar de ámbitos de implicación sino del modo en el que los padres están organizados dentro de los centros. Señala, además, que existen dos dimensiones importantes en los grupos de padres que explican su compromiso con la práctica: la amplitud con la que trabajan en los grupos formales y el grado de representación respecto al resto de padres.

El alcance de la participación de los padres es un reflejo de su clase social, raza y grupo étnico. Wilcox explica claramente el carácter de estas relaciones:

«Aparentemente los profesores y los administradores tienden a temer la intrusión de los padres en el dominio de la escuela, previendo sus interferencias, sus críticas y su hostilidad. Tienden a dar la bienvenida sólo a los padres y a las asociaciones de padres que les ayudan directamente. El poder social y el status de algunos grupos de padres facilita su penetración a través de los muros de la escuela, hayan sido invitados o no, para conseguir que sus quejas sean oídas. Dado que las necesidades de los padres y los hijos de la clase baja y de las minorías tienden a estar menos atendidas por parte de la escuela y requieren un cambio sustancial, esta dinámica funciona doblemente para retardar el cambio: la crítica que puede apuntar a la necesidad del cambio se ve impedida por la junta directiva, y los que tienen más necesidad de cambio desisten de su intento» (Wilcox, 1994:114).

7.2. La cultura del individualismo docente

Podríamos pensar que los padres son de alguna forma excluidos de las decisiones de la institución, pero que, en cambio, los profesores están fuertemente involucrados en ella. Los datos nos muestran que también los profesores, aunque por otras razones, son excluidos o se autoexcluyen de numerosas decisiones políticas que afectan al centro.

Los profesores limitan su identidad profesional al trabajo que realizan en el aula, sanctasanctorum donde ejercen un poder casi absoluto sobre la enseñanza que imparten; esta autonomía se extiende también a la relación con los alumnos, e incluso frente a otros colegas de departamento y de claustro: «La educación está entre las últimas vocaciones en las que es legítimo todavía trabajar uno mismo en un espacio seguro contra los invasores» (Rudduck, 1991:31). La comunidad está fuera del centro, y, por supuesto, fuera del aula. Es ese modo de ejercer la privacidad de la profesión lo que da entidad a los docentes. El centro se convierte en reino de taifas. No aglutina el contexto (tan revalorizado en los discursos de los últimos tiempos), ni los objetivos supuestamente concertados recogidos en el proyecto de centro, ni el tipo de alumnos que acude a la institución. El director, por otra parte, desea la integración como adhesión a las políticas defendidas por la dirección, sin renunciar al dominio con el que desea ejercer el control del cual depende la «estabilidad» de la organización. Entre ambas posiciones, que guardan estrecha relación con los estilos de liderazgo desempeñados por los directores, transcurre la lucha por la autonomía de los docentes.

El celularismo, ese conjunto independiente de aulas que aparentemente dan sentido a las organizaciones escolares, va asociado a la incertidumbre, y, ambos, aislamiento e incertidumbre, a aprender poco unos colegas de otros2.

La dispersión se produce por asociación cercana con alguno de los colegas, formando grupos separados y a veces compitiendo entre ellos. Generalmente, son grupos que trabajan de forma próxima y cotidiana, gastan más tiempo y se socializan a menudo en la sala de profesores. Los grupos se forman no sólo entre los conservadores sino también entre los innovadores. Es una característica de la cultura de los centros de secundaria por su estructura departamental, aunque también se produce entre los grupos de infantil y primaria en los centros donde se imparten ambos niveles.

La estructura departamental no es otra cosa que una confederación desarticulada que existe para ordenar y distribuir suministros y asignar las clases. Los profesores estudiados por Cusick (1981:121) después de que se les diera el programa con el que impartir las asignaturas en clase, eran libres de desarrollar el modelo de acomodación y enfoque del currículo que quisieran, fruto de su propia experiencia y egocentrismo dentro o fuera de la escuela. No había un currículo fijo y las opciones eran múltiples, así como las metodologías. Cualquier cambio o innovación era considerado como propuesta individual, siguiendo su propia predilección no condicionada por la estructura. Más allá de las materias básicas, que los profesores enfocaban también libremente y con poca supervisión y orientación colegiada, el currículo era una compilación de los diversos esfuerzos individuales de todos los profesores. Si un profesor no quería cambiar algo, ni el comité de currículo ni el equipo directivo hacían nada por evitarlo. Otra razón que explicaba la diversidad de actuación era la falta de coordinación, control, supervisión y normalización. En ninguna de las escuelas hubo un esfuerzo común para formular un enfoque uniforme de la enseñanza, un modo general de relacionarse con los alumnos, o alguna opinión respecto a las conductas aceptables o rechazables de alumnos y profesores.

La mayoría de profesores y directores está tan alejada profesionalmente en sus mismos lugares de trabajo, que se olvidan unos de otros. Muchas veces no reconocen, apoyan ni alaban los esfuerzos de los demás. Fuertes normas de confianza pueden producir a menudo reacciones contrarias al éxito de un profesor. De cualquier modo, la necesidad de romper las paredes de la privacidad en las escuelas parece necesaria:

«Cuando los profesores tienen miedo de compartir sus ideas y éxitos por temor de ser vistos alabando sus propios actos; cuando los profesores rechazan decir a otros una idea nueva sobre la base de que otros puedan robársela o sacar crédito (o sobre la creencia de que otros deben pasar por el mismo proceso de sufrimiento que ellos); cuando los profesores, jóvenes o viejos, tienen miedo de pedir ayuda porque pueden ser percibidos como menos competentes; cuando un profesor emplea año tras año el mismo enfoque.... todas esas tendencias apuntalan las paredes de la privacidad. Limita el desarrollo y progreso, fundamentalmente, porque limita el acceso a ideas y prácticas que pueden ofrecer mejores modos de hacer las cosas. Institucionalizan el conservadurismo» (Fullan y Hargreaves, 1992:55).

Una de las razones que explican el individualismo de los profesores tiene que ver con la imposibilidad de responder a las expectativas puestas en un trabajo con límites pobremente definidos. En los últimos años, en casi todos los sistemas educativos se han ampliado las atribuciones y responsabilidades concedidas a los profesores: integrar a alumnos con necesidades educativas especiales, trabajar con alumnos de distintas etnias, lenguas y religiones, hacer frente a una cantidad creciente de trabajo social y ocuparse de toda la preparación de documentación y trámites burocráticos que entraña la nueva perspectiva curricular. Pero, curiosamente, se dice que ha disminuido la posibilidad de desarrollo profesional por la hiperregulación a la que están sometidos, mientras que, por otra parte, se afirma que aumenta el trabajo colaborativo para compensar el estrés de los colegas y no porque se produzca una respuesta ante la presión legislativa. Ese trabajo colaborativo se mantiene dentro de los espacios pedagógicos y curriculares pero no alcanza a los políticos, y menos desde que el enfoque del management, un claro modelo de mercado, ha irrumpido con fuerza en las escuelas.

Sin embargo, individualismo y colegialidad no son incompatibles si el trabajo se dirige hacia la mejora de la escuela. Lo que ocurre es que la organización de la escuela proporciona muchas oportunidades para inhibirse o extender la colaboración, y este último modelo requiere una programación horaria. Es necesario proporcionar tiempo para la planificación colaborativa durante el trabajo diario, un horario para los alumnos que facilite trabajar juntos a los profesores, encuentros para tratar el currículo, etc., y, por lo tanto, alterar la organización de la escuela para acomodarla a la finalidad colaborativa.

En definitiva, el trabajo de los profesores con tan marcado carácter de insularidad y de falta de coordinación no permite una visión colegiada en la que los fines educativos, la selección del currículo y la organización sean el trípode sobre el que se asiente el centro. No hay, por lo tanto. una comunidad interna que se refleje, a su vez, en la externa, con las denominadas señas de identidad. El director, desde este modelo, dirige los espacios externos a las aulas. Toma decisiones sobre aspectos considerados periféricos: comedor, transporte, actividades extracurriculares en las que, curiosamente, sí opinan y deciden los padres, sobre todo si su asociación es quien las financia.

Además, quienes no forman parte del equipo directivo se sienten excluidos de los aspectos importantes de la toma de decisiones. Construir el consenso significa proponer actividades, poder contratar profesores con valores comunes, un ideal de tiempo y esfuerzo, y quizás un entorno menos diverso.

Una estrategia radical, cuando las estructuras impiden tal cambio, consiste en establecer nuevos roles o responsabilidades entre los miembros de la organización.

7.3. Pseudoparticipación docente y ausencia de identificación con el centro escolar

La lucha entre autonomía y control hunde sus raíces, en una perspectiva negativa, en el individualismo eufemísticamente reivindicado como «libertad de cátedra» (pertinente cuando la libertad de expresión es impedida o cercenada), y, en una perspectiva más optimista, en el desarrollo profesional que conduce a la innovación crítica. Los profesores valoran su autonomía y renuncian a ella con desgana. La autonomía estructural puede ir asociada a la denominada autonomía conceptual, es decir, una posición individualista ante un conjunto de creencias sobre la enseñanza que puede ser ampliamente intuitivo, y una forma limitada de profesionalidad. Pero, como explicábamos antes, esa autonomía «concedida» por la dirección suele ser una trampa sutil en la que pueden caer los docentes, quienes afirman satisfechos: «en mi aula no se mete nadie; nadie me dice lo que tengo que hacer; nadie controla lo que hago; tengo autonomía», sin darse cuenta que tal actitud autocomplaciente les impide participar en las decisiones globales y en el control del gobierno del centro.

Al mismo tiempo, puede darse el caso contrario: que los profesores deseen participar en la definición institucional de la escuela, produciéndose así un equilibrio entre autonomía y control y un punto de equilibrio en un sistema débilmente articulado, que, como contrapartida, relacione el trabajo profesional en el aula con los fines colectivos de la escuela (Hoyle, 1986:120). También pueden desear alterar las relaciones sociales en su interior, lo que dependerá del grado de cohesión de quienes se enfrenten al poder jerárquico establecido.

Un cierto riesgo se produce cuando los directores definen en solitario las metas del centro, porque puede entenderse como una amenaza para el profesor individual y porque, salvo que posea un carisma especial (cosa que raramente acontece) con el que atraiga a la comunidad hacia sus grandiosos planteamientos, los demás miembros de la comunidad pueden defenderse contra ellos con la crítica, y, a menudo, con el humor y la ridiculización.

Aunque es notoria la resistencia de los profesores a la articulación de la identidad y de los fines de la institución, no es menos cierto que los profesores se quejan de la falta de acuerdo sobre un conjunto de objetivos de la escuela, tal y como señala Nias (1986:259) en su investigación sobre escuelas primarias. Un director se puede describir como líder cuando, para realizar una buena administración, propone los objetivos de la escuela recogiendo las aspiraciones individuales de la dirección. Frente a la creencia común de que los profesores desean un director que les deje actuar con total autonomía, Nias encuentra que los directores pasivos o conservadores causan más insatisfacción en el trabajo de los profesores por el aislamiento institucional que supone no participar en objetivos comunes. Los profesores reconocieron que contribuían poco o nada en la escuela como conjunto y tampoco al desarrollo de sus colegas (Nias, 1986:272). Los profesores pueden identificarse con la escuela como un todo en un nivel simbólico, lo que es bastante distinto de una identificación más específica de la escuela como organización.

La dificultad para definir los fines institucionales estriba en que algunas de las tareas escolares vienen impuestas por fuerzas externas, pero también porque, aunque hay un ámbito para identificar los fines propios, resulta difícil al tener que estar vinculada con los objetivos, que son diversos, difusos o ambiguos, diseñados para un plazo largo y no fácilmente evaluables. Además, la complejidad, de las relaciones sociales que se establecen en el interior de la escuela nos muestra el carácter individual de cada una, a pesar de la aparente uniformidad con que son tratadas en la investigación de corte positivista. Esta elude la producción cultural que cada individuo o grupo aporta a la escuela, e ignora los procesos que se originan en el propio contexto, fruto de sus interacciones internas y externas.

Otra ocupación externa afecta también al currículo y al sentimiento de identidad o pertenencia. Que algunos profesores dediquen tiempo a otro trabajo en su período laboral demuestra la potencial libertad de que gozan, libertad para sus clases sin interferencias de compañeros o de supervisores (Cusick, 1981:124). El mismo hecho de impartir clase en varios centros escolares impide, no ya un trabajo colegiado, sino desarrollar sentimientos de pertenencia y de identificación institucional con alguno de ellos.

7.4. Las voces silenciadas de los alumnos

Podemos preguntarnos si los centros educativos son organizaciones en las que los alumnos aprenden a ejercer el derecho y la responsabilidad que requiere la participación en las decisiones que les incumben, y si en tales instituciones encuentran el clima, el tiempo y el espacio adecuados para ejercerlos: «Una cosa son los fines que el sistema social marca para la escuela y otra, a veces bien distinta, los efectos que esta escuela tiene sobre los sujetos a los que debe socializar» (Rivas, 1992:79).

«¿Proporciona la educación los conocimientos y la experiencia vivida para poder enjuiciar los acontecimientos políticos, sociales y culturales, etc., y, en consecuencia, decidir sobre temas de su comunidad?» (de Puelles, 1986:456).

Los valores que los alumnos aprenden en la escuela a través de las relaciones en el aula podrían ayudarles a comprender y a actuar desde una perspectiva participativa. Pero, en general, las prácticas del aula no la propician. Los alumnos siguen en los centros escolares tres procesos diferentes, como ya hemos explicado en otras ocasiones (Bardisa, 1995):

Desde la perspectiva política, se puede acceder al análisis de procesos importantes que ocurren en la vida del aula. Así, conceptos como poder, autoridad, influencia, competencia, etc., actúan como mecanismos de organización y regulación de las relaciones sociales entre los alumnos y entre éstos y los profesores. Mediante la acción política se intenta regular las relaciones de poder, y este queda mediatizado por la cultura que impera en el aula y en la institución. El profesor se sitúa en la disyuntiva de mantener el orden y la disciplina mediante la «distancia social», por un lado, y, por otro, la motivación mediante el «acercamiento afectivo» (Rivas, 1992:131).

Pero aquí volvemos a encontrarnos con el discurso del deseo y con las prácticas que lo contradicen. La realidad permite preguntarnos lo siguiente: ¿Resulta cínico hablar de educación para la convivencia si ésta queda reducida a una enseñanza teórica que los alumnos no reconocen como práctica cotidiana en el centro? ¿Cómo puede explicarse el alumno que la escuela separe el pensamiento conceptual, que se le presenta como parte de su formación, de la puesta en práctica de esos mismos principios? ¿Son sus voces silenciadas? O, peor aún, ¿cómo, qué, ante quién y cuándo pueden hablar? ¿Sobre qué ideas, cosas, relaciones...pueden opinar, proponer, criticar, reclamar, rechazar...?

A través de su propia interacción, los alumnos construyen valores, modos de comportamiento, roles propios de su sistema social, tipos de liderazgo, etc., al margen o a partir de la normativa formal de la institución. Elaboran una estructura de significados, un sistema de códigos y señales no siempre reconocibles por los profesores. «Establecen sus propios tipos de liderazgo, sus propios héroes y heroínas, así como los mitos y leyendas que establecen patrones de actuación cultural en el aula» (Rivas, 1992:133), y, desde nuestra perspectiva y por extensión, en el conjunto de la escuela.

A pesar de que formal y jurídicamente los alumnos tienen diferentes vías para intervenir en las actividades del centro, la realidad, analizada por Fernández Enguita (1992; 1993) y por Velázquez (1994), muestra que los representantes, los delegados y miembros de los consejos escolares españoles ejercen sus derechos de forma vicaria:

«La representación e intermediación ejercidas por los delegados se constituyen como alternativas a la formulación directa de opciones por el colectivo a los distintos subcolectivos de alumnos y su negociación directa con los otros estamentos» (Fernández Enguita, 1992:89).

Los problemas y reivindicaciones que plantean los alumnos han de defenderse en los órganos colegiados, y estos se reúnen en intervalos excesivos de tiempo. Así, los temas se «pudren» en el olvido debido al tiempo transcurrido desde el momento que se originan hasta que llegan a la instancia prevista para su resolución. Además, como señala Fernández Enguita, quizás la cadena que se establece desde que surge el conflicto hasta que llega a donde se decide a actuar es frágil y cambiante (los alumnos comunican a los delegados de curso el asunto, «reformulan» las propuestas y las transmiten a los compañeros representantes en el consejo escolar). De este modo, los representantes carecen de legitimidad y de voz ante tales órganos.

Un problema añadido es que puedan realmente intervenir con «naturalidad» ante los demás miembros del consejo escolar si el talante de la relación diaria en aulas y pasillos no está imbuido de confianza y respeto mutuo.

Los alumnos, aunque se unan con los padres, siguen siendo minoría en el consejo escolar. La mayoría, en cambio, los profesores, delimita el terreno de juego y define las reglas ante la impotencia de los alumnos, menos versados en la dinámica de las reuniones formales y en el lenguaje empleado. Los profesores, con más experiencia y manejo del discurso y de las estrategias, dominan la escena y mantienen una actitud paternalista hacia ellos.

Tanto en la investigación de Velázquez (1994) como en el trabajo de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid y en el Informe del Consejo Escolar del Estado, se reconoce que el desinterés y la falta de asignación de responsabilidades específicas a los profesores para que fomenten y desarrollen actitudes participativas en los alumnos, ha permitido que este aspecto educativo quede a merced del voluntarismo y de la iniciativa individual de alumnos y profesores.

La ausencia de significado formativo y social de los actos formales de elección de los delegados y representantes se convierte en ritual vacío, en vez de formar parte de un proceso educativo previo en el que se presenten y debatan programas, se analicen los sistemas y reglas democráticos, se tome en cuenta el sentido de la participación, el papel de los representantes en los órganos de gobierno, etc. La ignorancia o ausencia de la cultura participativa conduce a los alumnos de secundaria a desconocer incluso a los compañeros que les representan.

Las asociaciones de alumnos, a las que en teoría corresponde animar a la participación, son irrelevantes, apenas influyen en el colectivo de alumnos, y, además, se encuentran con dificultades para funcionar.

Los hábitos participativos se enmarcan en la tolerancia, en el diálogo y la comprensión, en un proceso gradual continuo. Las propuestas realizadas por Gil Villa se dirigen a

«desbloquear la participación de los padres y de los alumnos causada por la hegemonía de los profesores fundamentalmente. Las soluciones pasan, por tanto, por el robustecimiento de las Asociaciones de padres y alumnos y por una información completa y profunda a estos dos colectivos a través de seminarios, charlas u otros tipos de campañas» (Gil Villa, 1995:152).

8. Estrategias micropolíticas

Ya hemos explicado que el poder en la escuela es visto como dominación y como algo desigualmente repartido. Hoyle (1986:126) define precisamente el concepto de micropolítica como «las estrategias por las cuales los individuos y grupos en contextos organizativos tratan de usar sus recursos de poder e influencia para conseguir sus intereses». Lo que más claramente distingue el dominio de la gestión son las estrategias empleadas en la organización escolar. Tienen más que ver con los intereses, no siempre explícitos, que mueven a la acción a los diferentes sectores de la escuela —«los jóvenes turcos», «la vieja guardia», «los barones», etc.—, que con los objetivos; más con las coaliciones que con los departamentos; más con la influencia que con la autoridad, y más con las estrategias que con los procedimientos (Hoyle, 1986:129).

El análisis micropolítico permite explicar cómo tales lógicas de funcionamiento son negociadas entre los grupos de interés que actúan dentro de las organizaciones. En la teoría del intercambio el director posee la posibilidad de repartir o no recursos con los demás miembros de la organización. Estrategias como «desplazamiento», «control de información», «control de reuniones», «dividir y hacer reglas», «reparto de recursos», «cooptar», son utilizadas como bienes de negociación para realizar los trueques. Si el director se sitúa en el centro de la actividad micropolítica, lo importante es conocer lo que promueve y lo que inhibe, lo que consensúa y lo que decide autocráticamente.

Los grupos pueden contar con estrategias o buscar coaligarse con uno o más grupos de interés, perdiendo quizá parte de su independencia y del planteamiento previamente deseado, para aumentar las posibilidades que la coalición presenta de lograr, al menos, algunas partes de la lógica de acción prevista. Por ejemplo, todos los profesores de matemáticas forman coalición con los de ciencias de una zona escolar para conseguir instrumentalizar una enseñanza técnica con ordenador (computador), o los directores lo hacen ante la Administración para reducir temporalmente la jornada escolar, o los padres para que se abra un centro en un barrio que carece de ese servicio público, o los alumnos para decidir las fechas de exámenes o cambiar los criterios de evaluación.

Un tema importante en los análisis micropolíticos sería especificar bajo qué condiciones los grupos actúan separadamente o forman coaliciones. Los grupos de interés con menor poder son más proclives a formar alianzas para tener la oportunidad de poder influir en la organización, aunque sea indirectamente.

El departamento, como núcleo de asignaturas afines, es el vehículo organizativo con mayor entidad curricular; es el centro de los intereses de grupo, sobre todo en la enseñanza secundaria, cuyos profesores han sido socializados en la jerarquía que se establece en función del prestigio de las propias disciplinas: letras, ciencias o ciencias sociales, etc. Los conflictos se plantean por la obtención de profesores, los horarios, los tiempos, los recursos y los espacios.

Ahora bien, un importante medio de coordinación y socialización como es el departamento, no va más allá de los pasillos del centro. El sentimiento de identidad es a veces más fuerte con el grupo de colegas que con el centro como totalidad. La estructura departamental es la arena de la interacción entre profesores, porque sus miembros comparten despachos, deciden las programaciones, los textos, los recursos, los horarios, la asignación de profesores a cursos y grupos de alumnos, y son la causa más fuerte de vínculo personal y profesional. Pero con límites definidos. El director del departamento no supervisa o evalúa ni es invitado a entrar en las aulas. No se aceptan abiertamente comentarios o críticas de otros estilos de enseñanza o elección de materiales, o enjuiciar otras opiniones sobre algún tema pedagógico. Hemos de reconocer que la puesta en práctica de las reformas propicia el debate, alienta a los profesores a hacer explícitos pensamientos y creencias latentes, a contrastar opiniones y propuestas de acción, a aclarar los principios, objetivos y criterios de evaluación y de promoción, los generales de centro y nivel, etc., que en ocasiones se dejaba al buen criterio individual no negociado. También la incorporación de servicios de apoyo externo e interno puede servir para articular los debates dentro de los departamentos.

Estas actividades, que tienen mayor tradición en los de primaria, están siendo un reto para los de secundaria, más conocedores de lo que se realiza en departamentos homólogos de otros centros e incluso de la universidad, que las que se llevan a cabo en el departamento vecino de otro campo de conocimiento en su propio centro. En cuanto a las relaciones personales, «casi nunca hablan con la mayoría de sus colegas y en muchos casos ni siquiera conocen sus nombres» (Siskin, 1991:141).

El prestigio, la influencia y el poder de los departamentos, cambia con las reformas educativas que modifican los currículos tradicionales. Los profesores con materias nuevas o desgajadas de otras, tardan en conseguir reconocimiento entre los colegas o son mirados con reticencia mientras logran consolidarse. Lo mismo ocurre cuando se intenta llevar a la práctica estudios interdisciplinares o contenidos transversales en el currículo, porque hay intereses en juego. Los cambios afectan a la micropolítica institucional. Los «barones» luchan por mantener el statu quo, y los innovadores por lograr un cambio o una innovación. También se mueve la correlación de fuerzas cuando materias como las lenguas clásicas casi desaparecen del currículo y los profesores se ven abocados a impartir «materias afines», de modo que puedan cumplir con el número de horas de docencia previsto, para las que en numerosas ocasiones no se sienten preparados. El prestigio del departamento o de las materias correspondientes, se tambalea, en no pocas ocasiones relegadas a optativas, mientras crece el de otras.

En estos casos los cambios proceden de fuerzas externas a la escuela y no de decisiones políticas en su interior, pero las relaciones entre los miembros de los departamentos se modifican por los cambios en horarios y en dotaciones.

La sala de profesores muestra otra imagen de las relaciones sociales y profesionales entre los profesores, así como de la estructura micropolítica de la escuela, y refleja la historia política de la institución, «las batallas perdidas, las ambiciones frustradas, las alianzas que se derrumbaron y las lealtades traicionadas» (Ball, 1989:212).

El cotilleo, el rumor y el humor son elementos «subversivos» utilizados entre bastidores, que mantienen o socavan el poder institucional y permiten que las redes sociales privilegien o excluyan a grupos o a individuos de la organización. Raramente se han estudiado, y, de hacerlo, ha sido con la consideración de rasgo residual en una categoría de análisis de lo informal.

Mediante el cotilleo sobre los alumnos, los profesores o el director, se mantiene el control social haciendo público lo privado, mientras sirve para preservar la imagen moral por medio del arbitraje de unos sobre otros. Cuando tiene que ver con los propios intereses, refuerza las divisiones y antagonismos y resquebraja las alianzas. Es imprevisible y difícil de combatir. El «cotilla profesional» es un informante clave que desempeña un papel importante en la recepción y difusión informal de la información.

Estrechamente vinculado al cotilleo, el rumor suple la falta de información, trata de justificar lo inexplicable como la asignación de horarios, la adjudicación de cargos de libre designación, y «proporciona un respiro temporal a la inseguridad colectiva y a la ignorancia individual» (Ball, 1989:217).

La ironía, el sarcasmo, la parodia, el humor, etc., pueden cumplir un papel parecido a los anteriores en su afán de agredir, de maquinar políticamente una situación, al tiempo que para desacreditar o ridiculizar. Permite trivializar un hecho, caricaturizar una disputa y relajar o romper tensiones en una reunión difícil. Pero puede también debilitar a quien ostenta el poder institucional mediante la broma, el chascarrillo o el chiste aparentemente ingenuos. Suele ser más fácil descalificar a una persona que argumentar en contra de sus ideas, y llegar al menosprecio antes que estudiar el asunto y preparar una respuesta a la cuestión planteada. La sala de profesores, incluso los claustros y consejos escolares no están libres del uso de estas armas políticas, porque con ellas los profesores expresan de modo indirecto los viejos y nuevos rencores, las divergencias ideológicas, las antipatías personales que se han ido fraguando en el proceso político.

Notas

(1) «Investigadores de administración educativa reconocen la importancia de entender las escuelas como arenas de actividad política (Bacharach y Mundell, 1993; Ball, 1987; Marshall y Scribner, 1991; Maxcy, 1994; Wirt y Kirst, 1989: Peterson, 1976). Los estudios micropolíticos en administración educativa se han centrado en las luchas entre administradores e individuos o grupos sujetos al control administrativo formal dentro de los sistemas escolares. Este campo de investigación ha iluminado el pensamiento político y las estrategias de poder usadas en los conflictos entre administradores y profesores (Blase, 1989 y 1991), directores y administradores de las oficinas centrales (Peterson, 1976), y superintendentes y consejos escolares (Alvey y Underwood, 1985; Katz, 1985; Lutz y Mertz, 1992)». (Larson, 1997:314).

(2) Como señalan algunos autores, entre ellos Lortie (1975), que aplicó un cuestionario y recogió datos de 6.000 profesores de primaria y secundaria y realizó entrevistas en 94 centros, el individualismo era muy fuerte entre los docentes. En 1989 Rosenholtz realizó un estudio sobre 78 escuelas primarias, y encontró que una de las principales causas de la incertidumbre era la ausencia de realimentación de la propia organización escolar. Webb (1985) apunta también en su investigación que los profesores se quejaban de no recibir el apoyo que necesitaban por parte de los administradores, ni tampoco el reconocimiento de sus colegas ni del resto de la comunidad. El aislamiento, la falta de cooperación y la fragmentación eran algunas de las características que definían su trabajo.

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