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Revista Iberoamericana de
Educación - Número 26
SÍNTESIS: Las más recientes transformaciones educativas suelen ser relacionadas unívocamente con la revolución tecnológica de las comunicaciones. Sin embargo, la complejidad de los acontecimientos que afectan a la educación trasciende la circunstancial irrupción de los nuevos instrumentos y de sus posibilidades pedagógicas.
Resultaría simplista asociar de manera unilateral los cambios económicos y políticos con los avances en las comunicaciones. Igualmente, no puede aceptarse que las consecuencias de esos y otros cambios sobre los sistemas educativos puedan explicarse de forma mecánica y lineal como producidos por una sola causa.
La respuesta a las preguntas sobre el origen de las transformaciones educativas debe buscarse, al menos, en otros cuatro ámbitos y en los cambios que se están produciendo en ellos.
Primero, en lo político. Los cambios que se están operando en las estructuras de los Estados obligarían a redefinir el lugar de lo educativo en la sociedad.
Segundo, en las formas de organización social que están emergiendo y que producirían modificaciones en las propias prácticas educativas.
Tercero, en la cultura de las nuevas formas de comunicación social y de producción del conocimiento, pero sobre todo de los imaginarios desde los que interpretamos dichas prácticas.
Por último, en la economía, donde se están creando formas de producción e intercambio de bienes y servicios, con la consecuente modificación en las demandas realizadas a los sistemas educativos.
Estamos viviendo una época de transición que marca el paso del Estado docente a la sociedad educadora.
SÍNTESE: As mais recentes transformações educativas costumam estar relacionadas univocamente com a revolução tecnológica das comunicações. No entanto, a complexidade dos acontecimentos que afetam a educação transcende a circunstancial irrupção dos novos instrumentos e das suas possibilidades pedagógicas.
Resultaria simplista associar de maneira unilateral as mudanças econômicas e políticas com os avanços nas comunicações. Outrossim, não se pode aceitar que as conseqüências dessas e outras mudanças sobre os sistemas educativos possam ser explicados de forma mecânica e lineal como produzidos por só uma causa.
A resposta às perguntas sobre a origem das transformações educativas deve ser buscada, pelo menos, em outros quatro âmbitos e nas mudanças que se produzem nos mesmos.
Primeiro, no político. As mudanças que se operam nas estruturas dos Estados obrigariam a redefinir o lugar do educativo na sociedade.
Segundo, nas formas de organização social que estão emergindo e que produziriam modificações nas próprias práticas educativas.
Terceiro, na cultura das novas formas de comunicação social e de produção do conhecimento, mas sobretudo dos imaginários desde os que interpretamos ditas práticas.
Por último, na economia, onde estão sendo criadas formas de produção e intercâmbio de bens e serviços, com a conseqüente modificação nas demandas realizadas aos sistemas educativos.
Estamos vivendo uma época de transição que marca a passagem do Estado docente à sociedade educadora.
(*) Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia y miembro del grupo de investigación de Historia de las Prácticas Pedagógicas en dicho país.
Desde hace por lo menos una década la literatura educativa viene insistiendo en la necesidad de enfrentar cambios radicales en la educación formal de las nuevas generaciones. Las ideas más generalizadas plantean que la sociedad está entrando en una nueva era marcada por la revolución de las tecnologías de la comunicación; según este argumento, se debe replantear el qué y el cómo de la enseñanza escolarizada, para no seguir compitiendo de manera desigual con estas tecnologías que están convirtiendo a la escuela en un dispositivo obsoleto. La finalidad, entonces, es poner a tono la escuela con la «sociedad del conocimiento». Esta manera de denominar la sociedad insinúa que el eje de la vida económica, política y cultural es el conocimiento, y que en torno a él se toman las grandes decisiones que rigen los destinos de la humanidad. Conocer hoy sería un imperativo sin el cual no se podría trabajar, vivir en comunidad, recrearse, ni hacer política. Pero no se habla de cualquier tipo de conocimiento, sino de aquel que se produce y circula en los formatos cibernéticos. Es ahí donde comenzamos a percibir imprecisiones. Tales discursos confunden a veces conocimiento con información.
Estos supuestos se están convirtiendo casi en un lugar común y merecen un análisis más profundo para comprender los cambios que realmente se están produciendo. Por eso no vamos a insistir en ellos, porque son bastante conocidos, y porque justamente lo que intentaremos aquí es mostrar otra cara del poliedro.
En este ensayo vamos a plantear como hipótesis que lo que le está pasando hoy a la educación está relacionado con un conjunto de acontecimientos complejos, que pasa por la revolución en las tecnologías de la comunicación, pero que va mucho más allá.
Los cambios de la sociedad son también de tipo económico y político, y sería simplista asociarlos de manera unilateral con la revolución de las comunicaciones. En nuestra hipótesis estamos de acuerdo con quienes hablan de cambios sustantivos que trascienden a la tecnología y que tienen que ver incluso con el modo de ser del pensamiento, o, dicho de otra manera, con las formas de representación que la cultura occidental tiene de sí misma 1.
Pero, ¿cómo se reflejan esos cambios en la educación? Si el problema va más allá de los asuntos relacionados con la comunicación, entonces, ¿qué cambios son los que están transformando la educación?
En primer lugar, se trata de un asunto político. Lo que vamos a desarrollar más adelante es que los cambios que se están operando en las estructuras de los Estados obligarían a redefinir el lugar de lo educativo en la sociedad. En segundo lugar, las nuevas formas de organización social que ahora emergen estarían generando también transformaciones en las propias prácticas educativas. En tercer lugar, se trata de un asunto de la cultura, de las nuevas formas de comunicación y de producción del conocimiento, pero sobre todo de las mentalidades o de los imaginarios desde los cuales estaríamos insistiendo en lo que sucede en dichas prácticas. Y, finalmente, desde la economía, donde se están creando nuevas formas de producción e intercambio de bienes de consumo, que, entre otras cosas, también están cambiando.
Las reformas de los sistemas educativos que se vienen operando en casi todos los países del mundo legales o de hecho serían expresión de estos fenómenos. Con las diferencias y matices que se dan entre ellas, «creemos que lo que estamos viviendo es una época de transición que marcaría el paso del Estado docente (constituido a partir de la Ilustración) a la sociedad educadora». Esta es nuestra hipótesis.
Tal como lo planteáramos en otro trabajo, «En América Latina, a diferencia de Europa, quizá sea más visible esta tendencia, toda vez que la forma como se consolidaron los sistemas de instrucción pública ha impedido que se fortalezca una sociedad civil más protagónica en el ejercicio de la función educativa. La sospecha que tenemos es que Europa sí ha tenido esa tradición (con las diferencias que de todas maneras existen entre países) y en esa medida no es tan notoria la disminución del peso del Estado en la educación, lo cual, parece ser, es una clara tendencia de las reformas que se implementan en el mundo entero» 2.
Para acercarnos a la posible verificación de esta hipótesis creemos necesario optar por la perspectiva histórica, esto es, por tomar distancia temporal de lo que hoy nos sucede para visualizar las dimensiones de los cambios que estamos presenciando y apreciarlos en cuanto acontecimientos 3.
La distancia que proponemos es larga, esto es, va más allá del tiempo que ha permitido constituirnos como sujetos modernos. Por eso describiremos tres grandes momentos para sugerir que nuestra coyuntura es una transición hacia el tercero de ellos:
La escuela es la institución en la que se sienten de manera más palpable todos esos cambios. En ella se vive cotidianamente este proceso. El magisterio y el alumnado, quizás sin tener mucha conciencia de ello, están sometidos a múltiples presiones que los hacen vulnerables; tal circunstancia hace urgente la reflexión pausada antes que el terrorismo ideológico. Los cambios que se están produciendo nos dan tiempo para pensar; no podemos aceptar la premisa según la cual la velocidad de los cambios nos exige estar prestos a adaptarnos con la misma rapidez. Si por un momento damos un paso al lado del carrusel, podremos descubrir también que hacemos parte de los tiempos largos y que en ellos los cambios son más lentos; tal vez entonces estemos en condiciones de respirar más tranquilos e incluso de ajustar nuestro propio ritmo; si nos damos tiempo para responder desde la distancia a la pregunta: ¿qué nos pasa hoy en la educación?, quizás encontremos motivos para reírnos un poco de nosotros mismos.
La educación no siempre dependió de la institución escolar. Durante muchos siglos las sociedades utilizaron mecanismos diferentes a la escuela para reproducir sus valores y sus maneras de pensar. La manera de ver el mundo de esas sociedades estaba regulada por un conjunto de rituales que no tenían que ver con un maestro, un salón y unos estudiantes recibiendo clase de lectura o de geografía. La historia de la educación había tenido, antes de nuestra era moderna-occidental, otro tipo de prácticas, de instituciones y de sujetos que la hacía incomparable a la que hoy tenemos. En Europa, antes del siglo xvi o quizás del xv, la educación era un asunto propio de la Iglesia y se refería fundamentalmente a las prácticas de la fe. Además de la catequesis, la acción intencionada de educar a la población no era un asunto importante. En América este fenómeno perduró hasta la segunda mitad del siglo xviii. Antes, las culturas llamadas genéricamente precolombinas practicaban otro tipo de rituales muy distintos, relacionados con los papeles diferenciados que los hombres y las mujeres representaban en sus sociedades.
La historia de los Estados modernos es la historia de los sistemas de instrucción pública; a partir de entonces la educación de la población se convirtió en un asunto estratégico y sus prácticas se escolarizaron. Educar ya no era acercarse a Dios solamente, sino instruir en los rudimentos de las letras, las ciencias, los números, y, por supuesto, también en la fe. Allí emergieron nuevos sujetos (el escolar y el maestro) y una nueva institución (la escuela). Las repúblicas liberales que se comenzaron a gestar en América desde finales del siglo xviii y luego en todo el mundo occidental durante el xix, institucionalizaron este modo de ser de la educación. Desde entonces el Estado asumió la función educativa (por eso se llamó Estado docente) y su aparato se fue sofisticando cada vez más en busca de la regulación absoluta de la enseñanza. La escuela se convirtió en el último eslabón de aquella compleja cadena que terminó llamándose sistema educativo. La estructura vertical que ordenaba este edificio burocrático hizo del maestro un funcionario a quien le correspondía representar la voluntad del Estado en la tarea educadora.
Durante casi cuatro siglos en Europa y casi dos en América, la institución escolar fue prácticamente el único medio a través del cual se podía expandir la «civilización occidental». El proyecto ilustrado de educar para alcanzar la perfección humana en cada individuo solamente podía hacerse a través de la escuela, pues no existía otro dispositivo de comunicación más eficaz, a no ser la prensa. La sociedad industrial que estaba creciendo necesitaba transformar las costumbres ancestrales de las comunidades campesinas (en Europa y América) e indígenas (en América). Nuevas actitudes frente a la vida, nuevas estructuras familiares, nuevos hábitos personales, en fin, nuevos sujetos sociales, eran necesarios para impulsar el «progreso» y el crecimiento económico que el capitalismo jalonaba con tanto ímpetu. La tradición oral y las costumbres más ancestrales se llamaron entonces analfabetismo y superstición, y se convirtieron en el símbolo del atraso y en el freno al progreso que parecía irreversible. El pensamiento práctico y la lógica formal debían reemplazar las mentalidades y las cosmogonías de las comunidades «tradicionales». La lectura y la escritura, la aritmética y la ideología patriótica, eran los baluartes con los que la escuela debía emprender la cruzada civilizadora que allanaría el camino del progreso. Sus rituales más representativos: el orden, la disciplina, el pizarrón, el salón de clase dividiendo a los niños por edad y por género, el pasar lista, el reglamento, las filas, las lecciones, los ejercicios físicos, los textos o manuales, la memorización, el uniforme, los exámenes, etc., eran símbolos de este nuevo orden modernizador. La escuela fue en ese momento la punta de lanza y la expresión más clara de aquel orden emergente; fue la herramienta más eficiente, el aparato más exitoso, el invento más perfecto para expandir con rapidez a todos los rincones el conocimiento y la moral que requería la modernidad. El libro impreso jugó allí un papel muy importante.
El Estado era el responsable de esa tarea civilizadora. La escuela, y por lo tanto el maestro, los edificios, los manuales y los escolares, eran su responsabilidad. Nadie mejor que él podía garantizar la correcta administración de tan delicada misión. Nadie mejor que él para garantizar la unidad de criterios y de contenidos con respecto a lo que la época requería. El Estado era funcional a la escuela y viceversa, gracias a aquel aparato complejo en que se constituyeron los sistemas de instrucción pública.
Ahora bien, alcanzar la eficiencia y el control pleno no fue fácil. Por supuesto eso pasó por todas aquellas contradicciones políticas y de clase que se expresaron entre los actores que se disputaron durante esos años su control. En particular, disputarle la función educadora a la Iglesia (mater et magistra), que la había detentado durante tantos siglos, fue muy difícil y provocó incluso guerras en varias regiones del mundo occidental.
Toda la parafernalia que el Estado liberal moderno fue construyendo en torno a su función educadora se tradujo en intrincadas y sofisticadas leyes, normas y reglamentos, así como en pesados presupuestos que determinaban el éxito o el fracaso de la empresa alfabetizadora.
La educación escolarizada, como ya dijimos, era prácticamente el único medio que se tenía para acceder a lo que entonces se denominó cultura universal o moderna. Quien no lograba obtener por lo menos dos años (luego cinco y después ocho y nueve) de escolaridad se consideraba analfabeto, condición que se asociaba con pobreza y atraso. Incluso se llegó a sostener que la educación escolar era una de las condiciones necesarias para enfrentar y superar la pobreza de las regiones más atrasadas del mundo. Los conocimientos y los valores adquiridos en ella eran suficientes para que una persona sobreviviera el resto de la vida en medio de las exigencias de la sociedad industrial.
Se desarrollaron las ciencias pedagógicas, la psicología infantil e incluso la antropología educativa, en el supuesto de que este tipo de aprendizajes era indispensable para el proceso de hominización. Surgieron teorías acerca de lo que significaba ser hombre o mujer y se separaron claramente las etapas de crecimiento, los primeros años de vida, del resto, para configurar lo que hoy conocemos como infancia. El supuesto con el que se trabajó fue que los aprendizajes eran posibles en esos primeros años, porque en ellos se fijaban mejor que en la adultez. Ser niño, desde entonces, era fundamentalmente ser escolar. Lo que allí se aprendía sería determinante para el resto de la vida, bajo la premisa de que el mundo no cambiaría demasiado dado que ya se había encontrado el estadio ideal: la modernidad.
Pues bien, en nuestra hipótesis esta época está cambiando. Pero lo que estamos viviendo son apenas signos, huellas y rastros de lo que será quizás una nueva era en las formas como se educa la sociedad. El nombre de sociedad educadora, en ese sentido, es apenas una categoría provisional que puede perder significado según sea la dirección de los acontecimientos que apenas comenzamos a vislumbrar. Cuando se trata de períodos de larga duración, las coyunturas pueden durar cincuenta o más años, tal como lo plantea Wallerstein (1998) en su concepción sobre el espacio-tiempo en la historia de occidente, de manera que todavía estaríamos hablando hipotéticamente; es por eso que lo que planteamos en este tercer apartado no pueden ser más que conjeturas. No pretendemos hacer profecías; por eso no formamos parte del coro de los que cantan al fin de la escuela o al fin de las responsabilidades del Estado frente a la educación.
Las intensas e interesantes, si bien a veces dramáticas discusiones que animan hoy en día el debate sobre la educación, expresan de alguna manera las diversas tendencias que alinean las fuerzas en pugna por redefinir la tarea de la educación.
En este apartado queremos insinuar cuáles son algunas de esas tendencias. Las presentaremos como huellas o rastros que van dejando las pugnas en las que se mueven. Ninguna es homogénea, todas son contradictorias entre sí y resultado de su enfrentamiento con las demás; pero para efectos de su presentación las mostraremos como si fueran más o menos coherentes.
No pretendemos ser neutrales, por eso sugerimos que de alguna manera todas estas huellas están dibujando la «sociedad educadora» que está emergiendo, no como evolución o mejoramiento del pasado, sino como quiebra y fractura; en todo caso, como una nueva realidad a la que tenemos que seguir enfrentándonos con criterios de justicia y equidad, tarea siempre inconclusa.
4.1. Primera huella: viejos sueños de autarquías
Durante las décadas del 60 y del 70 se consolidó un conjunto de teorías críticas, herederas del marxismo y de la crítica filosófica a la cultura y a la ciencia. De la oposición al capitalismo se pasó a una crítica más amplia de la cultura occidental, a los principios de la Ilustración y luego a los del positivismo científico. Los existencialistas, las feministas, la Escuela de Frankfurt, el psicoanálisis y el estructuralismo fueron las escuelas de pensamiento que coparon los intereses de la juventud desde los años cincuenta hasta entrados los ochenta del siglo pasado. A través de diversos tipos de manifestaciones, incluso artísticas y religiosas, dicha generación luchó por un nuevo orden mundial y se opuso a las instituciones que constituían por entonces la modernidad. Cuestionó la familia como institución, el patriarcado, la clínica, la psiquiatría, la cárcel, el ejército, y, por supuesto, la escuela. A propósito de esta última surgieron corrientes de pedagogías libertarias (Lobrot, Summerhill, Ferrer, entre otros), herederas de la escuela nueva (Ferrière, Decroly, Dewey, Freinet); también se difundieron ampliamente las críticas marxistas de la reproducción (Althusser, Baudelot, Establet, Bourdieu) y en América Latina propuestas liberadoras como la de Paulo Freire y la Educación Popular.
La crítica radical a las instituciones se resumía en una postura antiestatalista que en el fondo propugnaba espacios de autonomía, donde la sociedad pudiera expresarse y decidir su destino de la manera más autárquica posible. Sería interesante para futuros trabajos analizar la influencia que estas corrientes de pensamiento y estos movimientos sociales han tenido en las propuestas de reforma educativa de los últimos años y sus vínculos con las ideas de una «sociedad educadora».
4.2. Segunda huella: las reformas educativas
Desde la década del 80 (y con mayor vigor en la del 90) se vienen impulsando en Iberoamérica reformas legales de los sistemas educativos, que por su recurrencia se han convertido en un signo más de lo que está pasando. Los argumentos que las justifican, sobre todo en América Latina, tienen que ver con un supuesto fracaso en las políticas que se venían desarrollando desde la década del 50. Se habla entonces de un giro radical en la manera de organizar el sistema, con el propósito de responder a los retos de cobertura y calidad en un mundo que, tal como lo reconocen los discursos introductorios a las reformas, se está globalizando y exige mayores niveles de competitividad.
Tal como dice Braslavski (1995), dichas reformas tienen en común una ambigua asignación de responsabilidades frente a la administración del aparato educativo. El Estado sigue apareciendo como garante de la prestación del servicio, pero se dejan las puertas abiertas para que entren otros actores a participar. Esa ambigüedad parece que está generando iniciativas esporádicas y discontinuas de empresarios que se comprometen parcialmente con el tema de la financiación, administración y promoción de escuelas y colegios (especialmente de estos últimos), por su interés en la cualificación de la mano de obra.
Todas esas reformas están en marcha, y casi diez años después muchas de ellas no han podido resolver los asuntos de la eficiencia administrativa y de la racionalidad del gasto, tal como se lo propusieran. En parte puede ser por la ambigüedad en relación con las responsabilidades del Estado. El afán por descentralizar y delegar responsabilidades no les ha permitido fortalecer profesionalmente los cuadros administrativos ni los esquemas organizativos y de planeación, que en todo caso se están necesitando tanto en el nivel central como en el provincial. Por el contrario, estas estructuras se están debilitando. La tendencia a acudir a la cooperación internacional, como veremos más adelante, está dejando al Estado sin expertos y sin esquemas organizativos propios, capaces de responder a retos cada vez más exigentes. Las nóminas paralelas parecen estar supliendo las tareas que deberían ser asumidas orgánicamente por las instancias correspondientes del Estado.
Las políticas, en muchos casos, siguen siendo de gobierno, obedeciendo a los intereses coyunturales de una u otra administración. Si la tendencia de las reformas se dirige a desconcentrar responsabilidades, no se ven los esfuerzos por consolidar un nuevo sistema que reemplace al viejo aparato central. En definitiva, parece que no se confiara plenamente en la capacidad operativa y técnica de los aparatos regionales.
Esta es una huella que desconcierta...
Braslavski asume la siguiente postura frente a este dilema: «[...] se trataría de pasar de la vieja concepción del Estado docente, propia del siglo xix, a una nueva de «sociedad educadora», pero reconociendo que sólo puede convertirse en realidad gracias a un activo papel de los Estados».
Pero lo que queremos hacer visible acá es, en todo caso, que existen claras tendencias a dejarle espacio a nuevos actores para que la sociedad asuma conjuntamente las responsabilidades frente a la educación. El texto de la reforma educativa de Portugal, por ejemplo, plantea en ese sentido lo siguiente: «el Estado no puede atribuirse el derecho de programar la educación y la cultura según cualesquiera directrices filosóficas, estéticas, políticas, ideológicas o religiosas». Con ello abre las puertas para que, democráticamente, la sociedad en su conjunto intervenga en la orientación de los asuntos más trascendentales de la educación. Más adelante señala: «[...] compete al Estado promover la realización de actividades extraescolares y apoyar las que, en este dominio, sean iniciativa de entidades autónomas, asociaciones culturales y recreativas, asociaciones del país, asociaciones de estudiantes y organismos juveniles, asociaciones de educación popular, organizaciones sindicales y comisiones laborales, organizaciones cívicas y confesionales y otras». Que el Estado apoye estas iniciativas significa que debe estar al servicio de lo que la sociedad civil organizada decida acerca de lo que quiere para su autoeducación.
También encontramos en la mayoría de los textos de reforma una clara alusión a la responsabilidad que tiene el Estado de garantizar a los ciudadanos la educación. Si se compara con las normas preexistentes, el énfasis estaba puesto en las responsabilidades del ciudadano para con el Estado. Este es el paso de la concepción de la educación como deber, a la concepción que habla del derecho a la educación. Ya no es el ciudadano quien tiene deberes para con el Estado, sino el Estado quien los tiene con los ciudadanos.
Entendida como derecho, la educación es un asunto que compete fundamentalmente a los sujetos sociales; el servicio regula el funcionamiento de las instituciones, pero el derecho de lo que habla de alguna manera es de aquello que los sujetos sociales construyen, de aquello desde donde se le puede dar sentido, entre otras cosas, a los proyectos sociales de las comunidades. Aquí cabe una discusión jurídica: si el derecho es individual o es social; en un Estado Social de Derecho, se habla de proyectos sociales.
Regular el derecho a la educación significaría crear las condiciones para que los sujetos definieran colectivamente el proyecto educativo de nación que se quiere para un país. La definición de la educación como derecho le está diciendo a los sujetos que lo ejerzan, que se organicen para decidir lo que quieren acerca de su propia educación. Es la nación la que debe dotarse de un proyecto educativo; cuando decimos la nación son las comunidades organizadas socialmente: comunidades territoriales, comunidades de intereses, gremios profesionales; otra cosa es el servicio que se presta; éste debería regularse y prestarse una vez que el derecho social a la educación esté definido.
Creemos que una lectura de las reformas educativas de nuestros países, hecha desde estas premisas, serviría para encontrar en ellas huellas de esta tendencia.
4.3. Tercera huella: redistribución de las responsabilidades
Otra de las características de las reformas de las que venimos hablando, pero sobre todo de los ajustes que de hecho están haciendo los gobiernos, es la de las transferencias de sus responsabilidades a otros actores e instancias.
La década del 80 fue llamada por los analistas la década perdida del desarrollo, basados en lo que señalaban las estadísticas macroeconómicas. Eso hizo que se volviera la mirada sobre el sistema educativo para interrogarlo sobre sus aportes a ese esquivo desarrollo. Apoyados en este diagnóstico, se emprendió uno de los cambios estructurales más drásticos que haya tenido el Estado en sus años de existencia. Según sus defensores, el modelo desarrollista de Estado, montado desde los años cincuenta, había fracasado frente a su tarea de administrar el aparato educativo. La alternativa sería compartir las responsabilidades frente a la modernización y el desarrollo. El mercado debía ser quien definiera las posibilidades económicas de financiación de la educación, dejando al Estado aquellas áreas que el mercado abandonara por su poca competitividad, pero que en todo caso se consideraran estratégicas.
Más allá de las polémicas que dichas medidas han desatado, lo cierto es que por esta vía también se está incentivando el aumento de la participación ciudadana en la toma de decisiones sobre los destinos de la educación. Con la intención de desentenderse o no de sus responsabilidades, las políticas educativas tienden en todo caso a crear instancias amplias de deliberación y decisión: consejos nacionales de educación con representación plural sujeta a consensos nacionales, consejos educativos locales, autonomía de los establecimientos, juntas administrativas de los centros con participación de padres de familia y de actores comunitarios, etc.
Los nuevos actores deben participar incluso en la definición de los contenidos y de los métodos, promoviendo una pedagogía que considere la participación de alumnos, padres y profesores como un aspecto central del sistema educativo. Se trata, en última instancia, de consolidar consensos sobre los contenidos centrales de las políticas y de las estrategias para lograrlas.
Como expresión de estos cambios, las organizaciones sociales, los grupos étnicos y diferentes grupos poblacionales están ganando control sobre sus propios proyectos de vida. Estas tendencias podrían estar redefiniendo la manera en que durante muchas décadas se habían entendido las relaciones entre lo público y lo privado.
Se podría así estar abriendo la posibilidad de que la educación sea concebida como una responsabilidad del conjunto de la sociedad, en la que participen tanto el sistema educativo institucional como los actores económicos y sociales, los medios de comunicación y las distintas organizaciones sociales.
Con esto no estamos diciendo que se estén resolviendo los problemas más acuciantes de desigualdad, pobreza e injusticia social. Lo que podríamos pensar es que los conflictos sociales y las formas de gobierno de la población están mutando, se están reacomodando las fuerzas que intervienen en ellos y se está generando un nuevo orden, unas nuevas maneras de ejercicio del poder.
4.4. Cuarta huella: nuevos escenarios educativos
Con el crecimiento de las ciudades y la aparición de las metrópolis modernas, se han venido horadando los imaginarios que sobre la educación habían generalizado los sistemas educativos convencionales que surgieron antes del siglo xx. Desde hace apenas cincuenta años nuestros países son fundamentalmente urbanos, lo que significa que han aparecido escenarios educativos que no existían.
La escuela, como ya señalamos, había sido la más eficiente institución con capacidad de socializar, de expandir el conocimiento y de universalizar las verdades de la sociedad industrial-moderna. Pero el desarrollo propio de la modernidad produjo nuevos escenarios en contextos mayoritariamente urbanos, donde se originan múltiples tipos de aprendizajes tanto o más eficaces que los que ocasionaba la escuela. Los lugares en donde nos socializamos, por donde circula el conocimiento, las verdades y los valores propios de nuestra época, se han diversificado.
Con esto se están produciendo mutaciones muy importantes. La creencia de que los años de escolarización bastan para ser competente socialmente está desdibujada. Ya nadie puede aceptar que con la educación básica es suficiente para saber lo que la sociedad exige. El concepto de educación permanente está aceptado como un hecho.
No es necesario describir aquí todos esos escenarios de los que hablamos. Basta con que aceptemos que la función educativa se ha dispersado infinitamente; hasta las calles educan hoy, dada la inmensa cantidad de información que circula por ellas y la abundancia de códigos y símbolos que suministran. Esto para no hablar de los cientos de instituciones y de programas que han asumido la tarea de la educación no formal y que están presentes a diario en nuestras grandes urbes. Hablar hoy de ciudad es reconocerla como espacio para la socialización y la formación (esto es lo que hemos llamado en otro lugar «la ciudad como espacio educativo» 5). Si repasamos las proclamas de las llamadas ciudades educadoras, nos daremos cuenta que en ellas está emergiendo un nuevo paradigma educativo. Parte de este nuevo paradigma nos dice que la escuela ya no es la única ni la principal responsable de la educación de los ciudadanos de un país, y que la infancia ya no es la única edad para aprender. Seguramente se transformarán nuestras ideas acerca de lo que significa ser hombre, dado que, como habíamos visto, la hominización parecía ser antes un proceso propio de la edad temprana.
También está cambiando la valoración de lo que era importante saber. Lo que hoy hay que conocer se ha multiplicado de manera exponencial, inmanejable para una sola institución. La escuela daba cuenta en su momento de lo que un ciudadano debía saber para poder vivir en sociedad. ¿Qué diríamos hoy...?
Así mismo, se ha transformado la noción de tiempo. En las ciudades el ritmo del cambio es intenso, lo que exige estar en actitud de desaprender y de aprender permanentemente. Eso replantea igualmente la función de la escuela moderna-tradicional. Lo que se aprende en ella ya no servirá para toda la vida. Por esto el concepto de aprender a aprender es cada vez más aceptado y generalizado.
Ahora bien, ¿cómo se aprende en esos otros escenarios?, ¿cuál es la función pedagógica que cumplen? Necesitamos una postura crítica sobre ello para no ser ingenuos frente a los cambios, por más sugestivos que parezcan 6.
Pero, ¿qué le pasó a la escuela con la emergencia de la ciudad? Tal como mostramos en el estudio al que nos referimos, la escuela reaccionó en un primer momento convirtiéndose en una «defensora de los valores tradicionales»; muchos sectores de la sociedad se asustaron con lo que trajo la ciudad (los mensajes de la calle, de la radio, del cine y sobre todo de la televisión), pues en ella veían amenazados los principios morales que representaban la tradición. Por otra parte, decían que estos medios enseñaban mucho más eficientemente que una maestra de escuela, por muy buena voluntad que ella tuviera. La escuela se encerró en sí misma, poniendo en riesgo su supervivencia. La discusión que desde los años cincuenta se viene dando acerca de su pertinencia, ha obligado a flexibilizar al máximo sus estructuras originales.
Con todo esto podemos agregar al desarrollo de nuestra argumentación que las nuevas formas de educación escapan, en la mayoría de los casos, al control directo del Estado; aquí nuestra hipótesis acerca de la emergencia de la sociedad educadora cobra de nuevo importancia.
4.5. Quinta huella: la internacionalización de la educación
Después de la segunda guerra mundial los países capitalistas se organizaron para tener control sobre una región muy grande del mundo. Para ello impulsaron un conjunto de planes y programas que se llamaron políticas de «desarrollo». Desde entonces todo comenzó a llamarse así. Se trataba de una estrategia que hacía parte de la guerra fría, en la que nuestros países comenzaron a ser considerados «subdesarrollados». Uno de los asuntos sobre los que se centró el «desarrollo» fue el de la educación. Desde entonces dicho tema no sería tanto cuestión de los Estados nacionales, sino de una estrategia mundial que debía garantizar que la población de esta parte del mundo pensara y actuara de acuerdo con las necesidades de dicha estrategia. Es decir, la educación dejó de ser nacional y pasó a ser un asunto mundial. La institución escolar (los planes curriculares, los textos escolares, los métodos pedagógicos, los sistemas de evaluación de estudiantes, los reglamentos y normas) comenzó a ser reformada a partir de las orientaciones que los organismos internacionales hacían para nuestros países. La cuestión era salir del llamado «subdesarrollo» para alcanzar el «desarrollo» que los países ricos tenían. Ellos querían que los nuestros entraran a formar parte de la economía industrializada que movía el mundo capitalista; sólo así se saldría de la pobreza, dijeron. Para eso se necesitaba un nuevo tipo de educación. Una educación que preparara a la juventud en los hábitos industriales que supuestamente se requerían para salir del llamado «subdesarrollo». En esa época (años 60 y 70) se llamó a esto formación del recurso humano o del capital humano. La institución escolar debía tecnificarse, por lo que el proceso pedagógico tradicional comenzó a cambiarse por otro llamado «tecnología educativa». Fue la época en que se creyó que el televisor podía reemplazar al maestro y que el aprendizaje se lograría de manera individual a través de una guía que se llamó Diseño instruccional.
En 1968 apareció un libro 7 que recogió sintéticamente esa nueva manera de pensar la educación. «Este libro fue concebido como documento básico para la Conferencia Internacional sobre la Crisis Mundial de la Educación, que tuvo lugar en Williamsburg, Virginia, en octubre de 1967. La iniciativa de esta conferencia partió del presidente Lyndon B. Johnson, pero, de hecho, su organización y dirección estaban en manos de particulares, dirigidas por el rector de la Universidad de Cornell. Como presidente de dicha organización solicitó al Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación (establecido en París por la UNESCO en 1963) la preparación de un programa de trabajo que constituyera la base intelectual de la conferencia» (p. 6).
Es interesante que el texto fuera escrito justo un año antes de las revueltas estudiantiles que hicieron tambalear el sistema y cuyas consignas aún tienen ecos y resonancias casi universales. El libro y las revueltas estaban hablando de la misma crisis, aunque las salidas que proponían uno y otras fueran radicalmente opuestas.
La nueva manera de entender la educación que proponía Coombs no hablaba ya de los sistemas educativos nacionales, sino del «sistema mundial de la educación»: esta sería la única forma de enfrentar la crisis, a través de análisis y soluciones conjuntas: «Para colaborar en la superación de la crisis, los sistemas educativos precisarán el apoyo de todos los sectores de la vida interna del país y, en muchos casos, de una ayuda que estará más allá de los límites nacionales» (p. 11). Además, implicaba entenderla como un asunto de toda la sociedad; por eso consideraba que la sociología y la economía debían intervenir en su estudio. Por la vía de la lógica de sistemas se debía interpretar integralmente el problema, articulado a la economía y a los otros sistemas sociales. Para ello insistió en la necesidad de utilizar las herramientas de la planeación. Veamos qué implicaba esto: «Un sistema educativo, en tanto que sistema, difiere evidentemente del cuerpo humano o de un almacén en lo que hace, en cómo lo hace, y en por qué lo hace. De todas formas, tiene en común con otras empresas productivas un conjunto de factores intrínsecos que están sujetos a un proceso destinado a conseguir una determinada producción, que se propone satisfacer los objetivos del sistema. Forman un conjunto dinámico y orgánico y, si alguien ha de juzgar el estado de salud de un sistema educativo con el fin de mejorar sus resultados y planear inteligentemente su futuro, debe examinar las relaciones entre sus principales componentes con una visión de conjunto» (p. 19).
Pero, aún más, el tratamiento que habría que darle a la educación debía ser el mismo que se le daba a cualquier empresa productiva, tal como señala con toda claridad: «La enseñanza es una industria de trabajo intensivo, que utiliza grandes cantidades de mano de obra de alto nivel y alto costo. Al competir con industrias de menor trabajo intensivo cuya eficiencia y productividad de trabajo están aumentando firmemente, la enseñanza continuará perdiendo su carrera paulatinamente, hasta que haga más para mejorar su propia eficiencia y la productividad de los talentos humanos que emplea» (188).
No sólo había que relacionar la educación con desarrollo económico, también con las necesidades de democratización de la nueva estructura sociodemográfica 8. En ese sentido proponía superar las es-tructuras de elite para garantizar el ascenso social a través de la educación, así como horizontalizar las diferencias: la elección profesional de los estudiantes no debía estar guiada por lo que antes daba prestigio en la sociedad tradicional, sino por los intereses del desarrollo nacional. Por eso la crisis no sería de la enseñanza; afectaría a la sociedad y a la economía.
Se necesitaba entonces ampliar el concepto de educación más allá de la escuela. La aparición de las múltiples agencias educativas que el crecimiento de las ciudades trajo consigo exigía tenerlas en cuenta a la hora de diagnosticar el sistema educativo. Se trataba de un intento de incluirlas dentro del sistema para controlarlas y convertirlas en objeto de la planeación mundial que se estaba proponiendo. Coombs hablaba, por ejemplo, de la formación del obrero y del agricultor, la formación de alfabetización funcional, la formación y promoción dentro del mismo trabajo, la extensión universitaria (extramuros), los cursos profesionales de puesta al día, y los programas especiales para la juventud. Pero lamentaba que estos valiosos esfuerzos no estuvieran dentro del sistema y se perdieran sus energías en bien de la sociedad. Para cambiar tal realidad consideraba que había que ampliar el espectro de lo que hasta entonces se entendía por educación. Era urgente trascender la escuela y hablar de la educación de «extramuros». Aunque nunca llegó a utilizar el término sociedad educadora, de alguna manera la estaba invocando. Incluso se arriesgó a predecir lo que podría suceder en un futuro próximo: planteó que el conjunto de energías humanas y de recursos económicos invertidos en este tipo de educación extraescolar podría llegar a ser igual o mayor que el invertido en la educación formal. La educación informal tenía más posibilidades de crecer y sobrevivir, dada su capacidad de adaptarse más rápidamente a los acelerados cambios que la sociedad vivía.
Al definir la educación como sistema, Coombs adopta nuevas categorías para leerla. De hecho utiliza toda esa nueva terminología entre corchetes, consciente de que se trataba de una transposición de conceptos de unas disciplinas a otras. Lo que quería era aportar una nueva caja de herramientas para definir el nuevo problema. Así lo planteaba: «[...] se requiere el uso de conceptos y términos analíticos tomados de otros campos tales como la economía, la mecánica y la sociología [...] El mundo de la educación, tal como lo vemos, se ha vuelto tan complejo y se halla en un estado tan grave que ningún vocabulario ni siquiera el de la pedagogía puede describirlo completamente...» (p. 5).
El problema radicaba, según él, en el aumento desmedido e incontrolado de la demanda educativa, dada la transformación de las estructuras demográficas mencionadas arriba. Por tanto, había que hacer compatible la nueva oferta (de empleo) y la demanda (los nuevos intereses de los estudiantes). Si esto no fuera posible el problema se agravaría hasta llegar a dimensiones altamente peligrosas para la estabilidad de la región. Las protestas sociales se generalizarían y la insatisfacción sería incontrolable. El asunto, en el fondo, era político, aunque las herramientas para enfrentarlo fueran económicas.
Por eso, por las dimensiones políticas que el autor concede al tema de la educación en esa coyuntura, insinúa algo que nos interesa muchísimo tener en cuenta en nuestra hipótesis: «Además, en casi todas partes los sistemas se dividen internamente por el resurgimiento, en un nuevo contexto, de los viejos argumentos acerca de quién decidirá sobre las varias materias en discusión y dirá, en definitiva, la última palabra sobre la implantación y puesta en marcha de un sistema educativo hacia sus objetivos. ¿Debe concederse la última palabra a los educadores o a la sociedad? Si es a los educadores, ¿a cuáles? Si es a la sociedad, ¿a cuál de sus miembros? ¿Qué voz pueden tener los estudiantes en el asunto y cómo deberían ejercer su privilegio?» (p. 147).
Como ya hemos señalado, el Estado estaba abocado a replantear su función y a darle cabida a los nuevos actores sociales en la conducción de las políticas educativas.
Casi como conclusión de todo su estudio, Coombs plantea de manera taxativa que, en última instancia, el destino de los sistemas educativos sería su integración a un sistema mundial que de alguna manera habría de regularlos y orientarlos: «Los hombres de Estado y sus asesores luchan tenazmente, en la actualidad, para crear mercados comunes regionales a través de los cuales las mercancías económicas puedan circular en mayor abundancia. Los sistemas educativos, sin embargo, ya tienen su propio mercado común y lo han tenido durante mucho tiempo. Es un mercado mundial, y su volumen de negocio ha alcanzado gran auge en los últimos veinte años en medida, variedad y extensión geográfica. A pesar de ello, poco provecho se ha sacado de sus beneficios potenciales. [...] Virtualmente todos los sistemas de educación forman parte integral de un sistema mundial de educación, y lo mismo puede decirse de la comunidad intelectual de cada país. [...] Esto es verdad no sólo en teoría, sino que constituye una palpitante realidad funcional. Cualquier sistema educativo que intente ponerse al margen de esta comunidad mundial está destinado ciertamente a gangrenarse, de igual modo que ocurriría con un miembro humano en el que hubiera dejado de circular la sangre. Y los males de que adolezca el sistema, la sociedad a la que pertenece los sufrirá también» (pp. 213-214).
No sabemos si tenía virtudes proféticas o un ojo aguzado; en todo caso, esta tendencia se está generalizando e institucionalizando vigorosamente. El hecho de que sean los organismos internacionales los que intervengan cada vez con mayor poder en los asuntos de los sistemas educativos, está dando cuenta también de los profundos cambios que están sufriendo las sociedades contemporáneas, en particular las estructuras y las funciones de los Estados nacionales.
¿Cómo hacer un mapa con estas huellas?, ¿qué podemos ver en medio de los rastros anteriormente descritos?, ¿qué dibujo se insinúa en medio de estas tendencias contradictorias?, ¿cuál es el panorama?, ¿es posible validar nuestra hipótesis acerca de la emergencia de la sociedad educadora como nuevo modo de ser de la educación?, ¿es cierto que la era del Estado docente está desapareciendo? De ser cierto, ¿qué consecuencias tendría esto?
Por ahora creo que estas preguntas son suficientemente sugestivas como para seguir trabajando en el tema. No podemos dar respuestas contundentes. Las fuerzas están en movimiento y se necesitarán unos años más para poder ver las nuevas formas que emerjan de esas complejas interacciones.
«Los viejos sueños de autarquías, las reformas educativas, la redistribución de las responsabilidades, los nuevos escenarios educativos y la internacionalización de la educación», son por ahora algunos de los indicios con los que nos podemos guiar. Los mapas que construyamos con estas piezas pueden ser incluso diferentes, según nuestras inclinaciones ideológicas y nuestros deseos. Sería imposible no leer cada una de estas tendencias desde nuestras propias inclinaciones políticas, sobre todo si queremos construir un mapa que nos permita navegar por los intersticios de los cambios.
Ya lo habíamos dicho: hablamos de un pentágono cuyos lados no son perfectos; cada uno de ellos zigzaguea al avanzar, en medio de sus propias contradicciones y de los efectos de su interacción con los otros. Sin embargo, podríamos intentar hacer los trazos, así fueran de brocha gorda, de lo que sería un mapa o varios mapas cruzando cada uno de los lados del pentágono con preguntas como las siguientes:
Estas son algunas de las preguntas que surgirían al hacer el ejercicio de cruzar entre sí cada una de las huellas descritas. Por supuesto las preguntas serían infinitas y las respuestas a cada una de ellas también, de manera que la figura del pentágono se podría ir convirtiendo en una extensa red, a la manera de un rizoma, donde el mapa se haría cada vez más complejo. Pero es en esa figura rizomática donde se nos antoja ver la emergencia de una «sociedad educadora».
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Notas
1 Nos referimos, por ejemplo, a los planteamientos de J. F. Lyotard (1981).
2 «Los sistemas educativos en América Latina: historias, diagnósticos y pers-pectivas». Trabajo elaborado por el autor y que se está considerando incluir en la publicación final de BADHICEI (2001): Bases para el avance de la historia comparada de la educación en Iberoamérica. Proyecto dirigido por Olga Lucía Zuluaga, de la Universidad de Antioquia, coordinadora del grupo de historia de las prácticas pedagógicas en Colombia. El proyecto recoge catorce investigaciones sobre el proceso de constitución de los sistemas de instrucción pública en Iberoamérica. En el balance global que de él hace Gabriela Ossenbach (profesora de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, España), esta autora insinúa las particularidades del papel del Estado en la configuración de dichos sistemas en América Latina. (Próxima publicación).
3 Un acontecimiento no es lo que sucede; es mucho más que eso, es la expresión de un cambio de época, algo que marca un hito, algo
4 Por razones obvias, nuestro interés no es detenernos a describir ese período, simplemente lo registramos en aras de desarrollar el argumento que guía nuestra hipótesis.
5 Noguera, Álvarez y Castro (2000): La ciudad como espacio educativo. Bogotá y Medellín en la primera mitad del siglo XX. Arango Editores, Bogotá.
6 De esto se ocupa la llamada pedagogía crítica: McLaren, Giroux, Berstein, Bourdeau, Apple, Castoriades, entre otros.
7 Coombs (1971). Por su importancia simbólica y por recoger los planteamientos que se utilizarían en los países de la región durante estas últimas cinco décadas, vamos a detenernos en su análisis como expresión de una huella más de nuestra búsqueda.
8 Recordemos que nuestros países sufrieron un cambio radical en sus estructuras demográficas a partir de los años cincuenta.
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