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Revista Iberoamericana de
Educación - Número 29
Síntesis: Las éticas aplicadas nacen en el último tercio del siglo xx como una necesidad social. Las sociedades pluralistas precisan dar respuesta a las cuestiones que se les plantean y no pueden hacerlo desde un código único, sino desde esas éticas aplicadas que ya están funcionando como una parte de la realidad social. En sociedades «moralmente republicanas» es indispensable recurrir a un proceso de deliberación en la esfera pública para descubrir los valores y los principios de una ética cívica, común a los diferentes grupos. Por tanto, se vuelve necesario analizar cuáles deben ser los rasgos de ese proceso de deliberación pública y cuál es el papel que las éticas aplicadas desempeñan en dicho proceso. Responder a esas preguntas nos llevará a descubrir cómo se está gestando desde las éticas aplicadas una ética cívica transnacional, que es el núcleo efectivo de una ética global.
Síntese: As éticas aplicadas nascem no ultimo terço do século xx como uma necessidade social. As sociedades pluralistas precisam dar respostas às questões que lhes são apresentadas e não podem fazê-lo a partir de um código único, senão a partir dessas éticas aplicadas que já estão funcionando como uma parte da realidade social. Em sociedades «moralmente republicanas» é indispensável recorrer a um processo de deliberação na esfera pública para descobrir os valores e os princípios de uma ética cívica, comum aos diferentes grupos. Portanto, torna-se necessário analisar quais devem ser os traços desse processo de deliberação publica e qual é o papel que as éticas aplicadas desempenham em tal processo. Responder a essas perguntas nos levará a descobrir como se está gerando, a partir das éticas aplicadas, uma ética cívica transnacional, que é o núcleo efetivo de uma ética global.
(*) Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, España.
En los años sesenta y setenta del siglo xx surgen en los países con tradición occidental lo que con el tiempo vinieron a llamarse «éticas aplicadas». A los tres giros aportados por la filosofía en el siglo pasado (lingüístico, hermenéutico y pragmático) se sumaba un cuarto, el «giro aplicado» y, en este caso, en uno de los ámbitos de la filosofía, concretamente el de la ética o filosofía moral. En aquel tiempo el problema de la fundamentación de lo moral seguía siendo el «tema estrella» de la ética, pero junto a él empezaba a ganar terreno la necesidad de aplicar a la vida cotidiana lo ganado en el proceso de fundamentación, la necesidad de diseñar una ética aplicada a las distintas esferas de la vida social, que daría lugar a las distintas «éticas aplicadas»1.
Los nuevos candidatos señalados a ser objeto de la filosofía fueron las biotecnologías, las distintas dimensiones de las organizaciones empresariales, la actividad económica, el desarrollo de los pueblos, el ejercicio de las profesiones, las consecuencias de las nuevas tecnologías, la estructura de los medios de comunicación, la revolución informática, la educación en la ciudadanía, la construcción de la paz en el nuevo contexto, y tantas otras cuestiones que desde la vida cotidiana buscaban respuestas. Pero no sólo de la filosofía, sino también de la medicina, la biología, la economía y la empresa, las profesiones, la informática, la ecología, las ciencias de la educación o los estudios de la paz. Las éticas aplicadas nacieron, pues, por imperativo de una realidad social que necesitaba respuestas multidisciplinares en sociedades moralmente pluralistas.
En tales sociedades las cuestiones morales no podían abordarse desde un único código moral, porque en su seno conviven distintos códigos, distintas «éticas de máximos», y a la hora de enfocar las cuestiones morales no pueden dar por supuesto que existen acuerdos básicos, sino que es preciso descubrirlos si es que existen o construirlos, si hay voluntad de hacerlo. ¿Qué instancia está legitimada para abordar las cuestiones morales y desde qué ética puede hacerlo, teniendo en cuenta que tales cuestiones son ineludibles?
No existen parlamentos éticos no se pueden elegir representantes éticos sino que en las cuestiones morales cada persona ha de formarse sus juicios y ser protagonista de su vida. Tampoco existen iglesias éticas, porque las iglesias, las sinagogas o las mezquitas tienen autoridad para sus creyentes, pero no para los que no lo son. Sus declaraciones en la opinión pública son sin duda elementos con los que los ciudadanos pueden contar para formarse un juicio moral, pero no son las únicas instancias.
En realidad, las respuestas fueron viniendo desde diversos enclaves sociales, a través de los que se fueron tejiendo, aun sin proponérselo expresamente, las éticas aplicadas.
Los gobiernos, primero en Estados Unidos, más tarde en Europa y después en otros lugares, formaron comisiones de ética de diversos tipos, distintas de las comisiones jurídicas. Una realidad cambiante no puede esperar los largos procesos jurídicos por los que se aprueba un código, ni son adecuadas las «leyes legales» para abordar los problemas morales. Así surgieron comisiones ad hoc comisiones locales y nacionales para hacer frente a cuestiones biomédicas, a problemas planteados por el desarrollo de las tecnologías, a temas referidos al buen gobierno de las empresas, a las actuaciones de los medios de comunicación o al comportamiento de los políticos y de las administraciones públicas. Su tarea consistía y consiste en elaborar documentos que contengan recomendaciones y orientaciones éticas, no en diseñar normativas legales. Por su parte, los organismos internacionales entendieron que el desarrollo de los pueblos o los problemas ecológicos son cuestiones internacionales, y dedicaron esfuerzos concretos a resolverlos moralmente a través del Banco Mundial, la UNESCO o la FAO.
La formación de las comisiones es un factor central en el desarrollo de la ética aplicada; la composición de las mismas es un problema ético de primera magnitud, porque de su trabajo depende mucho de lo que cristaliza como ética cívica. El procedimiento usual es que los gobiernos invitan, ya sea de forma directa o mediante otras instituciones, a expertos de los distintos campos, teniendo presente el enfoque multidisciplinar: junto a profesionales del ámbito correspondiente, suelen ser miembros de las comisiones un número de tratadistas de ética, juristas y teólogos.
En estos tiempos del siglo xxi podemos decir que mucho de lo ganado en ética aplicada se debe a la tarea desarrollada por los expertos en esas comisiones, y que las reflexiones teóricas que han podido hacer los éticos han procedido como decía Hegel como el búho de Minerva: desde el bagaje ético aprendido teóricamente, las reflexiones de los éticos que participan en comisiones relevantes tratan de poner en conceptos lo que aprendieron en el desarrollo de las sesiones y en la elaboración de los documentos. Es, pues, una ética aprendida en la arena del circo y no sólo en las gradas de la cátedra universitaria. No es extraño que Jonsen y Toulmin reconozcan haber descubierto el valor de la casuística a través de su trabajo en la National Comission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavior Research2, ni que otros hayamos entendido, trabajando en la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida, cómo se descubre el dinamismo de los valores compartidos que constituyen la ética cívica y cómo se está construyendo como una ética cívica transnacional.
Una segunda instancia social desde la que se demanda ética aplicada, y que colabora en su elaboración, son los expertos de las distintas esferas sociales. Por una parte, porque se encuentran ante problemas para los que no existen soluciones automáticas y necesitan ser consideradas con otros. Pero, también, porque a menudo profesionales con vocación desean revitalizar su actividad profesional, desean que se ejerza con dignidad3.
Si el ejercicio de la actividad profesional exige excelencia, entonces el derecho es insuficiente: es preciso forjar el «êthos», el carácter de la actividad, que se forma con valores, principios y virtudes, no con el mero seguimiento de leyes. De este anhelo surgen los comités de hospitales, de empresas, de ámbitos profesionales diversos, la inquietud de algunos colegios profesionales por complementar el código deontológico con uno ético, la elaboración de códigos éticos, la petición de auditorías éticas.
Con todo ello no se trata de eludir las obligaciones jurídicas mediante códigos éticos corporativistas sino de elaborar una autorregulación no corporativista, desde la experiencia de los especialistas y contando también con éticos y con representantes de los afectados por el ejercicio profesional: con «legos» en la materia.
También algunos filósofos morales han entendido el compromiso con la ética aplicada y con las éticas aplicadas como incluido en la responsabilidad de la filosofía por su época y por el futuro. Justamente en sociedades pluralistas, en las que no existe una sola voz autorizada para declarar qué es lo moralmente correcto o incorrecto, lo aprendido en las distintas tradiciones éticas tanto en cuanto al contenido como a la forma de saber es un bagaje importante para encontrar las respuestas de las que venimos hablando. No el único, pero sí uno imprescindible. Colaborar con los demás saberes en forma republicana, junto con expertos, juristas, teólogos, ciudadanos y gobiernos, es una obligación moral4.
Por último, la opinión pública es otra de las instancias que reclama y que a la vez elabora respuestas éticas para cuestiones abiertas. Los ciudadanos, cada vez más conscientes de sus derechos, exigen que se les respete en los diversos campos, que las distintas actividades estén a su servicio, puesto que son ellos los que dan sentido a la existencia de la comunidad. Pero también, en ocasiones, van percatándose de que no basta con reclamar derechos, sino que es preciso asumir responsabilidades y participar directamente, bien en las distintas esferas como «legos» en la materia (pero como protagonistas en tanto que afectados), bien a través de la opinión pública, que es uno de los órganos por los que se expresa el «republicanismo moral».
La opinión pública ha sido, y es en la actualidad, uno de los puntos centrales en los que se debaten los problemas morales, en los que se presentan y discuten propuestas. El modo de debatir en la opinión pública es esencial para determinar la altura moral de una sociedad, aunque no tanto como es obvio como el modo de vivir. El único procedimiento posible consiste, a mi juicio, en emprender procesos de deliberación en la esfera pública para ir descubriendo los valores y principios de una ética cívica común a los distintos grupos. En sociedades moralmente republicanas el proceso de deliberación en la esfera pública es esencial para decidir conjuntamente acerca de lo justo y de lo injusto, de lo correcto y lo incorrecto. Por lo tanto, es urgente analizar cuál debe ser la naturaleza de ese proceso de deliberación pública, dilucidar en qué consiste la ética cívica que debe ir siendo descubierta a través de él, y discernir qué papel deben tener en ese proceso público las éticas aplicadas.
Por lo que respecta al proceso de deliberación pública, debe llevarse a cabo en la esfera de la opinión pública, que es una institución indispensable en la sociedad civil de una comunidad política pluralista5. En efecto, a pesar de las discusiones sobre si la sociedad civil se identifica sólo con un «tercer sector», distinto del político y del económico, o si, por el contrario, en la sociedad civil es indispensable incluir también el ámbito económico, en lo que todos convienen es en que una parte fundamental de la sociedad civil es la esfera de la opinión pública. Sin ella no existe una sociedad pluralista ni ilustrada; sin ella resulta imposible dilucidar, entre otras cosas, cuáles son los valores y los principios éticos que una sociedad ya comparte y que constituyen su ética civil. Ampliar y potenciar esta esfera de la opinión pública es uno de los tópicos de la filosofía moral y política actual6.
Ahora bien, no es fácil discernir cuáles deben ser los rasgos de la opinión pública para que ésta pueda decidir de la manera más adecuada sobre lo justo y lo injusto. En nuestros días se ofertan diversos modelos y aquí vamos a proponer uno, que tiene su punto de partida en la tradición republicana liberal del siglo xviii, concretamente en la filosofía práctica de Kant, y que cuenta hoy con dos hitos esenciales pero insuficientes: el modelo del Liberalismo Político y el de la Teoría del Discurso.
En efecto, en la tradición republicana, al menos desde el siglo xviii, el concepto de public se liga con el modo en que se legitima el poder político, pero porque se entiende que es un poder público, cuyas metas y efectos son públicos, y precisa, por tanto, pública legitimación. En el siglo xxi podemos decir que las actividades relacionadas con las éticas aplicadas tienen metas y efectos públicos y, por tanto, necesitan legitimación pública; porque el criterio para distinguir entre las actuaciones que no la requieren y las que sí no es si la financiación es pública o privada, sino si las consecuencias de esas actuaciones son privadas o públicas. En tal sentido, las investigaciones relacionadas con las biotecnologías, los recursos medioambientales, con la educación, con las actividades empresariales y con tantas otras, necesitan legitimación pública.
En este modo de entender la publicidad constituyen un hito indispensable los conceptos kantianos de publicität y de «uso público de la razón» que hoy permanecen en distintas tradiciones aunque con matices diversos7. El concepto de publicidad está ligado a la legitimidad de la política porque es un poder público y, por eso, tal legitimidad sólo puede proceder del imperio de leyes racionalmente queridas. Un Estado justo no puede fundarse en la voluntad particular arbitraria de un soberano o de un grupo social. El soberano ha de promulgar sus leyes contando con la fórmula del contrato social, con la voluntad racional, que es la de «lo que todos podrían querer». Y a la hora de determinar «lo que todos podrían querer» es indispensable que ejerza su papel una «publicidad razonante».
En efecto, Kant no deja el cumplimiento del contrato social en manos del soberano sin adjudicarle de modo expreso una «voz de la conciencia» que le recuerde qué es lo que todos podrían querer, y aquí entra en juego el «uso público de la razón» por parte de ciudadanos ilustrados. Porque son los ciudadanos ilustrados quienes han de criticar a los poderes públicos, haciendo uso público de su razón. La libertad de la pluma es el paladín de los derechos del pueblo; la «publicidad razonante» es la forma de conciencia que media entre la esfera privada y la pública, entre la sociedad civil y el poder político.
Desde esta perspectiva la «res publica» lo es por tener como negocio el bien público, pero también por preconizar como procedimiento para alcanzar el bien público la creación de un espacio en el que los ciudadanos puedan deliberar públicamente acerca de lo que les importa. Estos dos elementos son irrenunciables en una concepción de la esfera pública.
Siguiendo esta línea, el Liberalismo Político de Rawls aclarará que la razón pública lo es en un triple sentido: porque, como razón de ciudadanos iguales, es la razón del público; porque su objeto es el bien público y las cuestiones fundamentales de justicia, y porque su contenido es público, dado por los principios expresados por la concepción de justicia política8. En las sociedades con democracia liberal son todos los ciudadanos los que deben participar en el proceso de deliberación pública, y no sólo los ilustrados. Pero esos ciudadanos, a la hora de aportar razones para apoyar sus posiciones, deben hacerlo únicamente con aquellas que puedan reforzar el consenso entrecruzado.
Es cierto que los ciudadanos pueden adoptar el punto de vista «incluyente» y aducir argumentos que pertenecen a su propia doctrina comprehensiva del bien, pero siempre que esos argumentos sirvan para reforzar aquello que todos pueden aceptar aquello que refuerza el consenso entrecruzado hasta el punto de que el modelo de uso público de la razón es el del Tribunal Constitucional.
Por su parte, la Teoría del Discurso habermasiana pone en funcionamiento la fórmula kantiana del contrato social9. Quienes tienen que sugerir qué es «lo que todos podrían querer» en la esfera pública no son los sabios ilustrados, tampoco los ciudadanos, sino aquellos sujetos, afectados por los sistemas político y económico, que defienden intereses universalizables y colaboran en la tarea de formar una voluntad discursiva común.
La opinión pública la componen aquellos ciudadanos que poseen unas antenas especiales para percibir las consecuencias de los sistemas, ya que son los afectados por ellas. La concepción habermasiana del espacio público no fomenta sólo un diálogo neutral: se trata, por el contrario, de un espacio público creado comunicativamente desde el diálogo de quienes defienden intereses universalizables, de quienes son capaces de reforzar la intersubjetividad. Los participantes en el proceso de deliberación pública pueden argumentar razones de todo tipo, pueden aducir la perspectiva incluyente sin necesidad de intentar reforzar el consenso ya existente. Y, en este sentido, la oferta habermasiana es más amplia que la rawlsiana.
Sin embargo, a mi juicio, un modelo semejante no es «realista». La esfera pública no puede limitarse a una sociedad civil constituida únicamente por personas orientadas por intereses universalizables. Por el contrario, la sociedad civil está formada por asociaciones de todo tipo y por personas con intereses diversos, en ocasiones universalizables, en ocasiones particulares.
En un modelo de deliberación pública deben participar no sólo los sabios ilustrados (Kant), los ciudadanos (Rawls) o aquellas personas que se orientan por intereses universalizables (Habermas), sino todos los afectados por las decisiones; que en el caso de las cuestiones de ecoética, de genética, o de informática a menudo son todos los seres humanos, incluidas las generaciones futuras, y también la naturaleza, que necesita «representantes» de sus «intereses».
Ahora bien, si en el proceso de deliberación pública no puede negarse la entrada a ningún afectado por las decisiones, ¿cómo llevar adelante ese proceso de deliberación pública sin caer en una «Babel» de opiniones morales inconexas, o sin dejar las decisiones a quienes tengan más fuerza en la «lucha por el reconocimiento»?
La respuesta, a mi juicio, es la siguiente: precisamente porque el ámbito de libertad es mayor, también es mayor la responsabilidad de participar en la deliberación pública de quienes teniendo información suficiente en cada uno de los ámbitos de la vida social persiguen en ellos que se satisfagan los intereses universalizables, siendo conscientes de que las normas éticas tienen que tener en cuenta a todos los afectados por ellas, sin exclusiones.
En este punto resulta decisivo el papel de las éticas aplicadas. Éticas aplicadas y opinión pública están estrechamente unidas y es importante que sigan estándolo para poder dar respuestas «altas de moral» a los problemas morales.
En efecto, en las sociedades moralmente pluralistas no existe una única voz autorizada para determinar qué es lo moralmente adecuado; de ahí que los ciudadanos se vean obligados a forjarse su juicio moral mediante la reflexión y teniendo en cuenta a la opinión pública. Por eso importa que en dicha esfera pública se escuchen las voces de quienes, trabajando en los distintos ámbitos con rigor y seriedad, se preocupan porque el trabajo se lleve a cabo en ellos atendiendo al nivel de ética cívica alcanzado por esa sociedad y a la ética que le presta fundamento racional. Ésta es una de las tareas que han llevado y están llevando a cabo las distintas éticas aplicadas.
Las éticas aplicadas surgen de un intento de moralización de las distintas esferas de la vida social. Se han ido generando de «forma repu-blicana», es decir, desde el trabajo conjunto de los profesionales, eticistas, juristas y afectados por las decisiones que se toman en cada ámbito. Por eso las reflexiones e informaciones de las éticas aplicadas deben ser llevadas a la opinión pública, de modo que los ciudadanos y el poder político puedan forjarse juicios morales suficientemente informados con respecto a las cuestiones esenciales.
Ésta es la actual tarea de «ilustración», que no deben llevar a cabo sólo los sabios sino cuantos trabajan en estos ámbitos, y tienen o deberían tener mejor información y se preocupan o se deberían preocupar por respetar y potenciar la ética cívica de esa sociedad y la ética que les presta fundamento. En realidad, son las nuevas referencias con las que la ciudadanía puede contar para formar su juicio en cuestiones morales.
Como he expuesto con detalle en otros lugares10, las éticas aplicadas no adoptan el método deductivo propio de la Casuística 1 ni tampoco el inductivo propio de la Casuística 2, sino que tienen la estructura circular propia de una hermenéutica crítica: no parten de unos principios con contenido para que sean aplicados, porque en las sociedades pluralistas no hay principios con contenidos comunes; tampoco descubren únicamente principios de alcance medio desde la práctica cotidiana, porque en cualquier ética aplicada hay una cierta pretensión de incondicionalidad que rebasa todos los contextos concretos. Más bien detectan hermenéuticamente en los distintos ámbitos de la vida social principios éticos y valores que se modulan de forma distinta en cada uno, justamente los principios éticos y los valores que constituyen la ética cívica, común a todos los ámbitos.
Desde esta perspectiva, las éticas aplicadas cuentan, al menos, con una doble estructura.
Cada una de ellas constituye, en principio, la ética de una actividad social, sea la investigación biotecnológica, la sanidad, la empresa, la ingeniería o la educación. Para dilucidar en qué consiste esa ética es muy fecunda la concepción neoaristotélica de «práctica», como una actividad social cooperativa que cobra su sentido de perseguir determinados bienes internos, lo que exige el descubrimiento de ciertos principios de alcance medio, la encarnación de varios valores y el cultivo de determinadas virtudes por parte de quienes participan en ella11.
Lo específico de cada ética aplicada, lo que le presta su peculiar idiosincrasia, son los bienes internos que persigue la actividad correspondiente, los principios de nivel medio que orientan moralmente la acción, los valores que es necesario alcanzar y las virtudes que importa cultivar para poder alcanzar los bienes internos. Este primer momento, el referido a la dimensión de actividad que tiene toda ética aplicada, es el que podríamos denominar «momento aristotélico».
Pero, en segundo lugar, el hecho de que esa actividad se lleve a cabo en una sociedad que ha alcanzado el nivel postconvencional en el desarrollo de la conciencia moral, le obliga a perseguir sus bienes internos respetando un marco deontológico al que podríamos denominar «momento kantiano»: en principio, el marco de los principios y valores que respeta esa conciencia moral social y que se expresan en su ética cívica. En nuestras sociedades se trataría de valores como la libertad, la igualdad, la solidaridad, el diálogo y el respeto activo, y de derechos como los derechos humanos de las tres primeras generaciones.
Ahora bien, conviene aclarar cuál es el núcleo racional de esa ética cívica, ya que, en caso contrario, mentalidades e intereses espurios pueden llevar a deformar su fisonomía. El núcleo racional de esa ética cívica está constituido por dos principios éticos, el segundo de los cuales constituye una reformulación dialógica del primero.
Se trata, en el primer caso, de la segunda formulación del imperativo categórico, tal como Kant la expone en el segundo capítulo de La fundamentación de la metafísica de las costumbres. El imperativo dice así:
Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca simplemente como un medio12.
Por su parte, el segundo principio es el de la ética del discurso que se expresa del siguiente modo:
Todos los seres capaces de comunicación lingüística deben ser reconocidos como personas, puesto que en todas sus acciones y expresiones son interlocutores virtuales, y la justificación ilimitada del pensamiento no puede renunciar a ningún interlocutor y a ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión13.
Justamente el hecho de que la ética cívica reconozca que algún tipo de seres (los humanos) tienen un valor interno es lo que ofrece un criterio para valorar las consecuencias de las decisiones. Teleologismo y deontologismo no se contraponen, sino que la especial dignidad o valor de un tipo de seres (momento deontológico) es lo que da sentido a la pregunta por las consecuencias de las decisiones para esos seres, lo que permite valorarlas.
Lo incondicionado, a pesar del pragmatismo contextualista à la Rorty, es indispensable para el mundo moral.
Podríamos decir, por tanto, que las distintas éticas aplicadas constituyen la modulación de la ética cívica en las distintas esferas de la vida social, la cual les está obligando a convertirse en transnacionales y a estar presentes en una esfera pública que es también transnacional.
A comienzos del tercer milenio puede decirse que las éticas aplicadas constituyen una forma de saber y de actuar indeclinable, precisamente porque no han nacido por requerimiento de una sola instancia sino por la demanda de ciudadanos, políticos, expertos y éticos. Desde esa cuádruple exigencia fueron naciendo las éticas aplicadas pioneras (bioética, genética, ética económica y empresarial, ética del desarrollo), y también la ética informática, la de los medios, la ecoética, las diversas ramas de la ética profesional (ingeniería, arquitectura, abogacía, psicología, docencia, etc.), y toda una amplia gama de reflexiones éticas acerca de fenómenos centrales en la vida humana, como el deporte o el consumo.
Pero también por haber nacido por exigencias de la realidad social, actualmente no son sólo disciplinas filosóficas ni siquiera son sólo formas interdisciplinares de saber sino que igualmente forman parte de la realidad social, se han incorporado a ella de forma institucional sin retroceso posible: sus esfuerzos están encarnados ya en instituciones, organizaciones e instrumentos tanto en los Estados nacionales como en las comunidades transnacionales y en el orden global, amén de tener una más que merecida presencia en la opinión pública.
La ética cívica se modularía como «bioética cívica», «ética cívica de la empresa», etc., y se encargaría de responder a las grandes cuestiones desde unos valores y principios compartidos por los distintos grupos, por las distintas «éticas de máximos» de las sociedades pluralistas. Justamente en descubrir esos valores compartidos y en aventurar desde ellos respuestas responsables se comprometen las comisiones y asociaciones nacionales e internacionales de cada una de las éticas aplicadas y los comités de ética de las instituciones públicas, que van descubriendo en su funcionamiento cómo un mínimo de acuerdos morales traspasa las fronteras y va forjando una ética cívica transnacional.
De ahí que las comisiones de ética vayan constituyendo cada vez más una «fenomenización» de una moral «cívica» y no estatal, una moral que une a los ciudadanos (entre ellos los profesionales) de distintos Estados.
En efecto, la ética cívica de una sociedad pluralista constituye la sustancia ética compartida desde la que es posible justificar la validez moral de diversas leyes positivas en su pretensión de justicia, y que inspira las actuaciones de las distintas instancias éticas de dicha sociedad: es la base ética común de las comisiones nacionales de bioética, de los comités locales de ética e investigación clínica, de los comités asistenciales de los hospitales, de las comisiones internacionales y nacionales de ética de la ciencia y de la técnica. Asimismo, constituye la base común de los códigos éticos y de las auditorías éticas de las empresas, así como de los comités de seguimiento de las mismas, de los códigos de las distintas profesiones (periodistas, ingenieros, arquitectos, docentes, etc.), y de las comisiones de seguimiento correspondientes. Desde este tipo de ética se elaboran los programas de las instituciones educativas públicas y los mínimos éticos de los que no pueden prescindir las instituciones educativas privadas.
Ahora bien, no puede decirse en modo alguno que cada país descubra en solitario los valores y principios que comparten sus ciudadanos y que después de haberlos descubierto entre en diálogo con otros países. La idea rawlsiana de centrarse ante todo en el ámbito de una comunidad política determinada es descabellada, porque el marco de la ética cívica de cada país es desde el comienzo transnacional, como se aprecia con claridad en el modo de funcionar las comisiones éticas a las que hemos aludido, en el que se muestra cómo el surgimiento y la evolución de la ética cívica se producen en un espacio transnacional, y no únicamente nacional. Podemos aducir dos ejemplos de este modo de proceder que ilustran cuál está siendo y puede ser la aportación de las éticas aplicadas a la dimensión pública transnacional, de forma que son estas las que están construyendo una ética global. A los caminos que hoy se proponen, y que en otro lugar hemos considerado con detalle14, el hermenéutico-coherencial (Rawls), el hermenéutico de la crítica social (Walzer) y la Pragmática Trascendental (Apel), sería preciso añadir este cuarto camino de una ética cívica transnacional, que se va haciendo desde las éticas aplicadas y que está construyendo la auténtica ética global. Los dos ejemplos a los que me refiero son el de un acuerdo global de ética empresarial, que recibe el nombre de Global Compact, y el modo de proceder de las comisiones nacionales de bioética en los distintos países.
El caso del Global Compact, lo ofreció en 1999 el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, en Davos (Suiza), ante el Foro Económico Mundial. El pacto intenta aglutinar no sólo a los que ya protagonizan la globalización junto a los políticos, es decir, a los grandes empresarios, sino también a quienes no la están protagonizando y deberían poder hacerlo, si es que quiere ser humana: organizaciones cívicas, organizaciones laborales y pequeños y medianos empresarios.
Como se dice en ética de la empresa, los afectados por la economía no son sólo los líderes y los accionistas de las grandes empresas sino todos los stakeholders, todos los que tienen algo que ganar o que perder en el juego, ahora global, de la economía. Y el modo en que está funcionando la globalización, sin tener en cuenta a buena parte de los afectados, lleva a percibir al mundo empresarial, sobre todo a las grandes empresas, como un cuerpo extraño; de ahí la necesidad de integración.
Nueve principios muy simples constituyen la base ética del compromiso. Los dos primeros se refieren al respeto y la promoción de los derechos humanos; los cuatro siguientes, a los derechos laborales, y los tres últimos, a la protección del medio ambiente. Quien desee sumarse al acuerdo con su firma se compromete a alimentar habitualmente estos principios, a operativizarlos en la vida de las empresas en el nivel local y global.
Realmente, las empresas que hace ya décadas conocen y ponen en práctica ideas tan fecundas como las de responsabilidad social y ciudadanía corporativa pueden preguntarse qué novedad se sigue de todo esto, porque tales ideas son mucho más exigentes en sus compromisos que los nueve principios del Global Compact. La novedad provendría del carácter global de la iniciativa, que convoca a los protagonistas y afectados de todos los países del mundo sobre la base de unos principios que pretenden valer a nivel global, empeñándose en llevar adelante la tarea no con proclamas ideológicas sino con buenas prácticas.
Por lo que se refiere al carácter global del pacto, es una buena noticia constatar que, a pesar de las continuas proclamaciones urbi et orbi de que vivimos en tiempos de incertidumbre ética, de que no contamos con orientaciones éticas compartidas para afrontar el reto económico y el de las nuevas tecnologías, es todo lo contrario: se globalizan por fortuna en declaraciones éticas compartidas, y el Global Compact es un ejemplo referido a las empresas.
Un ejemplo que, como es patente, trata de congregar a representantes de esos dos foros mundiales que tienen una imagen tan distinta de la globalización: el Foro Económico Mundial, compuesto por representantes políticos y económicos y por líderes de opinión, y el Foro Social Mundial, formado por asociaciones cívicas y laborales y por intelectuales. Si como se dice, las relaciones entre ambos foros empezaron siendo de confrontación abierta, con el tiempo pasaron a discurrir en paralelo y más tarde iniciaron el diálogo. De hecho es también una buena noticia, una excelente noticia, que el Foro Social Mundial, reunido en Porto Alegre, decidiera ir, más allá de la repulsa, al compromiso de elaborar y presentar alternativas rigurosas a la globalización tal como se está produciendo. Lo bueno no es «globalización no», sino «queremos que la globalización sea de esta otra manera». Cualquier rechazo por parte de los poderosos a una propuesta concreta más razonable es mucho más injusto que las negativas abstractas.
Pero a este compromiso del Foro Social Mundial debe corresponder otro de responsabilidad por parte del Foro Económico, un compromiso de hacerse creíble, y el Global Compact puede ser una plataforma para ello en la medida en que incorpora también a organizaciones cívicas y laborales en el nivel global.
Como comentaba un empresario: «mi concepto de responsabilidad cambia considerablemente cuando hablo con el analista financiero y cuando hablo con una organización cívica; es preciso hablar con los dos».
Por eso es una buena iniciativa la de no apoyar el poder de convicción del pacto global su credibilidad en declaraciones ideológicas sino en las buenas prácticas la de evitar connotaciones como «progresismo» o «conservadurismo» y llegar a aquello tan sencillo de «por sus frutos los conoceréis». A fin de cuentas, para descubrir si un médico, un periodista o un profesor son buenos, más que a sus proclamas hay que atender a sus prácticas. Poner la carreta delante de los bueyes sólo lo hacen los que no están dispuestos a optar por las buenas prácticas y necesitan maquillaje. Por el contrario, cuando las gentes vean que la globalización económica les beneficia, la acogerán con gusto. Cuando los empresarios se percaten de que actuar por los nueve principios es rentable, se sumarán al proyecto de una globalización con rostro humano.
Ante los retos de las nuevas tecnologías y por lo que hace a las comisiones nacionales de bioética, los distintos países o bien elaboran documentos conjuntos o los producen en cada país, pero teniendo en cuenta los instrumentos éticos de los restantes países, de suerte que las diferencias éticas y jurídicas entre ellos sean cada vez menores. Es cierto que los convenios respetan explícitamente las legislaciones nacionales para no violar la soberanía política de los Estados, pero conviene recordar que el pluralismo moral no se da entre los Estados sino en cada uno de ellos, porque cada Estado no se caracteriza por una ética de máximos sino que las distintas éticas de máximos están presentes en los distintos Estados, son «transversales», y la ética mínima va siendo cada vez más compartida por todos. De ahí que las comisiones de bioética vayan constituyendo cada vez más una «fenomenización» de esa moral «cívica» y no estatal, que une a los ciudadanos de distintos Estados forjando una ética cívica transnacional.
Como hemos comentado, concretamente en el campo de la bioética, sacar a la luz los mínimos compartidos por los ciudadanos e ir ampliando el ámbito de entendimiento es indispensable, porque son ellos los afectados por las decisiones que se tomen en esos ámbitos, y es inmoral decidir acerca de dichas cuestiones sin atender a «lo que todos podrían querer».
Esto sólo puede hacerse a través de un proceso de deliberación dinámico, cuyas soluciones quedan siempre abiertas a la revisión. Sobre todo en aquellos ámbitos en los que el progreso científico-técnico plantea siempre nuevos datos, problemas y situaciones que ponen en cuestión las soluciones anteriores.
La bioética tiene que representar en el espacio público un papel, que podríamos caracterizar con cinco puntos:
Puede decirse, entonces, que este papel público de realidades como el Global Compact o el funcionamiento de las comisiones de Bioética, que son sólo dos ejemplos concretos, debería ser asumido por el conjunto de las éticas aplicadas. De aquí está surgiendo una ética global, que podría hacer realidad el sueño kantiano de una comunidad ética cosmopolita, regida por leyes morales comunes.
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1 Adela Cortina, 1993, 1996; Gilles Lipovetsky, 1994.
2 Albert R. Jonsen and Stephen Toulmin, 1988.
3 Emile Durkheim, 1957; Max Weber, 1969; José Luis Fernández, Augusto Hortal (comps.), 1994; Diego Gracia, 1995; Adela Cortina y Jesús Conill (dirs.), 2000; Justin Oakley y Dean Cocking (2001).
4 Adela Cortina, 2001, 2001b.
5 Jürgen Habermas, 1981.
6 Jürgen Habermas, 1992; Adela Cortina, 1997, cap. 5; Benjamin Barber 2001.
7 Immanuel Kant, 1978, 1985, 1989.
8 John Rawls, 1993, cap. VI.
9 Jürgen Habermas, 1992.
10 Adela Cortina, 1993, 1996.
11 Alasdair MacIntyre, 1981, cap. 14; Adela Cortina, 1997, cap. V.
12 Immanuel Kant, 1998, cap. 2.
13 Karl-Otto Apel (1985), pp. 380 y 381.
14 Adela Cortina, 2001, cap.10.
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