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 ISSN: 1022-6508

Está en: OEI - Revista Iberoamericana de Educación - Número 52

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 Número 52:: Septiembre - Diciembre / Setembro - Dezembro 2009

Arte y educación
Arte e educação

  Índice número 52

Arte y educación: diálogos y antagonismos

Aida Sánchez de Serdio Martín *

* Profesora en la Unidad de Pedagogías Culturales de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Barcelona (UB), España.

Síntesis: El artículo plantea las relaciones entre arte y educación como un territorio complejo y difícil de transitar debido a la naturaleza dispar de ambos campos como esferas de producción cultural. A partir del reconocimiento de esta diferencia fundamental, las reclamaciones mutuas entre el arte y la educación devienen problemáticas y, a menudo, adquieren un carácter crítico. Se propone, pues, realizar un trayecto excéntrico hacia la educación artística que no parta de los referentes ya conocidos en esos ámbitos, sino que recorra los acercamientos hacia lo educativo provenientes del mundo del arte. Estos acercamientos han tenido un carácter paradójico, a la vez de reclamación y de descalificación de la pedagogía, a la que se considera un espacio de posibilidad transformadora, pero se intenta desvincular de las instituciones educativas por considerarlas reproductivas y autoritarias. Al provenir de un discurso ajeno a la educación artística, estas críticas devienen un marco de exterioridad que cuestiona aspectos que una comunidad de significado y práctica suele dar por supuestos en su interior, poniendo así de relieve contradicciones y posibilidades imprevistas. Pero a su vez, los argumentos de dicha crítica deben ser cuestionados por su aversión a lo educativo que niega la complejidad y diversidad de la escuela. Finalmente, a partir de esta discusión, e inspirándose en ejemplos de proyectos que se mueven entre el contexto educativo y artístico, el artículo explora las posibilidades pedagógicas que se abren cuando estos contextos son considerados en su diferencialidad productiva y no reduccionista.
Palabras clave: arte y educación; giro pedagógico; antagonismo.
Arte e educação: diálogos e antagonismos
Síntese: O artigo discute as relações entre arte e educação como um território complexo e difícil de transitar devido à natureza díspar de ambos os campos como esferas de produção cultural. A partir do reconhecimento desta diferença fundamental, as exigências mútuas entre arte e educação tornam-se problemáticas e, muitas vezes, adquirem um caráter crítico. Propõe-se, pois, realizar um trajeto excêntrico para a educação artística que não parta dos referentes já conhecidos, mas que percorra as aproximações ao educativo, provenientes do mundo da arte. Estas aproxi­-mações tiveram um caráter paradoxal, e, ao mesmo tempo, de questionamento e desqualificação da pedagogia, à qual considera um espaço de possibilidades transformadoras, mas desvinculadas das instituições educativas por considerá-las reprodutivas e autoritárias. Ao serem oriundas de um discurso alheio à educação artística, estas críticas constituem um espaço de exterioridade que questiona aspectos que uma comunidade de significado e prática costuma conceber como evidente no seu interior, pondo assim de relevo contradições e possibilidades imprevistas. Mas, ao mesmo tempo, os argumentos desta crítica devem ser questionados por sua aversão ao educativo, que nega a complexidade e a diversidade da escola. Finalmente, a partir desta discussão e inspirando-se em exemplos de projetos que se movem entre o contexto educativo e o artístico, o artigo explora as possibilidades pedagógicas que se abrem quando estes contextos são considerados em sua diferencialidade produtiva e não reducionista.
Palavras-chave: arte e educação; giro pedagógico; antagonismo.
Art and education: dialogues and antagonisms
Abstract: This article discusses the relationship between art and education as a complex and hard-to-navigate territory, due to the uneven nature of these two spheres of cultural production.
Based on the acknowledgment of this fundamental difference, the mutual demands of art and education become problematic and often reach a critical status.
Therefore we propose an eccentric path to artistic education. A path that doesn't start with the usual axioms of these spheres, but that goes through the rapprochements with education that the art world proposes.
These rapprochements have been paradoxical since they demand from, and at the same time discredit, pedagogy: a practice that is considered a space with transformation power but that is often detached from educative institutions since they are considered authoritarian and reproductive.
Since this criticism comes from a discourse foreign to artistic education, it becomes an external workframe that challenges aspects that a community that shares practices and meanings usually takes for granted. Therefore, it highlights contradictions and unforeseen possibilities.
However, the arguments of this criticism must be questioned because of its aversion to education and its denial of the complexity and diversity of school.
Finally, based on this discussion, and inspired by examples of projects that sail between an educative and an artistic context, this article explores the pedagogical possibilities that come up when these contexts are considered in all their productive, not reductionist, distinctiveness
Keywords: art and education, pedagogical revolution, antagonism.

1.      Introducción

El campo de la educación artística ha producido un cuerpo de reflexión significativo y cuenta con publicaciones de referencia desde hace ya cierto tiempo, pese a no tratarse del ámbito educativo más reconocido. Así pues, aunque es necesario continuar produciendo reflexiones y discusiones teóricas y promoviendo prácticas innovadoras, esta interdisciplina posee una tradición cada vez más establecida en el marco educativo escolar. La enseñanza ha reclamado la educación artística como formación integral de la persona, como vía para el desarrollo de capacidades cognitivas, expresivas y relacionales específicas, etc. (Parsons, 2002; Read, 2007; Eisner, 1992; Efland, 2004). Todos estos usos son perfectamente defendibles y valiosos, no obstante suponen una visión un tanto instrumental de los discursos y prácticas del arte como medios para obtener beneficios educativos generales, descuidando las dimensiones propias del mismo como forma de producción cultural1. La visión opuesta consistiría en tomar el arte como una disciplina especializada y totalmente diferente de las otras, cuyos datos había que memorizar (a la manera del historiador del arte) y cuyas técnicas había que saber reproducir (a la manera del pequeño artista). En ninguna de las dos vertientes se cuestionan las instituciones culturales implicadas.

Pero los tránsitos entre el arte y la educación se han producido en múltiples direcciones, vinculando ámbitos diversos en función de intereses y necesidades no siempre afines. No es únicamente la escuela la que ha argumentado y puesto en práctica una educación del arte o en relación con el arte; además el mundo del arte ha reclamado lo pedagógico como espacio que también le puede ser propio. Y prácticas artísticas tan multifacéticas como los proyectos que se mueven entre la intervención política y cultural han recurrido a la educación y al arte para sostener y abrir posibilidades para un activismo híbrido y difícilmente clasificable. Sin embargo, una revisión de los discursos sobre lo educativo, que se han producido desde estos contextos, revela que la educación escolar es considerada como una especie de otro abyecto contra el cual se posicionan para poder definirse como una alternativa más crítica y emancipadora. Ante este hecho propongo que un conocimiento concreto de las especificidades del otro antagónico, al que por definición tendemos a generalizar en estereotipos o prejuicios, es imprescindible para empezar a entablar una relación que pueda devenir fructífera.

Así pues, mi objetivo en el presente artículo es realizar un trayecto excéntrico hacia la educación artística, que no parte de los referentes ya conocidos en el campo, sino que transita por el lado oscuro de las críticas que, desde el mundo del arte, se han hecho a la educación en general y a la artística en particular. Estas críticas son, a su vez, profundamente problemáticas y, por consiguiente, no se trata de darlas por válidas ni de aceptarlas en un ejercicio de masoquismo disciplinar. Más bien lo que emerge explorando la mirada del otro es un filo crítico exterior que cuestiona aspectos que una comunidad de significado y práctica suele dar por supuestos en su interior. Si, al mismo tiempo, sometemos a dicho cuestionamiento exterior a interrogaciones que revelen sus propios límites, podemos encontrar pistas sobre cómo abrir diálogos complejos entre la escuela y otros ámbitos de producción y reflexión cultural y artística2.

2.      Abrir el espacio de la diferencia

Con el fin de iniciar una exploración de las relaciones y tensiones existentes entre la esfera del arte y la de la educación, y en coherencia con un enfoque que toma como punto de partida las diferencias y antagonismos, una de las primeras operaciones que puede resultar fructífera es la de mantener abierto y en tensión el enlace entre ambos términos, sin fusionarlos prematuramente de manera adjetiva. De este modo, me referiré la mayor parte del tiempo al arte «y» la educación, en lugar de a la «educación artística» o –aunque sea un término menos frecuente– al «arte educativo» o «pedagógico». Por supuesto, la conjunción «y» es sumamente ambigua y en otras circunstancias evitaría su uso si no diese además una explicación del tipo de relación que indica. Sin embargo, en este caso quisiera dejar abiertas las posibilidades de significación de esta partícula por dos motivos principales. En primer lugar, para poner de relieve que esta relación es múltiple y depende de las condiciones contextuales en que se construye; y, en segundo lugar, para evidenciar que ambos términos se refieren a ámbitos de discursos y prácticas muy diferentes entre sí, cuya configuración fundamentalmente distinta determina las fricciones mutuas que constituyen en buena medida el interés de su relación.

Las diferencias entre el campo del arte y el de la educación son múltiples. Una de ellas es la naturaleza de las estructuras institucionales en que se promueven y desarrollan sus prácticas; museos y centros de arte por un lado y escuelas, por otro, se rigen por regulaciones distintas y organigramas no coincidentes. No hay vías establecidas de relación aparte de los departamentos de acción cultural (deac) de museos y centros de arte, e incluso en este caso, salvo excepciones, la relación tiene un carácter clientelar o de servicio, por el cual la escuela recurre al museo puntualmente pero no se entabla entre ambos una relación de diálogo más profunda y transformadora. Por otro lado, los procesos formativos de educadores y artistas son completamente distintos y están encaminados a formar tipos de sujeto que poco tienen en común. Aunque estas ideas tengan más que ver con la reinscripción del mito del artista y de los estereotipos sobre la educación reglada que con otra cosa, se concibe que los artistas se deban solo a su propia creatividad o expresión independiente, mientras que los educadores se ocupan de transmitir de forma eficaz y uniforme un currículo preestablecido. Además, en la formación de los educadores las disciplinas artísticas suelen tener un papel secundario, o meramente decorativo, y lo mismo ocurre a la inversa: en el caso de los artistas el dedicarse a enseñar está considerado como una ocupación menor o socorrida (cuando no directamente un «fracaso»). Finalmente, y este es un aspecto de gran importancia política y práctica, a menudo los departamentos de la administración pública que regulan uno y otro campo no solo están separados sino que no suelen colaborar, de manera que al generar proyectos a caballo de ambos campos nos encontramos con dificultades organizativas y de financiación que añadir a las anteriores.

A la vista de esta breve selección de divergencias, la idea de una relación fluida o natural entre el arte y la educación debería parecernos menos inmediata y algo más compleja. Propongo, pues, que en lugar de pensar en una educación artística, o en un arte cuya finalidad o efecto fuera educativo, prestemos atención a las negociaciones, diálogos, desencuentros o críticas que pueden surgir de considerar el arte y la educación como ámbitos articulados en discursos, prácticas, agentes e instituciones distintos, y separados la mayoría de las veces, pero con un gran potencial para un diálogo enriquecedor, porque, a la manera de los polos eléctricos, es la distancia mínima pero crítica entre ellos lo que carga la relación de potencial. En lugar de domesticarse mutuamente para no poner en cuestión el estatuto de los respectivos marcos institucionales, los cruces de diferencias se abren como vectores de potencial transformación de uno y otro ámbito. Al inscribir este espacio diferencial entre arte y educación es posible señalar cómo sus relaciones se extienden y proliferan, tanto dentro como fuera de la escuela.

Mi argumento es que una exploración de los modos en que contextos no escolares han puesto en práctica el vínculo entre lo artístico y lo educativo puede ofrecer pistas valiosas para repensar y abrir líneas de acción educativa desde o en relación con la escuela. Por consiguiente, no se trataría de amoldar las prácticas del arte a una educación artística que encaje en los patrones o sirva a unas finalidades definidas de antemano por la institución escolar, sino que el desafío consistiría en abrir colaboraciones con agentes externos (y extraños) para construir espacios complejos de intersección. En el siguiente apartado me propongo señalar algunos de los elementos que emergen de las reclamaciones de lo pedagógico por parte del arte, con el fin de descentrar el discurso del campo de lo estrictamente educativo. Al abrir la cuestión a una mirada ajena y, como veremos, no siempre amistosa, con toda seguridad emergerán fricciones que pueden contribuir a ampliar el debate sobre la educación artística, apuntando elementos críticos de tensión y también colaboración.

3.      Arte y educación: reclamaciones y descalificaciones

Al explorar la relación del arte con la pedagogía, mi objetivo es situar algunas posiciones en los discursos y prácticas del arte actual para las cuales lo educativo es un término clave o dotado de renovada importancia. Esto ocurre en ámbitos diversos, algunos de los cuales estarían separados por francos desencuentros. Por ejemplo, podemos encontrar reclamaciones de la pedagogía en propuestas comisariales relativamente bien acomodadas en las instituciones oficiales del arte, pero también en las prácticas del llamado arte colaborativo o comunitario, que se mueven solo a medias en los marcos institucionales del arte puesto que su esfera de acción son los contextos sociales públicos en los que emerge. Sin embargo, cada vez podríamos hablar menos de una separación radical entre prácticas artísticas institucionalizadas y no institucionalizadas, puesto que el mundo del arte ha mostrado interés por las prácticas en principio disidentes, y estas, a su vez, ven a menudo en museos y centros de arte una posibilidad de intervención y difusión. Así pues, mis argumentos se moverán con flexibilidad entre unos y otros modos de producción cultural, siguiendo el hilo conductor de cómo dichas prácticas han construido una relación con lo pedagógico.

El arte colaborativo o comunitario es un campo en el que los cruces entre lo pedagógico y lo artístico han sido frecuentes, por ejemplo en contextos de educación no formal, en procesos terapéuticos o de integración social, etc. Las conceptualizaciones de este tipo de prácticas son muy diversas, pero en algunos casos el aspecto educativo de estos proyectos se considera un resultado casi inevitable del mismo proceso artístico, como si el hecho de participar en él supusiese automáticamente la transformación del sujeto.

En efecto, una de las perspectivas sobre la relación entre arte y educación en este tipo de contextos subraya la capacidad transformadora que posee la práctica artística, si no de las condiciones objetivas de existencia, por lo menos de la experiencia o conciencia de los participantes. Esta capacidad se asocia con el poder curativo o terapéutico del arte, cuyo administrador sería el artista en una versión despolitizada del arte comunitario (Marchart, 1998; Kravagna, 1998). El acento suele ponerse en la necesidad de una sanación social debido a la alienación que sufre el arte respecto de la vida, el artista respecto de la «gente real», la vida cotidiana respecto de la creatividad, y así sucesivamente. Son «las percepciones únicas y los mecanismos creativos de los artistas» (Mary Jane Jacob, citada en Kravagna, 1998, p. 5) lo que permite llevar a cabo este proceso colectivo e individual, gracias a que el artista educador tendría la capacidad de traspasar estas cualidades a los no artistas. Kravagna señala que la mezcla que hace el arte público entre las cualidades espirituales de la comunidad, el cuidado pastoral y la educación contribuye a darle un carácter pseudoreligioso, al que Grant Kester (1995) alude también cuando habla del artista comunitario como «evangelista estético».

El hecho de que los proyectos colaborativos o comunitarios se hayan convertido muchas veces en un instrumento que enmascara conflictos en manos de la Administración (Yúdice, 2002, pp. 24-27) y en vehículo de una pedagogía de la regulación para la producción de sujetos dóciles, los ha hecho acreedores de críticas, muchas de ellas procedentes del campo del arte y de la crítica de arte (Bishop, 2004, 2006; Marchart, 1998). En general, las acusaciones se centran en que los proyectos de este tipo se limitan a celebrar aspectos positivos de las comunidades con que trabajan, a exaltar valores moralmente correctos –la paz, la convivencia, la diversidad, etc.–, dejando intactos los problemas y contradicciones de las situaciones tratadas (Bishop, 2004). En este sentido, lo social tendría como efecto la eliminación de lo político (Marchart, 1998). Además, se cuestiona la subordinación que se exige al artista frente a la voluntad de la comunidad, de manera que adquiere una cualidad sacrificial que no solo supone la renuncia a la autoría sino que desemboca en una estética simplista, que rechaza la complejidad y cae en representaciones obvias (Bishop, 2006).

Por su parte, en el contexto de las instituciones artísticas, comisarios y otros agentes culturales vienen mostrando un creciente interés por la educación. Se trata de un enfoque diferente del modelo tal vez más conocido en el contexto educativo, centrado en los ya mencionados deac de museos y centros de arte, o en las actividades para escuelas. La reflexión a la que me refiero ya no se basa en paradigmas pedagógicos escolares sino en nociones como «inteligencia colectiva», «autoeducación» o «giro pedagógico», tan interesantes en la teoría como problemáticas en la práctica.

Algunas manifestaciones de estas tendencias las encontramos en el hecho que en la edición de Documenta 12, en 2007, comisariada por Roger Martin Buergel, la educación constituyera una de sus tres líneas de debate, bajo el título «¿Qué hacer?». Por su parte, museos de arte contemporáneo han interpretado lo pedagógico no ya como mera oferta educativa, sino que lo han situado al mismo nivel que sus principales ejes discursivos (Museu d’Art Contemporani de Barcelona [macba], 2005a y 2005b). Y desde la teoría y la crítica de arte se ha defendido el mencionado giro pedagógico en la práctica del comisariado (Nollert y otros, 2006; O’Neill y Wilson, 2009). En este marco, el artista como educador es una figura que ha adquirido impulso como contrabalance de un cuestionamiento creciente de las instituciones educativas tradicionales (Armengol y Manen, 2005a; macba, 2005a), o incluso del propio museo como lugar de prácticas educativas (Armengol y Manen, 2005b). Escuelas y museos son cuestionados por fomentar unas relaciones jerárquicas entre, por un lado, el conocimiento y quienes lo «poseen» o administran y, por otro, los alumnos o públicos, que son reducidos al consumo pasivo de lo que les es administrado. Como resultado de esta crítica, justificada o no, el término educación se considera inadecuado para referirse a un proceso de trabajo basado en la negociación, y se proponen alternativas como «mediación» o «autoeducación» (Ribalta, 2002, p. 74).

Subyacente tanto a esta definición del problema como a la propuesta de alternativas, está la idea de que el artista, el comisario, o incluso el arte en general, poseen unos conocimientos o cualidades que los capacitan para llevar a cabo esta transformación de los contextos y naturaleza del proceso educativo. Pero cuál es exactamente este conocimiento resulta difícil de definir, en especial en lo tocante a la educación. Por ejemplo, en cuanto al arte, Armengol y Manen sostienen que:

El contexto artístico, no ya la institución, sino el conjunto de elementos que intervienen, tienen capacidad para generar estructuras de ensayo en cuestiones de comunicación y proximidad.

Es desde estas estructuras que:

[...] se puede crear un trabajo en común a partir del diálogo y el intercambio, donde la presentación –desde el ámbito del arte y no desde la educación– ayuda a fomentar posiciones más cercanas y horizontales (2005b) (la cursiva es mía).

Por otro lado, está la cuestión específica del conocimiento de los artistas en un contexto interdisciplinar, del cual se afirma que es un recurso «inexplotado socialmente» pero de «mucho valor»:

Mirando al valor que se puede crear actuando con la gente, con la sociedad, con las técnicas, y con las propias miradas, los artistas están deviniendo en agentes sociales, agentes notablemente constructivos, que extienden sus capacidades hacia el dominio de nuevos recursos, que hace poco tiempo no tenían (Orellana, 2005).

En ambas citas se pone de relieve que no es fácil definir cuáles son exactamente las cualidades que capacitan al artista, tomado como categoría genérica, para emprender proyectos educativos. A lo sumo se le reconoce una habilidad comunicativa y una disposición para crear situaciones relacionales, pero no toda comunicación y relación son necesariamente procesos educativos, aunque de todo se puede aprender. Trend (1997) constata que muchos de los proyectos artísticos colaborativos que se definen como educativos, aunque deben ser valorados por la democratización que suponen de las organizaciones artísticas que los promueven, también plantean problemas si se llevan a cabo de manera acrítica. Trend detalla aspectos concretos que determinan la dimensión pedagógica de estas iniciativas, como por ejemplo el hecho de que normalmente los artistas carezcan de formación y experiencia como educadores y que no suelan someter su propia práctica a un escrutinio crítico, lo cual hace que a menudo proyecten sus propios valores, intereses y necesidades sobre los grupos con los que trabajan (Trend, pp. 253-254). Asimismo, remarca el hecho de que algunas de las propuestas hechas por artistas y comisarios parten de la premisa de que saliendo del museo o la escuela se consigue una desinstitucionalización o, como dicen Armengol y Manen, una desjerarquización de los procesos. Sin embargo, siguiendo a Victor Burgin, el autor considera que en la sociedad contemporánea no se puede hablar de un afuera por lo que a las instituciones respecta, sino que por ejemplo:

[...] el o la artista que trabaja para un sindicato […] no ha hecho más que cambiar la problemática de una institución por la de otra; y al hacerlo corre el riesgo de abandonar una lucha a la que podía aportar cierta experiencia o conocimiento especialista, por otra en la que es un principiante (Burgin, citado por Trend, 1997, p. 255).

El problema principal que detecta Burgin en estas posiciones es que se trabaja desde una noción empírica y ateórica de institución. En cuanto a las iniciativas que surgen de los propios museos y centros de arte, cabe preguntarse hasta qué punto están dispuestos a aceptar la crítica, especialmente cuando se dirige a la propia institución.

Finalmente, ciertas cuestiones de las que críticos y comisarios hablan como si fueran una revelación (el carácter dialógico y construido de conocimiento, el reconocimiento de la crítica y el debate en dicho proceso, el cuestionamiento de las relaciones jerárquicas, etc.) no son nuevas en el campo educativo, sino que forman parte de la reflexión que teóricos, docentes e investigadores llevan a cabo sobre la enseñanza desde hace años, tanto desde la educación en general (Ayuste y otros, 1998; Giroux, 1989, 1997, 2001; Goikoetxea y García, 1997) como desde la educación en relación con el arte en particular (Trend, 1992; Hernández, 2000; Agirre, 2005). De todo ello se deduce una falta de reconocimiento de un campo de saber específico sobre los procesos educativos, paralelo a la invisibilización de los agentes mediadores en los procesos artístico-educativos, como son los educadores o los trabajadores sociales.

Efectivamente, tanto las concepciones más idealistas o romantizadas del papel del arte y del artista como educador-sanador, como las teorizaciones abstractas acerca de la desjerarquización y de la crítica radical procedente del arte, se construyen sobre la omisión y descalificación implícita de la educación artística y de la figura del educador. La desaparición de la identidad y el papel de los educadores y mediadores sociales en los proyectos artísticos colaborativos, detectable en la gran mayoría de las narrativas que de estos proyectos disponemos, permite que pueda emerger el cuadro ideal pero imposible de un artista individualizado y carismático que desarrolla procesos de gran complejidad y valor simbólico con una masa más o menos indiferenciada de gente con alguna característica particular que los agrupa (como por ejemplo la de ser niños, inmigrantes, ancianos, mujeres, gente sin hogar), sin necesidad de mediación alguna, por una empatía o sincronía motivada por la especial capacidad del arte, encarnado en el artista, para conectar con situaciones que precisan ser expresadas o articuladas.

Vemos pues que desde la esfera del arte se produce a la vez una reclamación y una descalificación de lo educativo. Una reclamación, porque se ve en ella una posibilidad de problematizar las formas en que las prácticas culturales contribuyen a la producción de sujetos y, por lo tanto, un espacio para su transformación crítica. Y una descalificación, porque la educación se asocia con la transmisión jerárquica de conocimientos autorizados por las instituciones establecidas y, en definitiva, con la normalización.

Una de las consecuencias de esta recuperación de lo educativo «desde otro lugar» es el rechazo a los referentes que proceden del ámbito de la educación, y su sustitución por fuentes en su mayoría filosóficas. En efecto, cuando se habla de pedagogía desde esta óptica radical o crítica, es frecuente encontrar referencias a Rancière –en concreto, y de manera nada sorprendente, a El maestro ignorante (2009)–, pero no así a autores del campo de la educación, y no digamos de la educación artística. Al igual que la escuela, se les considera perdidos para la causa de la radicalidad política y estética, complacidos participantes de la reproducción biopolítica y el autoritarismo escolar. La paradoja que se produce al purgar tan drásticamente el rango de referentes y prácticas aceptables es que solo acaban por sentirse interpelados a participar en el debate individuos y colectivos altamente intelectualizados y politizados (con toda probabilidad por la vía del estudio de las mismas referencias). Así encontramos el problema de la educación radical como prédica a los conversos puesto que, a causa de su elitismo discursivo y devaluación de otros tipos de propuestas, deja fuera de su ámbito de diálogo precisamente a aquellos a los que quería dirigirse.

Por resumir lo dicho hasta ahora de manera simple, en la crítica a la educación desde el ámbito del arte se identifica una «mala» educación reproductiva y autoritaria, normalmente asociada a la escuela, a la que se opone una «buena» educación que tiene lugar fuera de la escuela y de las instituciones formales y que es radicalmente crítica (y a la que de manera significativa se tiende a evitar llamar educación, sino que se recurre a términos como «pedagogía», «aprendizaje» o, incluso, como veíamos, «autoeducación»; todos ellos indicativos de la aversión a la figura del educador). Pero no podemos permitirnos eliminar sin previo escrutinio todo un campo de conocimiento, sino que se trataría de interrelacionar los campos de saber, es decir, de encontrar «territorios de cruce» (Rodrigo, 2007) entre la educación artística y las prácticas estéticas y así:

[…] no obviar lo heredado de la nueva escuela y los movimientos sociales en el marco de la pedagogía crítica, sino más bien articular este legado en una nueva relación desde la educación artística. [Lograr] una aproximación donde se integre el modelo de educación como práctica política, sin por ello perder la especificidad de lo estético como campo de trabajo, pero tampoco por ello apostando solo por lo singular de la práctica artística en detrimento del trabajo educativo.

4.      Transitar los espacios de diferencia (sin neutralizarlos)

A partir de los debates expuestos se dibuja un paisaje ciertamente minado de reticencias pero, a la vez, poblado de posibilidades de conexión o de «cruce de territorios». Como decía al principio del artículo, es importante reconocer la especificidad del interlocutor antagónico en lugar de generalizarlo prejuzgándolo como abyecto. En este caso, he querido presentar cómo se percibe lo educativo desde la esfera de lo artístico y del activismo cultural como forma de desplegar una crítica que apunte a los elementos problemáticos de la relación que nos ocupa, en especial una crítica a las definiciones reduccionistas o excesivamente instrumentales del arte en el contexto educativo. Las prácticas artísticas que se abren a lo pedagógico (aunque sea con actitud crítica), y que exploran las complejidades de los procesos que con ello se ponen en marcha, nos permiten vislumbrar espacios de posibilidad. Si fuéramos capaces de construir los puentes y de cruzar las tradiciones y saberes que señala Rodrigo en la cita anterior, sería posible aprender de las experiencias llevadas a cabo en el ámbito artístico y recuperar en relación con ellas un debate sobre lo pedagógico que trascienda lo escolar.

Al principio de este texto expresaba mi agradecimiento a las personas y organizaciones que me han ayudado a pensar las problemáticas que centran mi reflexión pero, además, también son ellas las que en muchos casos constituyen un ejemplo de este tipo de prácticas. Así, «Transductores»3 representa una propuesta en la que lo educativo y el comisariar se articulan de maneras no subordinadas y teniendo en cuenta de modo central al profesorado; también, los mismos colectivos y proyectos que recoge en su archivo (accesible en parte en Internet) y exposición son, en muchos casos, colaboraciones entre escuelas y organizaciones artísticas donde se produce una relación fructífera para ambas. El proyecto en cuestión supone, además, un ejemplo de reconocimiento por parte de las instituciones artísticas, en este caso del Centro José Guerrero, de las prácticas artísticas colaborativas y educativas, tomadas en toda su dimensión política y desde una perspectiva de la complejidad, es decir, como posibilidades de debate crítico y proliferación autónoma. El trabajo de LaFundició4, en los diversos contextos educativos en los que ha intervenido, es un ejemplo de crítica a la institución educativa desde la práctica cultural y la producción de conocimiento, que no deriva en un abandono de la escuela como espacio de intervención, sino en una reclamación para que cumpla la función de servicio público que debería. Sus colaboraciones suponen desbordes de los límites y posibilidades que la escuela suele dar por supuestos, de manera que acaban por ponerlos en crisis en un verdadero proceso pedagógico sobre el orden del discurso y de las prácticas escolares. Finalmente, el proyecto «Zona intrusa»5, ya en su tercera edición, es un ejemplo de la complejidad de la interacción entre el mundo del arte y la escuela, que hace de esta misma complejidad su objeto al interrogarse sobre los mecanismos de producción de valor artístico y los modos en que la escuela legitima determinadas producciones mediante su inclusión en el currículo. De manera específica, busca incorporar a los docentes desde la misma definición del proyecto y entablar un diálogo a múltiples bandas con artistas y estudiantes a lo largo de todo el proceso, que acaba teniendo una presentación pública fuera del espacio de la escuela.

Al mencionar solo estos tres ejemplos sobre los que tengo un conocimiento más cercano dejo fuera muchos proyectos valiosos que se desarrollan tanto en Cataluña como en otros lugares, pero creo que pueden apuntar a cuestiones compartidas en más casos y contextos. A partir de estas propuestas y de la crítica a lo educativo desde el campo del arte tratada en el apartado anterior, surgen los elementos que pueden contribuir a descentrar los espacios seguros y claramente enmarcados del arte o de la escuela y que, por consiguiente, suponen vías de desarrollo para las intersecciones del arte y la educación. Me refiero a las oportunidades que surgen si mantenemos una noción desescolarizada de arte y, en cambio, abrimos la escuela (o la institución de que se trate) a colaboraciones que reconozcan la diferencialidad de ambos campos.

En primer lugar, emerge un espacio de potencialidad cuando planteamos la educación como una articulación fluida de agentes y sujetos posicionados de manera muy diferente en cuanto a lo social, lo político, lo cultural, la pertenencia institucional o los saberes desde los que parten. En este sentido, un proyecto construido a caballo de lo artístico y lo pedagógico genera valor a partir de poner en relación personas, colectivos y organizaciones distintos, puesto que es en estos cruces donde emergen fricciones y se producen aprendizajes. Este es un aspecto que los proyectos colaborativos incorporan por definición, aunque como hemos visto ello no garantiza que esta relación entre agentes se haga significativa y problemática. Uno de los elementos fundamentales a tener en cuenta al respecto es la necesidad de cuestionar las jerarquías verticales de transmisión del saber, pero al mismo tiempo evitar plantear horizontalidades falsas que pretendan borrar las diferencias estructurales que atraviesan toda relación de aprendizaje y de producción cultural. Así pues, es necesario que los proyectos propongan encuentros que permitan abrirse a las fricciones de lenguajes y representaciones, generando momentos potencialmente críticos y, por consiguiente, de aprendizaje. No olvidemos que aprender es, esencialmente, cambiar, y que no hay aprendizaje genuino sin transformación de (todos) los sujetos involucrados en la relación de aprendizaje (de su posición, de sus creencias, de sus preguntas, etcétera).

En tanto proyectos que se desarrollan en relación con prácticas de producción cultural y artística, se abre la posibilidad de interrogar críticamente la economía cultural en que se insertan, no solo en cuanto a la producción artística sino también en relación con otras circulaciones de valores (económicos, políticos, simbólicos, identitarios). Más que exaltar o dar por supuestas unas capacidades y virtudes inherentes al arte, se trataría de plantear como problema de indagación en el proceso educativo bajo qué condiciones se han construido dichos atributos, cómo circulan y se reinscriben, así como las relaciones de poder de que son producto estos procesos, lo cual, lejos de socavar el sentido del arte, supone una puesta en juego de su potencial crítico.

En este sentido, la educación dejaría de ser una «reproducción» cultural y social para considerarse una esfera de «producción» e incluso de potencial transformación. Este es uno de los cambios que se demuestra más complicado, puesto que atañe a representaciones sociales de la educación profundamente enraizadas en nuestras culturas. La insistencia en la obligación por parte de la escuela de «transmitir» conocimientos y valores ya establecidos (o, menos explícitamente, la atribución de un rol de mero contenedor de niños y jóvenes hasta la edad laboral) no ayuda precisamente a reconocer el valor productivo y creativo que pueden tener los procesos pedagógicos. Que las producciones escolares rara vez reciban un reconocimiento en otras esferas culturales y sociales remacha el clavo de la visión reproductiva y subordinada de la enseñanza.

Es necesario, pues, ampliar las expectativas que tenemos tanto sobre alumnado y profesorado como sobre el sistema escolar en general, pero también entablar colaboración con instituciones que permitan una difusión y reconocimiento amplio de aquellos procesos educativos que asumen la responsabilidad de repensar el mundo, aunque sea a pequeña escala o en relación con la realidad inmediata. Es una invitación a que las instituciones educativas y las culturales dejen de vivir de espaldas, pero también a plantear el aprendizaje y el saber como algo necesario para la vida, recuperando el espíritu de una educación de lo cotidiano. No estaríamos hablando de un saber acumulable ni, por supuesto, de un saber necesariamente canjeable en las equivalencias del capital intelectual contemporáneo, sino un saber que nos ayuda a entender un estar en el mundo y unas posibles transformaciones de ese estar; un saber que prolifera y se transforma en la proliferación; un saber con valor de uso.

Finalmente, cuando los procesos entre el arte y la educación construyen un territorio intermedio, necesariamente se descentran los papeles tradicionales de los agentes: el saber ya no está solo en la escuela sino que puede estar en la calle o en la gente del entorno; los alumnos no son solo receptores de ese saber sino que lo co-construyen; educadores, artistas, intelectuales, trabajadores culturales, etc. trabajan desde posiciones distintas, pero no jerárquicas a la manera convencional, para elaborar al tiempo que transitan un campo de saber no preexistente a la acción colectiva, poniendo en juego sus saberes y habilidades junto con los de otros para generar situaciones y procesos de fin no siempre previsible. Esta circulación de saberes no solo es imprescindible sino que constituye la misma razón de ser del proceso de aprendizaje.

Las posibilidades así enumeradas podrían sonar a la enésima descripción de lo que la educación artística «debería» ser, o a lo que en inglés se llama wishful thinking, es decir, la proyección de los propios deseos y fantasías sobre una realidad que está muy lejos de corresponderse con ellos. Sin embargo, un número creciente de proyectos como los mencionados ponen en práctica estos desafíos. Si las instituciones del arte y las escuelas están dispuestas a explorar el territorio que las separa y a la vez las conecta (y las administraciones públicas a reconocer el valor de este tipo de propuestas y darles apoyo) es posible que se empiecen a abrir vías de transformación, más significativas precisamente porque se basan en el trabajo desde la diferencia y no desde lo mismo.

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