La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación monográfica cuatrimestral editada por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) |
Está en:
OEI -
Ediciones -
Revista Iberoamericana de
Educación - Número 23
SÍNTESIS: Desde la consideración de las políticas sociales como marco para analizar los programas compensatorios y de discriminación positiva, el Prof. Sergio España centra su interés en los elementos de todo tipo que operan como condicionantes para una eficiente gestión de esos programas.
El artículo recorre los antecedentes históricos que prefiguraron las actuales situaciones de inequidad en América Latina, para describir a continuación algunos de los factores que en la actualidad influyen decisivamente en el éxito de las decisiones políticas y de su puesta en práctica.
Por último, el trabajo intenta mostrar la importancia y validez de las políticas sociales, contestando a las críticas que se manifiestan desde distintas concepciones pedagógicas o contrapuestas posiciones ideológicas.
SÍNTESE: Desde a consideração das políticas sociais como marco para analisar seu interesse nos elementos de todo tipo que operam como condicionantes para una eficiente gestão destes programas.
O artigo percorre os antecedentes históricos que prefiguraram as atuais situações de iniqüidade na América Latina para descrever a continuação alguns dos fatores que na atualidade influem decisivamente no êxito das decisões políticas e da sua posta em prática.
Por último o trabalho tenta mostrar a importância e validez das políticas sociais respondendo às críticas que se manifestam desde distintas concepções pedagógicas ou contrapostas posições ideológicas.
(*) Sergio España fue Secretario de Programación y Evaluación en el Ministerio de Cultura y Educación de Argentina.
La gestión de políticas sociales ha estado signada en los últimos años por los enormes cambios del contexto en que se desarrollan. El agravamiento de la desigualdad social y la marginación que produce el tipo de crecimiento económico de esta época; la plena vigencia de las instituciones democráticas; las restricciones del gasto que impone el necesario equilibrio fiscal en el marco de esquemas tributarios injustos; los cambios culturales provocados por el impacto de la revolución tecnológica en los medios de comunicación; el agotamiento de los modelos de Estado dominantes durante las décadas pasadas; y las implicaciones geopolíticas del final de la guerra fría, han significado una acumulación de transformaciones que por amplitud, profundidad y velocidad, configuran el nuevo escenario en el que se despliegan las políticas educativas que son motivo del presente número.
En ese contexto deben llevarse a cabo políticas que, más allá de las coincidencias sobre su necesidad, suelen verse envueltas en polémicas en las que se mezclan distintas percepciones de la realidad tamizadas por las concepciones ideológicas y los intereses sectoriales. Por eso parece oportuno analizar la experiencia a la luz de algunos de los valiosos aportes dedicados a la interpretación de los procesos de la sociedad de fin del milenio.
La idea que desarrolla este artículo nació en conversaciones con amigos de otros países de Iberoamérica que compartían los desafíos de la gestión en estos tiempos, que, por vertiginosos y exigentes, muchas veces hacen que lo cotidiano no pueda ser objeto de una reflexión más profunda. El Seminario Regional de Programas Compensatorios, celebrado en octubre de 1998, fue oportunidad propicia para advertir la coincidencia de ciertos factores y condiciones por encima de las diferencias de sus manifestaciones. Por eso cabe destacar la posibilidad que brinda la OEI de generar el espacio necesario para abrir el debate, y señalar también la esperanza de que este desarrollo constituye un aporte para quienes están vinculados con las políticas sociales, ya sea en las diversas instancias de ejecución o de seguimiento.
Considerando de interés retomar esa tarea, se abordan algunas situaciones específicas reveladoras de las conductas de mayor significación, tanto estructurales como coyunturales, que se ponen de manifiesto a través de los problemas de ejecución de las políticas sociales, especialmente la educativa, en el contexto actual de nuestros países. Vale esta aclaración previa puesto que el objeto de tales abordajes no es profundizar en las particularidades de esos casos ni reabrir polémicas, sino partir de hechos concretos para llegar a las tensiones, debilidades, limitaciones y potencialidades que operan en el manejo de las situaciones.
Se trata de recorrer el territorio en el que se une lo político con lo técnico, en el que se elaboran las decisiones que deben ser tomadas por los máximos niveles, y donde se enfrentan todos los días las dificultades para ejecutarlas. Esa relación entre la teoría y los hechos es una de las claves de los procesos de transformación educativa como los que han encarado, con sus particularidades, muchos países de nuestra región. Por ello se abordan temas muy diferentes, que suelen verse por separado, pero que en el plano de la ejecución interactúan intensamente, ya que es la combinación de múltiples factores la característica dominante de esa tarea, no la preeminencia ni exclusividad de alguno de ellos.
Si cambiaron el Estado y la sociedad en la última década, ¿qué pasó en la relación entre ambos? Si se registraron tantas transformaciones y se desarrollaron modelos de gestión que incorporan nuevos conceptos para el sector, ¿por qué cuesta tanto superar los dogmatismos en los debates y los ideologismos en las investigaciones? Si se lograron consensos prácticamente inamovibles en materia de política económica, ¿por qué en el campo social no se logran los acuerdos mínimos que posibiliten la indispensable continuidad de las acciones? Si las declaraciones de gobernantes, opositores y sectores más o menos involucrados siempre destacan la prioridad de la educación, ¿por qué es tan difícil sumar voluntades políticas que lo reflejen en las decisiones? Esos interrogantes pueden parecer demasiado lejanos del tema central de esta publicación, ya que implican aspectos de la historia, de la sociología, de la economía y de las tecnologías de gestión; pero son parte del campo de análisis de la realidad y, en consecuencia, ayudan a reflexionar sobre ella y sobre la ejecución de las políticas que hay que transformar.
Eric Hobsbawm describe el siglo XX como el siglo «corto». Esta alteración de los criterios estrictamente cronológicos 1914 a 1991 refleja los cambios de la sociedad a escala mundial. Señala Hobsbawm: «Ignoramos qué ocurrirá a continuación y cómo será el tercer milenio, pero sabemos con certeza que será el siglo XX el que le habrá dado forma. Sin embargo, es indudable que en los años finales de la década de 1980 y en los primeros de la de 1990 terminó una época de la historia del mundo para comenzar otra nueva».
En el siglo XX el enfrentamiento Este-Oeste en Iberoamérica puso de manifiesto y potenció los desajustes propios de una sociedad en plena construcción sobre las bases características de su proceso histórico. Como en todo el mundo, cada bloque formó su tropa, ya fuera a partir de la «doctrina de la seguridad nacional», para la cual se preparaba en West Point, o mediante el entrenamiento de activistas en la táctica de la guerrilla y de la insurrección popular revolucionaria para la toma del poder. Esto que hoy parece tan lejano tiñó toda la geografía latinoamericana desde la mitad del siglo con mucho dolor, impotencia y frustración. Los gobiernos autoritarios proscribían líderes y movimientos, perseguían activistas, censuraban artistas y comunicadores y trataban de controlar toda producción intelectual. Los focos guerrilleros aportaban su cuota de violencia. Entre ambos fuegos se cerraban los caminos democráticos para recuperar las libertades y el Estado de Derecho, lo que significó la postergación de las mayorías, que quedaron a merced de las minorías poderosas.
Sostiene Francisco Javier Peñas que «La Guerra Fría puede entenderse mejor, no como la definitiva batalla ideológica por la historia, o como un equilibrio de intereses bipolar que gracias a su estabilidad evitó la tercera guerra mundial, sino por su papel en la consolidación del poder hegemónico después de la segunda Guerra Mundial, y por proveer el contexto para la construcción y el mantenimiento del orden político de posguerra. El significado histórico fundamental de la Guerra Fría fue el papel que la pugna desempeñó en la disciplina dentro de los bloques y en la legitimación de la autoridad, creando una colusión inconsciente entre Estados Unidos y la Unión Soviética en la medida en que cada uno intentó poner orden en sus respectivas esferas de influencia mediante el conflicto con el otro».
En ese contexto fue creciendo el papel del Estado en la sociedad. Los años 40 vieron en varios países de nuestra región el desarrollo de experiencias locales de estados de bienestar, con orígenes democráticos y sustento popular, que intentaron desde la soberanía nacional asociarse con sus vecinos para construir espacios de poder independientes. Fue la respuesta al nuevo esquema de relaciones internacionales consagrado en la Conferencia de Yalta, cuna del panorama geopolítico de la segunda mitad del siglo.
Ese marco se expresa con dramática claridad en algunos datos de la historia política de la época: 1948 en Venezuela; 1954 en Guatemala, año en que también accede al poder Stroessner en Paraguay; 1955 en la Argentina. Estos fueron años claves, ya que correspondieron a los respectivos golpes de Estado precedidos por repetidas crisis de inestabilidad, que terminaron con la proscripción de los líderes depuestos y engendraron la violencia política que pocos años después afectaría tanto a la región.
Ese proceso se refleja en el modelo de Estado forjado por cada régimen. En la Argentina se verifica, junto con la caída de la democracia, el final de la experiencia local de un Estado que con matices podría asimilarse al concepto de Estado de bienestar, y se torna el rumbo hacia lo que posteriormente se dio en llamar el Estado burocrático-autoritario, vigente durante las tres décadas posteriores. Un Estado regulador, propietario y controlador de los medios de difusión, de la energía, de las palancas de desarrollo productivo, que se prestaba al dominio político y a la corrupción estructural. Un Estado que asfixiaba las iniciativas de los distintos sectores y regiones, destruyendo el federalismo y las instituciones locales con el poder monopolizado por el nivel central. Es llamativo que, a pesar de profesar públicamente el credo liberal más ortodoxo, en general los gobiernos de facto argentinos no avanzaron en las privatizaciones ni en la modernización de la economía. Por el contrario, mantuvieron los símbolos del Estado de bienestar empresas públicas, sindicatos, obras sociales, universidades estatales, cajas de jubilación, etc.; simplemente aprovecharon el enorme capital político y económico que implicaba ese modelo (legitimidad social, producto de la memoria colectiva y poderío económico, por su alta participación en el PIB).
Los 80 marcaron el principio del fin del Estado burocrático autoritario. El derrumbe del bloque soviético hizo que ya no fuera necesario sostener regímenes sólo por motivos geopolíticos, y pasaron a crecer en importancia otros factores como los derechos humanos, la protección del medio ambiente y los desequilibrios fiscales. Los gobiernos de facto perdieron el sustento externo, y el gasto público sobredimensionado de un Estado que ya nada tenía de bienestar fue agravando la crisis económica de una región que sufría su baja competitividad en un mundo cada vez más exigente, hasta llegar a los colapsos inflacionarios de fines de esa década e inicios de los 90, que certificaron la inviabilidad de tal modelo.
El colapso deterioró las condiciones de vida de buena parte de la población, poniendo en serio riesgo las funciones básicas del Estado como la educación y transparentando la desocupación encubierta hasta entonces contenida por el empleo público. La aplicación de las lógicas de eficiencia empresarial en las empresas privatizadas provocó una fuerte disminución de sus plantas de personal, lo cual impactó severamente en ciudades que habían crecido dependiendo casi exclusivamente de esas empresas, generando focos recurrentes de conflictos sociales de características distintas a los conocidos hasta entonces cortes de carreteras, tomas de edificios públicos, que mostraron muy escasa organicidad al no ser convocados ni conducidos por sindicatos ni partidos políticos. Estos casos, en general, terminaron resolviéndose con medidas coyunturales de alto contenido asistencial, que al tener sólo un efecto de contención a término alimentaron el ciclo y generaron a su vez nuevas exigencias a la capacidad del Estado para desarrollar políticas sociales.
Otro hecho histórico de los últimos años fue la distensión que se dio al compás del fin de la Guerra Fría. Si bien aún quedan focos de violencia interna que afectan muy seriamente a algunos países Colombia como caso más extremo, y alguna cuestión bilateral pendiente, la solución de viejos diferendos limítrofes entre naciones hermanas implica también un cambio en el clima político. A ello se suma la constitución de espacios supranacionales como el MERCOSUR, que imponen nuevas reglas de juego para la economía incluyendo dificultades en ciertas producciones regionales, para un mejor posicionamiento en el concierto internacional. Estos procesos de integración han sido muy bien analizados por diversos estudios, por lo que no nos extenderemos en ellos. Pero merece resaltarse la oportunidad que generan para forjar otro modelo de relación del Estado con sus vecinos y con la sociedad.
La presencia de un enemigo constituyó el factor de cohesión para los regímenes sin sustento. Algunos episodios fueron representativos de la época: la guerra por las Islas Malvinas (más allá de la justicia de su causa), el conato de guerra entre Argentina y Chile (evitada gracias a la intervención de Su Santidad Juan Pablo II) que Videla y Pinochet alentaban sin disimulo, la llamada guerra del fútbol, formaron parte de una larga lista de conflictos en nuestra región que mostraron la tendencia beligerante entre países, cuyos gobiernos no reflejaban la hermandad de los pueblos.
Ese clima se sumaba a la espiral de violencia interna y creaba un clima muy poco propicio para el desarrollo de la educación. Por un lado justificaba la preeminencia del gasto militar sobre la inversión educativa, y, por otro, la persecución ideológica de «los enemigos del pueblo». La necesidad de preparar a los países para la defensa nacional postergó otras cuestiones, y atendiendo esa prioridad se resolvió la puja distributiva en una carrera armamentística que se potenciaba en la medida que las democracias caían.
Así se frustraron muchos intentos de construir sociedades respetuosas de las instituciones republicanas, de las libertades políticas y de los derechos humanos, basadas en los pronunciamientos populares y en la estabilidad jurídica. En definitiva, sociedades regidas por los principios de convivencia democráticos y de justicia social. Esto debilitó la capacidad financiera y técnica de los Estados para diseñar y ejecutar políticas. La falta de continuidad, producto de círculos viciosos de gobiernos formalmente constitucionales pero débiles y condicionados, interrumpidos por gobiernos de facto que, agotados, terminaban en nuevos ensayos relativamente democráticos, pusieron al Estado como botín de guerra del gobierno de turno, sin posibilidades de profesionalizar sus estructuras de gestión y sin controles sobre la administración ni abre el equilibrio de poderes.
La paz en los países que lograron consolidarla abrió nuevas oportunidades valorables y susceptibles de ser aprovechadas por la educación. No obstante, lo prolongado e intenso de la etapa anterior hizo que sus huellas perduraran en muchas conductas de la sociedad. Se expresan en la intolerancia, el maniqueísmo, la descalificación del que piensa distinto o no pertenece a determinados círculos, y que atraviesan todos los ámbitos constituyendo un factor a superar para avanzar en la construcción de las coincidencias básicas, imprescindibles por la trascendencia de los objetivos y la magnitud de las dificultades.
«Uno de los peligros actuales es que el capitalismo ha perdido todo el sentido del miedo. Se aceptan niveles de desigualdad que antes no se hubieran tolerado», dice José Rivero, mostrando una característica saliente de la posguerra fría: la reaparición de lo más salvaje del sistema. La Alianza para el Progreso de los 60 y otras formas de asistencia financiera ensayadas para sostener los regímenes antes referidos, tenían entre sus fundamentos el temor de que los desequilibrios sociales fueran el caldo de cultivo para estallidos desestabilizadores del sistema que necesitaba el bloque enemigo. Superado ese peligro, nada parece preocupar ya a la ancestral injusticia social; se agregan factores de concentración de la riqueza cada vez mayores.
No obstante, esos contrastes no son nuevos en la región. «La globalización es la latinoamericanización del mundo» arriesgó, en fotográfica síntesis, Alain Touraine al ser consultado sobre uno de los aspectos más notables y críticos de estos tiempos: la profundización de la brecha entre ricos y pobres y su generalización en todo el mundo. Hoy preocupan a las sociedades más desarrolladas el gueto de centro de las ciudades en EEUU, los inmigrantes en Europa por empezar a encontrarse en ellas niveles de pobreza y exclusión desconocidos hasta hace poco. En el otro extremo, países antes muy atrasados en sus indicadores económicos el cuarto mundo, pueden presentar fuerte desarrollo en algunos campos, con las consecuentes elites que acumularon en poco tiempo enormes fortunas, pero con los mismos niveles de miseria general de siempre.
Partía Touraine de recordar que esos contrastes forman parte del paisaje distintivo de América Latina desde mucho antes de la globalización1. Ese aspecto no siempre ha sido ponderado. Se suele afirmar que los actuales problemas sociales son producto del desmantelamiento del Estado de bienestar, olvidando esa base estructural de nuestra realidad histórica. Trasladando los estudios hechos sobre la realidad de países centrales se forzó la explicación del proceso local con categorías desarrolladas para interpretar las transformaciones de Francia, Alemania o Inglaterra. Sin duda se agravan las consecuencias de las crisis económicas en sociedades tan expuestas como las nuestras, agregando a esa pobreza estructural lo que se dio en llamar los nuevos pobres, provenientes en general de los sectores medios o de obreros industriales que sufrieron con mayor rigor los cambios productivos, la adecuación de las economías a las exigencias de la competitividad internacional o las nuevas formas del mercado laboral. Por eso, como veremos más adelante, sigue siendo importante profundizar acerca de una interpretación de los hechos ajustada al contexto local, en lugar de la copia de las ideas en boga.
Régis Debray
Además de los cambios geopolíticos y económicos, participamos de otros no menores que éstos que afectan los planos más profundos de nuestra forma de conectarnos con el mundo. La importancia que los medios de comunicación han adquirido hace que las políticas, su sentido y eficacia, queden fuertemente supeditadas a los procesos mediante los cuales se perciben las acciones. Ironizando, Debray recomienda a los nuevos políticos concentrar su atención en «cómo comunicar» antes que en «qué hacer», sintetizando tal fenómeno con la máxima que titula este párrafo.
Si bien no es nueva la vinculación entre la política y lo mediático, vale la pena reparar en que las formas de percepción han mutado radicalmente por el impacto de los medios electrónicos de comunicación. El retorno a la imagen como principal portadora de mensajes implica un cambio difícil de incorporar para quienes hemos sido formados en el mundo de las palabras. Es un ejercicio interesante repasar cómo se expresa en muchas situaciones propias de la gestión de las políticas sociales la influencia de los medios de comunicación, especialmente la televisión, que, como ha sido ya muy estudiado, genera mucho más que nuevos mensajes, creando también nuevas formas de interpretarlos.
Dice el autor francés: «Como la Cultura y el Medio Ambiente, la Acción Humanitaria es fuente de imágenes (y en primer lugar de los que se titulan protagonistas). Pero tiene sobre sus competidores tres ventajas acumuladas. Sus imágenes son narrativas; esta narración es participativa; esta participación es performativa. El drama más la identificación más la interactividad: esta suma es exclusiva. En el comienzo era la fábula, ésta siempre estará allí, decía Valéry. Ya un fotograma, imagen fija de un instante, es temporalizado por nuestra mirada. Reconstruimos espontáneamente el antes y el después de lo instantáneo, inventamos una acción, unas peripecias, un desenlace».
«Quedamos conmocionados pero superados. El punto de vista humanitario es de información débil y comunicación fuerte». Por eso señala que en la política actual no hay espacio para las precisiones. «No es tiempo de ingenieros», dice refiriéndose a ciertas desviaciones profesionales. Es el de los comunicadores, con pocas cifras y muchas imágenes. Más adelante veremos cómo este principio termina siendo decisivo a la hora de definir las políticas, pero valga un ejemplo de estos días: Internet, como símbolo de la modernidad, hace que se presente la conectividad de las escuelas como la gran revolución educativa del nuevo siglo. Ella de por sí resolverá los problemas de calidad y equidad que arrastramos por no ser lo suficientemente modernos. La ecuación es sencilla: la computadora por sí misma representa el progreso, no importa qué se haga con ella.
¿Qué relación tiene con nuestros asuntos? En Argentina (1998) diversas encuestas coincidieron en una opinión generalizada: se consideraba que era el peor año en cuanto al financiamiento de la educación pública, especialmente a las escuelas de los más pobres. Y una paradoja: la mayoría de las familias valoraba como buena o muy buena la escuela de sus hijos, pero malo el sistema en general. A tal punto llegó esta percepción que se aprobó un impuesto especial para el financiamiento educativo, que en realidad era adicional al salario docente.
Sin perjuicio de la necesidad que la Argentina tenía de mayores recursos para la educación, ese año 1998 fue el que registró la mayor inversión en educación en el país, que fue concentrada justamente en las escuelas de los sectores más pobres, ya que ese incremento presupuestario fue provocado por el esfuerzo de algunas provincias especialmente Buenos Aires y Santa Fe para extender la obligatoriedad incrementando la escolaridad del nivel inicial y de adolescentes, y por el financiamiento nacional de programas focalizados y de infraestructura.
La contradicción entre la percepción y la realidad nos llevó al fenómeno que describía Debray: en 1997 el gremio mayoritario de la docencia inició una forma de protesta que ganó la pantalla y, a través de ella, la opinión pública, concentrando el descontento acumulado por la histórica situación salarial del sector, a pesar de largos años de huelgas y distintos planes de lucha. El reemplazo de las metodologías tradicionales por una carpa estratégicamente ubicada (frente al Congreso Nacional), en la que ayunaron a modo gandhiano maestros de todo el país, volcó la simpatía general. «...Felizmente nuestros amigos están allí, políticos, cantantes, intelectuales, actores, sobre el terreno en carne y hueso (no hay error posible: sin duda son ellos, su rostro familiar viene a autenticar, su rostro auténtico viene a hacernos familiar la desolación que los enmarca y en la cual nosotros, telespectadores, correríamos el riesgo de no interesarnos verdaderamente)» continuaba Debray.
A miles de kilómetros, Chiapas, y el siguiente análisis de Manuel Castells: «El éxito de los zapatistas se debió en gran medida a su estrategia de comunicación, hasta el punto de que cabe denominarlos la primera guerrilla informacional. Crearon un suceso en los medios de comunicación para difundir su mensaje, mientras trataban desesperadamente de no verse arrastrados a una guerra sangrienta. Los zapatistas utilizaron las armas para hacer una declaración, luego explotaron la posibilidad de su sacrificio ante los medios de comunicación mundiales para obligar a la negociación y presentar un número de demandas razonable que, como parecen indicar las encuestas de opinión, encontraron un amplio respaldo en la sociedad mexicana en general».
Y prosigue: «la habilidad para comunicarse con el mundo y con la sociedad mexicana, y para cultivar la imaginación del pueblo y de los intelectuales, impulsó a un grupo insurgente local y débil a la primera fila de la política mundial. En ese sentido, Marcos fue esencial, fue extremadamente capaz para establecer un puente comunicativo con los medios de comunicación, mediante sus escritos bien construidos y su afortunada puesta en escena (el pasamontañas, la pipa, el marco de las entrevistas), que desempeñó un papel tan importante en la popularización de la imagen de los revolucionarios: a lo largo de todo el mundo cualquiera se podía convertir en zapatista poniéndose el pasamontañas».
Un aspecto insoslayable en el análisis de la política educativa y de los programas sociales es la reorganización del aparato estatal. La redefinición de su papel en el marco de los cambios de era repercuten también en la forma en que el Estado desarrolla las funciones que continúan a su cargo. Por eso nos detendremos en un aspecto que influye mucho y que aún está en pleno proceso en la Argentina de fin de siglo: la descentralización en un país federal. La organización administrativa, jurídica y económica y la visión pública, son elementos que condicionan la gestión en estos tiempos de cambios.
«Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires» suele decirse, mostrando por la cruda claridad del refranero la representación popular de las instituciones públicas en la Argentina. Es el resultado de más de un siglo en el que el Estado nacional forjó todo un país. El poder central estuvo omnipresente en muchos países formalmente federales, y se reforzó en los años de la Guerra Fría al compás de los regímenes autoritarios que anularon las instituciones democráticas y eliminaron los espacios de decisión locales (gobernadores, poder legislativo, municipios; todos eran delegados del nivel central).
Esa situación reconoce sus orígenes en las formas originales de corporización del Estado en nuestros países2. Como señala Manuel Castells, «El Estado, no la Nación (definida cultural o territorialmente, o de ambos modos), creó el Estado-Nación de la Edad Moderna. Una vez que se establecía una Nación, bajo el control territorial de un Estado dado, la historia compartida sí indujo lazos sociales y culturales, así como intereses económicos y políticos entre sus miembros. No obstante la representación desigual de intereses sociales, culturas y territorios en el Estado-Nación, sesgó las instituciones nacionales hacia los intereses de las elites que lo originaron y su geometría de alianzas, abriendo paso a crisis institucionales cuando las identidades sometidas, arraigadas en la historia o restauradas ideológicamente, fueron capaces de movilizarse para obtener una renegociación de su contrato nacional histórico.
La estructura del Estado-Nación presenta una diferenciación territorial que, al compartir o no compartir los poderes, expresa alianzas y oposiciones entre los intereses sociales, las culturas, las regiones y las nacionalidades que componen el Estado...».
Esa estructura se consolidó con una base económica fuertemente centralista, que alimentaba la dependencia de la periferia al centro de poder nacional. El desarrollo del sistema educativo en muchos países «federales» es demostrativo: las provincias tenían competencia constitucional en la materia, pero su insolvencia financiera les impedía ejercerla. La Nación entonces, en forma paternalista, se hacía cargo de brindar el servicio creando escuelas. Más aún, la grandiosidad de la arquitectura de las escuelas «nacionales» llevaba implícita un mensaje de poder: en muchos casos era comparable cuando no superior a las casas de gobierno o a la legislatura provincial. La escuela nacional, el Banco de la Nación, el correo nacional, mostraban en cada ciudad importante del interior del país «dónde estaba el poder». Estaba naciendo nuestro refrán.
La fuerza (y lo arraigado) de esa concepción se puso de manifiesto en el desenlace del caso antes referido de la protesta docente. Si bien el sistema educativo, excepto las universidades, ya era totalmente dependiente de las provincias, el éxito de la reclamación salarial se transformó en una exigencia hacia el gobierno: «algo hay que hacer». En el imaginario colectivo volvía a la órbita nacional el financiamiento educativo. Una ley aprobó esta contramarcha y trajo tranquilidad al sector y a la sociedad en general, con un aporte extraordinario de origen nacional de US $ 600 millones presupuestados para el año 2000. Cabe señalar que el monto equivale al 6% de la masa de recursos anuales dedicados al sector.
Similar conflicto tuvo lugar en México en 1999, cuando el Zócalo se pobló de representantes gremiales de algunos estados reclamando al Estado federal mejoras salariales, aunque con otro final en tanto no se modificó el eje de la política de federalización desarrollado desde 1992 en ese país.
Sigue Castells en su magnífica obra La Era de la Información, que constituye una contribución fundamental para entender el fin del milenio: «La creciente diversificación y fragmentación de los intereses sociales en la sociedad red da como resultado su agregación en la forma de identidades (re)construidas. Así pues, una pluralidad de identidades transmite al Estado-Nación las aspiraciones, demandas y objeciones de la sociedad civil. La incapacidad creciente del Estado-Nación para responder simultáneamente a este vasto conjunto de demandas provoca lo que Habermas denomina una crisis de legitimación».
«En América Latina, la reestructuración de la política pública para superar la crisis de la década de los ochenta dio un nuevo ímpetu a los gobiernos municipales y estatales, cuyo papel había sido tradicionalmente ensombrecido por su dependencia del gobierno nacional, con la importante excepción de Brasil. Los gobiernos locales, provinciales y estatales de México, Brasil, Bolivia, Ecuador, Argentina y Chile se beneficiaron, en las décadas de los ochenta y los noventa, de la descentralización del poder y los recursos, y emprendieron una serie de reformas sociales y económicas que están transformando la geografía institucional de América Latina. Al hacerlo, no sólo compartían el poder con el Estado-Nación, sino, lo que es más importante, creaban la base para una nueva legitimidad política a favor del estado local...».
«Una investigación sobre los datos comparativos de la descentralización política parece apoyar el dicho popular según el cual los gobiernos nacionales en la era de la información son demasiado pequeños para manejar las fuerzas globales, pero demasiado grandes para manejar las vidas de la gente».
«En la década de los noventa, los Estados-Nación han sido transformados de sujetos soberanos en actores estratégicos, ocupándose de sus intereses y de los que suponen representan, en un sistema global de representación, en una situación de soberanía compartida sistemáticamente. Ostentan una considerable influencia, pero apenas tienen poder por sí mismos, aislados de las macrofuerzas supranacionales y los microprocesos subnacionales».
La descripción citada se ajusta a lo ocurrido en nuestro campo. La expansión de los sistemas educativos «nacionales» terminó en aparatos de tal tamaño que quedaron muy lejos de las escuelas. La burocracia dictaba normas cada vez más rígidas, pero que cada vez se cumplían menos. Por eso la descentralización era una necesidad real del sistema, por encima de la conveniencia y de la coincidencia con los programas de reestructuración del Estado impulsados por el necesario equilibrio fiscal.
A principios de los 90 la Argentina decidió la transferencia de las escuelas que aún quedaban bajo su órbita secundarias y nivel superior a las provincias. Desde tiempo atrás se venía reclamando para evitar la superposición de funciones y para posibilitar el ejercicio de las competencias de las provincias. Había sido recomendada por el Congreso Pedagógico Nacional, convocado por el gobierno del Presidente Raúl Alfonsín, y era una de las propuestas incluidas en la plataforma electoral presentada por el justicialismo, que resultó ganador en los comicios presidenciales de 1989.
La condición para avanzar en la ejecución de ese consenso era la garantía del financiamiento de los servicios. Esta cuestión se resolvió a fines de 1991, cuando se logró alcanzar la estabilidad monetaria y comenzó una etapa de crecimiento económico. Ese crecimiento permitió una mayor recaudación tributaria que, a su vez, implicó un significativo incremento de los recursos provinciales que, por el mecanismo de coparticipación de impuestos, pudieron dedicarse a las funciones indelegables del Estado. Sobre esa base de relativa tranquilidad financiera pudieron construir el gobierno central y las provincias una nueva y clara distribución de funciones, atendiendo la estructura federal establecida por la Constitución. Como es lógico, las negociaciones fueron arduas, pero se llegó a acuerdos en los que participaron gobiernos de distintos signos partidarios, que se plasmaron en los llamados «Pactos Fiscales», y, en el caso de los servicios educativos, en una ley específica que dio marco jurídico a los respectivos convenios que se firmaron entre el Ministerio nacional y los gobiernos de cada provincia, ratificados posteriormente por las legislaturas locales.
No obstante, esos altos grados de consenso técnico y político no anularon la resistencia de los sectores involucrados, fundamentalmente del nivel central, como muy bien señala el trabajo de Roberto Mur y Manuel de Puelles (OEI, 1993), y sus consecuentes costos políticos. La memoria colectiva tenía una negativa valoración de la anterior transferencia de las escuelas primarias que había sido ejecutada en 1979 pleno gobierno de facto, sin financiamiento para las provincias ni marco jurídico que protegiera los derechos laborales de los docentes y los educativos de los alumnos. Aquella transferencia había sido motivada realmente sólo por razones económicas y en un contexto político de absoluto autoritarismo; esta otra sólo requería de la garantía económica y se ejecutaba en plena vigencia de las instituciones representativas de la democracia.
A ese recuerdo se sumó una equívoca interpretación que asimiló la política de descentralización con la ejecutada en Chile, que había transferido años antes las escuelas a los municipios, cambiando la naturaleza de la relación de dependencia con el Estado (volveremos sobre este asunto al analizar las investigaciones y contribuciones académicas). Los mismos mecanismos descritos en el conflicto antes señalado operaron para que, a pesar de todo, esta medida implicara también un costo político significativo.
La transferencia puso en marcha un proceso que, lejos de terminar, sólo comenzó allí, precipitando la redefinición de funciones y responsabilidades del nivel central y de las provincias. Fue forjándose así un nuevo modelo de relación, que dejó de ser competitivo o superpuesto pasando a ser cooperativo y coordinado. La piedra angular del nuevo edificio es la Ley Federal de Educación, promulgada en 1993, que estableció competencias específicas para el Estado nacional, la responsabilidad concurrente en materia educativa junto a las provincias, especialmente referida a garantizar la igualdad de oportunidades, y la unidad nacional. Por eso, entre las transformaciones que llevaría mucho espacio abordar se dio al nivel central la responsabilidad de financiar programas destinados a compensar los desequilibrios educativos producidos por el desigual desarrollo regional.
Establece la Ley 24195, en su artículo 64: «El Poder Ejecutivo nacional financiará total o parcialmente programas especiales de desarrollo educativo que encaren las diversas jurisdicciones con la finalidad de solucionar emergencias educativas, compensar desequilibrios educativos regionales, enfrentar situaciones de marginalidad, o poner en práctica experiencias educativas de interés nacional». |
La aplicación de la Ley Federal de Educación es una enorme experiencia aún en desarrollo de una trama de acciones ejecutadas desde distintas instancias del sistema educativo. Involucra escuelas, ministerios, ámbitos de acuerdos (el Consejo Federal de Educación) y de ejecución. Cierto es que la complejidad y falta de antecedentes, junto a la inercia de ese centralismo centenario convertido en principio de autoridad «se hace así porque lo dicen en Buenos Aires», dificultó el desarrollo de algunas iniciativas, pero este nuevo modelo mostró su potencialidad al posibilitar en pocos años la modificación de la estructura de niveles y ciclos, los nuevos contenidos curriculares. Permitió también acuerdos para innovaciones, como los operativos de evaluación, en los que intervienen escuelas de todo el país por voluntad de cada jurisdicción.
Esta forma de organización, que puede resumirse en la reformulación del principio de conducción centralizada (concebida ahora como compartir las decisiones fundamentales entre los distintos niveles del Estado) y de ejecución descentralizada, dio al sistema la flexibilidad que necesitaba para articular adecuadamente la diversidad en la unidad. El Consejo Federal se reveló como el ámbito donde se construyeron sólidos acuerdos, que permitieron desplegar a cada provincia la educación curricular sin poner en riesgo la necesaria unidad del sistema. Esto no siempre ha sido comprendido, y algunos observadores consideran que la falta de una normativa central y un único modelo de aplicación de la estructura supone necesariamente la anarquía y la desorganización (sigue siendo fuerte la imagen «tranquilizadora» de un Estado central que dicta normas aunque nadie las cumpla ni tenga formas de controlarlas, como herencia del paternalismo propio del modelo centralista).
Esa nueva organización, como red estatal, también fue fundamental para implementar con agilidad y eficiencia los programas compensatorios de apoyo para los sectores más pobres, como las becas, el mejoramiento de la educación primaria y secundaria, la erradicación de escuelas rancho o la obligatoriedad del nivel inicial. La articulación de tareas conforma una auténtica red de instituciones que se unen a un mismo efecto: el Consejo Federal establece condiciones y prioridades; la nación aporta los recursos económicos y supervisa; las provincias seleccionan los proyectos y las áreas de atención, y apoyan a las escuelas beneficiadas; las escuelas gestionan los recursos; los docentes los aplican en el aula; gremios, iglesias, municipios, organizaciones no gubernamentales se suman a proyectos específicos según las particularidades y la inserción en cada lugar. En definitiva, ha sido durante estos años una enorme experiencia del nuevo modelo: el Estado Red.
«Cuando alguien se queja de lo mal que se gasta en programas sociales sospecho que quiere pagar menos impuestos» (John Kenneth Galbraith).
«En los últimos cien años, y especialmente en el último medio siglo, un gran número de personas pasó a tener buenos ingresos y no quiso pagar por aquellos que tuvieron menos suerte. En el carácter humano hay un egoísmo innato que es casi natural. Cuando se habla de la necesidad de que el gobierno subsidie la pobreza, la gente más favorecida suele inventar razones de por qué eso no es bueno».
«Muchas veces estuve en América Latina, básicamente en Argentina y Brasil. Las dos cosas que me impresionaron fueron las injusticias del sistema tributario y el hecho de que países que no tienen enemigos mantengan un establishment militar tan grande». Y continúa: «mucha gente dice que no paga impuestos porque el gobierno es ineficiente y hay corrupción dentro del Estado. No estoy a favor de la corrupción, obviamente. Me gustan los gobiernos honestos. Pero tenemos que ser conscientes del ingenio que utiliza la gente para no pagar impuestos. Claro que los gobiernos son imperfectos, pero hay algo de lo que no podemos dudar: los que atacan de forma genérica al Estado, y esto es particularmente así en los Estados Unidos, son aquellos que no quieren que haya ayuda para los pobres, aquellos que pueden pagar los servicios por sí mismos. No quieren hacerse cargo de la atención sanitaria o de la ayuda social. Una de las grandes actividades intelectuales de nuestros tiempos es la generación de ideas mediante las cuales los ricos desarrollan teorías que los eximen de brindar ayuda. No se agrede al Estado mismo sino a su capacidad para defender a los pobres».
Las palabras de Galbraith van al corazón del problema del financiamiento de la educación, porque en muchos de los países de la región los fondos son insuficientes a pesar del enorme esfuerzo en la asignación de recursos. En la Argentina se registraba en 1998 una inversión en educación equivalente al 4.3% del PIB, mientras que en Alemania era el 7%. Ahora bien, si la comparación se hace sobre el Gasto Público Total, la Argentina dedicaba ese año el 13.7% a educación, mientras el país europeo lo hacía con el 9%. Estos datos, cuya variación anual es mínima, desnudan la realidad: en nuestros países la inversión educativa es baja a pesar del mejoramiento que logró el sector en la escala de prioridades a nivel del gasto del Estado. Y esto es así porque es baja la participación del sector público en la actividad económica total. Apenas significa el 25% su participación en el PIB, mientras que en Alemania es el doble.
Esa estructura tributaria injusta e ineficiente hace que el Estado se vea en serias dificultades para sostener la expansión del sistema, para avanzar en más años de educación, con un nivel de calidad acorde con las exigencias de los tiempos actuales. Forma parte de la distribución de la renta nacional, y se manifiesta de diversas formas de acuerdo con los momentos históricos a partir de la caída de los excedentes de la exportación de la producción primaria: la emisión monetaria sin respaldo y el endeudamiento externo para compensar el déficit fiscal, que no hicieron más que agrandarlo y diferirlo para el futuro inmediato, agravando las condiciones de desarrollo pero reforzando esa injusticia en la estructura tributaria. Si bien como dice Galbraith las impugnaciones sobre el uso de los recursos son fuertemente alentadas por quienes «quieren pagar menos impuestos», es cierto que es mucho aún lo que se puede mejorar en la eficiencia del gasto social en general, y del educativo en particular.
Lo que no es menos cierto es que no contribuyen al mejoramiento de la situación las imputaciones que suelen lanzarse desde la izquierda, referidas a planes perversos de desmantelamiento de la educación pública que se repiten atrasando 10 ó 15 años. Tampoco el voluntarismo y las apelaciones a la filantropía, que desde la derecha se proponen para generar sistemas paralelos al estatal, cuyo impacto publicitario es llamativamente alto, pero sin efectiva incidencia en la realidad del sistema.
En ese marco la utilización de los recursos cobra un papel clave, tanto por su impacto en los objetivos perseguidos por los programas cuanto por su incidencia en la puja distributiva. La percepción que se tiene de las áreas sociales desde otros rincones del Estado, en general negativa, suele ser casi decisiva en esas situaciones. Se dice que hay mucho gasto improductivo, que no son eficaces para ejecutar en tiempo y al final les sobra dinero, que no se controla bien, que las metas no son claras, que no se presupuestan correctamente los componentes. Estos argumentos deben ser sorteados por los responsables políticos cada vez que se elabora el proyecto de ley de presupuesto, cada vez que se disponen recortes al gasto sobre esa ley ya aprobada, o cada vez que los organismos de control realizan las auditorías de rutina.
Sin perjuicio de los reparos de Galbraith, es necesario que las áreas sociales profundicen su autocrítica sobre los procedimientos aplicados a la luz de las experiencias, los éxitos y los fracasos, para advertir los factores que influyen en esos resultados. Afortunadamente los 90 abrieron la posibilidad de administrar recursos impensables comparados con las décadas anteriores. El rápido incremento de los fondos dedicados a programas en la Argentina fueron unos US $ 20 millones en 1992, y 4 años después más de 500 mostró una amplia gama de respuestas en la ejecución, que en algunos casos resultó satisfactoria y en otros no tanto. Una primera aproximación permite identificar ciertos aspectos a tener en cuenta.
Los recursos humanos, fundamentalmente los que tienen responsabilidades de decisión, son un factor primordial. Sus características predominantes tienen que ver con nuestra historia, y del replanteo de su formación depende buena parte del éxito futuro. Durante los 70 por el contexto político, durante los 80 por la inexistencia de fondos, y salvo casos muy excepcionales, no hubo posibilidades de gestionar programas sociales de envergadura. Ello llevó a la mayoría de los profesionales con vocación por las políticas sociales a refugiarse en sus cátedras, en ONGs o en organismos internacionales dedicados a la investigación; cerca de la problemática social pero lejos de la gerencia. Obviamente, poner en marcha programas por cientos de millones de dólares anuales para acciones específicas tiene fuertes diferencias con los estudios de casos. Más aún, es común escuchar a modo de autocrítica a funcionarios que dicen «de eso no entiendo nada», refiriéndose a las áridas cuestiones presupuestarias (partidas, incisos, créditos, cuotas, etc.), legales o administrativas.
Como demostración de esa falencia en nuestra formación, hoy proliferan maestrías y postgrados dedicados a la «gestión de programas sociales» o a la «gestión educativa». No siempre esas propuestas registran las características reales que tiene que abordar la formación de recursos humanos aptos para tal fin. Por el contrario, muchas parecen haber reciclado las tradicionales propuestas de planificación de programas sociales (o de evaluación), incorporando el nombre de «gestión» por una cuestión de marketing, sin profundizar en el sentido del cambio ni registrar las experiencias del caso. Tal como Goldsmith señala para los teóricos del desarrollo económico, ocurre con ciertos especialistas en esta materia: «Quienes practican una disciplina en lugar de limitarse a enseñarla, están constantemente poniendo a prueba sus ideas en el mundo real y, si las ideas parecen fallar, las cambian hasta dar con un método exitoso. Un teórico puede seguir creyendo y enseñando las mismas teorías sin descubrir jamás si son o no efectivas».
Si analizamos los contenidos de muchos materiales teóricos de formación de recursos humanos para los programas sociales, encontraremos la mayor parte del desarrollo técnico en los siguientes temas: i) realizar diagnósticos adecuados; ii) mejorar los sistemas de información; y iii) evaluar en función de lo planificado. Hallaremos definiciones sobre metas, indicadores indirectos, evaluaciones ex-ante y ex-post, metodologías para análisis de prefactibilidad y factibilidad, etc. ¿La ejecución? Simplemente será «el proceso de asignación de los insumos previstos para conseguir los productos programados en cada una de las fases, de acuerdo al cronograma y al camino crítico elaborados en la factibilidad».
Ese es a mi juicio el error: se considera la ejecución como la aplicación de lo programado, como si se tratara de armar un juguete o un aparato que tiene cada paso perfectamente planificado. En consecuencia, no se le presta la misma atención que al diseño o a la evaluación. No se registra que esa aplicación está lejos de ser una tarea automática, y que, muy al contrario, es una permanente toma de decisiones sobre situaciones imprevistas. Sucede que no todo es como se supone al hacer el diagnóstico (por bueno que sea es imposible que abarque todas las facetas de la realidad), y, por tratarse de programas sociales, la interacción entre miles de personas que reaccionan de distintas formas por muchos motivos (sociales, culturales, históricos) según los contextos, convierten cualquier planificación en una base pero la resolución de cada una de esas situaciones será la que selle su suerte.
Por otro lado, los conceptos modernos de los programas sociales suelen chocar con los procedimientos administrativos del aparato estatal que, como hemos visto, fueron forjados para satisfacerse a sí mismos antes que a servir a la comunidad. La cuestión más seria en nuestro caso fue la gestión descentralizada, criterio fundamental para avanzar en la ejecución de políticas que propiciaran el protagonismo de la comunidad, agregando el control social para mayor transparencia y la pertinencia de las decisiones en función de cada contexto concreto. Choca este principio con la maraña persistente del Estado burocrático autoritario, que complica toda medida de descentralización que transfiera recursos a la comunidad.
Recuerdo una de las reiteradas discusiones con las oficinas de control presupuestario del Ministerio de Economía y con la Auditoría, que pretendían tener a su disposición las facturas de compra y los presupuestos requeridos para seleccionar la mejor oferta destinada a dictaminar el uso de los fondos transferidos a las escuelas. Sin registrar las particularidades de gestión descentralizada, costó mucho que dejaran de lado los procedimientos de «rutina» no prescritos en normativa alguna diseñados para la administración central. Como se trataba de más de 40.000 transferencias a miles de escuelas de todo el país, la cantidad de papeles que respaldaba el uso de los fondos acreditados para ponerlos a disposición de los auditores hubiera consumido más esfuerzos económicos y humanos que las acciones mismas. Y, finalmente, jamás serían controlados de verdad por los auditores. Por eso también se debieron elaborar modelos de control idóneos, modernos, que analizaran los procedimientos y se verificaran por muestreo en el terreno.
Otro aspecto es el diseño de los programas que, como consecuencia de lo señalado, suelen ser complicados, con demasiadas variables y objetivos cambiantes. Es posible encontrar programas con 15 ó 20 actividades, cada una con sus metas, presupuesto, contraparte y evaluación específicas, que dedican recursos económicos y tiempo a la capacitación de quienes lo deben ejecutar, y que luego de ser capacitados suelen ser asignados a otras tareas. La mayoría de las veces el requerimiento de capacitación es producto de lo complicado del diseño, es decir, que la causa surge del mismo programa. Tras estos excesos puede encontrarse cierto apego por lo complicado, que muchos lo confunden con excelencia. Sobran ejemplos de que suele ser todo lo contrario.
La experiencia permite rescatar, entre las condiciones para el éxito de programas de este tipo, cuatro cualidades fundamentales: deben ser simples; tener objetivos precisos, pocos y claros; permanentes cambiar todos los años de proyectos conspira contra la ejecución y resta confianza en la gente; y flexibles, para adaptarse a las diferentes circunstancias.
Avanzar en la consolidación de estos principios organizadores de los programas, en la modificación de las rutinas estatales y en la formación de recursos humanos técnicamente preparados para la ejecución de programas que, como hemos visto, es mucho más que la aplicación de un proyecto, es uno de los mayores desafíos de las políticas sociales en nuestros países. El aporte de organismos en este sentido, como el de la OEI, será fundamental para que las experiencias y el desarrollo teórico que sobre la realidad se construya, se potencien en conceptualizaciones cada vez más ajustadas a las necesidades y posibilidades de la región.
Las restricciones de recursos convierten a las fuentes de financiamiento externo en fundamentales para desarrollar programas en educación. Atendiendo a esa necesidad, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial, acompañando la decisión de dar prioridad a la educación acordada por los presidentes en la cumbre de Santiago de Chile, dispusieron duplicar la cartera de préstamos para el sector en los países de la región.
Si bien es una buena noticia, sería grave error suponer que ello se traslada automáticamente al crecimiento de los recursos. Las experiencias en la negociación y posterior ejecución de créditos de ese tipo muestran algunos aspectos de significativo impacto, y también ciertos mitos que se confunden con las realidades. Los responsables suelen quejarse de que son operaciones muy lentas y complicadas, que los bancos pretenden imponer criterios políticos, y que, dado lo extenso de la negociación, cuando se aprueba el crédito el funcionario ya no está en el cargo. Por su lado, los organismos financieros dicen que los países no cumplen los compromisos, que los proyectos responden más a lógicas políticas que a fundamentos técnicos y que, por eso, deben extremar el cuidado respecto de las garantías para el cumplimiento de las metas acordadas.
En definitiva, una operación financiera suele transformarse en un problema político cuyas consecuencias afectan, para bien o para mal según los casos, al desarrollo del sector. La propia negociación de un crédito hay casos que llevaron más de cinco años, con innumerables viajes a Washington, estudios diagnósticos, etc., y los riesgos de parálisis por modelos de gestión sumamente complicados, o por falta de fondos de la contraparte local, son cuestiones que aparecen con demasiada frecuencia al analizarse la cartera de préstamos para el sector social, y que se potencian negativamente en una compleja dialéctica en la que cada parte desconfía de las intenciones de la otra, contribuyendo ambas a complicar y a encarecer la operación con estudios previos y consultorías exageradas.
En atención a ello, es interesante analizar las distintas perspectivas del tema. «Hay una decisión política de los presidentes de privilegiar la educación, y de los organismos internacionales de doblar sus recursos en auxilio de esa decisión. Toca ahora elaborar propuestas de programas y hacer que en el país se les dé prioridad para que la duplicación de recursos sirva a ese objetivo. Si dejan pasar la oportunidad hay otros niveles de educación que van a competir con ustedes. Entonces, hay que moverse dentro de los países para que la prioridad no se pierda; hay que formular proyectos. Creo que es el momento de presentar una cartera de programas. De lo contrario no llegaremos muy lejos, porque estos bancos se mueven al paso de dos cosas: programas que estén listos, y que se presenten con la prioridad nacional avalados por las autoridades correspondientes». Estas palabras fueron dichas por Armando Namis, experto del BID, que participó en el Seminario Regional sobre Programas Compensatorios realizado poco después de la cumbre de Santiago de Chile (1998), y que se refirió así a la demanda que varias delegaciones formularon sobre las posibilidades que ofrecía el Banco para financiar programas de ese tipo.
Cabe reseñar un antecedente que en cierta forma muestra ese proceso. A fines de 1996 la Argentina decidió buscar financiamiento externo para becar alumnos de 13 a 19 años que estudiaran el nivel secundario. En enero de 1997 llegó a Buenos Aires la «misión exploratoria» del BID, iniciándose formalmente las negociaciones del caso. Contra todo pronóstico, a principios de julio se firmó en Washington el memorandum de entendimiento, y los primeros días de agosto se celebró en Buenos Aires el convenio entre el titular del Banco y el Estado. En octubre se hizo el primer desembolso, comenzándose a pagar las becas, y a partir de entonces se cumplió plenamente con lo programado.¿Cuáles fueron las claves para que eso fuera posible en menos de 10 meses?
Según explicaron más tarde los responsables del BID, los aspectos fundamentales fueron: i) el país tenía claro qué quería; ii) el proyecto «cerraba» técnicamente; iii) tuvo respaldo político, asignándosele prioridad desde los máximos niveles de decisión; iv) se incorporaba a un programa en ejecución (el Plan Social Educativo). Esas claves hicieron que las discusiones fueran arduas, pero siempre alrededor de los aspectos instrumentales en función del objetivo. Junto a ello, la prioridad expresada en la apertura presupuestaria correspondiente, y el respaldo político para llevar adelante las negociaciones.
Este fue motivo de consideración cuando, en 1999, fuimos invitados por el Banco a un seminario para analizar la relación con sus clientes los países; allí vimos, junto con los técnicos del Organismo, que hay programas que marchan realmente bien y otros que están paralizados desde hace años. Los primeros gastaron muchos millones en las metas previstas, los otros solamente gran parte de las partidas de consultoría y diagnóstico. Y se analizó un panorama muy difundido entre los responsables políticos de áreas sociales: que los bancos imponen criterios y programas como si las acciones fueran decididas por el Banco, no por los países. Suele escucharse en despachos oficiales: «hablamos con los bancos y están muy interesados en este proyecto», como si ese interés fuera decisivo para lograr la operación. En rigor, la frase adecuada sería: «hablamos en el gabinete y se apoya este proyecto».
Otra fuente de error es la tendencia a colocar en los programas de financiamiento externo la expectativa de experimentar propuestas de transformación. Tan es así que en muchos países ésta es asimilada con financiamiento externo, como si fueran dos términos de una misma ecuación. (En la Argentina, por ejemplo, mucha gente supuestamente muy informada cree que el citado Plan Social Educativo se financia por esa vía, pero su fuente de recursos siempre fue el Tesoro Nacional, excepto en el caso referido de las becas). Sin embargo, los programas son exitosos cuando forman parte de la política general de un país. Si son concebidos como «apéndices» quedan rápidamente aislados, y se paralizan porque la sustentabilidad depende de la integración del programa a las políticas de fondo.
Especial atención merecen los compromisos que debe asumir el país con los organismos financieros, que forman la cuestión central de las negociaciones. Como vimos en aquel encuentro del BID West Virginia, octubre de 1999, suele darse una dinámica negativa para la ejecución de los programas. Muchas veces, para llegar rápido a la firma del convenio, se pactan condiciones de difícil cumplimiento por diversas causas: i) de naturaleza política (cambios de normativa, ajustes presupuestarios, etc.); ii) de razonabilidad técnica (tareas que alteran el trabajo de las escuelas, evaluaciones, seguimientos); y iii) de factibilidad económica (altos costos de administración y diagnóstico que significan conflictos internos con el resto del sistema).
Por otro lado, algunos técnicos de los bancos tratan que los países acepten las condiciones porque «todo lo que salga de la rutina exigirá una ardua discusión interna para convencer a los distintos departamentos que dictaminarán sobre la operación». En consecuencia, cuanto más se parezca a lo ya aprobado por el banco, mejor. Entonces, entre esa lógica y la urgencia política, se firman convenios con alto riesgo para la ejecución del programa. La experiencia parece indicar que «a mayor discusión en la negociación, mayor posibilidad de éxito en la ejecución». La acumulación de créditos semiparalizados, y el hecho de que al cabo de casi dos años poco se ha avanzado en concretar aquella decisión sobre la cartera de programas en educación, muestran la necesidad de poner mayor énfasis en la revisión de los procedimientos, desde el diseño mismo de los programas y el inicio de las negociaciones.
Como pocos, las políticas sociales demostraron ser un terreno particularmente fértil para la polémica. Ya sea de complicado tono académico o de liviano estilo panfletario, dirigentes políticos, sindicales, periodistas, expertos, sacerdotes, economistas, actores; en definitiva, un amplio espectro de procedencias que no se priva de opinar sobre el caso del día. «¿Cómo puede ser que cada vez haya más pobres?»; «no podemos convertirnos en Estado ambulancia que recoge a los heridos de la globalización»; «se debe concentrar el apoyo sólo en los más pobres entre los pobres»; «de cada diez pesos sólo uno llega a la gente», son sólo algunas de la frases hechas más recurrentes según el posicionamiento de cada uno.
En materia educativa, si hasta hace dos o tres décadas el optimismo pedagógico llevó a suponer que la educación podía sobreponerse a todo, soslayando incluso la falta de recursos para ella misma, los últimos tiempos nos fuimos al otro extremo, terminando en una suerte de reduccionismo economicista que todo lo interpretaba desde la falta de recursos. Desde esa visión unilateral se fue postergando el conjunto de componentes que afecta a la naturaleza misma de la educación, y el debate pedagógico quedó sepultado por cifras como si ellas fueran lo único importante. Atendiendo a tales limitaciones, y apoyándonos en quienes con valentía corrieron el riesgo de rastrear otros temas que trascendieran ese reduccionismo, exploraremos algunos nudos conceptuales vinculados con las realidades y con las políticas aplicadas en nuestros países.
Nos detendremos en las que aparecieron con mayor recurrencia, incorporando ciertos análisis que agregan elementos elaborados en este mismo contexto regional. No es ocioso repasar dichos debates porque la falta de consensos ha sido un factor de debilidad para el sector social, que se paga caro en la puja distributiva y en la discontinuidad de las acciones. Además, suelen ocupar una parte sustancial del tiempo de los responsables de la gestión de los programas, y muchas veces impactan de manera decisiva en las definiciones políticas y en las adhesiones necesarias para implementarlas. Una vez más, no se pretende agotar el análisis sino, por el contrario, reforzar la propuesta de plantearlos para su profundización.
Hay quienes cuestionan la eficacia de los programas a partir de los indicadores que muestran de diversas formas el mismo fenómeno de profundización de la brecha social tan expandido en estos días. Es paradójico el hecho que ese cuestionamiento proviene de pensamientos supuestamente opuestos.
De un lado se señala que los programas fracasan por mal diseñados, amparados en los indicadores que más convengan al efecto si es necesario, proyecciones de proyecciones, los comparan con los de 15 ó 20 años atrás o a partir de datos de «elaboración propia», porque hay un serio vacío estadístico (el Estado burocrático autoritario no se caracterizó por el rigor de su información); para concluir que este modelo insensible no presta atención a los pobres. Desde sus antípodas, los ultraliberales coinciden en el diagnóstico: «los programas están mal diseñados, excesiva burocracia y gasto improductivo». Y, en consecuencia, recomiendan privatizar las acciones.
Eso sí, ambos coinciden en cuestionar al Estado como ejecutor, unos a favor de ONGs, otros con sus vouchers o mayor autonomía de las escuelas o instituciones públicas. Por convicción o por conveniencia, acusan a las áreas sociales de no disminuir la brecha social, desresponsabilizando por lo tanto, consciente o inconscientemente, a la estructura económica de las consecuencias no deseadas pero reales que provocan, quedando desvalorizados los esfuerzos que se hagan por mejorar la situación concreta de los que hoy sufren la marginación.
«Si se vincula a la política social con la distribución de la riqueza y del ingreso se la torna inservible, porque los instrumentos a los que puede recurrir no son suficientes para actuar sobre tales dimensiones. Sin duda, reclamar que la distribución de la riqueza forme parte de la política social resulta una pretensión excesiva que le quita, además, toda especificidad».
«Ello lleva a algunos a afirmar que si no se modifica radicalmente el sistema social vigente no es posible mejorar las condiciones de vida de la población. Pero realmente ¿no se puede hacer nada? La respuesta está condicionada ideológicamente. Algunos pensarán que sólo caben programas marginales y, por lo tanto, despreciables. Sin embargo, siempre es viable llevar a cabo acciones eficaces cuando se tiene claramente identificado el objetivo que se pretende alcanzar».
«La tarea de la política social, entonces, no es preocuparse de las fuentes de la desigualdad, que se encuentran en la base del sistema y, por tanto, más allá de su campo de acción. Este esfuerzo de delimitación de las áreas legítimas de actuación no implica negar la conveniencia de que la política económica sea manejada según objetivos de naturaleza social. Pero, cuando así sucede, no quiere decir que la política social abarque a la económica. Ésta sigue disponiendo de los instrumentos que le permiten orientar el funcionamiento del sistema productivo».
«Como derivación de la confusión limítrofe y de los campos de acción de ambas políticas suelen plantearse alternativas como enseñar a pescar a quienes tienen hambre en lugar de entregar pescado. La propuesta ejerce la fascinación de la sabiduría oriental. Pero ¿cuáles son sus implicaciones concretas? Se ha repetido muchas veces que la lógica de funcionamiento de las economías latinoamericanas tiende a cerrar el acceso de sectores de la población en el mercado formal de trabajo. Cuando se habla de enseñar a pescar, ¿se busca revertir esa tendencia desde la política social? Si es así se trata de una pretensión insostenible. La política social cumple el objetivo de invertir en recursos humanos (que puede interpretarse como enseñar a pescar) pero necesita que el sistema productivo esté en condiciones de demandar ese personal, que haya un río que tenga peces siguiendo la metáfora».
Un correlato de esto se da en ciertas visiones y expectativas sobre los aportes de la educación. Se dijo en los 90 que el crecimiento económico naturalmente traería mayor demanda de empleo, pero que el problema es la falta de preparación de la gente para los nuevos oficios. Y si bien es cierto que los cambios tecnológicos y de producción de bienes y servicios requieren de ciertas habilidades y competencias que muchas veces la escuela no brinda, esos mismos cambios y las nuevas formas de relaciones laborales propias de la globalización que provocan disminuyen la demanda de mano de obra. El cuadro se completa cuando frente a ese excesivo optimismo sobre lo que la educación puede lograr se alzan los planteos conservadores que resisten todo tipo de transformación con el pretexto de resistir al «modelo liberal privatista que sólo pretende generar mano de obra barata».
Ciertas conclusiones surgen con claridad al cabo de estos años: la mayor o menor exclusión es producto del tipo de sociedad y de economía que se forjó hacia fines de siglo; las políticas específicas han demostrado ser muy útiles en los casos que pudieron ejecutarse exitosamente. Y ambos aspectos permiten afirmar que es justo y necesario aplicar programas específicos precisamente por esa dinámica tendiente a la exclusión actual.
Los planteamientos sobre la necesidad de una educación de «calidad con equidad», entendiendo por ello la especial atención que se requiere para que la búsqueda de la excelencia no afecte la posibilidad de acceso a los más desfavorecidos a esos aprendizajes, expresa una diferenciación de los conceptos que es lógica desde la óptica técnica, pero que no debiera trasladarse mecánicamente al plano de las políticas.
En general, se tiende a calificar como baja la calidad de la educación en Latinoamérica a partir de los rendimientos de las pruebas de evaluación. Más allá de los reparos que se formulan después respecto de los equívocos sobre la asimilación entre calidad y medición, resulta necesario analizar esta percepción porque de ella se derivan diferentes cursos de acción. La preocupación por la calidad se centra en estos tiempos en los bajos resultados generales de los operativos de evaluación. Al analizarlos se encuentra una diferencia muy significativa entre los alumnos que logran mejores puntajes y el extremo opuesto: hay un sector de estudiantes cuyo nivel estaría casi al de los países más desarrollados, pero hay otro que no demuestra dominar lo elemental; y en el medio, un número importante de alumnos que muestra un grado apenas aceptable pero con pronóstico poco favorable en relación con las nuevas demandas del mundo globalizado.
Siguiendo el estudio encontraremos que el mapa de los resultados refleja con notable exactitud el de la situación social de la población. Es decir, los bajos resultados básicamente son producto de la inequidad. No es que no haya posibilidades de una educación de calidad en la región, sino que su distribución desigual baja los promedios. En consecuencia, el problema de la calidad sólo se puede resolver desde la equidad. Los promedios sólo mejorarán cuando los sectores más bajos tengan más y mejor educación.
Por otro lado, si bien aún restan ciertos «núcleos duros» para llegar a la escolarización plena, durante las últimas décadas se ha avanzado significativamente en el acceso a los niveles de educación básica. Sin embargo, tales avances no resultan suficientes ya que el hecho de que los niños concurran a la escuela no significa que logren los conocimientos indispensables. Por ello, que la escolaridad cumpla su verdadero objetivo involucra necesariamente la dimensión de la calidad. Más aún, los pocos años de escolarización también tienen que ver con la calidad de los aprendizajes. Muchos de los niños y adolescentes que abandonan la escuela lo hacen después de su fracaso como alumnos, motivados por su difícil vinculación con el sistema, y terminan fuera de él atrapados por el resto de factores sociales que sin duda influyen.
La brecha entre ricos y pobres se proyecta hacia los que «aprenden mucho» y los que a lo sumo apenas «van a la escuela». Por eso estimo conveniente variar el enfoque, lamentablemente tan difundido, de calidad y equidad como términos distintos, cuando no contradictorios. En nuestra región uno está indisolublemente ligado al otro. Sólo mejorará la calidad con políticas de equidad, y sólo mejorará la equidad centrando la atención y los recursos en posibilitar aprendizajes de calidad.
Ello se inscribe en la Declaración Mundial de Educación para Todos, que resaltó que los Estados deben evitar la desescolarización temprana y la baja calidad de los aprendizajes que brinden las escuelas para los sectores sociales más pobres. Por eso recomendó a los países y a los organismos de cooperación financiera la ejecución de acciones compensatorias de las desigualdades sociales, para que todos los niños pudieran acceder a una educación de calidad.
En sus «Objetivos, Artículo 1, punto 1: Cada persona niño, joven o adulto deberá estar en condiciones de aprovechar las oportunidades educativas ofrecidas para satisfacer sus necesidades básicas de aprendizaje. Estas necesidades abarcan tanto las herramientas esenciales para el aprendizaje (como la lectura y la escritura, la expresión oral, el cálculo, la solución de problemas)». La prioridad asignada a la lectura y a la escritura conviene ser recordada para que la escuela vuelva a concentrar su atención en dichas capacidades, a veces relegadas por otros contenidos o por la ilusión de avances tecnológicos que prometen resolver los problemas de aprendizaje.
Un elemento adicional que se incorporó a la política educativa en los procesos de reforma fue la evaluación de los rendimientos de los alumnos como parámetro de calidad y estrategia de transformación. Su irrupción no pasó desapercibida, y cada país que decidió aplicar pruebas nacionales estandarizadas para medir los aprendizajes debió afrontar altos costos políticos. Los cuestionamientos ideológicos que rodearon sus inicios fueron otro caso que remitió a las dificultades de construir consensos necesarios para el desarrollo de las políticas educativas.
Las principales y más recurrentes objeciones partían de un supuesto: «Se pretende demostrar que las escuelas estatales son peores para que los padres lleven a sus hijos a las privadas». Otras ponían en duda la razonabilidad técnica: «¿Cómo van a hacer una prueba igual a los chicos del centro de la ciudad que a los del monte?». Todas coincidían en acusar: «Esto ya se hizo en Chile, y es para justificar la municipalización y trasladar a la familia el problema de la educación», decían ante cuanto micrófono o estrado académico se cruzara.
Lo cierto es que los operativos se hicieron sin que ocurriera ninguna de las catástrofes anunciadas. Por el contrario, se lograron dos grandes avances: i) hoy se dispone de una información inexistente hace pocos años; ii) se comenzó a instalar lo que se dio en llamar una «cultura de la evaluación», tanto en los ámbitos de decisión como en la sociedad.
Pero tanto debate ideologista terminó distorsionando el análisis técnico. Como suele ocurrir, a la reacción «antievaluación» le sucedió cierto sobredimensionamiento de sus aportes, llevándola a la categoría de solución de los problemas más que a convertirse en un elemento de diagnóstico. Dadas estas implicaciones, resulta oportuno repasar con detenimiento ciertos conceptos que involucran la visión de la evaluación en sí misma, y, sobre todo, las distintas posibilidades de su uso. Este proceso se vivió, con los matices del caso, en casi toda la región, según se verificó en el Seminario de Evaluación realizado por la OEI en Buenos Aires (agosto 1999). Como en otros casos, el propósito de este abordaje no consistió en agotar el tema sino en dejar planteadas algunas líneas que merecen un tratamiento más profundo.
En primer término, resulta llamativo que se asimile calidad con evaluación. Como señalan Aletta Grisay y Lars Mailck, del IIPE de la UNESCO, «Algunos planificadores y analistas de políticas en educación tienen la tendencia a utilizar indiferentemente los conceptos de calidad y de resultados escolares cuando analizan la evolución del sistema educativo, o al comparar la situación de una escuela o un grupo de escuelas con respecto a otras».
Con el título de Calidad muchos documentos o capítulos de libros importantes desarrollan casi exclusivamente referencias a los operativos de evaluación. Es muy común encontrar párrafos como el siguiente: «A lo largo de las dos últimas décadas ha habido una notable proliferación de estudios que han tratado de identificar los factores determinantes de la calidad de la educación, medida ésta por los rendimientos de los estudiantes en pruebas de aptitud de diferentes disciplinas». No obstante, más adelante podremos encontrar que «es muy importante tener en cuenta que en este tipo de pruebas sólo se detectan algunas habilidades cognoscitivas de los estudiantes. Quedan totalmente excluidas, en cambio, las capacidades no cognoscitivas tales como los valores éticos, la motivación, la iniciativa o la valoración del logro que, según se acepta generalmente, pueden ser tanto o más relevantes que las primeras, no sólo por su valor intrínseco sino también como predictoras de cualquier dimensión de éxito laboral o vital que quiera imaginarse». Hecha esta salvedad se despliegan todo tipo de análisis y propuestas con base en resultados que, como acabamos de ver, son muy limitados.
¿Qué ocurre para que a pesar de tenerse conciencia de la limitación de esta información se consagre como legitimadora para cualquier análisis o propuesta de acción? Una pista a examinar es el «marketing». La cultura del poder político ha sido fuertemente influida por los economistas, cuyo idioma son los números. Son indispensables para establecer cualquier comunicación, aun a sabiendas de que reflejen poco la realidad. Los hombres de negocios prestarán atención a quien muestre gráficos con curvas, fórmulas que integran diferentes variables y relaciones entre «la calidad» y el salario de los maestros o el producto bruto por habitante. La solicitud de créditos a la banca internacional de fomento se basará en gran parte en que «el objetivo es mejorar los resultados de los operativos». Del mismo modo, los medios de comunicación masivos, sean electrónicos o gráficos, dedicarán mucho espacio a presentar como gran descubrimiento los porcentajes que demuestran que los chicos pobres saben menos que los ricos, y perseguirán la primicia de la «mejor escuela» como secreto de Estado, organizarán paneles e invitarán a expertos a escribir artículos para explicar los resultados durante las 48 horas posteriores a la difusión. Luego todo volverá a la normalidad.
Diríamos con Debray que esos números ganaron la categoría de símbolos. Hay un efecto consumista que lleva casi compulsivamente a la cuantificación. Lo que no se puede contar no existe. Luego si esos números son lo único que tenemos, se convierten en indiscutible fuente de verdad. Parece que la mayor virtud que exhiben los resultados de los operativos es la de ser la única información de logros del sistema educativo. Es un fenómeno típico de nuestro tiempo que mereció una advertencia de Jaim Etcheverry, a partir de una cita que resulta interesante de Roszak: «la información ha adquirido las cualidades de esa seda impalpable, invisible y tan elogiada de la que está supuestamente hecho el manto etéreo del emperador desnudo», es decir, todos lo aceptamos sin cuestionamiento. Y agrega «el prestigio de la información, que se encuentra en el centro de la sociedad contemporánea, nos está llevando a la peligrosa conclusión de que la información equivale a conocimiento».
«Uno de los defectos de la cultura moderna es que nos enseña que todo problema puede ser medido en términos económicos. Cuando la herramienta principal de una sociedad es la medida, más que la comprensión, se incurre en graves errores».
Lo cierto es que estamos ante una fenomenal cadena de equívocos: calidad=evaluación; y evaluación=medición (por propiedad transitiva, calidad=medición). Se sabe que son tres cosas distintas que, sin embargo, terminan fundiéndose en una sola: calidad es lo que puedo medir. Esa simplificación hace más fáciles los estudios y las interpretaciones. También hace más fáciles los errores.
Esto se advierte con claridad por la llamativa distancia entre la prudencia de la presentación técnica de los operativos que suelen acotar con precisión los propósitos y el alcance y la forma en que se da uso a los resultados. Los materiales de presentación de los operativos muestran en general gran cuidado en señalar que se trata de una medición y no de una evaluación; que es la fotografía de un momento y no el registro de un proceso; que se toman aspectos muy parciales y no la integridad de la formación; que tienen muchos factores aleatorios, por lo que no se pueden hacer comparaciones entre escuelas con rigor científico sólo por los resultados. En definitiva, previenen que únicamente es una aproximación a ciertos aspectos de la realidad del sistema.
Tanta precaución desaparece en cuanto surgen los resultados. Se sacan conclusiones terminantes, se destacan «las mejores escuelas», que aparecerán con justificado orgullo en la portada de los periódicos, se sostienen teorías y hasta se formulan políticas audaces. Se llega a sostener que evaluar es transformar. Pasada la paranoia del progresismo de principios de la década, ahora el ultraliberalismo dice que se evalúa poco. A fines de 1999 se presentó en la Argentina un proyecto de cambio en educación. Su primera medida fue la de que la generalización de las pruebas de calidad «deben ser censales para todos los niveles de educación, deben publicarse los resultados». Y propuso que se evaluara a alumnos, docentes, egresados, ingresantes, etc.; ello mejoraría no hay lugar a dudas nuestra educación.
Lejos de ser inocuas, su mal uso tiene consecuencias no deseadas sobre las que se debe reparar. Tal vez la más grave sea la subestimación de otras dimensiones que las escuelas deben atender, fundamentalmente la retención. Hay escuelas que encuentran en sus altos promedios la justificación de cierta propensión a «dejar ir» a los alumnos con dificultades; y esos resultados desalientan los esfuerzos para que la atención se centre en los alumnos con problemas más que en los exitosos. Esto fue señalado claramente por supervisores de escuelas, que advertían la dificultad de exigir cambios de conducta a las escuelas más expulsivas «ahora que tienen el diploma de felicitación y la portada del periódico de la provincia colgados en la dirección».
Como hemos visto, sobredimensionar los efectos de la evaluación termina postergando involuntariamente la atención sobre otras variables concretas que repercuten efectivamente en los aprendizajes de los alumnos. En definitiva, el show se sobrepone al valor trascendente de los resultados de la medición por su potencialidad demostrativa de las tendencias del proceso educativo, tanto a nivel del sistema cuanto de sus distintas instancias (local, escolar, por niveles, etc.), realmente útiles para profundizar en el estudio de los factores que afectan a las dificultades y fortalezas.
Mayor precisión respecto del significado de cada término me-dición, evaluación y calidad, más cautela en el uso de los resultados y moderación en las expectativas del impacto de la evaluación, crearán mejores condiciones para la explotación racional de la información que recoge cada operativo, y una mayor contribución para la comprensión de los procesos del sistema educativo.
Un tema de gran controversia ha sido el de la focalización. Como en otros casos, unos lo descalifican porque aparece recomendado por el Banco Mundial «como complemento del desmantelamiento del Estado de bienestar». Desde otro extremo se sostiene la necesidad de ayudar sólo a los más pobres entre los pobres, en función de criterios de eficiencia económica, para evitar el riesgo de dar algún apoyo a quien no lo precise tanto.
Es muy importante clarificar los conceptos ya que es un principio que, como veremos, tiene especial significación para las políticas sociales en nuestra región. Los expertos de CEPAL Cohen y Franco abordan este tema: «Ha sido usual que se reconociera el derecho a recibir algunas prestaciones a todos los habitantes, independientemente de su capacidad de pago. De esta forma se perdía total o parcialmente uno de los fundamentos de la política social, su carácter redistribucionista».
«Se trata de retomar el principio de atender primero a los más necesitados. En la pugna entre el universalismo y la selectividad se opta por la segunda, por cuanto aquél conduce a tratar de la misma manera casos diferentes. La equidad aconseja no aplicar la misma solución a situaciones distintas. En definitiva hay que dar más a los que tienen menos. Hay que aplicar una discriminación positiva, ya sea de base territorial (Edwards y Batley, 1978; Franco, 1983), ya mediante selectividad pura y simple. Los avances de la informática facilitan la tarea de seleccionar a los destinatarios de las prestaciones sociales».
Y continúa: «lo anterior exige focalizar las prestaciones, esto es, optar por una población-objetivo determinada teniendo en cuenta el monto de los recursos disponibles».
La aplicación que en la práctica se ha hecho de estos criterios merece ser profundizada, por lo que su consignación en el presente trabajo pretende ser sólo una aproximación al debate. Lejos de agotar sus distintos aspectos, simplemente se describen algunos elementos desde la experiencia concreta de las consecuencias de cada decisión.
La cuestión es: ¿qué significa focalización en Latinoamérica? ¿Se puede hablar de focalización con los altos niveles de pobreza que tenemos? Adelanto mi respuesta: no sólo se puede sino que se debe, justamente porque las necesidades son grandes y los recursos limitados. Pero lo que debemos forjar es un criterio de focalización diferente al conocido en otras regiones del mundo en tiempos en que las desigualdades comienzan a agravarse. En nuestros países la focalización significa ocuparnos sólo de una parte, es cierto, pero esa parte será seguramente un número muy significativo, superior a los supuestos que suelen manejarse cuando se habla de focalización en el mundo desarrollado. Si los pobres son muchos tenemos que buscar la forma de llegar a todos ellos. Por eso trasladar experiencias y metodologías de otras latitudes como suele hacerse acostumbra terminar siendo perjudicial en relación con lo que se pretende.
Es sin duda un esfuerzo técnico, porque involucra otras formas de hacer los diagnósticos, de establecer las metas, de asignar recursos y de evaluar acciones. Pero también otras formas de indagar la realidad: no puede hacerse desde el «laboratorio», exige una gran vinculación con las escuelas, con los docentes y las familias.
La «universalización aparente» y la «ultrafocalización» tienen ciertas ventajas para quienes gestionan los programas. La primera no exige esfuerzos por seleccionar; la segunda los hace muy fáciles por ser para pocos el beneficio. Tal vez por eso se ha recurrido a ellas a pesar de sus consecuencias negativas. La focalización tiene sentido si abarca a la totalidad del universo que se caracteriza como población-objeto. Es frecuente encontrar en presentaciones de proyectos una acabada descripción de los dramas de millones de personas que requieren determinado apoyo, pero que luego tienen complejos mecanismos de instrumentación y altos montos por unidad a pesar de la baja inversión total. Entonces comienzan a aplicarse en un porcentaje poco significativo de escuelas como «experiencias piloto». Probablemente esa escala reducida permite concentrar recursos financieros y humanos, de modo que los resultados raramente parecerán negativos. Sobre todo comparándolos con las escuelas «testigo», que continuarán con su carga de problemas, más una novedad: ver cómo otras tienen una masa de recursos impresionantes y ésta ninguna.
Eso puede parecer una simplificación, pero no son pocos los casos concretos que es posible encontrar. Sus perjuicios deben ser seriamente evaluados: hay un «efecto desaliento» en el resto de población de similares características muy negativo, y resulta casi imposible la generalización de tales experiencias. El monto per cápita y el tipo de apoyo en asistencia técnica producto de la complejidad del diseño que suelen tener estos proyectos, no hacen factible la llegada a la totalidad de la población objeto. De ahí hay un solo paso a la discontinuidad del proyecto, con lo cual la experiencia piloto se agota en sí misma.
Por el contrario, la focalización que la realidad educativa de nuestros países requiere es aquella que permite llegar a los millones de niños y jóvenes cuyos hogares no están en condiciones de brindarles las condiciones para un tránsito escolar medianamente exitoso. Obviamente, esa magnitud supone un esfuerzo enorme en términos presupuestarios, logísticos y técnicos. Esa magnitud impone también un planteo del tema que parta de las condiciones concretas en que los programas se aplican, y de un horizonte que incluya a todos los que corresponda. Es decir, que sea factible su extensión a la generalidad de la población objeto.
Por otro lado, la focalización es un principio organizador que no se agota a nivel macro. Las conducciones locales deben prestar especial atención a las escuelas que muestran mayores dificultades. A nivel escolar la institución debe identificar sus principales problemas y, en función de ellos, planificar las acciones concentrando sus recursos humanos y materiales. Del mismo modo, cada docente en su aula debe apoyar especialmente a los alumnos que más lo necesiten. Trabajar con base en prioridades pedagógicas y en proyectos de retención y de enseñanza, son ejemplos de cómo este principio tiene vigencia en las escuelas.
Las experiencias muestran la posibilidad de aplicar esos criterios de focalización ajustados a la realidad. Los programas compensatorios ejecutados por Argentina, Brasil, Chile o México, cada uno con sus particularidades, muestran un alto grado de efectividad en el apoyo a los sectores más necesitados para mejorar sus posibilidades educativas. Resulta oportuno profundizar los conceptos que inspiran estas políticas, que suelen no ser debidamente considerados a partir de ciertos prejuicios que asimilan la tarea focalizada con el mero asistencialismo.
Vale partir de algunos señalamientos de Rivero, que dedicó acertados pasajes de su libro Educación y exclusión en América Latina a estos asuntos: «En su análisis sobre programas de naturaleza compensatoria en la región, Sylvia Schmelkes plantea que existen dos claras visiones de fondo acerca de la compensación para lograr la equidad educativa. Una es la de organizar y ejecutar los programas en función del déficit cultural, y la otra es la que fundamenta en ellos el criterio de la diversidad cultural. La primera busca igualar e incluso superar las condiciones de la oferta existente en zonas urbanas de clase media». Y agrega «En los programas en los que predomina la visión del déficit cultural, usualmente se empieza por desconfiar del profesionalismo del docente».
Un concepto circula en estos días que manifiesta tal visión: «Hay que llevar los mejores maestros a las peores escuelas» dicen algunos expertos, cosechando incluso adhesiones de sectores del progresismo que interpretan dicha propuesta como el fundamento para estímulos especiales salarios, carrera profesional que propicien la elección de las escuelas más difíciles. Sin duda es muy positivo todo reconocimiento a los docentes que se desempeñan en condiciones complejas, en tanto viene a compensar el mayor esfuerzo que la enseñanza y la contención implican en determinadas situaciones. Pero concebir el cambio de docentes como factor decisivo significa, en rigor, responsabilizar a los actuales docentes de esas escuelas por el fracaso de sus alumnos.
Recuerdo que cuando se comenzó a trabajar con especial énfasis en las áreas rurales de nuestro país, muchos pensaron que los maestros no estaban preparados para participar en un proyecto que implicaba mayores exigencias y conocimientos. Al cabo de tres años de ejecución, el aporte de ellos se reveló como uno de los factores de éxito más claros. Ocurre que con propuestas apropiadas, con material didáctico adecuado y con una capacitación específica al servicio de un proyecto, los docentes encuentran campo para mejorar sus prácticas y hallan una motivación muy especial en la satisfacción de sentir esa mejora. Por ello, más que cambiar a los docentes, el camino parece ser ayudar a que ellos mismos cambien, desarrollando sus capacidades a partir del fortalecimiento técnico pero también anímico. Por eso la propuesta de hacer más atractivas esas escuelas debe ser bienvenida, pero no para reemplazar a los actuales maestros sino para estimularlos en su esfuerzo por mejorar, por lo cual debe haber igualmente acciones muy claras en ese sentido.
Tal visión tiene una particular significación en el medio rural. Allí se encuentra la población usualmente calificada como más atrasada. Durante décadas sufrieron la aplicación de una política uniformizante, imponiendo a esas comunidades, en gran parte aborígenes, las pautas culturales urbanas de turno. Ahora esto suele aggiornarse con proyectos que responden al mismo espíritu, propiciándose la aplicación de experiencias innovadoras, exitosas en otros contextos, pero desestimando investigaciones que muestran la conveniencia, desde todo punto de vista, de partir de la valoración de la cultura existente, como la recopilada por Ernesto Cohen en su publicación Educación, Equidad y Eficiencia.
«Las evidencias indican que la participación de los padres mejora el costo-impacto de los proyectos de reforma educacional destinados a lograr mayor calidad y equidad».
«La participación comunitaria y familiar en la escuela rural parece contribuir a los efectos beneficiosos de un paquete de medidas diseñado para mejorar el aprendizaje. Se reconoce, por un lado, que el riesgo de fracaso deriva no sólo de carencias del alumno y de su medio, sino de la tendencia de la propuesta pedagógica tradicional a suponer que el niño trae del hogar los códigos de la cultura predominante. Pero los niños de medios populares especialmente campesinosy sus padres manejan otros códigos y conocimientos, los de su propia cultura. Por tanto, el rendimiento mejora si se tienden puentes en dos vías entre maestros y padres, para que ambos sean bilingües en los dos lenguajes silenciosos que son las culturas de la escuela y del medio local. Esos cambios, sin embargo, son resistidos por muchos profesores».
«El hecho es que la escuela tradicional supone (y desde ese supuesto opera) una base cultural que es distinta de la que el niño del medio rural y su familia y comunidad manejan. En consecuencia, sus experiencias, capacidades personales y destrezas no son aprovechadas en el proceso educativo. La falta de adelanto en este tema se debe en gran parte a que las escuelas ponen más empeño en conocer las debilidades que las fortalezas de los niños (Levin y Soler 1995) y de sus familias».
«En suma, la valoración de las culturas populares es rebatida por la comunidad educacional. Se sigue insistiendo en que el bajo rendimiento se debería a un bajo nivel cultural del hogar. De esta manera, las propuestas de aumentar la cobertura a nivel preescolar y de otorgar horas extras de enseñanza en escuelas pobres, aunque son buenas en sí, no deben ser concebidas como una manera de salvar al niño de su medio» (pág. 123).
Resulta irónico que esta oposición venga tanto de la derecha política (que ve la propuesta de participación de los pobres como demagogia populista) como desde la izquierda (que la ve como el dominio del «consumidor» en una lógica de mercado que invade el mundo académico).
Siguiendo con Rivero, «La segunda visión, que enfatiza la diversidad cultural, implica innovar educacionalmente tratando de adaptarse a las características singulares de la demanda a fin de asegurar resultados equiparables a los esperados en medios urbanos». La diferencia consiste en que estos programas «no toman la escuela urbana como patrón, sino que se consideran las difíciles características de la población, con otras fortalezas y necesidades».
Prosigue Rivero con un aspecto interesante que revela la posibilidad de avanzar en la conceptualización de dichas acciones: «La dificultad de encontrar experiencias con estas características permite concluir que los programas educativos compensatorios, en la perspectiva de la diversidad cultural, son aún incipientes y escasos. Sin embargo, se puede colegir también que, bien concebidos y organizados en función de la diversidad de situaciones y usuarios, pueden convertirse en piezas clave para que el concepto de educación permanente tenga mayores posibilidades de concreción (...) Los casos del Programa para Abatir el Rezago Educativo (PARE) en México y el Plan Social Educativo de Argentina, expresan las potencialidades y limitaciones de programas compensatorios, especialmente diseñados y con importante financiamiento de fuentes nacionales e internacionales».
En efecto, ambos programas responden conceptualmente al principio de diversidad cultural, se asientan en inversiones muy significativas, y aplican los criterios de focalización, descentralización, participación y centralidad pedagógica. En el caso argentino, el Plan Social Educativo comenzó en 1993 con una inversión de $63.000.000 (paridad 1 a 1 entre peso y dólar), que se duplicó a partir del año siguiente. Esa cifra se repartió entre equipamiento didáctico, libros 20 millones de volúmenes en el período 1993-1999, infraestructura y material de apoyo para los docentes (capacitación orientada especialmente a los aprendizajes básicos (lengua y matemáticas); orientaciones para la elaboración de proyectos institucionales, orientaciones para la identificación de prioridades pedagógicas, entre otros).
Tal vez el concepto que mejor representa este principio es el referido al bilingüismo intercultural. Éste procura un planteo en la formación de los pueblos aborígenes que combine dos opuestos: la afirmación de sus raíces culturales y las posibilidades de incorporación plena a la vida en sus sociedades. En definitiva, se trata de encontrar la mejor forma de llegar a la igualdad de oportunidades y de posibilidades a las que tienen derecho todos los habitantes. Durante muchos años se impuso un modelo cultural en el que se enseñaba sólo el español, sin tomar en cuenta costumbres, cosmovisión ni formas de organización comunitaria. Esa propuesta fracasó en la mayor parte de los casos porque a los niños les costaba mucho aprender a leer y escribir una lengua que sólo existía en la escuela. Frente a esa postura, tampoco parece ser solución el extremo opuesto, es decir, el encierro en las antiguas pautas culturales como algunos grupos proponían al recordarse el Quinto Centenario en 1992. Por eso, el concepto de bilingüismo intercultural resulta superador de esa confrontación, en la medida que permite combinar el principio de respeto por la identidad cultural de los pueblos de estricta justicia y fundamental para la construcción de la personalidad a partir de la reafirmación de la autoestima, con el de igualdad de oportunidades, en tanto brindan al alumno la apropiación de los bienes culturales y el desarrollo de capacidades que le permiten insertarse en la vida comunitaria, laboral y personal.
Esta aproximación permite la adecuación según las características de cada situación: hay casos en los que la lectura y la escritura se enseñan en lengua materna; otros en los que se hace en español y luego se avanza sobre el idioma aborigen. Depende del grado de interacción que cada comunidad tiene con la cultura oficial. Como señalaba Luis Enrique López en el Seminario de Programas Compensatorios, «no existe una sola forma de hacer educación bilingüe. Por ese afán homogeneizador con que se ha trabajado en educación, a menudo oponemos educación bilingüe a educación en castellano, y pensamos que toda la población aborigen debe ser tratada de una misma manera (...) Si se trata de niños indígenas que tienen un manejo pasivo de su lengua, no podemos forzarlos a iniciar el aprendizaje de la lectura y la escritura en ella, tenemos que partir de la variedad de castellano que usan. Se trata de imaginar desde la educación bilingüe una pedagogía de y en la diversidad, suficientemente potente para responder al reto de la gran variedad de situaciones y combinaciones que es posible encontrar. Por eso consideramos que lo que se ha avanzado en materia de educación bilingüe puede contribuir también al mejoramiento de la calidad de la educación en general».
Por ello es preciso resaltar la necesidad de continuar con la construcción de categorías propias elaboradas desde las experiencias desarrolladas en la región, compartiendo las iniciativas en marcha en los distintos países, para lo que será de gran valor la acción de los organismos de cooperación técnica. Programas como el de Formación en Educación Intercultural Bilingüe para los Países Andinos (PROEIB-Andes) significan importantes aportes, junto al camino recorrido por países como Bolivia, México, Perú, y más recientemente Argentina, Brasil, Chile o Paraguay, que es preciso sean apoyados dado el desconocimiento y la incomprensión que aún existe de este fenómeno en ciertos núcleos especializados en educación. En nuestras facultades no se registra esta problemática, y hasta hay quienes identifican la enseñanza de la lengua aborigen como lengua extranjera en los documentos curriculares.
Una de las contribuciones más revolucionarias de Jomtiem radica en la primordial tarea pedagógica de la escuela. Y para no dejarla en retórica, arriesga propuestas que a veces resultan poco atractivas pues parecen demasiado simples. La identificación de la lectura y la escritura, de las operaciones matemáticas básicas y de la resolución de problemas como aprendizajes absolutamente fundamentales, significa que a ellos debe supeditarse el resto de conocimientos y habilidades. Por eso el ejercicio de establecer prioridades es una de las claves de la conducción, en cualquier instancia del sistema, desde el ministerio hasta el aula.
Si se coincide con dicha definición, todos los recursos deben ser enfocados hacia esos objetivos, lo cual significa sacrificar otros, con los consecuentes costos políticos. Esta tensión se expresa en todo tipo de decisiones. Al definir el presupuesto anual, al elaborar el diseño curricular y los planes de estudio, al asignar los docentes de cada curso, en cada situación se plantea la cuestión de las prioridades. Por eso la explicitación de los criterios es fundamental para responder con coherencia a ese desafío cotidiano. Tal línea nos llevó hace unos años a elaborar materiales desde el Plan Social Educativo sobre prioridades pedagógicas de las diversas áreas por niveles, que aportaban una metodología concreta para encarar la elaboración de esas prioridades en función de los grupos de alumnos, convirtiéndose en una de las más apreciadas herramientas por los docentes, al punto que la destacaron como fundamental en la evaluación cualitativa del Plan.
Un ejemplo de cómo se pierde el rumbo se verificó en la desvalorización que durante décadas sufrió el uso del libro en la escuela. Primero por la persecución ideológica, luego por demagogia economicista y hasta por interpretaciones distorsionadas de ciertas propuestas pedagógicas, lo cierto es que durante muchos años el mensaje fue que los libros no eran importantes para que los chicos aprendieran. En la Argentina eso determinó que cayera el uso de libros de texto a menos de la mitad en tres décadas. Sólo en los 90 se propició una fuerte revalorización de éstos, expresada en la renovada propuesta educativa y en políticas activas de provisión de textos cosa que no ocurría con esa intensidad desde hacía 40 años para los sectores de menores recursos3. Esa experiencia, al igual que la brasileña, la chilena o la mexicana, indica la disponibilidad de libros en las aulas como uno de los factores de mayor incidencia en la mejora de los aprendizajes, especialmente entre los más pobres.
El nuevo desafío para la lectura se presenta con el inicio del siglo. La última maravilla para resolver la inequidad se llama Internet. Se anuncia que su acceso desde todas las escuelas implica automáticamente concretar la justicia social en educación. Esta propuesta de generalización «tranquiliza la conciencia» de los sectores medios, aunque algunos pueden suponer que simplemente legitima su requerimiento de contar con apoyo para incorporar ese bien cultural a la formación de los hijos. «Internet es hoy la revolución educativa que beneficiará a los más pobres» se plantea con ponderable optimismo. Aún parecen no ser suficientemente tenidas en cuenta advertencias como la que formuló el Premio Nóbel de Física Georges Charpak en la reciente cumbre «Gobernar en el Siglo XXI» celebrada en Berlín, que reunió a una quincena de Jefes de Estado. Dijo allí que no se debe considerar a Internet como la solución a todos los problemas: «Es sólo una herramienta, como un lapicero. Y no por tener un lapicero y saber usarlo uno se convierte en poeta» (diario «Clarín», Buenos Aires, 3 de junio de 2000).
a principios de los 90 decía Enrique Iglesias (Presidente del Banco Interamericano de Desarrollo): «Nos bombardearon tanto las ideas foráneas como la crisis internacional. La crisis económica de los ochenta fue muy impactante en la región. Aún no hemos evaluado cuán profunda fue en el cambio de actitudes y de ideas. Ha habido en este aspecto una verdadera perestroika, que algunos llaman revolución silenciosa. Esta América Latina está aprendiendo pacíficamente de ciertos límites que empezamos a descubrir. No debemos flagelarnos por el pasado; simplemente tenemos que entender que estamos en un continuo devenir histórico en todos los aspectos, incluso el de las ideas» (Enrique Iglesias: Las Nuevas reglas de Juego, ed. La Oveja Negra, Bogotá, 1991).
El «bombardeo de ideas», al decir de Iglesias, no constituye una particularidad de los 80 sino que continuó durante la década siguiente. El problema es que nuestra tradicional permeabilidad a las teorías de moda hizo que muchas interpretaciones de los acontecimientos se fundaran más en ellas que en el análisis científico de la realidad, oscureciendo los debates en lugar de aclararlos. Para sostener posiciones se parte de postulados ya elaborados, sin cuestionarlos, y se interroga la realidad en busca de elementos que encajen con las teorías que cada orientación ideológica elija.
No se trata de desconocer los aportes teóricos surgidos en todo el mundo, ni de volver a posturas «aislacionistas». Sí de destacar el valor de que la tarea intelectual esté menos condicionada por los preconceptos y más abierta al análisis de los hechos, como los aportes efectuados por muchos estudiosos locales que han ayudado a interpretar aspectos sustanciales de los procesos desde la realidad. Sin embargo, vale la pena repasar algunos casos de las distorsiones que suelen sobrecargar el morral de las políticas transformadoras, distrayendo esfuerzos en polémicas estériles, no para volver a ellas sino para alentar los esfuerzos por construir o adaptar categorías teóricas ajustadas a la realidad.
Uno de los ejemplos es la discusión sobre la descentralización. El ultraliberalismo insiste en que la reforma se diluye por falta de una política más audaz en ese sentido, que otorgue a las escuelas poder de decisión casi absoluto en su funcionamiento, incluyendo la contratación de los docentes o fijando premios diferenciadores. El ideal perseguido es el financiamiento de la demanda en lugar de la oferta, confiando en que el mercado genere por competencia la mejora de la calidad. Paralelamente, desde la vertiente progresista se sostiene que toda descentralización es un paso más en el alejamiento del Estado de su responsabilidad en la educación, oponiéndose a toda iniciativa en tal sentido.
Esto se puso de manifiesto cuando en la Argentina se transfirieron las escuelas secundarias a las provincias (1992). Unos dijeron que se pretendía municipalizar y privatizar la educación, usando como argumento lo ocurrido en Chile. Pasados unos pocos años, la denuncia vino de la otra vereda. El ultraliberalismo sostiene ahora que se perdió una oportunidad histórica al paralizarse el proceso de descentralización en la transferencia a las provincias, dado que éstas no hicieron lo propio con los municipios o con las instituciones. El común denominador fueron los artículos de todo tipo, forzando analogías pero desaprovechando la oportunidad de investigar el proceso concreto. ¿Para qué investigar cómo fue la transferencia si lo hicieron antes los chilenos? Mejor anunciar el final de la educación pública o el triunfo del estatismo ineficiente que el esfuerzo por analizar lo que efectivamente se llevaba a cabo.
No fue esa la única decisión rechazada a priori desde el antecedente de otro país. Así se impugnó la nueva estructura de niveles y ciclos «porque ya fracasó en España»; se oponían a las políticas compensatorias «porque son la receta del Banco Mundial», sin investigar sus componentes, procedimientos y resultados. Es altamente significativo lo ocurrido con el Plan Social Educativo argentino. Se ejecutó durante 7 años, con una inversión total de casi 1.000 millones de dólares en 16.000 escuelas de todo el país. Como responsable del Plan Social Educativo recibí sólo dos pedidos de colaboración para su estudio: uno del Instituto Internacional de Planificación Educativa, dependiente de la UNESCO, y otro de FUNDARED (una ONG argentina dedicada a los programas sociales). Un ejemplo es el de la pedagogía de Alternancia, un modelo educativo de enorme éxito en las zonas rurales que se aplica en nuestro país desde hace más de 30 años. Todavía hoy es desconocido en las universidades y hasta en las provincias en las que se desarrolla la experiencia desde un principio. Parece que para algunos especialistas en educación es más importante estar al día con las últimas teorías en circulación por el primer mundo que bucear la realidad concreta, seguramente dura y poco propicia para las complejas formulaciones o los estudios que engrosan bibliotecas.
Otras investigaciones son sorprendentemente realistas, o, más aún, hiperrealistas. Dice un estudio elaborado por una fundación norteamericana: «Los niños que disfrutaron de la interacción estimulante con otros niños y con juguetes, que contaron además con buena nutrición, muestran un mejor desarrollo de las funciones del cerebro que aquellos niños desnutridos y que no fueron expuestos a una estimulación temprana. Los impactos pueden ser acumulativos». Otros estudios mostraron las diferencias de indicadores entre regiones muy distantes en su desarrollo económico, y volvieron, una y otra vez, a ratificar que es mejor ser rico que ser pobre.
Nadie puede poner en duda la vinculación entre pobreza y riesgo escolar. No obstante, obviedades como la señalada pueden tener efectos paradójicos poco constructivos para mejorar las condiciones de quienes sufren. Involuntariamente terminan estigmatizándolos y contribuyendo a la parálisis y a la resignación. «A estos chicos con darles de comer y zapatillas ya es mucho, porque pobrecitos, ¿qué van a aprender si la cabeza no les da?» puede escucharse a través de distintas bocas en frases dichas muchas veces con sincero dolor, otras con lástima autoexculpatoria. Una tarde encontré en un paraje aislado de la Patagonia a un grupo de estudiantes universitarios que explicaban a los maestros que los cambios alimentarios de las familias repercutían irreversiblemente en las posibilidades de aprendizaje de los alumnos.
Nada más lejos de estas consideraciones que pretender negar la cuestión social, ni subestimar el efecto de las diferencias nutricionales. Simplemente parece necesario encontrar el equilibrio entre aquel «optimismo» educativo por el cual se esperaba que la escuela se sobrepusiera a toda desventaja externa, y este «determinismo» social sobre el que toda acción parece inútil. La convicción de que la educación es el instrumento por excelencia de la justicia social implica fe en la capacidad de los niños y jóvenes en tanto reciban la educación que necesitan.
Últimamente se presentan dos líneas de pensamiento que confluyen en la «zona de riesgo» que señalamos. De un lado el progresista se viene escuchando con cierta frecuencia la aplicación del concepto de educabilidad, no ya como condición innata de todo ser humano sino como resultado de las condiciones sociales previas a la escolarización de cada niño. Hay incluso quienes buscan el indicador que permita identificar el número de niños «por debajo de la línea de educabilidad». Del lado del ultraliberalismo el concepto es el darwinismo, es decir, la presunción de que hay factores sociales y culturales que terminan tornándose en genéticos, al punto de predeterminar el futuro de los niños. En definitiva, unos desde el reconocimiento del drama social, otros desde la exaltación de lo orgánico, ambos coinciden en relativizar las posibilidades de éxito de los más pobres.
Estoy seguro de que lejos del ánimo de quienes desarrollan esas teorías está condenar a quienes tienen la desgracia de conformar esa franja de la población destinada a la marginación definitiva que implica la falta de educación. Pero más allá de las intenciones, las consecuencias de tan terminante caracterización pueden llevar justamente a esa conclusión. Por eso resultan tan importantes las contribuciones de las experiencias e investigaciones que analizan las causas del éxito en el rendimiento y escolarización de alumnos de sectores postergados, como la disponibilidad de libros en las aulas, la cercanía de la escuela, la adecuación de la propuesta curricular o la educación preescolar; todos ellos muestran fuerte incidencia sobre las posibilidades educativas de los alumnos, a pesar de sus difíciles puntos de partida familiares4.
Esos elementos redoblan la importancia de las señales que se emiten desde la conducción política del sistema. Como afirma Tedesco, «un aspecto es específico de los educadores, y su importancia adquiere actualmente una dimensión considerable: la convicción de que todos los niños pueden aprender (...) Las investigaciones clásicas sobre el efecto Pigmalión en el proceso de aprendizaje muestran que las expectativas del docente tienen un papel crucial en el éxito de los alumnos». Este punto debiera ser el mandato ético que informara la actividad de políticos y técnicos unidos para enfrentar los desafíos de la educación en nuestros países, porque difícilmente podemos transmitir tal demanda si la propia conducción no tiene esa confianza y la traduce en hechos concretos. Es lo justo y necesario.
A partir de 1996 el plan puso en marcha una propuesta diseñada para apoyar la transformación de las escuelas rurales de 7 años de nivel primario en establecimientos de Educación General Básica de 9 años. Esto se apoya en cuadernos de trabajo para cada alumno, que desarrollan los contenidos curriculares con actividades elaboradas en función de las características de la vida rural. Los ejemplos, las investigaciones, los ejercicios, todo ello fue tomado del mundo más próximo a esos jóvenes. El desafío era posibilitar la continuidad de su escolarización con los niveles de calidad de los aprendizajes equivalentes a los de las escuelas urbanas.
Después de casi 4 años de aplicación concreta (en 1996 se ensayó en 36 escuelas; en 1997 en 420; en 1998 fueron 1800 establecimientos; y en 1999 se llegó a 2200) los resultados son francamente alentadores: la contención de los alumnos fue casi total, y los aprendizajes adquiridos permitieron a los primeros egresados insertarse sin problemas en las escuelas secundarias urbanas, en las que continúan sus estudios. Este año 2000 hay alumnos cursando el 9º año, confirmándose los comportamientos de retención de matrícula señalados. ¿Qué ocurrió para que se revirtiera la tendencia histórica de fracaso y abandono de los adolescentes de zonas rurales en sus intentos de proseguir estudios secundarios?
La clave está en lo que Rivero resaltó sobre el respeto, el aprovechamiento diría yo, de la diversidad cultural. La propuesta pedagógica se centró en las potencialidades reales de los alumnos, no en las carencias supuestas en relación con el modelo urbano. Eso significó una fuerte batalla ideológica, no exenta de costo político, puesto que cuando se anunció su aplicación se alzaron críticas en contra del proyecto. «Quieren segmentar la educación». «Escuelas para pobres distintas de las del resto». «A estos chicos hay que sacarlos del campo. ¿Qué mejor que llevarlos a la ciudad? Allí sí que podrán superarse». Estas frases son representativas de la visión prejuiciosa con la que desde ciertos cenáculos académicos se impugnó la propuesta de que en lugar de trasladar los alumnos a la escuela puso a ésta donde están ellos.
La respuesta de las familias fue uno de los datos más impactantes. El proyecto consiste en la implantación del 3º ciclo del nivel de Educación General Básica (7º, 8º y 9º grados), y en cada escuela que inició la inscripción de alumnos para 7º ésta fue mayor que la matrícula de 6º del año anterior, duplicándola en algunos casos. Ocurrió que volvieron a la escuela muchos chicos que ya habían terminado su primaria, pero que, apoyados por sus padres, querían seguir estudiando. El sistema educativo, forjado desde las ciudades, no brindaba para ellos una propuesta aceptable. Todas las familias rurales se enfrentaban históricamente al dilema de dejar el campo para seguir estudiando, o dejar de estudiar para seguir en el campo. El resultado final muchas veces era el peor de todos: dejaban el campo para estudiar, pero fracasaban en el intento por las enormes dificultades de adaptación a tantos cambios, y pasado uno o dos años también dejaban la escuela.
La reinserción de alumnos puso a prueba uno de los principios del proyecto: la flexibilidad. Al trabajarse con los cuadernos de cada área, los alumnos mantienen a la vez su propio ritmo de aprendizaje y su grupo de compañeros. Están asistidos por «tutores», que son docentes de primaria cuya función es acompañar a los alumnos para ayudarlos con los temas y para que, más allá de las materias, encuentren en esa figura al maestro, al adulto, tan importante para esa etapa en la construcción de la personalidad. Como este docente no está especializado en las disciplinas, también se incorporan profesores de secundaria que periódicamente llegan hasta cada escuela, motivo por el cual algunas provincias denominan al modelo como «itinerancia». Ellos son quienes siguen el proceso de los alumnos, solucionan dudas y corrigen errores. Ayudan a los tutores a profundizar en los temas con los chicos, a planificar actividades de investigación y a ajustar la planificación a los avances de los alumnos. Una de las incógnitas previas era cómo resultaría el contacto entre tutores y profesores. Las diferencias de formación y de experiencias previas generaban cierto temor en la relación. El tiempo demostró que, si bien exige una preparación cuidadosa, el funcionamiento potencia mutuamente las virtudes de cada uno, ya que, lejos de superponerse, complementan sus perspectivas a favor de los alumnos.
Si bien la elaboración de los materiales fue muy estudiada, la dimensión afectiva resultó también fundamental: los adolescentes encontraron el ámbito de encuentro que necesitaban, siguen estudiando con sus compañeros que empezaron hace más de 6 años, «crecen» en la escuela y tienen un adulto el maestro tutor que se ocupa de ellos, que puede hablar desde sus intereses.
Para la elaboración de la propuesta se estudiaron detenidamente los componentes del programa Nueva Escuela colombiana y la pedagogía de alternancia, ambas propias del medio rural. Esta última, con significativa experiencia en Argentina y Brasil, ha mostrado excelentes resultados en el nivel secundario a partir de un protagonismo real de los alumnos y de sus familias en los aprendizajes.
Para mayor conocimiento del proyecto Tercer Ciclo de la Educación General Básica en Escuelas Rurales puede consultarse el estudio efectuado por Claudia Jacinto, IIPE/UNESCO, presentado como estudio de caso al Seminario Regional de Programas Compensatorios en Educación, 1998.
Castells, Manuel: La Era de la Información. La Sociedad Red. Cap. 5, La Cultura de la Virtualidad Real, Alianza, vol. 1, 1999.
Castells: Manuel: La Era de la Información . El poder de la identidad. Alianza, vol. 2, 1999.
Cohen, Ernesto y Franco, Rolando: Evaluación de Proyectos Sociales, Siglo xxi eds.,1996.
Debray, Régis: «El Estado Seductor», Manantial, Buenos Aires, 1995.
Documento Final Seminario Regional de Programas Compensatorios en Educación: Ministerio de Cultura y Educación de la Nación, República Argentina, 1998.
Durston, John: «La participación comunitaria en la gestión de la escuela rural». En: Ernesto Cohen, Educación, Eficiencia y Equidad, CEPAL/OEA/SUR, 1998.
Espínola, Viola y Martínez, Rodrigo: «Importancia Relativa de Algunos Factores del Rendimiento Educativo»; y Arancibia, Violeta: «Factores que Afectan el Rendimiento Escolar de los Pobres». En: Educación, Eficiencia y Equidad, editado por Ernesto Cohen, Colección Estudios Sociales CEPAL/ OEA/SUR.
Evaluación de Proyectos Sociales: Ernesto Cohen y Rolando Franco, Siglo XXI, 1992.
Galbraith, John Kenneth: En los desafíos del nuevo milenio, Daniel Ulanovsky Sack, Aguilar, 1999.
Goldsmith, James: La Trampa.
Grisay, Aletta y Mailck, Lars: «Algunas definiciones sobre calidad de la educación». IIPE, París, 1998. Publicado en MCYE Nación, República Argentina, «Calidad, Equidad y Pertinencia». Documentos de referencia. Seminario Regional de Programas Compensatorios en Educación. Buenos Aires, octubre de 1998.
Hobsbawm, Eric: Historia del Siglo XX. Crítica, 1998.
Jaim Etcheverry, Guillermo: La Tragedia Educativa. Fondo de Cultura Económica, 1999.
Asociación Civil educación para todos: http://www.educacionparatodos.org.ar «Informe Final de Evaluación Externa del Plan Social Educativo».
Rivero, José: Educación y exclusión en América Latina. Miño y Dávila, 1999.
Sanders, J. W.: «The War of Historical Interpretation and Prospects for Peace in the Post-Cold War Era». Citado por Francisco Javier Peñas en Occidentalización, fin de la Guerra Fría y Relaciones Internacionales. Alianza Editorial, 1997.
Tedesco, Juan Carlos: El Nuevo Pacto Educativo. Anaya, 1995.
Todas las Declaraciones de Conferencias Internacionales y Cumbres citadas en el presente trabajo se encuentran en: Ministerio de Cultura y Educación, República Argentina, «Calidad, Equidad y Pertenencia». Documentos de referencia del Seminario Regional de Programas Compensatorios en Educación, 1998.
Índice Revista 23 ¿Equidad en la Educación? Eqüidade na Educação? |
|
Revista Iberoamericana de Educación |
Buscador |
Mapa del
sitio | Contactar
| Página inicial OEI |
Organización Para la Educación, |