La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación monográfica cuatrimestral editada por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI)

Está en:
OEI - Ediciones - Revista Iberoamericana de Educación - Número 23

Número 23
¿Equidad en la Educación? / Eqüidade na Educação?

Mayo - Agosto 2000 / Maio - Agosto 2000

La Equidad del Gasto Educativo: Viejas desigualdades, diferentes perspectivas

Alejandro Morduchowicz (*)

«Cuando teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas».
Aforismo del Mayo francés

SÍNTESIS: Este trabajo se propone analizar problemáticas complejas, urgentes y vigentes hoy en las agendas educativas de todos los países: equidad, igualdad de oportunidades, diversidad. Tal abordaje lo hace desde la perspectiva del gasto educativo.

Coloca el análisis de dicha temática fuera de un acceso reservado sólo para economistas de la educación, para ponerlo en un espacio público de discusión.

Parte de uno de los «pocos consensos» de que disponemos en educación: la inequidad de los sistemas escolares, y profundiza en el análisis de la controversia sobre el modo de atender la desigualdad: presencia del Estado, mecanismos de mercado, pasando por los programas compensatorios.

El análisis se centra en el surgimiento del problema: el gasto educativo, y se vale de él para adentrarse en los orígenes y en el sentido de los cursos de acción de las políticas públicas en educación o de las vías para corregir sus posibles defectos.

Desde la perspectiva de la economía, se discuten los principales conceptos de equidad e igualdad de oportunidades; el porqué la forma en que se asignan los recursos no es —no puede ser— equitativa y los motivos que explican la intervención del Estado en la educación.

SÍNTESE: Este trabalho propõe analisar problemáticas complexas, urgentes e vigentes dos dias atuais, presentes nas agendas educativas de todos os países: eqüidade, igualdade de oportunidades, diversidade. Tal abordagem se faz desde a perspectiva do gasto educativo.

Coloca a análise de dita temática fora de um acesso reservado só para economistas da educação, para pô-lo em um espaço público de discussão.

Parte de «poucos consensos» de que dispomos em educação: a iniqüidade dos sistemas escolares, e profundiza na análise da controvérsia sobre o modo de atender a desigualdade: presença do Estado, mecanismos de mercado, passando pelos programas compensatórios.

A análise se centra no surgimento do problema: o gasto educativo, e se vale dele para adentrar-se nas origens e no sentido dos cursos de ação das políticas públicas em educação ou das vias para corrigir seus possíveis defeitos.

Desde a perspectiva da economia, se discutem os principais conceitos de eqüidade e igualdade de oportunidades; ou porquê a forma em que se assignam os recursos não é —não pode ser— equitativa e os motivos que explicam a intervenção do Estado na educação.

(*) Alejandro Morduchowicz es docente del IIPE-UNESCO Buenos Aires y FLACSO. Además, trabaja como consultor y asesor en temas de financiamiento y gasto de gobiernos provinciales de Argentina.

1. Introducción

Prácticamente no hay política educativa que en los últimos lustros no haya tenido entre sus objetivos mejorar la equidad para promover la igualdad de oportunidades. Más numerosas que las políticas son los trabajos de los analistas dedicados al tratamiento del tema. Se necesitó de diferentes perspectivas, dimensiones, disciplinas e ideologías para arribar a uno de los pocos consensos de que disponemos en educación: nuestros sistemas escolares son inequitativos.

Por eso, también hay más o menos acuerdo sobre las formas concretas que deben asumir esos objetivos de política: los diagnósticos explican claramente las desigualdades y, por lo tanto, los ejes problemáticos que se deberían revertir. Pero el consenso —cuando lo hay— termina allí: la controversia gira, en general, sobre el modo de atender la desigualdad. Las propuestas pueden invocar, por ejemplo, desde una mayor presencia estatal hasta la introducción de mecanismos de mercado en el sector. En ambos casos, con sustentos no carentes de sentido o lógica, aunque controvertidos, que comparten los objetivos explícitos de atender la equidad y de favorecer, nuevamente, la igualdad de oportunidades. Paralelamente están las innumerables discusiones sobre acciones puntuales, tales como los programas compensatorios, en las que se cuestiona desde su propia existencia hasta la forma en que se ejecutan y la selección de las escuelas y/o alumnos destinatarios de esos programas.

No obstante, estas disputas tienen algunos elementos comunes en su método: uno de los más característicos es que suele discutir sólo el emergente sin adentrarse demasiado —a veces ni eso— en los orígenes y en el sentido de lo que se está haciendo o se propone hacer en el plano de la acción. Por ejemplo, se promueve o cuestiona el subsidio a la demanda, pero se deja a un lado la discusión sobre el rol del Estado en la educación. Demás está decir que esto último contribuiría a clarificar bastante el tipo de provisión del servicio —estatal, privado o una combinación de ambas formas— y el mecanismo de asignación de recursos a las escuelas.

Para no ser menos, en este artículo me remito también al tratamiento de un emergente: el gasto educativo. Pero el camino que sigo es valerme de él para explicar por qué la forma en que se asignan los recursos no es ni puede ser equitativa. Mi interés gira en torno de ese pariente pobre de los análisis educativos que es la discusión sobre los eventuales cursos de acción de las políticas públicas en educación o las vías para corregir sus posibles defectos. En función de ello, en este trabajo repaso y discuto, desde la perspectiva de la economía, los principales conceptos de equidad y de igualdad de oportunidades y los motivos que explican la intervención del Estado en la educación.

2. De la igualdad a la diversidad

Desde el inicio de los sistemas educativos como tales, la equidad en el financiamiento de la educación estuvo estrechamente ligada a la idea de igualdad de oportunidades educativas. Ésta, a su vez, había estado identificada con el acceso a la escuela, es decir, con tener escuelas a las que asistir. La igualdad (de oportunidades, en nuestro caso) es un concepto relativo a algo: dos personas u objetos son iguales respecto de un atributo; en educación el atributo era ser niño o joven y, por lo tanto, potencialmente alumno.

Basados en el postulado aristotélico de igual tratamiento para los iguales —denominado principio de equidad horizontal—, los distintos sistemas educativos occidentales se encargaron de proveer con notable éxito condiciones materiales similares, cuando no iguales, para su población en edad escolar.

Operacionalmente, la aplicación estricta de este principio requiere igual gasto por alumno, iguales recursos para la educación básica, igual relación de docentes por alumno, etc. El tratamiento conferido al asunto presentaba varias ventajas concurrentes: la primera, de índole práctica, facilitaba la prosecución de políticas públicas. Para llevarlas adelante era necesario cierto mínimo de homogeneidad en la provisión de un bien o servicio a una población-objetivo dada. Es decir, criterios comunes para implementar masivamente las acciones que se hubieran querido llevar adelante.

En tal sentido, la dificultad actual de discriminar o desagregar a la población escolar conforme a sus diferentes rasgos sin caer en la casuística, es la que traba o sustenta no pocas propuestas de política, según el caso, Así, es frecuente contraargumentar que la generalización de medidas en el ámbito educativo no contempla la especificidad de cada escuela y de la población que concurre a ella. En su intento de defender todas y cada una de las particularidades, se pierde de vista que esos mismos son los argumentos que, en última instancia, avalan las ideas que se presentan como alternativas a la provisión estatal de la educación. En efecto, si no hay un patrón común sobre el que se pueda regular y se desconoce cada una de las particularidades que deben atenderse, el papel que pueden desempeñar las administraciones centrales es muy limitado, y éstas deben dar lugar a un tipo particular de autonomía escolar: cada escuela debe encontrar su propio método para producir educación. Es lo que se puede llamar «descentralización por desesperación». Y de allí a la mercantilización y a la competencia por los recursos, sólo un paso.

En segundo lugar, la práctica de la equidad horizontal daba por supuesto que, garantizando condiciones materiales mínimas y comunes, se aseguraba una igual contribución de la escuela a los resultados en la vida adulta, tales como los ingresos futuros, la inserción laboral, etc. Esto se correspondía con la visión y la convicción de que la escuela era un agente de igualdad social. Por medio del sencillo expediente de facilitar la accesibilidad a la escolarización de todos los niños, el Estado combinaba la aplicación del principio de equidad horizontal para garantizar uno de los tantos criterios de igualdad de oportunidades existentes: aquél que las define por la negativa. Según éste, la posibilidad de escolarización de un niño no debe depender de factores ajenos a él tales como las circunstancias económicas en las que se encuentran sus padres o su familia, el lugar donde vive, el sexo, la religión y/o la pigmentación de su piel, entre otros. La proliferación de escuelas en medios rurales es un ejemplo emblemático de esto.

Tal concepción fue potenciada y pulida con distintos argumentos después de la Segunda Guerra Mundial. Los estudios referidos a la contribución de la educación al crecimiento económico y a la inversión en capital humano repercutieron en los países occidentales, promoviendo un incremento de la inversión en educación para aumentar la cobertura de los sistemas educativos. La visión dominante era que la educación iba a ser el instrumento que, junto con el crecimiento del sector industrial, permitiría el desarrollo de los países, haría evolucionar a la sociedad política hacia la democracia y sería el canal de movilidad social basado en la capacidad y en el esfuerzo. La expansión del nivel medio de las últimas décadas le debe bastante a estos razonamientos.

Dicha percepción continuó hasta la década del setenta: a partir de ella, diferentes estudios comenzaron a mostrar que las diferencias de nivel socioeconómico, de lenguaje y de cultura daban ventajas a unos y desventajas a otros. En el extremo, el Informe Coleman de 1966 concluiría, entre otras cosas, que la escuela aportaba poco o nada a mejorar las oportunidades. Con posterioridad este documento sería cuestionado, por un lado y metodológicamente, por economistas y otros cientistas sociales y, por el otro, desde un punto de vista empírico, a partir de los hallazgos de los estudios sobre escuelas eficaces en los que se demostró que las escuelas sí podían establecer una diferencia. No obstante, el golpe ya había sido asestado y, más allá de las distintas posturas, quedó claro que la igualdad de oportunidades en el acceso no eliminaba las disparidades iniciales: la visión optimista de la educación había comenzado a desmoronarse en un contexto en el que, además, el propio Estado Benefactor estaba siendo fuertemente cuestionado, arrastrando, con el ajuste fiscal, al sector educativo. Es interesante destacar que la expansión de los sistemas educativos tenía sus raíces en otras circunstancias y se relacionaba muy poco con el apogeo de ese Estado Benefactor (Filmus, 1996).

Lejos del mundanal ruido de los países centrales, en los latinoamericanos las conclusiones sobre la (falta de) contribución de la educación a la equidad eran similares, pero los diagnósticos diferentes. La masificación de la matrícula, acompañada por dificultades presupuestarias, demandas crecientes de tipo asistencial, etc., derivaron básicamente en el deterioro de la calidad de los servicios educativos, incrementando la desigualdad en la posibilidad de acceder a los conocimientos de acuerdo con la zona, el capital cultural, las historias preescolares, el nivel socioeconómico, etc. (Tenti, 1992).

La aceleración de la ampliación de la cobertura escolar, junto a una falta endémica de recursos en América Latina, produjeron también una verdadera segmentación de la oferta. Los Estados no pudieron atender adecuadamente las metas de equidad y calidad y esto perjudicó a las escuelas que atienden a los alumnos de sectores de menores ingresos (Rama, 1984). Así, bajo la apariencia de un sistema educativo homogéneo, se había creado otro segmentado jerárquicamente, con escuelas de gestión pública y privada, con circuitos para ricos y para pobres en cada uno de esos tipos de instituciones escolares, que atendía a diversos grupos de acuerdo con su nivel de ingresos y su origen sociocultural.

En ese contexto se percibió la necesidad de dotar de diferente significado a la expresión «igualdad de oportunidades en educación»: ahora, para promoverla, debían propiciarse un tratamiento y unas ofertas diferentes, no iguales. En nuestro ámbito, procesos homogéneos pueden derivar en resultados heterogéneos, por lo que, para alcanzar resultados homogéneos, a veces es necesario actuar heterogéneamente (Schiefelbein y Tedesco, 1995).

Los analistas y políticos comenzaron a comprender la insuficiencia de la equidad horizontal como criterio hegemónico para la provisión de educación. Se hizo evidente que se debía incorporar el principio, también aristotélico, de desigual tratamiento a los desiguales; es decir, el de equidad vertical. A partir de esto, resultaba claro que la suposición de que todos los alumnos son sustancialmente iguales se podía refutar con facilidad. Después de tales diagnósticos se hizo imperioso sustituir ese atributo frente al cual los niños y jóvenes eran iguales. Ahora se trataba de establecer los atributos frente a los cuales el grupo «alumnos» era igual o desigual a otro grupo de alumnos. Esto, por supuesto, no es sencillo: a medida que vamos clasificando por grupos a la sociedad, menos personas tienen posibilidad de ser alcanzadas por el tratamiento horizontal, hasta que llegamos a cada individuo, porque ninguno es igual a otro. Por lo tanto, más pragmáticamente, el criterio de equidad horizontal debería ser aplicado en forma directa sólo a subgrupos, donde la igualdad entre los alumnos debería ser acordada. En síntesis, la equidad horizontal, como principio rector, quedó debilitada, lo que, como es sabido, suscitó nuevos interrogantes, numerosos diagnósticos y pocas soluciones al problema de la inequidad.

3. De la diversidad a la equidad del gasto

No obstante estos avances en la materia que nos toca, la percepción de lo que debería ser el gasto educativo es bastante diferente. Así, por ejemplo, es usual señalar como una medida de inequidad las disparidades regionales (dentro de un país) del gasto por alumno, y sobre todo la que existe en aquellos países que tienen estructuras federales o descentralizadas en la provisión del servicio.

Este tipo de afirmaciones puede ser parcialmente verdadera, aunque no por los motivos que se suele creer. Veamos esto con un poco más de detalle. La inversión en educación tiene, al menos, dos aspectos básicos que deben tomarse en cuenta en el análisis de la equidad del financiamiento sectorial: el primero es el nivel de la inversión y su importancia relativa reflejada en el esfuerzo financiero que hace un país, región o localidad, o el nivel de gobierno que estuviera prestando y solventando el servicio; el segundo es el grado de desigualdad en la distribución de los recursos.

En lo que a la equidad se refiere, del primer aspecto nos interesa la proporción de gastos en educación respecto de la capacidad fiscal. La provisión local de educación ha sido largamente debatida en distintas disciplinas. En lo que atañe a la economía, el eje problemático es el conflicto que se suscita entre la eficiencia y la equidad. Como es sabido, si en última instancia algo sustenta la centralización educativa es su capacidad de imprimir mayor equidad. Las disparidades económicas regionales brindan posibilidades diferentes de financiar (por la vía de impuestos) un servicio, por ejemplo, el educativo. Por eso, en estructuras federales o descentralizadas debe intervenir un nivel de gobierno superior para mitigar esas diferentes capacidades tributarias que conllevarían diferencias materiales en la oferta educativa según el lugar donde les hubiera tocado nacer o vivir a los alumnos.

Por su parte, si también en última instancia algo sustenta la descentralización educativa, es su capacidad de ofrecer mayor eficiencia (que sería la expresión y consecuencia, en términos económicos, de la hipotética mayor participación y democratización de las decisiones, etc.). No poco de lo que se dijo sobre la descentralización educativa perdió de vista que los acuerdos y divergencias derivaban —la mayoría de las veces en forma implícita— de la posición que se tuviera respecto de una u otra dimensión de análisis.

Quizás el país que más activamente ha encarado este punto en los últimos cien años ha sido EE.UU. Con su larga y envidiable tradición de litigios de los particulares con los distritos escolares por la probable inconstitucionalidad en la igualdad de oportunidades del servicio estatal, se ha visto obligado a desarrollar fórmulas y mecanismos para compensar esas disparidades locales. Si bien el tratamiento del tema es extenso y complejo —lo suficiente como para haber dado origen a toda una literatura especializada dentro de la economía de la educación—, en este lugar basta con señalar que la búsqueda de formas para compensar las diferentes capacidades fiscales es el intento de aplicación fáctica del principio de neutralidad fiscal que, a su vez, se basa en que el gasto por alumno no debe verse influido por las bases tributarias locales. En forma más general, el servicio ofrecido por el Estado debe respetar la igualdad de oportunidades respecto de la riqueza, las condiciones socioeconómicas, el lugar de nacimiento, etc.

Tal circunstancia no impide que si el nivel de gobierno encargado de prestar el servicio —un municipio, una provincia o un Estado—, decidiera ejercer una mayor presión tributaria sobre sus habitantes para asignar más recursos, no lo pueda hacer. De lo que se trata es de igualar capacidades tributarias para garantizar un mínimo nivel de gasto por alumno dentro de un país.

Eso nos lleva al segundo aspecto que hay que considerar cuando se discute sobre la inversión educativa y la equidad: la desigual distribución de recursos. La evidencia señala que existen grandes brechas en el gasto por alumno dentro de los países, y que éstas no se encuentran compensadas por un nivel central. De ahí la disconformidad de algunos analistas respecto de las diferencias en ese indicador. Cabe señalar que estas consideraciones también se realizan para rechazar las disparidades en la inversión entre países, debido a lo que ya no es sólo un análisis que atañe a sistemas federales o más descentralizados de gobierno, sino que forma parte del sentido común imperante.

Me suscribiría a estas concepciones en un ciento por ciento, si no fuera porque las diferencias en el grado de inversión educativa (reflejadas por ejemplo en el gasto por alumno) se deben, en su mayor parte, a niveles salariales docentes distintos, tanto dentro de un país como a nivel internacional. Como es sabido, el gasto educativo se destina principalmente a atender las remuneraciones docentes; por lo tanto, esas disparidades sólo son inequitativas si: a) la calidad del trabajo docente (más allá de cómo quiera o pueda medirse) no se ve afectada por ese hecho, b) las poblaciones escolares son homogéneas y/o, c) se deben a la restricción de recursos (y no a decisiones deliberadas de diferenciar los salarios).

De ser así —lo que como otros puntos que discuto en este trabajo habría que analizar empíricamente (y no se me escapa que eso no es nada fácil)—, en lo inmediato dispondríamos de un curso de acción que debería seguirse sin más dilaciones. Es decir, si las diferencias en el gasto se explican por distintos niveles salariales docentes que no influyen en el servicio brindado, entonces más que en un gasto inequitativo respecto de los alumnos estaríamos frente a una inequidad en el tratamiento de las remuneraciones. Esto podría deberse a diferentes capacidades para financiarlo, a distintas posibilidades de negociación de los respectivos gremios, etc. Pero en tal caso el principio violado sería el de igual remuneración por igual trabajo. Con eso no quiero desentenderme del problema; simplemente se trata de otro aspecto que, como sabemos, también deja bastante que desear en nuestras estructuras salariales y que debería corregirse, pero que escapa a los alcances de este artículo.

Por el contrario, si las disparidades fueran intencionadamente dirigidas, por ejemplo, a atraer y compensar docentes cuyo esfuerzo y capacidad diferencial son necesarios para atender a una matrícula heterogénea que requiere de docentes con atributos distintivos, entonces ese gasto por alumno desigual estaría en concordancia, precisamente, con el principio de equidad vertical.

Sin embargo, los sistemas salariales no incentivan, en general, la atracción de buenos docentes para estos grupos. La evidencia señala que, tradicionalmente, las escuelas a las que concurren alumnos pobres o marginales con déficit en su capital sociocultural constituyeron la vía de acceso a la carrera docente de los recién graduados; es decir, de los que menos experiencia tienen. Con el transcurrir del tiempo, y en la medida que su inserción y antigüedad en el sistema lo permiten, suelen incorporarse a escuelas menos conflictivas. Más recientemente se ha comenzado a intuir que este circuito se habría modificado (y agravado) en alguna medida, ya que quienes ejercen en esas escuelas —independientemente de su antigüedad y conocimiento del sistema—, son docentes que provienen de esos mismos bajos estratos de ingresos y capital cultural.

Mientras tanto, los sistemas educativos continúan remunerando factores adicionales de dudoso vínculo con esas situaciones —tales como bonificaciones por ejercer en zonas rurales o en escuelas desfavorables—, que, de hecho, sólo intentan remediar la escasez de oferta docente en general, pero no la oferta docente de calidad diferente. Definir una estructura salarial que compense y atraiga a docentes para atender situaciones heterogéneas es una de las tareas que todavía están pendientes en buena parte de nuestros países.

Como podemos ver, los problemas no se refieren sólo al nivel absoluto del gasto sino a su composición. Pero la nómina salarial no es el único rubro del gasto. En los últimos lustros la oferta de acciones para grupos vulnerables comenzó a expandirse y a agruparse bajo el nombre genérico de programas compensatorios.

Estos son motivo frecuente de debate. Las controversias no son pocas y demuestran el estadio embrionario en que nos encontramos para tratar de resolver el problema de la equidad vertical, que es adonde se orientan, en teoría, estos programas. Muchos de ellos se asientan sobre la distribución de recursos materiales. Este solo hecho genera, de por sí, algunos interrogantes. El primero se refiere a si las carencias que se deben compensar son sólo de esa naturaleza. Se atiende básicamente a los insumos, pero los procesos —la modificación de las prácticas docentes, el apoyo y capacitación a los maestros para atender a esas poblaciones, el cambio en la cultura institucional, etc.—, suelen ser relegados cuando la mayor parte de los estudios señala que algunas de estas cuestiones son medulares para atender las desigualdades existentes.

En segundo lugar, con frecuencia proveen recursos bajo la forma de un programa especial que, en condiciones normales, el Estado debería atender habitualmente. Así, las bibliotecas escolares, los materiales didácticos y de apoyo, los libros, los gabinetes multimedia, el equipamiento informático, etc., más que compensar un déficit de la población que concurre a las escuelas que reciben esos recursos, atenúan un déficit de la propia acción estatal que no atiende a todos sus establecimientos con los bienes materiales mínimos para proveer el servicio educativo. En otras palabras, lo que debería ser de carácter ordinario se presenta como extraordinario.

En tercer lugar, la provisión de esos insumos es de tipo uniforme. Por eso, el intento de resolver los problemas de equidad vertical deriva en una solución simplista: en lugar de descomponer a la población escolar en subgrupos de alumnos con necesidades diferentes entre sí, se la divide en dos: aquellos que requieren de estos programas y aquellos que no. A su vez, y contra todos los diagnósticos, a los primeros se les aplica el criterio de equidad horizontal, como si las necesidades fueran las mismas.

Por último, este carácter estandarizado de la provisión del servicio es el que influye para que los programas compensatorios adquieran una forma universal y no focalizada, como sería de esperar: el grupo al que se le proveen esos bienes es muy numeroso y, al ser tratado del mismo modo, se pierde la especificidad y particularidad que deberían presentar tales ayudas estatales.

Ahora bien, hasta aquí he presentado algunas consideraciones vinculadas al tipo de recursos brindado. Pero los programas compensatorios tienen otros problemas, como son los de su duración y continuidad.

Respecto a la duración, cabe señalar que si el origen fuera esencialmente educativo, la distribución de recursos a esos efectos debería ser limitada temporalmente y, a lo largo de su instrumentación, sujetarla a la verificación de la aplicación de los recursos a los objetivos perseguidos.

Por el contrario, si las políticas compensatorias del sector encontrasen sus principales causas en situaciones extraeducativas, no deberían abrigarse demasiadas esperanzas en la reversión de los problemas por la mera asignación de recursos a esos fines. Los comedores escolares constituyen un ejemplo de política compensatoria permanente desarrollada en el ámbito educativo y de origen extrasectorial. En la medida que su origen se encuentra fuera del sector, no ha sido (ni será) suficiente una acción puntual y limitada en el tiempo.

De modo similar, si el analfabetismo, el fracaso escolar, etc., tienen sus raíces en problemas socioeconómicos, una política compensatoria de esas características podrá colaborar en la reversión temporal del problema, pero no a darle fin de modo terminante. En otras palabras, si la población objetivo es un flujo, en la medida que no se resuelva el contexto en el que se lleva adelante el servicio educativo, la política compensatoria deberá perpetuarse sin solución de continuidad. Y, si este fuera el caso, los sistemas educativos deberían debatir entre gastar más para sólo atenuar carencias o no hacer nada.

Dado que los programas compensatorios tienen su origen en problemas exógenos a la educación, la disyuntiva frente a las críticas para el formulador de políticas públicas es aguardar a que en algún momento se resuelvan o coadyuvar a atenuarlos, por más que se prolonguen de modo indefinido en el tiempo. Mientras tanto, en función de las disparidades socioeconómicas y culturales de nuestros países, todo parece indicar que este tipo de proyectos deberá continuar en el futuro. En lo que atañe a la educación, curiosamente se espera que ésta influya positivamente sobre la distribución del ingreso cuando todos los indicios estarían señalando que, precisamente, hasta que no se resuelvan los problemas de distribución del ingreso, difícilmente se solucionen el fracaso y las falencias educativas.

Finalmente, respecto de la continuidad, estos programas, como muchas otras acciones (innovadoras o no) en educación, se ven siempre amenazados por la restricción de recursos. Más allá de su verdadero aporte a la efectividad en los aprendizajes y a las objeciones y comentarios realizados, el hecho es que muchas veces cubren carencias materiales mínimas de las escuelas. Lo paradójico es que dichas acciones representan una baja proporción de los presupuestos educativos. En estos casos, en general, el problema ya no se refiere solamente a cómo incrementar las sumas que se destinan, sino a cómo garantizarlas mínimamente. Si se atiende al rol del Estado respecto de la equidad (sobre el que insistiré más adelante), podría comprenderse —aunque no aceptarse— que la escasez de recursos impida que mejorar la equidad sea un asunto de la agenda pública inmediata. Pero lo que debería quedar claro es que prevenir pérdidas en la equidad sí debería serlo (Berne y Stiefel, 1984).

4. De la equidad en el gasto a su adecuación

Desde un punto de vista prescriptivo, contrariamente a lo que podría parecer, disponemos de varios criterios orientadores sobre cómo llevar a la práctica la igualdad de oportunidades. Aquí me detendré sólo en algunos de ellos. El primero, el más consensuado y frecuentado analítica y fácticamente, ha sido el que la define por la negativa. Recordemos que, según éste, la riqueza de una región, ciudad, etc. no puede ser un factor condicionante en el momento de proveer educación. De modo complementario se argumenta a favor de garantizar un nivel mínimo de servicios para toda la población en edad escolar, proveyendo aspectos básicos (aunque, de hecho, como sabemos, a veces ni siquiera eso). La gran ventaja de este principio —y por eso es y ha sido el dominante— es que, al enfocar la provisión de la educación desde el lado de los insumos, es el más fácil de ser llevado a la práctica. Por eso, en rigor, este criterio para operacionalizar la igualdad de oportunidades se identifica como de igualdad de recursos.

Pero este principio así aplicado y por las razones que expusimos más arriba, resulta insuficiente en la actualidad. No sólo no dice nada sobre el uso y la calidad de los insumos, sino que se abstrae totalmente de los resultados del proceso de enseñanza-aprendizaje. Por eso, más recientemente se ha sugerido adoptar el principio de adecuación (Clune, 1994).

Según éste, la igualdad de oportunidades en educación requiere de la prestación de un servicio que permita alcanzar elevados niveles mínimos de resultados para los estudiantes más desfavorecidos. En tal sentido, adecuación significa adecuado para algún propósito, específicamente los resultados de los alumnos. La idea es vincular el financiamiento con el desempeño, pero no por premios o incentivos sino en función de los objetivos y necesidades de las instituciones escolares y de sus alumnos.

Básicamente, los componentes principales de las nuevas propuestas incluyen, entre otros aspectos (Clune ed., 1994), estándares académicos más rigurosos y nuevos marcos curriculares, sistemas de responsabilidad centrada en el desempeño escolar, mayor descentralización, coordinación y participación de la comunidad, y estrategias de financiamiento vinculadas a la calidad y adecuación de los insumos para alcanzar determinados niveles de resultados en el aprendizaje.

Por lo que respecta al financiamiento y al gasto, las diferencias respecto de las modalidades vigentes de asignación de recursos son esencialmente dos: la elección de los grupos-objetivo y la estructura de la fórmula de financiamiento escolar. En relación con el primer punto, la elección de las escuelas ya no estaría vinculada a la pobreza de la zona en que se encuentran o de los alumnos que atienden sino a los rendimientos que presentan. En cuanto al segundo, simplemente la importancia relativa del gasto educativo en las escuelas destinatarias de los programas de adecuación se modificaría a favor de la parte compensatoria.

En función de esto, programar la adecuación torna más compleja la implementación de las políticas en varios aspectos (Adams, 1994). Primero, modifica los valores subyacentes que animan la política educativa, ya que altera la concepción convencional de equidad, centrándose en los resultados en vez de en los insumos, cambiando específicamente de recursos disponibles a resultados alcanzados. Al definirse en términos de resultados de los alumnos, la implementación y la equidad misma requieren que aquellos se logren efectivamente, a diferencia de lo que ocurre en las concepciones usuales, en las que la compensación implica la existencia de un programa que se esté operando, produzca o no resultados específicos.

El enfoque de la adecuación, al basarse en la igualdad de resultados en lugar de en la igualdad de oportunidades, trae consigo numerosos problemas a resolver; entre otros, desde la propia definición de los resultados hasta las limitaciones en nuestro conocimiento sobre la verdadera y efectiva incidencia de los insumos y procesos en los resultados educativos, cualesquiera fuesen los que se definan (para un tratamiento extenso del tema, ver los diferentes trabajos incluidos en Clune, ed., 1994).

A los efectos del diseño de políticas públicas —porque el enfoque de la adecuación supone una presencia estatal aún más activa—, todo pareciera indicar que el estado del arte nos relega a tener que asegurar sólo condiciones necesarias, pues las suficientes continúan constituyendo la piedra filosofal de la educación.

En cuanto a los resultados, podrían incluir un amplio espectro de posibilidades, tales como pruebas estandarizadas de aprendizaje, competencia en diferentes áreas y niveles, mayor graduación escolar, menores índices de repitencia, etc. No obstante, debería procederse con cautela cuando se discuten y diseñan programas de esta naturaleza que contemplen dichos resultados. Siempre está latente la solución simplista de fijar como criterios de éxito los de la escuela, sin modificar los procesos para atender a estas poblaciones heterogéneas con configuraciones culturales diferentes (Tenti, 1992). En la medida en que el principio de igualdad de resultados no logre modificar prácticas de enseñanza y atención a los grupos desfavorecidos, podrían devenir no sólo en los programas compensatorios usuales sino que, al continuar refiriendo el desempeño escolar conforme al modelo pedagógico tradicional, las posibilidades de revertir el fracaso escolar y de mejorar los resultados en el aprendizaje, etc. continuarán siendo limitadas sin haber modificado los problemas de equidad que se querían resolver. Como suele suceder, disponemos de algunas orientaciones prescriptivas pero carecemos de elementos para operacionalizar efectivamente los conceptos de equidad.

5. De la adecuación a la igualdad nuevamente

El principio de la igualdad de resultados en educación no contradice al de oportunidades. De modo similar al criterio de igualación de insumos, es una forma de orientar las políticas para promover esa igualdad de oportunidades. Definidos los resultados, se trata de comprometer los recursos de modo que garanticen la igualdad de oportunidades para alcanzarlos.

Una vez clarificados más o menos estos principios rectores, el problema es acordar cuál es el límite de la redistribución. Una perspectiva igualitarista extrema señalaría que se deberían seguir asignando recursos hasta el punto de que el beneficio marginal de continuar haciéndolo fuera nulo. En otras palabras, se debería proveer un servicio diferente de modo que todos los estudiantes pudieran alcanzar su máximo potencial. Pero esto presenta algunas dificultades prácticas; entre ellas podemos señalar que la aplicación de una propuesta de esta naturaleza implicaría tener que aumentar permanente e indefinidamente los recursos. Por otra parte, no está claro si un criterio semejante iría más allá del compromiso social de igualar oportunidades.

En un clarificador trabajo, Roemer (1995) propone que un acuerdo sobre la igualdad de oportunidades para alcanzar los resultados que la sociedad se propone sería el de asignar recursos para compensar aquellas circunstancias que fueran ajenas al control y a la responsabilidad de las personas. Así, sólo se aceptarían diferentes resultados en la medida que fueran consecuencia de las elecciones individuales no influidas o determinadas por esas circunstancias.

Con esta pequeña vuelta de tuerca el autor reintroduce la discusión de la igualdad de oportunidades por la negativa, incorporándole la responsabilidad por las decisiones que cada persona toma. La discusión es compleja debido a las dificultades para delimitar aquéllas situaciones que se hallan fuera de nuestro control. Por eso, Roemer sugiere que la sociedad debería acordar aquellos factores que ésta entiende se encuentran fuera de la influencia de las personas y actuar en consecuencia.

Las complicaciones para tal tarea se van acrecentando a medida que el individuo ingresa en la vida adulta, pero en el caso de la educación el consenso sería menos laborioso. Algunas de esas variables las mencionamos en este trabajo y se encuentran presentes en la mayor parte de los estudios que discuten las desigualdades educativas. No estoy sugiriendo que la tarea sea sencilla ni que esté al alcance de las manos, sobre todo si se considera que dichos parámetros son los que, desde la perspectiva de las políticas públicas en educación, se consideran no manipulables (Cohn y Geske, 1990).

Por otro lado, más arriba comentábamos que las nuevas tendencias referidas a la adecuación modificaron la perspectiva de la elección de los grupos-objetivo. En este sentido la tarea es más compleja aún: se trata de adecuar la prestación del servicio educativo en función de resultados acordados para aquellos alumnos que no pudieran alcanzarlos por circunstancias ajenas a ellos y no a su voluntad.

Como se puede ver, lo que ha cambiado entre la época de la expansión cuantitativa de los sistemas educativos y la actualidad es el enfoque sobre las dimensiones en que se debe actuar. Tradicionalmente el Estado —por motivos que veremos en el punto que sigue— actuó sobre la oferta (de fondos); las nuevas perspectivas insisten en influir en las demandas por educación que, según el grupo de pertenencia, difieren en cantidad y calidad. A su vez, estas políticas son las que impulsarían y determinarían el cambio y la magnitud de aquella oferta.

6. La necesidad de la intervención estatal

Hasta aquí hemos dado por supuesta la intervención estatal en educación. Aún más, repasamos desde la perspectiva de las finanzas públicas la forma en que nuestros países intentaron resolver los problemas de la equidad, y señalamos algunas tendencias recientes para corregir esos problemas. Sin embargo, falta comentar —mas no sea brevemente— las ideas en las que, otra vez desde la economía, se sustenta la racionalidad de esa intervención.

Para los no economistas el argumento puede resultar un tanto extraño, pero la principal explicación del financiamiento estatal es la existencia de mercados de capitales imperfectos (Becker, 1993): los consumidores de educación —básicamente niños y jóvenes— no poseen recursos para sostener su educación. Tampoco pueden acceder a un mercado financiero que les facilite los recursos para solventarla. De otro lado, los padres no pueden comprometer el futuro de sus hijos endeudándolos para que estos salden el crédito que toman para pagar su educación (Hoxby, 1996). Si esos padres poseen los recursos para financiarla, sus hijos gozarán de los beneficios de la educación; pero si carecen de ellos, alguien debe asumir el costo que implica escolarizar a los niños y jóvenes que, de otro modo, quedarían excluidos por el imperfecto funcionamiento del mercado de capitales. Entonces, si no fuera por esto último, no habría impedimentos económicos para que el financiamiento del consumo y la inversión educativos fueran pura y exclusivamente privados. De este modo el Estado aparece aquí para asegurar los fondos que coloquen en igualdad de oportunidades a pobres y ricos.

Tan relevante es esta cuestión que ningún economista —ni aún los mayores defensores y promotores de la introducción de mecanismos de mercado en el sector—, cuestiona la importancia del Estado para financiar la educación. La controversia se suscita cuando se discute la provisión del servicio.

Entre los economistas, el inicio de la discusión acerca del papel que debe jugar el Estado en las sociedades en general, en las actividades económicas y también en la educación, se remonta al siglo XVIII. Después de más de doscientos años podemos decir que, en el plano de las ideas, se trata de una controversia no resuelta, aunque el paradigma actualmente dominante otorga un rol central al sector privado y a las fuerzas del mercado en la asignación de los recursos de una sociedad. La educación no escapa a esta tendencia, como lo demuestra la proliferación de propuestas de reforma que introducen mecanismos de mercado en el sector y la fuerza que éstas han adquirido en los últimos años.

En rigor, no se niega la necesaria participación del Estado en la educación, sino que se cuestiona el grado en que éste debe participar. Lo que dificulta la discusión es que no siempre es posible adoptar posiciones «objetivas» sujetas a un cálculo económico racional. Por ejemplo, es más sencillo señalar que aquellos sectores donde la «seguridad nacional» está involucrada deben ser atendidos exclusivamente por el Estado. Pero eso no es tan categórico en otros, donde ese problema no se encuentra presente. Y las opciones se amplían cuando se debe determinar la forma de provisión del servicio, en nuestro caso el educativo. Así, ¿debe ser provisto totalmente, debe subsidiarse, deben permitirse deducciones impositivas, deben entregarse vouchers? Ninguna de estas cuestiones tiene respuestas unívocas (Cohn y Geske, 1990).

Hay tantos argumentos a favor como en contra de la provisión estatal o la que podría realizar el sector privado. Mientras los motivos que fundamentan la introducción de mecanismos de mercado se sustentan en la ineficiencia de la provisión estatal y en la inequidad de los sistemas escolares (cuya provisión mayoritaria es del Estado), quienes se oponen a la mercantilización del sector educativo se remiten a las llamadas fallas del mercado (imposibilidad de garantizar los beneficios externos de la educación que aseguren el óptimo de rentabilidad social, información imperfecta, etc.) y a la inequidad de los mecanismos de mercado.

Respecto de esta última, si se dejara librada la provisión del servicio educativo al sector privado, se orientaría a maximizar sus beneficios por razones que le son inherentes. En educación quienes posibilitarían tal objetivo serían los alumnos más fáciles de educar, es decir, aquellos a quienes resultaría menos costoso proveer el servicio. Eso es natural y no debería suponer ninguna objeción o condena: es la esencia del sistema capitalista. Precisamente para prevenir dicho tipo de situaciones es que se argumenta a favor de la intervención estatal.

Por eso, la pregunta central en relación con la equidad y con la intervención gubernamental es si ésta es necesaria para alcanzarla. Monk (1990) apunta que si la alternativa existente es la provisión por vías del mercado, la pregunta deriva en si éste es capaz de garantizarla por sí solo. Señala también que todo depende del criterio (definición) utilizado. Por ejemplo, si se considerase que sólo se asignasen recursos en función directa del beneficio obtenido por los estudiantes, seguramente la solución de mercado sería más eficiente y equitativa. Sin embargo se violarían otros criterios, tales como los de provisión para los menos capacitados o más desfavorecidos, a los que el mercado no atendería, pues su búsqueda se orienta a la eficiencia (máxima producción). Por el contrario, si se pudiese establecer que el objetivo es la equidad, podría encontrarse una solución técnicamente eficiente que estuviera en función de aquélla (eficiencia dada por una función de equidad determinada). Claro que no se podría preguntar si la equidad es un objetivo de los individuos. Si éste no fuera un objetivo social, no habría razones suficientes para la intervención estatal.

Ahora bien, para la teoría económica el costo de la equidad es la pérdida de eficiencia, no sólo por la intervención estatal —debida a sus características institucionales de organización compleja, jerárquica, etc. y no a su carácter de estatal—, sino porque el Estado está asumiendo los mayores costos de educar a quienes, en condiciones puras de mercado, quedarían excluidos del servicio por no permitir maximizar el producto al menor costo. Este hecho, a su vez, modifica artificialmente las tasas de retorno de la educación de los diferentes niveles educativos, desviando la que sería la asignación natural de recursos de no mediar esa interferencia estatal.

Esto al menos teóricamente, pues de hecho debe ser relativizado. La vieja provisión igualitaria (igual costo por alumno, etc.), indica que tampoco el Estado asume los mayores costos de la escolarización de los más desfavorecidos. Si el gasto que realiza fuera suficiente para proveer de educación adecuada a estos grupos de alumnos, entonces la provisión estatal sería inequitativa por motivos diferentes a los que se suele creer: en la medida que el gasto por alumno es igual para todos, se estaría sobreinvirtiendo en los que menos lo necesitan.

No obstante, la presencia del Estado se justifica teóricamente por la desigualdad en la oferta de fondos para la educación entre ricos y pobres. Como decíamos más arriba, actuar sobre la Demanda es más difícil que operar sobre la Oferta y, por eso, el Estado se concentró históricamente en la modificación de esta última.

Pero los estudios sobre la incidencia del gasto educativo sobre los diferentes estratos de ingresos muestran, justamente, que la intervención estatal es redistributiva en favor de los más pobres. Sin embargo, dicha incidencia sería menor a medida que se avanzara desde la educación básica a niveles superiores, lo que estaría señalando que la apropiación de los beneficios de esa distribución es menor para los estratos más bajos de ingresos o, desde otro ángulo, que los estratos más altos tienen mayores posibilidades de aprovechar la igualación de la oferta estatal de recursos. Ésta, recordemos, tenía su origen precisamente en la necesidad de compensar el imperfecto funcionamiento del mercado de capitales hacia los más pobres.

Por otra parte, los resultados de los estudios de la incidencia del gasto educativo sobre la distribución del ingreso suelen dejar conformes a quienes llevan adelante este tipo de cálculos y a los analistas deseosos de ver confirmadas sus hipótesis sobre la acción progresiva del gasto estatal en el sector. Pero estas conclusiones son el resultado algebraico de una situación que debería ser más o menos clara intuitivamente: dado el gasto igual por alumno para una población escolar determinada, los efectos de la transferencia de ingresos (derivados de la provisión estatal del servicio a los particulares) tienen mayor impacto en los estratos más bajos que en las familias más ricas. En este punto es donde tienen lugar las diferentes interpretaciones. Por lo que a nosotros respecta, mientras no nos anime un espíritu de autocomplacencia, esos resultados tienen una lectura unívoca: la redistribución existe, por supuesto, pero teniendo en cuenta los resultados obtenidos hasta ahora, es insuficiente.

7. La equidad de la eficiencia y la eficiencia de la equidad

Esta mayor inversión estatal, ¿implica mejorar la equidad en desmedro de la eficiencia? En los últimos lustros los analistas encontraron que este conflicto entre ambas categorías podía no ser tal, ya que existen situaciones en las que es posible mejorar la eficiencia sin perjudicar la equidad; mejorar la equidad sin reducir la eficiencia; mejorar tanto la eficiencia como la equidad (ver, por ejemplo, McMahon, 1982), sobre todo si nos encontramos en un punto, como parece ser el caso, en el que nuestros sistemas educativos contradicen todas esas combinaciones: son tanto ineficientes como inequitativos.

Las investigaciones que explican los orígenes y las causas de la inequidad son numerosas. Las que demuestran las ineficiencias, bastante menos, pero las apelaciones hacia la eficiencia son mayores y de más antigua data. Sin embargo, desconocemos estudios que den cuenta de la conjunción de ambos factores en nuestros sistemas educativos, lo que no significa que no existan. Esto merece un esfuerzo analítico que escapa a los alcances del presente trabajo.

Lo curioso es que «la prioridad a la educación en las estrategias de desarrollo estuvo siempre basada en el argumento según el cual ella es la única variable que afecta simultáneamente la equidad social, la competitividad económica y el desempeño ciudadano» (Tedesco, 1998). En otras palabras, hace tiempo que se diagnosticó que tanto la eficiencia como la equidad pueden verse potenciadas por la educación.

Es decir, el supuesto que anima a esas políticas es que, con mucha probabilidad, sea económicamente eficiente desde un punto de vista social la inclusión de la mayoría en los beneficios de una educación de calidad. El punto no es menor, ya que no se trata sólo de los juicios y compromisos morales de una sociedad respecto de los más desfavorecidos —que en definitiva son los que nos acercan y animan a la discusión del tema—, sino que es posible orientar el análisis con las propios herramientas y la racionalidad económica de aquellos que aún hoy podrían postular la pérdida de eficiencia que significa la mayor equidad.

Esto tampoco es nuevo: a pesar de sus detractores, la teoría del capital humano y sus contribuciones a la explicación sobre el crecimiento económico hace tiempo que investigó sobre estas hipótesis. Lo interesante y paradójico es que, a pesar de que es necesaria la intervención en otros ámbitos sociales y mejorar la distribución del ingreso para que surtan efectos duraderos de las acciones educativas, políticas actuales para mejorar la equidad en educación podrían contribuir a disminuir esa intervención —y no sólo en educación— en el largo plazo.

Bibliografía

Adams, J.: «Implementing program equity: raising the stakes for educational policy and practice». En: Clune, W. (ed.), 1994.

Becker, G.: Human Capital: a theoretical and empirical analysis with special reference to education. Third Edition. The University of Chicago Press, 1993.

Berne, R. y Stiefel, L.: The measurement of equity in school finance: conceptual, methodological and empirical dimensions. The John Hopkins University Press. Baltimore, 1984.

Cohn, E. y Geske, T.: The economics of education, 3· Ed., Pergamon Press, 1990.

Clune, W.: «Equity and adequacy in Education: Issues for policy and finance». Educational policy, vol. 8, n· 4, Special Issue. Corwin Press, Inc., (ed.), 1994.

Clune, W.: «The Cost and management of program adequacy: an emerging issue in educational policy and finance». En: Clune, W., (ed.), 1994.

Filmus, D.: Estado, sociedad y educación en la Argentina de fin de siglo. Procesos y desafíos. Troquel. Buenos Aires, 1996.

Hoxby, C.: «Are efficiency and equity in school finance substitutes or complements?». En: Journal of Economic Perspectives, vol. 10, n· 4, 1996.

McMahon, W.: «Efficiency and equity criteria for educational budgeting and finance» En: McMahon, W. y Geske T. (1982): Financing education: overcaming inefficiency and inequity. University of Illinois Press. Urbana, 1982.

Monk, D.: Educational finance: an economic approach. McGraw-Hill, Nueva York, 1990.

Rama, G.: Educación, participación y estilos de desarrollo en América Latina. Kapelusz. Buenos Aires, 1984.

Roemer, J.: «Equality and responsability». En: Boston Review, vol. 20, April/May, University of Illinois Press, 1995.

Schiefelbein, E. y Tedesco, J.C.: Una nueva oportunidad: el rol de la educación en el desarrollo de América Latina. Ediciones Santillana, Buenos Aires, 1995.

Tedesco, J. C.: «Desafíos de las reformas educativas en América latina». En: Propuesta Educativa nº19. Buenos Aires, 1998.

Tenti, E.: La escuela vacía: deberes del Estado y responsabilidades de la sociedad. UNICEF/Losada, Buenos Aires, 1992.

Índice Revista 23
¿Equidad en la Educación?
Eqüidade na Educação?
Revista Iberoamericana de Educación

Buscador    Mapa del sitio    Contactar
Página Inicial OEI

Buscador | Mapa del sitio | Contactar
| Página inicial OEI |

OEI

Organización
de Estados
Iberoamericanos

Para la Educación,
la Ciencia
y la Cultura