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Revista Iberoamericana de Educación
Número 19
Formación Docente

Enero - Abril 1999

Bases, orientaciones y criterios
para el diseño de programas
de formación de profesores 1

Cecilia Braslavsky (*)

(*) Cecilia Braslavsky es Directora General de Investigación y Desarrollo del Ministerio de Cultura y Educación de la República Argentina y profesora titular ordinaria del Departamento de Ciencias de la Educación de la Universidad de Buenos Aires.

Desde hace ya mucho tiempo existe en América Latina una profunda disconformidad con la educación de los niños y de los jóvenes y con la formación de técnicos y profesionales. Decir esto ya es un lugar común. Por otra parte, a nadie se le escapa que las razones de esta disconformidad son tan variadas como las causas a las cuales se atribuye el problema.

Las empresas no están conformes con la educación de los egresados del sistema educativo porque sus capacidades no están en consonancia con los actuales requerimientos del mundo del trabajo. Las familias y los propios jóvenes están disconformes porque no les permiten un adecuado y autónomo desarrollo de su proyecto de vida. Numerosas asociaciones civiles, las iglesias y también las familias, están preocupadas porque los valores de los egresados no son lo suficientemente consistentes con respecto a la vocación de desarrollo de la democracia y del cultivo de la paz.

1. Introducción

Las causas a las cuales se atribuye el supuesto fracaso de la educación en relación con las demandas de formación son muy variadas. Ampliamente conocida es la discriminación entre variables exógenas y endógenas al sistema educativo (Tedesco, J.C., 1990). Aquí nos centraremos en las causas endógenas, es decir, en las referidas al propio sistema educativo. Esto no significa que consideremos que las causas endógenas vinculadas a los problemas de funcionamiento del sistema educativo sean más importantes que las exógenas, sino simplemente que un espacio profesional nos exige una focalización precisamente en aquellos aspectos que podemos transformar desde la práctica profesional. Con ánimo de simplificar esta exposición, proponemos organizar las causas endógenas de la insatisfacción educativa como un continuo entre dos posiciones. La primera se refiere a causas que denominaremos «coyunturales» y la segunda a las que llamaremos «estructurales».

El polo referido a las coyunturales no cuestiona la existencia misma de la escuela y del sistema educativo como instituciones adecuadas para garantizar la formación de los niños y de los jóvenes para el siglo XXI, ni se preocupa por temas tales como la existencia o no de un «ciclo educativo» a lo largo de la vida de las personas. Supone que la escuela y el sistema educativo tienen que seguir existiendo y que tienen que concentrar la atención en un período de la vida de las personas: la infancia y la juventud, pero que deben funcionar mejor.

El polo referido a las causas estructurales, en cambio, cuestiona la existencia misma de la escuela y del sistema educativo como instituciones adecuadas para garantizar la formación de los niños y de los jóvenes para el siglo XXI, y se preocupa por algunos temas tales como la existencia o no de un «ciclo educativo» a lo largo de la vida de las personas. En principio, toma partido por la idea de la educación sistemática recurrente, con diversos momentos de ingreso y egreso del mundo ocupacional (Lesourne, J., 1993).

El supuesto desde el que redactamos este documento es que detrás del descontento con la calidad de la educación que se ofrece a los niños y a los jóvenes existen ambos tipos de causas, las que aquí se han denominado «coyunturales» y «estructurales».

Esto quiere decir que los sistemas educativos y las escuelas funcionan de forma insatisfactoria para la gente porque los programas, los edificios y los materiales didácticos son insuficientes o no son buenos, los profesores no tienen las capacidades adecuadas, las prácticas están burocratizadas y, por otra serie de razones que pueden y deben mejorarse. Pero también porque el rol del maestro o profesor está ligado al modelo fundacional de la escuela y de los sistemas educativos de la modernidad, que está en crisis y debe ser reemplazado como tal.

Entre otras cosas, ese modelo fundacional suponía la posibilidad de educación a través de escuelas idénticas en contextos diversos, y propuso, en consecuencia, la formación de maestros y profesores para trabajar de acuerdo con lo que se ha dado en llamar el dispositivo de la simultaneidad sistémica y metódica (Narodowski, 1994). La realidad, en cambio, habría demostrado que tal vez ya no sólo fuera imposible, sino incluso no deseable —dicho en términos anacrónicos— proponer instituciones educativas idénticas para formar a todos los niños, jóvenes y adultos de una misma generación y, más aún, de generaciones sucesivas.

Pero los profesores formados para trabajar en el modelo fundacional son la mayoría de los empleados en las escuelas de hoy, en especial en América Latina. En América Latina son millones de trabajadores con intereses y puntos de vista propios, organizaciones que los representan y una considerable capacidad de presión. Demandan e interactúan con la sociedad. Podrán o no enseñar lo que la gente y las sociedades actuales necesitan de la escuela, pero atienden y comprenden a millones de niños y de jóvenes que de otro modo estarían en las calles. Cómo se debe organizar la oferta de capacitación y atención de postgrado, ¿atendiendo a sus demandas o a las necesidades educativas de la gente?

Los intereses y necesidades de los profesores, ¿son convergentes o divergentes respecto de las necesidades educativas de las personas? ¿Quién define cuáles son esas necesidades?

Por último, sabemos que existen ciertas tradiciones de formación y de perfeccionamiento o capacitación de docentes en ejercicio. Esas tradiciones suponen la utilización de un determinado conjunto de recursos y estrategias. La pregunta que podemos hacernos es si el mejoramiento o la transformación del perfil de los maestros y profesores que actualmente trabajan en el sistema educativo puede llevarse a cabo utilizando los recursos y estrategias existentes o si es necesario recurrir a otros.

En el próximo apartado ampliaremos el desarrollo de los puntos planteados en esta introducción, pues consideramos que constituyen las bases desde las cuales fijar algunos criterios para encarar la cuestión de la actualización, el perfeccionamiento y la capacitación docente de postgrado. A partir de ese desarrollo será posible proponer algunas características del perfil del profesor o profesora con posibilidades de supervivencia y desarrollo profesional en el siglo XXI, y algunos criterios para el diseño de programas de postgrado de formación de profesores en Iberoamérica, en particular en América Latina.

2. Bases para el diseño de programas de postgrado de formación de profesores

Ampliando algunas de las ideas presentadas en la introducción, es posible proponer cuatro hipótesis para interpretar la situación del profesorado que trabaja actualmente en los establecimientos educativos de diversos países, pero especialmente en los de América Latina. Esas cuatro hipótesis son: 1) la crisis del profesorado es al mismo tiempo coyuntural y estructural; 2) la crisis estructural del profesorado está indisolublemente ligada a la estructural de la escuela y de los sistemas educativos modernos; 3) la escuela que hoy funciona en América Latina es homogénea en nuestro imaginario, pero las escuelas reales son muy diversas entre sí, y 4) el diseño institucional de la oferta de formación y de capacitación docente estructurado sobre todo a partir de las necesidades y demandas de los profesores y no desde las necesidades y demandas de los usuarios.

2.1. La crisis del profesorado es al mismo tiempo coyuntural y estructural

En casi todos los países de América Latina los alumnos que son sometidos a diferentes pruebas de evaluación ponen de manifiesto que entre el 40 y el 50% de los que concurren a las escuelas en los diferentes niveles del sistema no alcanzan los conocimientos mínimos que los sistemas educativos prometen (Carnoy, M. y de Moura Castro, C., 1997). Si bien en ciertos ambientes no es considerado «políticamente correcto» culpabilizar a los profesores por estos resultados, no faltan los políticos de primer nivel —a veces algún Presidente desprevenido— que digan en voz alta lo que mucha gente piensa: esto es así porque los profesores y profesoras no saben enseñar o, más grave aún, porque no saben lo que tienen que enseñar.

Los maestros, profesoras y profesores perciben esta situación y la manifiestan. Por ejemplo, en una investigación que se llevó a cabo hace pocos años en diferentes contextos argentinos, más de 3 de cada 10 docentes manifestaban que si pudieran volver a elegir optarían por otra profesión, fundamentalmente «porque no se reconoce a los docentes». Contrariamente a lo que el sentido común pudiera considerar, las malas condiciones laborales —entre las cuales se incluyen salarios insuficientes— no eran, a la hora de ponderar su apego o desapego a la docencia, más importantes que lo que ellos sentían como un fuerte desprestigio social (Birgin, A., 1995).

En ese contexto no es sorprendente la deserción de cuadros docentes, especialmente la de aquellos formados en la universidad que trabajan durante un tiempo en las instituciones de enseñanza secundaria, nivel particularmente crítico en términos de sus condiciones de trabajo, caracterizadas por el aislamiento y la balcanización (Hargreaves, A., 1996).

Esos docentes, que en proporciones significativas no logran formar como se espera que formen, no son reconocidos por la sociedad y, si pueden, desertan del sistema educativo. Tienen un problema, aquí y ahora, en las aulas y escuelas en las que están. Las escuelas, el sistema educativo y sobre todo los alumnos, sus comunidades y sus familias, tienen con ellos también un problema, aquí y ahora, en las aulas y escuelas en las que están. Hay un problema coyuntural que tiene que encontrar alguna solución o, al menos, un paliativo relativamente rápido. Cada generación que pasa por el sistema una cantidad de años no recupera esos mismos y determinados años. En consecuencia, y hasta tanto se encuentren formas radicalmente mejores de organizar y sostener las prácticas de aprendizaje, es imprescindible que se puedan mejorar, aunque sea parcialmente, a través de diversas estrategias que las incrementen.

Al mismo tiempo, este tipo de situaciones se repite desde hace ya décadas sin encontrar una solución adecuada. No es que haya ausencia de políticas o de esfuerzos de actualización, perfeccionamiento o capacitación docente en servicio. Por el contrario, en los últimos años parece haber habido una serie de políticas y de iniciativas de diferente naturaleza (Namo de Mello, G. y R. Neubauer da Silva, T., 1992).

Sin intentar ser exhaustivo, pueden mencionarse el desplazamiento hacia el nivel superior o terciario de la formación de maestras y maestros, usualmente denominado «terciarización» (Messina, G., 1997); el esfuerzo por incluir la función de capacitación junto a la de formación inicial en los institutos de formación docente ya existentes (Diker, G. y Terigi, F., 1997); el involucramiento de las universidades en ambiciosos programas de capacitación y perfeccionamiento docente, como en la República Dominicana (Pratz de Pérez, I., 1994), o de transformación del conglomerado de instituciones que pretenden formar, actualizar y capacitar docentes en una Red de Formación, Actualización y Perfeccionamiento Docente Continuo, como en la Argentina. Sólo en algunos casos esos esfuerzos discriminaron racional y complementariamente diferentes tipos de postgrados y crearon algunos novedosos conceptualmente.

Algunas de esas políticas e iniciativas no parecen haber tenido el efecto buscado. Otras, en cambio, aparentan necesitar más tiempo para desarrollarse plenamente y ser evaluadas. En todo caso, en esas iniciativas hay un enorme esfuerzo de recursos y de energías de personas e instituciones que trabajan con convicciones, que no ha sido correspondido todavía por una inversión razonable para evaluar su funcionamiento y su impacto.

Sin embargo, el conocimiento de algunas de las políticas e iniciativas de actualización y perfeccionamiento docente en proceso de desarrollo nos permite plantear la hipótesis de que, en su mayoría, se orientan a formar mejor un perfil profesional más cercano al de la escuela y al de los sistemas educativos modernos hoy cuestionados, que a las todavía poco delineadas instituciones educativas de la sociedad del conocimiento y del cambio permanentes2. Están más orientadas hacia una perspectiva que aquí denominaríamos «coyunturalista», es decir, más a contribuir a que los profesores resuelvan mejor los problemas que encuentran día a día en las escuelas tal como funcionan actualmente, que a participar en procesos de cambio estructural vinculados al corazón mismo de las escuelas o de los sistemas educativos modernos.

Por otra parte, en numerosas instituciones académicas de nivel universitario se ha desarrollado una fuerte corriente crítica. Ensayos e investigaciones empíricos intentan desvelar los problemas de la práctica docente y las características de las políticas educativas que intentan encarar alternativas de formación y de organización del trabajo en los establecimientos educativos. No obstante, de esos ensayos e investigaciones pocas veces suelen surgir alternativas para abordar otros caminos de capacitación y «perfeccionamiento» (término que por razones que resultan obvias proponemos no utilizar), que realmente logren superar la estrategia de «más de lo mismo, pero mejor»; es decir, entrar en el terreno de la reformulación estructural de las características de la profesión. Para hacerlo parece conveniente acudir a la segunda hipótesis desde la cual pensar el desafío de los postgrados para la formación de profesores.

2.2. La crisis estructural del profesorado está indisolublemente ligada a la crisis estructural de la escuela y de los sistemas educativos modernos

Aun a riesgo de caer nuevamente en lugares comunes y de proceder a una hipersimplificación cuestionable de la historia social de la educación, nos parece imprescindible introducir algunos elementos que nos permitan recuperar el sentido fundacional de la escuela y de los sistemas educativos para los cuales se comenzó formar a maestros y a profesores como «expertos» diferenciados de otros (véase la concepción de sistemas expertos de Giddens, A., 1994).

Las escuelas y los sistemas educativos fueron creados para responder a los desafíos emergentes de un determinado período histórico, situado entre mediados del siglo XVIII y fines del XIX. En ese período convergieron necesidades de las denominadas revoluciones científica, agrícola, industrial y política. El proceso de producción de nuevos conocimientos fundamentales para la vida ciudadana, fundados en el empirismo y en el ejercicio de la razón, se consideraba abarcable por cada persona a lo largo de un período acotado de su vida personal. Sus productos se creían transferibles sin grandes mediaciones a los niños y a los jóvenes. Los procesos de cambio en el mundo rural obligaban a socializar rápida y bruscamente a los emigrados de los campos para ingresar al mundo urbano y someterse a las artificiales condiciones de vida allí creadas. El tipo de división técnica del trabajo de las primeras etapas de la industrialización de Occidente exigía una formación también diferenciada entre algunos supuestamente «destinados» a dirigir y otros a producir; y la manera de concebir la democracia exigía igualmente la formación diferenciada entre algunos supuestamente «destinados» a conducir y otros a ser conducidos, pero —a diferencia del orden feudal— eligiendo por quién.

Después de haber puesto nuevamente a las personas en el centro de las reflexiones y de las búsquedas, las sociedades en proceso de secularización y de modernización fueron creando una utopía educativa que permitiera orientar la acción de las generaciones adultas en los procesos de formación de las más jóvenes. Tal utopía no fue uniforme ni carente de tensiones.

Dicha utopía tuvo, sin embargo, una institución estelar: la escuela obligatoria y gratuita para todos. Para algunos esas escuelas debían estar eslabonadas en un único circuito a través del cual todos llegaran a tener la misma educación. Para otros, en cambio, debía tener circuitos diferenciados de acuerdo con los lugares que distintos grupos de personas debían ocupar en el mundo laboral y en la sociedad durante su vida adulta.

Pero en todas sus variantes esa utopía supuso la creación de la docencia como profesión, entendida en este contexto como una práctica de habilidades normalizadas que se ejercen en el seno de una configuración institucional burocrática y jerarquizada (Mintzberg, H., 1990)3. Esas habilidades normalizadas o habitus consistían fundamentalmente en recuperar el conjunto de los conocimientos construidos fuera de las escuelas y del sistema educativo, y llevarlos —supuestamente sin grandes mediaciones— a las escuelas a través de prácticas pedagógicas rutinarias que se apoyaran en la más importante tecnología existente y masificable: el libro.

El principal mecanismo previsto para la creación de la docencia como profesión fue la formación en ciertos saberes y valores específicos durante un período de tiempo y en instituciones especializadas. Si bien desde los orígenes de la profesión en algunos países y círculos se pensó en la actualización, el perfeccionamiento o el intercambio entre pares, las mismas concepciones acerca de las características y de los ritmos de producción de nuevos conocimientos y de acercamiento de estos a las escuelas llevaron a que esa actualización, perfeccionamiento o intercambio se asociase sobre todo a metodologías pedagógico-didácticas y se pensase desde la lógica de las asociaciones profesionales.

Ambas prácticas, formación inicial en saberes y valores en instituciones especializadas, y actualización, perfeccionamiento e intercambio entre pares, con centro en las metodologías de enseñanza, garantizarían el posterior ejercicio de una considerable libertad de acción a la hora de aplicar las habilidades normalizadas en cada aula. Sin embargo, esa libertad de acción debía estar estrictamente supervisada por otros pares profesionales.

Todo esto implica un circuito fuertemente endogámico. Formación, actualización, perfeccionamiento y supervisión fueron actividades pensadas como una cadena de profundización y control de habilidades pedagógico-didácticas, ejercidas por personas con idénticos o muy similares perfiles profesionales, aunque con distintos niveles de desarrollo, en relación con un cuerpo de conocimientos sustantivos poco cambiantes, transmitidos en instituciones poco variadas entre sí y también escasamente transformadas a través del tiempo.

A nuestro modo de ver, este núcleo central de la forma de concebir la profesión de docente afecta tanto a la formación de maestras y de maestros para la educación primaria, como a la de profesores para la educación secundaria. Los análisis institucionales habituales, que enfatizan la diferencia entre el tipo de institución formadora de docentes, habrían arrojado luz sobre una serie de cuestiones relevantes, pero también oscurecido esta peculiaridad que tiene que ver con la propia institucionalidad de la profesión.

Hacia fines del siglo XX los desafíos para los cuales se requiere educación son sólo parcialmente homologables a los de los contextos de creación de las escuelas y de los sistemas educativos modernos. Seguramente la complejidad de la formación necesaria en el siglo XXI hará imprescindible la persistencia de ciertas «habilidades normalizadas», pero la pregunta clave es cuáles, normalizadas para qué y por quiénes.

Desde nuestra perspectiva seguimos asumiendo la necesidad de formar a las personas para recurrir a lo empírico, es decir, para recoger información y manipularla; y para interpretarla racionalmente desde la diversidad de las subjetividades personales (Tedesco, J.C., 1995); pero no participamos de la convicción respecto de que los nuevos conocimientos que se construyen puedan ser asumidos por los niños y por los jóvenes tal como son producidos, en un único período de su vida, priorizando el dispositivo de la simultaneidad sistémica y metódica y casi sin mediaciones.

La muy manida proliferación de conocimientos lleva a cuestionar los criterios de selección de los contenidos que es conveniente que ingresen en la escuela: ¿pueden ser todos? La respuesta es no. ¿Hay que seleccionar los más actualizados? Aquí hay más dudas, pero pasado el primer momento de sorpresa y desconcierto la respuesta más consistente también parece ser no. Puede que haya que seleccionar los más útiles. ¿Pero los más útiles para qué? Aquí nuevamente la respuesta es muy variada. Una posibilidad es seleccionar para enseñar en las escuelas aquellos conocimientos más útiles para comprender y transformar la realidad, es decir, para tener competencias básicas destinadas al desempeño como ciudadanos productivos, creativos, analíticos y críticos del siglo XXI. Parafraseando algunas elaboraciones recientes llevadas a cabo en el marco de programas de investigación y desarrollo, esos adecuados conocimientos para formar competencias pueden denominarse «generadores» de otros (Perkins, D., 1995). El modelo profesional de maestros y profesores, apenas modificado por el movimiento de la Escuela Nueva de comienzos de siglo, no incluye una cabal preparación para su selección.

Del mismo modo, se pone en cuestión que los conocimientos sustantivos y organizacionales que los maestros y profesores aprenden durante su formación puedan ser válidos como conocimientos normalizados a lo largo de todo el período de ejercicio de su profesión.

La proliferación de espacios de creación de nuevos conocimientos externos a las instituciones académicas y de formación lleva también a cuestionar la pertinencia de que los circuitos de formación, actualización, perfeccionamiento y supervisión sean llevados a cabo por profesionales de idéntico perfil formativo y en o desde instituciones educativas exclusivamente.

Por otra parte, ya se ha señalado que las escuelas de los albores de la modernidad recibieron —sobre todo en las tradiciones franco-prusianas que más influyeron en la vía de construcción del liberalismo democrático en Iberoamérica— mandatos claros respecto de para qué funciones sociales formar. Aunque estos mandatos tuvieran énfasis distintos según se tratara de organizar escuelas para pobres o para pudientes, estaba claro que las escuelas debían formar para trabajar, para la cohesión y la movilidad social y para la construcción de la nacionalidad y del Estado moderno.

A fines del siglo XX todo eso está cuestionado. Se plantea que no habrá trabajo suficiente para todos (Rifkin, J., 1996), y que, además, el que haya cambiará muy rápidamente. Se evidencian fuertes formas de fragmentación social e insuficiencia de la educación para garantizar la movilidad social ascendente que la gente desearía. En las escuelas se hacen presentes al mismo tiempo fenómenos de globalización y de reivindicación de identidades de grupos y personas que parecen estar por encima de la búsqueda de la construcción de un imaginario nacional compartido por todos los niños, niñas y jóvenes que pasan por las instituciones de un mismo sistema educativo, tal como ocurría con el sistema educativo nacional en su momento fundacional (Tiramonti, G., 1997).

Todo esto deja a muchos maestros y profesores «al desnudo». Sólo aquellos con algunas habilidades diferentes a las que históricamente se les exigían parecen poder encontrar un camino, que seguramente pasa también por el de reconstrucción de las propias escuelas como instituciones educativas.

Todo esto ocurre, además, frente a la amenaza de que la gente pueda «comprar otro taladro». Perelman (1992) plantea que cuando la gente va a la ferretería a comprar un taladro, en realidad no quiere el taladro sino hacer un agujero. Frente a todos los cambios descritos parece que la gente necesita y quiere capacidades, pero que no está ya del todo segura de que la escuela sea la institución que mejor pueda ayudarla a adquirirlas. Esta sensación afecta a los maestros y profesores que son parte de la vieja escuela.

2.3. La escuela es una abstracción imaginaria homogénea, pero las instituciones reales son incuestionablemente diversas

Como si todo esto fuera poco, la reciente sociología de la educación pone de manifiesto claramente que, en realidad, aunque tendencialmente se enfaticen los aspectos que tienen todas las escuelas en común, en la vida diaria existen muchos tipos de escuelas y muchas formas de clasificarlas. Para esta exposición hemos seleccionado una, vinculada a la capacidad que tienen diferentes instituciones de ocuparse de la formación de todas las dimensiones de la personalidad (Tedesco, J.C., 1995). Así se puede distinguir entre escuelas «totales» y escuelas «parciales».

Las «totales» serían aquellas que aspiran a formar íntegramente a los jóvenes. Transmiten lo que consideran todo el saber importante y están preocupadas por los valores. Se preocupan por las manifestaciones estéticas y la educación corporal. Buscan sintonía con las creencias de comunidades que delegan en ellas casi todo el poder educador. Tendencialmente disponen de 8 horas diarias para la organización de actividades programadas. No tienen gran cosa que recuperar del afuera, porque sus alumnos casi no tienen tiempo de aprovechar otros espacios y experiencias formativos.

Otras son escuelas «parciales», especializadas en alguna función prioritaria. Aunque su discurso sea el de la formación integral, sus prácticas disocian y jerarquizan. Tendencialmente disponen de apenas 4 ó 5 horas diarias para cada grupo; a veces menos.

Si sus alumnas y alumnos son de capas medias o altas, suelen especializarse en la transmisión de algunos conocimientos. Esto puede ser un problema, pero los padres pueden compensar las ausencias con clases particulares de idiomas, talleres de plástica, viajes u otras actividades. Pero si los alumnos y las alumnas de las escuelas «parciales» son de sectores populares, la presión de la marginación, las prioridades de las familias y sus propias representaciones, obligan a los profesores a dedicar mucho tiempo a garantizar la comida, la prevención sanitaria y la formación de hábitos elementales de convivencia. Suelen orientarse a enseñar sólo conductas básicas para la vida cotidiana. Asumen una función asistencial para la cual no siempre han desarrollado pertinentes «habilidades normalizadas». Aquí sí se configura un problema grave.

Hace algunos años, la única respuesta posible frente a la realidad de las escuelas «parciales» hubiese sido incrementar fuertemente la cantidad de horas de clase en un formato convencional. Más materias, organizadas todas de la misma manera y en aulas idénticas. Hoy se pueden buscar otras respuestas.

En Estados Unidos y Australia se empieza a proponer la «escuela virtual». Consiste en la creación de «sitios» informáticos a través de los cuales se recibe información y se desarrollan capacidades. Es una escuela sin paredes, sin lugar, sin intercambio social, y está sostenida por profesionales diferentes a los profesores, permanentemente intermediados por pantallas.

Algunos de sus defensores sostienen que la escuela virtual debe reemplazar a la para ellos perimida escuela real. En ciertos casos postulan, además, que así la desocupación se reduciría porque las mujeres volverían a ocuparse de lo que mejor saben y sin duda deben hacer: educar a sus hijos. Frente a estas posiciones que conocen o intuyen, los profesores se sienten profundamente amenazados. Sin embargo, la disponibilidad de las nuevas tecnologías es un dato, y la baja capacidad del profesorado para utilizarlas también.

Si realmente existe la convicción respecto a la necesidad de la convivencia entre pares generacionales y entre personas de distintas generaciones, externas a las familias, como dimensión ineludible de los procesos formativos, las «escuelas», en tanto ámbitos de socialización extrafamiliar, deberían seguir existiendo aunque fuese con un formato muy diferente al actual. Desde esa convicción cabe proponer que, en realidad, la existencia de nuevas tecnologías, lejos de ser una amenaza, es una oportunidad casi única.

Su existencia y aceptación puede facilitar una sólida alianza entre las escuelas, la televisión y las autopistas de la información. Puede permitir la asociación de escuelas hasta ahora inclinadas hacia el asistencialismo y hacia una socialización empobrecedora, con escuelas virtuales que funcionen en el mismo espacio físico o en otros espacios comunitarios. Dicha asociación podría ofrecer a esas escuelas «parciales» la oportunidad de atender más aspectos de la formación de los niños y jóvenes; de hacerlo, además, mejor y en forma intermitente, soportando entradas y salidas de los procesos formativos que con las formas organizacionales actuales no son capaces de contener.

Los profesores y profesoras de «escuelas integradoras» —con fuerte utilización de nuevas tecnologías— podrían descargar parte del suministro de información, bien empleadas4, en las pantallas y autopistas informáticas. Sus profesores podrían enriquecerse construyendo formas interactivas de aprender junto a los jóvenes, y emplear parte del tiempo disponible en actividades en las que son irreemplazables, ejercitando aquello que casi todos tienen: su condición humana, su carácter de saber y de ser empáticos, su capacidad de contener.

2.4. El diseño institucional de la oferta de formación y de capacitación docente está dispuesto principalmente desde las necesidades y demandas de los profesores y no desde las de los usuarios

Los pedagogos somos discursivamente refractarios a la razón del mercado y al establecimiento de prioridades educativas desde la lógica de la demanda... excepto cuando los demandantes somos nosotros mismos. En efecto, quizá una de las características más difundidas de la capacitación y del perfeccionamiento docentes sea que se organiza de acuerdo a prioridades definidas por otros docentes o por el Estado, pero casi nunca a prioridades definidas por los usuarios de las escuelas y de los sistemas educativos.

Esta hipótesis se refiere no sólo al hecho de que se ofrezcan o dejen de ofrecerse oportunidades de capacitación docente, sino también y sobre todo al contenido de las oportunidades que se organiza. En líneas generales, resulta evidente que los docentes demandan y obtienen mucho más oportunidades de capacitación ligadas a las metodologías y estrategias de enseñanza, que a la actualización en contenidos disciplinares que les permitan comprender mejor los avances científicos y tecnológicos y los cambios sociales, o los propios cambios en las características de los jóvenes y de los adolescentes y de sus resultados.

Por otra parte, sólo ahora, y muy lentamente, los profesores comienzan a solicitar oportunidades de capacitación para la ponderación y la utilización de tecnologías complementarias al libro. En importante medida se nutren de actividades de promoción de editoriales.

Es difícil, y por eso inusual, que los docentes produzcan estrategias para aprovechar como oportunidad de capacitación los múltiples programas de televisión de carácter informativo, en particular de ciencias.

Si se intentara interpretar esta configuración de demandas, parecería que los profesores están más preocupados por mejorar sus estrategias de funcionamiento de acuerdo con las necesidades coyunturales de contención del alumnado, que con las necesidades estructurales de dar respuesta a los cambios de fin de siglo y a los desafíos del próximo. Sin duda, detrás de esta cuestión existe un déficit en la capacidad interpretativa de las causas de los problemas de violencia, deserción y repetición escolar, fuertemente atribuidas a condiciones contextuales y pocas veces —aunque cada vez más— vinculadas a una crisis del modelo institucional de la escuela.

Tomar en cuenta las cuestiones precedentes implica repensar toda la cuestión de los postgrados desde una determinada posición. Esa posición es la de su sentido. En definitiva: ¿para qué organizar programas de postgrado para profesores?

3. Orientaciones para el diseño de programas de postgrado para la formación de profesores

3.1. Promover un equilibrio entre contribuir a resolver problemas coyunturales y reinventar la profesión

La mayoría de los gobiernos iberoamericanos se plantea la profesionalización docente como una meta para mejorar la calidad, el rendimiento y la eficiencia de los sistemas educativos.

La convocatoria a un proceso de profesionalización docente se debe a la constatación de la existencia de un proceso de desprofesionalización. Efectivamente, para sostener una construcción profesional en los términos planteados en el momento en que surge la docencia existen ciertas condiciones indispensables. La primera es que la formación de grado sea de calidad; la segunda es que la actualización y el perfeccionamiento sean razonablemente periódicos o aun permanentes y también de calidad; la tercera es que la supervisión funcione y, la cuarta, que al menos una parte del cuerpo profesional participe en la producción de los que podrían denominarse dispositivos de mediación entre el saber elaborado y el saber escolar.

Aun cuando no existan suficientes investigaciones empíricas, se puede proponer la hipótesis de que en América Latina ninguna de esas cuatro condiciones ha persistido en el tiempo. Si bien algunas instituciones de formación docente han conservado cuotas de calidad en la formación inicial, otras nunca las han tenido o no las han conservado. La actualización y el perfeccionamiento se debilitaron mucho en los países con gobiernos autoritarios. La supervisión se desintegró, como en el caso de muchas provincias argentinas, o se transformó en un mecanismo gerontocrático de control corporativo, como en numerosos estados mexicanos. Por último, el diseño del currículo, la elaboración de libros de texto y el asesoramiento técnico necesario para producir algún mínimo acoplamiento a los cambios en los conocimientos y las modalidades de funcionamiento institucional, quedaron en manos de otros profesionales y no de los propios maestros y profesores (Gimeno Sacristán, J., 1997).

En consecuencia, se produjo una taylorización del trabajo docente en la que el profesor no dispone de ciertas capacidades razonables para interactuar con otros profesionales que lo proveen de insumos que está obligado a utilizar, entre otras razones porque no está en condiciones de crear otros alternativos (un razonamiento afín en Apple, M., 1983). Esta situación de desprofesionalización técnica conlleva el desarme intelectual (Gimeno Sacristán, J., 1997).

La desprofesionalización puede ser descrita en estos términos:

«El profesor, más que un profesional activo, creativo, modelador de la práctica pedagógica, alguien que decide las opciones metodológicas en función de pretendidos fundamentos que le proporciona una racionalidad en sus acciones, es un servidor estatal o particular dentro de un sistema escolar que le da un curriculum definido, unas coordenadas temporales de trabajo, un papel y unas condiciones para realizarlo de las que resulta muy difícil salirse en la mayoría de los casos» (Gimeno Sacristán, J., 1997).

La pérdida del sentido de los fines derivada del cambio de demandas no procesadas durante años, la necesidad de hacerse cargo de un fuerte volumen de trabajo administrativo y asistencial, la necesidad de acatar programas y currículos y de utilizar libros de texto elaborados por otros, forman este proceso de desprofesionalización que podría caracterizarse como de pérdida de eficacia de las habilidades normalizadas, aun cuando hubieran sido bien aprendidas.

Sin embargo, a nuestro modo de ver, la demanda de profesionalización es insuficiente frente a esta situación, porque podría dar lugar a pensar que hay que garantizar la mejor adquisición de las habilidades normalizadas que fueron creadas para dar cuenta de unas determinadas necesidades planteadas a las escuelas en los orígenes de la profesión, y que, aunque fuesen dominadas por todos los profesores en ejercicio, hoy serían inapropiadas. Se trata de algo de eso y, al mismo tiempo, de mucho más. Se trata de «reprofesionalizar», de construir desde aquellas habilidades y desde las representaciones a ellas asociadas, tamizadas por una mejor comprensión del mundo, una profesión de formadores resignificada, revisitada, vuelta a pensar y a concebir. Ese es el cambio fundamental que permitirá atender los desafíos estructurales que afrontan los profesores, y de los que muchas veces todavía no hay plena conciencia en todo el sector educación.

La reinvención de la profesión de docente sólo se puede hacer recuperando los gérmenes de aquella concebida en los orígenes de las escuelas y de los sistemas educativos modernos, pero saltando sobre los efectos de la desprofesionalización y sobre las limitaciones que aquélla tiene para garantizar la formación necesaria dirigida hacia el siglo XXI. Es preciso que se encare tanto en la formación inicial como por medio de una diversidad de estrategias que involucre a los profesores en ejercicio. Lo fundamental en ambos casos parece ser partir de una cuidadosa reflexión respecto a cómo debe ser la profesión en el siglo XXI. Dicho en otros términos: ¿qué competencias básicas tiene que tener un profesor para poder conducir fértiles procesos de enseñanza-aprendizaje en el siglo XXI?

El término competencias se utiliza en este contexto en el sentido de la capacidad de hacer con saber y con conciencia sobre las consecuencias de ese hacer. Toda competencia involucra, al mismo tiempo, conocimientos, modos de hacer, valores y responsabilidades por los resultados de lo hecho (Ropé, F. y Tanguy, L., 1994).

3.2. Orientarse hacia la formación de competencias básicas

Reinventar la profesión de docente exige tener cierta claridad respecto de hacia dónde ir. Los profesores reproducen lo que aprendieron cuando fueron alumnos y cuando fueron formados. Por eso es imprescindible promover una sólida reflexión acerca de cuál es el perfil de profesor que se desea promover, para avanzar entonces respecto a cómo hacerlo en el caso de aquellos que ya están en ejercicio.

Cuando se hace referencia al perfil que deben tener los profesores suelen constatarse dos tendencias. La primera es una sobresimplificación. Se dice que debe saber y saber enseñar. La segunda es una falta de jerarquización. Se presentan largos listados de cualidades y conocimientos que los profesores deberían tener. Probablemente sea necesario encontrar una alternativa intermedia, que permita emitir un mensaje claro y preciso, que dé cuenta de la complejidad del perfil necesario, pero también que focalice la atención y jerarquice las acciones que se emprendan.

Es posible que la clave para promover la reinvención de la profesión de enseñar esté en encontrar un foco. Se propone que ese foco sea garantizar, al mismo tiempo, competencias para un mejor desempeño en la coyuntura y para una mejor participación en la reinvención de la escuela y de los sistemas educativos.

Para un primer intercambio se propone que los profesores que trabajan actualmente y que deseen continuar en roles vinculados con la mediación con los conocimientos en proceso de proliferación y en el contexto del presente cambio civilizador, deberán tener cinco competencias.

Aunque nunca exclusivamente, dos de esas competencias tienen que ver sobre todo con la resolución de los problemas o desafíos más coyunturales. Pueden denominarse pedagógico-didáctica y político-institucional. Otras dos con las más estructurales. Pueden denominarse productiva e interactiva. La quinta competencia se refiere a un necesario proceso de especialización y orientación de toda su práctica profesional y puede denominarse especificadora.

3.2.1. La competencia pedagógico-didáctica

En primer lugar, resulta indispensable que los profesores posean criterios de selección entre una serie de estrategias conocidas para intervenir intencionadamente, promoviendo los aprendizajes de los alumnos y creando otras estrategias allí donde las disponibles fuesen insuficientes o no pertinentes.

Existe consenso respecto de que los profesores tienen que ser facilitadores de procesos de aprendizaje cada vez más autónomos, y no expositores que desplieguen información con toda puntillosidad para que luego sea repetida de memoria. Pero a veces esta afirmación es interpretada como un llamado a prescindir de la intervención, a un dejar hacer sin conducción. Sin conducción, la posibilidad de aprendizaje de los alumnos, en especial de los de sectores populares, se resiente. Por eso los profesores deben conocer, saber seleccionar, utilizar, evaluar, perfeccionar y recrear o crear estrategias de intervención didáctica efectivas. Esas estrategias ya no son sólo la exposición. Son mucho más.

Incluyen a las nuevas tecnologías y pueden comprender la convocatoria y el compromiso de jóvenes que las sepan utilizar como dinamizadores efectivos de secuencias de actividades en las que se utilicen recursos múltiples. Es posible que algunos alumnos sepan más de algunas cosas que ciertos profesores. Pero los profesores son adultos que tienen que poder articular ese mayor saber sin sentirse disminuidos ni limitados para que todos aprendan más y mejor, incluso ellos.

3.2.2. La competencia institucional

En segundo lugar, los profesores tienen que tener la capacidad de articular la macropolítica referida al conjunto del sistema educativo con la micropolítica de lo que es necesario programar, llevar adelante y evaluar en las instituciones en las que se desempeñen y con lo que deben emprender en sus espacios más acotados: las aulas, los patios, los talleres, las actividades que se desarrollen en espacios externos a las escuelas.

Parece necesario que los profesores sepan que lo que se decide en los ministerios tiene —o tiene que tener — mucho que ver con lo que pase en las escuelas y en las aulas, pero que, al mismo tiempo, no define plenamente lo que pasa en las instituciones y aulas.

En las instituciones y en las aulas ocurren numerosos procesos y acontecimientos que se definen con una cuota importante de autonomía. Buscar la ampliación de los márgenes de autonomía, probar los límites del ejercicio de la creatividad, pueden lograr no caer en denuestos, pero sí ejercer una crítica responsable frente a las políticas públicas. Puede conseguir demandar desde la acción y no desde el inmovilismo.

La comprensión de la articulación entre la macropolítica del sistema y la micropolítica de la escuela y el aula, es posible que deje a todo el sector educación salir del círculo vicioso de demandas mutuas de los gobiernos a los profesores, y de estos a aquellos, estableciendo una tensión productiva entre la autoafirmación y la autoexigencia, y la demanda a los otros actores del complejo proceso educativo en todos sus niveles de especificación.

3.2.3. La competencia productiva

En tercer lugar, es esencial que los profesores comprendan el mundo en el que viven y vivirán, e intervengan como ciudadanos productivos en ese mundo de hoy y del futuro. La cultura endogámica de las escuelas y de los institutos de formación docente tuvo como consecuencia que dichas instituciones se alimentaran siempre entre sí, sin interactuar con otras instituciones o ámbitos, sin plantearse preguntas ni formularse respuestas alternativas respecto del más allá espacial y temporal.

Esta reclusión les ha impedido seguir el ritmo de los cambios en el mundo. Pero nadie que no comprenda ese mundo puede realmente orientar a los niños y jóvenes y promover aprendizajes para el siglo XXI. Eso implica que un desafío fundamental en la reinvención de la profesión de profesor es ampliar el horizonte cultural.

3.2.4. La competencia interactiva

En cuarto lugar, es del todo necesario que los profesores aprendan cada vez más a comprender y a sentir con el otro. El otro puede ser un alumno, un padre, una madre, un estudiante secundario, una supervisora, o los funcionarios de los ministerios; pero también las comunidades en tanto tales, los empresarios, las organizaciones sociales, las iglesias y los partidos políticos.

Se trata de conocer y comprender la cultura de los niños y de los jóvenes, las peculiaridades de las comunidades, las formas de funcionamiento de la sociedad civil y su relación con el Estado; de ejercer la tolerancia, la convivencia y la cooperación entre diferentes.

Es posible que las cuatro competencias aquí propuestas merezcan ser revisadas y ampliadas. Pero resulta muy necesario encontrar una propuesta clara, simple, comunicable y comprensible que pueda reemplazar a la propuesta de «habilidades normalizada» que, tal vez por esa característica, fue una potente palanca para la acción, y en algunos países complementada por otra propuesta que tuvo características similares: la de la Escuela Nueva de las primeras décadas de este siglo.

3.2.5. La competencia especificadora

Hasta ahora los profesores se han formado para un determinado nivel o modalidad, por un lado, y para una disciplina (en el caso de la educación secundaria) por el otro. Esto tiene como consecuencia la dificultad de los profesores de nivel inicial y primario para resolver ciertos desafíos de especialización que hoy en día es necesario atender para afrontar mejor algunas necesidades y el volumen de conocimientos propios de fin de siglo. Por otra parte, la hiperespecialización disciplinar de los profesores de educación secundaria no siempre les permite abrirse a un tipo de trabajo interdisciplinario, y atenta en gran medida contra las posibilidades de modificar la organización institucional fragmentada de la educación secundaria, concentrar el trabajo profesional en un único establecimiento y conducir la formación de un número razonable de jóvenes. En muchos países latinoamericanos hay profesores que atienden al mismo tiempo hasta 500 estudiantes, lo cual, con metodologías tradicionales, implica que no pueden ni siquiera corregir bien sus trabajos.

En consecuencia, se pretende que los profesores tengan siempre las competencias propuestas, pero, además, la de especificación, diferente a la de especialización. La especificación es, a nuestro modo de ver, la capacidad de aplicar un conjunto de conocimientos fundamentales a la comprensión de un tipo de sujetos, de una institución educativa, y/o de un conjunto de fenómenos y procesos; el complemento de los saberes que intervienen en la formación de las competencias pedagógico-didáctica, institucional, productiva e interactiva; un mayor dominio de contenidos referidos a una disciplina o campo del saber; un conjunto de metodologías o de peculiaridades institucionales que lo ponen en mejores condiciones de formar en los alumnos competencias básicas para las que se requiere su utilización.

La especificación puede tener lugar en relación con una disciplina, pero no sólo eso. También la puede tener con una situación de trabajo —las áreas rurales, por ejemplo— o con otras cuestiones. Por otro lado, no habría que limitar la especificación desde la disciplina a los profesores de educación secundaria ni desde otro tipo de conocimientos a los maestros y profesores de educación inicial o general. Hoy en día parece conveniente que en las escuelas primarias o de educación general existan profesores que puedan especificar competencias por medio de saberes disciplinarios más sólidos, y que en los colegios secundarios puedan especificar las otras competencias a través de conocimientos más profundos acerca de las instituciones y de sus sujetos.

3.3. Crear un clima de valoración de la profesión y de confianza en los profesores

La reinvención de la profesión de docente entre los profesores que están ejerciendo sus funciones no es en modo alguno una tarea fácil. Se cuenta con una importante ventaja comparativa: las personas que la ejercen están convencidas de que tienen que cambiar. Pero tienen miedo, no tanto de cambiar sino de quedar fuera. Esto se debe a dos razones: las presiones por ajustes estructurales asociados a las necesidades, y las peculiares resignificaciones de los procesos de reforma del Estado.

En muchos países esas presiones y resignificaciones llevan el nombre de «ajuste», lo que significa pérdida de fuentes de trabajo. Cuando junto a esas presiones aparecen las ponderaciones de la escuela virtual y las ventajas de las pantallas sobre los profesores, así como las críticas indiscriminadas a esta profesión y la difusión de términos como «reciclaje» para aplicarlos a la gente como si fueran basura, aquella reacciona con resistencias más o menos expresadas pero fuertemente enraizadas en lo más profundo de su subjetividad.

Por eso, una de las primeras condiciones para encarar seriamente la cuestión de los postgrados para profesores es ofrecer garantías de los empleadores, y diseñar y ejecutar estrategias desde el Estado, los sindicatos y las ONGs para que los buenos profesores sean socialmente valorados, respetados como personas y remunerados de un modo digno, de acuerdo con su contribución para crear valor educativo agregado.

Los profesores saben que tienen que cambiar, pero carecen de insumos críticos suficientemente relevantes como para emprender ese cambio, y suelen estar presos de las tradiciones. Entre otras, de la que alienta un cursillismo asistemático que no reconoce como es debido cuándo hay un verdadero cambio en las competencias profesionales y cuándo no; y de la que no valora con firmeza esas competencias mediante adecuadas escalas de remuneraciones con mayor peso puesto en ellas y no en la antigüedad.

3.4. Transformar las variables remuneradas

Una condición para facilitar la reorganización de los postgrados en un verdadero sistema integrado por ofertas complementarias puede ser una transformación de las regulaciones profesionales que se refieren a los ingresos, dando prioridad a la formación sistemática y a la demostración de competencias actualizadas en la composición de la remuneración: «El sistema de salarios no proporciona incentivos para un mejor desempeño en la sala de clases, ya que suele corresponder a una fórmula determinada por la formación, la antigüedad, los cursos de perfeccionamiento y la lejanía o sobre la relación entre estos factores y el proceso de enseñanza o el rendimiento del alumno puede ser, incluso, negativa...» (Schiefelbein, E. y otros, 1994). De ahí, precisamente, la necesidad de discriminar «cursos de perfeccionamiento», de esfuerzos sistemáticos de postgrado con impacto demostrable y demostrado en la formación de competencias.

Existen en América Latina algunas experiencias que tienden a enlazar en mayor medida capacitación y remuneración; por ejemplo, en México (Loera Varela, A., 1997). Sin embargo, esas experiencias parecen estar todavía lejos de una fórmula que garantice que la formación que se acredita tenga correlación con las competencias que se requieren.

El problema de la regulación de la profesión docente es de una alta complejidad e incidencia en las estructuras de poder (Popkewitz, Th. y Pereyra, M.A., 1994). Por eso, si bien se acepta que es necesario volver a regular su ejercicio, resulta muy difícil hacerlo. En todo caso y en relación con el tema en cuestión, parece que desde la reestructuración de los postgrados sería necesario pensar en cómo acreditar competencias, de modo que esas acreditaciones fueran verdaderamente indicativas de las capacidades de los profesores para producir valor educativo agregado al trabajar con sus estudiantes, lo que implicaría su inscripción en sistemas comparables de evaluación y acreditación, así como la adopción de modalidades de evaluación acordes con el concepto de competencia y con su diversidad y complejidad.

3.5. Promover la existencia de un diagnóstico y una planificación integral respecto de la oferta de postgrados existente

Los años 90 encuentran a América Latina empeñada en que sus docentes se «perfeccionen», se «reconviertan» o se «actualicen». Normalizar las habilidades de los docentes para una nueva escuela, es decir, inculcarles nuevos saberes útiles para la escuela del siglo XXI, parecía a los espíritus reformistas una cuestión relativamente sencilla, que exigía sobre todo una decisión política y capacidad de ejecución. Una vez que esa decisión política se tomó, el Estado, por medio de escuelas de capacitación, universidades y redes de distinto tipo pero también los gremios y otras instituciones de la sociedad civil, comenzaron a incentivar la ya prolífica oferta de cursos para el cuerpo docente (Namo de Mello y Neubauer da Silva, 1992).

La característica más destacada y común del perfeccionamiento docente en América Latina en estos años parece ser la proliferación paralela, descoordinada y poco orientada de distintas agencias y modos de encarar el perfeccionamiento, sin que se comprenda por qué una agencia formula o deja de formular una oferta. La sensación que se tiene es la de que las ofertas se formulan más por disponibilidades coyunturales por parte de equipos y de instituciones que por reflexiones y acciones concertadas en función de necesidades claramente reflexionadas, detectadas entre los profesores en ejercicio o por serenas y sistemáticas reflexiones acerca de los escenarios futuros y las orientaciones que conducen a ellos.

Los profesores (tanto de nivel primario como de nivel medio) que recibieron su formación de grado en la universidad tienen la posibilidad de realizar cursos de perfeccionamiento docente en cualquier institución, e incluso la de hacer estudios de postgrado más sistemáticos, como maestrías y doctorados diversos. Estas oportunidades cuentan con la ventaja de ser altamente formalizadas y estructuradas. Su desventaja es que no especializan a los profesores como docentes. Son profesores a los que, una vez iniciados estos postgrados, se les puede predecir una vida corta en el sistema.

Por el contrario, aquellos docentes formados en instituciones de formación superior no-universitaria ven restringidas sus posibilidades. La actualización ofrecida fuera de las maestrías y de los doctorados no tiene el mismo grado de formalización y estructuración. En no pocos casos, la actualización no universitaria adquiere el formato de curso de corta duración, inconexa con respecto de otras. El perfeccionamiento consiste en la acumulación de saberes o —las más de las veces— de certificados con escasa capacidad de dar cuenta de lo realmente aprendido.

Por otra parte, la mayoría de los postgrados suele ser de lápiz, libro y pizarrón, y se tienden a desarrollar entre las cuatro paredes de una institución externa a los ámbitos de trabajo y muy similar a una escuela, pero sin las ventajas de ésta, ya que allí no tienen lugar procesos específicos de trabajo para observar, construir y reconstruir.

Todo esto parece ser demasiado confuso y muy poco adecuado para que cada institución pueda realizar ofertas pertinentes. Por eso es posible que fuera conveniente que se ajustaran diagnósticos compartidos a escala nacional, regional e incluso latinoamericana, que permitieran una mejor definición de qué es un postgrado, de qué tipos de postgrados pueden y deben existir, cómo se pueden compatibilizar y qué estrategias se pueden adoptar para aprovechar mejor los recursos existentes y también dar a luz otros hasta ahora no existentes.

4. Criterios generales para el diseño de programas de postgrado para profesores en ejercicio

Evidentemente, para que los profesores y profesoras puedan responder mejor a las necesidades coyunturales del ejercicio de su profesión y a las estructurales de reinvención de la profesión, es necesaria una gran variedad de oportunidades formativas. En estos países se reserva el término «postgrado» para algunas de ellas. En otros se utiliza como un término genérico para referirse a todas ellas. Aquí se tomará la segunda alternativa. Como consecuencia, se denominará postgrado a toda actividad de aprendizaje que se lleve a cabo con posterioridad a la obtención de un primer título habilitante, cualquiera que sea este, que esté avalada por una institución acreditada en el sistema educativo de un país y que haya sido evaluada y certificada de acuerdo con las normas vigentes en él.

Se propone que, para la organización de ofertas de postgrado armonizables en un sistema verdaderamente útil para el mejoramiento y la transformación estructural de las prácticas educativas en instituciones renovadas, se podrían tener en cuenta los siguientes criterios generales: 1) partir de diagnósticos acerca de las necesidades educativas de la sociedad y de los usuarios; 2) distinguir diferentes tipos de postgrados de acuerdo con sus distintas finalidades; 3) delimitar criterios específicos que identifiquen a cada tipo de postgrado; 4) promover la realimentación permanente entre la teoría y la práctica; 5) garantizar el uso de una gran variedad de equipamientos, estrategias y ámbitos de formación, y 6) garantizar la existencia de una evaluación permanente interna y externa de todos y cada uno de los postgrados.

4.1. Partir de diagnósticos acerca de las necesidades educativas de la sociedad y de los usuarios

Ya se ha dicho que, por ahora, las actividades de postgrado parecen organizarse más de acuerdo con las necesidades y características de los oferentes y a demandas superficiales de los profesores, que a verdaderos estudios de necesidades de corto, medio y largo plazo.

Pero sería muy deseable que la oferta de postgrados se reorientara de acuerdo con las necesidades de los usuarios del sistema y de los receptores de sus egresados. En principio, no sería deseable que se iniciaran postgrados de docentes sin llevar a cabo talleres con profesores y alumnos, encuestas a empresarios u otras estrategias para conocer mejor qué se necesita de los establecimientos educativos y cuáles de estas necesidades asumen como propias los alumnos que están actualmente en el sistema y sus familias.

Esto no significa que, necesariamente, las instituciones que organicen postgrados deberán «hacer caso» a los usuarios y receptores de sus egresados. Pero sí implica introducir un diálogo fluido con todos aquellos que, en definitiva, gestionarán después la formación cotidiana de diferentes grupos de personas con el concurso de los profesores que hayan cursado los postgrados.

4.2. Distinguir diferentes tipos de postgrados de acuerdo con distintas finalidades, y determinar criterios específicos que le den identidad a cada tipo

En principio, parece necesario compartir ciertos criterios específicos para cada programa de postgrado. Para eso se puede comenzar por intentar definir cuáles son las diferentes finalidades para las que puede ser preciso realizar actividades de postgrado.

Esas finalidades pueden clasificarse del siguiente modo: 1) la adquisición o construcción de un conjunto acotado de nuevos conocimientos de cualquier tipo, necesario para cualquiera de las competencias básicas destinadas al ejercicio de la profesión; 2) la reconstrucción supervisada de algunas de esas competencias básicas de forma integral; 3) la formación de las competencias básicas a un nivel imprescindible para una mejor intervención coyuntural integral; 4) la construcción de nuevos conocimientos de frontera acerca de la educación; 5) la capacitación para funciones específicas y complementarias del contacto con los estudiantes —directores, coordinadores de área o ciclo, asesores, formadores, etc.—, y 6) la especialización para la construcción de nuevos desarrollos para la práctica educativa.

A nuestro modo de ver, las diferentes finalidades enunciadas requieren distintos tipos de actividades de postgrado. Si bien no hay una relación automática entre una finalidad y un tipo de postgrado, se propone ahora que cierto modelo de actividades de postgrado es más apropiado que otro para determinadas finalidades (véase cuadro Nº. 1).

En principio, parece que la mejor modalidad de postgrado para promover la adquisición de un conjunto acotado de nuevos contenidos es la de cursos cortos. Por otra parte, es posible que la mejor opción para impulsar la reconstrucción de las competencias requeridas para mejores intervenciones coyunturales en la práctica laboral cotidiana sea la de programas sistemáticos de perfeccionamiento en servicio, jerarquizados por constituir actividades de postgrado acreditables para obtener mejoras salariales en el marco de nuevas normativas.

Cuando se requiere la formación de las competencias para intervenir en la coyuntura, porque los profesores en ejercicio nunca las adquirieron, suele recurrirse a la organización de licenciaturas pedagógicas que acreditan todos los saberes no pedagógicos adquiridos previamente en otras licenciaturas. En efecto, cada vez es más necesario que se desarrollen oportunidades de formación de otros profesionales para el ejercicio de la profesión de docente. En muchos países de América Latina siempre existieron profesionales no preparados para la enseñanza que, por diversas razones, decidieron trabajar en las escuelas. En algunos, la crisis ocupacional ha llevado a ingenieros de entre 40 y 45 años, afectados por los procesos de reconversión industrial, a ofrecerse para trabajar en establecimientos educativos. En otros casos esa situación puede ser una oportunidad inigualable de enriquecimiento y apertura de las instituciones educativas, en particular para establecimientos que ofrecen educación técnico-profesional, pero siempre y cuando esos «otros profesionales» no sean subsumidos en los aspectos de las culturas institucionales que requieren transformación y reciben un tipo de formación que les permita desplegar sus fortalezas y capacidades diferenciales en beneficio de la reinvención de las escuelas, los sistemas y la profesión de profesor/a.

En cuarto lugar, es imprescindible que sigan existiendo oportunidades de realización de maestrías y doctorados, cuya característica sea formar para el ejercicio de funciones diferentes a la docencia, pero al servicio de esta. En tal caso, nos parece que estas oportunidades debieran evaluarse por su pertinencia para formar «productores» de dispositivos de mediación entre la realidad y la enseñanza, es decir, por los logros que realicen los participantes de dichas oportunidades en términos de creación de nuevos conocimientos sistemáticos acerca de la realidad educativa, o de desarrollos originales para incorporar a las escuelas, tales como libros de texto, videos educativos, bases de datos, herramientas multimedia, propuestas de procesos alternativos para el trabajo de los alumnos o de los profesores; por ejemplo, para el desarrollo de pasantías de alumnos en empresas, para proyectos de servicio comunitario o para pasantías de profesores en diferentes establecimientos educativos.

Pero así como la fortaleza de los tres tipos de postgrados señalados reside en su posible impacto inmediato en la necesidad de resolución de situaciones cotidianas, su debilidad puede ser que el poco tiempo en el que se suelen desarrollar no permita un trabajo a fondo para revisar el sentido de la profesión y resignificarlo a la luz de los cambios que están ocurriendo en las sociedades, y articularlo para los necesarios que hay que promover en las escuelas y en los sistemas educativos.

Por eso parece relevante que para las finalidades de capacitación en nuevas funciones y roles, de formación para la producción de desarrollos curriculares e institucionales transferibles y para la creación de nuevos conocimientos, se organicen postgrados que pivoten en instituciones organizadoras externas a las instituciones de desempeño, en particular en las universidades. Sin embargo, es indispensable que existan mayores diferencias entre ellos de las que hay actualmente. Ya se ha expresado que los profesores de América Latina se orientan hacia ese tipo de postgrados, con la perspectiva de abandonar su rol de profesores e insertarse en otros espacios de trabajo dentro del sector educativo: editoriales, institutos de investigación, universidades, o en funciones de conducción si permanecen en establecimientos educativos. Eso es inevitable. Incluso podría decirse que es imprescindible que una proporción razonable de profesores tome esas decisiones.

La cuestión es que, por eso, debería existir en mucha mayor medida algún tipo de postgrado específicamente orientado a la revisión y recreación integrada de todos los aspectos de todas las competencias de la práctica profesional, es decir, a la reinvención de la profesión para el siglo XXI para aquellos que sí desean quedarse en ella pero con otro perfil y con otra remuneración.

Por eso creemos necesario inventar muchos más programas de formación de postgrado de mediana duración, concebidos como procesos de investigación-acción-capacitación para el mejoramiento y la transformación del ejercicio de la profesión con algunas características similares, y otras diferentes, a los de perfeccionamiento en servicio.

4.3. Contribuir a que cada tipo de postgrado tenga ciertas características que lo recorten de los demás

La necesidad de distinguir diferentes tipos de postgrados de acuerdo con las distintas finalidades para las cuales son requeridos conlleva la necesidad de que cada uno de esos tipos tenga características peculiares respecto de cuestiones tales como la edad de los participantes, los perfiles de los formadores, la carga horaria, el tipo de institución organizadora, la mejor manera de organizarse y el tipo de evaluación (véase cuadro Nº. 2).

Esas características deberían ser las más apropiadas para garantizar el cumplimiento de la finalidad priorizada en cada tipo de postgrado.

Los cursos de actualización en los diferentes campos del conocimiento o de las metodologías pedagógico-didácticas, así como en los procesos de transformación por los que atraviesan los propios sistemas educativos, debieran ser accesibles sobre todo al comienzo y durante los últimos años de ejercicio de la profesión. Al comienzo, porque la formación inicial no ha garantizado hasta ahora el dominio de un volumen suficiente de conocimientos actualizados que permita un buen desempeño como profesores, pero, por otra parte, no parece demasiado apropiado ni atractivo para ellos mismos que los profesores inicien otro tipo de actividades sistemáticas más demandantes en cuanto concluyen su formación. Esos cursos pueden llevarse a cabo en forma presencial, semipresencial o a distancia. Sería conveniente que fueran suficientemente acotados como para resolverse en períodos de entre 20 y 50 horas, de preferencia con modalidades de desarrollo intensivo. Pueden estar a cargo de especialistas en la disciplina, actividad o metodología respectiva, y no necesariamente de equipos multidisciplinarios. Las evaluaciones más habituales en los postgrados, tales como las pruebas finales, sólo parecen apropiadas para este tipo de actividades, durante las cuales no parece posible llegar a más que a un proceso de reelaboración cognitiva personal de los contenidos aprendidos.

Los programas de capacitación-acción-investigación en servicio que tengan su sede en los establecimientos en los que se desempeñan los profesores, deberían contar con el asesoramiento de instituciones externas a ellos. Es indispensable que el equipo de formadores incluya en este caso a profesores en ejercicio con una amplia experiencia de probado impacto en el mejoramiento de la calidad, la equidad y la eficiencia de los procesos educativos; pero también a especialistas en contenidos disciplinarios o institucionales que alimenten las prácticas en la institución. Los países donde existe un número de días al año o de horas al mes o a la semana para la programación institucional en la escuela, podrían utilizarlas para llevar a cabo programas de este tipo, en lugar de hacerlo para actividades aisladas. Sería conveniente que esta clase de programas de postgrado pudiese ser coordinada cada vez más por institutos de formación docente o por las supervisiones, asumiendo en ambos casos funciones diferentes a las tradicionales. La manera de evaluar estas actividades podría ser a base de informes finales, o diferidos entre seis meses y un año, respecto de innovaciones producidas en el contexto del programa, cuya duración más apropiada parece ser la de un año lectivo.

Las licenciaturas para la formación educativa de egresados sin formación pedagógico–didáctica ni institucional deberían incluir contenidos y actividades orientados no sólo a la formación de la competencia pedagógico-didáctica, como suele ocurrir, sino muy especialmente a otros dirigidos a la formación de la competencia institucional o sistémica. Hasta ahora los licenciados que deciden capacitarse para comenzar a trabajar en instituciones educativas o para mejorar su desempeño en ellas suelen recibir dos o tres «materias», tales como pedagogía y didáctica. Pero no tienen oportunidad de pensar acerca de las instituciones educativas, sus funciones y su inserción en los sistemas educativos y en las sociedades nacionales. La manera de evaluar si se forman las competencias esperadas podría ser demandar la presentación de un desarrollo específicamente ligado a su desempeño individual como profesor, que demuestre que puede poner en acción las competencias formadas.

Se entiende por desarrollo un dispositivo apropiado para resolver una determinada necesidad de enseñanza o para crear mejores condiciones para resolverla. Diplomas o maestrías apropiados para formar para el ejercicio de nuevos roles deberían convocar a profesores con un cierto número de años de experiencia como tales, no exceder una carga de 1400 horas totales de trabajo compartido, y estar claramente orientados a la producción de desarrollo para transferirlos a la práctica profesional de grupos significativos de docentes. En este caso pueden consolidarse grupos de ítems de prueba de evaluación estandarizables: manuales de procedimiento para distintos roles y funciones, desarrollo de capítulos de libros de texto, libretas de calificaciones, metodologías de formación de ciertas competencias, estrategias de organización de alumnos, estrategias de innovación, modelos de convivencia, y gran cantidad de otros productos tangibles o de procesos. En consecuencia, la evaluación de estos postgrados puede incluir pruebas —mejor monografías en torno a un tema—, pero parece conveniente que en todos los casos incluya un desarrollo transferible. Existen experiencias de Maestrías en Planeamiento, por ejemplo en la Universidad Santiago de Cali, Colombia, que pueden resultar interesantes de analizar desde la perspectiva de los aprendizajes que dejan para este tipo de actividad.

En principio parece conveniente reservar los doctorados para profesores jóvenes con capacidades destacadas para crear nuevos conocimientos. Esto no quiere decir que sus tesis de doctorado no puedan ser también nuevos desarrollos, pero la diferencia con los desarrollos producidos en las maestrías profesionalizantes —las puede haber también más académicas y de hecho existen muchas con esta segunda orientación—debería ser su referente experimental y la explícita presentación de los nuevos conocimientos elaborados a lo largo de ese desarrollo de acuerdo con el estado de la cuestión a escala internacional o, al menos, regional. Dicho en otros términos, puede proponerse que en tanto en un desarrollo producido en el marco de una maestría se podría aceptar una tesis que inventase un desarrollo hipotético, por qué es necesario y para qué sirve, en una tesis de doctorado sólo podría admitirse que se demostrara empíricamente y en el contexto de los resultados de investigación propio de la tesis o ajena a ella; que ese dispositivo sirve efectivamente para mejorar la calidad, la equidad o la eficacia de los procesos educativos, bajo qué condiciones y con qué riesgos.

Por desgracia, en América Latina no parecen existir doctorados con esas características.

Por último, parece necesario reforzar la presencia de diplomas para la reinvención de la profesión que tengan la finalidad de facilitar, como se anticipó, la revisión y recreación integrada de todos los aspectos de todas las competencias de la propia práctica profesional, destinados a jóvenes con cierta experiencia pero también con mucho futuro como profesores. Por lo que se refiere a las finalidades y objetivos de la formación, y aún a riesgo de ser reiterativos, no habría que perder de vista que estos diplomas deben promover la permanencia en las instituciones educativas por varias décadas.

Este tipo de postgrados podría ser concebido como actividad compartida entre múltiples instituciones, liderada por una universidad. Las universidades tienen una tradición y una imagen que las ubica como productoras de conocimiento. Sin embargo, en los últimos tiempos otros espacios están produciendo conocimientos con rapidez. Se conocen casos de empresas, de ministerios y de ONGs que también crean conocimientos, incluso a mucha más velocidad que algunas universidades. Por lo demás, estas últimas instituciones suelen producir otro tipo de conocimientos, en ocasiones muy ligados a la transformación de la realidad. Por eso es útil que esas otras instituciones, que en muchos casos ya tienen una sólida experiencia en capacitación profesional, enriquezcan y complementen a las universidades en estas empresas.

El número de participantes en un programa de esta naturaleza puede ser de entre 50 y 150 profesores. La Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede Argentina, desarrolla, junto con algunos gobiernos provinciales, algunos programas cercanos a esta concepción con hasta 300 participantes. Pero ese número exige una experiencia de trabajo del equipo formador que es necesario adquirir.

El equipo formador de estos diplomas debería ser complejo y multidisciplinario, con miembros pertenecientes a la institución convocante y otros a las instituciones asociadas, con invitados extranjeros en todos los casos, dado lo que aportan de conocimientos y de vivencias complementarias, e integrando como parte del equipo formador a los propios participantes del curso. Los profesores en ejercicio suelen tener una serie de capacidades que no son aprovechadas en muchas de las propuestas vigentes. Se les trata como «tablas rasas», tal como solían tratar a sus propios alumnos. Ese equipo debiera ser abierto y convocar a usuarios y receptores de egresados: instituciones educativas, empresariales, padres, alumnos, ONGs, etc. Es deseable que los profesores en proceso de reinvención de su profesión puedan tener momentos distendidos y diferenciados de las convocatorias urgentes para escuchar con serenidad a esas personas y aprender de ellas. Se hace imprescindible que una parte de ese equipo formador esté dedicada con exclusividad al programa, pero también lo es que otra parte no lo esté. De tal modo se puede promover una equilibrada combinación entre atención intensiva a los profesores en proceso de formación y una ruptura de la tradicional endogamia del sistema.

4.4. Promover la realimentación permanente entre la teoría y la práctica

Todos los postgrados proponen garantizar una permanente asociación entre la teoría y la práctica, cada uno de acuerdo con estrategias diferentes. En Bolivia, Brasil, México, Panamá y muchos otros países, esta concepción forma parte de la formulación de los proyectos de postgrado de numerosas universidades. Sin embargo, la sensación que se tiene es que dicha asociación se busca a través de un abanico poco rico de actividades, de forma no siempre consecuente a lo largo de todo el proceso de postgrado y sin un adecuado reflejo en las formas de evaluación.

La utilización de la alternancia entre momentos de trabajo del grupo con los profesores y otros de observación y acción guiada desde el postgrado mismo en los espacios de trabajo y con o sin la presencia de los profesores, puede resultar sumamente rica; pero también la utilización de juegos de simulación por computadora o de videos con clases y situaciones institucionales grabadas, puede contribuir a vincular —en especial en los postgrados cortos— la teoría con la práctica de una manera creativa y eficiente.

Por otra parte, es necesario buscar algunas formas de que en los postgrados los profesores encuentren maneras de conocer ámbitos muy diferentes a los educativos. El Instituto de Formación de Profesores «Joaquín V. González», de la Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, organiza para sus estudiantes de grado pasantías en empresas. Sería deseable que algunas actividades de postgrado pudieran desarrollarse íntegramente en fábricas, hospitales u otros ámbitos aparentemente ajenos a la escuela, pero donde ocurren procesos y se producen conocimientos que muchos estudiantes necesitan que sean llevados a las escuelas y colegios.

4.5. Garantizar el uso de una gran variedad de equipamientos, estrategias y ámbitos de formación

Los postgrados no deberían desarrollarse exclusivamente en aulas, sino en diversos espacios formativos, entre otras razones porque no es posible llevar a instituciones educativas todos los recursos que la tecnología suministra y que es importante que los profesores conozcan.

Por ejemplo, es indispensable que los profesores en proceso de formación de postgrado visiten fábricas, empresas agrícolas, hospitales y todo espacio de producción económica y social, así como ámbitos parlamentarios y oficinas de gobierno, para ver in situ cómo funcionan ciertos productos y procesos tecnológicos, para poder así orientar mejor la formación de competencias básicas que luego los alumnos deberán contextualizar en sus ámbitos de inserción posterior.

Naturalmente, ese abordaje deberá complementarse con una revolución tecnológica en las escuelas, dirigido a lo ya expresado respecto de la alianza entre la escuela virtual y las escuelas tradicionales actuales.

4.6. Garantizar la evaluación interna y externa

Los programas de postgrado para profesores deberían ser evaluados en proceso por los participantes y, además, por un organismo externo ad-hoc integrado por representantes del sistema educativo, por representantes de los usuarios del sistema y por los receptores de egresados de los diversos programas y actividades.

Para introducir estas prácticas se hace necesaria la estandarización de pautas de evaluación, así como la conformación de bancos de evaluadores personales e institucionales. Los sistemas de ciencia y tecnología de varios países latinoamericanos, en particular de Argentina, Brasil y México, han desarrollado muchos de estos dispositivos, así como procedimientos de rutina para llevar a cabo evaluaciones periódicas, otorgar becas y apoyar proyectos. Muchos de estos procedimientos pueden ser adaptados y utilizados para los postgrados de docentes, ampliando la experiencia existente para maestrías y doctorados de corte más académico.

Es indispensable que esta evaluación externa incluya elementos acerca de lo que ocurre con los egresados, 1, 2 y hasta 10 años después de haberlos cursado.

5. Tejer la trama de responsables: el papel del Estado, las universidades, las escuelas y la sociedad

A través del texto se hace evidente que la reformulación de los postgrados no depende sólo, ni siquiera fundamentalmente, de la existencia de bases razonables, de criterios y orientaciones, ni del esfuerzo de un actor particular. Ocurre en un ámbito social, en el que hay intereses diversos y, a veces, contradictorios (Popkewitz, Th. y Pereyra, M. A., 1994). Esto es inevitable e inherente a todo proceso educativo. Pero cuando alguno de los temas o aspectos de ese proceso no refleja esos intereses y contradicciones, existe el peligro de que se transforme en ingobernable y, en consecuencia, en improductivo para el conjunto de la sociedad y hasta para cada uno de los actores que aparentemente sacaría partido de la falta de transparencia y procesamiento de los conflictos.

La proliferación de postgrados que se vive actualmente corre el riesgo de caer prisionera de la lógica de una proliferación poco útil. Por eso parece imprescindible tejer una trama de responsables capaz de producir una reestructuración productiva que reemplace a la actual abundancia poco coordinada de postgrados, poco diferenciados y preocupados por las necesidades de reinvención de las formas institucionalizadas de educación.

Es difícil plantear cuál sería la responsabilidad primaria de cada uno de los actores involucrados en esa trama.

En principio, parece claro que la responsabilidad primaria del Estado es convocar a su articulación, promover la realización de diagnósticos exhaustivos, elaborar concertadamente marcos de referencia nacionales y, en lo posible, regionales, y estructurar y sostener dispositivos de evaluación externa periódica de los postgrados existentes, así como homologar las certificaciones y su utilización en sistemas más razonables de remuneración del profesorado.

Puede proponerse también que las universidades —en tanto instituciones autónomas— sean convocadas para contribuir al mejor cumplimiento de las responsabilidades del Estado.

Más difícil es pensar cómo hacer para involucrar a la socieda civil. En principio, parece que la entrada a través de asociaciones profesionales —de docentes y de otros perfiles— y de asociaciones representativas de diferentes sectores y ámbitos de trabajo, podría ser un primer paso. En varios países existen foros de intercambio para asuntos referentes a la educación técnico-profesional y a cuestiones muy amplias de política educativa. Esos foros adquieren distintas formas de funcionamiento. No conocemos, en cambio, la existencia de mecanismos de intercambio y realimentación en relación con la formación inicial o de postgrado de los profesores. Formas de intercambio a escala nacional pueden resultar apropiadas, pero más lo pueden resultar formas de intercambio locales, ya que pueden facilitar el uso de recursos no registrados como tales en los procesos de mejoramiento de las prácticas coyunturales y de reinvención de la profesión en cada espacio concreto.

Por último, es posible que las escuelas, como instituciones cada vez más autoconscientes, deseen y puedan tener una mayor intervención en el diseño de postgrados que adopten la forma de capacitación en servicio y, también, en los otros tipos. No se conocen, por ejemplo, investigaciones que tomen a los directores de escuela como informantes claves para determinar las fortalezas y debilidades de los docentes en ejercicio. Las propuestas actuales de fortalecimiento de la autonomía institucional y de la investigación sobre «buenas» escuelas, demuestran el papel de los directores en la determinación de una cultura institucional y de los logros o fracasos de cada establecimiento en la promoción de aprendizajes exitosos. En consecuencia, puede proponerse que esos directores tienen mucho que decir respecto a cómo diseñar y llevar a cabo pertinentes y útiles programas de postgrado para profesores.

Pensar en una trama de responsables, y no en el postgrado que «mi» institución va a dictar, es sin duda un hito en un cambio necesario de paradigma respecto de cómo pensar los cambios en toda la educación. No se trataría de rechazar toda programación y planificación, como proponen algunos mentores de abordajes fundamentalistas de mercado para la educación, sino de encontrar nuevas formas de planificación estratégica concertada que respeten la autonomía institucional y le permitan, al mismo tiempo, ser más productiva y complementaria de otras autonomías, sin deslizarse hacia formas de funcionamiento autista, poco aptas para el fortalecimiento de las competencias profesionales docentes.

Notas

(1) Las opiniones vertidas en este artículo son personales y no comprometen a las instituciones en las que se desempeña. La autora agradece especialmente los comentarios y reflexiones de la Dra. Silvina Gvirtz.

(2) Evitamos intencionadamente utilizar el término postmoderno, que reservamos a la denominación de una condición y no de un período histórico, ciñéndonos al significado que le diera Lyotard (1988).

(3) No se desconoce la literatura que califica a la docencia como una semiprofesión; por ejemplo, los clásicos trabajos de Etzione, A. (1963) y las más recientes aportaciones de autores tales como Fernández Enguita, M. (1993, en especial capítulo 4). Sin embargo, se considera que a efectos de los razonamientos que se desean presentar aquí la distinción entre profesión y semiprofesión es poco relevante, y que la descripción de Mintzberg permite ubicar claramente a la docencia en la primera categoría.

(4) Estas ideas no son en modo alguno novedosas. Tienen un gran parecido de familia con alternativas que criticamos en la década de los 70, en particular con algunas posturas de los teóricos de la desescolarización. La diferencia fundamental es que aquellos proponían «desescolarizar» la sociedad y nosotros proponemos «socializar la escuela», es decir, no hacerla desaparecer sino introducir en ella todo aquello que está fuera y no entra todavía con la suficiente energía.

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