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Revista Iberoamericana de Educación
Número 15
Micropolítica en la Escuela

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Revista Iberoamericana de Educación
Número 15
Micropolítica en la Escuela

Septiembre - Diciembre 1997

El lugar del conflicto en la organización escolar

Xesús R. Jares (*)

(*) Xesús R. Jares es Profesor Titular de Didáctica y Organización Escolar de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de La Coruña, España.

Todas las instituciones, y la escuelas no es precisamente una excepción, se caracterizan por vivir diversos tipos de conflictos, de distinta índole y de diferente intensidad. Hasta tal punto que, bajo la aparente imagen de «aconflictividad», la cotidianidad de los conflictos se presenta como un proceso y una de las características centrales y definitorias de los centros educativos. Conflictos entre profesores, conflictos entre profesores y alumnos, conflictos entre profesores y padres de alumnos, conflictos entre profesores y la dirección del centro, conflictos entre alumnos, conflictos entre padres, conflictos entre el centro como tal y la administración educativa, etc., constituyen una pequeña muestra de las múltiples situaciones conflictivas que todos hemos vivido de alguna manera en nuestros centros educativos y que, ineluctablemente, prueban la evidencia empírica de la naturaleza conflictiva de las escuelas.

1. Introducción

Frente a esta situación objetiva, nos encontramos, paradójicamente, con la escasa consideración que tradicionalmente ha tenido y tiene el conflicto como objeto de estudio de la Pedagogía, en general, y de la organización escolar, en particular. No obstante, si bien comienza a prestársele en esta última disciplina un interés creciente, especialmente en lo referente al comportamiento organizativo (Gairín, 1992), e, incluso, es considerado por algunos autores como «el tema clave» de la organización escolar (Ferrández, 1990; Ball, 1990), la situación dominante continúa caracterizándose por la indiferencia hacia la realidad del conflicto. ¿Cómo se puede explicar este hecho? ¿qué es lo que ha producido y mantiene camuflada la naturaleza conflictiva de las escuelas? ¿cómo es posible que en la formación inicial y permanente del profesorado no se analice esta situación ni se forme a los profesionales desde este contexto de conflicto, ignorando la formación de una competencia ante el mismo y sus manifestaciones y en las formas de afrontarlo?

Obviamente, pensamos que esta situación, lejos de ser casual o neutral, está directamente ligada a la expresión dominante de un tipo de ideología, la ideología tecnocrática-positivista, que niega y estigmatiza la existencia del conflicto: «La escuela se piensa alejada de esa realidad de conflicto y lucha que supone la existencia de los distintos intereses que defienden las diversas clases y grupos sociales» (Torres, 1991ª, p. 53). Por sus presupuestos reduccionistas, simplificadores en lo científico e interesados en lo político, se requiere desarrollar una visión alternativa, fundamentada en valores públicos, democráticos y colectivos, que sitúe la existencia del conflicto como elemento consustancial e «insoslayable del fenómeno organizacional» (Shlemenson, 1987, p. 208), necesario para la vida, en general, y para el desarrollo organizativo de los centros educativos, en particular. Además, el conflicto no sólo es una realidad y un hecho más o menos cotidiano en las organizaciones, sino que también exige afrontarlo como un valor, «pues el conflicto y las posiciones discrepantes pueden y deben generar debate y servir de base para la crítica pedagógica, y, por supuesto, como una esfera de lucha ideológica y articulación de prácticas sociales y educativas liberadoras» (Escudero, 1992, p. 27).

2. Conflicto y racionalidad educativa

Como hemos dicho, el conflicto tiene un escaso relieve en los estudios y manuales clásicos de organización escolar, y, cuando a él se hace referencia, las valoraciones no son coincidentes y resultan incluso contradictorias en función, precisamente, de la racionalidad educativa desde la que se emiten dichos juicios. Por ello, el objeto de este punto lo constituye el análisis del tratamiento del conflicto en los tres grandes paradigmas de la organización escolar. Antes de adentrarnos en él, digamos, a efectos de clarificación terminológica, que entendemos por conflicto «un tipo de situación en la que las personas o grupos sociales buscan o perciben metas opuestas, afirman valores antagónicos o tienen intereses divergentes» (Jares, 1991, p. 108). Es decir, el conflicto es, en esencia, un fenómeno de incompatibilidad entre personas o grupos.

2.1. La visión tecnocrática-positivista del conflicto

Como hemos indicado, en la actualidad, tanto en el conjunto de la sociedad en general como en el sistema educativo en particular, predomina la concepción tradicional, tecnocrática y conservadora del conflicto; aquella que lo califica como algo negativo, no deseable, sinónimo de violencia, disfunción o patología y, en consecuencia, como una situación que hay que corregir, y, sobre todo, evitar: «El conflicto y la disensión interna de una sociedad se consideran inherentemente antitéticos al buen funcionamiento de un orden social» (Apple, 1986, p. 125). En otras palabras, una sociedad modélica sería aquella en la que no existiesen conflictos, de tal forma que, desde esa perspectiva, la «asunción ideológica básica (quizá necesariamente inconsciente) del conflicto, y especialmente el conflicto social, no es un rasgo esencial de la red de relaciones sociales a la que llamamos sociedad» (Dahrendorf, 1968, p. 112). Como señala Robbins, refiriéndose a los diversos grupos e instituciones sociales, «en todos los niveles, el disentir se considera negativo» (1987, p. 301).

En el plazo educativo, la concepción negativa dominante de la naturaleza y de los usos del conflicto afecta todos sus ámbitos. En la enseñanza y en los materiales curriculares, el conflicto o bien se presenta de forma negativa, o bien se soslaya; el currículo transmite una visión de la realidad «aconflictiva», tanto en el plano social como en el científico (Apple, 1986; Torres, 1991ª). Igualmente, «el currículo oculto de la escuela sirve de refuerzo de las normas básicas que rodean a la naturaleza del conflicto y sus usos. Postula una red de suposiciones que, una vez internalizadas por los estudiantes, establece los límites de la legitimidad. Este proceso se logra no tanto por casos explícitos que muestren el valor negativo del conflicto, sino más bien por la ausencia total de casos que muestren la importancia del conflicto intelectual y normativo en las áreas temáticas» (Apple, 1986, p. 117).

Desde el plano organizativo, que es el que nos ocupa, las teorías clásicas acerca de la organización escolar, como, por ejemplo, las denominadas «teorías de la dirección», las «teorías funcionalistas», la «teoría de sistemas», etc., o bien omiten cualquier referencia al conflicto, o bien lo caracterizan como una desviación, algo disfuncional, patológico y aberrante: «Se resalta que hay que remediar o dirigir el conflicto, tratándolo como si fuese una enfermedad que invade y corroe el cuerpo de la organización. En algunas versiones de la teoría de la dirección, donde las motivaciones y psicologías individuales empiezan a ser apuntadas, cualquier manifestación de conflicto o contestación es tomada como indicador de desajustes o insatisfacciones personales» (Ball, 1990, p. 131). Desde esta visión tradicional, «la gestión de la escuela sólo será estable, facilitada y facilitadora, cuando sea posible prever y minimizar los conflictos» (Britto, 1991, p. 26).

En otro plano explicativo, aunque con idéntica formulación, «el conflicto, o el desacuerdo, se interpreta como una desviación de la tarea, derivada de la reacción emocional, más que de la oposición de aquellos que definen la tarea del colegio de forma distinta» (Hannan, 1980, p. 90). Por consiguiente, el conflicto es considerado como un «elemento que acaba por perjudicar gravemente el normal funcionamiento de la organización. De aquí derivaban, por ello, estrategias que sugerían al dirigente una intervención oportuna -a través de una cuidada programación de las actividades y de la utilización de los procesos de control- para prevenir o limitar al máximo situaciones de conflicto» (Ghilardi y Spallarossa, 1983, p. 125). Labor del directivo será, pues, analizar las causas de los conflictos para evitar que se produzcan. En consecuencia, con este pensamiento, la valoración del buen directivo escolar debe contemplar de forma prioritaria su mayor o menor competencia para evitar el conflicto en la organización. Un ejemplo de ello lo encontramos en Isaacs: «La actuación pronta de los directivos en estas cuestiones debe evitar las situaciones en que exista una auténtica lucha de poder que requiere la intervención de una tercera persona. Si no intervienen a tiempo, el antagonismo puede recrudecerse. Luego vienen las presiones para apoyar a un grupo u otro. Surgen unos líderes y se deja de buscar un término medio. En resumen, conviene evitar a toda costa estas situaciones, porque aunque se resuelva el problema eventualmente, deja recuerdos que son difíciles de borrar» (Isaacs, 1991, pp. 261-262).

Característica distintiva de esta racionalidad es el culto a la eficacia en la gestión de la escuela; eficacia que se configura como algo objetivo, neutral, técnico y absoluto sobre lo que no cabe preguntarse para qué o para quién resulta eficaz. Todo aquello que no tenga que ver con la eficacia se considera irrelevante. Por ello, sobre este objetivo se articula la organización del centro, convirtiéndose así en el único criterio, o en el referente principal para la toma de decisiones. En esta consideración de la eficacia interviene el conflicto como variable fundamental, por cuanto aquélla se relaciona con un bajo o nulo nivel de conflictividad. Los conflictos se consideran como elementos perturbadores de la consecución de esa eficacia; de ahí (desde este paradigma), la lógica negación de aquéllos. Así, como ejemplo ilustrativo de lo que estamos afirmando, aparecen los indicadores de calidad organizativa relacionados, «en buena medida», por la forma de resolver, prever y atenuar el nivel y la amplitud de los conflictos»(Britto, 1991, p. 25). Las únicas referencias, cuando se producen, al tratamiento o al papel de los conflictos en la organización escolar, versan sobre la gestión de los mismos como mecanismo de la parte dominante para mantener el statu quo, es decir, la gestión del conflicto para mantener el control. Una muestra de lo que decimos, referida al mundo empresarial, aunque de referencia habitual en diversas publicaciones sobre organización escolar, la podemos ver en Morgan (1990, pp. 173-182). Entendida de esta forma la relación entre el conflicto y la organización escolar, el papel de «la administración equivale a un control efectivo, en el sentido técnico y de gestión» (England, 1989, p. 89). Controlar la aparición del conflicto, y, en su caso, eliminar su gestación no son sinónimos de sometimiento y control, sino también de eficacia en la conducción de la organización por parte de la jerarquía. Por consiguiente, como hemos dicho con anterioridad para los gestores escolares, «una de las tareas directivas más importantes es la de no sólo eliminar o, al menos, suavizar los conflictos de los colaboradores, sino también evitar estos conflictos desde un principio. Una productividad óptima y una satisfacción máxima de los colaboradores en su actividad sólo pueden ser garantizadas de esta manera» (Riedman, 1981, p. 34; cit. por Císcar y Uría, 1988, p. 259).

Otra característica de esta racionalidad es el papel que juega el conflicto en la relación entre la teoría y la práctica. Desde la racionalidad tecnocrática, la visión que se tiene del conflicto en relación con este binomio es claramente jerarquizadora y dependiente. El conflicto se produce en la práctica por una mala planificación o por una falta de previsión. La práctica siempre se considera en dependencia de la teoría; de ahí que, desde esta perspectiva, los mayores esfuerzos que deben realizar los gestores se centran en la planificación y el control para conseguir la mayor eficacia. El conflicto, por lo tanto, siempre será un problema teórico en el que habrá que tomar las medidas correctoras para resolver «la disfunción» que los prácticos deberán ejecutar.

Igualmente, no podemos soslayar la obsesión ideológica de esta racionalidad por la neutralidad, la “ideología de la neutralidad ideológica”, en palabras de Sánchez Vázquez (1976). Esta obsesión reduce todo tipo de problemas y la toma de decisiones a una mera apuesta técnica, de tal forma que si no es posible integrar algún conflicto desde esta perspectiva de control, se estigmatiza como ideológico-político y se separa rígidamente lo que son hechos de lo que son valores. Para esta perspectiva, «la administración es algo esencialmente científico y desligado de los valores» (Codd, 1989, p. 142), lo que se traduce en la no aceptación del conflicto, ya que, si se produce, siempre será debido a una cuestión técnica, y la respuesta habría de darse en ese mismo plano. Si ello no fuese posible, se interpreta que el conflicto obedece a «intereses ideológicos, políticos», etc.; en cualquier caso, «extraños» a la institución educativa, y, por consiguiente, desechables. Desde esta racionalidad, todo tipo de conflicto axiológico es rechazado por ser considerado no científico. Esta negación del conflicto supone, en la práctica cotidiana, una toma de decisiones en manos de una minoría, y, consiguientemente, la despolitización de la institución y de sus miembros. La lucha ideológica hará que, desde la perspectiva tecnocrática, se presente a la persona o al grupo de personas que se caractericen por plantear cualquier tipo de conflicto o desacuerdo como persona o grupo «conflictivo», en un sentido peyorativo y descalificador (Jares, 1990). Sin embargo, desde la perspectiva crítica, sabemos que «no todas las decisiones tomadas por los directores o las escuelas son ideológicas, pero prácticamente todas las cuestiones relacionadas con la organización y la enseñanza de los alumnos, la estructura del curriculum, las relaciones entre profesores y alumnos y las normas de la toma de decisiones en la institución, tienen fuertes bases ideológicas» (Ball, 1989, p. 32).

Finalmente, debemos destacar la forma más reciente y en boga de negar el conflicto, consistente en presentar la organización escolar y las políticas educativas que a ella afectan desde intereses y presupuestos comunes, consensuados y desligados de todo tipo de procesos conflictivos. Se trata del último ropaje ideológico que, desde diferentes teorías neoconservadoras integrables en esta racionalidad, utiliza la idea del consenso para ocultar las discrepancias y los conflictos. De esta forma, y paradójicamente, el consenso pierde sus genuinas características positivas como método de resolución de conflictos y se convierte en una sutil forma de ocultarlos a través de un pretendido «discurso panacea» que nos concita a la unanimidad, a la identidad de intereses, a la no disputa, etc.: «Se acepta que habrá diferencias entre puntos de vista, desacuerdos, discusiones y oposiciones, pero se entiende que ocurren dentro de un marco más amplio de acuerdo -el consenso- que todo el mundo suscribe y dentro del cual toda discusión, desacuerdo o conflicto de intereses puede reconciliarse con el diálogo, sin recurrir a la confrontación» (Hall et al., 1978, p. 56). En definitiva, se trata de silenciar los conflictos y la diversidad de intereses y perspectivas para imponer una determinada concepción de la organización escolar, en particular, y de la política educativa, en general.

2.2. La visión hermenéutico-interpretativa del conflicto

En contraposición a la racionalidad tecnocrática, la perspectiva hermenéutico-interpretativa rechaza la visión mecanicista de aquélla, así como las dimensiones referentes a la ideología del control, sustituyendo las «nociones científicas de explicación, predicción y control por las interpretativas de comprensión, significado y acción» (Carr y Kemmis, 1986, p. 88). De esta forma, se cree que cada situación es propia e irrepetible, y que la misma está condicionada por las interpretaciones particulares de cada miembro de la organización. Esta perspectiva eminentemente «psicologicista» hace ver la motivación humana exclusivamente desde el punto de vista individual, omitiendo el «reconocimiento de los intereses en el sentido sociológico. Además, se considera a los miembros de la organización en términos de necesidades individuales, más que de adhesiones grupales y preocupaciones e ideologías compartidas. De este modo, las controversias valorativas y la formación de alianzas y coaliciones quedan fuera del cuadro» (Ball, 1989, p. 33).

El conflicto, desde esta racionalidad, no sólo no se niega, sino que, además, se considera inevitable e incluso positivo para estimular la creatividad del grupo: «Un grupo armonioso, tranquilo, pacífico y cooperativo (sic) tiende a volverse estático, apático e indiferente a la necesidad de cambiar e innovar. Así pues, la principal aportación del enfoque consiste en estimular a los líderes del grupo a mantener un nivel mínimo de conflicto: lo suficiente para que siga siendo viable, autocrítico y creativo» (Robbins, 1987, p. 300). El conflicto es caracterizado y analizado como un problema de percepción, independientemente de que en muchos casos así lo sea, de modo que se ignoran las condiciones sociales que a los propios sujetos y a sus percepciones afectan. El propio Robbins lo explica claramente cuando afirma que la «existencia o inexistencia del conflicto es una cuestión de percepción (…) Para que exista un conflicto es necesario percibirlo» (Robbins, 1987, p. 298). Aceptada de esta forma la visión del conflicto, quedarían sin explicar muchas situaciones «objetivamente» conflictivas y de las que no son conscientes los propios protagonistas. La realidad del conflicto no se limita a las percepciones individuales de la realidad, aunque también forman parte de aquél, «ni a los malentendidos en relación con la práctica propia o ajena. Es posible que las creencias erróneas que dan lugar a estos conflicto no sean, a su vez, sino el reflejo de unos conflictos reales y de unas tensiones endémicas en la práctica misma: que lo irracional e incoherente no sea tanto la concepción de la realidad social que tiene el individuo, como esa misma realidad social. Cuando surgen tales conflictos, el planteamiento interpretativo quiere lograr que la gente cambie lo que piensa acerca de lo que hace, en vez de sugerir maneras de cambiar precisamente lo que hace» (Carr y Kemmis, 1986, pp. 112-113). En otras palabras, muchas de las propuestas de resolución de conflictos tendrán que ver más con la modificación de los factores de esa realidad social que con las visiones particulares de los individuos que, en general, se proponen desde este paradigma.

Por ello, con ser un avance respecto a la racionalidad anterior, al centrarse exclusivamente en las visiones personales, soslayando los condicionantes estructurales que a su vez inciden en aquéllas (y, contrariando ciertos planteamientos sociocríticos, influyen en ellas y las transforman mediante las subjetividades y opciones personales), la visión del conflicto queda reducida a sus ámbitos interpersonales, cayendo en posiciones claramente conservadoras, por cuanto «los conflictos sociales resultan siempre (del hecho) de que diferentes grupos sociales tienen, más que contradicciones en la realidad, interpretaciones conflictivas de la realidad. Tales conflictos son, según la perspectiva interpretativa, manifestaciones de la falta de entendimiento entre las personas en cuanto al sentido de los actos propios o de otros; equívocos que pueden superarse haciendo que los protagonistas se den cuenta de los errores que contienen sus ideas o creencias. Ahora bien, al implicar así que los conflictos sociales son resultado de confusiones de conceptos que, una vez reveladas, demostrarán a la gente la racionalidad de sus actos, el enfoque interpretativo siempre está dispuesto a favor de la idea de reconciliar a las personas con la realidad social existente» (Carr y Kemmis, 1986, p. 112).

Desde esta perspectiva, la necesidad de afrontar y resolver los conflictos se centra en la necesidad de mejorar el funcionamiento del grupo y/o de restablecer o perfeccionar la comunicación y las relaciones humanas a través del entendimiento de las subjetividades personales. Las causas de los conflictos, como hemos señalado, se atribuyen a problemas de percepción individual y/o a una deficiente comunicación interpersonal; motivos que, efectivamente, pueden provocar conflictos, pero que ni agotan esas posibles causas ni los explican en toda su complejidad. Consecuentemente, las soluciones que se establecen para su resolución se concretan en favorecer procesos de comunicación entre los individuos, totalmente descontextualizadas tanto del contexto organizativo y social en el que vive el grupo como de la micropolítica interna del mismo. Se cree que estableciendo canales de comunicación entre los individuos, desaparecerán o se evitarán los conflictos. No obstante, como señala Tyler (1991), «este presupuesto se encuentra, sin embargo, bajo amenaza política. Más importante aún, revela una apreciación inadecuada de los procesos fundamentales de estratificación de clases, razas y sexos que subyacen a muchas prácticas escolares» (p. 188). La comunicación, con ser absolutamente necesaria para resolver los conflictos, en muchas ocasiones ni los explica ni los resuelve por sí sola. Al analizar y/o afrontar un conflicto para su resolución es imprescindible preguntarse por el contexto o escenario en el que se produce, los móviles o intereses que lo han causado, las posiciones que ocupa cada una de las partes en oposición y las estrategias o tácticas que han usado; cuestiones que hacen referencia a la necesaria comprensión global y contextualizada -sincrónica y diacrónicamente- del conflicto, y no únicamente a sus aspectos relativos al proceso. En este sentido, no podemos olvidar cómo muchas de las propuestas de la psicología industrial y del análisis organizativo empresarial tienen como base el estudio y la aplicación de técnicas de comunicación y dinámicas de grupo precisamente para conseguir una mayor productividad en beneficio del empresario.

2.3. El conflicto en la perspectiva crítica

Desde la perspectiva crítica, el conflicto no sólo se ve como algo natural, inherente a todo tipo de organizaciones y a la vida misma, sino que, además, se configura como un elemento necesario para el cambio social: «El conflicto puede enfocarse básicamente como una de las fuerzas motivadoras de nuestra existencia, como una causa, un concomitante y una consecuencia del cambio, como un elemento tan necesario para la vida social como el aire para la vida humana» (Galtung, 1981, p. 11). Por consiguiente, el conflicto se considera como un instrumento esencial para la transformación de las estructuras educativas, que es, en definitiva, a lo que aspira la teoría crítica de la educación. A diferencia de los enfoques tecnocráticos que pretenden el control y el dominio, “una ciencia educativa crítica tiene el propósito de transformar la educación; va encaminada al cambio educativo (…), a la transformación de las prácticas educativas, de los entendimientos educativos y de los valores educativos de las personas que intervienen en el proceso, así como de las estructuras sociales e institucionales que definen el marco de actuación de dichas personas” (Carr y Kemmis, 1986, p. 20). Dicho proceso de transformación y cambio vendrá dado por la toma de conciencia colectiva de los miembros de la organización destinada a detectar “las contradicciones implícitas en la vida organizativa y a descubrir las formas de falsa conciencia que distorsionan el significado de las condiciones organizativas y sociales existentes” (González, 1989, p. 123). Por ello, desde este paradigma, no sólo se admite sino que también se favorece el afrontamiento de determinados conflictos desde una perspectiva democrática y no violenta, lo que podemos denominar la utilización didáctica del conflicto, que suponga el cuestionamiento del propio funcionamiento de la institución escolar, y, con ello, la correlación de fuerzas que en la misma existen. Una perspectiva celosa del poder, que busca el control y el dominio, no puede por menos que ocultar y silenciar los posibles conflictos como mecanismos, entre otros, para perpetuar el statu quo establecido.

Al mismo tiempo, desde el enfoque crítico se “intenta demostrar cómo la ideología deforma la realidad social, moral y política y oculta las causas del conflicto, la represión y la insatisfacción, y somete a las personas a un conjunto bien determinado de normas y de relaciones de poder (…) Desde el punto de vista de la teoría crítica, la administración educativa se rige por unos valores explícitos y confesos (England, 1989, p. 106). Es decir, no sólo interesa el afrontamiento del conflicto para mejorar el funcionamiento de la organización, para crear un buen clima organizativo o para favorecer un mayor impulso creativo, sino que, además, el afrontamiento positivo de los conflictos puede favorecer los procesos colaborativos de la gestión escolar para que «las escuelas, como organizaciones sociales, se conviertan en un entorno cultural en el que se promuevan valores de comunicación y deliberación social, interdependencia, solidaridad, colegialidad en los procesos de toma de decisiones educativas y desarrollo de la autonomía y capacidad institucional de los centros escolares» (Escudero, 1992, p. 15). De forma esquemática podemos expresarlo como sigue:

Con respecto al problema de la eficacia tecnocrática, desde la perspectiva crítica, al igual que desde enfoques interpretativos, se rechaza la visión instrumental de la enseñanza que se define únicamente en los resultados o productos obtenidos por el centro escolar en función de los objetivos operativos previamente establecidos: «La búsqueda de la eficacia por encima de cualquier otra consideración distorsiona y rectifica el concepto de cultura que se trabaja en la escuela, ignorando que la escuela misma es un escenario cultural de interacción, negociación y contraste social» (Green, 1976; cit. por Pérez Gómez, 1992, p. 104). La resistencia, desde la perspectiva crítica, a configurar el centro al estilo empresarial hace que surjan «indudablemente los mismos conflictos entre producción y eficacia, por un lado, y entre flexibilidad e iniciativa, por otro. Esto puede servir para que grupos de profesores, padres, madres, así como estudiantes, comiencen a establecer formas de administración menos autoritarias y burocráticas en la escuela, que prefigurarán las alternativas democráticas que ahora crecen lentamente en muchos centros de trabajo» (Apple, 1987, p. 78).

Desde esta racionalidad, al igual que en determinados enfoques interpretativos, se hace hincapié en diferenciar las dos dimensiones de la organización, la nomotética y la idiográfica (Hoyle, 1986), que a veces resultan difícilmente separables y a veces discurren por caminos paralelos. La dimensión nomotética es «predecible, gobernable y oficial» (Santos Guerra, 1990); constituye la naturaleza formal, burocrática de la escuela. La dimensión idiográfica se refiere a lo impredecible, lo informal, a esa «esfera no racionalizada de acción organizativa, esa red compleja de relaciones que conecta a unos individuos con otros y con la realidad social más amplia, en una multiplicidad de vías no reguladas» (Benson, 1983, cit. por González, 1989, p. 125; 1990, p. 41). A través de esta dialéctica entre lo micro y lo macro, lo formal y lo real, la reproducción y las resistencias, etc., se configura la realidad organizativa de los centros educativos, en la que son conceptos básicos el poder, los intereses, las políticas de actuación, las luchas ideológicas y científicas, etc. Por ello se habla de la escuela como «una organización cuyas metas y procesos son inestables y conflictivos, más que racionales y estables» (González, 1990, p. 40). En definitiva, nos estamos refiriendo a la naturaleza conflictiva de las organizaciones escolares, que desarrollamos con más detalle en el punto siguiente.

3. La naturaleza conflictiva de las escuelas

Como se ha indicado, esa visión de las escuelas como instituciones uniformes, «aconflictivas», separadas de las luchas de la vida cotidiana, o como simples máquinas reproductoras del orden social vigente, queda totalmente en entredicho no sólo desde un análisis crítico, sino también desde la constatación empírica que hemos obtenido al trabajar en su interior. Por consiguiente, sólo una posición ingenua o políticamente interesada puede sostener estos presupuestos.

La naturaleza conflictiva de las escuelas «se explica por el emplazamiento de los centros, derivado de su condición institucional, en el seno de la macropolítica escolar, delimitada por las relaciones existentes entre el Estado, la Administración y la sociedad civil; a la vez que (de) su dimensión micropolítica, determinada por las relaciones, por igual peculiares, entre profesores, curriculum y estructuras organizativas» (Beltrán, 1991, p. 225). La realidad del conflicto en la escuela está originada, por tanto, en el hecho de ser una organización -y, como afirma Morgan, «el conflicto estará siempre presente en las organizaciones» (1990, p. 141)-, en la especificidad de su naturaleza organizativa, así como en la relación que se establece entre los centros educativos y las metas educativas de la sociedad a través de las políticas educativas y los currículos establecidos. Por ello, coincidimos con Fernández Enguita en su afirmación de que «las escuelas son sedes de conflictos propios y de la sociedad en general» (1992, p. 54).

En este apartado nos centraremos en la dimensión micropolítica, reiterando que la vida organizativa de los centros está condicionada por las políticas generales y educativas (sectoriales) que en un momento histórico determinado son dominantes. Dicho esto, podemos afirmar que una de las teorías que con mayor acierto ha profundizado en la naturaleza conflictiva de las escuelas es la denominada teoría micropolítica de la organización escolar, definida, entre otros, por Hoyle (1982) como el conjunto de «estrategias por las que el individuo y los grupos en contextos organizativos intentan usar sus recursos de autoridad e influencia para ahondar en sus intereses». Desde este enfoque, las escuelas son consideradas como «campos de lucha, divididas por conflictos en curso o potenciales entre sus miembros, pobremente coordinadas e ideológicamente diversas» (Ball, 1989, p. 35). La escuela, como institución, ni es «aconflictiva» ni se limita a reproducir la ideología dominante, aunque lo haga -teorías de la reproducción-, sino que produce simultáneamente «conflictos culturales, políticos y económicos muy reales en el interior y en el exterior de nuestro sistema educativo» (Apple, 1987, p. 11). Por consiguiente, el conflicto y el control son parte esencial y definitoria de la naturaleza organizativa, y, en consecuencia, parafraseando a Ball (1990), centro de la investigación y la teorización. Es más, «conflicto y control no son meramente cualidades del funcionamiento organizativo, sino efectos y resultados de planificaciones deliberadas e interacciones cara a cara. La política organizativa es, en la práctica, un proceso estratégico, material e interpersonal» (Ball, 1990, p. 135).

Este proceso micropolítico de estrategias, tácticas y técnicas varias puede ver usado, coincidiendo con Hoyle (1986), tanto desde una perspectiva de dominio y control por parte de un grupo o de la dirección del centro, como desde una política de oposición o resistencia: «La perspectiva micropolítica ofrece un vehículo para enlazar la carrera profesional, los intereses y acciones ideológicos con las estructuras organizativas, y las formas de control con la formas de resistencia y oposición» (Ball, 1990, p.143). Los conflictos resultantes de este proceso se vertebran en torno a los tres elementos constitutivos e interactivos del conflicto -el problema o motivo de la disputa, las personas o protagonistas y el proceso seguido-, que se relacionan con cada uno de los componentes señalados de la micropolítica (ver el cuadro siguiente).

Relación entre los componentes de los conflictos y los componentes de la micropolítica
Componentes de los conflicitos Componentes de la micropolítica
 - Las personas  - Intereses de los agentes
 - El motivo de disputa  - Mantenimiento del control de la organización
 - El proceso  - Conflictos alrededor de la política (definición de escuela)

Otros autores, como Bolman y Deal (1984), al estudiar el hecho organizativo, señalan una serie de características que hacen referencia a lo que denominamos naturaleza conflictiva de la escuela:

Para corroborar la naturaleza conflictiva de las escuelas, nada mejor que presentar y explorar los diversos conflictos (sus causas y manifestaciones) que habitualmente se producen en las instituciones escolares. Después habrá que analizar si esa variedad de conflictos obedece a cuestiones coyunturales y más o menos puntuales del funcionamiento organizativo, o si se trata más bien de conflictos inherentes a la propia naturaleza de la institución escolar. En cualquier caso, es oportuno aclarar, coincidiendo con Ball (1989), que el hecho de demostrar la naturaleza conflictiva de la escuela no significa que haya conflictos todos los días y en todas las situaciones: «Mucho de lo que ocurre cotidianamente en las escuelas no se caracteriza por la disputa o las disensiones entre los profesores. La conversación y la interacción de todos los días se centra en la conducción rutinaria, terrenal y, en su mayor parte, no controvertida de la institución» (Ball, 1989. p. 36). Del mismo modo, aunque el conflicto, tal como defendemos, puede ser un elemento positivo dentro de la organización, si se hace crónico y no se resuelve deja de tener sus propiedades «vitalizantes» y democráticas para el grupo, pudiendo llegar a ser un elemento desestabilizador del mismo.

Con respecto a las causas de los conflictos, diversos autores de distintas escuelas y disciplinas han polemizado sobre ello. Para unos, todos los conflictos están provocados por el poder; para otros, además del poder incide la estima propia; para unos terceros, las causas de los conflictos se «psicologizan» y se reducen a los diferentes tipos de necesidades humanas y/o a un problema de diferentes percepciones. En el polo opuesto, determinados enfoques sociológicos explican la causalidad de los conflictos escolares por las contradicciones inherentes al sistema capitalista en el que vivimos. En nuestra opinión, la enorme conflictividad, manifiesta y latente, que se da en la institución escolar, sólo cabe entenderla, como ya hemos señalado, desde la dialéctica entre la macroestructura del sistema educativo y las políticas generales hacia él orientadas y los procesos micropolíticos que en el seno de cada centro escolar tienen lugar. Por ello, con un afán meramente ejemplificador y reconociendo el papel clave del poder y del control, podemos encuadrar el origen de los conflictos en la institución escolar en cuatro tipos de categorías, íntimamente ligadas entre sí, y, a veces, difícilmente separables (Jares, 1992):

Causas de los conflictos en la institución escolar

1. Ideológico-científicas:

2. Relacionadas con el poder:

3. Relacionadas con la estructura:

4. Relacionadas con cuestiones personales y de relación interpersonal:

Para clarificar lo expuesto en el esquema, veamos a continuación de forma somera algunos ejemplos representativos de conflictos de las categorías citadas.

En primer lugar, como hemos visto, la escuela como organización es susceptible de ser explicada y articulada desde diferentes opciones ideológicas y científicas que pueden entrar en colisión y, de esta forma, producir una amplia y variada gama de conflictos ideológico-científicos. Por ejemplo:

En segundo lugar, las prácticas cotidianas escolares están en contacto permanente con posibles conflictos en torno al poder, de forma tanto explícita como oculta. Por ejemplo:

En tercer lugar, podemos citar algunos ejemplos referentes a la propia estructura de la institución escolar:

En definitiva, soslayando los conflictos de tipo personal y de relación interpersonal, consideramos que, por lo expuesto, tenemos evidencia más que suficiente de las contradicciones de diverso tipo, inherentes a la propia dinámica organizativa escolar, que prueban la inexcusable naturaleza conflictiva de la escuela. No se trata, pues, de meros fallos técnicos o de disfunciones más o menos puntuales del sistema, sino de una realidad que existe per se, por cuanto desde el momento en el que existimos y existe el otro, hay conflicto (conflictos intra e interpersonales); desde el momento en el que se crea una organización, inevitablemente se produce dentro de ella un cierto tipo de hegemonía, de poder, y, como afirmaban Gramsci y más tarde Foucault, toda hegemonía genera una resistencia, y, con ella, una determinada conflictividad. Dicho en otras palabras, «dondequiera que hay poder existe resistencia» (Shapiro, 1991, p. 33), e indisolublemente ligada a ambos, la dinámica del conflicto. Por otro lado, no podemos olvidar que la escuela es una organización históricamente determinada y culturalmente construida. Quiere esto decir que «la mayoría de las decisiones que se toman están necesariamente cruzadas por conflictos de valor» (Torres, 1991b, p. 21); que las formas de conducción de la organización, el cómo y el qué de la toma de decisiones, las formas y el tipo de relaciones entre el centro escolar y la administración o la comunidad social en la que se inserta, etc., se asientan en unas determinadas concepciones, en unos valores, en la primacía de unos intereses sobre otros, etc., que, en definitiva, hacen referencia a la inevitabilidad del conflicto. Procesos aparentemente consensuados, como el desarrollo colaborativo de los centros, son, en sí mismos, conflictivos (Escudero, 1990, 1992), aunque estén orientados a la negociación y al consenso.

En conclusión, el papel y la valoración del conflicto en la organización escolar están sujetos a la racionalidad desde la que se emite el juicio. Frente a la visión tecnocrática dominante que considera el conflicto como negativo, y, en consecuencia, como algo que evitar, hemos sostenido a lo largo de estas páginas que el conflicto no sólo forma parte de la naturaleza organizativa de la escuela, sino que además es una de sus dimensiones más relevantes. Por este motivo, consideramos que debe ser objeto prioritario de análisis e investigación, tanto en la construcción del cuerpo teórico de la organización escolar, como en la facilitación del desarrollo organizativo de los centros. Para acometer esta tarea entendemos que, sin renunciar a planteamientos y estrategias del paradigma interpretativo, es la racionalidad sociocrítica la que nos aporta un mejor entendimiento para desvelar la complejidad de las organizaciones educativas, en general, y de su naturaleza conflictiva, en particular, además de ofrecernos una visión positiva del conflicto y de sus posibilidades de intervención educativa. De la inevitabilidad del conflicto no sólo no se deriva la disfunción o la patología de la organización, sino que, además, si se afronta de forma positiva y no violenta, el conflicto puede ser un factor fundamental para el cambio y el desarrollo organizativo de los centros de carácter democrático, participativo y colaborativo.

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