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Revista Iberoamericana de Educación
Número 12 - Educación y Gobernabilidad Democrática

La participación política como generadora de educación cívica y gobernabilidad

Rafael del Águila (*)

(*) Rafael del Águila Tejerina es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid, España.
«... nos preocupamos a la vez de los asuntos privados y de los públicos, y gentes de diferentes oficios conocen suficientemente la cosa pública; pues somos los únicos que consideramos no hombre pacífico, sino inútil, al que nada participa en ella».
(Tucídides: «Oración Fúnebre de Pericles», Historia de la Guerra del Peloponeso, II,40).

Me ocuparé en este breve trabajo de la participación política como generadora de educación cívica y de gobernabilidad y trataré de señalar algunos de los problemas que derivan de esa relación.

Intuitivamente parece que existe un fuerte vínculo entre la participación política, la educación cívica y la gobernabilidad. Tendemos a pensar que si una población participa activamente en la cosa pública, esto produce casi de inmediato beneficios directos: 1) para el sistema político democrático del que se trate (aumenta la gobernabilidad, estabilidad, etc.) y 2) para los ciudadanos y su capacidad de juzgar adecuadamente los asuntos políticos. La existencia de estos beneficiosos vínculos, sin embargo, no resulta tan sencilla de demostrar ni es objeto de consenso entre los estudiosos. Trataré de explicar muy breve y superficialmente algunos de los problemas que se derivan de la citada relación.

1. Ciudadanía, autonomía y juicio político

Existe lo que creo es uno de los primeros documentos que argumentan en favor de la justificación de la participación democrática en la historia de la teoría política. Se trata de un texto del sofista Protágoras1 en el que sostiene, contra la opinión de Sócrates, que todos los ciudadanos deben participar en el gobierno de la ciudad, puesto que todos ellos poseen igual competencia política e igual capacidad de juicio para los asuntos políticos. En efecto, el sentido moral y el sentido de la justicia son compartidos por todos los ciudadanos, y esto les permite participar, deliberar, discutir y decidir sobre lo público. Debido a que todos poseemos lo que provisionalmente llamaremos capacidad de juicio político (la combinación de sentido moral y justicia), todos podemos y debemos participar. Es la capacidad de juicio la que nos iguala. Es la posesión de esa capacidad la que justifica un sistema político democrático.

Es curioso que la teoría política haya dedicado, comparativamente hablando, poca atención a este tema y a esa justificación. Y todavía resulta más curioso que la idea sofista, convenientemente invertida, haya servido como argumento para procurar la exclusión y el cierre de la esfera pública.

En efecto, cuando, no hace tanto tiempo, se excluía a los trabajadores del derecho al voto o cuando se negaba el sufragio a la mujer o cuando se relegaba a la condición de paria político a una minoría racial (o a una mayoría racial), la razón para hacerlo siempre era la misma: esos grupos sociales carecían de capacidad de juicio político. De hecho, hoy seguimos utilizando esta argumentación para justificar exclusiones que consideramos razonables: los niños o los locos. ¿Por qué excluimos a niños y a locos? Porque suponemos que su incapacidad para el autogobierno les excluye del gobierno común. Y este fue casi siempre el caso de las exclusiones antedichas: a las mujeres, por ejemplo, se les negaba autonomía individual tanto o más que capacidad de participación política; si los trabajadores no poseían otra propiedad que su fuerza de trabajo, esa era razón suficiente para demostrar su falta de autonomía en la esfera económica, que tenía como consecuencia la exclusión de la esfera política, etc.

2. La perspectiva antiparticipativa liberal-conservadora

Este tema resulta complicado. Incluso entre liberales partidarios fuertes de la autonomía individual, se ha dudado de que la igualdad de juicio político existiese realmente y de que, caso de existir, su uso generalizado fuera conveniente. Así, Jeremy Bentham consideraba que cada uno es el mejor juez de sus propios intereses, pero eso no fue óbice para que recomendara formas de sufragio fuertemente restringidas. John Stuart Mill, por su lado, afirmaba que era preferible equivocarse por uno mismo que acertar siguiendo los dictados ajenos, pero al tiempo consideraba más conveniente una forma de sufragio cualificado que el sufragio universal. Contemporáneamente, Joseph Schumpeter o Giovanni Sartori creen que, debido a la complejidad de los asuntos políticos y al tipo de conocimiento especializado que requieren, un cierto grado de apatía entre los ciudadanos debe ser bienvenido en cualquier democracia representativa e, igualmente, que las decisiones políticas básicas y cruciales deben ser dejadas en manos de nuestros representantes2 .

La idea de implicación política siempre ha levantado sospechas entre los conservadores, que creían -y creen- que la participación intensiva de la ciudadanía divide profundamente a la sociedad en demandas, ambiciones y necesidades excluyentes. El faccionalismo y el conflicto son sus corolarios. Por lo demás, las masas de ciudadanos serían, en ese supuesto, manipuladas fácilmente por demagogos, como, por ejemplo, ocurrió en los años de la república de Weimar. Y, en este caso, los índices de participación señalarían, no a la fortaleza, sino, precisamente, a la debilidad del régimen democrático. La alta participación sería, pues, señal de insatisfacción o de deslegitimación del sistema e impactaría negativamente en la gobernabilidad.

Todo ello, según esta perspectiva, aconsejaría como más razonable para lograr gobernabilidad el uso de herramientas tales como la representación, los políticos profesionales, los expertos. El sistema representativo proveería de salidas a estas dificultades mediante la interposición de unas elites encargadas de agregar y articular intereses y demandas. Después de todo, lo importante para el liberal, en este caso, sería garantizar el ejercicio de la libertad individual, no la participación o el juicio político ciudadano.

Así, para la tradición liberal-conservadora se trataría de dar cabida al individualismo moderno, comprendiendo la democracia no como una forma de vida participativa, sino como un conjunto de instituciones y mecanismos que garantizaran a cada individuo la posibilidad de realizar sus intereses sin interferencia o con el mínimo de interferencia posible. Cada uno, movido por el autointerés, tratará de promocionar sus deseos, conectarlos con los de otros y hacerlos presentes, mediante agregación, en el proceso de toma de decisiones. Y, así por ejemplo, los partidos políticos serían maquinarias, no de participación, sino de articulación y agregación de intereses. El bien público consistiría en el total (o el máximo) de los intereses individuales seleccionados y agregados de acuerdo con algún principio legítimo justificable (por ejemplo, el principio de mayoría).

El tipo de ciudadano que se promueve desde esta visión está alejado del ideal participativo. Se supone, además, que el ciudadano liberal descrito es una construcción más realista. Básicamente porque: 1) parece más fácil comprender los propios intereses que el bien común, 2) los incentivos para participar se hallan más ligados al egoísmo de promocionar el propio interés que al logro del interés general, y 3) la promoción del propio interés asegura el incentivo para los mínimos de participación requeridos en una democracia3 . Esto conduce a la creación de una categoría de ciudadano en términos ligados a los intereses de los individuos. Como consecuencia, la actividad política y la participación pública se desincentivan al tiempo que se profesionalizan. Y esto es así, según la visión liberal, porque lo que resulta importante para la autorrealización no tiene conexión con la participación política, sino con el autodesarrollo en la esfera privada o profesional y con el control de los mecanismos de agregación de intereses. Ese control estaría ligado a la existencia de elecciones en las que los individuos, armados con el conocimiento de sus propios intereses e informados suficientemente respecto de las alternativas, eligen entre productos políticos en competición y los sujetan a su control en la elección subsiguiente. Esta comprensión de la ciudadanía no exige su participación, sino que recomienda un prudente equilibrio entre participación y apatía como una fórmula al tiempo “barata” y eficiente de gestión de la complejidad.

Carlos Marx ya advirtió que este cambio de acento, centrado ahora en los intereses, los derechos y las libertades individuales, acabaría concretándose bajo el capitalismo en la defensa de los derechos de propiedad, olvidando todo lo demás. Y hay que confesar que lo que Margaret Thatcher o Ronald Reagan dijeron después se parece bastante al reproche marxiano: la nueva derecha enfatiza los derechos de propiedad y seguridad a expensas de la participación y la libertad política. Desde este punto de vista, de lo que se trata es de conseguir un gobierno eficiente y justo, y tal objetivo será mejor servido por un pequeño grupo de políticos, burócratas y representantes, con el mínimo de interferencias, que por el uso generalizado de las habilidades de juicio ciudadano a través de la participación.

La teoría elitista de la democracia ha tratado de fundamentar empíricamente el punto de vista liberal- conservador. Sus hallazgos han sido, en cierto sentido, demoledores para el ideal participativo: los ciudadanos son profundamente apáticos, ignoran los temas políticos de debate más importantes, no desean participar, no poseen el necesario conocimiento de los asuntos políticos, prefieren centrar su autodesarrollo personal en la esfera privada o en la esfera profesional, resienten negativamente el «imperialismo» del rol político, etc. Dicho de otro modo: los ciudadanos de nuestras democracias no poseen juicio político ni aspiran a desarrollarlo y, para procurar gobernabilidad, estabilidad y democracia, de lo que se trata es de: 1) difundir el valor de la tolerancia política entre los ciudadanos y la responsabilidad entre las elites, y 2) establecer marcos institucionales que garanticen ciertas reglas del juego. Pero en ningún caso resultaría conveniente impulsar o incentivar excesivamente la participación directa de los ciudadanos en los asuntos políticos. De hecho, el establecimiento institucional de canales de participación, que raramente son utilizados por la ciudadanía, refuerza este prejuicio liberal: el equilibrio entre participación moderada y apatía, unido a reglas de tolerancia y protección de derechos, produce gobernabilidad; la incentivación de la participación extensiva produce inestabilidad, intolerancia, sobrecarga del sistema, etc.

Y esta tesis se entiende como más adecuada todavía en los casos de regímenes democráticos jóvenes que recientemente han experimentado una transición desde el autoritarismo. En efecto, ahora parecería que una desincentivación de la participación extensiva, un cierto grado de apatía, la desmovilización de algunos de los sectores más fuertemente implicados en el proceso de transición, la cesión de amplias esferas de poder a los representantes, la extensión de valores como la tolerancia, la búsqueda de éxito individual, la privatización de las diferencias entre la población, etc., producirían más gobernabilidad que sus contrarios.

Sin embargo, ¿no estaríamos en este supuesto creando alienación política en la mayoría de los ciudadanos? ¿no sería el alejamiento de la ciudadanía respecto de la participación política más peligrosa, a la larga, para la gobernabilidad que sus contrarios? Al menos así lo cree la perspectiva de análisis opuesta a la reseñada.

3. La perspectiva democrático-participativa

En contraposición a la perspectiva liberal-conservadora, la democrático-participativa intenta, precisamente, incentivar la participación y, a través de ella, desarrollar el juicio político ciudadano.

Allí donde hayan de tomarse decisiones que afecten a la colectividad, la participación ciudadana se convierte en el mejor método (o el más legítimo) para hacerlo. Y no es únicamente que la participación garantice el autogobierno colectivo y, por ende, aumente la gobernabilidad. Además, como ya se ha aludido más arriba, produce efectos políticos beneficiosos ligados a la idea de autodesarrollo de los individuos. Para los griegos era la participación en el autogobierno la que convertía a los seres humanos en dignos de tal nombre. La discusión, la competencia pública y la deliberación en común de ciudadanos iguales colaboraban a la dignidad de los participantes y a la construcción ordenada y pacífica del bien colectivo. Para los humanistas del Renacimiento el compromiso con la vita activa constituía el vínculo comunitario creador de virtud cívica. Para Tocqueville, en fin, la implicación ciudadana en todo tipo de asociaciones (civiles, sociales, políticas, económicas, recreativas, etc.) constituía un rasgo distintivo del régimen democrático. Para John Stuart Mill o John Dewey la democracia no era únicamente un sistema de reglas e instituciones, sino un conjunto de prácticas participativas dirigido a la creación de autonomía en los individuos y a la generación de una forma de vida específica. Los partidarios contemporáneos de la democracia «fuerte» o «expansiva» aspiran igualmente a hacer de la participación el centro de gravedad de sus argumentaciones.

En general, la participación es un valor clave de la democracia según esta tradición. Y esa posición privilegiada se legitima en relación con tres conjuntos de efectos positivos. Primero, la participación crea hábitos interactivos y esferas de deliberación pública que resultan claves para la consecución de individuos autónomos. Segundo, la participación hace que la gente se haga cargo, democrática y colectivamente, de decisiones y actividades sobre las cuales es importante ejercer un control dirigido al logro del autogobierno y al establecimiento de estabilidad y gobernabilidad. Tercero, la participación tiende, igualmente, a crear una sociedad civil con fuertes y arraigados lazos comunitarios creadores de identidad colectiva, esto es, generadores de una forma de vida específica construida alrededor de categorías como bien común y pluralidad.

La combinación de estos tres efectos positivos resulta favorecedora del surgimiento, en esta forma de vida, de otros importantes valores: creación de distancia crítica y capacidad de juicio ciudadano, educación cívica solidaria, deliberación, interacción comunicativa y acción concertada, etc. En una palabra, la forma de vida construida alrededor de la categoría de participación tiende a producir una justificación legítima de la democracia, basada en las ideas de autonomía y autogobierno.

Los ciudadanos serán juiciosos, responsables y solidarios, únicamente si se les da la oportunidad de serlo mediante su implicación en diversos foros políticos de deliberación y decisión. Y cuantos más ciudadanos estén implicados en ese proceso, mayor será la fortaleza de la democracia, mejor funcionará el sistema, mayor será su legitimidad, e, igualmente, mayor será su capacidad para controlar al gobierno e impedir sus abusos. La participación creará mejores ciudadanos y quizá simplemente mejores individuos. Les obligará a traducir en términos públicos sus deseos y aspiraciones, incentivará la empatía y la solidaridad, les forzará a argumentar racionalmente ante sus iguales y a compartir responsablemente las consecuencias (buenas y malas) de las decisiones. Y estos efectos beneficiosos de la participación se conjugan con la idea de que la democracia y sus prácticas, lejos de entrar en conflicto con la perspectiva liberal, son el componente indispensable para el desarrollo de la autonomía individual que presumiblemente aquellas instituciones quieren proteger4 . Dicho de otro modo, existe una conexión interna entre participación, democracia y soberanía popular, por un lado, y derechos, individualismo y representación, por otro. Esa conexión se apreciaría, por ejemplo, en el hecho de que estas últimas constituyen precisamente las condiciones legal-institucionales bajo las cuales las variadas formas de participación y deliberación política conjunta pueden hacerse efectivas5 .

Así pues, la participación ahora se contempla desde el punto de vista de sus efectos beneficiosos en la creación de mutuo respeto, de comunalidad, de confianza interpersonal, de experiencia en la negociación, de desarrollo de valores dialógicos, de habilidades cognitivas y de juicio; en definitiva, de autodesarrollo personal en la multiplicidad de esferas públicas que la democracia pone al alcance de los ciudadanos. De hecho, el autodesarrollo personal es descrito aquí, en buena medida, en términos de autodesarrollo moral6 .

En esta etapa de fin de milenio que hace coincidir la universalización de la democracia liberal con altísimos grados de corrupción política y de deslegitimación de los sistemas, el demócrata participativo ve en la implicación política de la ciudadanía la única salida. Es hoy casi un lugar común en muchos sistemas democráticos la idea de que resulta necesario reforzar la sociedad civil y los lazos cívicos que ésta crea. El demócrata participativo aspira a seguir esa línea y a construir nuevos y variados ámbitos de participación democrática institucional y no institucional.

De hecho, existe evidencia empírica de que el retrato del ciudadano ofrecido por el liberal-conservador no es del todo exacto. No es que la apatía sea funcional, es que no hay que confundir un seguimiento «de segundo orden» de la política con mera pasividad. En las circunstancias adecuadas, los ciudadanos reaccionan y se movilizan en defensa de sus intereses políticos y de lo que creen justo o necesario. Además, la débil voluntad de participación a veces refleja defectos del sistema, pues la utilidad de la participación para los ciudadanos no siempre es evidente. Así pues, cuanto mayores sean las expectativas de que la implicación política obtendrá resultados, mayor será la participación. Por último, el pluralismo de intereses y opiniones existente en nuestras sociedades hace que la participación no siempre deba seguir la senda institucional, sino que se disperse en una miríada de ámbitos, no exclusivamente relacionados con la política institucional, que acojen las aspiraciones políticas ciudadanas cuando otros lugares (los partidos, por ejemplo) ya no parecen los apropiados para hacerlo7 .

De hecho, los partidos políticos han sufrido una importante crisis en su conexión con su función de canales de participación ciudadana. Veámoslo con algún detalle.

Hubo un tiempo en el que los partidos políticos pudieron aspirar, al menos parcialmente, a justificar su existencia a través de ese valor de la participación. Durante buena parte de los siglos XIX y XX los partidos de masas incentivaban y catalizaban la participación. En tanto que organizaciones políticas, aspiraban a promover la educación política o la discusión sobre decisiones y procesos colectivos o la explicación deliberativa de las opciones y alternativas políticas, etc. También, a crear una «cultura» propia, a desarrollar ciertos valores y hábitos, a generar prácticas de solidaridad y ayuda mutua, a aumentar la capaciad de juicio político de los ciudadanos, etc. La lucha por la extensión del sufragio se unía así a la creación de «sentido de comunidad» en el seno de las organizaciones de partido. Según el discurso prevaleciente, los partidos podían funcionar como catalizadores de la participación y como canales a través de los cuales el pueblo soberano ejercía su soberanía.

Pero esta imagen y estos partidos no han sobrevivido al paso del tiempo. Aunque gran parte del discurso político que trata de legitimarlos (o sea, de ligar sus funciones a valores queridos para nosotros) continúa describiendo sus actividades de acuerdo con la imagen recién apuntada, la trasformación de sus funciones dificulta extraordinariamente esa tarea. Es cierto que siguen siendo una pieza fundamental en el entramado institucional de las democracias, y también lo es que a través de ellos los ciudadanos pueden hacerse presentes como unidad de acción efectiva en el proceso de toma de decisiones. Pero también es verdad que su conversión en maquinarias electorales ha roto con sus tendencias participativas y ha modificado sus funciones. Junto a cambios que no podemos detallar aquí (transformaciones en la estructura de clases, etc.), la transformación institucional y electoralista de los partidos tiende a convertir a éstos en organizaciones desincentivadoras de la participación. Y esto en dos sentidos: 1) tanto en lo que hace a su intento de monopolizar y disciplinar movimientos participativos que suceden al margen de su control, 2) como en lo que se refiere a los mecanismos de participación interna de los afiliados y simpatizantes. En ambas zonas los partidos intentan controlar «desde arriba» los procesos, siendo su preocupación máxima lograr una cierta estabilidad en la participación. Es decir, una especie de equilibrio entre participación y apatía que les garantice el control de esos procesos. Las razones esgrimidas para ello son variadas, pero lo cierto es que parecen encontrar eco en la población, puesto que ésta castiga severamente en las elecciones a aquellas organizaciones de partido en las que cree advertir fuertes disensiones internas (debidas, según algunos, a un exceso de democracia y participación en el seno de la organización).

En opinión de J.J. Linz8 , esto sugeriría que modelos como el schumpeteriano estarían en lo cierto: en la actualidad, lo que el ciudadano vota es a un primer ministro y a un gobierno y al partido que les apoya. Los partidos no son mecanismos incentivadores de la participación política, sino alternativas electorales. Pero este hecho, nos recuerda Linz, conduciría a la depreciación de la discusión, de los debates internos y de la formación colectiva y democrática de opiniones en el seno de los partidos. E, igualmente, crearía las condiciones para la subordinación oligárquica de los partidos a los gobiernos y de los gobiernos a sus líderes9 . Todo parece colaborar, pues, a esta tendencia antiparticipativa y, por tanto, a contribuir a debilitar los lazos legitimantes de los partidos con la categoría de participación.

Así pues, la participación en la tradición democrático-participativa no debe ser entendida en términos exclusivamente institucionales o ligada de manera excesiva a los partidos como canales de participación. Sin embargo, su valor esencial como mecanismo de educación cívica quedaría intocado para esta perspectiva, pese a las dificultades de convertir en prácticas institucionales lo que se extiende a otros ámbitos no institucionales de tomas de decisión. De hecho, hay quien opina10 que esos nuevos lugares de participación, tales como el movimiento feminista o el movimiento ecologista, pueden resultar de enorme importancia para el desarrollo de una ciudadanía crítica y con capacidad de juicio autónomo.

4. Educación cívica y valores políticos

Así pues, los demócrata-participativos creen que la participación origina toda una serie de elementos y valores extraordinariamente provechosos para la ciudadanía y su educación cívica, con un impacto muy positivo en la gobernabilidad del sistema a través de su democratización. En contraposición a esto, los liberales más o menos conservadores señalan las ventajas del sistema representativo, de un cierto grado de desimplicación ciudadana, de una cultura política más centrada en la autonomía individual, en la tolerancia y en las instituciones, que en la participación directa.

Es evidente que para ambos puntos de vista la educación cívica es importante, aun cuando los valores y actividades asociados a ella podrían ser muy diferentes si asumimos una u otra perspectiva.

Si asumimos la perspectiva liberal, el valor de la tolerancia se convierte en crucial. Los liberales confían en poder articular un Estado neutral entre las distintas concepciones del bien (al estilo de John Rawls, por ejemplo), que sea capaz de crear tolerancia negativa y desimplicada, una tolerancia pragmática que no exigiría más que una actitud de «vivir y dejar vivir» entre los ciudadanos11 . Esto explicaría, entre otras cosas, que los liberal-conservadores tendieran a ver el problema de la educación cívica en términos “privados” o familiares, es decir, en términos en los que lo único que se exigiría de un ciudadano sería el desarrollo de sus propias inclinaciones culturalmente valorativas en esferas privatizadas, y donde lo público apareciera como un ámbito de tolerancia mutua. Aun tratándose de una perspectiva que parece ajustarse bastante bien a algunos rasgos de la ciudadanía realmente existente, hay quien se queja de lo que podríamos llamar la “insoportable levedad del liberalismo” a este respecto. Es decir, para algunos, esto supondría una extrema “delgadez cívica” en los principios definidores de la ciudadanía liberal12 , que basándose en una definición de reglas mínimas de participación y tolerancia, no tendería a la ampliación de las bandas participativas ni a la incorporación a los programas públicos de enseñanza de ciertas actividades destinadas a la creación de hábitos de diálogo y deliberación conjunta.

Quizá por esa razón, los demócrata- participativos son más exigentes con la educación cívica, y aspiran a elevar el tono de la ciudadanía mediante la participación y la creación, a través de ella, de mutuo respeto y no discriminación13 . O sea, categorías más densas que la de tolerancia, como las de mutuo respeto y no discriminación, sólo serían susceptibles de diseminarse socialmente mediante prácticas deliberativas emprendidas en común por los ciudadanos14 . Pero esta exigencia comportaría tanto la necesidad de incentivar la participación extensiva a todas las zonas de la sociedad civil, como la necesidad de diseñar programas educativos estatales y globales que incidieran positivamente en el tipo de valores que se trata de incentivar (deliberación conjunta, mutuo respeto, solidaridad, etc.).

En todo caso, conviene no sobrecargar demasiado la categoría de participación ciudadana, sobre todo para no convertirla en una visión en exceso moralizante e irrealista. Y ¿cómo evitar la sobrecarga? Yo diría que para contestar a esta pregunta es necesario acudir a recientes formulaciones sobre el concepto de ciudadanía15 . O sea, es necesario construir un concepto intermedio de ciudadanía capaz de recoger con realismo las exigencias mínimas de lo que debe ser un ciudadano democrático, sin sobrecargarle demasiado de deberes cívicos y sin convertirle en un concepto vacío16 . Por decirlo con Robert Dahl, necesitamos un “good enough citizen”.

Para empezar, ese ciudadano «intermedio» debe construir su autonomía como ciudadano «reactivo», es decir, debe participar directamente reaccionando ante lo intolerable cuando así lo aconseje su juicio político. Si los mecanismos institucionales rutinarios fracasan, la acción ciudadana dirigida a restaurar la sociedad democrática a sus fundamentos morales se hace ineludible. Lo que John Rawls llamaba «reinvigorate the public sense of justice» es justo lo que obliga al «good enough citizen» a la acción participativa en cualquiera de sus variantes. Esta «obligación participativa mínima» es ineludible por razones ligadas a la autoidentidad de una sociedad democrática. No se trata aquí de intereses sino en un sentido simbólico: la acción reactiva frente a la injusticia y lo intolerable, esté o no ligada al autointerés, es siempre algo más que el mero autointerés. Es también -y fundamentalmente- la protección del «interés» en vivir en un mundo que sea posible legitimar de acuerdo con nuestros valores centrales. Si algún suceso rompe la coherencia de la autodescripción, la participación reactiva debe restaurar los mínimos de coherencia. En este sentido, el ciudadano reactivo es, ante todo, un buen juez. Un juez crítico que utiliza su reflexividad sobre los valores públicos y se constituye así en intérprete crítico de la realidad política que le rodea.

Pero para realizar esas funciones críticas, se requiere un aumento de la capacidad cognitiva del ciudadano. No se trata ya de que participe directamente sino de que sea capaz de juzgar directamente (deliberativamente) las más diversas realidades. De que sea capaz, como recomienda Robert Dahl, de empatía con los otros y sus problemas. Que sea capaz, cabría añadirse, de empatía con las decisiones de sus representantes, esto es, de pensar poniéndose en su lugar. De hecho, lo que se exige a cualquier ciudadano en cualquier democracia es empatía con aquellos que toman decisiones en su nombre como vía para juzgarles. Incluso la más delgada teoría económica de la democracia, basada en la comprensión de los actores en términos de intereses, requiere de este concepto de empatía si quiere comprender la accountability de los procesos electorales. Esta condición del juicio empático es, en esta variante de ciudadano, el lugar de desarrollo de la autonomía. Los ciudadanos son autónomos si logran desarrollar su juicio político y juzgan mediante empatía. La tradición republicana democrática asociaba esta virtud con la participación política. La tradición liberal puede asociar el desarrollo del juicio político a otras esferas y actividades17 , pero no puede escapar de él sin eliminar al tiempo los fundamentos mismos de la democracia (incluso entendida en términos mínimos).

5. Algunos problemas pendientes

No obstante, en este punto surgen algunos problemas que es necesario aludir antes de terminar.

1. El problema del multiculturalismo: En efecto, como ya es claro a estas alturas, el programa de educación cívica democrático y participativo es fuertemente valorativo y moral. Aspira a la formación de un tipo muy específico de ciudadano, con rasgos extraordinariamente peculiares: autonomía, deliberación, juicio, etc. Y el good enough citizen no es distinto a este respecto. Esto parece alejarnos de la diversidad o, al menos, de poner en marcha procesos de homogeneización cultural democrática que podrían eventualmente ser considerados como negativos para la conservación de las diferencias culturales, religiosas, etc. El modelo liberal- conservador parece ajustarse mejor a la idea de tolerancia, al «vivir y dejar vivir» con el que su misma «delgadez» le relaciona. Es, por tanto, necesario en este punto establecer un equilibrio entre el mantenimiento de los lazos comunitarios ligados a la solidaridad fuerte o a la capacidad de juicio deliberativa (del demócrata participativo) y la tolerancia individualista y de intereses (del liberal-conservador).

2. El problema de los límites del pluralismo: Ahora bien, si se trata de enseñar a los niños en el sistema educativo, y a los ciudadanos en las esferas de participación, valores tales como autonomía, mutuo respeto, deliberación conjunta, etc., es con el objetivo de establecer lo que John Rawls18 llamaría una sociedad bien ordenada. Y si esto es así, necesariamente ciertas formas de vida culturalmente diferenciadas (aquellas basadas en la intolerancia, por ejemplo) deben ser eliminadas de cualquier idea de “pluralismo razonable”19 . El problema está en poner ciertos límites al pluralismo y, por tanto, en circunscribir el tipo de valores que resultan compatibles en una ciudadanía liberal democrática. La tarea, entonces, es localizar esos límites y el núcleo específico e irrenunciable de valores ciudadanos liberal-democráticos. Y tal actividad debe producirse en el ámbito de la discusión y la deliberación ciudadana, ya que no existe ningún otro lugar en el que esa tarea pudiera llevarse a cabo.

3. El problema del tipo de participación: Pero aún hay algo más: ¿Es cierto que la participación produce aquellos valores en todos los casos? ¿No es más cierto que es un tipo específico de participación el que los engendra? ¿No es verdad que ciertas prácticas políticas participativas, lejos de incentivar el respeto mutuo, la deliberación conjunta, la no-discriminación, lo que incentivan es el cálculo, la estrategia, las categorías «amigo/enemigo», la descalificación moral del adversario político, es decir, la intolerancia? Es cierto que la política no es únicamente una actividad comunicativa y deliberativa, sino también fuertemente estratégica. Tales aspectos estratégicos de la política son ineludibles: una adecuada educación cívica debería asumirlos y no intentar cerrar los ojos ante su presencia. Quizá lo que quede por hacer a este respecto sea abordar la cualificación de la participación. Esto es, abordar un análisis pormenorizado y comparado de los tipos de ambientes participativos, establecer diferencias entre participación institucional (en partidos políticos, por ejemplo), cuasi institucional (sindicatos, por ejemplo), no institucional (movimientos sociales, por ejemplo), informales voluntarios (asociaciones culturales o recreativas, por ejemplo), etc. Se hace igualmente necesaria la clarificación del vínculo entre participación en alguno de estos ámbitos y creación de valores y cultura política con perfil específico (más o menos estratégica, más o menos vinculada a la tolerancia o al respeto mutuo o a la no discriminación, etc.).

4. Participación, gobernabilidad y procesos de regionalización e internacionalización de la política: En la misma línea, parece hacerse necesaria la incentivación de valores políticos entre los ciudadanos capaces de reflejar y hacerse cargo de los distintos procesos políticos «superadores» del marco nacional-estatal. Se hace, pues, conveniente la inculcación a los ciudadanos de valores políticos asociados a visiones más cosmopolitas, más favorecedoras de la creación de interdependencias regionales, etc. Valores que indirectamente tienen impactos muy positivos en una gobernabilidad cada día más dependiente de ese tipo de procesos políticos, económicos, etc., regionales e internacionales. Y valores que, igualmente, nos conducen hacia versiones no nacionalistas ni cerradas de nuestras relaciones con los otros.

Notas

(1) Ver Platón: Protágoras, trad. esp. J. Calonge Ruiz, E. Lledó, C. García Cual, Gredos, Madrid, 1985, 332b-e.

(2) Un tratamiento más extenso de algunos de estos problemas en R. del Águila: «Epílogo. El centauro transmoderno: liberalismo y democracia en la democracia liberal», en F. Vallespín ed: Historia de la Teoría Política, vol. VI, Alianza, Madrid, 1995.

(3) Ver R. Dahl: «The Problem of Civic Competence», Journal of Democracy, 3, 1992, p. 47.

(4) Ver, por ejemplo, M. Warren: «Democratic Theory and Self-Transformation», American Political Science Review, 86, 1, March 1992.

(5) Ver, por ejemplo, J. Habermas: «Human Rights and Popular Sovereignty: The Liberal and Republican Versions», Ratio Juris, 7, 1, March 1994.

(6) Ver R.A. Dahl: Democracy and its Critics, Yale University Press, New Haven & London, 1989, p. 104.

(7) Ver algunos comentarios en esa dirección en D. Heater: Citizenship: The Civic Ideal in World History, Politics, and Education, Longman, London & New York, 1990, pp. 214ss.

(8) Ver J.J. Linz: «Los problemas de la democracia y la diversidad de las democracias», Discurso de investidura de Doctor Honoris Causa, Universidad Autónoma de Madrid, 1992.

(9) Ver estas reflexiones ligadas a los procesos de transición en N. Bermeo: «Sacrifice, Sequence and Strength in Successful Dual Transitions: Lessons from Spain», Journal of Politics, 56, 1994.

(10) Ver, por ejemplo, C. Offe: Contradictions of the Welfare State, The MIT Press, Cambridge, 1984, capítulo 11.

(11) La idea de Estado neutral en J. Rawls: A Theory of Justice, Harvard University Press, Cambridge Mass, 1971. En todo caso, ésta es una idea revisada en J. Rawls: Political Liberalism, Columbia University Press, New York, 1993. No podemos entrar aquí en matices importantes de la evolución de Rawls en este punto.

(12) Ver A. Guttman: «Undemocratic Education», en N.L. Rosemblum (ed.): Liberalism and the Moral Life, Harvard University Press, 1989, p. 74: «...we educate rational shoppers but not good people or virtuous citizens».

(13) Ver, por ejemplo, A. Guttman: Democratic Education, Princeton University Press, Princeton, New Jersey, 1987; R. Beiner: What is the Matter with Liberalism?, University of California Press, Berkeley & Los Angeles, 1992.

(14) Ver, por ejemplo, J. Rawls, op.cit; A. Guttman: «Civic Education and Social Diversity», Ethics, 105, April, 1995; J. Habermas: «Three Normative Models of Democracy», Constelations, 1,1, 1994.

(15) En lo que sigue, ver R. Dahl: «The Problem of Civic Competence», cit; M.L. Gross: «The Collective Dimensions of Political Morality», Political Studies, 42, 1993; S. Burtt: «The Politics of Virtue Today: A Critique and a Proposal», American Political Science Review, 87, 1993; G.E. Rusconi: «Razionalità Politica, Virtù Civica e Identità Nazionale», Rivista Italiana de Sciencia Politica, 24, 1994.

(16) Desde el análisis empírico se han construido también categorías intermedias interesantes y que, en algunos aspectos, se definen en términos paralelos a los que se verán en el texto más adelante. Ver G. Sani: «Comportamiento de Masas y Modelos de Ciudadano», Revista del Centro de Estudios Constitucionales, 13, 1992 y G. Sani: «Ciudadanos y Sistema Político: Participación y Cultura Política de Masas en Italia», Revista de Estudios Políticos, 79, 1993.

(17) Por ejemplo, podría asociarla al hogar (porque la igualdad entre los géneros lo permite), a la vida profesional (pese a las jerarquías que la gobiernan), a la vida social y recreativa (el grupo de amigos puede cumplir importantes funciones de desarrollo del juicio político), etc.

(18) Ver J. Rawls, op.cit.

(19) Ibidem, p. 197, donde se afirma que una sociedad liberal justa deja más espacio que ninguna otra al florecimiento del pluralismo, pero que no existe orden social alguno que no suponga exclusión de ciertas formas de pluralismo, y en eso la sociedad liberal justa no es una excepción.

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