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Revista Iberoamericana de Educación
Número 10 - Evaluación de la Calidad de la Educación

La evaluación de los sistemas educativos1

Alejandro Tiana (*)

(*) Alejandro Tiana Ferrer es profesor titular de Historia de los Sistemas Educativos Contemporáneos de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), de España. En la actualidad es Director del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación (INCE) del Ministerio de Educación y Ciencia de España.

No cabe duda de que el término «evaluación» es hoy moneda de uso común en cualquier discurso educativo. Con una u otra acepción, asociada a una diversidad de prácticas e impulsada por distintas estrategias políticas, la evaluación suscita un creciente interés en los sistemas educativos contemporáneos.

Fruto de ese interés cada vez más extendido ha sido la notable expansión registrada por la evaluación educativa en los últimos veinticinco años.

1. El interés actual por la evaluación de los sistemas educativos

Sin necesidad de remontarse a las primeras etapas en el desarrollo de la evaluación como disciplina y como práctica profesional, baste recordar el fuerte impulso que recibió en los Estados Unidos durante los años sesenta, primero como consecuencia de la aprobación de la Primary and Secondary Education Act en 1965, gracias a una enmienda encaminada a asegurar la evaluación de los programas puestos en práctica en aplicación de la misma, y posteriormente bajo la influencia de los debates generados por la publicación del Informe Coleman, en 1968. La demanda de respuestas objetivas y fiables a las cuestiones suscitadas acerca del sistema educativo estadounidense favoreció la canalización de notables recursos económicos hacia las actividades de evaluación, produciendo como consecuencia un gran impacto sobre su desarrollo académico y profesional. La evaluación educativa experimentaría así un apreciable desarrollo a partir de finales de la década de los sesenta, cuya influencia se haría sentir progresivamente en otros países.

Mientras en los Estados Unidos se producía ese proceso, en el ámbito internacional se ponían en marcha otras iniciativas que se orientaban en la misma dirección. Entre ellas cabe destacar, por su envergadura y por su extensión temporal y geográfica, la constitución de la International Association for the Evaluation of Educational Achievement (I.E.A.), dedicada a promover y realizar estudios internacionales de evaluación educativa (Degenhart, 1990). Su noción del mundo como un «laboratorio educativo», cuya formulación se debe en buena medida a Torsten Husen, se reveló fructífera y capaz de inspirar un importante número de proyectos. El interés antes mencionado por la evaluación se ha manifestado también en este ámbito: si en los primeros estudios realizados en los años sesenta y setenta el número de participantes oscilaba entre seis y quince países, en los más recientes (Reading Literacy Study y Third International Mathematics and Science Study) toman parte entre treinta y cuarenta. No es casual que la práctica totalidad de los países desarrollados participen en la Asociación.

Otro elemento en apoyo de esta observación acerca del creciente interés por la evaluación de los sistemas educativos se encuentra en la experiencia de construcción de indicadores internacionales de la educación por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (O.C.D.E.). Así, en los años setenta dicha organización, que agrupa a los países con economías más desarrolladas, inició un proyecto con esa finalidad, en conexión con un intento más ambicioso de construcción de indicadores sociales cualitativos, que se saldó con un relativo fracaso. Las limitaciones del proyecto, las fuertes críticas que recibió y la parquedad de sus resultados demostraron su carácter prematuro (Nuttall, 1992). Sin embargo, a finales de los años ochenta, la O.C.D.E. retomó la idea y puso en marcha el Proyecto denominado INES, de Indicadores Internacionales de la Educación, que ha alcanzado un eco considerable. Hasta el momento, el proyecto ha producido tres volúmenes de indicadores bajo el nombre de Education at a Glance / Regards sur l’éducation, un conjunto de publicaciones de carácter teórico-práctico que incluye las visiones más actuales sobre la construcción y el cálculo de indicadores en diversos dominios educativos, además de originar una amplia red de especialistas y un conjunto relevante de conocimientos (CERI, 1994).

La experiencia de un buen número de países confirma lo que los anteriores ejemplos no hicieron sino esbozar. Así, desde finales de los años ochenta y durante los noventa se han puesto en marcha mecanismos institucionales, centros u organismos de evaluación de los sistemas educativos de países como Francia, Suecia, Noruega, España, Argentina o Chile; se han desarrollado planes sistemáticos de evaluación en el Reino Unido, Holanda, Francia, Argentina, Chile, República Dominicana o México; se han elaborado indicadores nacionales de la educación en Estados Unidos, Francia, Dinamarca o Suiza. Aun sin ánimo de ser exhaustivos, se comprueba fácilmente que el interés a que antes se aludía no deja de extenderse por regiones muy diversas. También los organismos internacionales han reaccionado a dicho ambiente, poniendo en marcha programas vinculados al desarrollo de las políticas de evaluación educativa. Tanto la ya mencionada O.C.D.E. como la UNESCO, la Unión Europea o la Organización de Estados Iberoamericanos, OEI, han traducido dicho interés en proyectos concretos.

Esta evolución y esta expansión han implicado importantes transformaciones en la concepción y en la práctica de la evaluación. En primer lugar, habría que hablar de cambios conceptuales, entre los que el ejemplo paradigmático es la sustitución de nociones monolíticas por otras pluralistas, y el abandono de la idea de una evaluación libre de valores. En segundo lugar, podemos referirnos a cambios metodológicos, caracterizados por la creciente tendencia a la integración de métodos cuantitativos y cualitativos. En tercer lugar, deben mencionarse los cambios en la utilización de la evaluación, con mayor énfasis en la concepción «iluminativa» que en la instrumental y la insistencia en el carácter político de aquélla. En cuarto y último lugar, pueden señalarse algunos cambios estructurales, caracterizados por una creciente inclusión de la evaluación entre los mecanismos de gestión de los sistemas educativos, una ampliación de sus ámbitos de cobertura y una mayor interdisciplinariedad (House, 1993).

En conjunto, todo ello pone de manifiesto un fenómeno nuevo que podríamos formular como la extensión de un interés creciente por la evaluación de los sistemas educativos, y que ha producido como efecto una rápida evolución de la evaluación entendida como disciplina científica y como práctica profesional. Un observador tan cualificado como E.R. House confirmaba de manera muy gráfica el cambio registrado:

«Cuando comencé mi carrera en evaluación hace más de veinticinco años, reuní todos los trabajos que pude encontrar en una pequeña caja de cartón en un rincón de mi despacho y los leí en un mes. Desde entonces, la evaluación ha pasado de ser una actividad marginal desarrollada a tiempo parcial por académicos a convertirse en una pequeña industria profesionalizada, con sus propias revistas, premios, reuniones, organizaciones y estándares». (House, 1993:1)

2. Los motivos de dicho interés: los sistemas educativos ante la presión del cambio

A la hora de analizar los motivos que justifican el aludido y creciente interés por la evaluación, no existe acuerdo absoluto. En algunos casos, se recurre a explicaciones excesivamente simplistas, del estilo de la influencia de una suerte de moda académica o política. En otros, se tiende a reducir la complejidad del fenómeno a los análisis realizados a partir de experiencias concretas; así, no es extraño encontrar referencias descalificadoras de la evaluación, por considerarla un instrumento al servicio de políticas educativas neoliberales y de propósitos desreguladores, cuando ello no es sino uno de los posibles usos (tan parcial como discutible) que de la misma pueden hacerse. Lejos de una y otra posición, la correcta comprensión del fenómeno exige ineludiblemente la realización de análisis respetuosos con su complejidad y con la diversidad de perfiles que ofrece.

Sin ánimo de agotar un asunto que bien podría ser objeto de atención más exhaustiva, merece la pena detenerse aquí en la consideración de dos conjuntos argumentales que, en su interrelación, explican sobradamente el interés que despierta hoy en día la evaluación y de las cuales se extraen varias consecuencias de primer orden para la política y la administración educativas. Los dos tienen que ver con lo que podríamos denominar la presión del cambio que experimentan nuestros sistemas educativos actuales. El análisis de las transformaciones que se producen en el dominio educativo, la respuesta que países y ciudadanos deben dar a las nuevas demandas y la conducción más eficaz de los procesos de cambio, se convierten en elementos cruciales de las políticas educativas actuales.

Cambios en los modos de administración y control de los sistemas educativos

Un primer motivo que explica el auge actual de la evaluación es el cambio registrado en los mecanismos de administración y control de los sistemas educativos, que ha marchado paralelo a las propias transformaciones experimentadas por el aparato escolar en las últimas décadas. Cualquier observador que analice la situación actual de los sistemas de educación y formación apreciará que éstos se encuentran sometidos a exigencias crecientes por parte de los ciudadanos, de las sociedades y de las administraciones. Entendidos como instrumentos al servicio del cambio social, del desarrollo económico y de la producción del conocimiento, los sistemas educativos son objeto de demandas múltiples y cada vez más exigentes. De ellos se espera que contribuyan a crear sociedades abiertas, activas y equitativas; economías dinámicas y competitivas; sistemas políticos democráticos y pluralistas; personas, en fin, equilibradas, tolerantes y socialmente integradas. En consecuencia, las demandas que reciben dichos sistemas van progresivamente en aumento, produciendo como efecto el replanteamiento de muchos de sus principios tradicionales.

En una época de transformaciones tan aceleradas como la actual y de demandas tan exigentes sobre el aparato escolar como las expuestas, la rigidez de un sistema educativo es considerada como un elemento de retraso, más que de progreso. Ello conduce a enfatizar muy especialmente características tales como su flexibilidad o su capacidad para adaptarse y dar respuesta a las necesidades del desarrollo de las naciones y de las sociedades. El corolario, que parece inevitable, es la concesión de un cierto grado de autonomía a los centros educativos para que puedan regular su propia vida en un marco de libertad, adaptando así su oferta a las necesidades de su entorno. Obviamente, los límites de dicha autonomía y los grados de libertad concedidos a las escuelas varían notablemente de unos lugares a otros: los límites del fenómeno comúnmente conocido como descentralización son muy variables, según han puesto de manifiesto diversos estudios (Puelles, 1992; Mur, 1993). Pero, más allá de esa apreciable diversidad, cabe reconocer que las características generales del proceso apuntado son cada vez más evidentes a escala tanto nacional como internacional. No parece osado aventurar que los cambios en la administración y el control de los sistemas educativos derivados de dicho proceso no serán meramente coyunturales, sino que tendrán importantes consecuencias para el futuro.

La principal transformación registrada se refiere tanto al modo de ejercer el control como al objeto del mismo. Así, mientras que los mecanismos de administración y control en sistemas educativos más estables que los actuales (y muy especialmente en aquellos con estructuras centralizadas) han sido de tipo jerárquico y centrados en los procesos que tienen lugar en las escuelas, los correspondientes a sistemas flexibles y dotados de una cierta autonomía interna son generalmente más participativos y centrados en los resultados. Este cambio es fundamental para entender cómo se organizan y regulan un número cada vez mayor de sistemas de educación y formación, hecho que tiene importantes implicaciones para su funcionamiento (Granheim y Lundgren, 1992).

En efecto, el control y la administración tradicionales estaban basados en dos procesos centrales: en primer lugar, la elaboración de normativa, de diverso rango, alcance y cobertura; en segundo lugar, el control del cumplimiento de las normas, generalmente a través de servicios jerárquicos de supervisión e inspección. En sus casos más extremos, la actuación de dichos servicios llegaba al punto de pretender conocer con exactitud las actividades desarrolladas diariamente en los centros. En los más habituales, el control de los procesos abarcaba la aprobación de manuales, la fijación del horario y de la distribución de las materias, el establecimiento de programas detallados y la realización de visitas regulares de inspección.

En la actualidad, esos sistemas de control resultan cada vez más chocantes y contradictorios con el nuevo modelo de organización escolar que antes se apuntaba. No resulta fácil articular un modelo escolar descentralizado, en el que el control de su actuación tiende a revertir sobre la comunidad a la que sirve, con unos mecanismos jerárquicos de administración y gestión. En este nuevo contexto, la participación democrática en el control del sistema educativo se convierte en una exigencia insoslayable. Ya no es la Administración la única competente para controlar la vida escolar, sino que los ciudadanos y las sociedades deben tomar parte en dicha tarea. A ello se hacía mención al hablar de un control y una gestión participativos.

Por otra parte, en este nuevo modelo de organización escolar, la inspección y supervisión de los procesos dejan paulatinamente paso a la valoración de los resultados, lo que implica la consiguiente puesta en marcha de procesos de evaluación. Las escuelas pueden y deben hacer uso del creciente margen de autonomía de que disponen, organizando los procesos de enseñanza y aprendizaje en ese nuevo marco. Pero, a cambio, deben rendir cuentas de sus resultados, a través de diversos mecanismos de evaluación. Es este un estilo de funcionamiento frecuente en las organizaciones productivas, que ha ido arraigando también entre las administraciones públicas. Parece que la educación no constituye una excepción a lo que va siendo una regla cada vez más extendida en la gestión de los servicios públicos.

No obstante, la valoración de los resultados de la educación es una tarea compleja, que entraña algunos riesgos. Deberían señalarse aquí, al menos, dos de ellos. El primero es el de reducir dicha valoración a los elementos más asequibles, al margen de su relevancia. Cualquier sistema de evaluación de resultados debe tener pretensión de globalidad, no reduciendo la tarea educativa a la meramente instructiva, ni ésta a la cognoscitiva. El segundo riesgo es el de utilizar dicha evaluación para realizar comparaciones y clasificaciones injustas de los centros. Los sistemas utilizados deben ser muy sensibles respecto de sus posibles usos y efectos perversos. Pero la constatación de tales riesgos no invalida la dirección emprendida por un número creciente de sistemas educativos hacia la evaluación de los resultados de la educación. En resumen, podría decirse que esta parece ser una tendencia con visos de consolidación en el futuro próximo.

Demanda social de información y rendición de cuentas

Un segundo fenómeno relacionado con el anterior se refiere a la creciente demanda social de información sobre la educación que se aprecia en nuestros países. Esta realidad, que suele ir asociada a lo que se conoce como rendición de cuentas, reposa sobre la convicción de que las escuelas y el sistema educativo en su conjunto deben responder a las demandas que ciudadanos y sociedades les plantean, de acuerdo con el análisis que se efectuaba más arriba. Son muchos quienes creen que la educación ha funcionado a la manera de una caja negra, cuya opacidad impide saber qué ocurre en su interior. En el momento actual, dicha imagen resulta ampliamente insatisfactoria, siendo numerosas las voces que reclaman una mayor transparencia, en coherencia con los principios de una gestión democrática. El conocimiento del grado de logro de los objetivos de un sistema educativo es una tarea que, en democracia, compete a todos los ciudadanos. Por otra parte, dicho conocimiento es fundamental para hacer el mejor uso de los recursos disponibles y para tomar las decisiones más adecuadas.

A esa exigencia social de información, derivada del interés que manifiestan las familias y los ciudadanos por la educación de los jóvenes, se unen otros motivos relacionados con las condiciones económicas actuales. En primer lugar, habría que hablar de la conexión generalmente admitida entre educación y desarrollo, que ha llevado a administradores y administrados a preocuparse por la calidad de la enseñanza impartida. Se compartan o no las tesis de la Teoría del Capital Humano, no cabe duda de que la formación de las personas que participan en los procesos productivos constituye un factor fundamental para el desarrollo de los países. De ahí deriva una seria preocupación por conocer el estado y la situación del sistema educativo, por cuanto constituye la oferta formativa básica al servicio del conjunto de la población.

Al factor anterior habría que añadir la competencia creciente que existe entre las naciones, especialmente si se tiene en cuenta la globalización actual de las relaciones económicas. En tales circunstancias, la preocupación por la calidad de la educación que ofrecen las escuelas no hace sino aumentar. En ese terreno se juega el futuro no sólo social o cultural, sino también económico y político de los países. La conciencia de dicha realidad actúa como elemento dinamizador del fenómeno analizado.

Otro factor que también juega un papel nada desdeñable en favor de esa demanda de información y de rendición de cuentas es la crisis económica que afecta a gran parte de países, de manera cíclica o permanente. Un primer efecto de dicha crisis estriba en la reducción presupuestaria que muchos países han debido afrontar y que en no pocas ocasiones ha afectado al aparato escolar. Pero, más allá de esa consecuencia directa, hay otra de carácter indirecto pero no menos importante. Se trata de la necesidad que existe, en épocas de crisis, de establecer prioridades en la asignación de recursos. En este contexto, la educación debe competir con otras posibles inversiones, tales como la protección social, la incentivación del empleo, el desarrollo regional o la creación de infraestructuras. Siendo necesario establecer prioridades, resulta inevitable fijar criterios de comparación lo más objetivos posible. Ello implica que, no sólo la educación sino el conjunto de las políticas públicas, se ven sometidas a contraste externo. Por eso no resulta extraño que la evaluación de políticas públicas haya cobrado tanto auge en los últimos años.

Esta tendencia, que presenta rasgos de generalidad, se ve reforzada en una época caracterizada por el debate en torno a los límites del Estado del bienestar. Las dificultades fiscales, financieras y presupuestarias que los países experimentan para mantener y reforzar la oferta de servicios públicos existente están obligando a replantearse algunos principios forjados en las décadas anteriores. Este movimiento, tan inevitable como ambivalente, está actuando como catalizador de la demanda social de información a que antes hacía referencia.

En la actualidad, los recursos dedicados a educación suponen una parte tan importante de los presupuestos nacionales que su ritmo de crecimiento no parece fácilmente sostenible. Existiendo una clara conciencia de que dichos recursos no son ilimitados y de que los efectos de su distribución y empleo no son indiferentes, es lógico que crezca la demanda de información acerca de cómo se utilizan y qué resultados producen. De ahí se deriva, así mismo, el desarrollo de diversos modelos de rendición de cuentas, bien sea a cargo de los poderes públicos, de los profesionales o de los consumidores, según se efectúe su regulación respectivamente por el Estado, la sociedad civil o el mercado (Kogan, 1986).

Un nuevo modelo de conducción de los sistemas educativos

La consecuencia fundamental de los fenómenos que se acaban de analizar es que está apareciendo y desarrollándose un nuevo modelo de gestión de los sistemas educativos. En otras lenguas, dicho modelo se denomina con términos como pilotage o steering que, en castellano, quizás podrían traducirse por conducción. La denominación ha sido recientemente utilizada por Gilbert de Landsheere y va extendiéndose paulatinamente. De acuerdo con la formulación del citado autor, la conducción podría definirse como «la toma de decisiones al nivel macroscópico (es decir, de un sistema o subsistema educativo) o microscópico (es decir, de un establecimiento o incluso de un aula), sobre la base de constataciones tan objetivas como sea posible, relativas al estado, al funcionamiento o a los productos del sistema» (De Landsheere, 1994:8).

En este nuevo modelo, la evaluación desempeña una función de primer orden, en cuanto elemento de información valorativa sobre el estado de la educación. El ejercicio de dicha función tiene un carácter hondamente político, que no ha pasado desapercibido a cuantos se han aproximado a esta nueva realidad. Como afirmaba el documento base discutido en la última Asamblea General de la OEI, «bien podría afirmarse que la evaluación no es sino una forma distinta y nueva de hacer política y, más concretamente, de explicar las políticas por medio de los logros alcanzados o, eventualmente, fallidos» (OEI, 1994:5). Y otro tanto venía a afirmar Ernest House, para quien la evaluación es una nueva forma de autoridad cultural basada en la persuasión, para la que cabe esperar un importante desarrollo en las sociedades capitalistas avanzadas (House, 1993).

En resumen, parece que existen sobradas razones para afirmar que el reciente interés por la evaluación de los sistemas educativos es un fenómeno que sobrepasa lo meramente coyuntural y pasajero. Más bien, todo hace suponer que estamos ante una tendencia todavía pendiente de alcanzar su pleno desarrollo, aun cuando esté sometida a tensiones, críticas y contradicciones internas. En estas circunstancias, merece la pena preguntarse qué puede aportar la evaluación a la mejora de la educación, maximizando sus ventajas y minimizando sus inconvenientes.

3. Posibles aportaciones de la evaluación para la mejora de los sistemas educativos

La preocupación por la mejora cualitativa de la educación está presente en la práctica totalidad de los países desarrollados o en vías de desarrollo. Existe, por una parte, la convicción de que los sistemas educativos actuales no funcionan de modo tan eficaz, eficiente y equitativo como a menudo se proclama o se pretende. Por otra parte, el discurso del cambio está dejando de ser autolegitimador, ya que la pregunta acerca de las consecuencias de los importantes procesos de reforma y transformación emprendidos en muy diversos países exige una respuesta precisa. Ya no basta con proclamar la necesidad del cambio, siendo necesario indicar hacia dónde debe producirse, qué efectos cabe esperar y qué medios se dispondrán para valorar sus consecuencias. Así, puede decirse que hoy en día resulta imposible para las administraciones públicas obviar el debate sobre la calidad de la educación y los medios para mejorarla.

En el contexto de ese debate la evaluación ocupa un lugar cada vez más central, junto a otros elementos tales como la actuación profesional del docente, el proceso de diseño y desarrollo del currículo, o la organización y funcionamiento de los centros educativos. Entre las posibles aportaciones que puede realizar la evaluación para la mejora cualitativa de la educación, se han seleccionado aquí cuatro, consideradas las más relevantes.

Conocimiento y diagnóstico del sistema educativo

La primera de las funciones que desempeña la evaluación en relación con la mejora cualitativa de la enseñanza es precisamente la de proporcionar datos, análisis e interpretaciones válidas y fiables que permitan forjarse una idea precisa acerca del estado y situación del sistema educativo y de sus componentes. Es lo que se suele denominar función diagnóstica de la evaluación, íntimamente vinculada al nuevo estilo de conducción antes aludido. Dicha tarea de diagnóstico permite alcanzar un doble objetivo: en primer lugar, satisface la demanda social de información que se manifiesta de manera creciente en las sociedades democráticas; en segundo lugar, sirve de base para los procesos de toma de decisión que se producen en los diferentes niveles del sistema educativo, por sus diversos agentes.

La citada función diagnóstica abarca diversos ámbitos, sin circunscribirse a uno solo. En efecto, es bien sabido que la evaluación educativa comenzó refiriéndose primordialmente a los estudiantes y a sus procesos de aprendizaje, ya desde finales del siglo pasado, para ir posteriormente ampliándose hacia otros terrenos, en épocas más cercanas a la nuestra. Dicha ampliación se fue produciendo mediante la colonización de ámbitos cercanos, en lo que ha constituido un rasgo característico de su desarrollo.

Así, tras la amplia experiencia adquirida durante décadas en lo relativo a la evaluación de los aprendizajes alcanzados por los alumnos y a la medición de las diferencias existentes entre éstos, el siguiente ámbito abordado de manera rigurosa fue el de la evaluación de los programas educativos. Pero el cambio fundamental de orientación científica y práctica se produjo cuando las instituciones educativas y el propio sistema en su conjunto comenzaron a ser objeto de evaluación. Ese momento, relativamente cercano a nosotros en el tiempo, representó un hito importante en el desarrollo de la evaluación educativa.

Como consecuencia de dicho proceso, la evaluación ha ido abarcando ámbitos progresivamente más amplios, al tiempo que se ha diversificado. Es cierto que su práctica cotidiana sigue estando principalmente referida a los aprendizajes de los alumnos, aunque adoptando procedimientos más acordes con los nuevos modelos de diseño y desarrollo del currículo, de carácter más flexible y participativo que los tradicionales (OCDE, 1993). No obstante, en la medida en que los factores contextuales adquieren un lugar más relevante en el desarrollo curricular, resulta improcedente limitar el ámbito de la evaluación exclusivamente a los alumnos y a sus procesos de aprendizaje. Si el resultado de dichos procesos es el fruto de un conjunto de actuaciones y de influencias múltiples, no es posible ignorarlas.

En coherencia con dicho planteamiento, la nueva lógica de la evaluación ha llevado, en primer lugar, a interesarse por la actuación profesional y por la formación de los docentes, siempre considerados una pieza clave de la acción educativa. Otro tanto podría decirse del propio currículo, entendido como elemento articulador de los procesos de enseñanza y aprendizaje, y del centro docente, lugar donde éstos se desarrollan. Y llegados a este punto, no tiene sentido dejar fuera del foco de atención a la propia administración educativa ni los efectos de las políticas puestas en práctica. De este modo, el conjunto del sistema educativo se convierte en objeto de evaluación.

Como puede concluirse a partir de las líneas anteriores, los mecanismos de evaluación actualmente disponibles son capaces de suministrar una información rica y variada acerca del sistema educativo y de sus diversos componentes. Aunque no todos ellos sean igualmente accesibles a la tarea evaluadora, ni puedan menospreciarse las dificultades existentes para efectuar trabajos concretos en los diferentes ámbitos antes mencionados, parece suficientemente demostrada la capacidad de la evaluación para generar conocimiento válido, fiable y relevante acerca de la situación y el estado de la educación, como paso previo a la toma de decisiones susceptibles de producir una mejora de su calidad. A ello se hacía referencia al hablar más arriba de la función diagnóstica que cumple la evaluación.

Son cada vez más los países que han puesto en marcha programas de evaluación diagnóstica de sus sistemas educativos, a menudo llevados a cabo por instituciones creadas al efecto (como es el caso, en España, del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación). Las modalidades en que dichos programas se concretan son muy variadas. En ocasiones adoptan la forma de pruebas nacionales, ya sean de carácter censal o muestral, o de operaciones estadísticas diseñadas al efecto; en otras, se trata más bien de una recogida de información de carácter administrativo. Más a menudo, se combinan ambos tipos de datos y de fuentes para la elaboración de informes de síntesis. También puede variar el grado relativo de utilización de métodos cuantitativos o cualitativos, tendiéndose cada vez más a combinar unos y otros, con el fin de explotar sus virtudes respectivas y reducir sus limitaciones.

Entre los mecanismos puestos en práctica para efectuar un diagnóstico del sistema educativo, quizás el más novedoso sea la elaboración y cálculo sistemático de indicadores de la educación, al que ya se hizo alguna alusión al comienzo. Si bien continúan estando sometidos a polémica, no cabe duda de que han tenido gran incidencia sobre los modos de concebir y utilizar la información acerca de la educación.

En efecto, los indicadores educativos han venido a transformar notablemente el campo de la estadística tradicional, siguiendo así una tendencia iniciada en otros ámbitos sociales hace más de treinta años y a la que se ha sumado recientemente la educación (CERI, 1994). El impacto producido se debe más a su significación y a la utilización que de ellos se hace, que a sus fundamentos técnicos y su procedimiento de obtención. En realidad, desde el punto de vista de su cálculo no son muchas las novedades que introducen, aunque no ocurre lo mismo en lo que se refiere a su definición y, sobre todo, su uso.

En el lenguaje educativo actual, se entiende por indicador un dato o una información (general aunque no forzosamente de tipo estadístico) relativos al sistema educativo o a alguno de sus componentes capaces de revelar algo sobre su funcionamiento o su salud (Oakes, 1986). El rasgo distintivo de los modernos indicadores es que ofrecen una información relevante y significativa sobre las características fundamentales de la realidad a la que se refieren. Desde esa perspectiva, además de aumentar la capacidad de comprensión de los fenómenos educativos, pretenden proporcionar una base lo más sólida posible para la toma de decisiones.

Son varios los motivos que sustentan el interés despertado por los modernos sistemas de indicadores: a) proporcionan una información relevante sobre el sistema que describen; b) permiten realizar comparaciones objetivas a lo largo del tiempo y del espacio; c) permiten estudiar las tendencias evolutivas que se producen en un determinado ámbito; d) enfocan la atención hacia los puntos críticos de la realidad que abordan. Fruto de ese interés han sido las diversas iniciativas desarrolladas, a escala nacional e internacional, para construir sistemas de indicadores de la educación, a varias de las cuales ya se ha hecho mención.

En conjunto, no parece exagerado afirmar que la construcción de indicadores de la educación está provocando la revisión de los mecanismos tradicionales de información acerca de los sistemas educativos. Y cualquiera que sea la conclusión final que se alcance sobre las posibilidades y los límites de los indicadores en cuanto mecanismos de información relevante y políticamente sensible, no cabe duda de que producirán un efecto beneficioso sobre la función diagnóstica que ya viene ejerciendo la evaluación.

Conducción de los procesos de cambio

Si la evaluación cumple una función permanente de información valorativa acerca del estado de la educación, dicha tarea adquiere una importancia aún mayor en épocas de cambio acusado y durante los procesos de reforma educativa. En esas circunstancias, su contribución a la mejora cualitativa de la educación resulta más evidente, si cabe.

Al hablar de cambio y de reforma hay que tener cuidado con no identificar ambos términos. De hecho, hay un gran debate acerca de la conexión o independencia de ambas realidades. Para algunos autores, los procesos de reforma constituyen la ocasión privilegiada para transformar profundamente las bases de la tarea educativa y su incidencia social (Husen, 1988). Para otros, por el contrario, las grandes reformas educativas se han mostrado generalmente incapaces de cambiar las prácticas y la cultura de las escuelas y de los docentes (Gimeno, 1992). Dada esa discrepancia, no deben tomarse ambos términos como sinónimos, estrictamente hablando.

No obstante, al hablar aquí de la influencia de la evaluación en la conducción de los procesos de cambio, se hace referencia a los procesos de carácter intencional, esto es, a los que se plantean unas metas determinadas y pretenden alcanzarlas. En algunos casos, dichos cambios tienen una dimensión exclusivamente local o institucional; en otros, se refieren a ámbitos más amplios, de carácter regional o nacional. A veces, tales transformaciones responden a planes elaborados de antemano; otras veces, se producen de manera escasamente planificada. Así considerados, los procesos de cambio llegan a solaparse parcialmente con las reformas, en el caso de plantearse objetivos de la suficiente generalidad como para afectar a rasgos básicos del sistema educativo. En conjunto, puede afirmarse que el estudio de los procesos de cambio constituye hoy en día una aportación de primer orden para la comprensión de los fenómenos educativos (Fullan, 1991 y 1993).

Las tensiones y exigencias que experimentan los sistemas educativos para dar respuesta a las múltiples demandas recibidas desde diversas instancias sociales les han obligado a adaptarse continuamente a las nuevas circunstancias. Ello ha determinado la puesta en marcha de procesos acelerados de cambio, llámense o no reformas, que constituyen hoy en día una experiencia habitual en muy diversos lugares.

Los procesos de cambio pueden abarcar diversos ámbitos del sistema educativo. La clasificación más tradicionalmente aceptada es la que distingue entre transformaciones estructurales, que afectan a la división, secuencia y duración de las etapas educativas; curriculares, que afectan a la definición, diseño y desarrollo del currículo impartido en las escuelas; y organizativas, que afectan a las condiciones en que se desarrollan los procesos de enseñanza y aprendizaje en los centros educativos. Sean de uno u otro tipo, lo cierto es que un gran número de países de nuestro entorno están inmersos en dinámicas de cambio y/o de reforma educativa, de distinta envergadura, con diferentes objetivos y siguiendo estrategias muy variadas. Tanto es así, que en algunos casos se ha llegado a hablar de que los sistemas educativos han entrado en una fase de reforma permanente.

Más allá de la diversidad interna y multiforme de los procesos de cambio, la mayoría de los países que los afrontan manifiestan un claro interés por evaluar sus efectos. Tanto por la inversión de recursos económicos, materiales y humanos que suelen exigir, como por las expectativas que generan, los ciudadanos, las familias, los docentes, los administradores y los responsables políticos de la educación demandan una valoración de sus resultados. Desde una lógica democrática, parece razonable que la toma de decisiones acerca de cuestiones que tanto y tan íntimamente afectan a la sociedad se realice a través de una evaluación cuidadosa y sistemática de los efectos producidos en las situaciones de cambio.

Dicha utilización es plenamente concordante con el concepto de conducción que antes se presentaba, entendido como un proceso de recogida sistemática de información con carácter previo a la toma de decisiones. Por otra parte, concuerda plenamente con una tendencia crecientemente implantada en los aparatos administrativos, como es la evaluación de políticas públicas, entendida como alternativa a la evaluación por el mercado. Por ello, no debe resultar extraño el recurso cada vez más frecuente de las administraciones públicas a la evaluación como estrategia para efectuar la conducción de los procesos de cambio y/o de reforma y para la propia gestión y administración del sistema educativo en su conjunto.

De acuerdo con estas nuevas perspectivas, parece indudable que la evaluación puede realizar una importante contribución a la mejora de la educación, a través del seguimiento permanente y riguroso de los efectos producidos por los procesos de cambio que tienen lugar en los sistemas educativos. Los trabajos de evaluación de las reformas educativas, cada vez más frecuentes, permiten cumplir el triple propósito de obtener más y mejor información sobre el alcance y las consecuencias de dichos procesos; objetivar el debate público sobre los mismos, contribuyendo a descargarlo de pasión y de prejuicios; y apoyar la toma de decisiones, que en tales circunstancias debe realizarse con carácter frecuente e inmediato. La mejora de la calidad de la educación pasa por la evaluación sistemática y rigurosa de los procesos de cambio y de las reformas educativas.

Valoración de los resultados de la educación

Como se señalaba anteriormente, la implantación de los nuevos modelos de administración y conducción de los sistemas educativos ha producido como efecto un renovado interés por el análisis y la valoración de los resultados logrados por los estudiantes, por los centros y por el conjunto del sistema. La pregunta acerca de cuáles sean los logros que pueden presentar los sistemas educativos se ha situado en el foco de nuestra atención. Y también en este sentido la evaluación puede realizar una aportación relevante al conocimiento del estado de la educación y contribuir así, aunque sea indirectamente, a su mejora.

A pesar de la afirmación anterior, hay que reconocer que la evaluación de los resultados no es una tarea fácil en absoluto. Una primera dificultad se encuentra en los diversos niveles de análisis (estudiantes, centros, sistema) que dicha evaluación permite. Así, por ejemplo, la pregunta por los resultados del aprendizaje de los alumnos no es idéntica a la relativa a los logros de una escuela. Aquí, no obstante, no se considera el primer nivel en su dimensión estrictamente individual, sino en cuanto indicativo de los logros de una institución o de un sistema. Pero ello no salva todas las dificultades, como se verá a continuación.

Una segunda dificultad estriba en la propia delimitación de qué debe entenderse por resultados de la educación. En principio, parece evidente que éstos han de guardar relación con los objetivos que cada sistema educativo establece para sus ciudadanos. Pero ese nivel de generalidad en la respuesta resulta insuficiente para definir con nitidez qué resultados deben medirse y cómo ha de hacerse dicha evaluación. La respuesta más habitual a dicha cuestión pasa por distinguir tres grandes grupos de objetivos de la educación, a partir de los cuales definir los resultados (Thélot, 1993).

El primer objetivo consiste en la transmisión de unos conocimientos, unas habilidades y una cultura a los ciudadanos jóvenes. A partir del mismo, pueden llegar a establecerse los resultados previstos, definiéndolos en relación con el aprendizaje desarrollado por los alumnos a lo largo de las diferentes etapas, ciclos y grados del sistema educativo. Obviamente, la valoración de los logros alcanzados debe referirse a los diversos ámbitos del currículo y no sólo a algunos de ellos. Dicho de otro modo, la evaluación debe ser lo más completa posible. Además, dichos logros han de ser puestos en relación con el contexto y las condiciones concretas de los centros escolares y con los procesos en ellos desarrollados. Y a eso podría añadirse que la evaluación ha de orientarse hacia los logros más relevantes, sin pretender ser absolutamente exhaustiva.

El segundo gran objetivo de la educación es el de preparar a los estudiantes para su inserción profesional. A partir de dicho objetivo puede definirse otro conjunto de resultados. Los indicadores que ponen en conexión la educación y el empleo quedarían aquí incluidos, aunque sin agotar completamente el campo de estudio. Otros aspectos a considerar serían la adquisición de competencias profesionales básicas y específicas, el desarrollo de personalidades activas y emprendedoras y la adquisición de métodos rigurosos de trabajo. Su evaluación constituye un segundo bloque a tener presente a la hora de valorar los resultados de la educación.

El tercer gran objetivo consiste en formar a los futuros ciudadanos de un país, desarrollando en ellos un conjunto de valores deseables. Entre los resultados a valorar en este apartado deberían mencionarse la adquisición de una educación cívica, el desarrollo de actitudes democráticas y tolerantes o la formación de personas activas, participativas, socialmente integradas y responsables de sus acciones, por no citar sino algunos aspectos básicos. Nos acercamos aquí al ámbito de las actitudes y de los valores, que debe ser considerado seriamente en un mecanismo de evaluación de los resultados educativos.

Además de los tres objetivos mencionados en los párrafos anteriores, es muy frecuente encontrar referencias a otros, entre los cuales la reducción de las desigualdades ocupa un lugar prioritario en muchos sistemas educativos. En este caso, dicha dimensión ocupa un lugar relevante a la hora de evaluar los resultados de la política educativa.

Como es evidente, la valoración de dichos resultados es tan importante como difícil. Es importante porque constituye la medida fundamental del éxito alcanzado por un sistema educativo determinado en relación con el logro de sus objetivos centrales. En este sentido, no hay país que pueda ignorar la relevancia de dicha valoración. Pero es difícil por motivos tanto conceptuales (en la medida en que las necesidades sociales e individuales cambian, la educación también lo hace o debe hacerlo) como empíricos (la propia amplitud de la tarea propuesta es su principal enemigo). Dicha dificultad está en el origen de la reducción que hacen en la práctica los sistemas educativos al afrontar su evaluación, consistente en desplazar la atención desde los resultados deseables hacia los efectivamente medibles. Dicha reducción es motivo frecuente de críticas, muchas veces serias y rigurosas.

Hablando en términos generales, puede afirmarse que la importancia de la tarea de evaluación de los resultados prevalece sobre su evidente dificultad. Como se mencionaba más arriba, son cada vez más los países que han puesto en marcha programas de esa naturaleza. En ocasiones, dicha evaluación se realiza a partir de datos administrativos, tales como las tasas de aprobados por materias, las cifras de graduación por niveles educativos o las de abandono de los estudios, cuya obtención es relativamente sencilla aunque las conclusiones de ellos extraídas sean poco sofisticadas. En otras ocasiones, la evaluación se realiza mediante la puesta en marcha de mecanismos más complejos y de mayor capacidad comparativa, tales como la aplicación de pruebas estandarizadas. En este último caso, hay que dar respuesta a los diversos problemas planteados, tales como la determinación de los indicadores más relevantes, el carácter, amplitud y modalidad de dichas pruebas, las áreas seleccionadas o la periodicidad de la obtención de los datos, por no hacer sino referencia a algunos de ellos.

No cabe duda de que también en este ámbito la evaluación puede contribuir notablemente a la mejora cualitativa de la educación. El conocimiento objetivo y la valoración rigurosa de los resultados de la educación, generalmente efectuados a partir de su comparación a través del tiempo y del espacio, constituye una base sólida para la toma de decisiones encaminadas a la mejora. Al menos, muchos países parecen haber apostado decididamente por esta tesis al emprender ese camino.

Mejora de la organización y funcionamiento de los centros educativos

La evaluación no sólo contribuye a la mejora cualitativa de la educación en los diversos sentidos que se han analizado en las páginas anteriores. Con ser importantes, dejan de lado un ámbito fundamental, cual es el de los procesos que tienen lugar en el interior de los centros educativos y, muy especialmente, su organización y funcionamiento. Como ha sido muchas veces puesto de relieve, la evaluación de los centros constituye un requisito ineludible para la mejora de la calidad de la educación (Casanova, 1992).

En efecto, esta perspectiva es complementaria de la adoptada al diagnosticar el estado y la situación del sistema educativo, al evaluar los efectos de los procesos de cambio o al valorar los resultados educativos alcanzados. Cuando la evaluación se orienta hacia las instituciones pone el énfasis en aspectos tales como los procesos educativos, los métodos didácticos, las relaciones interindividuales y grupales, el clima escolar, la distribución y utilización de los recursos o el desarrollo del currículo, por no citar sino algunos de ellos. Movidos por ese propósito de desvelar la realidad educativa tal y como se presenta en su encarnación escolar, los mecanismos de evaluación permiten arrojar luz sobre el interior de la mencionada caja negra que son los centros y comprender cómo la educación en abstracto se convierte en relación educativa concreta (Santos, 1990).

Ahí radica precisamente el interés de la evaluación de los centros, en la atención que presta a los aspectos microscópicos de la educación, a los procesos educativos concretos, a la traslación de las políticas y las ideas a la práctica. Esa perspectiva de reflexión sobre la práctica educativa, complementaria de las que antes se han presentado, constituye su principal atractivo.

Intentando analizar la contribución que la evaluación de centros puede realizar para la mejora cualitativa de la educación, cabe destacar tres posibles aportaciones. En primer lugar, la evaluación de centros proporciona un conocimiento detallado de los procesos de enseñanza y aprendizaje. En ese sentido, permite conocer cómo se construye la realidad educativa, apreciando los aspectos más cualitativos de la misma y respetando al mismo tiempo su complejidad. Desde ese punto de vista, la evaluación de los resultados educativos adquiere una nueva perspectiva, al ponerlos en conexión con las condiciones y variables que los determinan y, de manera muy singular, con la organización y el funcionamiento del centro. Como se ha señalado reiteradamente, dicho conocimiento es un requisito indispensable para la mejora cualitativa.

En segundo lugar, la evaluación de los centros constituye una base sólida para la propuesta y la adopción de programas individualizados de mejora. Siendo en los centros donde se determina la calidad de la educación, se comprenderá la importancia que adquiere su evaluación, al permitir la detección de los puntos fuertes y débiles de su funcionamiento. Así entendida, la evaluación de los centros adquiere sentido por sí misma.

En tercer lugar, la evaluación de los centros permite «iluminar» la situación general del sistema educativo, a través del análisis de algunas de sus concreciones. Trascendiendo el ámbito de la institución singular, la evaluación de centros aporta elementos para la interpretación de los datos relativos al conjunto o a algunas parcelas del sistema. No hay que deducir de aquí que su papel sea meramente instrumental. Como se ha insistido, los centros deben ocupar un lugar propio en el mecanismo de evaluación del sistema educativo, sin ser simplemente considerados como suministradores de información.

De cuanto se ha expuesto en las líneas anteriores, se infiere el importante papel que desempeña la evaluación de los centros educativos para la mejora cualitativa de la educación. Dicha contribución viene a sumarse a las que realizan otras actividades de evaluación, configurando en conjunto un instrumento muy valioso para el conocimiento y la mejora de la educación.

4. Algunos criterios para el desarrollo de políticas de evaluación del sistema educativo

Aunque podamos ponernos de acuerdo acerca de las posibles aportaciones que la evaluación puede realizar para la mejora de la educación, no debe deducirse que baste con poner en marcha programas con esa finalidad para conseguir unos efectos beneficiosos. En efecto, se trata de una tarea tan nueva como complicada, en la que han de adoptarse las necesarias precauciones para evitar consecuencias indeseadas.

La experiencia acumulada por los distintos países y los mencionados organismos internacionales permite extraer ya algunas reflexiones y lecciones aplicables en este ámbito. En las páginas siguientes se han organizado dichas reflexiones bajo la forma de un conjunto de criterios que deberían ser tenidos en cuenta a la hora de poner en marcha políticas de evaluación de los sistemas educativos. La relación que sigue no debe ser entendida como una lista cerrada de criterios y condiciones, sino más bien como una propuesta tentativa, que habrá que ir contrastando en la práctica.

Credibilidad e independencia institucional

Un primer requisito exigible a cualquier política de evaluación de un sistema educativo es el de su credibilidad. Quizás sea ésta su piedra de toque, por cuanto determina el modo en que la evaluación es percibida desde el exterior, su consiguiente aceptación y, en última instancia, su influencia sobre la realidad. Los riesgos derivados de una utilización partidista de la misma, tomando posición previa a favor o en contra de los fenómenos objeto de evaluación, han sido repetidamente puestos de manifiesto.

Evidentemente, la objetividad es una aspiración irrenunciable de las ciencias humanas y sociales, pero se sabe bien la dificultad que su consecución entraña, especialmente cuando conlleva una interpretación valorativa. La valoración y el juicio, que constituyen precisamente el núcleo de la acción evaluadora, implican la referencia a valores y, por tanto, dificultan una percepción descarnadamente objetiva. En consecuencia, toda acción evaluadora está forzosamente sometida a una tensión interna entre conocimiento e interpretación, que no siempre resulta fácil de resolver.

Pese al reconocimiento de tales limitaciones, el juicio emitido por la sociedad y por los ciudadanos acerca de la credibilidad de los datos obtenidos y de las interpretaciones realizadas constituye la clave del éxito o fracaso de las políticas de evaluación. La búsqueda y consecución de tal credibilidad es uno de sus objetivos fundamentales, si no el principal.

La cuestión de la credibilidad lleva normalmente aparejada la de la independencia institucional de los mecanismos de evaluación o, dicho en otros términos, la de su imparcialidad. Obviamente, los modos de organización institucional de la tarea de evaluación del sistema educativo variarán considerablemente en función de las circunstancias concretas, sin que puedan determinarse reglas universales. Los organismos encargados de realizar dicha tarea pueden vincularse más o menos, de un modo u otro, a los distintos poderes del Estado y a los diversos escalones administrativos, pero su percepción como instituciones con un amplio margen de independencia, conseguida muchas veces a través del equilibrio interno de poderes (como es el caso del Instituto Nacional de Calidad y Evaluación de España), es la principal garantía de éxito en su tarea.

Participación de la comunidad educativa

Un segundo criterio que deben cumplir las políticas de evaluación es el de contar con la participación de los sectores implicados. Dos son los motivos que avalan dicha exigencia. El primero deriva de la propia concepción de cómo debe realizarse la evaluación en una sociedad democrática; el segundo, de cuál sea la estrategia más adecuada para su implantación y desarrollo.

Por una parte, hay que insistir en el hecho de que los ciudadanos y la sociedad en su conjunto reclaman una cada vez mayor y mejor información sobre el estado y la situación del sistema educativo. La evaluación se convierte así en un instrumento poderoso que contribuye a enriquecer el debate sobre la educación, actuando como instancia de objetivación de la información existente. Pero, en la medida en que aborda realidades complejas, sujetas a interpretaciones complementarias, cuando no discrepantes, manejando datos procedentes de fuentes y agentes muy diversos y en un contexto cargado de significación y de valores, la ausencia de participación de los sectores implicados constituye una importante limitación metodológica y de legitimación. Al igual que los distintos sectores de la comunidad educativa participan en la gestión del sistema educativo y de los centros docentes, también deben verse involucrados en su evaluación. Y ello se aplica tanto a la utilización de una diversidad de fuentes de información como a la conducción de los procesos de evaluación y a la negociación y recepción de los informes resultantes.

Por otra parte, desde el punto de vista estratégico, uno de los medios más efectivos para asegurar la independencia institucional que antes se reclamaba es precisamente el de articular un mecanismo participativo, en el cual no exista una única autoridad evaluadora. En la medida en que todos los sectores de la comunidad educativa sean alternativamente sujetos y agentes de evaluación y participen en los programas que se pongan en marcha, se asegurará una independencia real a través del equilibrio de poderes.

Los modos concretos en que dicha participación se articula pueden variar considerablemente, pero lo importante es mantener este criterio a la hora de organizar un mecanismo de evaluación. Ello supone, así mismo, la integración de operaciones de evaluación externa con otras de evaluación interna y coevaluación.

Integración de métodos y enfoques

El corolario de cuanto se acaba de exponer es precisamente la necesidad de respetar el criterio de integración de métodos y enfoques. Si las diversas parcelas de la actividad educativa deben ser objeto de evaluación, contando con la participación de diversos agentes, es imposible abordar esta tarea con criterios metodológicos únicos y desde perspectivas absolutamente coincidentes. La propia diversidad de la realidad abordada exige una selección de los métodos más adecuados para cada caso concreto, huyendo de una uniformidad metodológica estéril. El viejo debate entre partidarios de los métodos cualitativos y cuantitativos tiene más de querella académica que de actitud realista y constructiva para la puesta en marcha de políticas de evaluación.

Por otra parte, también hay que reclamar el desarrollo de programas de evaluación de perspectivas complementarias. Quizás el ejemplo más claro en este sentido sea la puesta en marcha de planes de evaluación de centros docentes, con finalidad formativa y carácter individual, como complemento indispensable de otros programas de evaluación del cumplimiento de los objetivos educativos, de finalidad diagnóstica y carácter colectivo. La integración de ambos enfoques (microscópico y macroscópico) sobre el sistema educativo enriquece la tarea evaluadora y permite el logro de objetivos complementarios.

Quizás podría añadirse en este punto que la evaluación debe concebirse como un componente, central pero no el único, de un sistema actual de información sobre la educación. Si la articulación de los programas de información estadística, de planificación y prospectiva, de investigación educativa y de realización de estudios ha sido generalmente hasta ahora menos estrecha de lo deseable, el gran reto que enfrentan los sistemas educativos es el de integrar a todos ellos en un sistema de información, capaz de ofrecer una imagen transparente de los mismos y de permitir así los procesos de toma de decisión.

Coherencia con los objetivos del sistema educativo

Un cuarto criterio, no siempre tan atendido como debiera pero no por eso menos importante, es el que reclama coherencia entre las políticas de evaluación desarrolladas y los objetivos del sistema educativo a cuyo servicio se conciben. Dicho de otro modo, se trata de fomentar los efectos beneficiosos de la evaluación para el desarrollo de la educación y de evitar los perversos. La experiencia internacional demuestra que la aparición de efectos no deseados ni deseables en este ámbito es más frecuente de lo que debiera.

Hay que insistir reiteradamente en que las políticas de evaluación del sistema educativo no deben concebirse al margen de las políticas generales de desarrollo del mismo. En última instancia, deben colaborar al logro de los objetivos de la educación. Así, por ejemplo, aunque pocos se opondrán a la utilización de la evaluación para la mejora de la eficacia y la eficiencia del sistema educativo, cualquier observador desapasionado encontrará divergencias importantes entre la aplicación práctica de dicho planteamiento en un modelo político de corte neoliberal o uno preocupado especialmente por la excelencia y otro de corte socialdemócrata o preocupado primordialmente por la equidad. Por ello, las políticas de evaluación no deben concebirse como una parcela aislada dentro del amplio campo de la política y la administración educativas.

Este criterio es especialmente importante en períodos de reforma educativa. Por la propia naturaleza de la evaluación, es relativamente sencillo desautorizar procesos de cambio a partir de evaluaciones basadas en presupuestos contrarios a los mismos, como también lo es justificarlos desde sus propios presupuestos. En esta situación, la coherencia (que no subordinación) entre políticas de evaluación y política educativa en general es la única condición capaz de asegurar una evaluación realista y justa de las reformas educativas.

Gradualidad y adaptación a las circunstancias

La tarea diseñada en las páginas anteriores se aventura amplia y compleja y su magnitud puede llegar a asustar a muchos. Establecer y desarrollar un mecanismo de evaluación del sistema educativo que cumpla los criterios señalados no es en absoluto sencillo. Por ese motivo, conviene insistir en que el desarrollo de políticas de evaluación debe ser gradual, paulatino y adaptado a las circunstancias de su contexto. Si el objetivo final ha quedado suficientemente esbozado, no estará de más una llamada al realismo.

Las políticas de evaluación son, como hemos visto, relativamente recientes entre nosotros. Por otra parte, si se quieren desarrollar de una manera rigurosa, exigen contar con múltiples actores, integrar métodos y enfoques, asegurar su credibilidad e independencia institucional y vigilar su coherencia con el conjunto de la política educativa. Querer combinar aquella falta de experiencia con estas fuertes exigencias puede parecer una excusa para evitar su implantación. En estas páginas se sustenta un punto de vista diametralmente opuesto. Así, la consecuencia que debería extraerse de esta situación es una llamada a la cautela en relación con la estrategia de implantación y no con los objetivos propuestos. La meta está clara, el problema estriba en qué pasos dar para llegar a ella.

Por otra parte, es absurdo pretender desarrollar políticas de evaluación (como de cualquier otro tipo) a partir de la importación de modelos foráneos. Si algo ha conseguido la moderna educación comparada es llegar a la conclusión de que no se puede hablar de sistemas educativos mejores o peores en términos absolutos, sino mejor o peor adaptados a sus circunstancias específicas y más o menos capaces de dar respuesta a las demandas que se les formulan. Por ello, la evaluación también se encuentra sometida a esta necesidad de adaptación a sus circunstancias específicas, como criterio general.

Teniendo en cuenta el punto de partida y las dificultades a superar, no cabe duda de que la única actitud responsable es la de comenzar a desarrollar programas de evaluación caracterizados por su modestia, su rigor y su perseverancia. Siendo, por ejemplo, diversos los ámbitos a abarcar por la evaluación, no tiene sentido pretender cubrirlos todos al mismo tiempo. En aquellos casos en que no exista una amplia tradición evaluadora, no es oportuno iniciar programas muy sofisticados y complejos. Cuando existe desconfianza hacia una nueva práctica de la que no se sabe qué va a obtenerse, no deben implantarse programas que generen amplia contestación. En suma, se trata de aplicar la regla elemental de la prudencia también en este campo.

Esa y no otra es la actitud que muchos países han adoptado para poner en marcha políticas de evaluación de sus sistemas educativos. Los frutos que éstas comienzan a dar permiten aventurar que la evaluación va ocupando progresivamente un lugar propio de mayor presencia en el conjunto de la política educativa. Aunque estamos todavía lejos de haber resuelto todos los problemas planteados, parece que estamos orientados en una dirección que permitirá hacerlo en un futuro próximo. La aplicación de los criterios aquí planteados debe facilitar el correcto planteamiento de las actuales políticas de evaluación, que se nos revelan cada vez más importantes para el desarrollo de nuestros sistemas de educación y formación.

Nota

(1) El presente texto es fruto de la reelaboración de otros anteriores, especialmente los titulados «Evaluación de centros y evaluación del sistema educativo» (publicado en la revista Bordón, vol. 45, nº 3, 1993, pp. 283-293) y «Evaluación y calidad de la educación y de los centros educativos» (contribución al Tele-Seminario organizado por OREALC/UNESCO en 1995-96).

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