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Revista Iberoamericana de Educación
Número 6
Género y Educación

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Revista Iberoamericana de Educación
Número 6
Género y Educación

Septiembre - Diciembre 1994

Género y ciencia, ¿términos contradictorios?

Un análisis sobre la contribución de las mujeres al desarrollo científico

Ángeles van den Eynde (*)

«L’esprit n’a point de sexe»,
François Poullain de la Barre (1673)

(*) Ángeles van den Eynde es licenciada en Psicología, master en Gestión de Recursos Humanos y funcionaria del Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado (España). Posee más de quince años de experiencia en el ámbito de la cooperación educativa, científica y tecnológica con América Latina. En la actualidad es directora general de administración de la OEI.

Hay dos aspectos que caracterizan con bastante claridad estos años de finales del siglo XX. Uno de ellos es el papel que juega el conocimiento en la configuración de las sociedades, como consecuencia del desarrollo científico-técnico y de su aplicación al proceso productivo. El otro es la modificación del papel de la mujer en la sociedad, debido a su incorporación a distintos ámbitos de la vida social, desde la esfera política hasta el mercado de trabajo, lo que ha tenido como consecuencia una modificación de su papel en la familia y en la estructura de ésta.

En este contexto llama la atención el hecho de que la participación de las mujeres, tanto en la generación de la ciencia como en su transmisión, es todavía muy inferior a la de los hombres dedicados a esta tarea. Tal hecho parece poner en evidencia que existen aún dificultades significativas para su integración y promoción, dificultades que no proceden tanto de aspectos legales como de la pervivencia en nuestras sociedades de modelos tradicionales, estereotipos, creencias y mitos, que actúan sobre nuestro pensamiento de forma inconsciente, restándonos capacidad para actuar sobre ellos. Estas creencias se articulan y configuran bajo la influencia de factores relacionados con la comunidad científica, con la familia, con la educación y con la sociedad en general. A partir de ellos se construyen mecanismos que actúan como elementos de discriminación.

Introducción

La ciencia que comienza a desarrollarse desde el siglo XVII y que aún permanece vigente en amplios sectores de la comunidad científica, adopta una imagen positivista y racional; es una ciencia objetiva, analítica y neutral. Estas características coinciden con las cualidades que tradicionalmente se atribuyen al género masculino, vinculándose lo femenino con lo subjetivo, lo intuitivo, lo irracional.

Desde los años sesenta esta concepción de la ciencia ha sido puesta en entredicho por la filosofía de Kuhn, para quien la ciencia es una construcción social y, como tal, inseparable de los procesos que se desarrollan en la sociedad; las teorías y paradigmas científicos dependen, por tanto, del contexto histórico, social y económico.

En los últimos años la influencia del movimimiento feminista ha llevado a algunas mujeres como Evelyn Fox Keller1 o Ruth Bleier2 a analizar el desarrollo científico-técnico y la Historia de la Ciencia desde un nuevo enfoque. En él, partiendo de la concepción de género como constructo social, se pone de manifiesto que las disciplinas científico-técnicas se han construido desde un discurso androcéntrico, lo que ha supuesto una dificultad añadida a la incorporación paritaria de la mujer.

El movimiento feminista europeo, iniciado en 1880, intentó atraer la atención sobre la capacidad de las mujeres para participar en la ciencia. En 1888 un periódico titulado «La Revue Scientifique des Femmes» fue fundado en París. En 1894 los Saint Simonians mantuvieron su primera conferencia sobre este tema, de la que nació el libro de Alphonse Rebière «Les femmes dans la Science». Ese mismo año Elise Oelsner publicó «Leistungen der deutschen Frau» en el que prestaba atención a los logros de distintas mujeres. No obstante, el formato enciclopédico de estos libros dificultó una divulgación amplia de los mismos y se siguió ignorando la existencia de grandes científicas. Antifeministas como Gino Loria3 , en Italia, señalaron que, incluso, si se pudieran llenar trescientas páginas con las contribuciones de mujeres, un proyecto semejante referido a los hombres tomaría tres mil. ¿Qué mujer, se preguntaba Loria, puede rivalizar con Pitágoras, Arquímides o Leibniz?.

En respuesta a estas críticas, feministas europeas y americanas desviaron su estrategia, dejando de enfatizar los logros científicos de las mujeres para poner el acento en las barreras existentes para una participación mayor. El primer trabajo detallado en este sentido apareció en América en 1913 con el título «Woman in Science»4. Era un apasionado intento de mostrar que, si las mujeres habían conseguido éxitos en la ciencia, era desafiando las barreras y los códigos convencionales que pretendían confinarlas en las tareas vinculadas con el cuidado de la casa y de los hijos.

El cuadro no cambió con la emergencia de la Historia de la Ciencia como disciplina moderna entre 1920 y 1930. Este nuevo campo, orientado a estudiar la relación entre ciencia y sociedad, no consideró el papel de las mujeres. Incluso las que se dedicaron a su estudio, como Marie Boas Hall, Martha Ornstein o Dorothy Stimson prestaron poca atención a la problemática de la participación femenina. Merton5, por ejemplo, en su obra pionera sobre la ciencia inglesa del siglo XVII, señalaba que el 62 por ciento de los miembros de la Royal Society eran puritanos, que no prestaban ninguna atención al hecho de que el cien por cien fueran varones.

En nuestros días la situación ha mejorado, evidentemente. No existen ya mecanismos de exclusión de las mujeres de las instituciones científicas. No obstante, y a pesar de los esfuerzos realizados en acciones afirmativas, la limitada participación de las mujeres en la ciencia no ha desaparecido. Una gran variedad de disciplinas ha intentado explicar los mecanismos de esta exclusión. Los sociólogos e historiadores han identificado barreras estructurales, tanto en la sociedad como en las instituciones científicas, que impiden un mayor avance profesional de las mujeres; los biólogos han empezado a desentrañar «el mito del género» existente en el cuerpo femenino; los filósofos han comenzado a definir las distorsiones basadas en el género existentes en las normas y las prácticas de la ciencia, y a discutir epistemologías alternativas para éstas. Todos ellos han focalizado su atención sobre la forma en que las diferencias sexuales han sido utilizadas por las sociedades en su intento por mantener una distribución desigual del trabajo y del poder.

Evolución histórica

La comprensión de las diferencias de género y de cómo éstas operan en el mundo de la ciencia actual exige un examen de la historia de las mujeres en la ciencia, así como del papel que la «cuestión femenina» y la «naturaleza» de la mujer juega en los orígenes de la ciencia moderna.

Cuando se analiza la Historia de la Ciencia desde esta perspectiva se comprueba que las mujeres han participado en su desarrollo desde la más remota antigüedad. No obstante, sus contribuciones y su papel han sido frecuentemente ignorados por los historiadores, cuando no ocultados deliberadamente tras las figuras masculinas de sus maridos, maestros, etc. En otros casos, determinadas mujeres, que en su época gozaron de reconocimiento general dentro de la comunidad científica, fueron posteriormente desapareciendo en el recuerdo de los historiadores de la ciencia. Así, pocas personas son conscientes actualmente de que Maria Sklodowska, conocida como Marie Curie al tomar el apellido de su marido, fue la primera persona, hombre o mujer, en ganar el Premio Nobel dos veces, la primera en Física junto con su marido, la segunda en Química por su trabajo en solitario. Más recientemente, la contribución de Mileva Maric a las teorías de Einstein, reconocida por el propio físico, ha sido desconocida, cuando no puesta en entredicho por la ciencia oficial. Por último, parece probado que la contribución de Rosalind Franklin fue decisiva para la determinación de la estructura helicoidal del ADN por Wilkins, Watson y Crick; los tres científicos recibieron el Premio Nobel por este descubrimiento tras la muerte de Rosalind, cuyo papel no ha sido nunca reconocido.

La historia escrita de la ciencia se inicia en Egipto y Mesopotamia dos mil años antes de Cristo. Las Matemáticas, la Astronomía y la Medicina fueron desarrolladas en estos pueblos por hombres y mujeres conjuntamente, conservándose constancia de la importancia adquirida por algunas mujeres, como Aganice. Concretamente algunas ramas de la Medicina, como la Ginecología, eran practicadas exclusivamente por mujeres.

En el mundo griego las mujeres se encontraron en condiciones más desfavorables para participar en la creación del conocimiento, debido a que no se les permitía intervenir en la vida pública. No obstante, durante la edad de oro de la civilización griega (siglos V-IV antes de Cristo) se tiene noticia de la existencia de dos mujeres, cuyas contribuciones fueron decisivas en la escuela pitagórica. La primera fue Temistoclea, una sacerdotisa de Delfos dedicada a la especulación matemática y filosófica, cuyas doctrinas fueron recogidas por Pitágoras, que se basó en ellas para construir su propia teoría matemática. La segunda, Teano, se dedicó a la Cosmología. Discípula de Pitágoras, se convirtió posteriormente en su mujer y continuó la obra de éste.

La cultura clásica griega, que constituye la base de nuestra civilización occidental, recoge y selecciona los conocimientos de los pueblos hegemónicos que vivieron con anterioridad. En su marco se sentaron los principios filosóficos y científicos, muchos de los cuales han llegado hasta nuestros días. En Grecia, sin embargo, la situación para las mujeres en el ámbito científico, así como en muchos otros aspectos, cambió radicalmente. Los ciudadanos atenienses se dedicaban a la actividad política y cultural, quedando las restantes tareas a cargo de las mujeres, de los esclavos y de los extranjeros. En este contexto las únicas mujeres capaces de hacer ciencia eran las hetairas (compañeras de los hombres), casi todas extranjeras. Entre ellas destacaron Aspasia -que vivió con Pericles y en los Diálogos de Platón aparece como maestra de Sócrates-, y Diotima, también maestra de este último.

En el imperio romano las mujeres, aun sin disponer de los derechos de que disfrutaban los hombres, podían aprender a leer y escribir. Las matronas de clase alta participaban en salones literarios y podían intervenir en foros públicos. Sin embargo, la Medicina fue el único campo científico en que pudieron participar como profesionales.

A la caída del imperio de Occidente el centro de la cultura se traslada a Alejandría, en cuyo Museo se crea la primera institución dedicada a la investigación científica, y que es financiada con fondos públicos. Allí floreció la Alquimia antigua que, buscando explicaciones a los fenómenos naturales, constituyó el origen de la Química. Entre sus cultivadores destacó María la Judía, que escribió importantes tratados, desarrolló técnicas específicas e inventó sofisticados aparatos para la destilación y la sublimación. El baño maría, utilizado todavía para mantener constante la temperatura, es un descubrimiento suyo.

En Alejandría trabajó también Hypatia, quien, además de importantes estudios sobre Matemáticas y Astronomía, realizó trabajos en Mecánica y Tecnología aplicada. Durante mucho tiempo fue la única mujer citada en la historia de las Matemáticas y de la Astronomía. No obstante, se ha dado más relevancia a su vida y a su muerte, rodeadas de cierto romanticismo, que a su trabajo intelectual.

En la Edad Media se inició la era obscura de Europa, en la que el progreso científico estuvo limitado por la necesidad de justificar las verdades teológicas. Durante mucho tiempo, a lo largo de los siglos VI al XI, la única vía de acceso a la educación y a la cultura para las mujeres fue la de los conventos y los monasterios. En ellos las hijas de señores feudales pudieron dedicarse al estudio y a la vida contemplativa. Dos nombres han llegado hasta nuestros días: Sta. Radegunda, abadesa de Poitiers, e Hildegarda de Eibingen, que en 1133 consiguió publicar en Estrasburgo una enciclopedia de Historia Natural. Sus libros fueron muy utilizados en las universidades. En el siglo XI el papa Gregorio VII suprimió los monasterios mixtos y paulatinamente esta vía de estudio para las mujeres fue desapareciendo.

La otra institución existente, la universidad, estuvo vedada para las mujeres hasta el siglo XIX y en algunos países hasta el XX. Durante toda la Edad Media su objetivo consistió en formar para la Iglesia y para la Administración, constituyendo ámbitos exclusivamente masculinos. Únicamente en Italia las mujeres pudieron asistir a la universidad. Concretamente en la de Salerno estudió Trótula de Salerno, cuyos tratados médicos fueron textos modélicos en las escuelas de medicina hasta el siglo XVI.

El sistema de ideas y valores de la Edad Media, basado en la filosofía aristotélica y tomista, va a ser sustituido durante el Renacimiento por la nueva Filosofía Natural. La observación y la experimentación se impondrán sobre la especulación, iniciándose la revolución científica. A lo largo del siglo XVI la nueva ciencia irá surgiendo de distintas instituciones, en algunas de las cuales las mujeres encontraron espacios de participación.

Las primeras de estas instituciones fueron las cortes de los príncipes renacentistas. En ellas coexistieron dos culturas con ámbitos perfectamente delimitados: por un lado, el gobierno político y las artes marciales como profesiones exclusivamente masculinas; por otro, el cultivo de las letras y el trabajo intelectual fue ejercido por algunas mujeres de la clase alta y por los humanistas.

En segundo lugar, la ciencia moderna se va configurando en los talleres artesanales, en los que las mujeres participaban como aprendizas y como trabajadoras, frecuentemente en su calidad de hijas y esposas de los artesanos. En estos talleres se practicaban la Astronomía y la Entomología, por lo que no tiene nada de extraño que un número importante de mujeres haya pasado a la historia de la ciencia por cultivar con éxito ambas disciplinas. Concretamente entre 1650 y 1710 un 14 por ciento de los astrónomos alemanes eran mujeres. Entre ellas destacaron Maria Cunitz, que publicó un tratado sobre la simplificación de las Tablas Rudolfinas de Kepler. Durante mucho tiempo el tratado fue atribuido a su marido, quien debió desmentirlo.

Sus trabajos fueron continuados por Elisabeth Korpman, que logró recopilar en un catálogo 1888 estrellas, el mayor número logrado hasta la utilización del telescopio. Maria Winckelmann descubrió el cometa de 1702, pero, contrariamente a la tradición establecida, éste no recibió su nombre.

Maria Merian sentó las bases empíricas de la Entomología europea y entre sus discípulas estuvo Maria van Schurman, defensora de la educación científica de las mujeres. Por último, Caroline Herschel, desarrollando la Astronomía sideral, encontró la primera evidencia de la gravitación universal fuera del sistema solar. Ella y Mary Sommerville fueron las primeras mujeres admitidas en la Real Sociedad de Londres en 1835, aunque sólo a título honorífico.

Asimismo, en el siglo XVI tuvieron un notable desarrollo la Anatomía y la Cirugía, en las que destacaron Louise Bourgeois y Olivia Sabuco de Nantes.

Como respuesta a los viejos métodos de las universidades surgen durante los siglos XVI y XVII los salones y los círculos científicos, como instituciones intelectuales dirigidas exclusivamente por mujeres. Constituyeron un espacio para la participación científica femenina; sin embargo, esta participación no fue nunca legitimada y las mujeres quedaron en la periferia de la ciencia. Dos mujeres destacan en estos ámbitos: Margaret Cavendish, que, tras numerosos rechazos de la comunidad científica masculina, logró que se le abrieran las puertas de la Real Sociedad de Londres en 1667, aunque únicamente para asistir a una sesión, y lady Mary Montagu, que introdujo en Europa la inoculación contra la viruela.

La ciencia oficial masculina se desarrolla entretanto en las Academias Científicas, consideradas como un paso clave para la aparición de la ciencia moderna y para su institucionalización. A partir de este momento la ciencia deja de ser una ocupación más o menos ociosa para convertirse en una profesión de la que las mujeres se verán excluidas expresamente.

En 1662 se crea la Real Sociedad de Londres, pero ninguna mujer fue elegida miembro de pleno derecho hasta 1945, trescientos años después. La Academia de Ciencias de París nació en 1666 y, aunque en sus normas no aparece una prohibición expresa sobre la entrada de mujeres, la realidad es que Emilie de Châtelet no fue admitida a pesar de su contribución a la difusión de la física de Newton, y todavía en 1911 se vetó la entrada en ella de Marie Curie. En la Academia de Ciencias de Berlín, fundada en 1700, las primeras mujeres admitidas fueron las físicas Lise Meitner en 1949 e Irène Joliot-Curie en 1950.

Durante estos años se desarrolla la ciencia moderna, como consecuencia y fruto de una serie de revoluciones. El historiador Alexandre Koyré ha descrito estos cambios como el paso desde el mundo geocéntrico de los griegos y de la Astronomía medieval al mundo heliocéntrico y más tarde no centrado de la Astronomía moderna; la conversión del pensamiento europeo de la teoría a la praxis; la sustitución del patrón de pensamiento y explicación teológicos por una visión mecánica del mundo.

A lo largo del siglo XVIII se produce un resurgir de la ciencia química a partir de las doctrinas de la antigua Alquimia y de la Iatroquímica. Destaca en este campo Marie Lavoisier, que con su marido, Antoine, consiguió llevar a cabo la transición fundamental de la Química, reemplazando la Alquimia por principios científicos sistemáticos. Asimismo, en este siglo se fueron aceptando lentamente las teorías de Newton en el continente europeo. En su conocimiento y difusión fue decisiva la labor realizada por Emilie de Châtelet, quien en colaboración con Voltaire escribió los «Elementos de la Filosofía de Newton».

En la misma época, en Italia -a diferencia de lo que sucede en el resto de Europa-, las universidades admiten a mujeres en su claustro, lo que permite a las italianas contar con una educación formal vedada a sus congéneres europeas. En consecuencia, numerosas mujeres destacan en todas las disciplinas, pudiendo citarse a Elena Cornario Piscopia, primera mujer en recibir un doctorado; a Laura Maria Catarina Bassi, que recibió el doctorado en Filosofía y fue la primera mujer catedrática; a Maria Agnesi, que recoge los nuevos conocimientos matemáticos; a Anna Morandi, catedrática de Anatomía; y a Lucia Galvani, que descubrió la electricidad animal en colaboración con su marido.

En el siglo XIX se consolida la institucionalización de la ciencia, como consecuencia de haberse convertido en imprescindible para la industria y para la guerra. Si en los primeros años de la moderna Europa los talleres artesanales y los salones habían abierto una posibilidad, aunque limitada, a la participación de las mujeres en las tareas científicas, la ruptura del viejo orden, tanto en el sistema de gremios como en cuanto a los privilegios aristocráticos, va a suponer un cambio dramático en el papel de la mujer en este ámbito.

Dos acontecimientos, la privatización de la familia y la profesionalización de la ciencia, afectarán a las mujeres. Al mismo tiempo que el hogar estaba experimentando un proceso de privatización, la ciencia estaba siendo profesionalizada (un proceso gradual que tuvo lugar durante dos siglos). Con la polarización creciente de las esferas pública y doméstica, la familia se trasladó a la esfera privada del hogar, mientras la ciencia emigraba hacia la esfera pública de la industria y de la universidad. Las mujeres que deseaban continuar una carrera científica tenían dos opciones: podían intentar seguir cursos de instrucción pública y certificación en las universidades que comenzaban a admitirlas, lo que no era posible en el siglo anterior: o podían continuar participando dentro de la esfera familiar (ahora privada) como «asistentes invisibles» de sus maridos, padres o hermanos científicos. Este fue el patrón seguido por las mujeres científicas en el siglo XIX.

Existen numerosos ejemplos de mujeres afectadas por la imposibilidad de acceder a la enseñanza universitaria, que deben suplir ésta por una educación no formal, realizada de forma autodidacta fuera de la comunidad científica o facilitada por familiares. Entre ellas habría que citar a Sophie Germain, que, tras ser rechazada en la Escuela Politécnica de Francia por ser mujer, publicó sus trabajos con un seudónimo masculino y consiguió ganar el premio extraordinario de la Academia. Asimismo, Ada Lovelace, cuyos trabajos se consideran precursores del ordenador; Sonia Kovalevskaia, primera mujer admitida en la Academia Imperial de Ciencias de Rusia; Mary Sommerville, que, con el apoyo de su marido, fue la primera mujer en realizar experimentos, lo que estaba vedado hasta entonces a las mujeres por considerarse superior a las capacidades femeninas.

Con la llegada del siglo XX la situación de la ciencia en general y de las mujeres científicas, particularmente, va a experimentar un cambio radical. La ciencia deja de ser una actividad individual, ejercida frecuentemente con recursos propios, para institucionalizarse en las universidades, en la industria y en los centros de investigación estatales. La «little science» va cediendo paso a la «big science», necesitada de un volumen cada vez mayor de recursos y de una gran capacidad de organización. Las mujeres van logrando progresivamente una igualdad de derechos con los hombres, y las puertas de las universidades y de las instituciones científicas se abren para ellas, eliminándose cualquier tipo de discriminación formal.

Su contribución al desarrollo científico-técnico es importante; el número de mujeres que han conseguido resultados espectaculares en casi todas las disciplinas científicas es muy alto, por lo que continuar citando los nombres de las que más han destacado sería una tarea estéril. En cualquier caso, sigue siendo cierta la crítica realizada por Gino Loria en el siglo XVII. Su porcentaje, en relación con las cifras totales, continúa siendo mínimo. Y esto sucede todavía en los países que se encuentran a la cabeza del desarrollo científico-técnico mundial.

Situación actual

Datos recientes de la National Science Foundation muestran que en los Estados Unidos el porcentaje de mujeres que, o bien no trabajan o lo hacen a tiempo parcial, es mucho mayor que el de hombres en todas las ramas de la Ciencia. Asimismo, el porcentaje de mujeres licenciadas en ramas científicas es menor que el de hombres, con una relación de 8 a 54 en el caso de las Ingenierías. En cuanto a su posición dentro de las instituciones de enseñanza superior, el porcentaje de mujeres en los puestos de menor nivel (Adjunct Faculty y Lecturer) está próximo al 40 por ciento, pero desciende al 8 por ciento en la categoría de profesor.

Esta situación es aún más desigual en Japón, ya que en la Universidad de Kyoto el porcentaje de mujeres matriculadas en las Facultades de Ciencias y en las Ingenierías es del 6 y del 3 por ciento respectivamente, sin que exista representación femenina entre el profesorado de mayor categoría académica.

La situación no es mucho mejor en los tres países europeos más desarrollados científicamente: Alemania, Gran Bretaña y Francia. Únicamente en este último país mejora relativamente la posición de las mujeres, especialmente en Biomedicina y Ciencias de la Vida, ramas científicas más relacionadas históricamente con el estereotipo femenino.

Germany

Percent of Women
College and University (1988) Max-Planck Institutes (1991)
Math & Natural Sciencie Engineering
Professor 1,2 0,5 1
Assoc. professor 2,5 0,6
Assist. professor 2,8 1,6 8
Postdoc na* na 24
Doctoral degree 20 5 23
Master`s degree 35 10 na
Undergrad. 35 12 na*
not applicable

Deutschmarks. Although more womwn are now getting siencie Ph.D.s in Germany, a lack of child-care facilities, among other problems, makes it difficult for women to pursue scientific careers.

UK

University Staff

Percent of women by subject and grade (1990)

Professors Readers Lecturers
Biological Sciencies 1,9 6,3 23,6
Chemistry 0 1,6 13,2
Physical Sciencies 1,3 1,6 10,6
Mathematics 0 3,6 11,2
Computer Sciencie 0 6,8 13,5
Engineering 0,7 1,4 6,2

Low marks. The UK has a poor record of getting women invloved in sciencie. But academic societies and government are beginning to adress the problem, and since 1984 the percentage of women studyng engeenering at colleges and universities has risen from 7% to 15%.

En cuanto a España, únicamente se dispone de cifras relativas a la enseñanza universitaria, ya que las estadísticas oficiales no tienen en cuenta la variable género al analizar los recursos humanos dedicados a tareas de I+D. Según datos del Ministerio de Educación y Ciencia, en el curso 1986-87 las alumnas superaron por primera vez el 50% del total, pero este aumento se ha visto orientado fundamentalmente hacia las especialidades en las que ya existía una mayor concentración de mujeres, como Farmacia, Filosofía, Psicología, etc., hasta el punto que el 60% de alumnas se concentra en dos Facultades: Filosofía y Letras y Derecho. En las opciones científicas las mujeres están concentradas en un número limitado de ramas: Medicina, Biología y Química. Las Ingenierías y la Arquitectura sólo son elegidas por el 1,8% de las universitarias, concentrándose el mayor número en esta última. De este pequeño porcentaje únicamente un 0,9% termina sus estudios.

PROPORCIÓN QUE REPRESENTAN LAS MUJERES EN EL ALUMNADO DE LAS ESCULAS TÉCNICAS SUPERIORES

Escuelas % M Curso 1984-85 % M Curso 1986-87
Arquitectura 22.1 49.0 24.0 44.9
Agrónomos 22.0 14.5 24.0 13.6
Aeronáticos 5.6 1.5 8.0 1.6
Cam., Canal. y Puertos 6.9 4.5 8.0 4.7
Industriales 7.4 16.9 9.0 19.8
Minas 13.0 2.8 13.0 2.6
Montes 18.7 2.5 20.0 2.3
Navales 7.1 0.6 10.0 0.7
Telecomunicac . 6.8 5.7 10.0 8.0 I
Química 29.3 2.0 32.0 1.8
Total 13.0 100.0 15.0 100.0

COMPARACIÓN POR FACULTADES (AGRUPADAS SEGÚN LA DENOMINACIÓN EN 1960-61) DE LA DISTRIBUCIÓN DE MUJERES Y HOMBRES EN LA UNIVERSIDAD CURSOS 1960-61, 1970-71 Y 1986-87 (%)

Facultades Mujeres Varones
60/61 70/71 86/87 60/61 70/71 86/87
Bellas Artes - - 1.6 - - 1.3
Ciencias (*) 20.0 19.1 9.9 21.7 21.4 13.2
CC. Eco. y Empres. 5.0 6.8 9.3 12.0 17.2 18.0
CC. Polític. y Sociología - - 1.1 - - 1.0
CC. de la Información - - 3.1 - - 3.0
Derecho 6.6 7.1 21.3 27.0 15.0 27.4
Farmacia 19.5 6.5 5.0 2.9 2.5 2.3
Filosofía y Letras(**) 39.0 46.0 38.6 6.9 17.6 20.8
Informática - - 1.0 - - 2.3
Medicina 9.6 13.8 7.3 27.8 24.8 7.7
Veterinaria 0.1 0.4 1.7 1.7 1.2 2.8
Teología - - 0.0 - - 0.2
Total 100% 100% 100% 100% 100% 100%

Estos datos demuestran, sin lugar a dudas, que las mujeres no han alcanzado la igualdad social, tanto desde el punto de vista de las profesiones a las que encaminan su actividad como desde la perspectiva del rendimiento económico y el status que obtienen de ellas. Esto es especialmente cierto cuando se trata de profesiones ligadas con el estudio, la generación o la transmisión de la ciencia y la tecnología. Los esfuerzos realizados por el movimiento feminista y los cambios introducidos en los sistemas educativos de todos los países no han bastado para modificar substancialmente esta situación de desigualdad. Las causas, por tanto, deben buscarse en la pervivencia en el inconsciente colectivo de mitos y cosmologías relativas al lugar que las mujeres ocupan en la naturaleza y en la sociedad, mitos que afectan tanto al concepto y a la opinión que las sociedades tienen de la capacidad de las mujeres como a su propia autoestima.

Teorías filosóficas

La primera de estas cosmologías fue formulada por Aristóteles, uno de los filósofos que más ha influido en el pensamiento occidental y que sentó las bases «científicas» para la exclusión de la mujer del mundo de la ciencia. A partir de su teoría de los humores, consideró a la mujer como un hombre imperfecto o deformado, ya que el semen constituía el origen del alma. Para la teoría aristotélica la masculinidad o la femineidad no tenían nada que ver con la naturaleza sexual de hombres y mujeres, sino que resultaban de la mezcla específica de los cuatro elementos, definiéndose el varón por el movimiento y la hembra por la pasividad. Las características que definen la naturaleza femenina impiden a las mujeres, según el filósofo, cualquier pensamiento racional.

Estos principios, desarrollados posteriormente por Galeno, son incorporados por el tomismo a la Escolástica de la Edad Media. Mezclados con la creencia judeo-cristiana sobre la creación de la mujer a partir del cuerpo del hombre, marcarán durante diez siglos las concepciones sobre el papel de la mujer en la sociedad. Posteriormente influirán en la tradición de la Filosofía Natural y formarán parte del cuerpo de conocimientos que prevaleció durante dos mil años. Su pervivencia se encontrará todavía en los microscopistas del siglo XVII, que al observar una gota de semen en el microscopio podían ver un hombre perfectamente delimitado.

El humanismo renacentista, tras una recuperación de Platón y, como consecuencia, de las aportaciones de la nueva filosofía iniciada por Descartes y Locke, supone una voluntad de redefinir la concepción de la mujer, que tendrá una gran influencia en los años siguientes. Los grandes filósofos de la época permanecieron muy silenciosos sobre las diferencias de género, centrados como Descartes en la preocupación sobre el método científico y la epistemología; como Locke en los derechos del rey; como Leibniz en los métodos de cálculo. No obstante, se considera que hicieron posible el feminismo al replantear los prejuicios sobre las capacidades intelectuales de las mujeres sobre la base de ideas distintas, especialmente en sus ataques a la teoría aristotélica. Para Descartes6 no hay mentes incapaces de pensamiento racional o de comprender la ciencia, si son bien entrenadas. Para él la razón es de la misma naturaleza en todos los humanos y la única diferencia entre hombres y mujeres son los órganos sexuales.

Asimismo, algunos humanistas utilizaron estas nuevas doctrinas para contradecir la autoridad bíblica. Agrippa von Nettesheim7 se enfrentó a la escolástica utilizando su propia lógica. Frente al argumento de la superioridad masculina por su creación anterior, ella aducía que la mujer es superior y más perfecta por ser creada más tarde. François Poullain de la Barre8 aplicó el principio de la duda metodológica al dominio social y, utilizando los términos del cartesianismo, intentó demostrar que no había diferencias significativas entre los sexos. Sin embargo, y a pesar de estas críticas a las creencias establecidas, la filosofía de la época permaneció silenciosa sobre la capacidad femenina, de forma que lo aparentemente neutral sirvió, en última instancia, para mantener intocadas las prerrogativas sociales e intelectuales del varón.

En los siglos XVI y XVII, con el inicio de la Anatomía moderna, se intenta demostrar que no existen diferencias sexuales en el cerebro. Bajo la influencia del positivismo la ciencia se hace empírica, objetiva y neutral, basando sus conclusiones y sus teorías sobre la inferioridad femenina en las diferencias de medidas, pesos, etc. El cambio más importante se produce en la concepción de los órganos sexuales, al dejar de contemplarse el útero como una especie de animal maligno, dotado de poderes y movimiento. En apoyo de esta concepción Vesalius9, en 1538, dibujaba un útero dotado de cuernos. La mujer deja de considerarse como un hombre imperfecto y Crooke10 denuncia como absurdo el punto de vista de Galeno sobre la similitud de los órganos sexuales masculinos y femeninos.

La segunda transformación se refiere al papel jugado por la mujer en la concepción. Si hasta ese momento se había considerado únicamente el papel del hombre en la fecundación, ahora James Keill11 piensa que la principal contribución es femenina y James Drake12 que tanto el hombre como la mujer tienen fluidos seminales que participan en la procreación. Así y todo continúa persistiendo la teoría de los humores y Vesalius mantiene que únicamente existen diferencias en los órganos reproductores; todas las restantes partes del cuerpo son intercambiables.

A finales del siglo XVIII se va a producir una nueva visión sobre los orígenes y el carácter de las diferencias sexuales, estableciéndose la relación entre sexo y género. Por primera vez autores como Pierre Roussel, contemplan la existencia de sexualidad en todo el cuerpo, mientras Ackermann13 detalla las diferencias en huesos, venas, etc. Thomas Lequeur14, por otra parte, señala que las relaciones anatómicas no son de igualdad o desigualdad, sino de diferencia. Aun cuando ambos cuerpos eran considerados perfectos en sus diferencias, éstas se organizaban jerárquicamente. La medida estándar era el hombre y se consideraba a la mujer como algo incompleto y desviado con respecto al modelo varonil. El varón europeo se convierte en el ideal, con referencia al cual se analizan tanto los cuerpos femeninos como los varones de otras razas.

En esta línea Thiroux d’Arconville, una mujer que publicaba sus trabajos con nombre masculino, mantenía que el cerebro de mayor tamaño en el hombre era signo de inteligencia, mientras una pelvis mayor en la mujer se relacionaba con la maternidad. Las aportaciones de Soemmering15, demostrando que el cráneo de la mujer era más grande en proporción a su cuerpo que el del hombre, así como más pesado, fueron ignoradas. Se puso así de manifiesto cómo las teorías científicas estaban impregnadas de valores culturales y reproducían ideales contemporáneos sobre lo masculino y lo femenino, enmendando a la naturaleza para hacer emerger ideales.

En el siglo XIX, cuando se comienza a comprobar empíricamente que el cráneo de las mujeres es mayor, deja de relacionarse su tamaño con la inteligencia. A partir de entonces se considera que, de la misma forma que ocurre con los niños, el mayor tamaño en el cráneo de las mujeres se debe, según autores como Barclay16, a un crecimiento incompleto, y según Posner17 y algunos otros a que el desarrollo femenino se ha detenido en un estadio anterior de la evolución.

Sin embargo, el auténtico impulso para investigar las diferencias sexuales fue político. Los pensadores de la Ilustración y los teóricos que sentaron las bases ideológicas de la Revolución Francesa se enfrentaron con el dilema de cómo conciliar la subordinación femenina con el axioma de la igualdad de todos ante la Ley Natural. El marqués de Condorcet18 señala en este sentido: «Si las mujeres deben ser excluídas de la polis, es preciso demostrar una diferencia natural que legitime esta exclusión». En consecuencia, dentro del pensamiento liberal se buscó evidencia científica de que la naturaleza humana no es uniforme, y sobre la base de esta falta de uniformidad se justificó un trato diferente a hombres y mujeres. Esta nueva forma de pensamiento puede resumirse en la frase de Jaucourt19: «Las leyes y costumbres de Europa dieron la autoridad al varón por ser superior en inteligencia y fuerza».

La revolución en la vida y en las costumbres europeas entre 1760 y 1820 culminó con el triunfo de la Teoría de la Complementariedad sexual, cuyo principal ideólogo y defensor fue Rousseau20. Sus presupuestos radicaban en una constatación muy simple: hombres y mujeres no son física ni moralmente iguales, sino complementariamente opuestos, luego no es posible que disfruten los mismos derechos. Con esta teoría las desigualdades «naturales» se utilizan para satisfacer las necesidades de la sociedad europea. Según Rousseau las mujeres no son inferiores a los hombres, son diferentes, incomparables y, por lo tanto, su papel en la democracia debe ser actuar como madres y como nodrizas.

Con estos planteamientos se da una resolución ideológica a los problemas planteados durante todo el siglo. Rousseau, como padre de los esfuerzos para establecer una esfera exclusivamente doméstica para la actuación de las mujeres, consideraba que la mujer es el complemento del hombre, no su igual, y este papel complementario le ordena un papel diferente en la sociedad. Con ello dio respuesta a las dos grandes amenazas que enfrentaban los hombres de clase media: el poder y los privilegios tradicionales de las mujeres aristocráticas y las demandas de las mujeres del Tercer Estado. Su objetivo de anular las distinciones de género fue logrado: el sexo impregna la vida entera de la mujer, hasta su inteligencia, incapacitándola para la esfera pública. Utilizando nuevas fundamentaciones para un viejo argumento y modificando la estructura causal de éste, no sus componentes, se consigue el objetivo pretendido.

La Teoría de la Complementariedad, apoyada por la comunidad médica y científica, logra dos fines diferentes: mantener a la mujer fuera de la competición con los hombres en la esfera pública y preservar a la familia dentro del Estado. Desde 1790 se extendió por toda Europa impregnando el derecho positivo e impidiendo la igualdad de derechos para las mujeres. Las características de la masculinidad siguieron siendo la medida de todas las cosas, hasta el punto que en 1798 Kant21 decía: «La mujer no esconde su deseo de ser varón, pero no he conocido a ningún hombre que deseara ser mujer».

Su influencia ha sido tal, que durante mucho tiempo los movimientos feministas igualitaristas han continuado primando lo varonil y considerando que era la mujer y no la sociedad quien necesitaba reformarse, masculinizarse y actuar con comportamientos propios del hombre. Con ella se consiguió excluir a la mujer de la esfera pública durante dos siglos, pero se excluyeron también un conjunto de valores, cualidades y características subsumidas en el término femineidad.

Sus consecuencias no se encuentran ya en la legislación de ningún país del mundo, pero han dejado su impronta y perviven aún en la conciencia de muchos hombres y mujeres, porque se fundamentaron en un discurso científico pretendidamente neutral. Carl Pockels22, en su noveno libro dedicado a analizar las diferencias sexuales, señala que, utilizando los principios de la razón y con un enfoque «empírico» e «imparcial,» ha llegado a la conclusión de que el aprendizaje masculiniza a las mujeres. Theodor von Bischoff23 utilizaba el imparcial método científico para probar que «la naturaleza pura y sin adulterar de las mujeres no es científica». Todavía a mediados del siglo XIX Auguste Compte24, preguntándose cómo reconciliar la igualdad de derechos con la subordinación, señalaba: «La subordinación entre hombres desaparecerá gradualmente porque no hay diferencias orgánicas entre dominante y dominado. En el caso de la mujer continuará para siempre, porque deriva directamente de su inferioridad natural». Todos ellos consiguen demostrar, en última instancia, que la ciencia no puede ser considerada neutral si excluye sistemáticamente de sus instituciones a ciertos grupos. La desigualdad en el poder hace imposible la verdadera imparcialidad.

Women in Science

En 1991 la prestigiosa revista Science incluyó un suplemento titulado «Women in Science»25. En él se recogen las opiniones de un grupo numeroso de mujeres estadounidenses, dedicadas al ejercicio de la Neurociencia, la Química y las Matemáticas, sobre las dificultades que encuentran para llegar a la cumbre de las instituciones científicas. Las dificultades reseñadas son de dos tipos: psicológicas y relacionadas con sus actitudes y su personalidad; sociológicas y derivadas de la estructura de la familia, de las instituciones de ciencia o de la propia sociedad.

Entre las primeras se encuentra la actitud mantenida por los hombres y que ha sido interiorizada por muchas mujeres de no tener las condiciones necesarias para lograr el éxito científico, lo que se plasma en inseguridad y débil autoestima. Características típicamente masculinas como el liderazgo basado en la osadía y en la agresividad son consideradas negativamente en el caso de las mujeres. Persisten aún actitudes y comportamientos machistas: la mujer excesivamente femenina y preocupada por su aspecto no es tomada en serio, mientras que en el caso opuesto se la considera agresiva y desagradable. Frecuentemente la decisión de ser madre es tomada como una falta de compromiso con la ciencia; su consecuencia es que un 38% de las químicas americanas permanecen solteras, frente al 18% de los químicos. Las científicas dedicadas a las matemáticas denuncian, asimismo, actitudes de abierta hostilidad entre sus compañeros.

Entre las dificultades de tipo social se encuentra la triple carga de ser científica, esposa y madre, en una sociedad que hace recaer la mayor parte de la responsabilidad familiar sobre la mujer. Todavía hoy en día constituye un lugar común decir que detrás de todo gran hombre hay siempre una gran mujer, cuya misión principal es comprenderle y facilitarle la vida, pero detrás de la mujer científica suele haber un profesional preocupado por su propia área de actividad, cuando no otro científico. Todas las encuestadas señalan que la dificultad no radica en acceder a los puestos de investigación, sino en realizar investigaciones de primera línea. Las científicas se consideran excluídas de los auténticos centros de poder, constituídos por hombres, que se sienten más cómodos entre sí. Asimismo, las mujeres publican menos y lo hacen en revistas de menor categoría, lo que constituye al mismo tiempo la causa y el efecto de un menor status científico.

Con todo, el mayor problema parece radicar en la estructura rígidamente jerarquizada de los departamentos de investigación. Estos están dirigidos por un jefe de línea o investigador principal, que resuelve sobre la orientación de la investigación, reparte tareas y recursos económicos o de infraestructura y decide sobre quién y dónde debe publicarse. Estos investigadores principales suelen ser varones. Concretamente en el caso de las Matemáticas, en los diez principales Departamentos de las Universidades americanas, frente a 300 hombres cabeza de grupo existen únicamente 2 mujeres.

Conclusión

De todos los aspectos que se han ido analizando, es posible concluir que a finales del siglo XX existen todavía mecanismos y actitudes de discriminación hacia la mujer en el mundo de la Universidad y de la Ciencia. El discurso científico continúa siendo androcéntrico, y esta situación perjudica tanto a las mujeres como a los hombres o a la propia ciencia. A las mujeres, porque les obliga a superar una serie de barreras, lo que se empieza a llamar la «barrera de cristal», empleando en ello unas energías y una inteligencia que deberían utilizarse en la creación científica. A los hombres, porque no serán auténticamente libres para vivir y para crear mientras esta libertad no sea compartida con las mujeres. A la ciencia, en fin, porque si rechaza a la mujer, rechaza también un conjunto de valores imprescindibles para la creación científica, una parte del patrimonio cultural de la humanidad. El progreso humano y científico se logrará mejor integrando a las mujeres en el eje principal de la cultura dominante.

Transformar esta situación exige cambios profundos. Cambios en la actitud de las mujeres, en nuestra propia valoración y autoestima. No hay nada inherentemente masculino en la ciencia, sólo es parte del territorio que correspondió al hombre en la lucha que dividió el trabajo social e intelectual entre los sexos en la sociedad europea. Cambios también en las estructuras patriarcales de la ciencia, para hacerlas más democráticas, más participativas, más transparentes. Por último, cambios en las mentalidades, para acabar definitivamente con las tradiciones, los mitos y las cosmologías que durante siglos han pretendido expulsar a la mujer del conocimiento científico26.

Notas bibliográficas

(1) KELLER, Evelyn Fox. «Reflections on gender and science». New Haven, 1985.

(2) BLEIER, Ruth ed. «Feminist aproaches to science». Elmsford, New York, 1986.

(3) LORIA, Gino. «Les femmes mathematiciennes». Revue scientifique, 20, 1903.

(4) MOZANS, H.J. «Woman in Science». Cambridge, Massachusetts, 1903, 1974.

(5) MERTON, Robert. «Science, Technology and Society in Seventeenth Century England». New York, 1938, 1970.

(6) DESCARTES, René. «Discours de la Méthode pour bien conduire sa raison et chercher la verité dans les sciences». Susan Bordo. «The Flight to objectivity: Essays in Cartesianism and Culture». Albany, 1987.

(7) NETTESHEIM, Agrippa von. «Female Pre-eminence or the Dignity and Excellency of that sex, above the male (1532)». London, 1670. Reeditado en «The Feminist Controversy of the Renaissance», Ed. Diane Berstein. Delmar, New York, 1980.

(8) POULLAIN DE LA BARRE, François. «De l’éducation des dames pour la conduite de l’esprit dans les sciences et dans les moeurs». Paris, 1674. De l’egalité des deux sexes. Paris, 1673.

(9) VESALIUS, Andreas. «Tabulae Anatomicae sex». 1588.

(10) CROOKE, Helkiah. «Mikrokosmographia. A description of the body of male». London, 1615.

(11) KEILL, James. «The anatomy of the Human Body Abridged». Ed. Edward Mitchell and R. Knox. Edinburgh, 1829.

(12) DRAKE, James. «Anthropologia Nova. An Essay in Defence of the Female Sex». London, 1696.

(13) ACKERMANN, Jakob. «Adam’s Luxury and Eve’s Cookery». London, 1747.

(14) LEQUEUR, Thomas. «Organism, Generation and the Politics of Reproductive Biology» en: «The Making of the Modern Body: Sexuality and Society in the Nineteenth Century». Ed. Catherine Gallagher and Thomas Lequeur. Berkeley, 1987, pp. 1-47.

(15) SOEMMERING, Samuel Thomas von. «Tabula sceleti feminini». Juncta Description. Utrecht, 1796.

(16) BARCLAY, John. «The anatomy of the Bones of the Human Body». Ed. Edward Mitchell and R. Knox. Edinburgh, 1829.

(17) POSNER, E.W. «Das Weib und das Kind». Glogau, 1847.

(18) CONDORCET, Marie-Jean-Antoine-Nicolas Caritat, Marquis de. «Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain» (1795). Ed. O.H. Prior, Paris, 1933.

(19) JAUCOURT, Louis de. «Encyclopedie».

(20) ROUSSEAU, Jean-Jacques. «Emile» (1762).

(21) KANT, Emmanuel. «Beobachtungen über das Gefühl des Schönen und Erhabenen» (1766). Blum, Lawrence: «Kant’s and Hegel’s Moral Rationalism. A Feminist Perspective». Canadian Journal of Philosofhy, 12 (1982), pp. 287-302.

(22) POCKELS, Carl. «Versuch einer Charakteristik des weiblichen Geschslechts». Hannover, 1789-1802.

(23) BISCHOFF, Theodor von. «Das Studium und die Ausübung der Medizin durch Frauen». München, 1872.

(24) COMPTE, Auguste. «Cours de Philosophie positive». Paris, 1839.

(25) «SCIENCE», vol. 255, pp. 1325-1480, March 1992.

(26) Para toda la introducción histórica se ha utilizado el libro de Londa Schiebinger «The mind has no sex». Women in the origins of modern science. Harvard University Press. Cambridge, Massachusetts. 1991.Para la situación actual el número del Suplemento de Science «Women in Science».

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