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Revista Iberoamericana de Educación
Número 6
Género y Educación

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Revista Iberoamericana de Educación
Número 6
Género y Educación

Septiembre - Diciembre 1994

Cooperación internacional, género y desarrollo

Menchu Ajamil García (*)

(*) Menchu Ajamil García es licenciada en Psicología y Ciencias de la Educación y master en Dinámica de Grupos. Cuenta con una dilatada experiencia en formación y educación de adultos en las Universidades Populares españolas y ha trabajado durante más de veinte años en ONGs en América Latina. En la actualidad es consultora internacional de la ONU.

«Entre los progresos del espíritu humano más importantes para la felicidad general debemos contar la total destrucción de los prejuicios que han establecido entre los dos sexos una desigualdad de derechos, funesta incluso para el sexo al cual favorece. En vano se buscarían motivos de justificación en las diferencias de su organización física, en la diferencia que quisiera encontrarse entre sus capacidades intelectuales, entre sus sensibilidades morales. Esa desigualdad no ha tenido más origen que el abuso de la fuerza, y ha sido inútil que luego se haya tratado de excusarla con sofismas.

Mostraremos hasta qué punto la destrucción de los usos autorizados por ese prejuicio, de las leyes que ha dictado, puede contribuir a aumentar la felicidad de las familias, a hacer comunes las virtudes domésticas, primer fundamento de todas las demás; a favorecer los progresos de la instrucción, y sobre todo, a hacerla verdaderamente general, ya fuese porque se extendería a los dos sexos con mayor igualdad, ya fuese porque no puede hacerse general, ni siquiera para los hombres, sin el concurso de las madres de familia».(CONDORCET. «Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano». Madrid, Ed. Nacional, 1980, págs. 241-242. La edición original es de 1794).

1.Educación y género

En el proceso de evolución de la Humanidad, la educación -formal y no formal- ha sido pieza clave para la superación del espíritu humano, que siempre va persiguiendo mayores cotas de libertad y de equidad para todas las personas.

La cultura patriarcal ha definido marcadas diferencias entre los sexos, delimitando los comportamientos y los roles sociales entre hombres y mujeres basados en una división tradicional de los espacios públicos y privados, partiendo de estereotipos sexistas. La segunda mitad del siglo XX está significando el inicio de nuevas y revolucionarias perspectivas de relación inter-géneros, fundamentadas en la equidad y en la igualdad entre ambos, y superadoras de prejuicios ancestrales.

La educación ha sido la herramienta desde la que se ha abordado la concienciación social para producir profundos cambios de actitud individuales y colectivos, que a su vez están generando una importante transformación social, que se aprecia ya en los contextos culturales, sociales y geográficos más diversos.

Los proyectos socioculturales que se impulsan desde el marco de la educación no formal pretenden propiciar plataformas de encuentro, aprendizaje, reflexión y crecimiento personal, especialmente entre los jóvenes y adultos, de cara a su pleno desarrollo como personas libres y emancipadas, que se convierten en sujetos activos y no en meros receptores de las decisiones y orientaciones de la dinámica comunitaria.

Las mujeres como colectivo han estado históricamente marginadas de estos procesos, habiéndoseles negado, sobre todo, la posibilidad de protagonismo -e incluso de participación directa- en la construcción de lo púiblico.

Las últimas décadas -aunque lentamente y de manera no uniforme en las diferentes regiones y culturas del planeta- están significando la conquista, por parte de las mujeres, de espacios laborales, institucionales, políticos..., que comienzan a definir el nuevo marco de relaciones entre hombres y mujeres, el inicio de la superación de la división sexual del trabajo y las nuevas bases para el paradigma de desarrollo que significará el siglo XXI.

Ganar la voz y la palabra, superar la invisibilidad histórica y avanzar hacia formas de relación más justas, maduras y equilibradas, son los objetivos que persiguen la multitud de programas de educación que de forma específica se dirigen a las mujeres, y que tanto han proliferado en los últimos años.

Para consolidar procesos democráticos es fundamental que los ciudadanos y las ciudadanas se tornen agentes activos de la vida comunitaria, y esto pasa por reforzar la cultura de la participación en la que la identidad y la autoestima, junto al valor del trabajo colectivo, son absolutamente fundamentales.

La educación no formal está posibilitando todos estos procesos personales y grupales, que van desde la emancipación a la participación social comprometida, y que abarca desde una fase inicial de motivación (sensibilización, toma de conciencia), otra de capacitación (aprendizaje de conocimientos pero también y sobre todo de habilidades sociales), hasta una tercera de articulación social (participación directa).

La masiva presencia de mujeres en los programas de educación popular, su incorporación al sistema educativo reglado y su vinculación progresiva al ámbito laboral, fijan las coordenadas de ese nuevo modelo de ser mujer y, en consecuencia, la directa repercusión en la organización familiar y en los profundos cambios sociales que están aconteciendo.

Alcanzar esas nuevas formas de relación entre hombres y mujeres es tarea crucial de la educación en sus diferentes modalidades y niveles, para posibilitar otras maneras de socialización desde la infancia.

Se trata de liberar a las mujeres de la invisibilidad que las ha apartado secularmente de los ámbitos de decisión y de los de participación social y política, pero también de liberar a los hombres de su dependencia de modelos de realización estereotipados y, en definitiva, de liberarse juntos y mutuamente de ataduras y condicionamientos para avanzar hacia el «ser persona». Esta es la gran tarea de la educación.

Desde aquí se plantea un doble objetivo:

El enfoque de género se refiere al esfuerzo sistemático de documentar y comprender los roles de hombres y mujeres dentro de contextos específicos, así como las relaciones recíprocas entre dichos roles y la dinámica social de tales contextos. Las dimensiones centrales del enfoque de género serían: la división del trabajo por sexo entre labores productivas y reproductivas y al interior de ambas categorías; las asimetrías por sexo en el acceso y en el control de recursos y servicios; y los factores económicos, sociales, culturales y ambientales que inciden sobre los diferenciales anteriores.

En consecuencia, bajo el concepto de género se entiende una construcción social de lo masculino y lo femenino y los roles que se les adscriben socialmente a los sexos. Estos roles, por su carácter de producto social, son aprendidos y muestran variaciones en el tiempo y en el espacio.

Desde la perspectiva de la cooperación internacional para el Desarrollo, este proceso de visibilización de las mujeres, de reconstrucción de su propia historia y de desarrollo de nuevas relaciones entre ambos sexos, es un fenómeno relativamente reciente (apenas unas décadas) y no ajeno a ciertas controversias.

Como se verá en los apartados siguientes, a partir del modelo de desarrollo basado en el enfoque del bienestar -que consideraba a las mujeres como grupo social «vulnerable», pasando por los de equidad y antipobreza -, que ha promovido programas específicos MED (Mujer en el Desarrollo) para compensar las desigualdades objetivas entre los sexos, se ha ido evolucionando hacia el enfoque de la eficiencia y al de la adquisición y generación de poder para superar la subordinación histórica de las mujeres.

El reto de futuro para la cooperación internacional requiere incorporar la dimensión del género al análisis causal de la discriminación: avanzar conceptualmente, y en las respuestas a las necesidades prácticas y estratégicas del desarrollo, con esta nueva visión de las relaciones entre hombres y mujeres. En todo esto la educación formal y no formal y los proyectos socioculturales incardinados en los programas de desarrollo comunitario y de cooperación internacional, serán siempre medios fundamentales para producir los cambios de actitud y el nuevo paradigma de relaciones inter-géneros.

Las estrategias de intervención contemplarán así elementos de equidad desde una perspectiva relacional de carácter genérico, que sirvan a la transformación social y productiva, y que sean también la base para el pleno ejercicio de la ciudadanía y de la participación democrática.

2. La incorporación de la mujer en los programas de cooperación internacional para el desarrollo

Las iniciativas sobre la cooperación internacional para el desarrollo en el tema de la mujer están vinculadas tanto en las concepciones y enfoques que han surgido sobre dichos temas como con la propia práctica del desarrollo y sus efectos en las estructuras sociales y económicas de los países del llamado tercer mundo, particularmente durante las últimas tres décadas.

La conocida primera década del desarrollo que propuso Naciones Unidas en 1960 y que tenía como base la filosofía de la «modernización» y de la «filtración hacia abajo», tuvo, entre otros efectos, movimientos y tendencias poblacionales caracterizados por altos ritmos de crecimiento y aceleradas tasas de urbanización. El crecimiento de la población superó por amplio margen el crecimiento económico y a dicho desequilibrio se le atribuyó un peso relativo como causa de la pobreza.

A principios de los años setenta el tema de la población ocupó un lugar destacado en la agenda de los Organismos Internacionales. No tardó en aparecer la preocupación por la mujer como protagonista y responsable por el control de la fecundidad, variable clave en la determinación del nivel y de los ritmos de crecimiento de la población.

Así, las Agencias de Desarrollo, respondiendo a la preocupación imperante, identificaron a las mujeres, en su rol reproductivo, como las responsables primarias de la reducción del promedio de número de hijos. Los primeros programas, inspirados en las tesis maltusianas, asumieron que se podría reducir la pobreza simplemente reduciendo la fecundidad. Más tarde se demostró y reconoció que las variables asociadas a las condiciones de la mujer, como la educación y la participación económica, tenían un impacto directo en los niveles y en la estructura de la fecundidad.

En este contexto resulta importante destacar tres hechos relevantes que, con focos de atención diferentes, se combinan en una suerte de «antesala política» para colocar el tema de la mujer en la agenda de la cooperación internacional para el desarrollo.

En primer lugar, en el plano económico y social se resintió el fracaso de las tesis de la modernización y se gestaron nuevas preocupaciones para combatir la pobreza a través de la inclusión de elementos redistributivos que deberían acompañar a los objetivos del crecimiento económico. En segundo término, los avances en el conocimiento de la dinámica del desarrollo del tercer mundo pusieron en evidencia fenómenos de marginación y discriminación de las mujeres en los proyectos de desarrollo y su impacto negativo sobre las mismas. Obras como la de Esther Boserup sobre el Papel de la Mujer en el Desarrollo Económico (1970), demostraron que las brechas en la productividad laboral entre hombres y mujeres se acrecentaron durante la década de los sesenta.

Se difundió internacionalmente la destrucción del mito de la neutralidad del desarrollo en términos de su impacto sobre los sexos, aspecto que concentró la mirada en la mujer y permitió abogar por mejoras en sus posibilidades de acceso a los sectores modernos o más dinámicos de las economías. En 1973, en los Estados Unidos, la enmienda Percy a la Ley de Asistencia al Extranjero estableció una política para la US-AID «que estipulaba la necesidad de integrar a la mujer a los esfuerzos por el desarrollo. Quedó establecido que la problemática de la mujer debía ser considerada en todos los planes de la ayuda internacional» (Portocarrero 1990).

Un tercer aspecto, no por ello menos importante, lo constituyó en la década de los setenta la creciente fuerza social del movimiento de mujeres en el ámbito internacional, particularmente en los países del primer mundo. Las corrientes del pensamiento del feminismo y su activismo político por la igualdad de derechos y de oportunidades se aunaron para crear las condiciones y para hacer viable la propuesta de un año internacional de la mujer.

Finalmente es oportuno indicar que, en noviembre de 1973, se celebró en Roma la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Alimentación, donde se reconoció la necesidad de una mayor participación de la mujer en el proceso de toma de decisiones sobre alimentación y nutrición. Seguidamente, en 1974, se celebró en Bucarest la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Población, que recalcó la importacia de la mujer para determinar las tendencias demográficas.

Con estos elementos como telón de fondo en el escenario internacional, se llegó en 1975 a la Conferencia sobre la Mujer, celebrada en Ciudad de México, donde surgió la Declaración de la Década de las Naciones Unidas para el Avance de la Mujer 1975-1985.

En 1980 se celebró la Segunda Conferencia Internacional sobre la Mujer auspiciada por Naciones Unidas, y la Tercera -evaluación de la Década- se realizó en Nairobi en 1985.

Posteriormente, la Cumbre de la Tierra, en junio de 1992 en Río de Janeiro, recogió formalmente la necesidad y la urgencia de contar con las mujeres para avanzar hacia el «desarrollo sostenible», reconociendo sus problemáticas específicas. Y justo un año después, en Viena, en la Cumbre de los Derechos Humanos, se aceptó la declaración formal de que «los derechos de las mujeres son también derechos humanos», aprobándose la institucionalización de la primera Relatora Oficial, desde Naciones Unidas, encargada de recoger las violaciones de estos derechos.

Finalmente, en Pekín, en septiembre de 1995, tendrá lugar la Cuarta Conferencia Mundial de la Mujer, bajo el lema «Igualdad, Desarrollo y Paz», precedida por un intenso proceso preparatorio en los niveles locales, nacionales y regionales, para identificar y precisar los logros y las barreras al avance de la equidad desde la visión de género.

Esta apretada síntesis tan sólo pretende destacar los hechos más relevantes y poner en evidencia que la aparición del tema de la mujer en el escenario de la cooperación internacional no es el resultado de un desarrollo lineal exento de divergencias y contradicciones. Si bien se establecieron consensos mundiales a través de un plan de acción sobre los criterios de «igualdad, desarrollo y paz», también se dejó entrever que el significado del concepto de desarrollo y el problema de la mujer tenían diferentes enfoques. De ello se derivarían nuevas estrategias y se reforzarían viejos esquemas, los cuales traerían consecuencias diferentes para las mujeres y para los propios modelos de desarrollo en las décadas subsiguientes.

3. Diversos enfoques y estrategias sobre el tema de la mujer en el desarrollo

Las discusiones sobre la igualdad de oportunidades, los debates sobre los problemas del desarrollo y sus efectos sobre la mujer según las diferentes experiencias mundiales, junto a los conflictos bélicos y políticos entre algunas naciones, configuraron un conjunto de estrategias sobre el cómo enfocar y el cómo actuar en el terreno de la cooperación internacional para el desarrollo de la mujer en el tercer mundo.

Diversos estudios han abordado este tema y han sistematizado los énfasis de las políticas y estrategias, así como las críticas de sus alcances y limitaciones (Buvinic, 1983, 1986; Young,1988; Moser, 1989; Portocarrero, 1990). En este apartado se brindarán los elementos centrales que han caracterizado dichos enfoques y se ilustrarán algunos casos. Asimismo, y con base en los hallazgos de las investigaciones, se organizarán las principales conclusiones a las que arribaron las autoras.

El marco de análisis para dichas estrategias se basa en la noción de la división sexual del trabajo, la cual explica la esencia de las relaciones de subordinación de la mujer con respecto al hombre y los desbalances y asimetrías de poder que se establecen entre ambos. Asimismo, y en particular Moser (1989), evalúa las estrategias según el énfasis que le otorguen a los roles de la mujer y al tipo de necesidades -prácticas o estratégicas de género-, hacia las cuales orientan sus respuestas.

Moser (1989) plantea el triple rol de la mujer en términos de sus funciones reproductivas (las responsabilidades de la maternidad, de la crianza y cuidado de los niños y de los demás miembros del hogar), las funciones productivas (trabajo, remunerado o no, que genera valor de cambio) y las funciones sociales del trabajo voluntario o de gestión comunal en función del desarrollo del vecindario, asiento o comunidad.

Las necesidades estratégicas de género se formulan a partir del análisis de la subordinación de la mujer en relación con el hombre, de donde se deriva la identificación de los intereses estratégicos de género para lograr una organización o relaciones más equitativas, en términos de su estructura y de la naturaleza de las relaciones entre hombres y mujeres. Las necesidades prácticas de género se formulan a partir de las condiciones concretas de las mujeres en su posición genérica dentro de la división sexual del trabajo, de las cuales derivan sus intereses prácticos de supervivencia humana.

Se sostiene que el cambio o el énfasis de las políticas y estrategias de la cooperación internacional para el desarrollo de la mujer estuvieron y están impregnados de las corrientes principales de las políticas de desarrollo del tercer mundo. Las mismas se distinguen, pero no suponen un proceso lineal ni una simplificación de la realidad.

Muchas han aparecido más o menos simultáneamente, y al cambiar su enfoque no se establece necesariamente un orden lógico ni la desaparición de una en sustitución de otra.

Inicialmente Buvinic (1986), luego más ampliamente Moser (1989), establecen una suerte de clasificación o tipos de enfoque para poder examinar la interrelación entre las políticas y las estrategias hacia la mujer y las necesidades de género.

El enfoque del bienestar

Es uno de los enfoques más antiguos y todavía tiene vigencia en algunas esferas y países del tercer mundo. Se concreta a través de estrategias de acción de carácter residual para «grupos vulnerables» débiles y subfinanciados. La ayuda ha sido proporcionada a mujeres de bajos ingresos, privilegiando sus funciones reproductivas en calidad de esposas y de madres.

La creación de dos enfoques paralelos de ayuda para el desarrollo -por un lado la ayuda económica para el crecimiento económico y, por otro, la ayuda a los «grupos vulnerables»-, tuvo consecuencias críticas para las mujeres de los países del tercer mundo, como lo fue el fenómeno señalado por Boserup (1970). La cooperación para el crecimiento se dirigió fundamentalmente a incrementar la capacidad productiva de la fuerza del trabajo masculina, y la ayuda para el bienestar de las familias se encaminó a las mujeres identificadas con los minusválidos, enfermos y niños como grupos socialmente «vulnerables».

Según Moser (1989), el enfoque del bienestar se basa en tres supuestos: que las mujeres son receptoras pasivas del desarrollo; que la maternidad es el rol más importante de las mujeres; y que la crianza y socialización de los niños es su rol más efectivo en todos los aspectos del desarrollo económico. Por otra parte, hay una manifiesta ambigüedad con respecto a los verdaderos beneficiarios de los programas: ¿son las mujeres, o más bien los niños, la familia y la comunidad?.

El enfoque de la equidad

Con otro punto de partida, y superponiéndose a las estrategias del bienestar, se mostraron evidencias de la importancia del rol productivo de las mujeres y de su rezago en términos de productividad en su inserción en los sectores de «punta». Se planteó que las mujeres participaban fundamentalmente en los sectores de subsistencia e informales de las economías, señalando sus dificultades para ubicarse en un trabajo remunerado. En síntesis, parte del supuesto de que los modelos de desarrollo económico han tenido un impacto negativo en las mujeres, y reconoce que éstas deben ser incorporadas o integradas al desarrollo.

Este planteamiento puede identificarse con lo que sería el primer enfoque sobre la Mujer en el Desarrollo (MED) que impulsaron muchas agencias de cooperación internacional, y en especial en una primera etapa la US-AID. Asimismo, este enfoque incorporó aspectos que tuvieron que ver con la igualdad de oportunidades, vistas estas en las relaciones entre hombres y mujeres en el mercado, o sea, en el mundo de lo público. Dio un énfasis muy importante a la independencia económica de las mujeres como sinónimo de igualdad.

No obstante, la lógica que subyace en este enfoque es que las mujeres han perdido terreno frente a los hombres, y para mejorar su posición tienen que competir y desplazar las posiciones ocupadas por ellos con políticas positivas de discriminación en caso de ser necesario.

El enfoque de la antipobreza

Se puede identificar como un segundo enfoque de la concepción sobre Mujer en el Desarrollo (MED). Plantea que la desigualdad económica entre hombres y mujeres no está ligada a la subordinación sino a la pobreza, cambiando el énfasis de la reducción de la desigualdad entre hombres y mujeres a la reducción de la desigualdad de ingresos.

Según expone Moser (1989), «el enfoque antipobreza se centra básicamente en el rol productivo de las mujeres, asumiendo que el alivio de la pobreza y la promoción de un crecimiento económico balanceado requiere de una mayor productividad de las mujeres en los hogares de bajos ingresos». En consecuencia, las intervenciones con esta concepción buscan incrementar las opciones de empleo y la generación de ingresos de las mujeres a través de un mejor acceso a los recursos productivos.

Dado el énfasis que se otorga al rol productivo de la mujer, muchas veces las intervenciones ignoran su rol reproductivo y, bajo el supuesto de que la mujer tiene mucho tiempo libre, se termina extendiendo exageradamente la jornada laboral. Más que generar ingresos para la autonomía, dicho enfoque generó fracasos y tensiones que descalificaron a la mujer como productora. Dentro de este esquema proliferaron los proyectos generadores de ingreso para las mujeres, los cuales fueron predominantemente concebidos de manera doméstica. El que se hubiera distinguido en proyectos de «micro-empresas» para los hombres y proyectos «generadores de ingresos» para las mujeres, fue un indicador del carácter secundario que se le otorgó al trabajo productivo de las mujeres, considerado menos importante o asumiéndolo como «ingresos personales».

El enfoque de la eficiencia

Podría señalarse como el tercer enfoque dentro de la concepción de Mujer y Desarrollo (MED), y es el que en los actuales momentos goza de mayor popularidad y apoyo por parte de los organismos de cooperación y financiamiento internacional.

El enfoque propone la tesis de que una mayor participación económica de las mujeres en las iniciativas del desarrollo favorece la unión de la eficiencia y de la equidad. Con este planteamiento se observa un tránsito del enfoque de la equidad al enfoque de la eficiencia en el marco global del MED. Dicho tránsito coincide con un marcado deterioro de la economía mundial y con las medidas ulteriores de ajuste estructural por las cuales han atravesado los países del tercer mundo.

Se produce un desplazamiento del objetivo central: de las mujeres, se traslada el énfasis al desarrollo, aspecto que tiene la virtud de reconocer que las mujeres son esenciales para el esfuerzo del desarrollo en su conjunto. Sin embargo, esto no derivó necesariamente en que el desarrollo debía mejorar las condiciones de las mujeres.

En la práctica este enfoque ha significado un desplazamiento de costos de la economía remunerada a la sin paga, particularmente mediante el uso del tiempo sin salario de las mujeres. Se privilegia su rol reproductivo y de gestora comunal. Por esta razón ha ganado mucha popularidad en el marco de las políticas de ajuste de los países. Contando con el trabajo gratuito de las mujeres para actividades tales como el abastecimiento de combustible, la autoconstrucción, el procesamiento de alimentos, etc., se pueden reasignar recursos para otras áreas y recortar gastos en servicios. Se asume entonces que muchos de los recortes pueden ser amortiguados por la elasticidad del trabajo de las mujeres.

El enfoque de la adquisición y generación de poder

Sus orígenes no son de ningún modo recientes, y más que un enfoque es una estrategia de intervención que se basa en una determinada concepción del poder. Se le confundió en un inicio con el de estrategia de la equidad, pero difiere de este último no sólo en sus orígenes sino también en la identificación de las causas de la subordinación de la mujer.

Esta estrategia cuestiona uno de los supuestos fundamentales sobre el poder, implícito en los otros enfoques. Reconociendo la importancia de que las mujeres aumenten su poder, lo identifica menos en términos de dominación sobre otros y más en términos de la capacidad de las mujeres de incrementar su propia auto-confianza en la vida y de influir en la dirección del cambio, mediante las habilidades de ganar y de tener control sobre recursos materiales y no materiales.

En esencia, reconoce el triple rol de la mujer y plantea la necesidad de producir cambios en los factores que explican las condiciones de subordinación de ésta. Para los que se adhieren a tal enfoque son esenciales los cambios jurídicos, los cambios en los sistemas de propiedad, los cambios en el acceso y utilización de los recursos por parte de la mujer, pero en la forma de cómo alcanzar estos cambios es donde se identifican las diferencias fundamentales. Se busca un accionar de arriba hacia abajo a través de la fuerza y de la presión de las mujeres organizadas. Por ello busca movilizar y generar poder para el cambio elevando la conciencia de las mujeres para desafiar su subordinación.

4. Coincidencias y controversias en los enfoques: avances hacia la concepción de género en el desarrollo

Los enfoques y las estrategias de acción que han permeado las políticas de la cooperación internacional han transitado por énfasis diferenciales que tienen consecuencias concretas en las propias mujeres y en las relaciones genéricas, étnicas y de clase entre agentes sociales, actores políticos, hombres y mujeres del tercer mundo. De la misma manera tienen sus efectos y consecuencias sobre las instituciones, la sociedad civil y el ordenamiento social, jurídico y político, donde se manifiestan las formas y los contenidos del ejercicio del poder y de la partipación ciudadana de hombres y mujeres.

Los diversos enfoques dan lugar a formas de intervención que pueden o no incidir sobre las relaciones de subordinación determinadas por la división sexual del trabajo. Dentro de las corrientes de la concepción global de Mujer en el Desarrollo, fue claro que el enfoque de la equidad, en su planteamiento inicial, trató de abordar estos aspectos. No obstante, y preocupados por la condición de la mujer, se procuró elevar su status con respecto al hombre sin cuestionar las causas que han dado lugar a dichas desventajas.

Por otra parte, los enfoques de la antipobreza y de la eficiencia, si bien tienen perspectivas y énfasis muy diferentes, en esencia pueden dar respuesta a lo que Moser denominó necesidades prácticas, sin que por ello se alcance necesariamente a cubrir las necesidades estratégicas y se toquen las raíces de la subordinación.

El surgimiento de las estrategias de adquisición de poder abre una dimensión diferente y visualiza en los grupos de presión, en este caso los grupos organizados de mujeres o identificados con la causa de la mujer, un motor fundamental para producir los cambios. Con esta visión algo parcial se pecaría no sólo de ingenuidad sino también de volver a recargar sobre los hombros de las mujeres la responsabilidad de los cambios sociales, de injusticia e inequidad. Se correría el riesgo de subvalorar el papel del Estado en el cambio social y en el desarrollo.

Independientemente de los contenidos de los enfoques, las estrategias que de ellos se han derivado tienen el denominador común de orientarse prioritariamente hacia las mujeres o hacia los factores causales de la subordinación pensados desde las mujeres. Con la intención de romper con un «círculo de cambio sin cambio», que se arrastra desde las dos últimas décadas, ha sido necesario retomar los aportes de los enfoques y hacer rupturas que permitan un avance no sólo en lo conceptual, sino también en la práctica del desarrollo y de la cooperación internacional.

A partir de los ochenta, y con más fuerza a inicios de la presente década, el enfoque de género, vinculado con una nueva forma de entender y pensar el desarrollo, es considerado como la perspectiva en ciernes (Portocarrero, 1990) que abre nuevos caminos y nuevos retos al trabajo sobre el tema de la mujer. Si bien los fundamentos de la teoría del género han tenido un amplio y no tan nuevo aporte en la antropología y en las ciencias de la conducta, es reciente su incorporación y aplicación en campos concretos del desarrollo.

La concepción de género y desarrollo supera la visión de las funciones de hombres y mujeres en la sociedad, para examinar sus roles y especialmente las relaciones entre ellos y su impacto sobre el desarrollo. Se pretende, por tanto, mirar el potencial de las iniciativas de desarrollo para producir cambios en las relaciones sociales y de género, que también faciliten la adquisición de poder por parte de las mujeres.

Con esta perspectiva las estrategias de intervención ponen su acento en las formas de relación genéricas, y no pueden limitarse a incidir sobre las mujeres o sobre las causas de la subordinación pensadas sólo desde la óptica de las mujeres. La cooperación internacional está llamada a renovar sus esquemas de trabajo y a incorporar dimensiones antes no contempladas en los proyectos de desarrollo.

Los proyectos de cooperación para el desarrollo que tratan de satisfacer las necesidades básicas, de superar estados de pobreza, de elevar la eficiencia y la productividad del trabajo, e incluso de tratar de mitigar los efectos de los conflictos y desastres naturales y ambientales, deben incorporar, además, elementos de equidad desde una perspectiva relacional de carácter genérico. Este es el reto de la cooperación para el desarrollo: tratar de brindar su aporte para romper el círculo del «cambio sin cambio» de más de una década.

5. Aportes de la cooperación para asumir los nuevos retos

Como bien se señaló anteriormente, la concepción sobre «género y desarrollo» es una perspectiva en ciernes que ha aparecido recientemente en las iniciativas del desarrollo en algunos países del tercer mundo. No obstante, la dificultad de comprender y de abrir una nueva forma de pensar los temas de la mujer y el desarrollo no están únicamente en la subjetividad o en el prejuicio de las personas. El vacío de conocimiento, y en particular la acumulación de un saber basado en una experiencia sistemática de investigación, podrá ser catalogado como uno de los principales obstáculos para que esta perspectiva prospere a los ritmos deseados.

La investigación no sólo se constituye en un ingrediente central para comprender las relaciones de género y su impacto en el desarrollo, sino también para poder incidir sobre ellas a través de formas de intervención adecuadas. En consecuencia, la cooperación internacional para el desarrollo está llamada a cumplir un rol fundamental para asumir los nuevos retos sobre bases más firmes que permitan corregir a tiempo el curso de los errores.

La cooperación internacional también está llamada a incorporar en sus esquemas los nuevos escenarios generados por los cambios políticos y sociales en los diversos continentes. En especial, en América Latina y el Caribe, la crisis económica de los 80 no sólo dejó unos pueblos devastados y empobrecidos, sino paradójicamente se abrieron alternativas de ejercicio de participación democrática y de construcción de nuevas relaciones entre Estado y Sociedad Civil.

Políticas económicas de corte neoliberal y medidas de ajuste basadas en esquemas economicistas que sin escrúpulos obviaron las relaciones de inequidad -entre ellas las prevalecientes entre los sexos-, han demostrado en muy corto plazo su fracaso y han movido al continente hacia tendencias que ponen en crisis la negociación y el diálogo como formas de resolver los conflictos.

El enfoque del género en el desarrollo requiere entonces avanzar de la retórica a la acción y concentrar sus esfuerzos no sólo en iniciativas de desarrollo en términos de transformación productiva y equidad social y de género, sino también en iniciativas de desarrollo para construir las nuevas bases de la participación democrática para el ejercicio de la ciudadanía por parte de los hombres y mujeres de nuestros pueblos.

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