Hace tiempo y a lo lejos la escuela tradicional atesoraba en los
libros sus verdades esenciales y el alumno obtenía de memoria
conocimientos rigurosos o verdades categóricas. Se transmitía
una erudición estática. Lo que se enseñaba
permanecía vigente a través de los años.
No se producían los asombrosos cambios que agitan nuestro
tiempo: las ciencias rasgan sus vestiduras habituales y entretejen
sus campos. La geometría clásica ha sido escoltada
por otros razonamientos metafísicos y relativistas, algo
semejante ha ocurrido con la lógica, las verdades científicas
son superadas por otras nuevas. Desde Heisenberg1, se ha visto tambalear
la estructura de la ciencia estatal, y la geometría tetradimensional
ha abierto el pensamiento a dimensiones inimaginables. Lo que hoy
tenemos que transmitir se muestra en continuo cambio y debe ser
transmitido en movimiento. Vivimos una cultura dinámica cuya
característica es el gran movimiento de sus verdades. La
estática tenía verdades definidas y definitivas. La
condición evolutiva en una cultura dinámica, es la
de seguir revelando siempre, aún a costa de desautorizar
el saber descubierto recientemente.
Estas manifestaciones de la erudición y el saber solían
ser consideradas como invariables e irreversibles. Tanto así
era que aun los contenidos relativamente cambiantes eran enseñados
de manera rigurosa. Esta Cultura podríamos decir que tenía
sentido hasta algunos años cercanos al final del milenio
pasado. En nuestros días, diez años equivalen a un
siglo de otros tiempos. De poco podría servir el memorizar
una gran cantidad de datos que cambian a diario y que pueden obtenerse
presionando un botón.
Si el hombre es pensado como poseedor de un patrón de conducta,
como ente inteligente, y no como enciclopedia, es mucho más
importante que posea la capacidad o habilidad para descubrir lo
que ignora. Que pueda analizar coherentemente la realidad, su propio
entorno, que manipule los principios y no los datos versátiles,
que sea apto para crearse un cuadro o esquema capaz de analizar
cualquier realidad que examine, y no sólo transmitir lo que
otros exponen. Debe enfrentar ineludiblemente su constante actualización.
(Dewey2 distinguió entre educación como reproducción
y como nutrición). Sobre nutrición debemos colocar
el acento.
En épocas de cultura más estática y con insuficiencia
de libros estos tenían un valor casi sacro. El catedrático
era generalmente profesor-lector de un libro.
¿Cómo podría hoy aprenderse de memoria información
que evoluciona en menos tiempo de lo que dura un ciclo de estudios?
Hoy importa más la capacidad para seguir aprendiendo y para
actualizar lo aprendido (y hasta para olvidar lo innecesariamente
endurecido en la memoria, para "desaprender" lo aprehendido).
Debemos tener muy en cuenta la metafísica del conocimiento:
la educación verdaderamente ventajosa proporciona comprensión
de unos pocos principios generales que se apoyan, de manera firme,
en su aplicación a una gran variedad de datos precisos. En
la práctica se olvidarán los detalles particulares
pero se recordarán, por un sentido común inconsciente,
cómo aplicar los principios a las circunstancias inmediatas.
La función de la Universidad es capacitar al alumno para
liberarse de los detalles en beneficio de los principios, las causas
primeras. Cuando hablo de principios, no me refiero siquiera a enunciaciones
verbales. Un principio que hemos asimilado es más un hábito
mental que una enunciación formal. Se convierte en la manera
en que reacciona la mente al estímulo apropiado en forma
de circunstancias ilustrativas. Nadie da rodeos si tiene presentes
sus conocimientos de forma clara y consciente. A menudo se habla
del aprendizaje como si estuviéramos vigilando las páginas
abiertas de todos los libros que hemos leído, y entonces,
cuando se presenta la ocasión, elegimos la página
conveniente para leer en voz alta al firmamento.
Padecemos todavía una parálisis del pensamiento inducida
en los alumnos por la acumulación, sin objeto, de conocimientos
precisos, indiferentes e inservibles.
El primordial propósito de un profesor universitario debe
ser mostrarse en su auténtico carácter, esto es,
como un hombre ignorante que piensa, que utiliza activamente esa
pequeña porción de conocimientos. En cierto sentido,
el conocimiento disminuye a medida que aumenta la sabiduría,
puesto que los detalles son absorbidos por los principios. Los detalles
del conocimiento que sean importantes, se aprenderán de forma
definitiva en cada circunstancia de la vida, pero el hábito
de la utilización activa de principios bien comprendidos
es la posesión final de la sabiduría.
Deben quedar muy claras las diferencias entre una educación
para la memoria y los datos, y una educación que es actividad
inteligente y búsqueda de destrezas para seguir aprendiendo
y para disponer eficazmente de la información, o concebir
la nueva verdad si es necesario.
Usualmente relacionamos estudios y aprendizaje, con la niñez.
(Esto ya lo ha observado Mannheim3). Porque el mayor era precisamente
el que no tenía que ir a la escuela, el que había
recibido ese cupo básico de conocimientos, esa dosis primordial
y definitiva de verdades con las que ya podía quedarse tranquilo.
Ser adulto era no tener que estudiar más. No se veía
razón para seguir aprendiendo. Pero eso que era válido
para una cultura estancada no lo es más en nuestro tiempo.
De allí la creciente importancia de la educación continua.
En el pensamiento tradicional, el fin era sólo conocido por
el catedrático. El alumno no tenía idea de hacia dónde
se dirigía, ni de lo que le irían a enseñar
mañana ni para qué le enseñaban lo que le estaban
ilustrando hoy.
El hombre, no importa cual sea su ocupación o tarea, es naturalmente
un filósofo y no puede dejar de serlo aunque se lo proponga.
Lo que pasa es que su filosofía, la de la generalidad de
los hombres, es la que otros pensaron por él y está
constituida por el repertorio más o menos amplio de ideas
y valoraciones con las que cuenta y desde las cuales vive sin reparar
en ellas, sin preocuparse por saber de donde le vienen ni que significan.
La nueva visión de esta educación del naciente siglo
es el lograr pensadores, hombres y mujeres capaces de analizar
la realidad, el entorno de lo cotidiano.
En el período escolar inicial, el estudiante ha estado mentalmente
inclinado sobre su pupitre, en la universidad deberá ponerse
de pié y reconocer su alrededor. Deberá abandonar
los detalles y comenzar a reconocer los principios. Quizá
de esta manera, podamos superar las insuficiencias de una sociedad
que haciendo uso eficaz de la ciencia, se muestra impotente para
comprenderla.
Necesitamos complementar la ciencia de la naturaleza física
con los dogmas de la razón humana.
Los períodos más elevados de la evolución,
coinciden con un ser que puede indagarse a sí mismo y vislumbrar
la infinitud del espíritu, su propio yo interior.
De esta manera, la comprensión lograda por cada persona que
estudie, que avance por el saber, se transmutará en principios,
guiando a su poseedor hacia el preludio de la sabiduría,
hacia el conocimiento de sí mismo.
Debe ser ésta desde hoy nuestra tarea.
Notas
1Werner Karl Heisenberg (1901-1976), físico y Premio Nobel
alemán, que desarrolló un sistema de mecánica
cuánti-ca y cuya indeterminación o principio de incertidumbre
ha ejercido una profunda influencia en la física y en la
filosofía del siglo XX.
2John Dewey (1859-1952), filósofo, psicólogo y educador
estadounidense.
3Karl Mannheim (1893-1947), sociólogo alemán, fundador
de la sociología del conocimiento.
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