El pasado mes de octubre, en un encuentro de escritores en México,
alguien del público me preguntó si pensaba que el
sistema capitalista caería finalmente por sus propias contradicciones.
Momentos antes yo había argumentado sobre una radicalización
de la modernidad en la dimensión de la desobediencia de las
sociedades. [1]
Aunque aún debemos atravesar la crisis del surgimiento chino,
la desobediencia es un proceso que hasta ahora no se ha revertido,
sino todo lo contrario. Lo cual no significa abogar por el anarquismo
(como se me ha reprochado tantas veces en Estados Unidos) sino advertir
la formación de sociedades autárticas. El estado
actual, que en apariencia contradice mi afirmación, por el
contrario la confirma: lo que hoy tenemos es (1) una reacción
de los antiguos sistemas de dominación toda reacción
se debe a un cambio histórico que es inevitable y (2)
a la misma percepción de ese empeoramiento de las libertades
de los pueblos, debida a un mayor reclamo, producto también
de una creciente desobediencia. Mi respuesta al señor del
público fue, simplemente, no. "Ningún
sistema dije cae por sus propias contradicciones. No
cayó por sus propias contradicciones el sistema soviético
y mucho menos lo hará el sistema capitalista (o, mejor dicho,
el sistema "consumista", que poco se parece al capitalismo
primitivo). El sistema capitalista, que no ha sido el peor de todos
los sistemas, siempre ha sabido cómo resolver sus contradicciones.
Por algo ha evolucionado y dominado durante tantos años".
Las contradicciones del sistema no sólo se resuelven con
instituciones como las de educación formal; también
se resuelven con narraciones ideológicas que operan de "costura"
a sus propias fisuras.
Dos anécdotas me ocurrieron después, a mi regreso
a Estados Unidos, las que me parecen sintomáticas de estas
"costuras" del discurso que pretenden resolver las contradicciones
del propio sistema que las genera. Y las resuelven de hecho, aunque
eso no quiere decir que resistan a un análisis rápido.
Veamos.
La primera ocurrió en una de mis clases de literatura, la
cual había dejado a cargo de un sustituto por motivo de mi
viaje. Una alumna se había retirado furiosa porque en la
película que se estaba proyectando ( Doña Bárbara,
basada en el clásico de Rómulo Gallegos), había
una escena "inmoral". La muchacha, a quien respeto en
su sensibilidad, furiosa argumentó que ella era una persona
muy religiosa y la ofendía ese tipo de imágenes. Al
contestarle que si quería comprender el arte y la cultura
hispánica debía enfrentarse a escenas con mayor contenido
erótico que aquellas, me respondió que conocía
el argumento: algunos llaman "obra de arte" a la pornografía.
Con lo cual uno debe concluir que el museo del Louvre es un prostíbulo
financiado por el estado francés y Cien años de
soledad es la obra de un pervertido libinidoso. Por citar algunos
ejemplos amables. Aparentemente, el público anglosajón
está acostumbrado a la exposición de muerte y violencia
de las películas de Hollywood, a los violentos playstation
games que compran a sus niños, pero le afecta algo
más parecido a la vida, como lo es el erotismo. En cuanto
a los informativos, ya lo dijimos, la realidad llega totalmente
pasterizada.
Si uno es estudiante de medicina argumenté,
no tiene más remedio que enfrentase al estudio de cadáveres.
Si su sensibilidad se lo impide, debe abandonar la carrera y dedicarse
a otra cosa.
Pero el problema no es tan relativo como quieren presentarlo los
"absolutistas" religiosos. Aunque no lo parezca, es muy
fácil distinguir entre una obra de arte y una pornografía.
Y no lo digo porque me escandalice esta última. Simplemente
entre una y otra hay una gran diferencia de propósitos y
de lecturas. La misma diferencia que hay entre alguien que ve en
un niño a un niño y otro que ve en él a un
objeto sexual; la misma diferencia que hay entre un "avivado"
y un ginecólogo profesional. Si no somos capaces de ponernos
por encima de un problema, si no somos capaces de una madurez
moral que nos permita ver el problema desde arriba y no desde bajo,
nunca podríamos ser capaces de ser ginecólogos, psicoanalistas
ni, por supuesto, sacerdotes. Pero si hay sacerdotes que ven en
un niño a un objeto sexual faltaría que lo negásemos,
eso no quiere decir que el sacerdocio o la religión per
se es una inmoralidad.
Por supuesto que semejantes argumentos sólo podrían
provocarme una sonrisa. Pero no me hace gracia pretender simplificar
al ser humano en nombre de la moral y no estoy dispuesto a hacerlo
aunque me lo ordene el Rey o el Papa. Y entiendo que mantenerme
firme en esta defensa es una defensa a la especie humana contra
aquellos que pretenden salvarla castrándola de cuerpo y alma.
Estos discursos moralizadores no dejan de ser sintomáticos
de una sociedad que obsesivamente busca lavar sus traumas con excusas,
para no ver la gravedad de sus propias acciones. Y sobre esto de
"no querer ver lo que se hace" ya le dediqué otro
ensayo, así que mejor lo dejo por aquí.
Usted es demasiado liberal me dijo más tarde
R., mi alumna.
Luego el catecismo inevitable:
¿Tiene usted hijos?
Me acordé de los viejos que siempre se escudan en su experiencia
cuando ya no tienen argumentos. Como si vivir fuese algún
mérito dialéctico.
No, no aún respondí.
Si tuviera hijos comprendería mi posición observó.
¿Por qué, tiene usted hijos? pregunté.
No fue la repuesta.
Es decir que la pregunta anterior no la hizo usted, me la
hicieron sus padres. ¿Con quién estoy hablando en este
momento?
Opiné que para ser auténtico primero había
que ser libre.
En este mundo hay demasiada libertad se quejó
R.
¿Cree usted en Dios? pregunté, como un
tonto.
Sí, por supuesto.
¿Cree por su propia voluntad o porque se lo han impuesto
?
No, no. Yo creo en Dios por mi propia voluntad.
Es decir que la libertad sigue siendo una virtud, a pesar
de todo...
Pocos días después, en otra clase, una de mis mejores
alumnas me preguntó sobre el problema de las drogas en el
mundo. Quería saber mi opinión sobre las posibles
soluciones. La suya era que si Estados Unidos creaban trabajo en
los países pobres de América Latina eso lograría
terminar con el tráfico de drogas y quería saber si
yo pensaba igual. Mi respuesta fue terminante (y tal vez pequé
de elocuencia): no. Simplemente, no.
En la pregunta reconocí el viejo discurso hegemónico
norteamericano: "nuestros problemas se deben a la existencia
de malos en el mundo". Una simplicidad a la medida de un público
que antes se reconocía como ciudadano y ahora se reconoce
como "consumidor". Claro, no muy diferente es la teoría
maniquea en América Latina: "todos nuestros males se
los debemos al imperialismo yanqui".
¿Por qué no?, preguntó sorprendida
mi alumna, una muchacha con toda las buenas intenciones del mundo.
Por la misma lógica del sistema capitalista respondí.
Si los pobres tuviesen mayores y mejores oportunidades de trabajo
eso mejoraría sus vidas, pero no eliminaría el narcotráfico,
porque no son ellos los motores de este monstruoso mecanismo. La
demonización de los productores es un discurso del todo estratégico
no entraré a explicar este punto tan obvio, pero
no sirve para resolver el problema ni lo ha resuelto nunca.
¿Y cuál es la causa del problema, entonces?
En el sistema capitalista, sobre todo en el capitalismo tardío
(y dejemos de lado a Keynes por un momento), la oferta aparece siempre
para satisfacer la demanda, ya sea de forma legal o ilegal. El objetivo
de toda empresa es descubrir las "necesidades insatisfechas"
(creadas, de forma creciente, por la propia cultura de consumo)
y lograr infiltrarse en el mercado con una oferta a la medida. En
español se habla de " nicho del mercado",
lo cual tiene lógicas connotaciones con la muerte. Si hay
demanda de trabajadores, allí habrán inmigrantes ilegales
para satisfacer la demanda y evitar que la economía se detenga.
Al mismo tiempo, surgirán nuevas narraciones y nuevos "patriotas"
que se organicen para salvar al país de estos sucios holgazanes
venidos del sur para robarles los beneficios sociales.
Pocos pueden dudar de que los principales consumidores de drogas
del mundo están en el mercado norteamericano y europeo, los
dos polos del progreso mundial. La conclusión era obvia:
los primeros responsables de la existencia del narcotráfico
no son los pobres campesinos colombianos o peruanos o bolivianos:
son los ricos consumidores del primer mundo. Aparte de los narcotraficantes,
claro, que son los únicos beneficiados de este sistema perverso.
Pero vaya uno a decirlo sin riesgo.
No deberíamos nosotros, minúsculos intelectuales,
recordarle a los capitalistas cómo funcionan sus cosas. Ellos
son los maestros en esto, aunque también son maestros en
hacerse los tontos: nadie produce ni trafica algo que nadie quiere
comprar. Mientras haya alguien que está interesado en
comprar mierda de perro, habrá gente en el mundo que la recoja
en bolsitas de nylon para su exportación. Pero culpar a las
prostitutas por inmorales y absolver a los hombres por "machos"
es parte del discurso ideológico de cada época. En
este último caso, hubiese bastado la lucidez de Sor Juana
Inés de la Cruz que a finales del siglo XVII se preguntaba
«¿quién es peor / la que peca por la paga / o el
que paga por pecar?» Claro que los puritanos no entendieron
un razonamiento tan simple e igual la condenaron al infierno.
Si es así, entonces ¿cuál es la solución?
preguntó otro alumno, sin convencerse del todo.
La solución no es fácil, pero en cualquier
caso está en la eliminación de la demanda, en la superación
de la Cultura del Consumo. En una cultura que premia el consumo
y el éxito material, ¿qué se puede esperar sino
más consumo, incluido el de drogas y otros estimulantes que
anestesien el profundo vacío que hay en una sociedad que
todo lo cuantifica? La coca es usada en Bolivia desde hace siglos,
y no podemos decir que la drogadicción haya sido un problema
hasta que aparecieron los traficantes buscando satisfacer una demanda
que se producía a miles de kilómetros de ahí.
Yo recuerdo en un remoto rincón de África campos de
marihuana que nadie consumía. Claro, apenas los nativos veían
a un hombre blanco con un sombrero y unos lentes negros enseguida
se la ofrecían con tal de ganarse unas monedas. Y hubiese
bastado un pequeño ejército de esos consumidores extranjeros
para activar el cultivo sistemático y la recolección
de estas plantas hasta que unos años después pasaran
por encima unos aviones arrojando pesticidas para combatir a la
producción y a los miserables productores, culpables de todo
mal del mundo.
La discusión terminó como suelen terminar todas las
discusiones en Estados Unidos: con un formalismo democrático
y consciente de las consecuencias pragmáticas: "Acepto
su opinión pero no la comparto"
Hasta hoy espero argumentos que justifiquen esta natural discrepancia.
[1] Normalmente, la Posmodernidad se definía en oposición
a los valores característicos de la Modernidad: racionalismo,
logocentrsmo europeo, metanarraciones absolutistas, etc. Por lo
cual podemos entender a la Posmodernidad como una Antimodernidad.
Pero esto es una simplificación. Hay elementos que significan
aún hoy una continuación y una radicalización
de la Modernidad: es lo que llamo la Sociedad Desobediente.
*Jorge Majfud . Escritor uruguayo, nacido en Tacuarembó,
en 1969. Estudió arquitectura graduándose en la Universidad
de la República. En la actualidad se dedica íntegramente
a la literatura y a sus artículos en diferentes medios de
comunicación. Ensaña Literatura Latinoamericana en
The University of Georgia, Estados Unidos. Ha publicado Hacia
qué patrias del silencio (novela, 1996), Crítica
de la pasión pura (ensayos 1998), La reina de América
(novela. 2001), El tiempo que me tocó vivir (ensayos,
2004). Es colaborador habitual de El País, La
República, La Vanguardia, Rebelion, Resource Center
of The Americas, Eco Latino, etc. Es miembro del Comité
Científico de la revista Araucaria de España.
Sus ensayos y artículos han sido traducidas al inglés,
francés, portugués y alemán.
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