| La universidad, sus derechos e incierto  futuro José Joaquín Brunner ** Director de la Cátedra UNESCO de Políticas Comparadas de Educación Superior, 
            en la Universidad Diego Portales, Chile.  síntesis: El presente artículo busca  caracterizar las incertidumbres de la universidad contemporánea a partir de su  historia, la cual se presenta en torno al eje de sus cambiantes formas de  inserción en los campos del poder y del derecho. Se plantea aquí que el poder  intelectual de la universidad confronta hoy con las fuerzas del mercado, en un  escenario en el que las instituciones educativas pierden el monopolio sobre la  producción del conocimiento avanzado, sobre el valor de cambio y simbólico de  las credenciales que otorgan y sobre la capacidad de autorregularse en función  de sus propios ideales e intereses.Palabras clave: universidad; poder  intelectual; fuerzas del mercado.
 SÍNTESE: O presente artigo busca caracterizar as  incertezas da universidade contemporânea a partir de sua história, a qual se  apresenta em torno ao eixo de diferentes formas de inserção nos campos do poder  e do direito. Aqui se propõe que o poder intelectual da universidade se  confronta hoje com as forças do mercado, em um cenário em que as instituições  educativas perdem o monopólio sobre a produção do conhecimento avançado, sobre  o valor de mudança e simbólico das credenciais que outorgam e sobre a  capacidade de auto-regulação em função de seus próprios ideais e interesses.
 Palavras-chave:  universidade; poder intelectual; forças do mercado.
 Abstract: This paper aims at characterizing the uncertainties of present day  college education, taking as a starting point its history, which is slenderly  presented around the axis of its ever changing forms of insertion in the fields  of law and power. We think that the intellectual power of universities  struggles nowadays with market forces, in a scenario in which educative institutions  are loosing the monopoly of the production of advanced knowledge, the monopoly  of the exchange value and symbolic value of the credentials by them issued, and  the monopoly of the capacity to regulate themselves according to their own  ideals and interests.
 Key words:  university; intellectual power; market forces.
 1.       El  orden antiguoDesde su origen, las universidades aparecen  situadas en un campo de fuerzas entrecruzadas que se expresa en el lenguaje del  poder y los derechos: de la corona, la cruz y la ciudad o el municipio sobre el  control de estas instituciones; de los maestros y sus alumnos para decidir  sobre los asuntos escolásticos; de los rectores o cancilleres y sus  atribuciones para organizar, administrar, asignar recursos y aplicar sanciones;  de los graduados y sus prerrogativas de estatus, primero, y de las profesiones  que aquellas forman, después; sobre los conocimientos producidos y  transmitidos, la libertad de indagación y crítica, y los alcances de la  licencia para enseñar y la facultad de examinar. Por su lado, las universidades  inicialmente emplazadas en este campo, aunque pocas en número (para comenzar:  Bolonia, París, Montpellier, Oxford, Padua, Salamanca, Cambridge), ya a finales  del siglo xiii se habían  convertido en: 
               [...] instituciones gravitantes en la vida  intelectual europea; lugares dedicados a la producción y difusión de ideas,  incluso sitios con un genuino «poder intelectual», amén de hallarse a cargo de  la preparación de las élites eclesiásticas y civiles (Verger, 1992, p. 55).  Se trataba, sin embargo, de un poder  contestado; intelectual, sin duda, pero también institucional, acompañado de  fueros y privilegios, bienes terrenos y prebendas, monopolios geográficos y  sobre recursos valiosos como eran las ocupaciones académicas y los grados.  Contestado, es decir, adquirido en medio de pugnas y negociaciones, a través de  la razón y la astucia (Nardi, 1992). Por el contrario, nada hay en esta escena  original que conduzca hacia el despliegue de una «idea» (de la universidad) o  que lleve a pensar, como piensa el idealismo, que esta institución surge de una  suerte de condensación del espíritu humano, movido por el puro amor sciendi  (Bussi, 2002). Más bien, a poco andar, dos o tres siglos –breve lapso en esta  escala de larga duración– las universidades, igual que cualquiera otra  corporación medieval –de la cual toman su nombre: universitas magistrorum et  scholarium o universitas studii– podían distinguirse ya  suficientemente por sus específicos privilegios o, como entonces se llamaban,  «libertades e inmunidades» (Gieysztor, 1992, p. 108).  Entre ellas, la más importante fue la  obtención de su especial autonomía por parte de estas corporaciones, el derecho  de sus maestros y estudiantes para actuar como cuerpo en sus relaciones  extramuros y ejercer jurisdicción sobre sus asuntos internos. Los estatutos de  cada universidad, cuyo origen parece perderse en el tiempo (Le Goff, 1986, p.  72), daban expresión legal a esos privilegios, los regulaban de manera  minuciosa y establecían las normas que debían regir la relación de las  corporaciones con la Iglesia,  el imperio o la monarquía y la comuna, según el caso.  Una parte decisiva de estas reglas se refería  al sustento material de las corporaciones –su patrimonio e ingresos– y, otra, a  las condiciones para la incorporación y participación en la comunidad de  maestros y alumnos. Respecto de la infraestructura material que soportaba a  este poder intelectual –de la cual se sabe poco en términos contables (Cobban,  1975, p. 237)– provenía de recursos internos tales como aranceles, multas, pago  por exámenes y al momento de la graduación y la collectae –especie de  impuesto cobrado a los estudiantes una o dos veces al año para cubrir el pago  de algunos funcionarios y otros gastos corrientes de la corporación–; y de recursos  externos, como beneficios eclesiásticos, salarios pagados por el rey o la  ciudad, donaciones y legados. En general, los gastos parecen haber sido  congruos, destinándose una proporción a la mantención de los edificios, a  solventar litigios y festividades. Los maestros, en tanto, obtenían su  remuneración ya fuera de diversas fuentes externas o directamente de los  estudiantes, o bien gozaban de prebendas y otros beneficios eclesiásticos  (Verger, 1992a, pp. 151-154), siempre bajo la tensión que generaba la pregunta  de si acaso era legítimo vender por dinero el conocimiento, un don divino que,  por lo mismo, debía dispensarse gratuitamente.  La integración de este «ayuntamiento de  maestros y escolares, que es hecho en algún lugar con voluntad y con entendimiento  de aprender los saberes» se reforzaba además mediante prácticas y ritos que  legitimaban el juego de posiciones en su interior: 
               [...] congregaciones, instalaciones,  exámenes, inducciones (al cargo de maestro, la inceptio), procedimientos  jurisdiccionales, lecciones, servicios religiosos e incluso cenas y  festividades debían observar secuencias rituales de palabras, gestos, objetos,  música y luces y formas prescrita de vestimenta. Las insignias universitarias  abarcaban un grupo amplio de objetos simbólicos empleados de variadas formas en  diferentes momentos por los miembros de los cuerpos académicos: cetro y bastón  de mando, collares, anillos, sellos, cálices, llaves, registros y estatutos,  togas y birretes (Gieysztor, 1992, p. 139).  En breve, el orden moral de la corporación se  hallaba fuertemente estructurado y se celebraba a través de estos actos, que  ayudaban a demarcar las jerarquías dentro de la comunidad y sus fronteras  simbólicas con el entorno, al mismo tiempo que realzaban su propia identidad en  un campo de fuerzas en constante movimiento. La organización misma se apoyaba  en estos elementos tradicionales y carismáticos (Clark, 2006). Los derechos se  adherían al colectivo y a las personas como signo de su estatus. Este era el  orden antiguo –coetáneo de las cortes y las jerarquías heredadas dentro de una  estructura sancionada por su Creador– previo a las formas capitalistas y  burocráticas que entonces operaban aún débilmente en el entorno de la  universidad.  2.       La  universidad moderna Siglos más adelante, después de sobrevivir a  la disolución del orden antiguo, las universidades no solo habían pasado a ser  parte de los Estados nacionales y su modelo a implantarse en los nuevos mundos  de las Américas, Asia, África y el Pacífico (Shils y Roberts, 2004; Roberts,  Rodríguez Cruz y Herbst, 1996), sino que llegarían a convertirse en un rasgo  distintivo de la época: una propiedad moderna, una manifestación de la  modernidad. Pues como señala Shils (1976, p. 119): 
               Un Estado moderno no podría existir sin un  complejo sistema de educación superior destinado a crear esos nuevos  intelectuales «funcionales» –empleados civiles, especialistas en ciencias  aplicadas, ingenieros, contadores, maestros–, sin toda la gama de ocupaciones  profesionales «terciarias» de la clase media que son inherentes a una economía  moderna, indispensables para una moderna organización militar e imprescindibles  para el funcionamiento del Estado y de la sociedad.  La modernización de las sociedades pasaba  entonces, por así decir, a través de las universidades y la enseñanza superior,  otorgando una posición distinta, menos libremente flotante, al poder  intelectual. En juego está aquí el rol que el Estado atribuía a ese poder y a  la profesión (la académica) que él congregaba. Volvamos a Shils (1976, p. 132): 
               La idea de que un país tiene que modernizarse  incluye el convencimiento de que ello solo puede lograrse a través de la  creación de un cuerpo de intelectuales. La existencia de una clase de personas  de gran cultura se considera componente esencial de un régimen moderno, así  como un necesario prerrequisito funcional. Ello exigió la creación de un  sistema de instituciones intelectuales modernas donde antes solo había  fragmentos dispersos, como una facultad de medicina en un lugar y una facultad  de ingeniería en otro.  Se vislumbran en este último pasaje las  tensiones que la secularización imponía a los Estados nacionales emergentes, en  su lucha con los intelectuales tradicionales de origen religioso. Ahora el  énfasis estaba puesto en los intelectuales «funcionales» –orgánicos, los  llamaba Gramsci–, en condiciones, por ende, de servir a los intereses de las  nacientes clases medias y las pretensiones hegemónicas de la burocracia  estatal.  La universidad, llamada a ponerse al servicio  de esos intereses y estas pretensiones, resultó de dos modelos finalmente  convergentes –el napoleónico y el humboldtiano, el francés y el prusiano– cada  uno de los cuales contribuyó a definir su identidad propiamente moderna. El  primero impuso a las antiguas corporaciones la disciplina de las burocracias,  profesionalizó la carrera funcionaria de los académicos y convirtió a las  universidades en objeto de las políticas nacionales de educación. El segundo  las dotó de un nuevo sentido de misión: la de cultivar –junto al conocimiento heredado  y las profesiones útiles– el nuevo conocimiento en la frontera de las  disciplinas, en un ambiente caracterizado por las libertades de enseñar y  aprender (Rüegg, 2004; Charle, 2004).  El poder intelectual investido en las  universidades se integra entonces, aunque de variadas formas y con grados de  autonomía también variables, al poder del Estado, que gradualmente asume su  sustentación material (Gerbod, 2004). La universidad moderna, en efecto, es  producto del mecenazgo estatal, a diferencia de las universidades antiguas que  habían dependido del pago de los estudiantes y el favor de los reyes y las  cortes, los papas y obispos, y los grandes burgueses de las ciudades prósperas.  En cambio, el alcance social de este poder  –su pretensión formativa de las nuevas clases medias profesionalizadas–  permanece circunscrito a una minoría. En toda Europa el número de estudiantes  creció apenas de 80 mil alrededor de 1840 a 600 mil al momento de detonar la Segunda Guerra  Mundial; una cifra inferior al número de alumnos que hoy cursan estudios  superiores en Chile. En efecto, a medida que las naciones se convertían en  Estados, o que estos organizaban a las naciones, el servicio civil reclamaba  un número modesto de personas en posesión de un certificado académico. Como  consecuencia, también la matrícula universitaria empieza a crecer lentamente: 
               Sin contar los estudiantes de teología,  Alemania iba en cabeza al final de la década de 1870 con unos 17 mil  [estudiantes], seguido de muy lejos por Italia y Francia con 9 mil y 10 mil  cada uno y Austria con unos 8 mil (Hobsbawm, 2007b, p. 105).  En las demás regiones del mundo, la fracción  de jóvenes que ingresaba a las universidades era todavía más reducida. Hasta  ese momento la universidad moderna continuaba, pues, ofreciendo un privilegio  más que un servicio; atendía a una exclusiva minoría, la de los herederos  (Bourdieu y Passeron, 2003), no a la masa; en fin, era una institución de élite  por el número de estudiantes que recibía y por su composición social (Trow,  1974).  Pero en cuanto a su base, el poder  intelectual de estas universidades se diversifica fuertemente en el siglo que  precede al de la segunda guerra, principalmente bajo el influjo del modelo  humboldtiano. La división del trabajo académico (Clark, 1983, pp. 28-71) se  vuelve más y más compleja y densa, mayor la especialización disciplinaria, más  gravitante el peso de la investigación y de las ciencias. Progresivamente, la  solidaridad orgánica –aquella que nace de la interconexión de las funciones–  ocupa el lugar que antiguamente había tenido la solidaridad moral en la  integración institucional, al mismo tiempo que los elementos carismáticos y los  comportamientos rituales retroceden dando paso a los componentes burocráticos.  El cetro y el bastón de mando ceden su lugar a las circulares administrativas;  la toga y el birrete, al sello ministerial. La comunidad de los maestros  fundada en un orden de creencias es sustituida por un ensamblaje de posiciones  funcionarias a través de las cuales se expande la profesión académica (en  Europa compuesta por 5 mil profesores alrededor de 1840 y por 32 mil un siglo  después), distribuida en cátedras y departamentos. A la hora de la designación  de los profesores, los laberintos del poder central se entrelazan con los  laberintos de la burocracia universitaria, como ilustra la fallida designación  de Max Weber en la   Universidad de Berlín (Weber, 1995, pp. 219-221)1.  También las instituciones universitarias  diversifican su perfil, según su tamaño, funciones, capacidad económica y  prestigio asociado a su ubicación geopolítica. Como ideal se impone el modelo  alemán –prusiano– que, bajo la forma de la research university de los  Estados Unidos, predomina a lo largo del siglo xx.  Pero a su lado surgen múltiples otros tipos institucionales: las grandes  escuelas francesas, los colleges ingleses, los institutos tecnológicos y  politécnicos, las universidades dedicadas a las artes mecánicas, las modernas  universidades católicas, las universidades dedicadas solamente a lo docencia de  primer grado, etcétera.  En esta fase entonces, hasta la Segunda Guerra  Mundial, la universidad moderna consolida su poder intelectual el cual se  amplía y transforma por el cultivo de las disciplinas, aunque todavía dentro  del ámbito de la «pequeña ciencia», como la llama de Solla Price (1963); él se  conecta y prolonga además hacia las «grandes» profesiones al mismo tiempo que  permanece concentrado en los pequeños números: de instituciones, profesores y  alumnos. Básicamente, entonces, la universidad continuaba actuando como puerta  de acceso hacia las élites, al menos en aquella avenida abierta a la carrera de  los talentos.  A su vez, las principales dinámicas del poder  universitario se hallan impulsadas, en esta etapa, por su imbricación con el  proyecto nacional-estatal. No solo depende aquel para su manutención del Estado  sino que este le extiende su propia legitimidad a cambio del prestigio  específicamente cultural que le presta el estamento intelectual. En efecto,  según sostenía Weber, así como las guerras aumentan el prestigio de los Estados  victoriosos, solo la cultura puede cohesionar y dotar de prestigio a los  sentimientos nacionales. Por ahí se pregunta, «cuál es, pues, la significación realpolitisch  de la Kultur?»  Su respuesta es: proporcionar los valores particulares que distinguen al grupo  nacional; su individualidad. Y esta tarea cabía ante todo a los intelectuales.  En efecto: 
               [...] esta misión –en tanto que intenta  justificarse a sí misma por el valor de su contenido– solamente puede ser  realizada consecuentemente como misión «cultural» específica. [...] Por  consiguiente, es natural que si los que disponen de poder dentro de una  comunidad política exaltan la idea del Estado, los que se encuentran en el seno  de una «comunidad de cultura», es decir, un grupo de hombres con capacidad de  realizar obras consideradas como «bienes culturales», usurpen la dirección. Nos  referimos con ello a los «intelectuales» que [...] están específicamente  predestinados a propagar la idea «nacional» (Weber, 1964, p. 682).  Esta identificación del poder intelectual con  las pretensiones nacionales y del Estado encontraría, a las puertas de la Segunda Guerra  Mundial, su expresión más virulenta y un signo de su bancarrota, en el discurso  rectoral de Heidegger2 al  hacerse cargo de la   Universidad de Friburgo en abril de 1933. Allí, al tomar  posesión de su cargo anuncia que «la tan celebrada libertad académica será  expulsada de la universidad alemana pues esta libertad no era auténtica, sino  tan solo negativa». En su lugar propone tres nuevas obligaciones que, en  adelante, deberán asumir los estudiantes: para con la comunidad del pueblo,  para con el honor y el destino de la nación en medio de otros pueblos y para  con la misión espiritual del pueblo alemán. Servicio del trabajo, servicio de  las armas y servicio del saber (Nolte, 1998, p. 145). Así, la universidad era  llamada a consagrarse al «más alto servicio al pueblo en su Estado». Se abría  un rumbo cuyo fin –dirá en esa ocasión el rector– solo «comprenderemos  plenamente [...] cuando hagamos nuestra aquella grande y profunda presencia de  ánimo de la cual la antigua sabiduría griega pudo decir: “Todo lo grande se  encuentra en medio de la tempestad”».  Mas, como sugiere Boyle, no es a Heidegger a  quien debe culparse de la tragedia final de la universidad alemana; más bien,  aquella tragedia moderna representó «el fracaso de quienes en Alemania estaban  a cargo de mantener la coherencia de la vida intelectual de la nación; un  fracaso de las universidades». En vez de analizar el pasado y el presente de la  nación y propiciar reformas realistas bajo el régimen de Weimar, desestimulando  las fantasías, las instituciones: 
               [...] sucumbieron a sus propias fantasías  –sobre todo a la de su propia importancia– que esencialmente eran regresiones  al credo que las habían sostenido a lo largo de los siglos de monarquía  absoluta y que ahora, de golpe, habían terminado (Boyle, 1998, p. 231)3.  3.       La expansión de
              la matrícula Con posterioridad a la Segunda Guerra  Mundial, la educación superior experimenta un explosivo crecimiento, primero en  varios países desarrollados, con ee.uu.  a la cabeza, luego, más adelante, en el resto del mundo, con la (entonces)  Unión Soviética al tope de la lista. ee.uu.,  que en 1900 inscribía en sus instituciones de educación superior a un 4 por  ciento del grupo entre 18 y 21 años, dobla esa cifra durante los siguientes  veinte años y luego nuevamente, hasta alcanzar un 15,6 por ciento en 1940.  Después de la guerra el incremento de la cobertura se acelera, alcanzando a un  tercio de los alumnos en 1956. Bajo estas condiciones, ha observado Halsey  (1961, p. 460): 
               La función de las universidades como jardín  infantil (nurserie) de los grupos de élite es sobrepasada por su nueva  función como un servicio masivo de educación en una emergente sociedad  tecnológica.  Dentro del esfuerzo por reconstruir el orden  internacional de posguerra, la educación pasa a ocupar un lugar central en la Declaración de los  Derechos Humanos (1948), la cual en su artículo 26.º proclama: 
               1. Toda persona tiene derecho a la educación.  La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción  elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La  instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los  estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos  respectivos. [La negrita es del autor.]  El derecho de acceso a los estudios  superiores «igual para todos, en función de los méritos respectivos», se  convierte en un aliciente para las políticas expansivas de los gobiernos alrededor  del mundo, y en 1965 se logra matricular a 9 de cada 100 jóvenes del grupo en  edad de cursar estudios superiores; cifra que se duplica en los siguientes  treinta años, momento en el cual se registran más de 80 millones de estudiantes  en instituciones de educación terciaria, los que en 2005 alcanzan a 138  millones.  Este movimiento ascendente de la matrícula se  ve respaldado por los «derechos de la demanda», lo que aparece reiterado en  diversos documentos internacionales, en particular en el Pacto Internacional de  Derechos Económicos, Sociales y Culturales adoptado el año 1966 por la Asamblea General  de las Naciones Unidas y que entró en vigor una década más tarde. En efecto, se  declara en su artículo 13.º, párrafo segundo, que:  Los Estados partes en el presente Pacto  reconocen que, con objeto de lograr el pleno ejercicio de este derecho: 
               a)       La  enseñanza primaria debe ser obligatoria y asequible a todos gratuitamente.b)       La  enseñanza secundaria, en sus diferentes formas, incluso la enseñanza secundaria  técnica y profesional, debe ser generalizada y hacerse accesible a todos, por  cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva  de la enseñanza gratuita.
 c)       La  enseñanza superior debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la base de  la capacidad de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en particular  por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita. [La  negrita es del autor.]
  Posteriormente, el Comité de Derechos  Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas (1999), en sus  Observaciones Generales al artículo 13.º del Pacto, formula una serie de  especificaciones al enunciado relativo a la educación superior, las cuales  pueden resumirse de la siguiente forma.  En primer lugar, en el punto 6.º de la Observación General  n.º 13, refiriéndose al párrafo segundo del artículo 13.º citado más arriba, se  señala que la enseñanza superior comprende los elementos de disponibilidad,  accesibilidad, aceptabilidad y adaptabilidad, que son comunes a la enseñanza en  todas sus formas y en todos los niveles, si bien su aplicación precisa y  pertinente depende de las condiciones que imperen en un determinado Estado  parte. Estos atributos se definen en el texto de dicha observación de la  siguiente forma: 
               a)       Disponibilidad.  Debe haber instituciones y programas de enseñanza en cantidad suficiente en  el ámbito del Estado Parte. Las condiciones para que funcionen dependen de  numerosos factores, entre otros, el contexto de desarrollo en el que actúan;  por ejemplo, las instituciones y los programas probablemente necesiten  edificios u otra protección contra los elementos, instalaciones sanitarias para  ambos sexos, agua potable, docentes calificados con salarios competitivos,  materiales de enseñanza, etc.; algunos necesitarán además bibliotecas,  servicios de informática, tecnología de la información, etc.b)       Accesibilidad.  Las instituciones y los programas de enseñanza han de ser accesibles a todos,  sin discriminación, en el ámbito del Estado Parte. La accesibilidad consta de  tres dimensiones que coinciden parcialmente:
 
                i)  No  discriminación. La educación debe ser accesible a todos, especialmente a  los grupos más vulnerables de hecho y de derecho, sin discriminación por  ninguno de los motivos prohibidos.ii) Accesibilidad  material. La educación ha de ser asequible materialmente, ya sea por su  localización geográfica de acceso razonable (por ejemplo, una escuela vecinal)  o por medio de la tecnología moderna (mediante el acceso a programas de  educación a distancia).
 iii)  Accesibilidad  económica. La educación ha de estar al alcance de todos. Esta dimensión de  la accesibilidad está condicionada por las diferencias de redacción del párrafo  2 del artículo 13.º respecto de la enseñanza primaria, secundaria y superior:  mientras que la enseñanza primaria ha de ser gratuita para todos, se pide a los  Estados Partes que implanten gradualmente la enseñanza secundaria y superior  gratuita.
                 c)       Aceptabilidad. La forma y el fondo de la educación, comprendidos los programas de estudio y  los métodos pedagógicos, han de ser aceptables (por ejemplo, pertinentes,  adecuados culturalmente y de buena calidad) para los estudiantes y, cuando  proceda, los padres; este punto está supeditado a los objetivos de la educación  mencionados en el párrafo 1 del artículo 13.º y a las normas mínimas que el  Estado apruebe en materia de enseñanza.d)       Adaptabilidad.  La educación ha de tener la flexibilidad necesaria para adaptarse a las  necesidades de sociedades y comunidades en transformación y responder a las  necesidades de los alumnos en contextos culturales y sociales variados.
  Luego se precisan estas observaciones en  relación a la educación terciaria. Por un lado, se subraya que para responder a  las necesidades de los alumnos en distintos contextos sociales y culturales,  sus planes de estudio deben ser flexibles y los sistemas de instrucción  variados, con utilización incluso de la enseñanza a distancia. Por el otro, que  si bien la enseñanza superior debe hacerse accesible a todos, sobre la base de  la capacidad de cada uno, ella no está sujeta a la regla aplicable a la  educación secundaria según la cual esta «debe ser generalizada y hacerse  accesible a todos». Es decir, la enseñanza superior no debe necesariamente «ser  generalizada», sino solo hallarse disponible «sobre la base de la capacidad»,  la cual habrá de valorarse con respecto a los conocimientos especializados y la  experiencia de cada cual. Más que de un derecho subjetivo, en suma, o sea de la  titularidad sobre una prerrogativa individual que podía hacerse valer frente al  Estado, se trataba en este caso de un compromiso exigido a los Estados de hacer  accesible la educación superior sobre la base del mérito.  Por último, las Observaciones del Comité  dedican tres párrafos (números 38   a 40) a la libertad académica del cuerpo docente y de  los alumnos. Se señala allí que según la experiencia del Comité, «el cuerpo  docente y los alumnos de enseñanza superior son especialmente vulnerables a las  presiones políticas y de otro tipo que ponen en peligro la libertad académica».  Y luego el Comité enuncia los siguientes principios: 
               39. Los miembros de la comunidad académica  son libres, individual o colectivamente, de buscar, desarrollar y transmitir el  conocimiento y las ideas mediante la investigación, la docencia, el estudio, el  debate, la documentación, la producción, la creación o los escritos. La  libertad académica comprende la libertad del individuo para expresar libremente  sus opiniones sobre la institución o el sistema en el que trabaja, para  desempeñar sus funciones sin discriminación ni miedo a la represión del Estado  o cualquier otra institución, de participar en organismos académicos  profesionales o representativos y de disfrutar de todos los derechos humanos  reconocidos internacionalmente que se apliquen a los demás habitantes del mismo  territorio. El disfrute de la libertad académica conlleva obligaciones, como el  deber de respetar la libertad académica de los demás, velar por la discusión  ecuánime de las opiniones contrarias y tratar a todos sin discriminación por  ninguno de los motivos prohibidos.  40. Para el disfrute de la libertad académica  es imprescindible la autonomía de las instituciones de enseñanza superior. La  autonomía es el grado de autogobierno necesario para que sean eficaces las  decisiones adoptadas por las instituciones de enseñanza superior con respecto a  su labor académica, normas, gestión y actividades conexas. Ahora bien, el  autogobierno debe ser compatible con los sistemas de fiscalización pública,  especialmente en lo que respecta a la financiación estatal. Habida cuenta de  las considerables inversiones públicas destinadas a la enseñanza superior, es  preciso llegar a un equilibrio correcto entre la autonomía institucional y la  obligación de rendir cuentas. Si bien no hay un único modelo, las disposiciones  institucionales han de ser razonables, justas y equitativas y, en la medida de  lo posible, transparentes y participativas.  4.       Acceso,  libertad, gratuidad: las mayores DESTILACIONES de posguerraEn breve, la reconstrucción del orden  internacional buscó universalizar –en el plano de las obligaciones estatales–  principios de acceso meritocrático a la educación superior, de libertad  académica para los cuerpos docentes y estudiantiles basada en una autonomía  responsable de las instituciones y de progresiva gratuidad del servicio docente  a nivel terciario.  Sin embargo, en cada uno de estos tres  frentes, la experiencia de la segunda mitad del siglo xx muestra, hasta hoy, la presencia de obstáculos  insuperables.  Todavía en muchas partes del mundo la  formación superior es un terreno reservado a los herederos del capital cultural  y económico transmitido por sus familias; el jardín infantil de las élites. A  pesar de la enorme expansión del servicio –en todo caso desigual entre países–  o, quizá precisamente en virtud de ella, ahora se vuelve patente que las leyes  de la reproducción social de los privilegios de cuna son más fuertes que las  aspiraciones meritocráticas de la democracia. El objetivo burgués-ilustrado de  una «carrera abierta a los talentos» (Hobsbawm, 2007a, pp. 187-204) ha probado,  en los más diversos contextos nacionales, hallarse enredado con la selección  social del mérito, al punto que la igualdad formal del derecho, incluso la  igualación de medios económicos a través de becas y créditos, parecieran  derrotarse a sí mismas. En efecto: 
               [...] la eficacia de los factores sociales de  desigualdad es tal que la igualación de los medios económicos podría realizarse  sin que el sistema universitario deje por eso de consagrar las desigualdades a  través de la transformación del privilegio social en don o mérito individual.  Mejor aún, habiéndose cumplido con la igualdad formal de posibilidades, la  educación podría poner todas las apariencias de la legitimidad al servicio de  la legitimación de los privilegios (Bourdieu y Passeron, 2003, p. 45).  La libertad académica –Lehrfreiheit y  Lernfreiheit, en el idioma de la universidad humboldtiana–, contenciosa  como fue desde el origen de las corporaciones de maestros y alumnos, ha sido  tomada por asalto y derrotada mil veces en diferentes regiones; conculcada por  motivos políticos y regímenes autoritarios (América Latina, Asia y África),  ideológicos (en los sistemas totalitarios), religiosos (por fundamentalismos  que invocan diferentes dioses), de seguridad nacional (en el este y el oeste),  cuando no por la escasez de medios para ejercerla (en los países más pobres del  mundo). Otras veces ella misma ha dado lugar a perversiones, como la  corrupción que según recientes estudios se difunde en las prácticas  educacionales de varios países (Heyneman, Anderson y Nuraliyeva, 2007; Hallak y  Poisson, 2005; Temple y Petrov, 2004; Altbach, 2004), el surgimiento de las diploma  mills (fábricas de diplomas) o bien ella se ve convertida, al calor de  sueños románticos de distinto signo, en un soporte para la universidad que en  su momento Medina Echevarría (1967) llamó «militante».  En cuanto a la progresiva gratuidad del  servicio impetrado como ideal por el derecho internacional –antigua aspiración  que la Iglesia  católica ya había proclamado en el tercer Concilio de Letrán de 1179 (Le Goff,  1986, p. 97)4, y que se halla consagrada como principio en  varias cartas fundamentales latinoamericanas– si bien llegó a ser la regla –es  decir, a hacerse sustentable por la renta nacional– en las sociedades  industriales más desarrolladas, o a ofrecerse como un privilegio a los jóvenes  seleccionados que ingresaban a las universidades estatales en países de mediano  y escaso desarrollo, desembocó hacia finales del siglo xx en un callejón sin salida. No había posibilidad, ni en el  capitalismo avanzado, ni en las economías en transición desde un régimen de  comandos centralizados a economías de mercado, ni menos en los capitalismos de  Estado o liberalizados pero frágiles de Asia y América Latina, de hacer  compatible la expansión de la oferta con un régimen de subsidios masivos a la  demanda. Sobriamente, la propia unesco (1995,  p. 19) debió reconocer a mediados de los años noventa que «difícilmente hay un  país que pueda hoy sostener un sistema de educación superior comprensivo solo con  fondos públicos», agregando enseguida: «parece improbable que esta situación se  revierta en los años venideros».  Además, se había vuelto evidente que el  camino de la gratuidad conducía, paradojamente, a la inequidad, como se aprecia  en América Latina. En efecto: 
               La educación superior ha estructurado un  complejo nudo de inequidades en toda la región, y particularmente en las  universidades públicas. En Colombia, tres de cada cuatro estudiantes  matriculados provienen del 40% más rico; en Perú solo el 4% de los jóvenes  pobres ingresa a la educación superior frente al 50% de los ricos. Allí, el 80%  del gasto público en educación superior se destina a los dos quintiles más  ricos; en Argentina los principales beneficiarios de la educación superior  gratuita son los ricos, ya que el sistema tiene un efecto redistributivo  progresivo desde los ricos y regresivo desde los pobres; en Venezuela, los  estratos I y II han incrementado sustancialmente su participación en la  matrícula de los universidades públicas; y el Costa Rica el 71% de los  estudiantes que asiste a la educación superior pertenece al 40% más rico,  mientras que solo el 13% proviene del 40% más pobre (Rama, 2005, p. 15).  En suma, las tres mayores destilaciones que  la universidad moderna logró en el campo del derecho durante la posguerra no  sirvieron sino moderadamente –más allá que acá, en mayor o menor medida en un  caso que otro, en grados diversos según las circunstancias– para realizar sus  ideales de legitimación de un poder por encima de las clases sociales, fundado  en la libre investigación y la transmisión crítica de los saberes y sostenido  exclusivamente por la sociedad, al amparo de la renta nacional, lejos de los  avatares del mercado.  El pacto sostenido durante varios siglos  entre la institución más representativa de la cultura y el Estado daba señales  de agotamiento. Ahora los propios gobiernos comenzaban a insistir en que las  universidades debían librarse de la mano del Estado y ponerse a disposición de  otros clientes y partes interesadas. ¿Cómo interpretar este cambio en las  relaciones entre la educación superior y el gobierno? ¿Se trataba –según la  conocida metáfora empleada por Neave y van Vught (1994, p. 397)– de liberar o  de mantener encadenado con amarras más sutiles al moderno Prometeo, esta institución  que había robado el fuego a los dioses para mejorar la suerte de los hombres  sobre la base de su propio poder intelectual?  5.       La  universidad posmoderna y el «metacambio» Aquí comienza la historia contemporánea de la  universidad; aquella que –para decirlo con términos en boga– confronta a estas  instituciones con la globalización, con la era de la información, con  sociedades que transitan hacia una economía crecientemente basada en la  explotación intensa del conocimiento avanzado (y no solo del trabajo humano),  con la fragmentación de las comunidades y la individuación de los sujetos; en  fin, en el plano cultural, con la posmodernidad o modernidad tardía.  No es que la situación en que operan estas  antiguas corporaciones esté cambiando; a fin de cuentas, así ha sido lo largo  de su trayectoria y difusión planetaria. Lo más difícil para ellas, escribe  Bauman (1997, p. 24) es cómo abordar «el “metacambio”; el cambio en las maneras  en que la situación está cambiando».  Esta noción de que algo ha cambiado en las  formas de mudar de las cosas es propia, precisamente, de la sensibilidad y el  pensamiento posmodernos. Sea que ella aluda al fin de los «grandes relatos» que  habrían acompañado a las revoluciones y el progreso moderno, o a la mutación de  las coordenadas espacio-temporales que traen consigo las tecnologías digitales  e Internet, o a la licuación que hace fluir las estructuras sólidas y las  tradiciones creando nuevos riesgos a nuestro alrededor, o a la conformación de  un mercado global cuyas transacciones escapan a los Estados nacionales, esta  noción de un «metacambio» describe también el entorno turbulento en que hoy se  desenvuelven las universidades.  Efectivamente, el campo de fuerzas en que  ellas se encuentran emplazadas parece estar transformándose de manera radical.  Su poder intelectual, y los derechos a él asociados, se ven confrontados ahora  con el mercado, esa red anónima, despersonalizada, de intercambios, que  reordena la acción, las funciones y a los agentes de la educación superior.  La manera práctica de graficar esta  transformación es imaginar aquel campo de fuerzas como un triángulo (el  triángulo de Clark, 1983, p. 143), donde los sistemas nacionales de educación  terciaria se insertan en el espacio demarcado por tres puntos conectados entre sí,  donde el primero representa las fuerzas políticas y burocráticas del Estado; el  segundo, las fuerzas de la oferta y la demanda que interactúan en el mercado y,  el tercero, la fuerza colegiada de los intereses corporativos de las propias  instituciones, en especial sus estratos superiores (académicos y  administrativos). Se trata, por cierto, de un dispositivo típico-ideal, donde  la ubicación de los sistemas y las universidades –es decir, su mayor o menor  distancia respecto de esos tres puntos– caracteriza la economía política y las  modalidades de coordinación e integración de los sistemas y las instituciones.  Pues bien: si inicialmente las corporaciones (universitas  studii) operaban en la zona político-corporativa de este espacio, en tensa  relación con los poderes feudales (eclesiásticos y civiles), luego, con su  nacionalización al amparo de los emergentes Estados, debieron insertarse en una  zona burocrático-corporativa, tanto en el caso de los sistemas que seguían el  modelo napoleónico como en aquellos que adoptaban el modelo humboldtiano. En  uno y otro caso, la coordinación de los sistemas se apoyaba solo en dos puntos:  Leviatán y el Alma Mater. De allí la importancia otorgada, en esa relación, al  patronazgo estatal y la autonomía, a la carrera funcionaria y las libertades de  la academia, a la razón de Estado y las prerrogativas de la pluma.  Recién en las últimas décadas del siglo xx, a excepción del caso de los Estados  Unidos donde este fenómeno había comenzado antes, irrumpe en la escena el  mercado –el tercer elemento hasta entonces excluido– redefiniendo no solo las  reglas del juego sino el juego mismo. Por primera vez en la larga duración de  esta historia, el triángulo de Clark se completa, sometiendo a las  universidades simultáneamente a las fuerzas de la política y las burocracias, a  la competencia en el mercado y a la lógica de sus propios, diversificados,  intereses corporativos. El fuego sagrado del poder intelectual –amor sciendi,  formación humanista, libre indagación, desinterés, erudición libremente flotante,  sentido de misión, conciencia crítica, auto-conciencia de la propia  importancia, todo eso– entra finalmente en contacto con «las aguas heladas del  cálculo egoísta» de que habla Marx y, parafraseándolo, fuerza a los académicos  a contemplar con ojos desapasionados sus relaciones mutuas y su posición en el  mundo. «Aparece ahora como arquetipo de toda actividad societaria racional la  socialización que, en virtud del intercambio, tiene su escenario en el mercado»  (Weber, 1964, p. 493).  Con ello, la universidad se ve forzada a  descender desde las alturas de su intensa autoconciencia (Peña, 2008) y su  elevada concepción de sí misma y del poder intelectual forjado para sí a lo  largo de siglos –desde Abelardo hasta Heidegger, digamos– para aterrizar finalmente  en el Estado llano donde las decisiones de los partícipes se hallan regidas  principalmente (Weber dice: «exclusivamente») por el interés en los bienes de  cambio.  La novedad del escenario posmoderno está dada  entonces, y ante todo, por esa irrupción del mercado en los espacios  tradicionalmente político-corporativos y burocrático-corporativos en que hasta  aquí se habían desenvuelto las universidades y consagrado sus derechos,  elevándolas hasta la esfera de lo público y rodeándolas de un aura especial.  Ellas se ven forzadas ahora a adaptarse al  nuevo entorno, ya bien porque los gobiernos las obligan a actuar en mercados  administrados o cuasi mercados para procurar su parte de la renta nacional  –como ocurre especialmente en Europa occidental– o bien porque se hallan  puestas, directamente, en «situación de mercado» (Weber, 1964, pp. 62-64) como  es el caso en Estados Unidos; en Japón y Corea y otros países del Asia; en  Polonia y otras sociedades de Europa Central y del Este, y en numerosos países  latinoamericanos.  En uno y otro caso, aunque en diferentes  grados y de distintas maneras, las instituciones deben competir y diversificar  sus fuentes de ingreso; surgen nuevos proveedores (instituciones privadas,  universidades corporativas, a distancia, vía Internet); los estudiantes pagan  aranceles y pasan a ser clientes; los profesores son contratados y dejan de ser  funcionarios; las funciones institucionales se convierten en desempeños y  sujetan a minuciosas mediciones; se enfatiza la eficiencia y el value for  money; los modelos de negocio sustituyen en la práctica a los planes  estratégicos; la gestión se racionaliza y adopta un estilo empresarial; el  gobierno colegiado se transforma en corporativo al independizarse de los  académicos e integrarse con representantes de los stakeholders externos;  los investigadores son estimulados a patentar y los docentes a vender docencia  «empaquetada» a las empresas; los incentivos vinculados a la productividad  académica reemplazan las escalas salariales asociadas al cargo; los currículos  son revisados y sancionados en función de su pertinencia laboral y evaluados  por agencias externas en relación a su calidad; las culturas distintivas de las  instituciones y sus «tribus académicas» (Becher, 2001) empiezan a ser tratadas  como asunto de clima organizacional; las universidades son comparadas por medio  de los ranking locales y clasificadas geopolíticamente a nivel global (he ahí  la realpolitik de los prestigios institucionales); se crea un mercado  global para servicios de educación superior y su regulación se resuelve en las  rondas del Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (gats por sus siglas en inglés), no en  sede académica. En fin: 
               La universidad ya no es más un lugar  tranquilo para enseñar, realizar trabajo académico a un ritmo pausado y  contemplar el universo como ocurría en siglos pasados. Ahora es un potente  negocio, complejo, demandante y competitivo que requiere inversiones continuas  y de gran escala (Skilbeck, 2001).  6.       El  efecto del «metacambio» El efecto del nuevo escenario sobre el poder  intelectual de las universidades y la comprensión de sus derechos apenas  comienza a percibirse; por lo que menos aún pueden comenzar a escudriñarse  sistemáticamente. Más bien, algunos estudios recientes describen estos efectos  bajo el enfoque del «capitalismo académico» (Slaughter y Rhoades, 2004) y la  comercialización de la academia (Bok, 2003); o intentan comprender las  dinámicas de la mercadización (Brunner y Uribe, 2007; Teixeira y otros, 2004) y  sus consecuencias para el financiamiento de las instituciones y los estudiantes  (Johnstone, 2006), la profesión académica (Altbach, 2003), la  empresarialización de las universidades (Clark, 2004, 1998) y el impacto de la  globalización sobre el mercado de la educación terciaria (Marginson y van der  Wende, 2006).  Sin embargo, el efecto del «metacambio» –que  se manifiesta precisamente por el desplazamiento del centro de gravedad dentro  del triángulo de Clark hacia la zona próxima del mercado– es, como dijimos,  algo más que la implantación de nuevas reglas para un mismo juego; representa  un cambio del juego mismo.  Primero, las universidades pierden el  monopolio sobre la producción del conocimiento avanzado y, más significativo  aún, pierden el control sobre la forma legítima de producirlo. Al lado del modo  de producción académico (habitualmente identificado como mp 1) surgen otros modos de producción  (que la literatura llama mp 2),  cuyos dispositivos de creación, financiamiento, validación, comunicación y uso  escapan al control corporativo de la universidad (Gibbons, 1998; Nowotny, Scott  y Gibbons, 2001). En este espacio aparecen, efectivamente, varios de los  fenómenos que preocupan a los críticos del «capitalismo académico»: desde la  articulación de las universidades al aparato transnacional de la big science,  pasando por las actividades de conocimiento orientadas a la solución de  problemas sociales hasta llegar a las tareas, cada vez más sofisticadas, de  búsqueda, filtro y gestión del conocimiento disponible en la red.  Enseguida, y como producto de la masificación  del servicio de la enseñanza superior, las universidades pierden también el  control sobre el valor de cambio y simbólico de las credenciales que otorgan  (grados académicos y diplomas profesionales y técnicos). La inflación de las  credenciales (Collins, 2002) va aparejada, en condiciones de un mercado de  consumo masivo, por un debilitamiento de la señal que aquellas transmiten en el  mercado laboral. Hacia arriba hay un adelgazamiento de la pirámide de las  credenciales, ubicándose allí aquellas pocas cuya denominación de origen y  marca poseen un reconocimiento global. Hacia abajo la pirámide se ensancha por  la continua proliferación de diplomas de alcance local y escaso valor de  estatus y salarial. Al medio se accede a los títulos profesionales de alcance  nacional que alimentan esa gama de ocupaciones «terciarias» que en su momento  Shils consideró indispensables para la modernización de las sociedades.  Por último, la universidad ha visto reducida  su capacidad de autorregulación interna y ha debido entregar –habitualmente a  agencias oficiales y a dispositivos de tipo mercado– la inspección, regulación  y control de la calidad de sus procesos y resultados dentro de un esquema que  las obliga a evaluarse, a acreditarse, a informar a sus clientes y el público,  a rendir cuenta y asumir responsabilidades frente a la sociedad y el gobierno.  Hacia dentro, ella se ve afectada por un debate que toca sus propios  fundamentos –la «tradición racionalista occidental», como en el contexto  norteamericano la llama el filósofo Searle (2002)– al punto que pronto, reclama  él, ella podría verse sepultada bajo la marea del posmodernismo: 
               [...] marxistas, feministas,  deconstruccionistas, y personas activas en materia de «estudios étnicos» y  «estudios gay», así como personas con el estilo de estudiantes radicales de los  años sesenta, ahora profesores universitarios de mediana edad (Searle, 2002, p.  54).  Bajo el ataque combinado de estas fuerzas  corrosivas la universidad, perdiendo rápidamente sus nociones de calidad,  estándares y excelencia y volviéndose cada vez menos capaz de distinguir entre  las ideas inteligentes y las ideas estúpidas, se había vuelto «menos  autoconfiada de su elitismo» (Searle, 2002, p. 150).  Como consecuencia de todo esto (estas  «pérdidas» o «resignaciones» como a veces las perciben quienes guardan una  particular nostalgia por las universidades antiguas y modernas), cambia  también, de manera dramática, la concepción de los derechos atribuidos a la  universidad en cuanto portadora de un específico poder intelectual.  En vez de los antiguos derechos corporativos  (fueros y privilegios en esencia), y los modernos principios de acceso,  libertad académica y progresiva gratuidad, se impone ahora una concepción que  mira, fundamentalmente, en dos direcciones.  Por un lado, hacia el marco institucional del  nuevo escenario, aquel que crea el juego y define sus reglas; básicamente, los  arreglos formales (en la constitución, las leyes, los derechos de propiedad) e  informales (sanciones, costumbres, normas morales y códigos de conducta) que  sirven como prerrequisitos para el funcionamiento de los mercados (Williamson,  1996; North, 1990). Por el otro, hacia las condiciones o libertades que  permiten a los agentes del sistema –las universidades como organizaciones y los  estudiantes– operar en ese entorno de mercado (Jongbloed, 2004). Es decir, por  el lado de las organizaciones –o las firmas– la exclusión de barreras de  entrada de modo de hacer posible el ingreso de nuevos competidores;  restricciones mínimas en la determinación de los productos; libertad de las  corporaciones para usar sus recursos obtenidos de diversas fuentes públicas y  privadas, y ausencia de restricciones para la fijación del precio de los  aranceles que, bien sabido es, se elevan constantemente en una espiral ascendente.  Por el lado de los estudiantes, libertad para elegir –más bien, para usar la  tríada de estrategias hirschmanianas de exit, voice and loyalty–, libre  elección de programas y máxima movilidad entre ellos (sostenida por un esquema  de créditos de aprendizaje que en Europa se vuelve coextensivo con el mercado  común), información adecuada (transparencia del mercado) y pago de aranceles  que –idealmente– ha de cubrir el costo de producción del capital humano  adquirido a lo largo de los estudios superiores.  Como es fácil apreciar, se trata de una  revolución copernicana en cuanto a la concepción de los derechos asociados al  poder de las universidades. Los antiguos fueros de la corporación, con sus  ritos y ceremonias envolventes, se transforman y trasladan hacia el exterior,  hacia los arreglos institucionales encargados de generar los incentivos bajo  los cuales deben actuar las organizaciones y los agentes. Y las libertades  humboldtianas de la universidad moderna pasan a ser concebidas como condiciones  de la competencia y derechos de los consumidores o clientes. La universidad es  introducida así en un campo de fuerzas que ya no puede controlar ella sola  desde la oferta. El poder intelectual y su fuego sagrado quedan sometidos  entonces a los vaivenes, preferencias y elecciones de la demanda, a las  oportunidades que crea el mercado y a las regulaciones que, a la distancia,  disponen los gobiernos.  Naturalmente, la autoconciencia –o el  narcisismo herido– de la universidad moderna se resiste ante este «metacambio»  de su posición en el mundo. Pero, como alguien ha expresado con ambiguo  sentimiento, 
               [...] las complicaciones posmodernas no  pueden ser adecuadamente resueltas con los medios modernos. No porque estos  tengan alguna falla de origen sino porque en el tipo de mundo que nos cabe  vivir, cualquiera planificación [...] no es más que el caos por otros medios.  Si acaso sea conveniente imponer al mundo un único, ingeniosamente concebido y  trabajosamente elaborado patrón es algo no solamente dudoso sino fuera de  lugar. Pues las palancas de poder para levantar un tal proyecto se hallan  completamente ausentes y todos los proyectos impulsados por palancas de menor  poder solo aumentan la sorprendente y confusa variedad de la inevitablemente  incoherente y fragmentada Lebenswelt de los hombres y las mujeres  posmodernos (Bauman, 1997: 25).  Bibliografía Altbach,  P. G. (ed.) (2003): The  Decline of the Guru: The Academic Profession in Developing and Middle-Income  Countries. Londres: Palgrave Macmillan.— (2004): «The Question  of Corruption in Academe», en International Higher Education, n.º 34.  Center for International Higher Education, Boston College.
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