La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación editada por la OEI 

 ISSN: 1022-6508

Está en: OEI - Revista Iberoamericana de Educación - Número 41

Inicio >>

 Versión impresa

  Último número

  Números anteriores

  Números próximos

  Índices

 Secciones

  De los lectores

  E + I

  Investigación

  A fondo

  Debates

 Servicios

  Suscripción

  Colaboraciones

  Tablón de anuncios

 Recursos

  Otras revistas

  Biblioteca digital

  Convocatorias

  Publicaciones OEI

 Créditos

 Contactar

 

 Número 41: Mayo-Agosto / Maio-Agosto 2006

Educación para el desarrollo / Educação para o desenvolvimento

  Índice número 41 

La geometría de la educación para el desarrollo sostenible, o la imposibilidad de una nueva cultura ambiental

Pablo Ángel Meira Cartea, José Antonio Caride Gómez *

SÍNTESIS: A lo largo del presente texto se analiza el tránsito que se está produciendo entre dos generaciones de discursos contemporáneos: el de la Educación Ambiental (ea) y el de la Educación para el Desarrollo Sostenible (eds), así como la presión y la influencia ejercida en este tránsito por los organismos internacionales. Se pone de manifiesto que es obligada una revisión de los modelos de desarrollo implícitos de cada formulación, y el replanteamiento de las prácticas educativas que de ellos se derivan. En el lugar central del debate sobre la transición se sitúa la necesidad de clarificar el término «cultura ambiental», y diferenciar los diversos formatos con los que se viene representando en el imaginario colectivo, desde los modelos neoliberales y sus instrumentos de mercado hasta las visiones más radicales de sostenibilidad fuerte. Los retos de la educación en esta transición no son sólo los de recrear una nueva cultura ambiental aislada, sino los de construir una nueva sociedad plural.

SÏNTESE: Ao longo do presente texto se analisa o trânsito que está se produzindo entre duas gerações de discursos contemporâneos: o da Educação Ambiental (ea) e o da Educação para o Desenvolvimento Sustentável (eds), assim como a pressão e a influência exercida neste trânsito pelos Órgãos internacionais. Se põe de manifesto que é obrigada uma revisão dos modelos de desenvolvimento implícitos de cada formulação, e a reformulação das práticas educativas que deles se derivam. No lugar central do debate sobre a transição se situa a necessidade de clarificar o termo «cultura ambiental», e de diferenciar os diversos formatos com os que se vêm representando no imaginário coletivo, desde os modelos neoliberais e seus instrumentos de mercado até as visões mais radicais de forte sustentabilidade. Os desafios da educação nesta transição não são apenas os de recriar uma nova cultura ambiental isolada, senão os de construir uma nova sociedade plural.

1. Introducción

Para las Naciones Unidas, siguiendo las recomendaciones emanadas de la Cumbre Mundial para el Desarrollo Sostenible, celebrada del 26 de agosto al 4 de septiembre de 2002 en Johannesburgo, las respuestas educativas a la crisis ambiental deben adentrarnos en una nueva fase, caracterizada por la adopción de políticas, de programas y de prácticas pedagógicas que permitan a todos los miembros de las sociedades trabajar juntos para construir un futuro duradero. Una tarea, a priori estimable, que la Asamblea General de la onu atribuyó a la unesco, responsabilizando a este Organismo de la promoción y de la coordinación de las iniciativas que se ejecuten con tales fines, reforzando y ampliando las actuaciones emprendidas en favor de una alfabetización generalizada y de una educación para todos.

El exponente más relevante de esta transición, al menos de momento, nos sitúa ante la celebración, entre 2005 y 2014, de un Decenio dedicado a la eds, proclamando entre sus campos prioritarios la reducción de la pobreza, la igualdad de sexos, la promoción de la salud, la preservación y la protección de los recursos naturales, la transformación de la vida rural, los derechos del hombre, la paz, la comprensión internacional, la diversidad cultural y lingüística, así como el máximo aprovechamiento de las potencialidades inherentes a las técnicas de información y de comunicación.

Todos ellos, en mayor o en menor medida, son exponentes de las preocupaciones que abruman a la comunidad internacional en las últimas décadas, con cifras que cuestionan los compromisos adquiridos por los líderes mundiales o por el propio sistema de las Naciones Unidas en diferentes programas y declaraciones: más de 1.200 millones de personas viven en la pobreza extrema; once millones de niños mueren cada año por enfermedades que se pueden prevenir; las especies vegetales y animales siguen desapareciendo a un ritmo sin precedentes por la acción del hombre, a lo que se suman los efectos del cambio climático; persisten las desigualdades de género, limitando la plena participación de las mujeres en la sociedad y en la economía; más de cien millones de niños siguen sin ser escolarizados; la ayuda internacional a los países pobres apenas representa un 0,25% del pib de los países donantes, lo que está muy lejos del objetivo del 0,7% fijado por las Naciones Unidas [...]. En su conjunto, de un modo o de otro, problemas a los que la educación siempre ha tratado de aportar algún tipo de respuesta, apelando a la toma de conciencia, al fomento de los valores cívicos, a la formación en distintas competencias, al cambio de actitudes, etc., con denominaciones dispares dentro y fuera de las instituciones escolares: Educación para la Paz, Educación para el Desarrollo, Educación Democrática, Educación Intercultural [...]. También entre ellas la ea, sobre todo a partir de los primeros años de la década de los setenta del pasado siglo.

En la nueva fase que proclama la onu, aquella ea parece que debe dejar paso a esta eds, aceptando la versión de la unesco (2004) de que son «dos disciplinas distintas», dando por hecho un tránsito sobre el que ni se ha reflexionado lo suficiente, ni se han expuesto con claridad las razones que lo motivan, más allá de los argumentos genéricos –en muchos casos tópicos por reiterados– que observan la educación como un factor decisivo de los procesos de desarrollo en cualquiera de sus perfiles (infraestructural, económico, cultural, etc.), especialmente en aquellos que apelan a la sustentabilidad.

En lo que sigue pretendemos realizar una breve aproximación genealógica a propósito de este tránsito, aunque al hacerlo confesemos que no es nuestra intención cuestionar ninguna «educación para», siempre y cuando sus planteamientos declarados sean honestos tanto desde el punto de vista ético como desde las perspectivas pedagógica e ideológica. Y la eds, de entrada y por lo que reúne de consenso internacional, lo es. Al fin y al cabo, toda educación existe para algo; y más vale que lo sea tomando como referencia valores más o menos universales (por ejemplo, el derecho al desarrollo o a la sostenibilidad), que lo haga remitiéndose a ambiguos juegos de palabras, lo que no disminuye nuestras dudas acerca de qué hay realmente de distinto, de nuevo o de diferente en el discurso –y no digamos en la práctica– de la eds en relación con la ea, de igual modo que tampoco tenemos claro cuáles son los sentidos práctico, teórico y sociopolítico que animan a crear una «nueva» educación y un «nuevo» marco discursivo que la justifique. Además, sospechamos que este relativo desconcierto no es sólo nuestro, pues no es raro encontrar textos o discursos muy sugerentes y bien construidos que comienzan hablando de ea, y terminan haciéndolo de eds (Puyol, 2003).

Ahora bien, puede ser que, en el fondo, estemos ante otra vuelta de tuerca en los modos de imaginar y de poner a prueba la naturaleza política de la educación, a fuerza de observarla como un instrumento estratégico de los cambios socioculturales y económicos que se producen en nuestras sociedades, tal como se deduce del capítulo 36 de la Agenda 21, dedicado a la educación. La cuestión, para expresarla con cierta contundencia, acaba remitiéndonos a una compleja combinación de conceptos y de prácticas, en cuyo interior la pertinencia o no de la eds no puede dirimirse sin desvelar los profundos significados del desarrollo, de la sostenibilidad, o de lo que en algunos círculos se considera que debe ser una educación cuya finalidad explícita o implícita sea conformar una «nueva cultura ambiental».

2.  Entre el insostenible curso del desarrollo y el leve concurso de la Educación Ambiental

El desarrollo, como tantas otras expresiones que sirven para denominar las realidades de la vida humana, a la que se describe y se interpreta en sus múltiples trayectorias civilizatorias, forma parte de una «constelación semántica increíblemente poderosa» (Esteva, 2000, p. 71), a la que han ido agregándose intereses muy dispares en los quehaceres sociopolítico y económico que rigen los destinos de nuestras sociedades, sobre todo a raíz de las rebeliones y de las revoluciones que originan –y al tiempo cuestionan– lo que hemos dado en llamar Estados modernos.

De hecho, muy poco o casi nada de lo que nos afecta como personas y como sociedad, nos guste o no, se sitúa en los márgenes del desarrollo y de sus indicadores más visibles, mostrando una gran versatilidad para analizar y/o para promover fenómenos tan dispares como las metamorfosis del capitalismo, la lucha de los países del tercer mundo por la descolonización, la búsqueda de nuevos equilibrios en las relaciones Norte-Sur; o el surgimiento y la consolidación de los mercados transnacionales, los cambios culturales, las evoluciones demográficas y sus impactos en la ordenación del territorio; o la compleja y nunca del todo concretada aspiración de las comunidades a una convivencia sostenida por los principios democráticos, por la equidad y por la sustentabilidad. O, al menos, eso parece desde que el protagonismo de distintos organismos y de determinadas iniciativas –entre los que ocupa un lugar destacado el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, creado en 1965 y con sede en Nueva York– manifiestan su inquietud por el logro de una mayor gobernabilidad democrática en todos los países, por reducir la pobreza y sus efectos excluyentes, y por aportar soluciones a los graves problemas socioambientales que desde hace décadas amenazan la supervivencia del Planeta.

Así concluyó el siglo xx. Y así se inició el tercer milenio de nuestra era, al que muchos insisten en observar como una nueva época. O, si se prefiere, como un tiempo histórico abierto a un sinfín de contradicciones y de incertidumbres, cuyas complejidades es preciso explorar y repensar aprovechando los conocimientos y las modalidades del pensamiento que anidan en un cierto «regreso a la razón», que diría Toulmin (2003): aquella que, frente al caos y a la brutalidad del pasado, imagina futuros más inteligentes y compasivos, obligando a intensificar los esfuerzos a favor de la paz, de la cohesión social, de la comprensión mutua o del diálogo intercultural, por muy difícil que resulte prever a dónde nos llevarán sus respectivos itinerarios. Y que, a pesar de las decisiones y de las actuaciones que día a día contrarían sus legítimas expectativas, todavía abriga esperanzas de que, local y globalmente, se hagan efectivos los compromisos con «los sectores más pobres y desvalidos de la tierra, y consigo mismos», a tenor de lo que se declaró y se aprobó en la Cumbre del Milenio convocada por las Naciones Unidas en septiembre del año 2000, formalizando las políticas de Ayuda y de Cooperación al Desarrollo en un documento programático que identifica ocho grandes Objetivos de Desarrollo del Milenio (odm), y que se traduce en dieciocho metas y en cuatro decenas largas de indicadores, cuyo seguimiento y evaluación tienen como horizonte el año 2015.

No sin matices, para llegar a formular estos Objetivos se partía de un diagnóstico ampliamente compartido por la comunidad internacional: de un lado, la constatación de que los modelos político-sociales y económicos adoptados hasta el momento –en las distintas escalas que gradúan el desarrollo a nivel mundial y en cada país– no responden de manera satisfactoria a las urgencias y a las necesidades derivadas de la crisis socioambiental que nos afecta, ni en el alcance ni en los ritmos con los que deben afrontarse sus riesgos; de otro, la creciente demanda de cambios profundos en los modos de vivir en sociedad, no sólo por lo que supone tomar conciencia de las limitaciones del Planeta, sino también por la adopción de actitudes, de comportamientos y de pautas acordes con «otros» estilos de desarrollo, de los que con mayor o menor énfasis se proclama que su viabilidad económica y ecológica ha de ser sustentable o sostenible. Esto es: un desarrollo que no ignora sino que acentúa la importancia de satisfacer las necesidades humanas de las generaciones del presente, sin comprometer la capacidad de las generaciones del futuro para satisfacer sus propias necesidades; pero que, al tiempo, incide en la imposibilidad de un crecimiento sin límites, irreconciliable con el mantenimiento y con la renovación de los recursos que hacen posible la biodiversidad. Para Rivas (1997, p. 51), de este modo quedaría comprendido que el desarrollo sostenible nos remite a «un proceso de cambio continuo, en el que la utilización de los recursos, la orientación de la evolución tecnológica y la modificación de las instituciones, están acordes con el potencial actual y futuro de las necesidades humanas».

En un escenario en el que todo o casi todo puede ser desarrollo –y, aunque nunca se haya reconocido en sus justos términos, carencia de él–, también todo o casi todo ha pasado a ser educación, cultura o ambiente. Ya sea en sus formas cada vez más abiertas a una visión compleja, comprehensiva y holística de las prácticas educativas y culturales, así como de las realidades ambientales; ya sea en sus expresiones más simbólicas y subjetivas, en las que las vivencias y la experiencia humana son cada vez más inseparables de las percepciones y de las representaciones que las personas construyen acerca de sus aprendizajes, de su identidad-diversidad cultural, o de los contornos físicos y sociales en los que inscribe su quehacer cotidiano.

De ahí que, con toda probabilidad, nunca como hoy tengamos una perspectiva tan extensa de los modos de educar y de educarse en sociedad (es decir, de la educación); de las maneras de hacer cultura en sus vertientes creativa, expresiva, patrimonial, difusiva, etc.; o del medio ambiente y sus componentes bióticos, abióticos y compor­tamentales. Con todo, de ahí también el uso –y con frecuencia el abuso– de una terminología que cesa de combinar palabras con las que definir procesos, orientar significados, renovar desafíos o ajustar contenidos que aporten una lectura que sea mucho más congruente en sus propuestas y en sus prácticas.

Con antecedentes y con trayectorias que están muy lejos de ser comparables, en esta línea de flotación cabe situar históricamente a la ea, al desarrollo sostenible o a la Cultura Ambiental; tres pilares de un tronco común, que, con la llegada del siglo xxi, han ido encontrando acomodo en los variados itinerarios pedagógicos a los que da lugar el decenio de la eds (entre el 1 de enero de 2005 y el 31 de diciembre de 2014), o a las estrategias en favor de una cultura y de una educación para la sostenibilidad. Compartiendo finalidades, destinatarios y metodologías, insisten en hacer un llamamiento educativo y cultural a la sociedad para cambiar tendencias y valores que inciden en el bienestar de todos los seres humanos, en la integración sistémica de los problemas sociales y ambientales en un mismo proceso de reflexión-acción, y en la creación de una cultura ambiental que reconcilie a los individuos y a la sociedad tanto con la Naturaleza como entre ellos mismos. La eds, tal como se refleja en los documentos de la unesco (2004) –órgano de la promoción del Decenio y de los proyectos que se emprendan en el plano internacional–, se concibe como un concepto dinámico que debe «poner en valor todos los aspectos de la toma de conciencia del público, de la educación y de la formación, para dar a conocer o para hacer comprender mejor los lazos existentes entre los problemas relacionados con el desarrollo sostenible, y para hacer progresar los conocimientos, las capacidades, los modos de pensamiento y los valores, de manera que se puedan dar a cada quien, cualquiera que sea su edad, los medios de asumir la responsabilidad de crear un futuro viable y de aprovecharlo».

Aunque fuesen otros los pretextos, tal como se ha reivindicado desde diferentes colectivos y experiencias de renovación pedagógica, se trata de situar a la educación en los caminos que conducen al cambio y a la transformación de las realidades sociales, procurando más y mejores condiciones de igualdad, de perdurabilidad y de responsabilidad de las personas y de la sociedad en sus propios procesos de desarrollo, en espacios y en tiempos que permitan una mayor convergencia entre lo cotidiano y lo extraordinario, entre lo próximo y lo lejano, entre lo comunitario y lo planetario. Aun en sus balances más críticos, tanto la ea como ciertas interpretaciones del desarrollo sostenible están en esta onda. La primera, en congruencia con su afán por activar una praxis pedagógica y social problematizadora (y transformadora) del mundo, promoviendo una toma de conciencia crítica y sensible respecto del medio ambiente, de sus problemáticas y de los riesgos que comporta su deterioro para el conjunto de la Humanidad, así como para la diversidad y la calidad de la vida; el segundo, por lo que conlleva de esperanza depositada en un modelo de desarrollo del que se dice que debe combinar e integrar diferentes características y dimensiones: económicas, políticas, culturales, ecológicas, tecnológicas, morales, demográficas, etc., que posibiliten formas de estar y de ser en el mundo que estén acordes con «una vida más digna para todas y cada una de las personas que en él convivimos» (Martínez, 2003, p. 31). Una tarea para la que –especialmente en los últimos años y con amplias repercusiones en los discursos de la ea– no ha dejado de reclamarse el concurso de una «nueva cultura ambiental», a menudo equiparada con la «cultura de la sostenibilidad». Que no es lo mismo que entender que la dimensión cultural conforma, junto con la Naturaleza, la «verdadera ecología del hombre y de las sociedades» (Colom, 2003, pp. 65-67); o que los cimientos culturales de la sociedad deben merecer nuestra atención plena como fundamentos y como soportes de un desarrollo sostenible.

3. Ante el problema, viejo y nuevo, de redefinir «ambientalmente» la Cultura

Para evitar equívocos, diremos ya desde el principio que la cultura ambiental no existe. Es verdad que se pueden utilizar y se utilizan expresiones que apuntan hacia lo necesario que es cultivar la cultura ambiental de la población, o que se diagnostiquen determinados problemas (por ejemplo, los relacionados con el consumo energético, con los incendios o con el tratamiento de los residuos) asociando su existencia a la falta de una mayor cultura ambiental. En ambos casos, al igual que en otros que habitan el lenguaje político y pedagógico, no dejan de ser procedimientos retóricos mediante los que se comunica la necesidad de cambios importantes en nuestras formas de percibir y de representar las relaciones que mantenemos con nuestro entorno, de los modos de interactuar con él, y, en consecuencia, de vivir.

En realidad la cultura ambiental no existe, porque toda cultura es, en sí misma e ineludiblemente, ambiental. Desde una perspectiva antropológica, toda cultura comporta una determinada forma de valorar el medio y de establecer un abanico de prácticas que buscan transformarlo y distribuir los recursos que ofrece (suelo, agua, alimentos, aire, espacio, etc.). Más aún: cuando se afirma o se reclama la necesidad de construir una nueva cultura ambiental, se suele olvidar el pequeño detalle –es un decir– de que esa nueva cultura ambiental sólo puede ser, de hecho, una «nueva cultura», escrita ahora con mayúscula, en el amplio y heterogéneo muestrario de «todas» las culturas.

Las sociedades avanzadas, a las que es habitual conceptuar como desarrolladas, industrializadas, postmodernas, tecnológicas, del conocimiento, del ocio o del bienestar, son un buen ejemplo de que esto es así. Cuando se trata de definir y de trasladar a la población valores y hábitos relacionados con el medio ambiente, aparecen, antes o después, contradicciones estructurales difíciles de superar. Los valores pro-ambientales y las prácticas sociales –individuales y colectivas– coincidentes con esos valores, por lo general resultan ser refractarios a lo que proclaman, dando lugar a contravalores o a situaciones que caminan en otras direcciones. Sin ser la esfera de lo ambiental la única en la que esto sucede, sin duda es una de las que lo expresan de forma más rotunda, por ejemplo cuando hablamos de sostenibilidad. Como se sabe, se trata de una expresión que presupone el establecimiento de límites en el consumo de recursos y en la producción de detritos; sin embargo y en contraste, las dinámicas del mercado no sólo invitan al crecimiento progresivo e ilimitado de los parámetros ligados a la apropiación, a la transformación y al consumo de bienes –que se relacionan de forma mecánica con el bienestar de la población–, sino que entienden y consideran que el crecimiento sostenido es esencial para el mantenimiento del propio sistema.

Esta disfunción cultural se percibe en hechos tan contradictorios con una cultura que aspira a ser sostenible como la utilización, por ejemplo, de las tasas de generación de residuos domésticos o del consumo de energía eléctrica per capita como indicadores del nivel de desarrollo y de la calidad de vida de un país o de una comunidad. La paradoja hace ver que una colectividad que reduzca los residuos generados o la energía consumida por persona, tenderá a ser vista por el mercado y por la cultura que lo legitima y lo alimenta no como una señal de mayor eficiencia y racionalidad en la administración de sus recursos, sino como un síntoma de estancamiento o de recesión económica. En la práctica, esta paradoja es la que explica que el grueso de las campañas públicas relacionadas con la generación y con la gestión de los residuos domésticos se concentre en el adiestramiento de los ciudadanos, para que estos aprendan a separarlos de manera adecuada en sus hogares, olvidando los objetivos relacionados con la reutilización, con la reducción, o, cuando menos, con la minimización de su uso. Los comportamientos de selección, cuanto más eficientes que sean tanto mejor, encajan del todo en la cultura del consumo, e, incluso, sirven para nutrir a un sector empresarial emergente que rentabiliza el retorno a las industrias de las fracciones de residuos separadas, ahora reconvertidas –de nuevo– en materias primas. Desde el punto de vista de los ciudadanos, estos programas ofrecen la oportunidad de «sentirse» coherentes y responsables con la sostenibilidad, liberando la tensión que genera la creciente inculpación sobre su participación –mayor o menor– en el deterioro ambiental, del que llegan a tener conciencia de su correspon­sabilidad por acción o por omisión.

El papel que se le otorga a la eds, o, en determinados enfoques a la ea como instrumento de cambio esencialmente cultural o socio­cultural, adolece –como mínimo–, de ingenuidad sociológica y política. Es una aproximación que olvida que la cultura en nuestras sociedades, y, por efecto de la globalización, prácticamente en todo el Planeta, está condicionada, si no determinada, por las estructuras económicas, y, en el presente, por una orientación neoliberal que se ha impuesto y legitimado como «fin natural» de la historia de la civilización humana. Por eso sorprende que en casi todos los textos que reflexionan sobre la identidad teórica de la eds, se reproduzca un triángulo equilátero en cuyos vértices figuran los tres «ámbitos» o «perspectivas» (unesco, 2004, pp. 17-19) sobre los que pivota la eds: la sociedad –en algunos casos sustituida por la cultura–, el ambiente y la economía, de los que son ejemplos arquetípicos los proporcionados por Scoullos (2004, pp. 20-21) o por Folladori (2002, p. 38). Otras veces, estos ámbitos aparecen representados en clave de teoría de conjuntos haciendo intersección entre sí, y dejando en el centro común un espacio para el desarrollo sostenible. Estas metáforas topológicas rememoran los intentos de los filósofos clásicos por asociar las formas geométricas con las formas sociales y naturales, como vías para descubrir una teoría universal aplicable a todos los órdenes de la realidad.

El problema principal de esta representación es que sitúa en un mismo nivel, sin jerarquizar, a las tres dimensiones, cuando lo cierto es que la economía –especialmente la de mercado–, se entiende en la práctica como una variable independiente. El libro de estilo de la unesco para el decenio de la eds recoge de manera implícita esta lectura distorsionada: «la economía global de mercado en su forma actual –dice– no protege el medio ambiente y no beneficia a la mitad de la población mundial», y añade que «un cambio básico es la creación de sistemas de gobernanza global que armonicen el mercado de forma más efectiva con la protección ambiental y con el objetivo de la equidad» (unesco, 2004, pp. 19-20). Para entender mejor lo que queremos decir, las medidas en las que se concreta esta «armonización» serían, según el mismo texto, el desarrollo de tecnologías que incrementen la eficiencia energética, el uso de energías renovables, el reciclado, y la reducción de residuos. Y también, cómo no, la influencia de la educación en los «patrones de la oferta y de la demanda».

De esta forma, ante un problema que se enuncia como político o sociopolítico, se responde con cambios que inciden en aspectos realmente tangenciales y subsidiarios; la inserción de medidas correctoras de carácter técnico o cultural para minimizar el impacto del mercado en los procesos de apropiación, de transformación y de distribución de los recursos naturales, no cuestiona la lógica social y política de la economía de mercado, que permanece inalterable. El mismo concepto de «gobernanza», utilizado con profusión en la literatura de la eds, sugiere una manera tecnocrática de concebir la política –casi como una ingeniería social–, reduciéndola a una práctica más o menos pautada y negociada de regular la vida de las personas a escala comunitaria, mientras que en la sociedad global el mercado y los agentes que lo dominan –ligados al capital– son quienes establecen las reglas del juego en la esfera económica y más allá de ella. La pérdida de soberanía por parte de los Estados y la crisis de las organizaciones intergubernamentales, la desregulación de la economía –que neutraliza los intentos de sobre-regulación de las políticas ambientales–, los procesos de deslocalización y la pérdida de poder de los agentes sociales contra-hegemónicos (sindicatos, partidos políticos de izquierdas, ONG, movimientos ciudadanos, etc.), y la creación de una «cultura de mercado» cada vez más globalizada y homogénea, son algunos de los indicadores o algunos de los síntomas del peso estructural de esta economía liberalizada en la definición de la crisis socioecológica y en la construcción de sus representaciones. No resulta difícil entender el papel de la eds en este marco: facilitar el deseado cambio tecnológico, «educar» al individuo –más productor y más consumidor que ciudadano– para que se comporte con racionalidad en los márgenes del mercado –las asociaciones ecologistas, ingenuamente, ya realizan campañas para enseñar a leer las «etiquetas energéticas» en los electrodomésticos–, y para recrear una cultura ambiental que sirva a las expectativas y a los intereses comerciales. Situados en este punto, quizás en algún momento se tenga que explicar por qué, a pesar de ser capaces de identificar los problemas ambientales y sus causas, su evolución y la de la humanidad es cada vez más incierta.

4. La tarea, ahora también, de una Educación que debe seguir siendo «Ambiental»

Tenemos el derecho y el deber de cambiar el mundo para que mejore, procurando que sea menos injusto y más humano. Un desafío para el que, entre otros muchos educadores, Paulo Freire (2000), en su obra póstuma Pedagogia da indignação: cartas pedagógicas e outros escritos, reivindicaba el importante, inaplazable e intransferible quehacer de una educación comprometida con la transformación social; un logro para el que Freire enfatizaba la necesidad de comprender tanto sus dificultades como sus posibilidades, y las opciones que brinda una pedagogía crítica. Lo que equivale a decir una práctica social y educativa que, además de humanizar de forma radical la educación, habilite la reflexión y la construcción de una nueva comprensión del mundo. Como se sabe, ya desde sus primeros documentos programáticos, estas fueron metas que la ea, junto a «otras educaciones», quisieron hacer suyas.

Por experiencia y por vivencia histórica, somos conscientes de que estamos muy lejos de que esto sea así: ni la educación ha sido capaz de adecuar sus prácticas a propósitos y a logros coincidentes con tales intenciones, ni las realidades del mundo son tan acogedoras como necesitamos y como deseamos. De ahí tal vez la búsqueda –antes y ahora inconclusa– de una mejor educación y de un mejor desarrollo, vinculando ambas expresiones a una trayectoria común. La primera, como palabra matriz de un repertorio diversificado de opciones para educar a favor de (la paz, la igualdad de género, la interculturalidad, la democracia, la ciudadanía, etc.). El segundo, como un modo de acotar las ansias de un cambio social de verdad, esto es: radical y profundo, intenso y extenso en cada comunidad y en el orden internacional [...], situando el ambiente y sus problemas conexos en un primer plano. De ahí la emergencia de la ea, y, con ella, el cuestionamiento del simple «educar para desarrollarse» sin precisar el qué, el cómo y el para qué de este desarrollo.

De acuerdo con dicha línea, y aun admitiendo las controversias existentes acerca de los modelos de desarrollo vigentes o propuestos, incluidos aquellos que están en la onda de la sostenibilidad, todo indica que la educación y los procesos educativos desempeñan un rol destacable en su conformación como realidades o como alternativas de la sociedad conocida. Su caracterización como una práctica social mediante la que se pretenden satisfacer diferentes necesidades individuales y colectivas (socialización, adaptación, integración, transformación, etc.), obliga a asimilar sus metas y sus realizaciones con una mejora progresiva del bienestar de las personas, de modo que, como ya apuntara Martin Carnoy (1990, pp. 97-98), «el proceso de desarrollo mismo es educación [hasta el punto] de que la educación es una parte orgánica del proceso de desarrollo». Baste tener en cuenta que la formación de las personas es indisociable de cualquier preocupación por su futuro, tanto el de los individuos considerados como tales como el de la sociedad.

En estas coordenadas de pasado y de futuro, la ea debe salir al encuentro del desarrollo sostenible reivindicando un espacio propio: como una práctica educativa con vocación crítica, estratégica y coherente, con alternativas que renueven el pensamiento y la acción humana, construyendo hasta donde sea factible y de-construyendo hasta donde sea necesario la controvertida y ambigua, y aún así poderosa semántica que tiene su epicentro en la palabra «desarrollo», sobre todo en sus versiones economicistas, mercantiles e ideológicamente post o neo liberales.

La complejidad y el alcance global de los problemas ecológicos, unidos a la mundialización del espacio económico y a la homogeneización de las pautas culturales, así lo requieren. Lo anticipamos hace años (Caride y Meira, 2001, pp. 222-223), cuando reclamábamos que «la práctica crítica de la ea debe actuar problematizando las realidades ambientales, desvelando las contradicciones y los conflictos –de valores, intereses, poderes, racionalidades, etc.– implícitos en la génesis social de la crisis ambiental», y, con ella, cabe añadir, la de los estilos de desarrollo que la desencadenaron. Añadíamos que enfrentar la visión hegemónica de la estabilidad y del consenso a la que parece tender la eds al identificar la economía con el mercado, requiere que los educadores abandonen las posiciones neutrales, adoptando compromisos críticos en el análisis de las crisis ambientales y de las diferentes vías que permitan afrontarlas.

En este territorio de palabras y de hechos, la ea, con sus limitaciones y sin que muchos lo hayan querido ver así, nunca ha dejado de posicionarse como una práctica pedagógica y social contrahegemónica –y, tal vez por ello, del todo necesaria–, orientada a un mejor desarrollo de la Humanidad. Una expectativa a la que la eds apenas aporta novedades. En tal sentido, es suficiente con contrastar los documentos emanados de distintas Declaraciones (Belgrado, 1975; Tbilisi, 1977; Moscú, 1987) a favor de la ea, con el patrocinio de la unesco o del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente.

Puede ser que mirar al pasado a estas alturas de los acontecimientos y de las disputas que se han iniciado en torno a la ea versus la eds ayude a entender que hoy, como ayer, la ea tiene sentido, aunque sea para prestar –donde así se requiera– «servicios» que otras educaciones no podrán hacer a la eds. En fin: recrear una nueva cultura ambiental que refleje los valores de sostenibilidad y de equidad, significará, desde la educación y desde otras prácticas sociales, recrear una «nueva sociedad», con todas las culturas en las que se expresa su diversidad.

BIBLIOGRAFÍA

Caride, J. A., y Meira, P. Á. (2001): Educación ambiental y desarrollo humano. Barcelona, Ariel. [En edición portuguesa (2004): Educação ambiental e desenvolvimento humano, Lisboa, Instituto Piaget].

Carnoy, M. (1990): «Educación para un desarrollo alternativo», en P. Altbach y G. Nelly (coords.): Nuevos enfoques en educación comparada, Madrid, Mondadori.

Colom, A. J. (2000): Desarrollo sostenible y educación para el desarrollo, Barcelona, Octaedro.

Esteva, G. (2000): «Desarrollo», en A. Viola (ed.): Antropología del desarrollo: teorías y estudios etnográficos en América Latina, pp. 67-101, Barcelona, Paidós,

Folladori, G. (2002): «Contenidos metodológicos de la educación ambiental», en Tópicos en educación ambiental, vol. 4, n.º 11, pp. 33-48, México.

Freire, P. (2000): Pedagogia da Indignação: cartas pedagógicas e outros escritos, São Paulo, unesp.

Martínez Martín, M. (2003): «Una propuesta de aprendizaje ético para la educación ambiental», en V. J. Mangas. (coord.): Educación ambiental y sostenibilidad, pp. 29-42, Alicante, Universidad de Alicante.

Puyol, A. (2003): «Los retos de la educación ambiental. Una perspectiva latinoamericana», en vv.aa.: La educación ambiental en Andalucía. Actas del III Congreso Andaluz de Educación Ambiental, pp. 14-19, Sevilla, Junta de Andalucía.

Rivas, D. M. (1997): «Sustentabilidad y desarrollo sostenible», en D. M. Rivas (coord.): Sustentabilidad: desarrollo económico, medio ambiente y diversidad, pp. 39-87, Madrid, Iberediciones.

Scoullos, M. (2004): «Science, Culture and Education for Sustainable Development», en Actas da Conferência Internacional Educação para o Desenvolvimento Sustentável, pp. 16-21, Braga, Universidade do Minho.

Toulmin, S. (2003): Regreso a la razón: el debate entre la racionalidad, la experiencia y la práctica personales en el mundo contemporáneo, Barcelona, Península.

UNESCO (2004): United Nations Decade of Education for Sustainable Development 2005-2014. Draft International Implementation Scheme,< http://unesdoc.unesco.org/images/0013/001399/139937e.pdf> [consulta: sep. 2004].

Nota:

* Departamento de Teoría e Historia de la Educación, Facultad de Ciencias de la Educación, Universidad de Santiago de Compostela, España.

 


  Subir 

  Índice número 41 


Principal de la OEI

Inicio >>