La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación monográfica cuatrimestral editada por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) |
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Revista Iberoamericana de
Educación - Número 20
Las realidades en las que estamos inmersos ofrecen oportunidades y riesgos, requieren de ciudadanos, aldeas, naciones y regiones capaces de navegar en un clima de incertidumbres y paradojas, no haciendo de esto sólo una fórmula de sobrevivencia sino también una invitación al disfrute.
Los perpetuos cambios y la acumulación de valores tienen cada vez más respuestas en ámbitos multidisciplinarios.
Dentro de ese contexto, la cultura no ha encontrado aún los mejores argumentos para sentarse a la mesa de quienes orientan los caminos en los procesos de desarrollo.
Su participación, si bien es absolutamente necesaria, no da respuestas en términos convencionales, haciéndose imprescindible la creación de ámbitos sensibles que den lugar a la compatibilización de lenguajes y propósitos como insumos dentro de los espacios de decisión.
(*) Thomas Lowy es Director de la Dirección Nacional de Cultura del Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay.
El Estado debe tomar posición y protagonizar la orientación de la educación y de la cultura, que aunque son dos ámbitos absolutamente diferentes, pueden ser complementarios en tanto elementos básicos de un proyecto de desarrollo sostenible.
La región debe aceptar con realismo las enormes fragilidades estructurales, la falta de recursos humanos idóneos y la permanente discontinuidad de sus políticas. Los escasos recursos económicos deberán ser gestionados con un grado de eficiencia que permita, a través de sus logros, ofrecer datos válidos, metodologías y experiencias que hagan legible su aporte.
La cooperación de los organismos internacionales tiene un rol de enorme trascendencia, porque es la vía de encuentro con otras disciplinas y es el mecanismo más privilegiado para operativizar estos esfuerzos desde perspectivas negociadoras y consensuadas. Juntos podremos compartir lo mejor de cada uno, profesionalizando los diferentes oficios que hacen a la labor.
Es imprescindible diseñar un plan estratégico realista que acepte nuestras carencias más primarias, regionalizándonos por estadios de situación para cada tema, que nos permita librarnos de los esquemas generalistas, que como los trajes de confección nunca se adaptan a las situaciones que vive cada país o región dentro de los mismos.
La sociedad se organiza a través del Estado, creando sectores que dividen las distintas responsabilidades por afinidades temáticas, técnicas, legales y administrativas.
Sin embargo, hay una en particular que no se adapta tan fácilmente a estos cortes y esa es la cultura, en tanto ámbito múltiple y heterogéneo de expresiones, quehaceres, sentimientos y conductas que invade todas las esferas de la vida comunitaria.
Desde esta visión cabe destacar que, pese a que los alcances esenciales de la cultura son de carácter espiritual, su incidencia muestra hoy en día, dramatizada por la globalización, una injerencia en muchas situaciones que son consecuencia de sucesivas interacciones.
Los tiempos que corren hacen de las realidades políticas y económicas, como de las organizacionales, expresiones de una estructuración derivada de desestructuraciones permanentes.
Estas realidades, en las que las incertidumbres y las paradojas forman parte de la cotidianidad, nos están obligando a aprender a caminar entre lo imprevisible y lo desconocido.
Sumado esto al enorme caudal de información al que accedemos, se hace imprescindible encontrar vías adecuadas para salir a buscar, seleccionar, jerarquizar y crear soluciones que cultiven pluralismos, eliminando ortodoxias que desestimulen el pensamiento divergente.
La condición que asume una determinada comunidad frente a los cambios es cultural, pudiendo hacer de acelerador o de resistencia, y siendo ésta generalmente el reflejo total de la interacción de varios subsistemas: el filosófico (creencias, códigos comunes, convicciones, ritos), el actitudinal (comportamientos, rutinas, identificaciones, lealtades, capacidad asociativa, involucramientos, responsabilidades, género), el estructural (dependencias, funciones y aceptación de éstas), el técnico (infraestructuras-equipos), el administrativo (procesos financieros, recursos humanos), y el marco legal (protecciones, estímulos, derechos y obligaciones).
Entendemos que los dos primeros, el filosófico y el actitudinal, son la base del perfeccionamiento de los restantes, aun cuando sean los más intangibles en tanto no siempre desarrollan un sistema de pensamiento lineal, ni asumen conductas o posturas afectivas «previsiblemente» coherentes, homogéneas o convencionales.
Sin duda se podría medir el potencial de desarrollo de una sociedad a través del grado de armonización existente entre éstos.
En todas las épocas y hoy más que nunca estos subsistemas fueron y son fecundados por diferentes situaciones multideterminadas y multideterminadoras.
En ese juego de interacciones, la cultura tiene valores históricos y expresivos intrínsecos, fundamentales en los procesos de participación y cohesión social.
Por lo tanto, la gestación de situaciones que amplíen espacios para la creación y la innovación, la capacidad de las estructuras para recibir personas que tracen caminos no trazados, que doten de flexibilidad las posiciones y se adapten a los desafíos, no se puede concebir al margen de lo cultural.
Es legítimo sostener, entonces, que la cultura tanto puede servir como mecanismo de defensa (en ocasiones positivo cuando se trata de preservar singularidades), de trinchera para miedos, de marco formal construido por la habitualidad, como también para hacer de impulsora de posturas más abiertas como medio de comunicación con otras culturas, realidades y organizaciones.
A partir de estos supuestos, parece pertinente iniciar el análisis con una comparación aproximada de los conceptos de cultura y educación.
La cultura es inherente a la existencia humana. Es la necesidad y la capacidad de expresar el propio devenir a través del atributo de la imaginación, exclusivo de la especie. Somos los únicos animales capaces de crear símbolos que representen las inquietudes frente a la naturaleza, a las aspiraciones individuales y comunitarias.
Desprovistos de esa capacidad simbólica, seríamos criaturas indefensas, no contaríamos con palabras para empezar a hablar, con imágenes que penetren mejor por nuestros ojos, con sonidos que nos indiquen armonías, y así estaríamos lejos de crear los signos abstractos que devienen en ciencia y tecnología.
Consecuentemente, las culturas de los pueblos no son producto de su voluntad; son su instrumento de convivencia y serán creadas y recreadas en cualquier comunidad, desde las más primitivas a las más sofisticadas.
La educación, en cambio, es tarea voluntariosa por excelencia, es la estructuración sistemática de conocimientos por parte de los adultos para asimilar a los más jóvenes a la comunidad, fortaleciendo los valores tradicionales, al tiempo que trasmite lo acumulado para enfrentar la convivencia con la naturaleza y con sus semejantes.
Ambos elementos, si bien están íntimamente relacionados como procesos, son intrínsecamente distintos en su naturaleza, y no es raro en la historia de la civilización que se encuentren divorciados.
Cuando los objetivos políticos se hacen dominantes en la educación, suelen contradecir las culturas que, por naturaleza, son dinámicas, contradictorias, escasamente complacientes con premisas políticas precisas. Los Estados totalitarios pueden resultar un buen ejemplo en ese sentido, pero también muchos sistemas democráticos, en contradicción con su definición teórica.
En ese marco se determinan las competencias de la administración estatal, cuyo primer desafío es discernir el posible divorcio entre educación y cultura, buscando su conjunción armónica.
En materia de culturas no es sencillo hablar de armonías. Nuestros instrumentos de lógica racional pueden resultar insuficientes.
En ese sentido puede ser ilustrativo recurrir a un pasaje de las Notas para la definición de la Cultura de T.S. Elliot: «Acostumbrados como estamos a pensar en figuras de dicción tomadas de la mecánica, suponemos que una sociedad, como una máquina, debe estar tan bien lubricada como sea posible... Dentro de ciertos límites, la fricción, no sólo entre individuos, sino entre grupos, me parece muy necesaria para la civilización...».
La fricción, el conflicto, enriquecen la cultura. También la diversidad, como lo enuncia el matemático Alfred North Whitehead en un pasaje de Ciencia y el Mundo Moderno, citado a su vez por Elliot: «Una diversificación entre las comunidades humanas es esencial para la provisión del incentivo y del material para la Odisea del espíritu humano. Los miembros de otras naciones, de costumbres diferentes, no son enemigos; son enviados de los dioses. Los hombres piden de sus vecinos algo que sea suficientemente afín para ser comprendido, algo suficientemente diferente para provocar la atención y algo suficientemente grande para producir la admiración».
Esta condición de conflicto entre diferentes que resulta esencial en materia de culturas, ha de perpetuarse en la educación. Su pertinencia se legitima cuando afrontamos las realidades que nos ocupan, exigiendo la defensa de las particularidades regionales y aun las de cada aldea.
Son, nada más y nada menos, que la búsqueda de identidades que se hace particularmente necesaria en países jóvenes, de expresividad emergente, como bien puede calificarse a las mestizas comunidades latinoamericanas.
En la medida que los localismos no sean exacerbados con pretensión de absolutos, deben ser respetados con el mayor cuidado y fomentados en su desarrollo.
Estos conflictos con vecinos más cercanos o más lejanos deben ser bienvenidos como fuente de riqueza cultural. La educación está llamada a incorporar estas diferencias.
Es frecuente observar gestiones políticas o administrativas tendientes a la amortiguación de las particularidades y tensiones que son esencia de la condición humana. Se intenta lubricar la máquina para facilitar la tarea, se intenta establecer verticalmente la armonía.
Se rehuye el complejo aprendizaje de la negociación entre diferentes sin dotar a las políticas culturales y educacionales de la flexibilidad que haga de esto materia sustantiva. Enunciarlo es bastante más fácil que aplicarlo, no sólo porque requiere de acuerdos teóricoprácticos, recursos humanos y financieros, sino porque más allá de nuestras gestiones particulares se nos cruzan en el camino tiempos de una cultura de consumo descartable, que intenta globalizarse como valor absoluto.
No es el caso aquí discutirla, aunque sí constatar su indudable carácter homogeneizador, que busca amortiguar la abundancia de conflictos en la abundancia de objetos. Inmersos en ella como estamos, corremos el riesgo de otorgarle la calidad de valor permanente.
Sin embargo, convive también con lo mencionado hoy como en ninguna otra época y para honra de la humanidad una multiplicación y acumulación de valores que generan nuevas relatividades que ponen en crisis varios dogmatismos: la guerra pierde día a día su gloria, el cuidado ambiental gana su espacio, el derecho al trabajo se hace protagónico, la igualdad de los sexos se impone la lista es larga para felicidad de todos. Es por lo menos dudoso que puedan ser amortiguados a través del consumo.
Por el contrario, y como está ampliamente anunciado, nos esperan por siempre y con ritmo cada vez más acelerado, tiempos de cambio que, a su vez, provocarán nuevos conflictos al tiempo que una mayor acumulación de valores.
Importa, entonces, dar la bienvenida a esa saludable abundancia de «fricciones», como también a la lenta pero creciente toma de conciencia de que debemos capacitar nuestra creatividad para aprender a navegar en ellas, desalentando así todo impulso anestesiante y simplificador.
Enfrentados a estos sucesos, las políticas culturales y educacionales cobran un protagonismo mayor que nunca, en tanto esos conflictos exigen una observancia en la que el Estado debe actuar permanentemente, y cuyas respuestas son imposibles de asumir desde la iniciativa privada.
La preservación de la dinámica expresiva de las sociedades y su patrimonio cultural pasado, presente y futuro, no puede ser sometida a la competencia circunstancial o a la filantropía voluntariosa. Sería de extremo riesgo comunitario la ausencia de amortiguación estatal ante dramatizaciones de convivencia que ya están entre nosotros y que sabrán multiplicarse en el futuro. Se trata de estrategias de sobrevivencia y no de buenas intenciones paternalistas.
La acumulación de valores favorables a la convivencia y a la tolerancia ciertamente tiene fuerte presencia en las expresiones de nuestros pueblos: desde las aspiraciones más rudimentarias declaradas pública y privadamente, hasta las agudas reflexiones de los más avanzados pensadores. Son, a su vez, consecuencia de la multiplicación de conflictos en la vida cotidiana, y es corriente también que muchos de estos valores positivos puedan contradecirse entre sí.
Por dar solo un ejemplo muy ilustrativo: la defensa ambiental en relación con la necesidad de crear riqueza.
Es de preguntarse si a nivel público y con su debida difusión, esos valores y esos conflictos cuentan con los nuevos signos de expresión comunitaria que se hacen necesarios para su cabal entendimiento; aquellos que buscan una síntesis penetrante en sus esencias.
El arte es la fábrica de la cultura, que en su mayor síntesis de expresión ilumina la convivencia humana. Nos dará la palabra, la imagen, los sonidos y los signos para insertar a nuestras comunidades en los tiempos que se avecinan.
Sería abusivo pretender que los pueblos cuenten con la capacidad reflexiva de sus más agudos pensadores. En cambio, es razón histórica que reconozcan, tarde o temprano, los símbolos de sus artistas, esos que convocan a la celebración y al rito colectivo, esos que proveen las ceremonias de encuentro.
Es pertinente tener en cuenta que la apreciación y el reconocimiento de una obra de arte es también creación propia del observador.
Consecuentemente, la educación cuenta con su mejor aliado en las expresiones artísticas de mayor penetración en los conflictos, con símbolos que sintetizan y facilitan su comprensión. Pero esta potente alianza deber ser explorada y traducida en políticas coherentes entre sí.
Es posible que en nuestros sistemas educativos estemos enfatizando el adiestramiento técnico en desmedro de la estimulación simbólica, lo que estaría estableciendo no sólo un divorcio con la búsqueda de valores imprescindibles para la convivencia, sino limitando la capacidad de hallar respuestas.
El mero adiestramiento tecnológico caerá en terreno estéril sin su correspondiente respaldo cultural. Como antídoto, la creatividad alimentada por nuestro pasado y nuestras particulares formas de identificación, deberán ser formuladas y estimuladas a partir de un ejercicio permanente ligado a las más tempranas instancias de formación, como una materia de primerísima importancia.
Seres humanos y pueblos que se reconocen en sus antecedentes, cómodos dentro de sus singularidades, pueden disfrutar y crecer en la confrontación con lo diferente. Se convierten así en base dúctil para aceptar al otro, sin sentirse por ello descalificados y sin que se pongan en crisis sus intimidades y convicciones.
Obviamente esta no es materia simple; existen muy diversos estadios de internalización de los diferentes componentes que forman la cultura, aprensiones y miedos, distintas oportunidades y talentos para enfrentar la asimilación y adaptarse a lo ajeno.
Con estas dificultades vivirá siempre el hombre en tanto ser incompleto e imperfecto, y sus respuestas últimas tendrán nuevas preguntas y desafíos por encima de los avances científicos e intelectuales.
En este panorama repetimos, tal como lo expusimos más arriba, que la gestión estatal se hace urgente y necesaria, ya que es la única que puede y debe arbitrar con la flexibilidad imprescindible esa gran variedad de valores y conflictos, al tiempo que buscar los mejores instrumentos para su amortiguación: es la única que puede eludir con eficacia el temporal imperio de la cultura del consumo.
Cuando actualmente se revisan los procesos para el desarrollo sostenido, vemos que Desarrollo y Educación han hecho mejores y más prontas migas. El Estado tiene como uno de sus objetivos fundamentales la construcción de acuerdos para la pacífica vida en común de los ciudadanos, y es este carácter «ordenador» el que lo impulsa a ver en la educación un aliado más rápido, seguro, necesario y confiable.
El desarrollo se beneficia muy directamente de los factores de cohesión interna que la educación le proporciona, pero esa potente unión no ha logrado discernir todas las particularidades que surgen a poco que profundicemos.
Es ahí donde la cultura juega su papel esencial, porque ella es sobre todo espontánea, y, como tal, es manantial insondable de preguntas, respuestas y desafíos.
Tal vez porque ningún individuo pertenece a una sola cultura y en cada uno de nosotros conviven elementos de gran diversidad, o porque la propia definición de «cultura», en su multidimensionalidad, proporciona no pocos problemas, es que muchas veces los lazos entre cultura y educación, y, por ende, con el desarrollo, no han sido entendidos con más claridad.
Es fundamental también que cultura y educación se relacionen íntimamente, atentas a que los objetivos de la educación aprovechen y no contradigan las culturas, formándose para trabajar a partir de la premisa de que éstas son por naturaleza dinámicas, contradictorias, escasamente serviciales a objetivos predeterminados, «desordenadoras» por excelencia, críticas del orden establecido, generadoras de profundos cuestionamientos, y, sobre todo, creadoras de nuevas utopías.
El acuerdo entre cultura y educación deberá privilegiar la unión de la capacidad simbólica de los pueblos con sus más amplias capacidades formativas, porque la imaginación creadora fortalece la transmisión de valores e instrumentos.
Una vez juntas y bien entendidas, se podrá ir al encuentro del desarrollo y hacer que ese matrimonio fructifique, buscando que este anide en el seno de la comunidad, con el norte siempre puesto en que la democracia se perfecciona con más democracia.
Aproximarse desde este planteo al tema de la integración de los pueblos iberoamericanos es un excelente indicio para los tiempos que vivimos. Ello nos exige profundizar en los valores fundamentales que expresan nuestras culturas.
¿Qué quiere decir «ser iberoamericano»? ¿Cómo expresar esa identidad? Es muy importante que todos lo pensemos, aunque al intentarlo quizás lo hagamos desde distintos puntos de vista, incluso contradictorios, porque, en definitiva, es un estado de situación en el mundo, una definición descriptiva, donde suele recaerse en explicaciones por oposición más que a través de la autoafirmación.
Resulta difícil integrar las fuertes raíces indígenas con la rica tradición europea o con la influencia africana junto a los resultados mestizos y criollos, agregando nuestras inquietudes contemporáneas como ciudadanos propiamente iberoamericanos y del mundo.
No es fácil dejar de tener en cuenta las grandes diferencias sociales y económicas, los abruptos cortes horizontales y verticales que se manifiestan en nuestros pueblos. Tampoco es tarea fácil reconocer un denominador común en expresiones de tal heterogeneidad como ésta que podríamos llamar, simplificando, «cultura del Sur», sometiéndola al cotejo con la expansión arrolladora de lo que llamaríamos «cultura del Norte».
Al tiempo que reconocemos nuestra compleja diversidad, somos conscientes de la mayor seducción instrumental de una cultura sobre la otra.
A nivel internacional existe acuerdo sobre necesidades urgentes tales como el respeto de cada una de las expresiones locales, la tolerancia entre todas ellas, el estímulo a la creatividad y la apertura de espacios de comunicación.
Por cierto, suscribimos esas urgencias, pero pecaríamos de ingenuos si ignoráramos que, a nivel iberoamericano, manifestamos cierta pesadumbre en nuestras aspiraciones ante la dificultad de reconocimiento universal de nuestros logros. Esa falta de repercusión debilita la confianza en nosotros mismos y puede llevarnos a la confrontación con culturas más expandidas.
Tal condición habilita a la autocompasión, a considerarnos simples receptores, a la queja de colonización cultural, a la falta de referencias propias y a la imposibilidad de una comunicación de igual a igual.
Esas actitudes han caracterizado a muchos representantes de la llamada «cultura del Sur». Ellas no nos ayudarán a encontrar los caminos de la integración. Sería saludable que las calidades o repercusiones ajenas no redundaran en desprestigio de las propias.
La resolución de nuestras diferencias y desigualdades ha de instrumentarse a través del paciente ejercicio democrático, contando como elemento fundamental con la confianza en nuestros valores. La ayuda que encontremos en nosotros mismos fortalecerá nuestro contacto y el cotejo con otras culturas.
Resulta prudente consolidar nuestros puntos de vista éticos y nuestra voluntad de integración, teniendo en cuenta los tiempos de profundos cambios de convivencia que están sucediendo.
Ante tal desafío caben dos alternativas: la evasión o la negociación. Huir del conflicto, transformarnos en producto «light» y diluirnos en la homogeneización, o afirmar el gran capital de valores aunque se contradigan entre sí, es motivo de que aumente también el capital de conflictos.
Parece favorable a un proceso de integración dejar de lado los términos absolutos y aprender a negociar en el mejor sentido de la palabra, a avanzar lentamente hacia nuestros valores con inevitables transacciones. Negociaciones entre los propios valores que se interfieren con frecuencia, y negociaciones también con la evasión, con las exigencias de la fantasía.
Hemos aprendido duramente que las utopías ya no pueden transitar por caminos de confrontación sin retorno o exigir urgencias de escaso pragmatismo. Han de perseguirse por las sabias rutas de la paciencia y ejercitarse en el ajustado marco de la eficiencia.
Es probable que las rutas para la integración iberoamericana impliquen amplios márgenes de flexibilidad: mayor confianza en el criterio de valor que en el de reconocimiento, aceptando a la vez que todo valor tiene una relación ambivalente por su repercusión en el otro.
La tarea implica negociación con nosotros mismos, en lucha con nuestras esperanzas y temores, con nuestras apuestas y decepciones.
Esa tarea la debemos instrumentar cada vez con mayor asiduidad y eficacia a través de compromisos mutuos, tejiendo redes de comunicación y cooperación y sumando la más amplia gama de propuestas al alcance de la imaginación,
Se deberán ir buscando en la formación de nuestra gente las mejores posibilidades de relacionarse entre sí y con la región, con y desde la decidida participación de los recursos de la administración pública, junto a los de la iniciativa privada.
Las múltiples identidades de nuestros pueblos no deben ser utilizadas como elementos de confrontación; esto haría imposible una integración global. Por el contrario, la «negociación» puede enriquecerlas mutuamente y hacerlas complementarias.
Es dentro de esa responsabilidad en la que se deben superar escollos importantes, donde el Estado debe conservar su legitimidad de protagonista, reformándose y modernizando sus estructuras para poder cumplir cabalmente con sus propósitos de desarrollo, atento a la construcción de un proyecto democrático compartido por todos, y en el que nadie, en tanto comunidad, grupo étnico, etc., se sienta excluido.
Para que eso suceda en paz, sin complejos ni rencores, deberíamos comprender con más nitidez las claves culturales. Demasiados ejemplos hablan de lo peligroso que es imaginar modelos de desarrollo sordos a los sutiles y a veces secretos argumentos que aporta la cultura.
La economía se contempla como el componente esencial del desarrollo, y los economistas, para bien o para mal, son, hoy por hoy, las figuras visibles, los protagonistas llamados a guiar ese tránsito.
Y aquí nos encontramos con que economía y cultura son todavía conceptos que se disciernen separadamente, salvo contadas excepciones, porque quizá a la economía no le es fácil incorporar como datos medibles y manejables los valores culturales. La no inclusión de la influencia de estos valores tuvo y tiene consecuencias frustrantes, cuando no dramáticas, si tenemos en cuenta que muchos proyectos de desarrollo buscan un impacto proporcional a la inversión y a las expectativas generadas en las poblaciones beneficiarias.
Sin embargo, cuando ya se palpa una modificación en ese perfil relacional, nos encontramos con que las estructuras en el campo de la cultura, cuyo crecimiento se ha realizado lateralmente, no están preparadas para la circunstancia, no pueden proporcionar los datos necesarios a la hora de tomar decisiones y han encontrado pocos modelos de trabajo que permitan el intercambio con la porosidad deseada.
La solución no es fácil, y sin duda implica profundos cambios en las concepciones y conductas de los responsables de las distintas disciplinas.
Esta estrategia necesita hoy un impulso que instrumente mecanismos que apunten a una comprensión mutua de dos universos distanciados entre sí: por un lado, los asesores que inciden en las grandes decisiones (políticos, economistas, politólogos, etc.) y, por otro, los actores de la vida cultural organizada. Estos deberán transitar por currícula construidas para esos propósitos, trasladando sus conocimientos a los niveles institucionales y asociativos, estatales y civiles, que permitan a la cultura integrarse activamente en los procesos de desarrollo nacional y regional.
La propuesta es la de formar equipos muy calificados y sensibilizados para este fin, capaces de crear doctrinas que permitan la formación de profesionales idóneos para incorporarse a los espacios de decisión, trasladando prácticas y experiencias donde los que preguntan sepan qué preguntar, se sepa responder y que todo esto se entienda.
Nos quejamos de la indiferencia de los responsables económicos; pues bien, logremos volverlos sensibles a nuestras razones. Nos quejamos de que los proyectos de desarrollo no incluyen casi componentes culturales; aprendamos entonces a proponer cuáles componentes culturales deben ser considerados e incluidos, en qué grado, y cómo medir su eficacia.
Asumiendo las importantes deficiencias institucionales de las áreas responsables de cultura en la región, nos permitimos enumerar los puntos donde estimamos se debe poner especial atención:
Ahora bien, si queremos algo más, se deben asumir riesgos y poner la creatividad al servicio del desarrollo. Considerarnos como depositarios potenciales de apuestas y pasiones importantes, de hazañas morales y de emprendimientos destacables.
Cada uno de nosotros y todos juntos, debemos aprovechar al máximo la cooperación regional que nos podamos brindar, en tanto resulta ámbito ideal para el perfeccionamiento mutuo y como tribuna poderosa para convencer a los responsables tradicionales de las decisiones. Hay que transformar en hechos culturales los grandes desafíos de este inicio de siglo, en tanto la cultura es la que le comunica al hombre la grandeza y la humildad que le permitirán mostrarse a sí mismo «como un proyecto inacabado» que debe y puede construirse en paz.
Índice Revista 20 OEI: 50 años de cooperación OEI: 50 anos de cooperação |
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