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Revista Iberoamericana de
Educación - Número 20
El pasado mes de julio se clausuró en Budapest el Congreso Mundial sobre la Ciencia convocado por la UNESCO y el Consejo Internacional de la Ciencia (ICSU). La convocatoria reunió a delegados de más de 140 países, así como a representantes de numerosas asociaciones científicas y organizaciones relacionadas con la ciencia. El Congreso se cerró con la aprobación por el plenario de una Declaración sobre la Ciencia y el uso del Conocimiento Científico, así como con el desarrollo de ese documento en un Marco de Acción. El tema estrella del Congreso y de la propia Declaración fue articular y consensuar un nuevo contrato social para la ciencia.
El Congreso de Budapest consistió en un esfuerzo más para hacer frente a uno de los problemas principales a los que se enfrenta nuestra sociedad de fin de siglo: la renegociación de las relaciones entre ciencia y sociedad. Es un problema complejo con dimensiones académicas, ético-políticas, económicas y educativas; un problema realmente difícil de dilucidar dada la extraordinaria relevancia que han adquirido la ciencia y la tecnología en el mundo actual. Es, asimismo, un tema que ocupa el centro del interés académico de los recientes estudios de «ciencia, tecnología y sociedad» (CTS), conocidos también como estudios sociales sobre ciencia y tecnología. Los estudios CTS, que estuvieron presentes en la reunión de Budapest, constituyen un nuevo y medrante campo de trabajo centrado en la comprensión de los aspectos sociales de la ciencia y la tecnología. Antes de ocuparnos de ellos, y de comentar el reto que plantean en el contexto iberoamericano, es preciso revisar brevemente el antecedente histórico de la Declaración de Budapest y de los propios estudios CTS.
(*) Jose Antonio López Cerezo es Profesor Titular de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Oviedo, España.
En 1968, en pleno apogeo del movimiento contracultural, Theodore Roszak expresaba sus ideas sobre el papel de la ciencia y la tecnología en el mundo contemporáneo: «Cualesquiera que sean las demostraciones y los beneficiosos adelantos que la explosión universal de la investigación produce en nuestro tiempo, el principal interés de quienes financian pródigamente esa investigación seguirá polarizado en el armamento, las técnicas de control social, la mercancía comercial, la manipulación del mercado y la subversión del proceso democrático a través del monopolio de la información y del consenso prefabricado» (1968: 286). Las palabras de Roszak, tremendas y exageradas como corresponden a un teórico de la contracultura, reflejan, no obstante, el espíritu de los tiempos: una creciente sensibilidad social y una preocupación política por las consecuencias negativas de una ciencia y una tecnología fuera de control. Es lo que se ha llamado «síndrome de Frankenstein», que empezó a extenderse en la opinión pública de los años 60 y 70.
Desde el optimismo incondicional que siguió a la segunda guerra mundial, donde el progreso científico era visto prácticamente como sinómino de bienestar social, una actitud crecientemente crítica y cautelosa con la ciencia y la tecnología comenzó a extenderse en los años 60. Fue una actitud alimentada por catástrofes relacionadas con la tecnología (accidentes nucleares, envenenamientos farmacéuticos, derramamientos de petróleo, etc.) y por el desarrollo de activos movimientos sociales contraculturales críticos con el industrialismo y el Estado tecnocrático. El desarrollo del movimiento ecologista de los años 60 y las protestas públicas contra el uso civil y militar de la energía nuclear fueron elementos importantes de esa reacción. La ciencia y la tecnología comenzaron a ser objeto de escrutinio público y se transformaron en sujetos de debate político.
Este es precisamente el contexto en el que tiene lugar una revisión y corrección institucional del modelo unidireccional de desarrollo (+ ciencia=+ tecnología=+ riqueza=+ bienestar), original de la postguerra, que sirvió de base a las políticas públicas sobre ciencia y tecnología. La vieja política de laissez-faire, que dejaba la regulación de la ciencia y la innovación tecnológica como un asunto de control corporativo interno, comenzó a transformarse en una nueva política más intervencionista, donde los poderes públicos desarrollaron y aplicaron una serie de instrumentos técnicos, administrativos y legislativos para el encauzamiento del desarrollo científico-tecnológico y la supervisión de sus efectos sobre la naturaleza y la sociedad. El incremento de la participación pública fue desde entonces una constante en las iniciativas institucionales relacionadas con el impulso y especialmente con la regulación de la ciencia y la tecnología. De aquí surgen, en los años 70, instrumentos como la evaluación de tecnologías y de impacto ambiental, e instituciones calificadoras y reguladoras adscritas a distintos poderes en diferentes países (González García et al., 1996).
Es, no obstante, una reacción que no se agota en los ámbitos social y político. Originarios de finales de los años 60 y principios de los 70, los estudios CTS reflejan en el campo académico y educativo esa nueva percepción de la ciencia y la tecnología y de sus relaciones con la sociedad. Los estudios CTS definen hoy un espacio de trabajo reciente aunque bien consolidado, de carácter crítico respecto a la tradicional imagen esencialista de la ciencia y la tecnología, y de carácter interdisciplinar por concurrir en él materias como la filosofía y la historia de la ciencia y la tecnología, la sociología del conocimiento científico, la teoría de la educación y la economía del cambio técnico. En general, se trata aquí de comprender la dimensión de la ciencia y la tecnología, tanto desde el punto de vista de sus antecedentes sociales como de sus consecuencias en la comunidad y en el ambiente, es decir, tanto por lo que atañe a los factores de naturaleza social, política o económica que modulan el cambio científico-tecnológico, como por lo que concierne a las repercusiones éticas, ambientales o culturales de ese cambio.
En un plano estrictamente académico, con el trasfondo de esa reacción política y social, la investigación CTS tuvo su origen en universidades británicas, y no sólo se trasladó a la Europa continental y a los EE.UU., sino que allí se consolidó. Sus comienzos se produjeron con el llamado «programa fuerte» de la sociología del conocimiento científico (SCC) que propusieron y desarrollaron autores como Barry Barnes y David Bloor en la Universidad de Edimburgo durante la década de los años 70. Entendida como una extensión de la clásica sociología del conocimiento, y sobre la base de una lectura radical de la obra de T.S. Kuhn, la SCC presenta una imagen del conocimiento científico del todo distinta e incompatible con la tradicional visión esencialista y triunfalista de la ciencia. La ciencia deja de ser una forma de conocimiento epistemológicamente privilegiada para ser concebida de un modo análogo al del resto de las manifestaciones culturales, es decir, como un producto de procesos sociales de negociación y formación de consenso. La búsqueda de la verdad de la que hablan los filósofos es, entonces, sustituida por una pléyade de factores causales, como expectativas profesionales o de disponibilidad instrumental, que actúan sobre individuos y colectivos en contextos dados de interacción (laboratorios, consejos editoriales, congresos, etc.).
El elemento clave de las explicaciones y reconstrucciones históricas en SCC fue la controversia científica (Collins, 1985/1992). La controversia en ciencia refleja la flexibilidad interpretativa de la realidad y los problemas abordados por el conocimiento científico, desvelando la importancia de los procesos de interacción social en la constitución misma de esa realidad o en la solución de esos problemas. Ya en los años 80, la SCC se diversificó en un conglomerado de orientaciones de inspiración sociologista, que hicieron también de la tecnología el objeto de su comprensión en un contexto social (Bijker et al., 1987). Las tecnologías dejaron de ser concebidas como procesos autónomos y lineales que sólo respondían a una lógica interna de incremento de eficiencia, y pasaron a considerarse procesos multidireccionales de variación y selección dependientes de una diversidad de agentes sociales.
Actualmente en este ámbito académico existe una diversidad de enfoques que, aun coincidiendo en resaltar los aspectos sociales de la ciencia y la tecnología, presentan algunas diferencias en lo que respecta a su alejamiento de la visión más tradicional de ellas. En general se acepta la concurrencia de una diversidad de factores, epistémicos y no epistémicos, en los procesos de génesis y consolidación de afirmaciones de conocimiento científico y de ingenios tecnológicos, aunque es necesario hacer notar también que en ningún caso se trata de descalificar la ciencia o la tecnología, sino más bien de desmitificarla en el sentido de normalizar una imagen distorsionada de la ciencia-tecnología que había pasado a causar más inconvenientes que ventajas. En particular, el propósito de la Unidad de Estudios de la Ciencia en la Universidad de Edimburgo de los años 70 no era realizar una crítica radical de la ciencia, sino más bien hacer una ciencia de la ciencia, es decir, hacer del conocimiento científico un objeto de estudio de las ciencias sociales (Fuller, 1995).
En el ámbito de la enseñanza, la educación CTS llega a nivel internacional como respuesta a las corrientes de activismo social y de investigación académica, que, desde finales de los 60 y principios de los 70, reclamaban una nueva forma de entender la ciencia-tecnología y una renegociación de sus relaciones con la sociedad. En los 70 esto produce la aparición de numerosas propuestas para desarrollar un planteamiento más crítico y contextualizado de la enseñanza de la ciencia y de los tópicos relacionados con la ciencia y la tecnología, originalmente en enseñanza superior y después en enseñanza secundaria (de la mano de la National Science Teachers Association norteamericana y de la Association for Science Education británica) (Yager, 1992).
Todos los niveles y modalidades educativos son apropiados para llevar a cabo esos cambios en contenidos y metodologías, aunque el mayor desarrollo internacional de la educación CTS se ha producido hasta ahora en las enseñanzas universitaria y secundaria, con la elaboración de un gran número de programas docentes y con un respetable volumen de materiales desde hace casi 30 años. Los Estados Unidos, el Reino Unido y los Países Bajos han sido algunos países pioneros a este respecto; son Estados en los que la mayoría de sus instituciones de educación superior cuentan, por ejemplo, con programas CTS que ofrecen estudios específicos o complementos docentes a otras especialidades (Solomon, 1993).
El objetivo último de este tipo de educación es acercar las célebres dos culturas, la humanística y la científico-tecnológica, dos culturas separadas tradicionalmente por un abismo de incomprensión y desprecio (Snow, 1964), alfabetizando en ciencia y tecnología a ciudadanos que sean capaces de tomar decisiones informadas, por una parte, y promoviendo el pensamiento crítico y la independencia intelectual en los expertos al servicio de la sociedad, por otra. Otros objetivos habitualmente asumidos para la educación CTS, y de gran importancia en Iberoamérica, son, en primer lugar, estimular o consolidar en los jóvenes la vocación por el estudio de las ciencias y la tecnología, a la vez que la independencia de juicio y un sentido de la responsabilidad crítica; y, en segundo lugar, favorecer el desarrollo y la consolidación de actitudes y prácticas democráticas en cuestiones de importancia social relacionadas con la innovación tecnológica o con la intervención ambiental (López Cerezo, 1998).
Desde sus orígenes en el mundo anglosajón, CTS se expande a finales de la década de los 70 a otros países de la Europa continental, como Francia, Alemania o los países escandinavos, así como a Australia y Canadá. En esos países tiene lugar una rápida consolidación académica y educativa que los convertirá, desde los años 80, en productores de programas, materiales y estudios CTS. En la década de los 80 tiene lugar su recepción académica e institucional en un ámbito más periférico como el de los países iberoamericanos. Es entonces cuando, por ejemplo, comienza a oírse hablar en España o Cuba de cosas como el «programa fuerte» o las nuevas tendencias de educación de las ciencias. La consolidación académica e institucional en este ámbito no comenzará hasta los años 90, y aún entonces de un modo lento y titubeante que se extiende hasta el presente.
En realidad, CTS puede ser contemplado como un aparato cultural, como un producto de los países más desarrollados (en economía, ciencia y tecnología) que trata de ofrecer una respuesta a ciertas demandas sociales ya mencionadas: mayor control público de los efectos adversos del cambio científico-tecnológico, necesidad de un escrutinio social de las políticas científico-tecnológicas, cambio en la imagen pública de la ciencia, alfabetización científica de la ciudadanía, etc. (Luján et al., 1995). Su transferencia a los países de Iberoamérica, con las grandes diferencias internas existentes, ha presentado hasta ahora ciertos problemas comunes que hay que destacar.
En primer lugar, un hecho obvio pero importante es que muchas de las demandas sociales y de las condiciones sociopolíticas de las que surge CTS hace casi 30 años en el ámbito anglosajón, no existían por entonces en casi ningún país de América Latina o en la Península Ibérica. Sin una libertad política consolidada, o sin libertad en absoluto, es impensable reclamar una extensión democrática a la regulación de la ciencia y la tecnología. De un modo análogo, sin escolarización básica en amplios segmentos sociales de muchos países es utópico reclamar la alfabetización científica de esas mismas poblaciones.
En segundo lugar, la formación de una masa crítica de investigadores CTS en cada país requiere una infraestructura vinculada normalmente a la educación superior, sólida y flexible, es decir, con indicadores razonables de input y output en ciencias naturales y sociales, así como con una estructura institucional que haga posible el desarrollo del trabajo interdisciplinar. En ambos aspectos, por desgracia, han sido deficitarios los países iberoamericanos debido a problemas endémicos bien conocidos. Por otra parte, la suma de pequeños contingentes nacionales para la formación de una masa crítica regional en investigación CTS se ha visto tradicionalmente obstaculizada por limitaciones en iniciativas y en financiación para la formación de redes específicas, así como por una excesiva focalización periférica en el centro anglosajón.
Por fortuna, la situación de los países iberoamericanos y de la propia región ha cambiado mucho en 30 años. Sin embargo, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros ámbitos, CTS sigue en condiciones de subdesarrollo en Iberoamérica. No se trata de imitar a secas las iniciativas de otras regiones o países, sino más bien de adaptar el aparato cultural CTS a la diversidad y a las realidades actuales de Iberoamérica. A este respecto considero que los desafíos más importantes son los siguientes.
En primer lugar, es de la mayor trascendencia estimular el desarrollo de investigación CTS endógena. Este tipo de investigación, como se refleja en diversos congresos y publicaciones, es una necesidad muy seria en nuestros países, que tiene consecuencias negativas en campos como el de la educación o la comunicación de la ciencia, donde se hace difícil la innovación y se impone la transferencia descontextualizada de experiencias y modelos de otras latitudes. Aunque no se trata de imitar, tampoco pueden ignorarse los resultados y experiencias positivos en la vanguardia internacional, como tiende a ocurrir en estos movimientos pendulares.
En segundo lugar, existe en Iberoamérica una importante laguna en el desarrollo de la educación CTS debido a la interrelación de los siguientes factores:
Como es lógico, ambos desafíos, el de investigación y el educativo, están relacionados entre sí. La educación es, con frecuencia, el más poderoso estímulo para el desarrollo de la investigación. Un ejemplo lo ofrece el caso español, pues aun tratándose de educación no universitaria, la introducción de la materia CTS en enseñanza secundaria, desde 1993, ha constituido el mejor acicate para incentivar la investigación en la universidad. Por otra parte, como se indica más arriba, los resultados de investigación son imprescindibles para dar contenidos a la enseñanza CTS en cualquier nivel educativo.
La reunión de Budapest puede considerarse un éxito, pues si bien no logró compromisos concretos de carácter legal o económico, consiguió alcanzar un consenso sobre el texto de la Declaración y sobre el diseño de un nuevo contrato social para la ciencia donde las cuestiones éticas y la participación pública adquirieron un lugar prominente. Algunas delegaciones, así como participantes de Iberoamérica, tuvieron un papel muy importante en la consecución de ese éxito. Dos organizaciones intergubernamentales, la UNESCO y la OEI, se han empeñado en un esfuerzo conjunto para realizar un seguimiento y para estimular la realización de las propuestas de Budapest. Los estudios CTS, que también han sido promovidos por esas Organizaciones, pueden constituir una valiosa herramienta para tal fin y para mantener en la agenda de los países lo tratado en Budapest. A los países de la región, depositarios del verdadero protagonismo, les corresponde hacer frente al reto de la participación y de la innovación.
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