La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación monográfica cuatrimestral editada por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI)

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OEI - Ediciones - Revista Iberoamericana de Educación - Número 21

Número 21
Universidad siglo XXI / Universidade século XXI

Septiembre - Diciembre 1999 / Setembro - Dezembro 1999

Los desafíos a la universidad latinoamericana en el siglo XXI

Román Mayorga (*)

Con base en treinta años de servicios a las universidades de América Latina y de numerosos proyectos educativos en los países de la región, el autor explica en este artículo su opinión sobre los diez desafíos principales de la institución universitaria en el siglo XXI. Estos son: El reto de construir una sociedad justa basada en el conocimiento; Afianzar la identidad cultural iberoamericana en un mundo globalizado; Transformar los sistemas educativos de la región; Prolongar la educación durante toda la vida; Emplear eficazmente los nuevos medios tecnológicos disponibles; Hacer investigación científica y tecnológica de alta calidad; Vincular a las universidades con las empresas; Resolver el problema del financiamiento universitario; Contribuir a la integración latinoamericana; y Cumplir bien las funciones universitarias tradicionales. Frente a sospechas difundidas sobre la relevancia actual y futura de estas instituciones, el presente artículo reafirma la importancia de la misión universitaria y la necesidad de cumplir con excelencia sus exigencias.

(*) Román Mayorga es Especialista Principal en Educación, Ciencia y Tecnología del Departamento de Desarrollo Sostenible del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

1. Introducción

El cierre o el comienzo de un siglo —particularmente cuando se trata de un nuevo milenio— es tiempo oportuno para reflexionar con amplia perspectiva sobre el futuro que nos espera y que a la vez nos desafía. Para quien vive el comienzo del año 2000, esta es una ocasión única. La edición extraordinaria de esta Revista, para conmemorar los cincuenta años de existencia de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), es también un evento muy especial. Dichas circunstancias me hicieron pensar, cuando fui invitado a hacer una contribución a este número de la Revista, que no eran estos el momento ni el lugar adecuados para discutir detalles técnicos o elucubraciones metodológicas en un artículo lleno de citas, sino para expresar clara y sencillamente las persuasiones fundamentales con que miro los retos del futuro. Procuraré hacer justamente eso en mi exposición, basándome en las observaciones que he venido acumulando en treinta años de recorrido por los recintos universitarios de América Latina como profesor, como rector y como funcionario de un organismo internacional largamente vinculado a esas instituciones.

Por muchos años he venido defendiendo la tesis de que el conocimiento y sus aplicaciones productivas, la ciencia y la tecnología, serán cada vez más el motor principal del desarrollo económico y social en todas las regiones del mundo. Dentro de esa tesis, pongo especial énfasis en el papel de las universidades, no porque piense que la universidad puede hacerlo todo, sino porque lo que la universidad debe hacer me parece absolutamente imprescindible. Hay que hacer posible lo necesario, y la universidad es en ello insustituible.

Esa posición no es característica de quienes, sin desestimar la ciencia y la tecnología, las ubican en una posición más bien marginal o secundaria frente a otros factores de desarrollo económico y social. Me parece claro que las teorías del desarrollo que lo hacen depender de un solo factor —ya sea éste el mercado, la acumulación de capital, los recursos naturales o la misma educación y la tecnología— son reduccionistas y no captan adecuadamente un proceso social multidimensional cuya esencia es sistémica. Pero afirmar la importancia de la sinergia en una interacción de numerosos elementos no implica negar el carácter especialmente dinamizador que tienen algunos de esos elementos. En mi caso, sostengo que el más dinamizador de esos factores en el siglo XXI será el conocimiento, y que eso les da a la ciencia y a la tecnología una centralidad motora en todo el proceso de desarrollo, que no tienen en otras visiones de ese fenómeno.

Nos diferenciamos también de aquellos que, reconociendo la particular relevancia del progreso técnico en el desarrollo, opinan que tal progreso es sólo asunto de las empresas y de los mercados, o subestiman por lo menos la importancia de la ciencia en el desarrollo tecnológico y de la institución universitaria en su generación. Sostengo, pues, que hay una doble centralidad de gran pertinencia para nuestra región: la de la universidad para la ciencia y la tecnología, y la de estas para todo el proceso de desarrollo, lo que debería traducirse en asignaciones de recursos mucho mayores que las actuales, para que sean congruentes con el grado de prioridad que tales asuntos tienen para nuestro futuro.

En otros lugares, como en la publicación Cerrando la Brecha (Washington D.C., Banco Interamericano de Desarrollo, 1997), he desarrollado largamente esas tesis. Permítaseme, en esta ocasión, relanzar un discurso antiguo y machacón desde un ángulo distinto, el de los retos que presentará el nuevo siglo a las instituciones universitarias de América Latina.

No sólo he identificado algunos de esos retos sino que he tenido la osadía de enumerarlos, y me han resultado exactamente diez. No pretendo ser exhaustivo. Quizás sean once los desafíos, o tal vez quince o veinte. Pero he preferido dejar en diez los retos discutidos en este artículo —no obstante lo mucho que probablemente me faltará por decir— para conformarlos como un decálogo para la acción, o como una visión de las tareas fundamentales del quehacer universitario en nuestra región, que sugiere que esos desafíos son también deberes que se deben cumplir. Mi intención no es, por supuesto, decirle a nadie lo que tiene que hacer, sino contribuir a la aclaración de las exigencias de la realidad, si ella estuviera bien interpretada en este artículo.

2. El reto de construir una sociedad justa basada en el conocimiento

Posiblemente el desafío que más englobe a nuestras universidades en el siglo XXI sea el de contribuir significativamente a construir una sociedad basada en el conocimiento, que afronte con eficacia y equidad los grandes problemas de la región.

América Latina ha sido un verdadero laboratorio de teorías y experiencias desde el final de la segunda guerra mundial. Los decenios de crecimiento y sustitución de importaciones transcurridos entre los años 50 y 70 fueron seguidos por la década perdida de los 80, con la gran crisis de la deuda. Los cambios económicos de todos conocidos, en los años 90, parecen haber alcanzado cierto grado de estabilidad económica, luego de largos años de inflaciones, desequilibrios macroecónomicos y desorden en las instituciones. Junto a la recuperación económica se han establecido nuevos mecanismos de integración, modernización del Estado y apertura al resto del mundo.

No obstante los logros alcanzados, el proceso de cambio en América Latina ha dejado sin resolver un problema crucial: la pobreza extrema de grandes segmentos de la población, asociada a la peor distribución del ingreso en todas las regiones del mundo. En efecto, el número absoluto de pobres aumentó y el perfil distributivo empeoró desde el comienzo de los años 80 hasta el presente. Sólo recientemente el porcentaje de pobreza insinúa un leve descenso, y se han iniciado importantes inversiones en los sectores sociales que, junto a las transformaciones institucionales del Estado, comienzan a configurar lo que algunos denominan la «segunda generación de reformas». No cabe duda de que las universidades de la región, «conciencias críticas y creadoras» de nuestras sociedades, deberían contribuir mucho más a la creación de modelos propios de reforma que de verdad fueran eficaces para resolver nuestro enorme problema de pobreza y desigualdad.

Por otra parte, el hecho más característico de la sociedad contemporánea es que cada vez más depende del conocimiento. No sólo la producción y el uso de aparatos complejos, como computadoras, instrumentos de telecomunicación, herramientas de laboratorio y maquinaria industrial implican ahora un considerable grado de conocimiento, sino también los procesos productivos de todo lo que consumimos y empleamos día a día. Lo mismo ocurre con nuevos conceptos que son ahora claves para la competitividad en los mercados internacionales, tales como calidad total, entrega a tiempo, automatización, producción flexible y productos hechos a la medida de las necesidades de cada usuario. Estos conceptos no pueden hacerse realidad de forma competitiva sin tecnologías sofisticadas, cuyo soporte fundamental es el conocimiento científico.

Con el advenimiento de las biotecnologías y la próxima «era genética» del siglo XXI, con la química fina, con los nuevos materiales y con tantas otras tecnologías revolucionarias, esta tendencia se agudizará sin duda en el futuro; la capacidad de producir y usar conocimiento será considerada crecientemente como el recurso de mayor importancia de las naciones y como el aspecto determinante de su productividad. El problema del desarrollo económico será un problema de dominio del conocimiento en expansión y de crecimiento de las capacidades de la población para emplearlo eficazmente, que ya se han convertido en los países desarrollados en un factor aún más dinamizador que la misma acumulación de capital.

Lamentablemente, nuestra región es muy débil en el campo de la capacidad para trabajar con el conocimiento y para utilizarlo agregando valor a nuestra producción económica. En este nuevo siglo, la única forma en que podremos aumentar la productividad sostenidamente, cerrar las brechas sociales, mantener altas tasas de crecimiento económico, crear nuevos empleos mejor remunerados y ser competitivos a escala mundial, es afrontando en serio el tema del conocimiento, tan asociado a la educación superior.

Equidad y conocimiento son, entonces, las dos grandes asignaturas pendientes de nuestra región, que deberían fundirse indisolublemente en el quehacer universitario latinoamericano.

3. Afianzar la identidad cultural iberoamericana en un mundo globalizado

Cuando al primer Rector (Vice-Chancellor) de la Universidad de West Indies (UWI), sir Arthur Lewis, se le hizo ver con cálculos económicos que quizá resultaba más barato enviar a los estudiantes del Caribe de habla inglesa a otros países que mantener la UWI, él observó que los cálculos no incluían, ni podían incluir, la pérdida de identidad cultural y de posibilidades de desarrollo autónomo que implicaría para esa región no contar con una universidad como la UWI, y que tal pérdida sería mucho más importante para esos países que lo considerado por cualquier cálculo cuantitativo. Eso lo sostuvo con toda seriedad este ganador del premio Nobel de economía, quien también ganó la pugna política con quienes no apreciaban la plena significación de la labor universitaria.

En efecto, la función universitaria de preservación, difusión y creación de cultura incide profundamente en la concepción y valoración de sí mismas de las respectivas sociedades, mientras las publicaciones universitarias, la conceptualización de fenómenos y valores, la creación de discursos, modos de pensamiento y entornos intelectuales impactan continuamente la conciencia colectiva. La literatura, las artes, la elaboración histórica, los modelos de enseñanza, la filosofía, las concepciones de la divinidad, todas las ciencias y las técnicas, los paradigmas de sociedad, las valoraciones éticas, la política y las leyes, son afectados por lo que ocurre y lo que deja de ocurrir en esas instituciones, cuyo secreto de supervivencia milenaria tiene mucho que ver con la importancia de su impacto en la cultura de las sociedades. Estas instituciones son, pues, una parte insustituible del acervo y de la identidad cultural de las naciones, y no vale enjuiciar su labor con los reducidos parámetros de una disciplina limitada.

La función cultural de las universidades tiene una especial importancia en un mundo globalizado que, a través de otras influencias, tiende a la masificación mimetizante de la expresión cultural y a la correspondiente pérdida de identidad de los conglomerados humanos. La rica pluralidad de la globalización sólo se puede realizar desde la especificidad del sentido de cada grupo que la integra, y éste sólo lo otorgan aquellas cosas que valora cada colectividad y las propias manifestaciones de su vida, es decir, la propia cultura. La tensión entre globalización y particularización, tan importante en el mundo del futuro, sólo puede ser creadora y pacífica a través de la compatibilización de diferentes expresiones culturales, a las que la educación superior tiene tanto que aportar.

4. Transformar los sistemas educativos de la región

En nuestra región se ha venido produciendo un consenso cada vez más generalizado de que la educación es, simultáneamente, crucial para el crecimiento económico, clave para mejorar la equidad social y necesaria para la participación de los ciudadanos en la vida política de todos los países. Sin embargo, persisten problemas de baja cobertura en muchas zonas y, sobre todo, uno grave referido a la baja calidad de la educación, que está además asociado a la estratificación social y tiene, por tanto, una imbricación profunda con el problema de la equidad. Es más, en virtud de la expansión de la matrícula en las últimas décadas, el gran problema de equidad educativa en la región ya no radica tanto en el acceso cuanto en la diferencia abismal de calidades entre la educación de los niños ricos y los niños pobres.

Eso quiere decir que el punto focal de una reforma educativa en la región debe ser la elevación significativa y generalizada de la calidad de la educación, porque ahí está ahora su principal problema y porque en esa dirección se irán articulando las necesidades y demandas de la sociedad. Dicho cambio debe responder a las tendencias más relevantes de la época actual, que condicionan el desarrollo de toda sociedad, tales como la democratización, la globalización y la revolución tecnológica mundial. Tiene que realizarse con el mayor consenso, participación y esfuerzo posibles de los agentes sociales. Debe involucrar a todos los recursos y procesos de la educación, tiene que sostenerse en un esfuerzo prolongado y sistémico y atender a todas las dimensiones de la tarea educativa, sin engañarse con nuevas panaceas ni acudir a simples recetas organizativas y financieras.

Los mecanismos para evaluar y certificar fiablemente la calidad de la educación tienen mucha importancia para todos los niveles y modalidades de la misma. Si resulta tan importante, ¿qué es la calidad de la educación? La calidad es un concepto multidimensional que se refiere tanto al producto de la educación como a los recursos y procesos que lo producen; tanto al nivel absoluto de sus resultados como a los incrementos generados en el proceso; tanto a elementos cognoscitivos como a elementos éticos del aprendizaje. No existe esa calidad si no hay avance cognoscitivo de los educandos, incluyendo no sólo la comprensión de los fenómenos sino la dimensión práxica del saber, es decir, saber hacer o destrezas de todo tipo derivadas de la aplicación del conocimiento. También es esencial a la educación de buena calidad la transmisión de valores socialmente consensuados, como pueden ser los asociados a la responsabilidad individual, el respeto a los derechos humanos, la solidaridad y la protección del ambiente, entre otros.

A ese proceso pueden y deberían contribuir mucho las instituciones de educación superior, con maestros bien preparados, con modelos didácticos eficaces, con diseños y revisiones pertinentes de los currícula, con textos y otros materiales educativos de buena calidad, con ensayos de nuevos medios tecnológicos que demuestren su buen uso, con investigaciones que iluminen los problemas, con desarrollo experimental e imaginación creadora para encontrarles soluciones, y tantas cosas más que sólo pueden venir de una educación superior que sea, ella misma, también de alta calidad.

5. Prolongar la educación durante toda la vida

Si uno observa las tendencias de mediano y largo plazo, como debe hacerse cuando se trata de los sistemas educativos, es evidente que el desarrollo tecnológico continuamente hace obsoletas las anteriores formas de trabajar, exige adaptarse a nuevas técnicas y valora la capacidad de aprender muy por encima de las destrezas específicas para el manejo de determinadas máquinas, especialmente las destrezas manuales que pueden ser sustituidas por nuevas máquinas.

Lo anterior enfatiza la necesidad de la educación continua, o bien, si se prefiere, la conveniencia de un sistema iterativo de formación y capacitación para toda la vida, como el propuesto por el conocido Informe Delors. Este sistema dividiría la educación a que toda persona tendría derecho y obligación en dos períodos: uno inicial, de educación general, que pusiera las bases de todo lo que viene después, y otro posterior que la persona podría elegir de diversas maneras según su conveniencia, fragmentándolo en varios lapsos breves a lo largo de la vida, o estudiando por más tiempo en un plan de mayor contenido, u otro posiblemente vinculado a cambios drásticos en la ocupación. Para todo esto tiene particular importancia lo antes dicho sobre los sistemas de acreditación, es decir, la evaluación y certificación confiables de calidad.

Lo más interesante de esta y de otras posibilidades alternativas es que romperían con la idea de que hay un tiempo para estudiar, otro para trabajar y otro para esperar la muerte; y sustituirían esas secuencias por una sola vida de estudio y praxis continuamente alternados. Sin duda que ello es también más cercano a las exigencias del desarrollo tecnológico contemporáneo. Aportar constructivamente a tal sistema del futuro es uno de los grandes retos de la educación superior en el siglo XXI en todo el mundo.

6.Emplear eficazmente los nuevos medios tecnológicos

Las nuevas tecnologías de la información y de las telecomunicaciones ofrecen unpotencial enorme de transformación de los sistemas educativos de todo el mundo, todavía no realizado. Dice un proverbio africano que«hace falta toda una aldea para educar a un niño» . En esencia, la promesa de las nuevas tecnologías es la de ampliar considerablemente las fronteras de esa aldea, es decir, la de romper las barreras de espacio, tiempo, cultura y condición socioeconómica que limitan la educación de cualquier persona, y la de emplear recursos y experiencias que hasta hace poco eran inaccesibles para el aprendizaje. Viajar a otro planeta, asistir a las clases de los mejores profesores, vivir eventos que ocurrieron en otra época, operar virtualmente el corazón de un paciente, ensayar una nueva técnica, simular un método de producción, consultar cualquier referencia documental, recibir realimentación instantánea sobre lo que uno hace, y comunicarse con cualquier persona con sonido, imagen y percepción tridimensional, deberían ser relativamente pronto aspectos integrantes de «la aldea» encargada de educar a todas las personas.

La increíble ampliación del acceso a la información que permite la conexión a Internet, las nuevas formas de interactividad y los nuevos usos de las computadoras y los dispositivos multimedia como recursos didácticos, agregados a los medios antes disponibles, tienen el poder de revolucionar las metodologías de la educación, con un énfasis cada vez mayor en el aprendizaje que en la enseñanza. En la educación del futuro será más importante aprender a aprender que memorizar contenidos específicos, la búsqueda y el uso de la información para resolver problemas que la transmisión de datos, los métodos activos y personalizados que los pasivos y estandarizados. Todo ello puede cambiar también la concepción y la realidad de lo que significa ser maestro: de transmisor de conocimientos a facilitador del proceso de aprendizaje, que aprende continuamente él mismo.

Las nuevas tecnologías podrían permitir el desenvolvimiento de sistemas de aprendizaje paralelos al sistema educativo formal que ahora conocemos; sistemas con sus propios títulos y certificaciones, con una flexibilidad institucional mucho mayor, más adaptados a las necesidades específicas de aprendizaje de cada educando, y sin barreras nacionales que impidan su libre desarrollo. Como ocurrió en el pasado, la aparición de alternativas de educación radicalmente nuevas probablemente ejercerá una irresistible presión transformadora sobre el sistema anterior.

Sin embargo, no hay que olvidar que los nuevos medios tecnológicos son justamente eso: medios, que por sí mismos no pueden transformar la educación y que pueden emplearse bien o mal. Hay también algunas cautelas sobre este tema, relativas a la relación costo/eficacia y a posibles efectos sobre la equidad educativa del empleo de los medios, que no es el caso discutir aquí, pero que deberían observarse y estudiarse. Sobre todo, hace falta ensayar, analizar los resultados, hacer desarrollo experimental e ir generalizando lo que mejor funcione. Nadie mejor que las instituciones de educación superior para hacer esas cosas. En nuestra región ya hay algunos ejemplos importantes de todo esto.

7. Hacer buena investigación científica y tecnológica

El desarrollo científico y tecnológico del mundo es un fenómeno de rápida acumulación de conocimiento y de generación y difusión de sus aplicaciones productivas, que se logra mediante una actividad sistemática de alto nivel de uso de las capacidades de la mente, conocida como investigación y desarrollo experimental (I+D).

Es verdad que gran parte del desarrollo de las técnicas productivas se hizo en el pasado de una manera empírica, que descansaba en la experiencia y en el ingenio de expertos artesanos, obreros, campesinos y otros trabajadores manuales, sin mayor instrucción ni conocimiento de las ciencias. Pero esa forma de progresar tecnológicamente, aún bastante presente en algunos sectores y países, es una parte muy pequeña del fenómeno mundial mediante el cual se crean y transforman ahora los productos y los procesos productivos. Esa parte es insignificante en el caso de los bienes y servicios de muy alto valor agregado, y resulta muy claro que la importancia de las transformaciones tecnológicas empíricas se reducirá continuamente en el curso del siglo XXI, que será el siglo de los que saben.

La I+D no sólo es lo que produce nuevos conocimientos y técnicas, sino también lo que contribuye a la formación de profesionales creativos. Los estudiantes de ahora deberán desempeñarse en un contexto caracterizado por la rápida evolución de todas las disciplinas, así como por la creciente interdependencia y fertilización cruzada de las mismas y la necesidad de enfrentar y resolver problemas nuevos que nadie pudo prever en el curso de su formación inicial. Cuando algunos ridiculizan la investigación básica de las universidades en el tercer mundo, malentienden el problema. Fundamentalmente, no se trata en esos países de acrecentar el acervo mundial de conocimientos, sino de preparar profesionales que sean realmente capaces de resolver los problemas del futuro. Es verdad que no todos los niveles, contenidos y formas de la docencia exigen hacer I+D y que hay escuelas docentes que no la practican, pero un país donde ninguna de sus instituciones educativas hace investigación de buena calidad es, sencillamente, un desastre de postración e impotencia, con incalculables repercusiones negativas para su futuro.

La educación superior forma y determina la calidad del recurso fundamental de la I+D y las actividades productivas de alto valor agregado, es decir, a los científicos e ingenieros. Además, crea gran parte del conocimiento básico, acumula masas críticas interdisciplinarias de recursos que, generalmente, son las mayores de un país, afecta a todo el ambiente en que se realiza la producción intelectual e incide sobre el desempeño de los otros niveles de la enseñanza. Las instituciones educativas pueden jugar directamente un papel importante en el desarrollo tecnológico, como lo hicieron los Land Grant Colleges en el sector agrícola de Estados Unidos, por citar sólo un ejemplo muy conocido. Todo esto tiene una especial importancia para nuestra región, donde las universidades poseen, de hecho, una proporción muy alta de toda la capacidad de I+D de los respectivos países.

8. Vincular a las universidades con las empresas

De manera genérica, las empresas existen en cualquier sociedad para producir bienes y servicios que satisfagan necesidades humanas. En la medida en que dicha producción requiere conocimientos y habilidades que son creados en y por las universidades, en última instancia la cooperación entre ambos tipos de entidades redunda en un mayor nivel de satisfacción de necesidades de la sociedad y de sus miembros.

En la actualidad existen razones más específicas para pensar que la cooperación de la universidad con el sector productivo se está haciendo más importante en todo el mundo y, por supuesto, en nuestra región. En primer lugar, la revolución tecnológica basada en la ciencia origina continuamente nuevas ventajas comparativas, deshace las tradicionales y afecta la competitividad de todas las ramas productivas. Dicho de otra forma, la capacidad de competir depende ahora mucho más de fortalezas científicas y técnicas que de los recursos naturales, de mano de obra barata o de cualquier otro factor. En segundo lugar, casi todos los países de nuestra región han adoptado modelos de apertura que exigen una inserción eficaz de sus economías en mercados cada vez más globales y competitivos. En tales circunstancias, tanto las exportaciones como las ventas de muchas empresas en los mercados domésticos pueden ser favorecidas por esa cooperación. Las condiciones actuales exigen, como condición de éxito y supervivencia, que las unidades productivas de la región aprendan a utilizar mejor el conocimiento y que las universidades ayuden más a las empresas a afrontar justamente ese reto.

En nuestra región también parecen haberse incrementado las condiciones que posibilitan la cooperación entre empresas y universidades, que en otras épocas se encontraban con frecuencia en extremos opuestos de sociedades ideológicamente polarizadas. Gracias a diversas investigaciones es posible determinar con evidencia empírica cuáles son ahora los campos más fértiles para esa cooperación. Enuncio, simplemente, los resultados de esos estudios: actualización y perfeccionamiento de profesionales; I+D por contrato; asesorías y asistencia técnica; servicios técnicos repetitivos; proyectos de empresas y parques tecnológicos.

La gran ventaja de esa relación para la empresa es el aumento de su productividad y competitividad. Las universidades pueden obtener ingresos y la correspondiente diversificación de sus finanzas; experiencia práctica de los académicos; pasantías de estudiantes en empresas y ejecución de tesis de grado con apoyo empresarial; aprovechamiento de capacidad subutilizada; mayor conocimiento de la realidad nacional, inserción en el medio y oportunidad de contribuir a la solución de problemas de desarrollo. No obstante las grandes ventajas para ambas, la cooperación entre universidad y empresa requiere que cada una respete el ámbito de la otra y sea fiel a sus propias funciones. Por ejemplo, la universidad no es sólo una empresa consultora, ya que desnaturalizaría su misión si actuara únicamente como tal. La empresa no debe perder dinero por su relación con la universidad; tiene derecho a exigir un servicio de valor igual o superior al precio de mercado de éste y la obligación de pagar por lo menos ese precio.

9. Resolver el problema del financiamiento universitario

Según lo que hemos venido discutiendo, es claro que la educación superior tiene aspectos de los llamados bienes públicos, y también que favorece a determinados individuos y empresas en forma de bien privado. En efecto, nadie puede apropiarse con exclusividad del conocimiento básico, de las tecnologías genéricas, del fortalecimiento y diversificación nacional de capacidades profesionales, de la preservación de la identidad cultural, del estímulo de los entornos intelectuales serios, del mejoramiento de la educación en los otros niveles, de la capacidad de un país para insertarse con eficacia en los mercados internacionales, y de realizar las demás tareas colectivas de construcción de un futuro digno para nuestra región en el siglo XXI.

Por otra parte, los estudios universitarios incrementan de tal forma los ingresos personales de sus beneficiarios directos que muchas veces ello compensa con creces todos los costos de esos estudios. Este es un beneficio privado que frecuentemente favorece a personas que ya se encuentran en estratos económicos medios y a veces altos de nuestros países. Los beneficios privados para otros individuos y empresas, derivados de todas las actividades universitarias, suelen ser muy apreciables y a veces espectaculares. Este carácter mixto de la educación superior de ser a la vez bien público y privado, conduce a dos grandes principios rectores para su financiamiento, que sólo podemos enunciar aquí sin discutir los detalles de las fórmulas concretas que pueden convenir a uno u otro país, de acuerdo con sus propias realidades y posibilidades.

En primer lugar, sólo el Estado puede hacerse cargo de los costos de un bien público en la más ortodoxa de las teorías de la hacienda pública. Por ello, hay que afirmar con claridad que el Estado tiene la responsabilidad ineludible de financiar la educación superior, en cuanto ello es indispensable para asegurar los beneficios para toda la sociedad que este nivel de la educación puede y debe producir. Naturalmente, las finanzas públicas tienen límites y hay muchas otras necesidades públicas insatisfechas. Pero las continuas sugerencias o insinuaciones de que el Estado debería reducir su prioridad en el financiamiento de la educación superior justamente suscita una firme oposición en los sectores universitarios, porque se origina una incomprensión desvalorizante de lo que las universidades pueden aportar a la sociedad, los costos reales de ello y la importancia para nuestros países de que lo hagan bien.

Dicho lo anterior, es necesario sostener con igual claridad que no sólo el Estado tiene responsabilidades financieras en esta materia. Las universidades deben emplear con la mayor honestidad y eficiencia los recursos públicos que reciban, rendir cuentas estrictas de ello a la sociedad mediante los mecanismos que esta establezca, y diversificar todo lo posible sus propias finanzas, incorporando pagos razonables de los beneficiarios directos por los beneficios privados que estos reciban de la universidad.

10. Contribuir a la integración de América Latina

Aunque viejo y trillado, sigue siendo cierto el dicho de que la unión hace la fuerza. Es demostrable en teoría económica del comercio internacional que los espacios económicos amplios no sólo permiten aprovechar economías de escala que no están al alcance de países pequeños y aislados, sino que pueden conducir a un mayor grado de especialización y eficiencia productiva que las que son posibles en economías reducidas y cerradas. Estos han sido los argumentos tradicionales a favor de la integración económica latinoamericana, reforzados en las últimas décadas por el éxito de los esfuerzos integracionistas de otras regiones, particularmente la europea, y la integración a vastos mercados internacionales de los países del sureste de Asia.

Es evidente también que el poder negociador para cualquier transacción o logro de condiciones adecuadas en la escena internacional es proporcional a las fuerzas que respalden determinada posición, y que esta consideración se hace cada vez más importante al constituirse en el mundo grandes bloques de poder económico, ante los cuales cualquier país latinoamericano resulta demasiado débil.

Pero más allá de las ventajas económicas, de las semejanzas de lengua, religión, costumbres y visiones de la vida, la identificación con un todo que los latinoamericanos sentimos diferente al resto del mundo, las viejas utopías de su historia que conforman las aspiraciones de sus pueblos y la misma unidad geográfica de la región, apuntan todas a constituir una gran patria latinoamericna, cuyo anhelo han expresado siempre los grandes ciudadanos y los poetas visionarios de nuestros respectivos terruños: Bolívar, Morazán, San Martín, Darío, Neruda y Martí, entre tantos.

Hay circunstancias más estructurales que hacen pensar que esta vez sí podría ser posible la fuerza que vendría de la unión de los países latinoamericanos: sus intereses más interdependientes con los del mundo globalizado, la nueva semejanza de sus modelos económicos y de sus regímenes políticos, las tendencias y ejemplos de otras regiones del mundo, y el enorme desarrollo del transporte, las comunicaciones y la vida de relación entre los pueblos.

Las universidades pueden y deberían contribuir a la integración de América Latina en el siglo XXI en una doble vertiente: la de su propia colaboración pragmática y fraternal, tan necesaria para hacer más eficaz su labor científica necesitada de masas críticas significativas, y la integración de sus países mediante investigaciones que faciliten la tarea, la formación de profesionales imbuídos de espíritu integracionista, y el refuerzo de la conciencia colectiva regional que se requiere para hacer realidad esas viejas y truncadas aspiraciones de la historia latinoamericana.

11. Cumplir bien las funciones universitarias tradicionales

Desde la creación de las primeras universidades en Europa, en el siglo XII, estas instituciones han estado haciendo fundamentalmente lo mismo: preservar, crear y transmitir conocimientos y cultura, si bien sus contenidos concretos han variado mucho a través de los siglos. Son instituciones de acervo, en cuanto sirven de depositarias de los saberes y de los valores universales de las sociedades que les dan vida y las mantienen. Son también fábricas del intelecto, en cuanto producen nuevos saberes, ideas, información, teorías, comprobación de relaciones causales, comprensión de fenómenos, nuevas técnicas y métodos. Son crisol donde se mezclan y se forjan las influencias de su medio y de su tiempo, y son también conducto que transmite contenidos cognitivos y valorativos de una generación a la siguiente.

Mientras estas entidades hagan bien aquello que constituye su misión fundamental —realizar las funciones especializadas del conocimiento y la cultura de una sociedad—, continuarán existiendo indefinidamente, si bien las formas de su actividad y las disciplinas que cultivan continuarán cambiando con el tiempo y quizás más rápido ahora que nunca, porque la revolución científica y tecnológica también está alterando la forma misma en que se guardan y organizan los contenidos del conocimiento, así como los instrumentos con que se transmiten y operan. Nunca, desde la invención de la imprenta, ocurrió esto con tanta envergadura e intensidad. Es probable que, en el siglo XXI, los libros no sean de papel, que las experiencias de laboratorio se realicen en todas partes y que las aulas virtuales, con nuevas formas de interactividad, sustituyan en gran medida las de ladrillo y cemento. Las universidades que no vean esto y que no sean capaces de adaptarse a esos y otros cambios previsibles, probablemente desaparecerán. Pero nada cambiará las funciones esenciales de la institución.

Es generalmente aceptado, e incluso especificado en las legislaciones de muchos países, que las universidades realizan su misión a través de las funciones de docencia, investigación y extensión. Estas son las que concretizan en actividades su razón de ser. Mediante la docencia, las instituciones transmiten conocimientos, habilidades y valores a los educandos; se preparan los profesionales de todo tipo que requiere cualquier país para su funcionamiento habitual y su desarrollo futuro. La I+D crea nuevos conocimientos, procesos y productos o modificaciones sustanciales de estos; como antes se indicó, la I+D es la concretización del esfuerzo creativo de más alto nivel mental, así como el motor que continuamente alimenta la innovación en los sistemas de producción y las otras funciones universitarias. Mediante la extensión (llamada a veces «proyección social»), las instituciones de educación superior prestan servicios directos, distintos a los de la I+D y la docencia formal, a personas naturales y a otras entidades. Se trata de una amplia gama de actividades que incluye las asesorías técnicas, los cursos no formales, las publicaciones, el servicio social de los estudiantes, las conferencias y seminarios, los conciertos, las exposiciones de arte y muchas otras.

Todo lo que se ha dicho en esta exposición no es sino un intento de especificar formas de realizar bien esas funciones tradicionales de la universidad, con referencia a sus desafíos en el siglo XXI. Se trata, realmente, de cómo cumplir ahora la prescripción bíblica de echar vino nuevo en odres viejos y de asegurar que el producto sea bueno para quienes habrán de beneficiarse de él o de sufrirlo, es decir, los pueblos de nuestra América, que le dan un sentido propio a la misión de sus universidades.

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