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Educación - Número 22
Síntesis: En palabras del propio autor « la educación infantil tiene tres actores: niños y niñas, familias y profesionales de la educación La práctica en la educación infantil no se puede realizar al margen de la familia». Por ello, «la educación infantil (debe ser) una forma de apoyo social para (el mejoramiento de) las prácticas educativas familiares», teniendo en cuenta que «por si misma no elimina las diferencias socioculturales , si bien ayuda a ello».
«La educación infantil debe entenderse como un derecho no como una obligación que tiene toda la infancia a poder participar en situaciones educativas, distintas a la familiar, que sirvan para promover su desarrollo».
Estos son algunos de los principales elementos en los que se basa Ignasi Vila para sostener la tesis de que « la naturaleza y las características de la educación infantil obligan a una práctica educativa innovadora, adaptada a los cambios sociales y, por tanto, fuente de cambios para el conjunto del sistema educativo».
SIntese: Em palavras do próprio autor « a educação infantil tem três atores: crianças, famílias e profissionais da educação A prática na educação infantil não se pode realizar à margem da família». Por isso, «a educação infantil (deve ser) uma forma de apoio social para (o melhoramento de) as práticas educativas familiares», tendo em conta que «por si mesma não elimina as diferenças sócio-culturais , em realidade ajuda a isto».
«A educação infantil deve entender-se como um direito não como uma obrigação que tem toda a infância em poder participar em situações educativas, distintas à familiar, que sirvam para promover o seu desenvolvimento».
Estes são alguns dos principais elementos nos que se baseia Ignasi Vila para suster a tese de que « a natureza e as características da educação infantil obrigam a uma prática educativa inovadora, adaptada às mudanças sociais e, portanto, fonte de mudanças para o conjunto do sistema educativo».
(*) Ignasi Vila es profesor del Departamento de Psicología de la Universidad de Gerona, España.
La educación infantil es una realidad imparable que se extiende como una mancha en el mundo occidental. En España2, por ejemplo, la escolarización a partir de los 3 años alcanza a más del 80% de los niños, y en las grandes ciudades entre un 40% y un 50% de los de 2 años acude a algún servicio educativo (Vila, 1998). Varias son las razones. Por una parte, la modificación de las condiciones de vida desaparición de la familia numerosa, incorporación masiva de la mujer al mundo laboral, concentración de la población en el mundo urbano y análogos implica que el cuidado de la primera infancia debe hacerse de forma diferente a como se ha realizado tradicionalmente. Por otra, existe cada vez mayor conciencia social de la importancia de la educación, lo cual alcanza no sólo a las etapas obligatorias, sino también a las no obligatorias. Tal es el caso de la educación infantil, de forma que cada vez hay más familias que se sitúan ante este tramo educativo no sólo como una forma de cuidado infantil, sino como una expresión institucional que da satisfacción a sus necesidades educativas y a las de sus hijas o hijos.
En este artículo me propongo dos cosas. Primero, explicar las características de la educación infantil, su importancia y su necesidad, así como las funciones que cumple, y, segundo, mostrar que es una etapa educativa en la que la innovación está permanentemente presente tanto en su práctica como en las formas organizativas que adopta. De hecho, ambos aspectos están íntimamente relacionados. La tesis central que pretendo defender indica que la naturaleza y las características de la educación infantil obligan a una práctica educativa innovadora, adaptada a los cambios sociales y, por tanto, fuente de cambios para el conjunto del sistema educativo.
La conceptualización de las prácticas educativas como contextos de desarrollo (Bronfenbrenner, 1987, Coll, 1988, Solé, 1997, Vila, 1998) tiene una gran importancia en la educación infantil. Es cierto que su extensión, especialmente para los niños y niñas más pequeños, tuvo un carácter asistencial y, de hecho, todavía existen3 y se reivindican formas de atención a la primera infancia que priman este tipo de aspectos en detrimento de otros en los que la intencionalidad educativa está presente. Sin embargo, una concepción de la educación que no se limita a la instrucción sino que la entiende como la fuente más importante del desarrollo infantil hace inútil esta discusión y, de la misma forma que se reivindican las prácticas educativas familiares, de lo que se trata es de hacer educación del cuidado infantil y, por tanto, a través de la asistencia o del juego, hacer explícitas intenciones educativas que promuevan las diferentes capacidades del ser humano. Es decir, independientemente de que en el nacimiento de la educación infantil primaran los aspectos asistenciales relativos al cuidado de las niñas y los niños, parece claro que hoy en día, sin olvidarlos, de lo que se trata es de desarrollar una práctica educativa intencional que se convierta en una fuente importante para el desarrollo infantil.
Las razones de esta posición son diversas. Así, en nuestras sociedades existe una clara tendencia a que la primera infancia necesite ser atendida fuera de la familia mientras sus padres trabajan. Eso significa que existen aspectos importantes del desarrollo infantil que se realizan en entornos diferentes al familiar y, por tanto, es necesario que estos entornos, en su organización y puesta en práctica, estén pensados para garantizar el desarrollo de manera armónica y acorde con las propias necesidades infantiles.
Además, sabemos también que el mundo actual determina para los niños y las niñas formas de vida muy distintas. Por ejemplo, en las grandes ciudades contexto lleno de peligros para la infancia son enormemente dependientes de los adultos. Hace sólo tres generaciones era impensable que los padres especialmente la madre atendieran permanentemente las necesidades de sus hijas e hijos. La infancia tenía un acceso natural a su entorno físico y social, de modo que sus experiencias con otros niños y niñas, con otros adultos y a través de otras actividades distintas a las familiares estaban aseguradas. Hoy no es así. Las niñas y niños de las grandes ciudades4 no pueden salir solos a la calle, no pueden explorar autónomamente el medio físico y social, y no pueden participar en experiencias creadas por ellos y entre ellos. Eso significa, como dice Erler (1990), que una atención adecuada a la infancia requiere entornos de desarrollo que garanticen el acceso libre de la infancia a otros niños y niñas, a otras áreas de exploración seguras fuera del hogar y al acceso adecuado a adultos de distintas procedencias y edades.
Desde este punto de vista, la educación infantil no es un mal menor que deben soportar los niños y las niñas cuyos padres trabajan, sino un derecho que tienen para garantizar su existencia como infancia y para fomentar su desarrollo. Así, la educación infantil no es vista como una necesidad obligada para la infancia, sino como un derecho cuya puesta en práctica y cuya realización es conveniente para su desarrollo.
Ahora bien, junto con afirmar el derecho de toda la infancia a disfrutar de la educación infantil, aparece otro fenómeno de gran importancia. El origen de la educación infantil estuvo relacionado con el cuidado de los niños y niñas y, en consecuencia, con aquellas familias en las que el padre y la madre trabajaban y no tenían personas con las cuales dejar a sus hijos. Ciertamente, en algunos casos, había intenciones educativas explícitas sobre todo a partir de los 4 años de edad, pero las ideas que primaban sobre la educación en esas edades eran fundamentalmente asistenciales. Por eso, las niñas y niños que se han visto beneficiados de este tipo de servicios han sido generalmente los que provienen de familias socialmente favorecidas, lo cual conlleva problemas importantes5.
El trabajo escolar tiene unas características propias espacio, materiales, relaciones, actividades, etc. que, a la vez, requieren también de una serie de habilidades específicas. Probablemente la característica más importante es que el conocimiento que provee lo hace casi exclusivamente al margen del contexto de la acción (Bruner, 1988). El aprendizaje escolar se distingue del aprendizaje «natural» en que se apoya en el lenguaje, en la narración, en el diálogo, etc., en ausencia de los acontecimientos o situaciones de los que se habla. Esta peculiaridad del «aprendizaje escolar» determina en parte su grandeza y su fracaso. Su grandeza porque permite desarrollos específicos, sobre todo en el ámbito de lo simbólico, imposibles de realizar de otra manera, pero, a la vez, su fracaso cuando no es capaz de promover las habilidades y las capacidades para poder actuar con símbolos al margen de la acción.
Muchas veces, cuando se habla de la educación infantil, no se tiene en cuenta este aspecto y se piensa en ella más como un contexto informal que como uno formal, lo cual es del todo falso. Este tipo de pensamiento incide fundamentalmente en aspectos relacionados con la socialización del niño, con su autonomía, con la incorporación de hábitos, etc. cosas todas ellas importantes, pero se olvida de lo esencial: la puesta en relación de las niñas y niños con unos mecanismos culturales protésicos que tienen su máxima existencia en la escuela. La grandeza de la educación también está presente en la educación de las niñas y niños de 0 a 3 años y, evidentemente, aún más en la educación de los de 3 a 6 años.
Mario de Miguel (1988) realizó en España un estudio sobre los efectos de la escolarización a los 4-5 años sobre el rendimiento escolar a lo largo de la enseñanza obligatoria6. Sus resultados (ver Gráfica I) muestran la importancia de que los niños y niñas participen en contextos educativos antes de iniciar la enseñanza obligatoria.
En la gráfica I aparece claramente que la asistencia al parvulario constituye un factor importante en relación con el éxito o el fracaso escolar. En concreto, el análisis para la muestra global mostró que el factor «preparación previa» explicaba un 38,48% de la varianza y el factor «extracción sociocultural» representaba un 9,26%. En el caso de la infancia que había asistido al parvulario, la «extracción sociocultural» aumentaba hasta un 16,3% y la de «preparación previa» disminuía hasta el 32,72%. Es decir, a mayor grado de escolarización las diferencias socioculturales tienen más peso en la explicación de las diferencias individuales en los resultados escolares.
Los resultados del trabajo muestran dos cosas. Primero, es importante que los niños y las niñas tengan experiencias educativas previas a su escolarización obligatoria, y, segundo, la educación infantil por sí misma no elimina las diferencias socioculturales sino que las mantiene e, incluso, las puede hacer más grandes. Este segundo resultado puede parecer sorprendente, aunque de hecho no lo es. Numerosos trabajos realizados desde la sociología de la educación muestran que la educación escolar por sí misma no es una garantía de igualdad social, si bien ayuda a ello. Entre otras cosas, hacer de la educación una fuente de igualdad social significa adaptarse a las distintas realidades y desarrollar una práctica educativa que incida tanto en las necesidades educativas de las niñas y niños como de sus familias. En lo que sigue profundizaré sobre esta cuestión.
Los efectos relativos al desarrollo de la infancia que pertenece a familias favorecidas y que no asiste a contextos educativos en sus primeros años de vida son pocos independientemente de que puede ser conveniente que lo hagan, ya que en dichas familias se suscita un gran número de situaciones en las que lo «simbólico» forma parte de las interacciones los estudios sobre la «lectura de libros» conjunta (Bruner, 1986, Vila, Cortés y Zanón, 1987) o los trabajos sobre el distanciamiento en la interacción social (Sigel, 1970) son elocuentes y, por tanto, rápidamente reconocen en el contexto del parvulario7 o de la educación primaria la manera de actuar. Sin embargo, ello no es así en el de la infancia que proviene de familias desfavorecidas y, aún menos, en el caso de la marginación y la exclusión social.
Como ya he dicho, los problemas conexos a esta realidad son muchos y diversos. Uno se refiere a la enorme importancia que tiene que la infancia procedente de familias desfavorecidas asista a la educación infantil lo antes posible y se ponga en contacto con los mecanismos y las habilidades implicadas en la educación formal y, otro, probablemente mucho más difícil de conseguir, a la necesidad de modificar radicalmente la práctica educativa en el sentido de no dar por supuestas las habilidades que dotan de significado y de sentido el trabajo escolar en la infancia.
Si dejamos de lado el segundo aspecto al que volveré más adelante y nos centramos en el primero, las consideraciones a hacer son varias. Primero, a pesar del enorme aumento de la educación infantil, no tenemos datos que nos permitan afirmar que, en buena parte de las familias desfavorecidas, se compartan los argumentos que han llevado a su crecimiento. En estos casos una gran parte de los niños y las niñas pueden permanecer atendidos por sus madres o por algún familiar y, además, el cuidado del niño se entiende no educativa sino casi exclusivamente de forma asistencial. Eso no significa que dichas familias no eduquen es decir, que este sector de la infancia no aprenda cosas de forma «natural», como el resto de la infancia, por supuesto que lo hacen, pero es difícil pensar hay datos que lo confirman que estas familias «eduquen» para la escuela, lo cual, si la escuela no lo entiende y lo asume, hace que esta parte de la infancia sea muy vulnerable al fracaso escolar. Por eso es tan importante que puedan acudir a algún servicio educativo que la «eduque» para la escuela.
Sé que la última afirmación puede parecer sorprendente e incluso malinterpretarse. «Educar» para la escuela no significa como ha ocurrido y ocurre en la filosofía «preescolar» acumular conocimientos y «prerrequisitos» sobre no sé cuantas cosas supuestamente necesarias para encarar con éxito las actividades escolares al comienzo de la enseñanza primaria. Significa posibilitar las habilidades en lo que se ha denominado el «aprendizaje estipulativo». Es decir, habilidades y competencias necesarias para aprender acerca de cosas que no se ven, pero de las que se sabe su existencia y, por tanto, su status de mundo posible. En definitiva, lo que Bruner (1997) denomina la grandeza de la educación.
Evidentemente ello no significa «olvidarse» de algunos de los rasgos que caracterizan la educación infantil, como son el trabajo de los hábitos, de la autonomía personal y afectiva, de la relación entre iguales, etc. Por el contrario, se trata de situar toda esa labor en una perspectiva global, de modo que desde ella (comer con cubiertos y no con las manos, recoger las cosas, no llevar el chupete, etc.) los niños y las niñas entiendan la especificidad del contexto en el cual, además de hacer todas esas cosas, se puede hablar de vacas, perros o gatos sin que estos estén presentes.
En definitiva, creo que es muy importante que la infancia más desfavorecida asista a contextos educativos desde muy temprano para poder encarar con éxito otro tipo de tareas escolares posteriores. En tal caso no se puede invocar la obligatoriedad de este tipo de educación, pero sí desarrollar políticas educativas positivas que garanticen el derecho de toda esa parte de la infancia a disfrutar de la educación infantil. Por eso quizás muchos de los argumentos que se han utilizado para extender la educación infantil entre las familias de nivel socioprofesional medio/alto no son válidos y, como argumentaré más adelante, se debe buscar otro tipo de justificación para conseguir que dicha parte de la infancia acuda a un servicio educativo desde el inicio de su vida.
Independientemente de la asistencia a un entorno educativo distinto del familiar, es evidente que la familia continúa existiendo o, en otras palabras, el desarrollo infantil no se realiza sólo en el contexto escolar sino que es compartido con el familiar. Esta situación es distinta a la de generaciones anteriores8. Hace sólo 40 años la inmensa mayoría de niños y niñas menores de 6 años únicamente se desarrollaba desde el contexto familiar y desde otras experiencias informales de carácter extrafamiliar9, pero en ningún caso desde contextos diseñados para promover su desarrollo y, por tanto, las discusiones que ahora se nos plantean en aquel entonces eran irrelevantes.
Hoy la posibilidad de que la educación infantil constituya de verdad un contexto de desarrollo comporta necesariamente que sea continuación del contexto familiar. Es lo que Bronfenbrenner (1987) denomina el mesosistema. Es decir, en la medida en que los distintos entornos en que vive el niño están en consonancia, se amplifica su capacidad para devenir en contextos de desarrollo. Por descontado, eso no significa que los niños y las niñas deban hacer las mismas cosas en uno y otro entorno, sino que ambos se complementen desde el respeto, la negociación y el acuerdo entre los agentes educativos padres y maestros en este caso de ambos contextos (Vila, 1995, 1998).
Ahora bien, la posibilidad de complementariedad entre el entorno familiar y el educativo está en parte determinada por el hecho de que el servicio de atención a la infancia responda a las necesidades de las familias. Es difícil que exista complementariedad y continuidad entre los distintos entornos si las familias consideran que el tipo de servicio no responde a sus necesidades y, en consecuencia, desarrollan actitudes negativas hacia él. Esta cuestión es muy importante, ya que muchas veces no se acaba de entender que la educación infantil responde también a las necesidades de las familias y no sólo a las de sus hijas e hijos10. En otras palabras, dada la enorme importancia del contexto familiar en el desarrollo infantil, no existen en abstracto necesidades educativas de los niños y las niñas al margen de las educativas y asistenciales de sus familias. Por eso, cuando se plasman los objetivos de la educación infantil en términos exclusivos del desarrollo (socialización, hábitos, autonomía, etc.), creo que es un mal planteamiento11. A la vez, se han de plantear objetivos explícitos en el ámbito familiar y se ha de entender que la educación infantil complementa la de aquel y, por tanto, ha de proponerse objetivos específicos de apoyo a la labor educativa de las familias12.
En este sentido las necesidades de las familias son muy diversas y, por tanto, los servicios de la educación infantil también lo deben ser. De hecho, los países que se han planteado la cuestión han desarrollado modos muy diversos de cuidar a la infancia y a sus familias, pero también han garantizado que, independientemente de la forma que adopta el servicio de atención educativa a la infancia, todos ellos forman parte de una misma concepción relativa a la educación, el cuidado y el desarrollo infantil.
La diversidad de necesidades está relacionada con las formas de vida de la familia y con las concepciones que tiene esta sobre la educación de la primera infancia. A veces no existe consonancia entre ambos aspectos y a veces sí. De tal manera, pueden existir familias que no acaban de creer en la educación infantil pero la necesitan, porque ambos progenitores trabajan y no pueden acudir a ningún familiar para que cuide a su hija o hijo o, al revés, familias que podrían cuidar de la niña o el niño en casa, pero consideran que es importante que participe en otras actividades distintas a las familiares. Entre esos dos polos podemos encontrar todos los matices.
Por eso la educación infantil, entendida como un servicio público que responde a las necesidades educativas de la infancia y a las de sus familias, debe adoptar formas diversas caracterizadas por la flexibilidad y la adecuación a los requerimientos reales de los niños y las niñas y de sus familias.
A veces hay discusiones o se vierten opiniones sobre el carácter que debería tener la educación infantil. Así, se mantienen creencias y actitudes que afirman que esa educación debería ser obligatoria o, por el contrario, se defiende que el mejor lugar para el desarrollo de la infancia es la familia y que la educación infantil es uno de los males de la sociedad moderna. Las primeras tienden a escolarizar a todos los niños desde su nacimiento porque creen que es la única manera de garantizar la igualdad de oportunidades en una sociedad que, en origen, es desigual. Esta concepción normalmente va acompañada de una rigidez de planteamientos (toda la infancia ha de hacer las mismas cosas y recibir igual tipo de estímulos o ha de estar el mismo tiempo en la escuela para que pueda recibir idéntico grado de atenciones). Las segundas niegan la educación infantil y consideran que el desarrollo sólo se garantiza desde la existencia de relaciones privilegiadas entre la niña o niño y sus progenitores (normalmente la madre). En esta concepción se aceptan algunos entornos educativos en los que la niña o el niño pueden asistir con su madre, por ejemplo, o que se configuren como contextos muy flexibles desde el punto de vista de la asistencia y el horario, pero se rechaza que la niña o el niño acudan sistemáticamente a un contexto con un horario semejante al escolar en donde sean cuidados y atendidos por profesionales de la educación.
Desde nuestro punto de vista, ambos planteamientos son erróneos. En el primero no se entiende o no se acepta que la familia actual continúa siendo competente educativamente y que, por tanto, desde ésta se pueden desarrollar capacidades semejantes a las del contexto escolar. En este sentido, una de las características de la educación infantil es su carácter no obligatorio, lo que no significa que no sea conveniente que los niños y las niñas acudan a un entorno educativo diferente al familiar si está pensado para fomentar las capacidades infantiles.
En el segundo se privilegia la familia y, en especial, la relación con los progenitores como contexto de desarrollo, y no se entiende que un entorno pensado y organizado de modo que atienda la diversidad de intereses y necesidades infantiles y fomente sus relaciones sociales pueda ser muy importante para el desarrollo infantil.
Por eso creo que las posiciones extremas en uno u otro sentido no son productivas para reflexionar sobre la educación infantil. Pienso que importa más reconocer la diversidad de intereses y, por tanto, las distintas maneras de organizar la educación infantil y de garantizar que cada una de ellas, con sus peculiaridades y diferencias, sea un auténtico contexto de desarrollo infantil, bien por las actividades que allí se despliegan, bien por el apoyo que reciben las familias para realizar su labor educativa.
He defendido que la educación infantil no se puede pensar sólo desde el punto de vista de las niñas y niños, sino que en su concepción debe considerarse también el parecer de las familias. Las consecuencias de esta afirmación son varias, pero en este apartado me interesa resaltar especialmente la importancia de la educación infantil como forma de apoyo social a la labor educativa de las familias.
Hoy está cada vez más generalizada una concepción de la educación que va más allá de los aspectos instructivos y que coloca en primer plano la importancia de construir desde la educación un conjunto de valores, normas y actitudes que nos permitan vivir juntos en el futuro (Delors, 1996). Desde esta reflexión parece claro que la familia juega un papel fundamental y que, en la práctica, se muestra decisiva en relación con numerosas cuestiones que forman parte del acerbo cultural consensuado de una comunidad determinada. Sin embargo, la sensación de un número importante de profesionales de la educación es que, de forma cada vez más acusada, las familias renuncian a su papel educativo y «delegan» dicho trabajo en la escuela, haciendo imposible en algunos casos el trabajo escolar. Probablemente las cosas no son así, aunque en lo superficial tengan dicha apariencia. A mi entender, la cuestión es más compleja. Por un lado, creo que las familias están interesadas en la educación de sus hijas e hijos y que consideran que una buena parte de su proceso de individualización y de socialización se realiza en el contexto familiar. Por otro, también es cierto que entre las familias crece la sensación de inseguridad y de incompetencia sobre cómo educar a las niñas y niños. Así, hay muchas familias que sienten que el modelo educativo en el que participaron ya no es válido, pero tampoco tienen una forma nueva de educar que les satisfaga en relación con las expectativas que tienen y con los retos de futuro a los que se tendrán que enfrentar sus hijas e hijos. No hace falta decir que la desaparición de apoyos sociales en el propio ámbito familiar y la falta de otros nuevos en la organización de las sociedades modernas, hace que muchas familias se encuentren completamente desorientadas y que, en consecuencia, acaben «delegando» la educación de sus hijas e hijos en los profesionales aquellos que supuestamente saben cómo hacerlo de la educación.
Ahora bien, si la educación infantil aparece cada vez más como una necesidad imperiosa de la vida moderna en relación con el cuidado de las niñas y niños, podemos pensar en ella como en una de las formas de apoyo social más importantes de la familia para fomentar y aumentar su competencia educativa. Pero, evidentemente, para poder incidir desde el contexto escolar en la mejora de las prácticas educativas familiares, es importante que familia y escuela mantengan canales de comunicación y unas relaciones de mutua confianza y comprensión. En otras palabras, las relaciones familia-escuela no sólo deben ser cuidadas con esmero para garantizar acuerdos y continuidades que redunden en el desarrollo infantil tal y como predice la noción de mesosistema (Bronfenbrenner, 1987), sino porque la negociación y el establecimiento de dichos acuerdos y continuidades es una forma de apoyo a la labor educativa de las familias y, también, una manera de que las escuelas puedan adecuar su labor educativa a la diversidad presente en el aula desde el conocimiento del niño y de su familia. De hecho, en bastantes países (Cataldo, 1991) se utiliza el ámbito de las relaciones familia-escuela como una forma de apoyo y de crecimiento de la competencia educativa de las familias.
Más allá de la sensación de inseguridad y de incompetencia educativa de las familias, también es cierto que no todas las prácticas educativas familiares son un ejemplo de perfección y que, en algunos casos, hay usos claramente rechazables que se realizan, fruto del desconocimiento o de la existencia de creencias claramente inadecuadas para fomentar el desarrollo infantil. Por ello es aún más importante que, en esos casos, las familias encuentren los apoyos necesarios para modificar sus convicciones y sus comportamientos y que, para ello, existan unas relaciones de confianza mutua entre progenitores y profesionales de la educación que devenguen en la posibilidad de negociar y construir proyectos educativos comunes. De hecho este aspecto es una cuestión fundamental, ya que, en ocasiones, los objetivos educativos13 perseguidos desde los servicios educativos y desde las familias están en contraposición, y, por tanto, de acuerdo con la noción de mesosistema de Bronfenbrenner (1987), uno u otro contexto resultan poco relevantes para el desarrollo infantil. Normalmente no acostumbra a ser la escuela, ya que, guste o no a los profesionales de la educación, la familia es el contexto en el que las niñas y los niños establecen sus primeros vínculos afectivos, en donde aprenden las primeras cosas y en donde el mundo comienza a cobrar sentido. Es decir, el contexto familiar tiene una enorme importancia para la primera infancia y es en él en donde se producen los primeros procesos de individualización y socialización. Ello, en algunos casos, es muy problemático, ya que no todas las prácticas educativas familiares son un modelo a seguir y, en realidad, las hay discutibles o claramente rechazables. Por eso, unas relaciones familia-escuela pensadas no sólo para aleccionar a las familias sino para fomentar el acuerdo sobre los objetivos educativos a perseguir desde la escuela y desde la familia, son una manera de promover el desarrollo infantil y, a la vez, de apoyar y hacer crecer la competencia educativa de las familias ya que, de esa forma, desde el acuerdo y la confianza mutuas, los profesionales de la educación pueden ayudar a las familias a reforzar determinadas prácticas educativas y a hacer ver los problemas implicados en otro tipo de prácticas educativas.
En definitiva, la educación infantil tiene como función fomentar el desarrollo infantil, y debe hacerlo tanto desde la práctica educativa con las niñas y los niños como con las familias. Probablemente éste sea uno de sus retos más importantes, ya que no se trata sólo de adecuar la práctica a la diversidad infantil, sino también a la diversidad familiar. Una de las cosas que más nos cuesta a los profesionales de la educación es escuchar a nuestros alumnos. Qué no decir de sus familias. La tentación siempre es la misma: estereotipar y desarrollar prejuicios sobre sus comportamientos, sus creencias o sus ideas sobre la educación y el cuidado de las niñas y niños.
Los estereotipos y los prejuicios son poco útiles para construir unas relaciones familia-escuela adecuadas que fomenten la continuidad de las prácticas educativas en ambos contextos. De hecho, suelen servir exclusivamente para cohesionar una conciencia homogénea de grupo enfrentada a los demás. Si «el otro» la acepta la cosa acostumbra a ir bien. Si, por el contrario, la discute o simplemente la rechaza, el enfrentamiento y la discontinuidad están garantizados. No hace falta decir que, en ese caso, a pesar de los buenos propósitos, quienes salen perdiendo son la niña o el niño. Por eso, los juicios de valor gratuitos o las «formas de hacer» que excluyen creencias e ideas sobre el cuidado y la educación de las niñas y niños, tan respetables como las que se han acuñado desde la práctica de la educación infantil, tienen más problemas que virtudes si pensamos en el desarrollo y en el futuro de los niños y las niñas.
Pero las funciones de la educación infantil no se agotan en satisfacer las necesidades educativas de las niñas y niños y de sus familias, sino que puede ser también una fuente de desarrollo comunitario. En muchos casos, la comunidad puede crecer tanto desde el punto de vista de su autoestima como de su autoimagen si existe un proyecto colectivo para la infancia. En numerosas comunidades existen actitudes claramente positivas en relación con la infancia y, a la vez, necesidades relacionadas con su cuidado y su educación. Por eso, en estos casos la educación infantil no sólo deviene en un proyecto que apoya socialmente la labor educativa de las familias, sino en un proyecto que modifica la conciencia de la comunidad y que coloca en el centro de su actividad la educación y la promoción del conjunto de la infancia.
Algo he dicho sobre tal cuestión a lo largo del artículo. Sin embargo, en este apartado quiero manifestar explícitamente que la organización de la educación infantil debe estar diversificada e incluir tipologías distintas. Las razones de esta afirmación se encuentran en argumentos ya propuestos anteriormente. Primero, si la educación infantil no debe ser obligatoria y responde a las necesidades de las familias en relación con el cuidado de sus hijas e hijos, se entiende que es evidente que dichas necesidades son diversas y, por tanto, la organización de la educación infantil también lo debe ser. Segundo, si la educación infantil se refiere tanto a las necesidades educativas de las niñas y niños como de sus familias, parece claro que la manera de atenderlas también sea diferente y, tercero, es dudoso que en la representación social de un inmenso número de familias especialmente las más desfavorecidas aparezca la educación infantil como un derecho y como algo conveniente para la infancia. Si a estas familias únicamente se les ofrece el modelo tradicional, es decir, el modelo escolar, probablemente no lleven a él a sus hijas e hijos, con las consecuencias negativas que ya he descrito.
En los trabajos realizados sobre esta cuestión (Bassedas et al., 1994, Vila, 2000) aparecen los siguientes aspectos como causas de que las familias no utilicen la educación infantil.
1) razones económicas: una parte de la población ve con buenos ojos la educación infantil, pero no puede asumir su coste económico, entre otras cosas porque la oferta pública es muy pequeña y en muchos casos no está ubicada en los barrios más desfavorecidos y, en consecuencia, adoptan otras formas de cuidado (abuelos, familiares, vecinos, etc.).
2) edad del niño: se acepta la educación infantil a partir de los 3 años de edad, pero se rechaza en edades anteriores porque las niñas y los niños son muy pequeños para ir a la «escuela». En general, en este tipo de argumentación hay una percepción del centro infantil como «semejante» a la escuela; es decir, criterios de disciplina, de trabajo, de horario, etc. Curiosamente estas familias se muestran, a la vez, muy exigentes con relación al parvulario, al cual le exigen resultados claros (aprender a leer y escribir, cálculo, etc.). Son familias que ven la escuela de forma homogénea y muy relacionada con su propia experiencia escolar.
3) problemas de la niña o niño: en este grupo se incluyen las familias que consideran que la educación infantil debería ser exclusivamente para los niños y las niñas con necesidades educativas especiales (retraso en el habla, problemas de relación con otros niños y niñas, etc.) que no pueden ser abordadas desde la propia familia, pero también creen que la educación infantil no tiene sentido por sí misma para el conjunto de la infancia, ya que el mejor sitio en que está un niño es en su casa.
4) asistencia versus educación: un número importante de familias considera que la primera infancia debe estar únicamente en relación con su familia en concreto con su madre, que es la que puede atender mejor sus necesidades. Este pensamiento cree que la atención a la primera infancia no se puede realizar a través de personas que, de una u otra forma, no tienen lazos biológicos con la niña o el niño y, por tanto, llevarlos a una «institución» implica, desde su punto de vista, un cierto abandono y una cierta mala conciencia. En esos casos las mujeres dejan normalmente de trabajar y se dedican al cuidado de sus hijas e hijos.
Estos argumentos tienen más peso en las familias que viven en situaciones sociales desfavorecidas, cuya representación social de la educación suele ser bastante distinta de la de las familias más pudientes. Además, en muchos casos coincide que la mujer o los parientes que viven en casa no trabajan y, por tanto, pueden asumir el cuidado de los más pequeños en el propio seno familiar.
Por eso es tan importante pensar en las tipologías de la educación infantil, de modo que, se necesite o no, especialmente para las niñas y niños que proceden de familias desfavorecidas, todos puedan ejercer el derecho a participar de ella. En concreto, se trata de proponer tipologías acordes con las creencias de estas familias sobre el cuidado infantil, desde las cuales trabajar tanto con las niñas y niños como con sus familias en relación con promover el desarrollo infantil. Evidentemente, han de ser tipologías alejadas del modelo escolar de la enseñanza primaria y que, a la vez, permitan una práctica educativa adecuada. De hecho, en todo el mundo existen experiencias creadas en muchos casos a partir de las propias necesidades de la comunidad, en las que el cuidado y la educación en edades tempranas asume formas muy diferentes de las escolares. Por ejemplo, espacios organizados intencionalmente que se parecen más a una casa que a una escuela, a los que varios días por semana y a horas determinadas, la niña o el niño pueden acudir normalmente con su madre y participar conjuntamente en actividades que acostumbran a ser diferentes de las que se realizan en el seno familiar y semejantes a las que se hacen en la escuela. Estos servicios, que pueden tener concreciones muy diferentes si se piensan para niñas y niños muy pequeños (de 0 a 18 meses) o algo más grandecitos, se configuran como tipologías educativas que asumen los principios y las funciones de la educación infantil, pero cuya organización dista mucho de la escolar. En estos espacios educativos en los que hay profesionales de la educación, las madres pueden percibir a sus hijas e hijos de manera distinta a como los perciben en sus casas; encuentran apoyos sociales tanto entre las educadoras como en otras madres para solucionar sus angustias y temores en relación a cómo educar a sus hijas e hijos, o pueden discutir sus creencias y sus expectativas educativas y, en consecuencia, modificar aquellos aspectos poco adecuados para unas buenas prácticas educativas familiares. No cabe duda que las niñas y niños también encuentran en estos servicios retos y desafíos que les llevan más allá de sus posibilidades actuales. Así, están con diferentes niñas y niños con los que deben compartir juegos y actividades, realizan actos que en muchos casos no hacen en su casa y que se relacionan con el trabajo escolar posterior, en los que reciben ayudas individuales de los diferentes adultos presentes para poder llevarlos a buen puerto, y aprenden a negociar y a reconocer la necesidad de la existencia de normas y límites para poder desarrollar, al igual que en la escuela, una actividad social y colectiva.
La educación infantil se debe entender como una amplia gama de servicios educativos, adecuados a las creencias educativas y a las necesidades de cuidado infantil de las familias, que tiene como objetivo el desarrollo infantil tanto desde la práctica directa con las niñas y niños como con la indirecta, que se desprende de incidir en la mejora de las prácticas educativas familiares. Por eso, en estos servicios se pueden incluir centros en los que las niñas y niños, cuidados por profesionales de la educación, permanecen un buen número de horas y, por lo tanto, duermen y comen hasta espacios educativos en los que aquellos únicamente están 3 ó 4 horas acompañados por sus familiares normalmente la madre y en donde hacen cosas junto con éstos y con los profesionales de la educación.
En el mundo moderno las necesidades de cuidado de la primera infancia en situaciones diferentes a la familiar son cada vez más importantes. Si entendemos que el desarrollo infantil se produce a partir de los retos y los desafíos que las niñas y niños encuentran en sus diferentes contextos de vida, hemos de entender también que toda situación de cuidado es una situación educativa. Por eso vale la pena organizar intencionalmente el cuidado infantil de modo que, más allá de la estructura familiar, las situaciones extrafamiliares se conviertan en auténticos sistemas de desarrollo gracias a las prácticas educativas que en ellos se despliegan.
La educación infantil es una respuesta intencionalmente educativa a las necesidades de cuidado de la primera infancia en el mundo moderno. Pero, justamente por ello, no puede quedar limitada a las niñas y niños cuyos padres trabajan y no pueden atender, ellos o sus familiares, a sus hijas e hijos. Al contrario, debe entenderse como un derecho no como una obligación que tiene toda la infancia de poder participar en situaciones educativas, distintas a la familiar, que sirvan para promover su desarrollo.
Eso es muy importante en el caso de niñas y niños que proceden de familias de nivel sociocultural bajo y que pueden permanecer al cuidado de sus parientes. En tal caso, es fundamental que dichas niñas y niños acudan a algún servicio de la educación infantil, porque si no se encuentran en desigualdad de condiciones al comienzo de la educación obligatoria respecto a las habilidades y procedimientos que están implícitos en el trabajo escolar. Es decir, a las desigualdades sociales de origen se suma otra respecto al propio reconocimiento del contexto escolar.
Pero educación infantil y cuidado de las niñas y niños son dos aspectos o dos caras de la misma moneda. Es decir, en esas edades, necesiten o no las familias un servicio que cuide de sus hijas e hijos, no hay educación al margen del cuidado infantil. Por eso, las creencias y las expectativas de las familias sobre el cuidado infantil son determinantes para poder utilizar o no los servicios encuadrados en la educación infantil. Así, hay familias que contratan a alguna persona para que cuide a su hija o hijo porque no se fían de cómo lo harán en un centro especializado, y otras que consideran que la mejor forma de cuidado es la propia familia. En ese caso es muy importante que dichas familias puedan acudir a servicios educativos encuadrados en la educación infantil, y que estén acordes con las creencias que emplean para cuidar a sus hijas e hijos. Y, evidentemente, estos servicios deben ser tipologías en las que aquellos puedan permanecer con la persona que les cuida y, además, reducir al máximo la atención de algunas necesidades de cuidado como, por ejemplo, la comida o el sueño.
Por último, se ha de entender que la educación infantil tiene tres actores niñas y niños, familia y profesionales de la educación y no únicamente dos niñas y niños y profesionales de la educación. La práctica en la educación infantil no se puede realizar al margen de la familia. Ya he señalado a lo largo del artículo que el contexto que tiene más sentido para la primera infancia es el familiar y que, por tanto, la asistencia a otros extrafamiliares diseñados tanto en su organización como en su práctica a espaldas de la familia puede ser muy poco significativa para el desarrollo infantil. Además, dada la enorme importancia del contexto familiar en esas edades, es impensable un buen desarrollo infantil al margen de unas buenas prácticas educativas familiares. Por eso es tan importante que en los objetivos de la educación infantil estén siempre presentes las niñas y niños junto con sus familias. Y ello sólo es posible desde unas relaciones familia-escuela presididas por una confianza mutua, que permitan la negociación y el consenso de las prácticas educativas en la escuela y en la familia.
En definitiva, como señalaba en la introducción, la educación infantil debe comprenderse como una fuente de innovación educativa tanto por sus propuestas de organización como por la práctica educativa que destila, adaptada tanto a la diversidad de las niñas y niños como a la diversidad familiar.
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