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Revista Iberoamericana de
Educación - Número 22
«El intento de entrenar a los niños en todas las formas artísticas, todas las formas atléticas y todas las actividades académicas, conseguiría en el mejor de los casos, que alcanzaran un conocimiento superficial y, en circunstancias menos felices, una crisis nerviosa» (H.Gardner, 1995).
SÍNTESIS: El mantenimiento del modelo de educación homogénea y uniforme que empezó a regir en el siglo XVIII y que se extiende hasta nuestros días, puede ofrecer un servicio diferenciado según modalidades, edades o contextos sociales, pero siempre se orientará a obtener los mismos resultados considerados deseables.
Sólo la superación de esa concepción uniformadora producirá una noción de educación genuinamente centrada en las personas, comprometida con el desarrollo óptimo de sus mejores competencias.
Trasladar el análisis de esta problemática a la educación inicial permite, como hace este artículo, profundizar en las verdaderas ventajas de la atención temprana de la infancia. Pero esta educación no podrá dedicarse a revelar las potencialidades, capacidades y recursos de los niños atendidos, si al mismo tiempo no se establecen las condiciones pedagógicas adecuadas para ello.
Sintese: O mantimento do modelo de educação homogénea e uniforme que começou a regir no século XVIII e que se extende até aos nossos dias, pode oferecer um serviço diferenciado segundo modalidades, idades ou contextos sociais, mas sempre orientar-se-á a obter os mesmos resultados considerados desejáveis.
Só a superação dessa concepção uniformadora produzirá uma noção de educação genuinamente centrada nas pessoas, comprometida com o desenvolvimento ótimo das suas melhores competências.
Transladar a análise desta problemática à educação inicial permite, como faz este artigo, profundizar nas verdadeiras vantagens da atenção precoce da infância. Mas esta educação não poderá dedicar-se a revelar as potencialidades, capacidades e recursos das crianças atendidas, se ao mesmo tempo não se estabelecerem as condições pedagógicas adequadas para tal fim.
(*) Luis Guerrero es consultor de la Dirección Nacional de Educación Inicial y Primaria del Ministerio de Educación; profesor de la Escuela de Directores y Gestión Educativa del Instituto Peruano de Administración de Empresas; y responsable de la Investigación en curso «Resiliencia y Manejo de conflictos entre niños y niñas de 3 a 5 años de edad» del departamento de Huancavelica, Perú.
Leo Buscaglia, ese genial educador italiano, da cuenta en uno de sus libros de las desventuras de un grupo de animales que decidieron asociarse un día para fundar una escuela. Cinco de ellos, un conejo, un pájaro, una ardilla, un pez y una anguila, formaron el Consejo de Educación y decidieron la política del nuevo centro de estudios. El conejo, naturalmente, propuso que se aprendiera a correr. El pez, por el contrario, insistió en que todos aprendieran a nadar. El pájaro planteó que se aprendiera más bien a volar. La ardilla, finalmente, fundamentó la importancia de aprender a trepar árboles. Como a todos les pareció bien que todos los animales del bosque se instruyeran en las mismas cosas, formaron un programa de estudios de carácter integral.
El problema fue que el conejo obtenía las más altas calificaciones en correr, pero le resultaba imposible trepar árboles, y menos en forma perpendicular como lo hacía la ardilla. Tuvo tantos accidentes en los intentos, que terminó con el cerebro dañado y ya no pudo ni siquiera correr como antes. En trepar sacaba cero. El pájaro, por su lado, volaba airosamente pero le iba muy mal cuando intentaba correr en tierra firme, lastimándose las alas y disminuyendo, en consecuencia, sus calificaciones en materia de vuelo. También obtenía ceros en trepar árboles.
No obstante, el personaje más exitoso de esta curiosa escuela cuenta Buscaglia resultó ser la anguila, mucho menos inteligente que sus compañeros, pero dispuesta a hacer todo lo que se le enseñaba, ni bien ni mal. Pero los educadores estaban contentos, pues se convirtió en modelo del alumno aplicado que se esfuerza por aprender todas las materias por igual. Llamaban a esto una educación integral.
Nos guste o no, tal ha sido el modelo de educación, homogénea, uniforme, todista, que empezó a regir desde el siglo XVIII, época en la que la Iglesia y el Estado asumieron la gestión de los hasta entonces autónomos colegios municipales de Francia. De entonces a ahora han variado los contenidos y las expectativas de aprendizaje de acuerdo con épocas, regiones y países, pero no la característica esencial de un sistema educativo que decide afrontar el reto de la masividad y de la homogeneización ciudadana, estandarizando sus metas y sus procedimientos.
La educación inicial no ha escapado a este paradigma, al menos en América Latina, y se ha organizado como un servicio ofrecido a niños menores de 5 años, diferenciando modalidades según edades y demandas específicas de los contextos locales de los que forma parte, pero orientadas siempre a obtener los mismos resultados considerados como deseables. La década de los 90, al impulso de la Conferencia de Jomtien y del apoyo de la Cooperación Internacional, puso énfasis en la expansión de la atención, pero no cuestionó en esencia el enfoque mismo del servicio ni las premisas científicas que lo han venido sosteniendo, por lo menos, desde la década del 70.
No obstante, los vertiginosos descubrimientos en el campo de la ciencia y la tecnología, así como su influencia en la transformación de las economías mundiales y los estilos de vida de las distintas sociedades del planeta, ya empiezan a asomar desde inicios de la década del 50 con el hallazgo de la estructura del ADN y, posteriormente, con el invento del chip. Algo profundo empezó a cambiar en la historia de la humanidad, al establecerse las bases científicas de la llamada era de la información o sociedad del conocimiento. Muchas cosas no quedarían igual, entre ellas las propias ciencias, creándose una crisis de paradigmas que, tarde o temprano, terminó por alcanzar a la educación.
En plena era de la información, el paradigma productivo que ha desencadenado los procesos de reconversión de la economía mundial se basa precisamente, como todos sabemos, en la capacidad de generar y utilizar conocimientos. Es decir, de producir y aplicar un conjunto de saberes; pero no para ejecutar una rutina y un itinerario preestablecidos por otros, sino para resolver situaciones inesperadas, para crear alternativas de respuesta a necesidades y problemas complejos, para sortear obstáculos y construir rutas eficaces hacia las propias metas. Dentro de una lógica de calidad total, una pequeña equivocación podría trastornar el conjunto de la cadena de producción. Una economía con estas características, más aún bajo el impulso de las nuevas tecnologías, empieza a requerir no ya repetidores eficientes, capaces de seguir instrucciones y alcanzar resultados estandarizados, sino personas extremadamente competentes.
Es tan importante este factor que, como sostiene Cohen, hoy por hoy «la propensión a excluir a los que no tienen ideas es más fuerte que la propensión a excluir a los que no tienen riquezas» (Tedesco, 1998).
Pero aclaremos conceptos. «Tener ideas» no es sinónimo de «tener información», ni siquiera de «controlar información». Si bien es verdad que el manejo selectivo de información y conocimientos ha sido ampliamente reconocido como «el nuevo criterio dominante de diferenciación y jerarquización tanto al interior de las sociedades como en las relaciones entre las sociedades» (Abugatás y Tubino, 1997), las ideas no surgen como consecuencia natural de la posesión de información. Para empezar, hay que saber identificar las fuentes que contienen la información que realmente se requiere, pero también hay que saber interpretarla, seleccionarla, relacionarla, organizarla y, sobre todo, aplicarla con pertinencia, tanto a nuestras expectativas como a las características de la situación que se busca modificar. Finalmente, hay que saber generar nuevo conocimiento a partir de ella y de los resultados de su aplicación.
Pero eso no es todo. «Tener ideas» y exhibir habilidad para obtenerlas o generarlas otorga a las personas sólo la mitad del salvoconducto contra la exclusión. Hace falta, adicionalmente:
En este marco de interpretación de los desafíos que representa para las sociedades actuales el nuevo paradigma productivo de la economía mundial es que se comprende mejor la afirmación de Tedesco, quien yendo más lejos de la noción de «control de la información» sostiene que el factor clave de diferenciación en la vida económica y social comienza a ser la inteligencia.
Pero cuando hablamos de inteligencia no estamos aludiendo a capacidades de razonamiento lógico ni de procesamiento cognitivo de la información (Lachman & Lachman, 1979), ni de mecanismos psicológicos universales para la solución de problemas de cualquier índole (Piaget). La inteligencia humana, según las investigaciones de Gardner, alude a un conjunto más rico de habilidades específicas orientado a la solución, la identificación y la formulación de problemas y/o a la creación de productos en un dominio delimitado; habilidades que, al operar de esta manera, establecen las bases para la generación de nuevos conocimientos (Gardner, 1994).
Desde este punto de vista, si la inteligencia está constituyendo el criterio determinante para la inclusión o exclusión de las personas de la dinámica de los procesos productivos más avanzados en las sociedades contemporáneas, y es un factor de diferenciación social más poderoso que la riqueza material, estamos ante un desafío que cuestiona de manera frontal la educación y, particularmente, la educación de los niños pequeños. Porque ésta sigue basada fundamentalmente en el paradigma de la uniformidad y la repetición, y, en el mejor de los casos, en un paradigma lógico racional y verbalizador del desarrollo intelectual.
En este contexto, la homogeneidad se revela como mito y a la vez como obstáculo; por el contrario, la diversidad emerge como valor. Lo diferente, aún y sobre todo en el campo del desarrollo humano, no puede seguir siendo visto como excepcional o patológico, sino como normalidad. Tedesco también nos recuerda en este sentido que vivimos en una época que ha reivindicado fuertemente las diferencias en el terreno cultural, étnico y de género, pero también en el de las identidades personales.
«El diferente ha sido el desigual y el desigual el con menos derechos. No se puede seguir enfrentando los dos temas como si fueran idénticos... El problema en materia educativa es que debemos encontrar fórmulas de acción que combinen estos dos elementos, respeto a la diversidad y al mismo tiempo la eliminación de la desigualdad, lo cual permite admitir la gran complejidad que tiene esta situación» (Tedesco, 1998).
Esta complejidad que desafía nuestros paradigmas de desarrollo humano y de educación infantil, que va a trastocar nuestras prácticas, nuestras prioridades y nuestros sistemas de trabajo, ya no puede ser eludida o relativizada por los educadores, por las familias ni por los decisores de política. Demasiadas cosas están en juego.
Hablar de educación inicial ha sido sinónimo, por mucho tiempo, de estímulos y oportunidades para un «desarrollo normal». En regiones como América Latina, que en conjunto representa un escenario lleno de dificultades y amenazas innegables para los niños, esta preocupación por la «normalidad» del desarrollo llevó a los educadores a enfatizar la necesidad de un servicio orientado a la prevención de distorsiones y a la compensación de déficit en el desarrollo infantil.
Propiciar un desarrollo normal y prevenir o compensar los déficit son funciones que se han apoyado en dos premisas ampliamente aceptadas y aparentemente indiscutibles hasta ahora: una, el desarrollo humano sigue un itinerario estándar, universal, común a todos los niños de todas las razas, culturas, regiones y sociedades del planeta. Dos, los ambientes de riesgo en que crecen los niños no sólo amenazan su supervivencia sino que afectan inevitablemente su desarrollo normal. Ambas premisas, pese a haber propiciado inquietudes legítimas y funciones válidas para este nivel educativo, están ahora en cuestión y resulta ineludible una revisión seria y desapasionada de los argumentos.
En relación con la primera premisa, no sólo los hallazgos de Gardner sino importantes y numerosas investigaciones efectuadas en las últimas décadas desde perspectivas teóricas distintas, como las expuestas por Joseph Durlak, de la Loyola University Chicago (Illinois), Emmy E. Werner o James Garbarino, consignadas en el documentado «Handbook of Early Childhood Intervention», de Meisels & Shonkoff (1989), entre otras, han confluido para demostrar que no existe una sino muchas rutas posibles e igualmente válidas hacia un desarrollo sano (Sameroff, 1987), y que las metas o estándares de ese llamado desarrollo normal no son universales sino que diferencian un conjunto muy diverso de posibilidades de realización humana (Gardner, 1995).
En relación con la segunda premisa, estos mismos estudios demuestran que la sola presencia de factores de riesgo en los ambientes que exhiben regiones como la nuestra que existen y representan una innegable amenaza, no determina necesariamente un desarrollo deficitario; si acaso, los niños encuentran oportunidades que les permiten fortalecer una diversidad de recursos personales, así como capacidades específicas de enfrentamiento a situaciones adversas (Rutter, 1987).
Son numerosos los estudios que dan cuenta del insospechado potencial adaptativo que exhiben los niños en entornos de alto riesgo bajo ciertas condiciones (Kotliarenco, 1996), poniendo en evidencia que muchos de los denominados «patrones saludables de desarrollo infantil» fueron inferidos a partir de investigaciones de laboratorio bajo condiciones ideales, muy distintas a la diversidad de circunstancias complejas y difíciles normalmente presentes en sus escenarios reales de crecimiento (Bradley, 1992).
Se ha establecido así que la capacidad de crecer sorteando obstáculos en contextos donde estos han formado siempre parte natural del paisaje constituye una característica esencial del potencial psicobiológico de nuestra especie a lo largo de la historia de la evolución (Maturana, 1985). Tales datos contradicen nuestra vieja noción de la salud y la normalidad, hasta ahora percibidas como consecuencia de intervenciones y condiciones externas, más que como la capacidad de los niños para organizar respuestas que aprovechen con habilidad los factores más favorables de su entorno, pero también sus propios recursos individuales (Rutter, 1987).
Lo importante de todos estos hallazgos radica en la comprobación de la existencia de un potencial humano extraordinariamente rico, que posibilita aún en los niños interacciones dinámicas e inteligentes con sus entornos de vida, que pueden influir sobre sus variables de riesgo y sacar partido de los factores de protección disponibles para producir determinados resultados, y generar cambios críticos entre una trayectoria negativa y otra positiva de desarrollo. Admitir que dicho potencial existe y conocer cómo opera resultaría mucho más productivo y desafiante para la educación que estacionarse en el inventario de los daños y de los procedimientos de reparación o defensa.
Esta evidencia ha motivado que muchos programas de prevención replanteen sus habituales énfasis en los problemas. Más que limitarse a identificar y reparar los deterioros función que nadie ha propuesto abandonar han reorientado su intervención a incrementar las habilidades, las fortalezas, los recursos y las capacidades de afrontamiento de los niños (Durlak, 1994). Los hechos demuestran que aquellos programas que reducen los problemas y al mismo tiempo rescatan e incrementan competencias, aumentan las probabilidades de colocar a los niños en una situación de bajo riesgo respecto a futuras dificultades, en mayor proporción que aquellos restringidos a la eliminación de los síntomas.
Ahora bien, la existencia de este potencial, su profunda raigambre en la naturaleza humana y su rica e insospechada complejidad, ha quedado ampliamente demostrada por Gardner. Como ya hemos mencionado, desde 1983 y culminando un ambicioso plan de investigación auspiciado por la Fundación Bernard van Leer, Gardner ha revelado al mundo que todos los seres humanos, sin excepción, poseemos un conjunto muy variado de capacidades, por lo menos siete, que constituyen nuestro legado filogenético y que reúnen todos los requisitos para ser consideradas diversas expresiones o formas de inteligencia.
La inteligencia verbal o lingüística alude a la capacidad de utilizar eficazmente palabras en forma oral o escrita; la inteligencia musical comprende la sensibilidad para producir y apreciar ritmo, compás o melodías, y el timbre o tonalidad de una pieza musical; la inteligencia lógico-matemática expresa la capacidad para distinguir patrones lógicos o numéricos y para manejar largas cadenas de razonamiento; la inteligencia espacial indica la capacidad para percibir acertadamente el mundo visual y espacial y poder transformar esas percepciones tomando en cuenta las formas y posiciones de los objetos; la inteligencia corporal kinestésica se describe como la aptitud para controlar los movimientos del propio cuerpo y manipular objetos con destreza. La inteligencia intrapersonal es definida como la competencia para reconocer y diferenciar los propios sentimientos, intenciones y deseos, así como las cualidades y límites; y la interpersonal constituye la capacidad de reconocer el estado de ánimo, las motivaciones y las perspectivas e intenciones de las otras personas (Armstrong, 1995).
Cada una de estas inteligencias se basa en un potencial biológico, pero van madurando como resultado de la interacción de las personas con factores ambientales, desde su propio caudal genético. En conjunto, constituyen recursos por medio de los cuales nos conectamos de manera significativa con un dominio determinado de conocimiento y acción, incluso con aquellos que en principio nos resultan más difíciles o desconocidos. Gardner sostiene que, en general, exhibimos una mezcla de diversas inteligencias desde la infancia más temprana, y las llegamos a representar en diversos ámbitos a través de diversos sistemas simbólicos o notacionales.
A la luz de estos hallazgos, una educación que insiste en trabajar desde la visión uniforme de los niños que se ha venido manejando por décadas y que persiste en dirigir sus mejores esfuerzos en detectar y compensar déficit y dificultades antes que recursos y potencialidades en el desarrollo de los niños, plantea un serio problema de equidad. La equidad en la atención educativa ha venido siendo planteada básicamente como una cuestión de cobertura: cómo alcanzar a los no alcanzados, cómo distribuir los servicios de modo que atiendan a los pobres que permanecen excluidos (Myers, 1995). Pero ninguna de las dos respuestas que han venido ensayándose a lo largo de la década pasada: la obligatoriedad de la educación inicial para niños de 5 años y la profusión de programas alternativos focalizados en grupos poblacionales excluidos, se han planteado preguntas respecto al enfoque de la atención, es decir, si las oportunidades que se les están ofreciendo a estos niños están orientadas realmente a estimular equitativamente la diversidad de su potencial psicobiológico.
Hay quienes plantean este dilema, por ejemplo, en términos de calidad de resultados: un buen programa se definiría como tal no por la precariedad o consistencia de los ambientes, agentes y condiciones que ofrece, sino por su posibilidad de responder «al desafío de lograr la equidad en cuanto a contenido y resultados», es decir, si puede garantizar que «los resultados de los programas preescolares alternativos estén a la par de los programas formales y convencionales proporcionados a niños similares» (Myers, 1995).
El problema es, sin embargo, si la similitud de logros entre modalidades formales y no formales de educación inicial constituye un indicador relevante de calidad educativa y si se aproxima al tipo de equidad que se requiere. Myers reconoce la necesidad de diversificar los modelos de atención, «aun cuando se desee lograr una relativa uniformidad en los resultados» (Myers, 1995). Es esta uniformidad la que hasta ahora se ha constituido como el principal criterio de calidad. Por eso, la diversificación que se propugna busca que el mismo servicio educativo homogeneizador resulte pertinente con las demandas y condiciones locales en que se insertan los programas, antes que con la rica diversidad del potencial humano.
No es que en el paradigma vigente de educación inicial la diversidad no haya constituido nunca un tema importante. Ocurre simplemente que, en general, ha estado planteada en términos de diversidad de necesidades a atender físicas, cognitivas, emocionales y de «diferencias individuales», es decir, de ritmos de aprendizaje y de grados de desarrollo. En otras palabras, se ha aludido a diferencias básicamente cuantitativas, que colocaban a algunos niños por encima y a otros por debajo del «estándar normal» en su desarrollo psicocorporal, intelectual o socioafectivo, no a variantes de desarrollo diferentes e igualmente válidas, saludables y coherentes con la riqueza de posibilidades que proporciona nuestro inmenso potencial filogenético.
Suele decirse que una educación inicial centrada en propósitos más amplios que el logro de niveles básicos de salud, nutrición y desarrollo de destrezas elementales, o que el de protección material frente a los riesgos más directos de un ambiente peligroso, constituye una utopía impertinente, costosa e inaccesible para esta región del mundo, una sofisticación intelectual más afín a las condiciones de vida de los países industrializados y un desvío peligroso de la atención de las necesidades más urgentes de los niños. Hay varios problemas con esta postura.
De un lado, la idea de que los niños que viven en condiciones de riesgo (sea por factores de pobreza, ruralidad, insalubridad o violencia social) exhiben daño y déficit en su desarrollo antes que recursos y potencialidades, ya no tiene base científica. No porque los peligros de un ambiente deteriorado no vulneren su desarrollo, sino porque a pesar de heridas y cicatrices un elevado porcentaje de estos niños encuentra o construye rutas alternas para protegerse de las secuelas, conservar la salud emocional y florecer en sus capacidades.
Este es un dato recurrente en numerosas investigaciones sobre características del desarrollo en contextos de riesgo en distintos lugares del mundo. Está en el nivel fenomenológico, no en el puramente conceptual. Se ha teorizado sobre esta abundante casuística, como es lógico, pero no constituye un postulado o un buen pronóstico sino una constatación, un conjunto de evidencias empíricas cuya consistencia las coloca más allá de la mera excepcionalidad. Como en el caso de Galileo, podría no gustarnos la idea de que la Tierra se mueve ni creer posible habituarse a ella, pero se mueve igual.
De otro lado, en nombre de la equidad, las vastas legiones de niños que forman parte de grupos sociales ubicados por debajo de los índices de pobreza, no merecen ser discriminados de las oportunidades que les permitan desplegar al máximo posible sus propias potencialidades, como lo exigía la Conferencia de Jomtien a inicios de los 90. No se puede seguir sosteniendo que este tipo de oportunidades exige ambientes costosos o agentes extremadamente especializados, inaccesibles para los pobres, porque no es verdad. Lo que se requiere no es tanto un cambio de los insumos cuanto de los enfoques de atención, y es ahí donde pueden aparecer, insólitamente, mayores resistencias.
La tarea del educador se complejiza. Las rutinas y procedimientos uniformes y estandarizados, sumamente útiles desde una lógica de masificación, tendrían que dejar paso a estrategias diferenciales, más creativas, más ricas en repertorio, más conectadas con las posibilidades y procesos de los niños que con los contenidos y plazos de los programas preestablecidos de estimulación temprana o educación preescolar. Si los niños no son iguales, no aprenden de la misma manera, no evolucionan por el mismo camino, no pueden ni necesitan alcanzar necesariamente las mismas metas en todos los campos, me resultaría impensable el rol del educador sin un conocimiento previo de las diferencias, sin habilidad para estimular y atender procesos distintos al mismo tiempo, sin capacidad para interaccionar con los niños rescatando sus aciertos y cualidades por encima de sus fallas para fortalecer su autonomía y su autoconfianza antes que su pasividad y sumisión.
No estamos hablando de construir nuevos locales, de comprar laboratorios o módulos costosos de materiales, de reenviar a las educadoras y cuidadoras de niños a las universidades ni de expandir el aparato administrativo. Estamos hablando de modificar el contenido de los programas de atención infantil, diversificando sus metas y flexibilizando sus medios, y de los programas de capacitación de agentes educativos, ya se trate de docentes, madres cuidadoras o de voluntarios de la comunidad, poniendo énfasis en las habilidades de interacción, en la empatía, en la sociabilidad, en la capacidad de análisis de situaciones y de adaptación flexible a las demandas imprevistas del proceso; además, de los criterios y procedimientos que les permitirían identificar, estimular y aprovechar los talentos potenciales de sus niños.
Finalmente, este cambio de enfoque se dirige a una modificación en el concepto de calidad y a un esfuerzo por hacer realmente posible la equidad en términos cualitativos, pero no a la supresión o desvalorización de los componentes de salud y alimentación presentes en muchos programas de atención. Nadie los considera innecesarios, sólo insuficientes. Pero estamos afirmando, además, que un «valor agregado» como el que planteamos no es un lujo inalcanzable sino una necesidad impostergable que ningún país latinoamericano puede darse el lujo de desestimar.
Es, al mismo tiempo, un derecho de los niños, sobre todo de los niños del tercer mundo, que necesitan acceder a oportunidades que vayan más allá del juego, la higiene, las vacunas y el vaso de leche; es decir, oportunidades para descubrir y desatar sus mejores posibilidades sin límites predecibles, libres de toda pretensión homogeneizadora, ciertamente bien intencionada pero restrictiva e injusta.
Este conjunto de datos, hallazgos e ideas, al cambiar de manera profunda las antiguas premisas de la educación inicial, modifica también su propia misión. Para empezar, el reto que tenemos delante no será más el de detectar en qué medida el nivel de desarrollo de los niños se aproxima al estándar común, sino en qué medida se diferencia de él, revelando potencialidades, capacidades y recursos en algún campo de la actividad humana, así como habilidades específicas de enfrentamiento a situaciones difíciles. En este marco, podríamos ensayar un listado provisional de los desafíos pendientes.
Pierden vigencia nuestras célebres listas de cotejo, destinadas a identificar retrasos y desviaciones respecto de la norma para la edad, y la noción misma de «nivelación», dirigida expresamente a homogeneizar a los niños «retrasados» en función de un mismo patrón. Ahora se tratará más de distinguir las diferencias con base en criterios menos centrados en conductas pequeñas, más relacionados con habilidades y preferencias; y también de alentarlas, con la convicción de que el fortalecimiento de determinadas posibilidades abre el camino a otras.
Como educadores, si sólo se comportan «según lo que se espera para su edad», habremos de inquietarnos más que si demuestran capacidad para actuar impredeciblemente, más allá de los estándares universales. Si todos los niños tienen un potencial, con independencia de su condición étnica o social, necesitaremos identificarlo y, al mismo tiempo, darle oportunidades para que se desarrolle sin restricciones y se oriente a potenciar nuevos y distintos aprendizajes (Gardner, 1998).
El siguiente desafío estará precisamente en partir de este potencial para fortalecer su sentido de autoeficacia, ofreciéndole una educación que le permita ensanchar su comprensión del mundo y enriquecer su capacidad para desempeñarse en él con inteligencia. Es decir, en palabras de Gardner, con capacidad para encarar y resolver problemas y para crear productos que tengan reconocimiento social (Gardner, 1995).
a) La estimulación temprana
Esto supone, entonces, trascender el modelo de acción que nos ha propuesto hasta ahora el paradigma de la «estimulación temprana», orientada precisamente a la homogeneización de todos los niños alrededor de un mismo patrón de desarrollo considerado como norma común. Si desde una lógica más bien lineal y unidireccional, concebimos el desarrollo infantil como un proceso universal que funciona a partir de los «inputs» recibidos desde afuera en la misma perspectiva de relación insumo, proceso y producto, consideraremos que el rol de los agentes es aplicar un mismo conjunto de procedimientos para todos los niños, no diferenciar ni fortalecer el potencial desde el que cada uno plantea su interacción con el mundo a partir de estímulos y oportunidades distintas. No se busca robustecer los recursos interactivos de los niños sino sólo el de sus agentes socializadores directos, pues se asume que si ellos hacen las cosas bien, la normalidad de sus procesos de desarrollo sobrevendrá como consecuencia lógica.
b) El cuidado diurno
Es el mismo problema del modelo de «cuidado diurno», que ofrece a los bebés condiciones mínimas de higiene, alimentación y seguridad, pero desde un tipo de interacción igualmente uniformizadora, donde las diferencias de ritmo vital, estilo de relación, sensibilidad, necesidades lúdicas o de comunicación son asumidas como factores de perturbación que complejizan en exceso la función de los agentes cuidadores, tendiendo consistentemente a suprimirse o ignorarse. Cuando los bebés de una guardería no duermen a la misma hora, no comen al mismo tiempo, no reciben los alimentos con el mismo agrado, no se divierten con los mismos juegos y no demuestran la misma conformidad con los mensajes, el humor y las atenciones de sus cuidadoras suelen convertirse en problemas y su conducta valorada como síntoma de alguna anormalidad. Ciertamente, a este modelo de atención le resulta aún más difícil prever conductas y condiciones que posibiliten de manera intencional y sistemática el florecimiento de la diversidad de habilidades y preferencias de los niños. Desde el principio de garantizar por lo menos un estándar «mínimo indispensable» a niños con desventajas sociales y reduciendo la categoría de lo básico a las funciones biológicas más primarias, el reconocimiento y estímulo de las diferencias no figura en la lista de necesidades críticas del servicio.
c) El aprestamiento
No menos dificultades ofrece el enfoque del «aprestamiento» a niños en edad preescolar, que parte de la premisa de que el logro de determinados desempeños en áreas como el lenguaje y las matemáticas considerados deseables desde el punto de vista de la norma supone el entrenamiento progresivo de un conjunto predeterminado de habilidades aisladas, comunes a todos los niños, consideradas prerrequisitos. Se ha demostrado con reiteración que esta visión lineal y determinista del desarrollo humano no puede dar cuenta de la complejidad y la eficacia de conductas específicas, como el habla, la locomoción o la sociabilidad, que no aparecen en el niño como consecuencia de una intervención externa ni de una estimulación progresiva, y que, sin embargo, sigue constituyendo el paradigma fundante de programas educativos formales y no formales, funcionalmente útiles pero del todo insuficientes para activar el conjunto de posibilidades que reside en cada uno de los niños.
Juan Carlos Tedesco sostiene que la adopción de políticas que aborden el desafío de la equidad con calidad tiene algunos requisitos en relación con la docencia. Uno de ellos, que considera central, tiene que ver precisamente con el desarrollo de capacidades complejas, que rompan la rutina y la mecanización de las prácticas de cuidado y educación de niños pequeños.
Capacidades «no sólo en el sentido puramente cognitivo, pues la docencia es una profesión que exige la inteligencia en muchos otros ámbitos, para usar la expresión de Howard Gardner, inteligencias múltiples»; «un docente agrega Tedesco necesita tener no sólo inteligencia lógico-deductiva, sino también lógico-afectiva, emocional, estética» (Tedesco, 1998).
En general, sugiere que una manera de lograr esta meta es atraer a la docencia jóvenes talentosos. No obstante, ambas características, juventud y talento, son particularmente visibles en el segmento del magisterio especializado en este nivel educativo. El problema está en una formación magisterial demasiado centrada en la didáctica y en la planificación pedagógica, débil en extremo en el desarrollo de habilidades de relación social, de conducción de grupos, de resolución de conflictos, de manejo diversificado de las diferencias, de sintonía emocional y, lamentablemente, de investigación.
Estas debilidades tienen como consecuencia una preparación profesional que no responde a la naturaleza de los desafíos que enfrentarán después, en la interacción cotidiana con bebés o con niños preescolares de carne y hueso, que no se van a apresurar a corregir sus dificultades sociales, familiares, nutricionales o emocionales ni a suprimir su diversidad de intereses, temperamentos, necesidades y aptitudes sólo para que sus docentes, o los animadores comunitarios preparados por ellos, puedan aplicar sus esquemas previos de trabajo ad pedem literae y sin interferencias ni complicaciones.
Resulta indispensable formar maestros capaces de interactuar, que trasciendan la antigua y arraigada creencia de que el desarrollo y el aprendizaje son consecuencia natural y necesaria de una intervención bien planificada, que ha previsto los métodos y los recursos didácticos más adecuados para el logro de un resultado común; y que definan interacción no como comunicación unidireccional sino como intercambio, donde la recepción del otro se trate de un bebé de seis meses o de un niño de cinco años modifica mi relación con él.
Somos conscientes de los muchos aspectos que quedan por abordar y de las ideas que quedan por explicar y fundamentar con mayor abundancia. Sin embargo, los límites de este artículo no han permitido llegar más lejos. Sólo baste admitir, por ahora, la comprensible dificultad que representa para todos nosotros reestructurar un enfoque de trabajo que se ha vuelto sentido común a lo largo de todos estos años.
A mediados de la década del 60, Carnap, un experto en lógica y física, señalaba que gran cantidad de nuevos resultados experimentales logrados gracias a mejoras en los enfoques e instrumentos de investigación, estaba produciendo grandes avances en el desarrollo de la mecánica cuántica. «Desgraciadamente lamentaba Carnap en ese momento los esfuerzos por reconstruir la teoría de modo tal que tengan cabida los nuevos datos no han logrado éxito» (Carnap, 1966).
Algo similar está ocurriendo en el campo de la educación infantil y de la ciencia que ha venido sustentando sus enfoques y estrategias, pues los nuevos hallazgos en el campo del desarrollo y del potencial humano no consiguen todavía desencadenar una saludable y vigorosa reestructuración conceptual. Pero hay que colocarse en esa ruta, porque está en juego no sólo el derecho de los niños a recibir equitativamente una educación de calidad, sino el derecho de nuestros países a esperar de la educación, desde sus primeros tramos, la formación del tipo de ciudadanos que harán posible el salto hacia delante.
Para Gardner el principal propósito de la educación «debería ser desarrollar las inteligencias y ayudar a la gente a alcanzar los fines vocacionales y aficiones que se adecuen a su particular espectro de inteligencias. La gente que recibe apoyo en este sentido se siente, según mi opinión, más implicada y más competente, y, por ende, más proclive a servir a la sociedad de forma constructiva» (Gardner, 1998).
Y es que la crítica y la superación de una concepción universalista y sesgadamente racionalista de la inteligencia humana, lleva siempre a la noción de una educación genuinamente centrada en las personas, en los niños, comprometida con el desarrollo óptimo de sus mejores competencias, y alejada, muy alejada de la vieja pretensión de uniformidad que ha teñido tan hondo nuestra práctica y nuestras aspiraciones educativas.
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