La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación monográfica cuatrimestral editada por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI)

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OEI - Ediciones - Revista Iberoamericana de Educación - Número 25

Número 25
Profesión docente / Profissão docente

Enero - Abril 2001 / Janerio - Abril 2001

Los profesores en contextos de investigación e innovación1

José Gregorio Rodríguez (*)
Elsa Castañeda Bernal (**)

SÍNTESIS: Este texto analiza algunos aspectos que rodean la incorporación de la innovación y de la investigación en el mundo escolar como parte de la práctica pedagógica y sus implicaciones para los maestros, centrando la atención en los sujetos y no en los procesos o en los resultados de las innovaciones y de las investigaciones mismas. Las reflexiones que aquí se presentan surgen de la experiencia de los autores, quienes por más de una década han trabajado en procesos de formación de profesores en servicio, investigación sobre vidas de maestros y acompañamiento a procesos de innovación e investigación escolar.

SÍNTESE:Este texto analisa alguns aspectos que rodeiam a incorporação da inovação e da pesquisa no mundo escolar como parte da prática pedagógica e suas implicações para os mestres, centrando a atenção nos sujeitos e não nos processos ou nos resultados das inovações e das investigações mesmas. As reflexões que aqui se apresentam surgem da experiência dos autores, aqueles que por mais de uma década trabalharam em processos de formação de professores em serviço, investigação sobre vidas de mestres e acompanhamento a processos de inovação e investigação escolar.

(*) Profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia y coordinador del Programa RED de la misma Universidad.

(**) Investigadora consultora del área de educación de la Fundación Antonio Restrepo Barco, Colombia.

1. Introducción

Jueves
04:30 Suena el despertador. Hay que levantarse ya.
Despertar a Daniel (8 años), prepararle el desayuno y la «lonchera». Preparar almuerzo para dejarlo listo.
05:15 Daniel sale para el colegio. Levantar a Manuel (13 años). Ordenar el apartamento.
06:00 Manuel sale para el colegio. Bañarse. Desayunar con su esposo.
06:45. Salir para el trabajo
07:30 Inicia el trabajo de la mañana en una microempresa que fabrica partes para automotores; allí hace funciones de asistencia administrativa: contabilidad, finanzas, ventas, inventarios... todo.
12:00 Sale del trabajo para ir al colegio.
12:30 Almuerzo.
12:45 Inicia la jornada en el colegio (hoy tiene 4 «bloques de clase» de 70 minutos cada uno).
18:00 Termina la jornada escolar. Llama a casa para saber qué necesitan los niños.
18:30 Va al supermercado y a la papelería.
19:00 Llega a la casa, prepara algo de comida, cenan.
20:00 Revisan las tareas escolares de los niños.
21:00 Acostar a los niños.
21:30 Poner la ropa en la lavadora, planchar la ropa para mañana.
22:30 Preparar clase, leer...
23:30 Acostarse.

Como este día de Nati son los días de miles de maestras y maestros en América Latina. Natividad ronda los 40 años, es licenciada en Educación —área de Ciencias Sociales—, tiene un postgrado en Enseñanza de las Ciencias Sociales en Básica Secundaria, y otro en Educación para la Democracia; se encuentra en el grado 11 del escalafón nacional (son 14 grados) y está casada con un ingeniero que también madruga porque tiene la suerte de contar con un empleo. Él ayuda en las labores de la casa y asume varias responsabilidades con los niños. «¡Si no fuera por él, otra sería mi vida!». Además de su trabajo docente, ella tiene un empleo en una microempresa (Cfr. A. Birgin, 1999: 93/99) para aumentar sus ingresos y poder, con las remuneraciones de los dos, sostener el hogar. Ellos y sus dos niños sólo tienen tiempo libre en los fines de semana, y, aunque los sábados son dedicados a labores hogareñas, «los domingos son sagrados».

Nati trabaja en una institución escolar del Estado ubicada al sur de Bogotá, y, desde hace cuatro años, con tres compañeros más, adelanta una innovación. El año pasado se presentaron a una convocatoria pública de investigación escolar y lograron una financiación cercana a los cinco mil dólares para sufragar gastos directos del proyecto durante un año. El propósito de generar algún conocimiento sobre su experiencia los lleva a asumir la triple función de docentes ‘comunes y corrientes’, de innovadores y de investigadores. Aunque cuentan con financiación, reconocimiento de la comunidad educativa, apoyo institucional y acompañamiento de la universidad, no disponen de un estatuto que les permita incorporar las labores de generación de conocimiento pedagógico en su jornada académica; fuera del trabajo en el aula, que hace parte de las 24 horas de clase que obligan para todos los docentes, las tareas específicas del proyecto como la lectura, el análisis de la información o la escritura, deben realizarlas en horas extras (los lunes o martes después de las seis de la tarde, los sábados, o en los períodos de receso escolar).

El Programa de Fortalecimiento de la Capacidad Científica en la Educación Básica y Media (red), de la Universidad Nacional de Colombia, surge como respuesta a la necesidad de vincular el mundo académico procedente de una ‘universidad de ciencias’ —en la que no existe una Facultad de Educación— con el mundo escolar. Ha construido una experiencia de ‘investigación cooperativa escuela-universidad’, en la cual participan actualmente veinte profesores de la Universidad procedentes de catorce disciplinas distintas, y un centenar de profesores de educación básica y media que se agrupan en dieciséis colectivos, pertenecientes a igual número de instituciones escolares de seis ciudades del país. En sus publicaciones, escritas ‘a cuatro manos’, se refleja un permanente diálogo entre dos mundos que se descubren, se reconocen y se apoyan.

En la Fundación Restrepo Barco la idea de involucrar a los diversos actores escolares (docentes, directivos y estudiantes) en procesos de investigación de su propia realidad, surge como una necesidad de democratización del conocimiento científico en el ámbito escolar, donde investigadores con trayectoria desarrollan estudios con y para los actores escolares, en tanto ellos no sólo son sujetos de investigación sino protagonistas y gestores de la misma. Desde esta perspectiva, su equipo de investigación ha realizado estudios sobre valores ciudadanos en la escuela (1992), los adolescentes y la escuela (1995), las innovaciones educativas en Colombia (1997), la vida de los maestros colombianos (1999) y la deserción escolar en Bogotá (2000).

El texto parte del reconocimiento que se hace en diversos documentos y foros acerca de la importancia de la innovación y de la investigación realizadas por los profesores en el mundo escolar, y el énfasis que se da a estos dos aspectos en la formación inicial y permanente del profesorado; analiza algunos significados que se dan a la innovación y a la investigación hecha por los profesores en contextos escolares; da cuenta de los temas que abordan las publicaciones sobre innovación e investigación en la escuela y sobre la ausencia de estudios acerca de las implicaciones de estas prácticas para la vida de los maestros; reflexiona sobre algunos vacíos que se encuentran entre las políticas y la vida escolar; busca evidencias acerca del sentido que tiene para los docentes su participación en proyectos de innovación e investigación, y finaliza abriendo la discusión sobre algunas condiciones que deberían ser tenidas en cuenta para que la generación de conocimiento pueda entrar con carta de ciudadanía en la vida escolar.

2. Importancia de la investigación y de la innovación realizadas por maestros

Existe un acuerdo generalizado sobre la importancia de la innovación y de la investigación producida en los contextos de la institución escolar llevada a cabo por los directivos y los profesores, así como sobre la necesidad de desarrollar competencias para estas dos labores en los procesos de formación inicial y permanente.

La tradición que proclama la necesidad de consolidar la generación de conocimiento educativo en la mente de los profesores tiene más de un siglo en occidente, pues en los Estados Unidos, a finales del siglo xix, Dewey había creado una «escuela experimental» en la que los docentes ponían a prueba los principios para una educación en la democracia (Cfr. Westbrook, 1993). Heredero de este legado, el movimiento del maestro como investigador, impulsado por Stenhouse en la década del 70, considera que la generación de conocimiento pedagógico corresponde a los profesores: «Brevemente expuesto, se trata de que la investigación y el desarrollo del currículum deben corresponder al profesor y de que existen perspectivas para llevar esto a la práctica. Admito que ello exigirá el trabajo de una generación y si la mayoría de los profesores —y no sólo una minoría— llega a dominar este campo de investigación, cambiará la imagen profesional que el profesor tiene de sí mismo y de sus condiciones de trabajo» (Stenhouse, 1998: 133).

Carr y Kemmis inician su obra ‘Teoría crítica de la enseñanza’ con un capítulo que habla de «Maestros, investigadores y curriculum», en el cual discuten el valor de la investigación curricular y la profesionalidad del enseñante, partiendo del supuesto de que «si la medicina, las leyes o la ingeniería se consideran como ocupaciones profesionales es, en parte, porque implican técnicas y prácticas apoyadas en un cuerpo de conocimientos elaborado sistemáticamente. […] Para que la enseñanza llegue a ser una actividad más genuinamente profesional, deben ocurrir tres tipos de evolución. La primera, que las actitudes y la práctica de los enseñantes lleguen a ser más profundamente ancladas en un fundamento de teoría y de investigación educativa. La segunda, que se amplíe la autonomía de los maestros en el sentido de incluirlos en las decisiones que se tomen sobre el contexto educacional más amplio dentro del cual actúan […] La tercera, que se generalicen las responsabilidades profesionales del maestro a fin de incluir las que tiene frente a otras partes interesadas de la comunidad en general[…] [luego] el tipo de conocimiento demandado a la investigación no se limitaría a las cosas que afecten a la actuación en clase y la técnica pedagógica, sino que debería incluir aquellos conocimientos orientados a facilitar la discusión cooperativa en el seno de la profesión como conjunto, y acerca del contexto amplio social, político y cultural dentro de la cual aquélla actúa» (1988: 25-27).

En Iberoamérica, Tedesco se ha referido recientemente a las nuevas funciones de los docentes: considera que «los análisis de innovaciones educativas han mostrado de forma elocuente que en ellas, una de las condiciones de éxito es, precisamente, el compromiso y la participación activa de los docentes. […] Generalizar la capacidad de innovar es indispensable para evitar que la innovación se concentre en pocos lugares y se convierta en patrimonio de un solo sector» (1995: 171).

Magendzo, en el Simposio Internacional La investigación como práctica pedagógica, organizado por el Convenio Andrés Bello en 1999, iniciaba su conferencia reconociendo que «la investigación de la práctica pedagógica por parte del docente ha sido planteada en el marco de la investigación cualitativa (Taylor y Bodgan, 1986) y de la investigación-acción participativa (Salazar, 1992) como un modelo de capacitación de profesores tendiente a modificar su rol llevándole desde una postura de reproductor a constructor de conocimiento y en este sentido, haciéndolo más profesional. Se sostiene que el profesor puede y debe elaborar teoría desde su práctica. […] Los docentes pueden dedicarse a elaborar teoría pedagógica a partir de la investigación educativa, eliminando la disociación que tradicionalmente se ha planteado entre teoría y práctica, que deja la primera a los investigadores y la segunda a los profesores cuando se enfrentan a las tareas cotidianas de su labor» (2000: 66).

En el mismo Simposio, Briones afirmaba que «el profesor de aula debe comprometerse directamente con la investigación que se refiera a su labor como educador. Al respecto, pienso que ese compromiso y acción debería tomar las siguientes formas: a) el profesor reflexivo, la investigación-acción; b) el profesor como usuario de los resultados de la investigación educativa; c) el profesor como investigador individual, es decir, el profesor-investigador, y d) el profesor como participante en equipos de investigación» (2000: 144-145).

Tras el primer Foro Andrés Bello de Integración, realizado en 1998, sobre Las reformas latinoamericanas para el siglo xxi, se celebró en 1999 el segundo Foro con el tema El maestro como protagonista del cambio educativo. «Se escogió este tema porque tradicionalmente se ha pensado que el maestro es renuente a los cambios y que las reformas educativas diseñadas por las cúpulas estatales no podían ejecutarse por la proverbial oposición que llevaban a cabo los docentes a los esfuerzos de renovación pedagógica de los sistemas educativos. […] En los actuales momentos se piensa que ninguna reforma, ningún cambio puede hacerse sin la participación activa y militante de los docentes» (Fabara, 2000: 19-20).

En este foro «se estableció claramente la distinción entre reforma educativa y cambio educativo, señalando que las reformas educativas son diseñadas por especialistas, forman parte de las políticas del aparato estatal, no siempre son aceptadas por los docentes, ni siempre producen los cambios esperados, porque algunas de ellas provocan efectos perversos en el desarrollo del sistema. El cambio educativo, por el contrario, parte de las necesidades sentidas de las comunidades escolares, está ideado como un proceso de innovación, de renovación o de actualización educativa y se puede extender a partir de la validación de resultados. Es, por tanto, absolutamente indispensable impulsar los cambios que se originan en la base del magisterio» (ibid: 25).

Rodríguez (2000), en el documento que preparó para este foro, afirmaba que «los maestros son por definición los protagonistas principales del cambio educativo; sin su compromiso este acontecimiento no es posible. Los maestros están detrás de los principales factores que lo dinamizan. Son los actores de las prácticas pedagógicas innovadoras, con sus experiencias y reflexiones, quienes propician la aparición de nuevas teorías pedagógicas, el descubrimiento de nuevos modelos y métodos pedagógicos y la concepción de nuevas políticas y reformas educativas (p. 88). […] La investigación pedagógica […] en principio, cumple tres funciones: les facilita a los maestros fundamentos teóricos para introducir cambios en sus prácticas pedagógicas y desarrollar las innovaciones; ayuda a la toma de decisiones por parte de las autoridades y técnicos responsables de las políticas y reformas educativas; y permite sistematizar el saber acumulado por los maestros en sus experiencias y reflexiones pedagógicas. La investigación es como el alimento intelectual del quehacer educativo y pedagógico, sin sus aportes el cambio, las reformas y las innovaciones carecerían de fundamentos teóricos y de orientación conceptual. (p. 99). […] La inflexión pedagógica que se está requiriendo apunta hacia la refundación de la institución escolar, de tal manera que ésta sea asumida como un centro de investigación y desarrollo de las diferentes formas de la subjetividad humana» (p. 113).

Desde la perspectiva de la formación del profesorado, también se ha insistido en la preparación para adelantar innovaciones y desarrollar investigación. El último informe de la unesco sobre la educación, coordinado por Delors (1996), reconoce que «dada la importancia de la investigación para el mejoramiento cualitativo de la enseñanza y la pedagogía, la formación del personal docente tendría que comprender un elemento reforzado de formación en investigación» (p. 172).

Braslavsky (1999) considera que reinventar la profesión docente exige tener cierta claridad respecto al destino, y propone cinco competencias, entre las que se encuentra la productiva, que permiten «comprender e intervenir como sujetos en el mundo» (p. 114) y aboga porque la oferta de formación brinde a los profesores diversas oportunidades, incluida la «construcción de nuevos conocimientos de frontera acerca de la educación» (p. 214).

Messina, en el número 19 de la Revista Iberoamericana de Educación de la OEI, presenta el estado de la situación en investigación acerca de la formación docente en América Latina durante los noventa. A partir de una muestra de cien casos de estudio, encontró que «la reivindicación de la investigación como un elemento ineludible de la formación inicial y en servicio es propuesta por, al menos, un tercio de las investigaciones» (2000: 162), hecho que indica la relevancia que tiene la formación de los docentes en investigación.

Durante el Congreso Nacional de Formación de Maestros, realizado en Colombia en 1996, especialistas de Cuba, Chile, España, Francia y México analizaron los sistemas de formación del profesorado en sus respectivos países. «El congreso nos dejó claro que la crisis de la formación de maestros tiene una dimensión internacional, y que toma cuerpo en dos problemáticas: carencia de espacios de legitimación de los egresados de las instituciones formadoras de docentes, y ausencia de un corpus de conceptos y teorías que funden el proceso formativo en una comunidad de intelectuales respaldada en la pedagogía como saber fundador del maestro» (Echeverri, 1997: 10).

Chabannes (Francia), considera que «ya que las formaciones más prestigiosas de innovación son aquellas que se organizan como un intercambio entre profesores comprometidos en un mismo proceso de innovación e investigación, lo ideal sería poder asegurar el seguimiento de las formaciones por medio de redes de información y de intercambios que permitan la comunicación de herramientas y procedimientos pedagógicos» (1997: 47-48).

Galván, refiriéndose a la formación de profesores en México, describe cuatro líneas que conforman los planes de estudio. La segunda es «una línea metodológica que pretende que, el profesor al iniciarse en la investigación para y en su docencia, conciba la práctica como objeto de estudio e investigación con la cual ampliará su actitud indagadora sobre la producción de conocimientos en educación y tendrá mejores elementos para desempeñarse como maestro» (1997: 66).

En Chile, la formación de los profesores intenta responder a las políticas educativas y perfila un nuevo papel del profesor caracterizado por «la construcción de una parte importante del curriculum escolar, el trabajo colectivo […] y la autonomía en el proceso educativo [tareas que exigen] una reconceptualización de la formación de los profesores, teniendo en consideración una valoración de la acción pedagógica como fuente de conocimientos y habilidades [y el] desarrollo sostenido de la investigación educacional» (Rodríguez, 1997: 127-129).

En Cuba, los planes de estudio de formación de profesores consideran tres componentes básicos: el académico, el laboral y el investigador. Este último busca que «el estudiante se apropie de los métodos científicos de la actividad científico-investigativa, con su aplicación práctica en la solución de problemas educacionales reales en el territorio donde realiza sus estudios y ejercerá su futura labor profesional» (Díaz, 1997: 143).

Los participantes colombianos en este Congreso prepararon un documento colectivo que concluye con una propuesta curricular para la formación de maestros, en la cual afirman que «el maestro debe saber producir conocimiento pedagógico y disciplinar [por ello] es indispensable formar en investigación; […] dentro de este contexto la dicotomía teoría-práctica como elementos de momentos separables no tiene sentido y mucho menos tiene sentido suponer un orden secuencial entre ellos: primero se entiende y luego se aplica. […] En orden a constituir una comunidad científica capaz de producir conocimiento pedagógico, los proyectos de investigación no deben convertirse en proyectos puntuales desligados unos de otros. Se propone que todos ellos se articulen a un proyecto nacional de investigación-acción que se construiría colectivamente [conformando un] sistema de comunicación entre maestros y futuros maestros en lo que podría llamarse Seminario Nacional de Práctica Pedagógica. […] Toda esta actividad de construcción y crítica será el centro de todo el proceso de formación de docentes» (Lineamientos generales para la formación de maestros en Colombia. Documento síntesis Colombia, 1997: 175-180).

Desde la perspectiva del Estado, el Consejo Nacional de Acreditación (cna), organismo colombiano encargado de regular la oferta de educación superior, hizo públicos en 1998 los «criterios y procedimientos para la acreditación previa de los programas académicos de pregrado y especialización en educación». En ellos se hacen consideraciones sobre los sentidos de la educabilidad y de la enseñabilidad, planteando que «la autorreflexión sobre la propia práctica y la apropiación de saberes ligados a la interacción comunicativa en el aula no terminan jamás. Este proceso continuo de formación de los docentes implica acudir permanentemente a las teorías que confluyen en la pedagogía y a la experiencia vital de la enseñanza. Lo anterior implica que los docentes se familiaricen, desde su formación, con la investigación pedagógica y educativa que, utilizando los elementos ligados a la enseñabilidad y a la educabilidad, teórica y prácticamente adquiridos, les permita asumir responsable y competentemente la tarea de la enseñanza» (Colombia, cna, 1998: 26).

Los criterios del cna se fundamentan en el Decreto 272 de 1998, que «establece los requisitos para la creación y funcionamiento de los programas académicos de pregrado y postgrado en Educación», decreto que en el artículo 3º, literal f, enuncia que uno de los propósitos de tales programas es el de «desarrollar y mantener una actitud de indagación que, enriquecida con teorías y modelos investigativos, permita la reflexión disciplinada de la práctica educativa y el avance del conocimiento pedagógico y didáctico». «De aquí se desprende continúa el documento un lineamiento importante para las instituciones de formación de docentes: durante su formación, quienes se desempeñarán como educadores deben estar en contacto, no sólo con los saberes particulares ineludibles, sino con procesos de investigación educativa y pedagógica que les permitan analizar contextos y reconocer estrategias de indagación sistemática, apropiando los valores de la investigación: conocimiento del campo de trabajo, continuidad crítica, rigor, compromiso con el problema, capacidad de constituir equipo y de trabajar solidariamente» (Ibid: 28).

Como deja ver este breve recorrido, todos los responsables de las reformas y de la formación del profesorado asignan al maestro un papel protagónico en los procesos de cambio, y consideran que la investigación educativa realizada por los profesores y la formación para la investigación y la innovación son fundamentales. No cabe duda que hay avances significativos en la región, puesto que en diversos lugares se producen estímulos para promover y desarrollar la investigación y la innovación, se apoya la conformación de comunidades académicas y discursivas por medio de redes (Rodríguez, 1997), y se abren caminos para la construcción de unos marcos profesionales de la docencia. Sin embargo, como veremos a continuación, el significado de la «investigación docente» no es unívoco.

3. Educación, escuela, maestro y significados de la investigación y de la innovación

Si bien existe un amplio acuerdo acerca de la importancia de la investigación educativa y de la necesidad de formar a los profesores en procesos de innovación e investigación, no parece que haya consenso acerca del significado del conocimiento generado por los docentes para la construcción de teorías y la orientación de políticas de carácter macro. Mientras aquellos que están más cerca del mundo escolar consideran de vital importancia los aportes derivados de la escuela, quienes tienen la responsabilidad de la política parecen no estar interesados en utilizar el saber y la experiencia generados por el trabajo en el nivel micro; así mismo, se observan notables distancias entre los investigadores de la pedagogía y los que hacen investigación sobre la educación desde otras disciplinas. Estas diferencias sobre el significado de la investigación y de la innovación generadas por los profesores, se pueden entender mejor si se explicitan algunas posturas frente a la educación, la escuela y el maestro, las cuales revelan no sólo distancias conceptuales sino intereses distintos.

El reconocimiento que los autores hacen del papel humanizador de la educación no parece tener el mismo significado para todos, quizá porque no hay consensos sobre los alcances de lo humano y, por tanto, del sentido de la educación en diversos contextos. El informe que la Comisión Internacional sobre la educación para el siglo xxi entregó a la unesco, en el que se recoge el espíritu de todos los Estados que en sus ordenamientos legales proclaman la educación como un derecho inalienable, comienza con una declaración esperanzadora: «Frente a los numerosos desafíos del porvenir, la educación constituye un instrumento indispensable para que la humanidad pueda progresar hacia los ideales de paz, libertad y justicia social» (Delors, 1996: 13).

La educación tiende puentes entre el pasado y el futuro, entre los sujetos y las sociedades y entre el desarrollo de competencias y la formación de identidades. Es el camino por el cual las sociedades comparten su legado cultural, para que cada momento de la historia pueda edificarse sobre lo que cientos de generaciones han construido; así mismo, hace posible que los sujetos se apropien de ese legado y, a partir de él, construyan una identidad propia que los distinga en su trayecto de vida, pero que al mismo tiempo los haga miembros de alguna colectividad, sin la cual se pierde el sentido de vivir. Por la educación, los individuos y las sociedades se hacen competentes para la supervivencia, para la existencia y la convivencia; sin embargo, puede que el futuro sea mejor que el presente, pero aún es posible que no sea suyo; por ello «se hace necesario fortalecer las identidades al mismo tiempo que se forman las competencias» (Braslavsky, 1999: 35).

La educación se nutre del trabajo de millones de personas que en su interacción enseñan y aprenden; sin embargo, se considera que la tarea educativa es responsabilidad de las familias, de las sociedades y de los Estados. Cuando se refiere a las familias se hace énfasis tanto de su función socializadora primaria como del deber de buscar todos los medios para que sus miembros puedan tener acceso a los bienes de la cultura y a las ofertas que cada sociedad hace a sus ciudadanos. A los Estados se les ha confiado la tarea de ofrecer horizontes y posibilidades concretas para que los asociados tengan acceso, permanezcan y logren los mejores resultados que es posible alcanzar en cada contexto. A las sociedades se les pide de manera difusa que aporten, tanto a la instrucción como a la formación de valores mediante los medios de comunicación, las diversas formas de asociación (desde las más locales hasta la cooperación internacional) y el propio ejemplo.

Hoy en día la realidad no está muy próxima al cumplimiento de estas misiones: «el debilitamiento de la capacidad socializadora de la familia» (Tedesco, 1995: 38), la incapacidad de los Estados en los países más pobres y la falta de compromiso real de las sociedades, hacen que la responsabilidad educativa se delegue a lo que se ha llamado el sistema educativo, y más concretamente a lo que se entiende como el sistema educativo formal, recayendo casi todo el peso en las instituciones escolares y, por último, en los profesores y directivos de las escuelas.

Sin embargo, la función de la enseñanza ha sido asumida por diferentes agencias sociales que influyen en los cambios que debe hacer la escuela, y que exigen a ésta concentrarse en explorar e inventar formas que ayuden a los jóvenes a mirarla como un lugar para aprender y, una vez cumplido un ciclo básico, poder regresar a ella para seguir aprendiendo por el encuentro con niños, con otros jóvenes y con adultos que llegan allí para compartir su saber, ampliar las fronteras de conocimiento y encontrar nuevos caminos para hacer la vida. La escuela así entendida dejará de ser «casa de enseñanza» y se constituirá en una «casa de estudio» (Rodríguez, 1997: 12-19) que no agotará su misión en la educación de las generaciones jóvenes, sino que abrirá sus horizontes a una educación permanente, fundada en un diálogo «mediatizado por el mundo» (Freire, 1971: 44).

En este lugar de encuentro son posibles unas narrativas que doten «a la escolarización de propósitos nada triviales, capaces de aportar una dimensión espiritual y rigurosamente intelectual a la educación, [donde los estudiantes puedan aprender] […] una clara noción sobre cómo se hizo el mundo, al igual que sobre cómo se rehace éste constantemente, incluso podrían llegar a alumbrar algunas ideas sobre cómo debería hacerse» (Postman, 1999: 217; 215).

Aunque es válido considerar a la escuela como un lugar de transmisión del legado cultural (Durkheim, 1990) o de reproducción (Bourdieu y Passeron, 1981), es necesario reconocer que la escuela no sólo comunica el legado cultural, sino que también lo hacen otras agencias. Tampoco la escuela es únicamente un lugar de transmisión o de reproducción, pues muchas de sus experiencias rompen realmente con esquemas transmisionistas y reproductores mediante la práctica de la crítica y de la autonomía. «Sin ignorar nada de sus funciones de reproducción social, debemos concebirla también como aparato de producción. La escuela no produce sólo calificaciones o niveles más o menos certificados de competencias: produce también individuos con una cierta cantidad de actitudes y disposiciones. Pero esta definición no basta, porque la escuela fabrica sujetos que tienen más o menos y según diversas modalidades, el dominio de su vida y de su propia educación» (Dubet y Martuccelli, 1998: 11). La idea de una institución encargada de promover las competencias y de fortalecer las identidades de manera deliberada hace pensar que la escuela, a través de procesos intencionados y rigurosos tales como los que exigen las culturas académicas, puede acercarse al cumplimiento de su misión.

El ritual escolar gira diariamente en torno al conocimiento, que se convierte en el pretexto de encuentro para quienes se reúnen en la escuela; por tanto, todos los dispositivos deben orientarse a garantizar el acceso a las fuentes, a estimular el trabajo intelectual, a propiciar los encuentros y el debate entre los participantes, a trabajar juntos, a movilizar las fronteras propias y colectivas del saber, y a ponerlo en circulación con el fin de hacerlo público e incorporarlo a la dinámica social de producción del conocimiento. El estudio permanente, la actitud investigativa, el debate con argumentos y la escritura, se convierten en modos del quehacer escolar que forman al sujeto en una cultura de generación de conocimientos en cooperación con sus compañeros y profesores. Esta dinámica requiere niveles altos de exigencia y de rigor; respeto por los otros; reconocimiento, aceptación y disfrute de las diferencias; capacidad de trabajar cooperativamente y sentimiento de gozo por lo que se hace. Es lo que hemos denominado «la ética de la cultura académica» (Rodríguez, 1997: 12-19).

En estos nuevos contextos, y desde una perspectiva sociológica, la escuela debe cumplir tres ‘funciones’ esenciales: la primera, de distribución, «se refiere a que la escuela atribuye calificaciones escolares que poseen cierta utilidad social en la medida en que ciertos empleos, posiciones o estatutos están reservados a los diplomados. La escuela reparte ciertos ‘bienes’ con cierto valor en los mercados profesionales y la jerarquía de las posiciones sociales. […] La segunda ‘función’ es la que podemos calificar de educativa [la cual] está vinculada al proyecto de producción de un tipo de sujeto no totalmente adecuado a su ‘utilidad’ social. […] y la tercera, es la de la socialización. La escuela produce un tipo de sujeto adecuado a la sociedad en la cual vive, retomando la herencia que toda educación transmite» (Dubet y Martuccelli, 1998: 25-27).

Frente a estas funciones que la sociedad asigna a la escuela cabe preguntarse por el sentido que los jóvenes le adjudican. En general, ellos van a la escuela porque en ella encuentran una manera diferente de estar con sus amigos, sirve de distracción, da reconocimiento social, comprometen su tiempo, sirve de entrada a otros horizontes de significación, como pasaporte para la universidad, o para aprender algunas cosas que tienen sentido para sus vidas (Duschatzky, 1999; Parra y de Roux, 1995). Cuando los niños y adolescentes llegan a la escuela ya tienen una ‘visión del mundo’ que cambia la relación de comunicación del contexto escolar: seguramente los chicos encuentran mayor significado en los asuntos que pueden conversar con sus compañeros que en los contenidos que se esfuerzan por ofrecerles sus profesores. Más aún, las actividades propuestas pueden ser aburridas mientras que hay cientos de emociones que los esperan fuera.

Una concepción centrada en la escuela como transmisora del legado cultural obedecía a unas épocas en las que el saber circulaba fundamentalmente por medio de los maestros; eran ellos quienes hacían posible una aproximación a las claves que permitían la lectura y la escritura, así como el acceso al libro tanto en su apropiación como en su producción. Además, a muchas escuelas el libro no llegaba y la única fuente de saber era el maestro y, aunque en las escuelas de los lugares más apartados de nuestros países esta es todavía una realidad, en la gran mayoría de nuestras escuelas (75 por ciento urbanas), las condiciones son diferentes, pues los medios de comunicación han invadido prácticamente todos los rincones y con ellos no sólo llegan banalidades, sino maneras de ver, oír, sentir y pensar el mundo.

Las expectativas de los estudiantes y los nuevos escenarios en los que se desarrolla la práctica docente empujan a cambios en los papeles de los profesores. La función de enseñante, como lo denominan algunos autores, ha dejado de ser el papel central del maestro, quien debe aprender a convivir —y a veces a competir— con los medios de comunicación y con las nuevas tecnologías que han incursionado en las vidas de los jóvenes e inciden en ellas con sus modelos, mensajes y propuestas. Muchas veces los profesores manifiestan extrañeza o aversión a estas ‘realidades virtuales’, posición que abre una inmensa brecha generacional y dificulta el encuentro y la comunicación, fundamentos de cualquier pretensión educativa.

Aunque en amplios sectores de la sociedad el ideal del maestro actual sigue siendo el mismo de hace un siglo, y muchos maestros tienen una representación de sí mismos como ‘aquellos que portan un saber absoluto que debe ser enseñado y obligatoriamente aprendido por sus alumnos’ (sin luz), también hay otros que logran ubicarse frente a las nuevas realidades y saben que gran parte de los asuntos que se trabajan en clase ya han circulado en las casas de los estudiantes y en sus experiencias extraescolares, influyendo en su conocimiento y en las posiciones que ellos tienen frente a esos temas, los cuales son imposibles de desconocer. Las tareas centrales no se circunscriben a diseñar la estrategia didáctica, sino a crear ambientes de aprendizaje que motiven a los niños y a los jóvenes y a establecer diálogos con ellos desde la perspectiva de un encuentro intergeneracional (Castañeda, 2000: 205). Es en este contexto en el que pensamos en la escuela como lugar de encuentro de conocimientos, y consideramos al maestro como creador de nuevas formas de acompañar a los estudiantes en sus procesos de interacción, apropiación, construcción y producción de saberes.

Las investigaciones e innovaciones realizadas por los profesores en el contexto escolar, siendo altamente apreciadas por los diferentes actores, no tienen igual significación para todos. Quizá valga preguntarse cuál es el conocimiento que se espera produzcan los profesores y cuál el valor de dicho conocimiento para la vida de la sociedad. Desde la perspectiva teórica, unos consideran el saber educativo como un saber que adquiere el mismo estatus que otros saberes disciplinares, mas otros consideran que este es útil únicamente para la práctica particular. Desde la perspectiva de quién produce el conocimiento, algunos consideran que la generación de saber educativo de carácter teórico sólo está reservada para los ‘investigadores de carrera’, y que el que producen los maestros sólo tiene validez práctica; mientras otros consideran que el saber producido por los maestros debe enriquecer no sólo la práctica, sino también la teoría educativa. Desde la óptica de quienes orientan las políticas, también puede observarse que existe un sesgo: la producción intelectual es útil para la práctica pedagógica, pero no adquiere un estatus de generalización y transferencia. Esta dicotomía se asocia a concepciones diversas de educación, escuela y maestro, y también a intereses distintos.

Díaz (1993), siguiendo planteamientos de Bernstein, considera que el campo de la educación está conformado por tres subcampos: el de la producción, el de la reproducción y el de la recontextualización (oficial y pedagógica). Distingue entre la categoría de intelectual de la educación (intelectual profesionalizado) y la categoría profesional de la educación (p. 23). Mientras el primero realiza el «trabajo intelectual productivo», el segundo lleva a cabo el «trabajo intelectual reproductivo», dando origen a una diferencia entre el campo intelectual de la educación y el campo pedagógico (p. 24).

«La característica esencial que diferencia el campo intelectual de la educación del campo de la reproducción o campo pedagógico es la oposición entre producción y reproducción del discurso educativo» (p. 28). «El conflicto de identidades entre el campo intelectual de la educación y el campo pedagógico se expresa y ejemplifica en la clasificación rígida generada entre la docencia y la investigación. Esta oposición corresponde a dos lógicas diferentes: la lógica social de la producción del discurso y la lógica social de su reproducción. Por ‘lógica social de producción del discurso’ entendemos el proceso por el cual agentes, posiciones, discursos y prácticas constituyen un campo especializado dedicado a la producción y elaboración de lo que se denomina nuevo conocimiento. La ‘lógica social de la reproducción del discurso’ está fundamentalmente relacionada con las prácticas pedagógicas, y crea su propio campo que hemos denominado pedagógico» (Ibid: 33).

El ‘campo de recontextualización pedagógica’, entendido como «los agentes, posiciones y prácticas que regulan la circulación de discursos y prácticas del contexto primario de su producción a los contextos de reproducción en el campo pedagógico […] puede componerse de los departamentos de educación, de las facultades de educación, junto con sus centros de investigación, medios especializados, revistas, periódicos, divulgaciones, manuales de lectura» (p. 38). Desde esta perspectiva, se tienen tres tipos de actores: los intelectuales, los profesores universitarios (de educación) y los profesores de la educación básica y media, y cada uno de ellos produce un discurso diferenciado con un estatuto propio. A los maestros les corresponde el discurso reproductivo.

Desde una perspectiva diferente, pero que también considera que la producción intelectual de los profesores se diferencia de la hecha por los científicos, se encuentran las orientaciones que el documento oficial de acreditación de Colombia hace para las facultades y programas de formación de educadores. Propone que «los docentes se familiaricen, desde su formación, con la investigación pedagógica y educativa, […] [la cual] tomada en sentido estricto, no es menos exigente que la investigación en las ciencias cuyos paradigmas están claramente establecidos. [Sin embargo][…] la investigación de la que aquí se habla puede ser en principio lo que se ha llamado investigación formativa. Ésta se diferencia de la investigación en sentido estricto en que, aunque sigue las mismas pautas metodológicas y se orienta por los mismos valores académicos, no exige un reconocimiento por parte de la comunidad académica de la novedad de los conocimientos producidos y admite niveles diferentes de exigencia según se trate de las tareas de largo plazo asumidas por los estudiantes, de un trabajo de grado o de posgrado o del estudio sistemático de algún problema de la educación o de la pedagogía por parte de un equipo de docentes. A través de la investigación formativa, la educación es objeto de reflexión sistemática por parte de los docentes, sobre la base de la vinculación entre teoría y experiencia, y quien enseña se compromete también en el proceso de construcción y sistematización del saber que corresponde a su práctica» (Colombia, cna, 1998: 28-29).

El mismo documento considera que «la investigación educativa y pedagógica, tomada en sentido estricto, no es menos exigente que la investigación en las ciencias cuyos paradigmas están claramente establecidos. […] Pero, como ocurre en las demás comunidades profesionales o disciplinarias, no todos los miembros de la comunidad de quienes se ocupan de la educación tienen la investigación en sentido estricto como su actividad principal. Los educadores, sin embargo, no pueden responder a los retos que se les plantean, sin investigación formativa» (Ibid: 29). […] En la institución de educación superior que ofrece una especialización debe cumplirse, al menos, esta exigencia: debe contarse con docentes investigadores, en el sentido estricto del término, capaces de orientar una investigación formativa de alta calidad» (Ibid: 32).

Otros autores plantean que la investigación educativa es competencia de los profesores, por cuanto la pedagogía se entiende como «una disciplina reconstructiva [y no una disciplina normativa] que pretende transformar un saber-cómo domeñado prácticamente en un saber-qué explícito. No es una disciplina empírica en el sentido usual de subsumir hechos bajo leyes, pero sí una disciplina falible, cuyas formulaciones pueden ser desmentidas por contrastación con el saber cómo domeñado en la práctica por el docente competente. […] La pedagogía sería un saber que concierne sobre todo al docente, en cuanto pretende reconstruir explícitamente su saber-cómo» (Mockus y otros, 1994: 16-19).

En esta misma dirección, Pérez-Gómez considera que, «a diferencia de lo que normalmente ocurre en el ámbito de las ciencias naturales, el objetivo de la investigación educativa no puede reducirse a la producción de conocimiento para incrementar el cuerpo teórico del saber pedagógico […] sino el perfeccionamiento de quienes participan en concreto en cada situación educativa; la transformación de sus conocimientos, actitudes y comportamientos. El conocimiento pedagógico no será útil ni relevante a menos que se incorpore al pensamiento y acción de los agentes. […] En el enfoque interpretativo, la finalidad de la investigación no es la predicción ni el control, sino la comprensión de los fenómenos y la formación de los que participan en ellos para que su actuación sea más reflexiva, rica y eficaz. Así pues, la intencionalidad y sentido de toda investigación educativa es la transformación y mejoramiento de la práctica» (1995: 117-121).

Las consideraciones sobre la naturaleza de la pedagogía y de la investigación educativa como partes de la práctica pedagógica, o práctica de los profesores, permiten afirmar que tanto el saber pedagógico como la investigación conducente a su producción son tareas propias de la docencia y, más aún, condiciones de la constitución del carácter profesional de su ejercicio. En consecuencia, son los profesores quienes deben realizar la actividad investigadora que conduzca a la generación de teoría válida para la práctica. En este mismo sentido vale la pena considerar los planteamientos que H. Giroux hace de los profesores como intelectuales transformativos.

Para formular de nuevo el papel de los educadores, Giroux considera que es necesario comenzar «con la cuestión general de cómo se ha de contemplar el cometido de la instrucción escolar. […] Las escuelas se han de ver como lugares democráticos dedicados a potenciar, de diversas formas, a la persona y a la sociedad. En este sentido, las escuelas son lugares públicos donde los estudiantes aprenden los conocimientos y las habilidades necesarios para vivir en una auténtica democracia. En lugar de definir las escuelas como extensiones del lugar del trabajo o como instituciones de vanguardia en la batalla de los mercados internacionales, las escuelas como esferas públicas democráticas se construyen en torno a formas de investigación crítica que ennoblecen el diálogo significativo y la iniciativa humana. […] Las escuelas son lugares contradictorios: reproducen la sociedad general pero, al mismo tiempo, contienen espacios capaces de resistir la lógica dominante de esa misma sociedad» (1997: 34-35).

«Se hace necesario también considerar el papel que los profesores y la administración pueden desempeñar como intelectuales transformativos que desarrollan pedagogías contra-hegemónicas, las cuales no sólo potencian a los estudiantes proporcionándoles el conocimiento y las habilidades sociales que necesitarán para actuar en el conjunto de la sociedad con sentido crítico, sino que, además, los educan para la acción transformadora» (Ibid: 35).

«La categoría de intelectual resulta útil desde diversos puntos de vista. En primer lugar, ofrece una base teórica para examinar el trabajo de los docentes como una forma de tarea intelectual, por oposición a una definición del mismo en términos puramente instrumentales o técnicos. En segundo lugar, aclara los tipos de condiciones ideológicas y prácticas necesarias para que los profesores actúen como intelectuales. En tercer lugar, contribuye a aclarar el papel que desempeñan los profesores en la producción y legitimación de diversos intereses políticos, económicos y sociales a través de las pedagogías que ellos mismos aprueban y utilizan» (Ibid: 176).

«Si creemos que el papel de la enseñanza no puede reducirse al simple adiestramiento en las habilidades políticas, sino que, por el contrario, implica la educación de una clase de intelectuales vital para el desarrollo de una sociedad libre, entonces la categoría de intelectual sirve para relacionar el objetivo de la educación de los profesores, de la instrucción pública y del perfeccionamiento de los docentes con los principios mismos necesarios para desarrollar un ordenamiento y una sociedad democráticas. […] Contemplar a los profesores como intelectuales, significa considerarlos como profesionales reflexivos de la enseñanza» (Ibid: 176).

Cuando hablamos de maestras y maestros o de profesoras y profesores que realizan innovación o investigación estamos refiriéndonos justamente a aquellos que, sin dejar de ejercer su oficio diariamente en las aulas y en las instituciones escolares de educación inicial, básica o media, han asumido un papel reflexivo sobre su propia práctica y sobre la de su institución, y se han comprometido a realizar cambios significativos para ellos y para sus estudiantes, o a adelantar procesos sistemáticos de estudio y análisis de las prácticas o de los mismos cambios, con miras a producir un conocimiento que, rebasando las fronteras de su propio trabajo, sirva para comprender diversos significados de la educación o para alentar cambios en otros contextos. En este sentido, han asumido un liderazgo intelectual que transforma la práctica y sirve para alimentar la teoría de una disciplina que justamente tiene como criterios de validez del conocimiento la contrastación con la vida y no solamente la explicación de los fenómenos.

4. La bibliografía sobre el profesor como innovador y/o investigador

Con miras a contrastar los diversos planteamientos que se hacen acerca de la investigación y la innovación llevadas a cabo por los profesores en los contextos escolares, y con la producción intelectual que se hace sobre estos tópicos en la bibliografía actual, se adelantó una búsqueda en diversas fuentes centrando la atención en la producción que hace referencia al maestro como sujeto de la investigación y la innovación y no en los temas, los procesos o los resultados. Además de los documentos citados a lo largo del texto, la búsqueda más sistemática sobre la producción intelectual acerca de estos temas se hizo en la base documental eric (Educational Resource Information Centre) de los Estados Unidos y en los ocho volúmenes de las Memorias sobre los Encuentros entre Innovadores e Investigadores en Educación que ha producido el Convenio Andrés Bello, los cuales recogen una amplia referencia sobre estos asuntos; los primeros en el contexto de habla inglesa, y los segundos en los países miembros del cab. Se analizó también el documento Diez años de Investigación sobre el Profesorado, estudio adelantado por Egido, Castro y Lucio-Villegas para el Centro de Investigación, Documentación y Evaluación (cide) del Ministerio de Educación y Ciencia (mec) de España, el cual analiza la investigación que sobre este tema financió el CIDE entre 1982 y 1992.

En el caso argentino, como anotaban Braslavsky y Birgin, en 1994 «a las maestras y maestros se les alaba o se les denosta, según el estado de ánimo de quienes se refieren a ellos. Son una segunda madre o los culpables del fracaso escolar y de todos los problemas del sistema educativo. Pero en realidad, la mayor parte de las veces se habla de ellos con poca información. Tan pocas son las investigaciones que sistematizan datos válidos y confiables acerca de las maestras y maestros en ejercicio en los distintos lugares del país, que ni siquiera es posible contar con series completas acerca de sus salarios o de su situación laboral». El recorrido que se hizo para identificar los textos que hablan de las vidas de los maestros en contextos de innovación o investigación arrojó un volumen escaso de documentos que abordan esta perspectiva, pues la gran mayoría se refiere a las acciones, mas no a los sujetos que parecen ausentes.

En eric, que ofrece más de un millón de abstracts sobre educación, se realizó una búsqueda combinando los descriptores teacher, investigator, researcher e innovator por medio del operador lógico «and», encontrando 15.884 registros para teacher and investigator, 87.353 para teacher and researcher, y 13.047 para teacher and innovator. Sin embargo, al explorar la existencia de documentos referidos al «profesor como investigador», se encontraron 207 registros para teacher as investigator; 3.862 para teacher as researcher y 144 para teacher as innovator. Aunque los términos investigator y researcher no tienen diferencias en el significado que le asigna el Thesaurus, se observa una mayor popularidad en el uso de researcher. Un análisis de las descripciones de los documentos permitió agrupar los resúmenes analizados en cinco categorías:

El primer grupo se relaciona con las teorizaciones y conceptualizaciones de lo que en términos generales se denomina profesor investigador. Se trata de textos donde se aboga por la necesidad de la investigación por parte de los profesores, se define lo que es y debe ser la investigación en el aula, y se muestran métodos como la investigación participante. En este grupo se incluyen textos que plantean formas de cooperación de docentes de escuelas y colegios con investigadores de universidades.

El segundo grupo incluye los textos que tratan sobre la formación de docentes y la importancia del componente investigativo dentro de tal proceso. Estos textos mencionan, sobre todo, la necesidad de brindar a los docentes instrucción sobre métodos de investigación, y sobre la importancia de la constante actualización una vez terminado el proceso inicial.

El tercer grupo trata del uso de la técnica y de la tecnología dentro del proceso de investigación. Se considera la necesidad de formar al profesor en el conocimiento y aplicación de tecnologías, haciendo énfasis en el computador y en el televisor. El uso de la técnica y de la tecnología se divide en el ‘de’ y el ‘para’: en unos casos el instrumento técnico es una herramienta de la investigación, por ejemplo, para sistematizar; y en otros es un elemento activo para la investigación o incluso el eje central (objeto de investigación).

El cuarto grupo, el más numeroso, recoge experiencias alrededor del mundo enfocadas a grupos distintos, bien sea por una característica étnica o de edad. Así, se encuentran artículos sobre investigaciones en estudiantes negros, latinos, orientales o, por otra parte, rurales o urbanos; adultos o niños especiales. Se consideran experiencias en distintas áreas geográficas que incluyen países de los cinco continentes y en diferentes ámbitos disciplinares, que abordan problemas de enseñanza de materias tales como la matemática y el lenguaje. En la mayoría de los casos se observa una presentación formal de investigaciones e innovaciones incluyendo sus fundamentos, metodologías y resultados.

Finalmente, se encuentra un pequeño grupo de textos que estudia al profesor como investigador o innovador. Se encuentran dos perspectivas: la del investigador que mira al profesor-investigador y la del profesor-investigador que se mira a sí mismo. En el primer caso se observan trabajos piloto que reúnen a un grupo de profesores a los que se les hacen estudios de seguimiento de su práctica, etnografía o historia de vida. Su finalidad puede ser la evaluación del estado de la investigación de los profesores o la generación de procesos de investigación con ellos. En cuanto a los profesores-investigadores mirándose a sí mismos, se trata de reflexiones acerca de avances y obstáculos de su quehacer profesional. Hemos tomado los siguientes ejemplos para observar con más detalle los planteamientos de algunos textos:

Reimer y Bruce (1993) analizan las dimensiones éticas de la investigación colaborativa, la función específica de los profesores y de los investigadores, y algunas de las limitaciones institucionales y de tiempo que se encuentran para la investigación en la escuela. El estudio concluye con una lista de condiciones para el éxito de la colaboración. Belanger (1992) analiza los distintos papeles que puede cumplir un profesor en una investigación: desde asistente hasta director, pasando por colaborador (con el investigador profesional), y considera algunos beneficios de orden político, práctico y profesional que significa para las personas su participación en investigaciones. Fueyo y Koorland (1997) plantean algunos problemas para implementar la investigación en la formación de los profesores y en las escuelas; proponen un plan para promoverla y sugieren una vía para sustentar el plan. Coombs (1999) plantea la importancia de hacer de los profesores unos diseñadores de investigación en el aula y unos generadores de teorías de aprendizaje. Brindley (1991) analiza las percepciones de profesores principiantes en investigación, y los problemas que ellos encuentran en su ejercicio: todos investigan asuntos que fueron generados por su propia práctica y mencionaron la falta de tiempo como un factor que afectó significativamente su capacidad para llevar a cabo sus planes; algunos consideran que tienen dificultades para delimitar el problema y precisar el foco de su tópico, para interpretar los resultados, dominar técnicas cuantitativas, escribir o planificar el trabajo.

Esta pequeña muestra permite inferir que existen diversas posiciones sobre el papel del profesor como investigador, aunque todos coinciden en cuanto a su importancia. Se considera al profesor como un investigador no profesional, como alguien que realiza esta actividad dentro de su trabajo pedagógico; aunque se afirme que debe ser formado para generar teoría, no se encontraron documentos que hicieran alusión a la producción de teoría por parte de los profesores. De otro lado, los estudios acerca de las implicaciones de la actividad investigativa para el docente no van más allá de considerar su importancia para la profesionalización, sin hacer referencia a las relaciones de la práctica investigativa con los sujetos que la llevan a cabo. Dos de los estudios referidos hacen mención a la ‘falta de tiempo’ que manifiestan los docentes para realizar labores de investigación. Esta característica, generalizada entre los docentes que asumen las responsabilidades de innovar o investigar, se relaciona con el estatus que se le asigna a esas dos actividades en la práctica: parecen ser actividades marginales que no son reconocidas como parte del ejercicio profesional y, por tanto, de la dedicación laboral.

La segunda fuente consultada forma parte de un trabajo llevado a cabo desde 1995 por el Convenio Andrés Bello, que ha venido realizando los Encuentros de Innovadores e Investigadores en Educación en distintos países (Bolivia, Colombia, Cuba, Chile, Ecuador, España, Perú y Venezuela). El origen de estos encuentros está en las reformas educativas hechas en América Latina, con las cuales se propone dar un viraje a los sistemas educativos. Dentro de este marco, los encuentros se constituyen en un espacio de apoyo a las innovaciones y a la investigación educativa, así como en un vehículo de comunicación entre los docentes e investigadores de los distintos países que buscan transformaciones en la educación.

En el primer encuentro se observaron ya diferentes posiciones frente a las relaciones entre innovación e investigación que marcan las dos tendencias encontradas en las Memorias de los ocho encuentros. Por ejemplo, para Restrepo, la innovación entendida como «procesos, conductas, objetos que son nuevos porque son cualitativamente diferentes de formas existentes» (1996: 61) requiere del acompañamiento investigativo que pueda reconstruir estos procesos; por ello «es necesario cerrar la brecha existente en la concepción de roles del investigador y del maestro» (p. 71).

De otra parte, Assael exige el cambio de la función del profesor y de la organización del trabajo docente, pues «el proceso de innovación requiere ser asumido a partir de una reflexión crítica sobre las prácticas pedagógicas institucionalizadas. […] Es decir, que los profesores investiguen los problemas pedagógicos que enfrentan en su práctica cotidiana, y con el aporte de teorías pedagógicas, intenten comprenderlos en su complejidad para elaborar nuevos conocimientos que les permitan abordar dichos problemas con estrategias diversas» (1996: 46-52). Mientras Restrepo adjudica la innovación a los maestros y la investigación a otros expertos, Assael considera que la investigación y la innovación son inseparables y, por tanto, responsabilidad del mismo maestro. Ella también reconoce que existe otro tipo de investigación: «Así como lo central para los procesos de transformación es la producción de conocimiento desde los propios actores, los docentes, que son en definitiva quienes desarrollan las innovaciones, la investigación educativa —que se realiza desde los centros de investigación y las universidades—, y particularmente, cierto tipo de investigación, pueden ser un apoyo importante para la construcción de conocimiento relevante que apoye y nutra, tanto la formulación e implementación de políticas para la innovación, como el propio proceso de reflexión y construcción de los docentes» (1996: 53).

Estas perspectivas de investigadores sobre educación y de innovadores desde las escuelas caracterizan los documentos presentados en los encuentros. De una parte están los investigadores que llevan a cabo teorizaciones y conceptualizaciones sobre la innovación educativa, quienes plantean los elementos históricos, políticos y sociales que hacen necesaria la investigación e innovación por parte de los docentes. Las personas que llevan a cabo estos análisis no son docentes de escuelas o colegios sino investigadores de universidades, institutos y organizaciones gubernamentales. De otra parte, están las llamadas ‘experiencias innovadoras’: se trata de presentaciones que profesores de escuelas o colegios hacen de procesos que han venido realizando en sus centros educativos; dichas experiencias innovadoras se ubican sobre todo en las áreas de Matemáticas, Lectoescritura, Ciencias Naturales y Sociales, y destacan el uso de nuevos materiales didácticos, métodos, estrategias, medios, etc. Mientras los artículos ubicados en el primer grupo tienen carácter general, con propuestas nivel macro que intentan reformar la estructura misma de la educación, estas experiencias son procesos cumplidos o en etapas de desarrollo que no involucran cambios macroestructurales, sino realidades concretas de las aulas y de las instituciones escolares. En otras palabras, mientras los investigadores buscan reformas que se plasmarían básicamente en los lineamientos educativos de un país y finalmente en los currículos, los profesores innovadores buscan cambios en las formas de educar.

En la década comprendida entre 1982 y 1992, el cide-mec de España financió 484 investigaciones en diez áreas, de las cuales 60 (12,4 por ciento) corresponden a ‘investigaciones sobre el profesorado’. El 85 por ciento de estos estudios fue realizado por los institutos de ciencias de la educación o por las universidades, observándose la ausencia de estudios realizados por profesores de educación inicial, básica y media. Según las temáticas, únicamente 9 estudios se relacionan con ‘la satisfacción profesional o estudios sociográficos’ y 10 con las ‘actitudes del profesorado’; los demás tratan asuntos relacionados con la formación, la gestión o la actuación en el aula. Los trabajos centrados en los aspectos más personales de los docentes abordan temáticas tales como la percepción de sus condiciones de trabajo, los salarios, las relaciones con los alumnos, los padres o la dirección, la satisfacción con su profesión, el estrés laboral o algunos indicadores de caracterización sociológica tales como procedencia familiar, tendencia al conservadurismo o a la liberalidad religiosa o política, etc. Un estudio reconoce la importancia de la investigación que manifiestan los profesores universitarios, y otro (Varela y Ortega, 1984) indica que, «a pesar de las declaraciones de intenciones sobre la importancia del magisterio, salvo en contadas etapas, los maestros se han movido a lo largo del tiempo en la mediocridad, tanto en sus condiciones laborales y status social como en su formación, alejada de verdaderos contenidos» (Egido; Castro, y Lucio-Villegas, 1993: 58).

La revisión de los documentos permite concluir que existe cierta tendencia a considerar que los expertos realizan la investigación, mientras que los profesores llevan a cabo la innovación en los contextos escolares. Las tres fuentes consultadas no registran investigaciones realizadas por profesores acerca de su propia profesión, pues la investigación se hace acerca de los profesores, no desde ellos. Las reseñas norteamericanas dan cuenta de estudios realizados desde la perspectiva de la ‘collaborative research’; sin embargo en los contextos iberoamericanos aún no aparecen referenciados estos trabajos, aunque sí se adelantan en algunas partes. De otra parte, a pesar de la riqueza y de la variedad de los textos, no se presentan trabajos que reflexionen o indaguen acerca del sujeto que hace la investigación o la innovación: las preocupaciones se centran en los procesos mismos y en sus resultados.

5. Las políticas de reforma, la vida escolar y los maestros

Durante la década de los noventa, las reformas de los sistemas educativos de la región estuvieron fuertemente influidas por las políticas de organismos internacionales, lo que hizo que existan muchos parámetros que sean semejantes entre los diversos países. Como lo analizaba el segundo Foro Andrés Bello para la Integración: «El maestro como protagonista del cambio educativo», es necesario distinguir entre las reformas planteadas ‘desde arriba’ y los cambios adelantados ‘desde abajo’, pues subsiste una ‘proverbial oposición’ de los docentes a muchas de las propuestas de reforma.

Ante la disyuntiva ‘reformas o cambios’, Torres (2000) se pregunta quién tiene la verdad, ¿los reformadores o los profesores?, y apunta a buscar una respuesta compleja que rebase la posición de ‘reforma rosa’ o ‘reforma gris’. Mientras los reformadores defienden la ‘reforma propuesta’, los docentes propugnan la ‘reforma acontecimiento’, que «irrumpe desde arriba, y desde afuera, y que viene a instalarse como tarea a cumplir más que a crear o a recrear en el día a día en su trabajo en el aula y en la escuela. […] Más que antinomias se trata de continuos con una amplia variedad de posiciones y matices entre un polo y otro. [El valor de las reformas] depende de qué se entienda por tal, de cómo se lleva a cabo, y como parte de qué paquete de políticas» (pp. 276-277).

Si bien las reformas buscan ampliar la cobertura, avanzar en la equidad y mejorar la calidad, los caminos para adelantarlas poco tienen que ver con las maneras de hacer la vida cotidiana de las escuelas. «La ‘reforma tradicional’ ha mostrado su fracaso. Tras varias décadas de reformas educativas la escuela tradicional —las creencias, relaciones y prácticas que las sostienen— sigue fundamentalmente en pie, igual que los problemas asociados a ésta» (Ibid: 290). El desconocimiento de las condiciones escolares concretas y de la vida de los maestros, quienes están viviendo un proceso de «desvalorización de la profesión docente» (Zibas, 1997: 126) parecen ser los elementos desencadenantes de la escisión entre las nuevas políticas y su aplicación.

«En México, frente a la creciente pauperización de la actividad docente, se ha ido imponiendo —para hacerla más soportable— un nuevo rol al maestro, con la ganancia subjetiva que se ganaría otro estatus social e institucional, pero sin el ingrediente sustancial para la generación de saber en su ámbito disciplinario, como son las tradiciones y grupos consolidados. Hacer del docente un investigador, fue entonces una, entre otras, de las orientaciones que han venido impactando de manera importante la formación de profesores. [...] Sin embargo, y desde nuestra mirada, la nueva perspectiva asumida por el sistema de formación de profesores no vino acompañada de las estrategias necesarias para garantizar su éxito, de tal manera que bajo las mismas condiciones de infraestructura, institucionales y de recursos humanos (formación de formadores) se ha pretendido mantener esta orientación» (Ducoing y Serrano, 1996: 89-90).

La pauperización docente en la mayoría de los países de América Latina muestra una «contradicción entre la destrucción comprobada de la carrera docente y la agenda política» (Zibas, 1997: 127) que afecta tanto las condiciones materiales de vida como la propia percepción, la valoración social, la formación cultural y la consolidación de una comunidad profesional. Los maestros difícilmente logran incorporar en sus vidas los avances de la humanidad, porque no alcanzan a apropiárselos culturalmente en su formación y porque las condiciones materiales en su ejercicio también les impiden disfrutarlos: los maestros de los sectores populares están a medio camino entre la inclusión en sus sociedades y la exclusión ‘de facto’ que deben vivir.

La función fundamental que la sociedad le adjudica a la educación y a los maestros, particularmente a los maestros del sector oficial y de la educación privada para clases medias y populares, es la de crear un sentido compartido de nacionalidad, que respetando las culturas regionales, posibilite generar una modernidad de las mentes que incluya a los sectores populares en la vida contemporánea. Al confiarles esta misión de primerísima importancia para la modernización de la sociedad, les confiere los arreos de la modernidad académica, su apariencia, puesto que se constituyen en un grupo profesional donde la mayoría ostenta grados universitarios y postgrados, pero sin el alma de la academia, sin la formación de su capacidad creativa, de la habilidad crítica para cuestionar hondamente su mundo, su entorno laboral, su trabajo docente, e, inclusive, para reflexionar sobre su propia vida. Por eso es una inclusión precaria, porque les concede los títulos, la confirmación legal de su capacidad, pero les niega, a partir de la muy baja calidad de su educación, su inclusión en la modernidad (Parra y Castañeda, 2001).

En consecuencia, los maestros que trabajan con los grupos populares y con los sectores más desprotegidos de las clases medias deben luchar contra otra cara de la paradoja: con las mínimas herramientas que les confiere esta inclusión precaria, con su trabajo y con su manera de formar derivada de su vida, de su propia historia, intentan incluir en la modernidad a los estudiantes de clases populares que vienen en su mayoría del mundo de la exclusión. Son maestros incluidos precariamente, encargados de incluir a los excluidos.

Es paradójico que de los excluidos de la modernidad salgan los maestros encargados de enseñar a los jóvenes de grupos populares la modernidad en la escuela. La sociedad los incluye sólo precariamente y les adjudica la función de incluir, de modernizar. ¿Cómo puede lograrse de esta manera la construcción de una nacionalidad, de un sentido de sociedad? ¿Cómo pueden formar ciudadanía los maestros con su vida? Esta tensión se siente en la vida cotidiana de los maestros y choca con su deseo, su dedicación y sus esfuerzos por construir desde la escuela una vida mejor para las jóvenes generaciones.

Mediante el proceso de estratificación del sistema escolar la escuela y el trabajo de los maestros se transforman en un mecanismo de inclusión precaria. La escuela urbana para las elites y las clases medias es fundamentalmente privada y, en su mayoría, de alta calidad. Tal vez su principal debilidad sea su separación del conjunto del país. Su intento de formar dirigentes nacionales con una visión de clase excluye la comprensión y el compromiso con los no integrados, los excluidos; eso la hace muy apta para la conservación, pero poco eficaz para la modernización del país, para la generación de una ciudadanía más democrática. En otro lugar están la escuela oficial y la privada para los grupos populares, con maestros salidos del mundo de la inclusión precaria, pobremente formados en las normales y en las facultades de educación, que solamente han logrado una modernidad precaria en cuanto al conocimiento, la organización social de las escuelas, la idea de ciudadanía y las tecnologías de la modernidad. Por este camino la escuela y los maestros están formando unos ciudadanos para la modernidad y otros para permanecer anclados entre la premodernidad o una modernidad precaria. Así se llega a la estratificación de la calidad de la educación, con lo que la justificación ética de la educación democrática, ofrecer igualdad de oportunidades, se debilita notoriamente y se convierte en dar más oportunidades a los que ya las tienen. La educación oficial y privada para los grupos populares (con notables y valiosas excepciones) se transforma por tales caminos en un mecanismo de inclusión precaria en la modernidad.

Algunos de estos factores permiten entender por qué las innovaciones y las investigaciones que realizan los profesores en los contextos escolares, ya sea que se inscriban en procesos propios de la dinámica escolar o que obedezcan a ‘puestas en marcha’ de políticas de reforma, presentan ciertos problemas que son recurrentes. «El carácter microestructural, la referencia a metodologías generales y didácticas específicas» (Blanco y Messina, 2000: 108), la ausencia de reflexión o construcción conceptual, o la dificultad para «construir conceptualmente el objeto», la falta de argumentación y coherencia en el discurso, la recurrencia al ‘deber ser’ de la educación sin relación con el ser actual (Ducoing y Serrano, 1996: 105), la ausencia de una visión holística y compleja del aula o de la institución escolar, la inexistencia del sistema educativo como contexto de referencia, el desconocimiento de la tradición investigativa o innovadora, el trabajo individual y la proclividad a hacer recuentos exitosos carentes de perspectiva crítica (Torres, 2000: 251-252).

6. El sentido de la innovación y la investigación en la vida de los docentes

Parece válido partir de la idea de que ya no es posible comprender y evaluar a los maestros únicamente como docentes que enseñan un área del saber, que dirigen una escuela, un núcleo o una zona escolar, o que hacen uso de prácticas pedagógicas particulares. Es cada vez más urgente conocerlos como sujetos, como seres humanos complejos portadores de una cultura particular y diferente, que transmiten a sus discípulos no sólo formas de conocimiento escolar, materias, disciplinas, sino también visiones del mundo, maneras de valorarse a sí mismos y a los otros, formas de relacionarse con los demás, de concebir y practicar el poder y la autoridad, de comprender la justicia y de resolver conflictos, de participar en la sociedad, de amar, de comprender el mundo desde la postmodernidad, la modernidad o desde la premodernidad. Además de transmitir información, el maestro enseña a vivir mientras convive con sus estudiantes y sus colegas. El maestro forma con su vida, con su biografía, con lo que es como ser en sociedad, con su origen y sus luchas, sus derrotas y sus conquistas, con las oportunidades -pocas o muchas- que ha tenido y con la manera como las ha aprovechado; educa con su manera de integrarse de forma plena o de manera precaria en la modernidad, en los espacios de la sociedad o, dicho de manera más precisa, con las oportunidades reales que la sociedad le ofrece para transformase en un ser moderno o con las que le niega o aparenta brindarle.

Es importante saber quiénes son, cómo se representan, cómo simbolizan y le dan sentido a sus vidas los docentes de finales del siglo e inicios del milenio. Porque buena parte de lo que somos y de lo que seremos dependerá de quiénes son los maestros, de las oportunidades reales que la sociedad les brinde para transformarse en maestros plenos, participantes, modernos, que comprendan la naturaleza cambiante de la sociedad contemporánea y sepan transmitir la convivencia, el disfrute de la diversidad.

Desde esta perspectiva son pocos los estudios que se han realizado en América Latina. En el caso colombiano, entre 1997 y 1999 (Parra, Castañeda y col. 2001), se llevó a cabo un estudio nacional sobre la vida de los maestros, para el cual se realizaron setenta y tres relatos de vida de maestros de tres generaciones: jóvenes, entre 19 y 30 años; de edad intermedia, entre 31 y 44 años, y adultos de 45 y más, pertenecientes a cuatro zonas del país: maestros que trabajan en Bogotá, maestros de la zona del Caribe, maestros negros de la zona del Pacífico y maestros indígenas de algunas etnias del occidente: Embera-Chamí, Paez, Yanacona y Wounaan. Esto con el fin de mostrar la diversidad de vidas, de circunstancias, de historias personales y educativas de los maestros.

Al hacer una lectura interpretativa, la historia que con mayor claridad y fuerza cuenta las biografías de los maestros es lo que podría llamarse la paradoja de la inclusión precaria.

Además de la estratificación escolar comentada anteriormente, dos fenómenos ejemplifican con claridad esta dinámica: las migraciones y los cambios generacionales en la vida de los maestros. Los maestros son grandes migrantes como efecto de su participación en la modernización del país. Migran del campo a la ciudad en busca de educación, de trabajo o de seguridad contra la violencia. Migran entre instituciones educativas con una alta frecuencia. Pero sus migraciones no constituyen en realidad un mecanismo de movilidad social, de progreso y sobre todo de modernización, debido a que se mantienen dentro del ámbito del mundo popular que no implica transformaciones sustanciales en modernización: migran siempre dentro de la zona de modernidad precaria. Por otra parte, el cambio profesional es muy lento en la vida de los maestros. Las modificaciones significativas en sus posiciones ante la educación y ante la concepción y la práctica pedagógicas se manifiestan entre generaciones y no dentro de una misma generación. Por lo general, los maestros de una generación ven cambiar el mundo, la educación, el conocimiento, sin que sus habilidades y formas de pensar cambien con ellos. Esta impermeabilidad al cambio dentro de cada generación sugiere preguntas sobre la naturaleza de la formación de los maestros y sobre la cultura profesional del mundo educativo: ¿Qué sucede con las instituciones formadoras de maestros que no enseñan a aprender y que llevan a que la educación recibida en ellas se osifique para siempre? ¿Qué sucede con los programas de capacitación a los que los maestros asisten frecuentemente si no son capaces de cambiar, de hacer más modernos los conocimientos y la organización social escolar? ¿Qué se mueve dentro de la cultura profesional que lleva a que cada generación pierda la oportunidad de cambiar, de transformarse como maestros, de vivir las evoluciones del conocimiento y de la sociedad de manera activa? Tanto las migraciones (que en procesos de modernización pueden llevar a movilidad social, a cambios en la visión del mundo) como la formación universitaria, los postgrados y la capacitación (que deberían producir el mismo efecto modernizador) pierden en la vida de los maestros su potencialidad y se convierten en gestos formales que no modernizan la sustancia de la vida. Se transforman así en mecanismos de inclusión precaria.

De alguna manera, muchos de estos interrogantes pueden responderse a través de la lectura en los contenidos de las biografías de los maestros que dan cuenta de sus orígenes sociales y de sus propias experiencias escolares, de cara a las realidades de los contextos donde han trabajado o trabajan actualmente.

En la propia naturaleza de la profesión hay respuestas pero también nuevas preguntas, en cuanto los maestros viven una especie de endogamia escolar, porque la profesión docente es experimentada como parte esencial de su historia de vida. Los docentes pasan parte de su infancia y de su juventud en una escuela, se forman como docentes en otra, y trabajan también en instituciones educativas. Entonces, ¿qué va quedando de su experiencia a lo largo de su vida?, ¿cómo afecta a su desempeño profesional?, ¿qué se reproduce?, ¿qué varía?, ¿qué tiene que ver la formación profesional cuando se sospecha que la fundamentación teórica disciplinar y pedagógica y sus posibles nexos con la realidad educativa son débiles?, ¿qué tiene que ver el fenómeno de la endogamia escolar con la construcción de la identidad profesional y con la comprensión de la cultura profesional?

A pesar de los obstáculos que estos fenómenos representan para que la educación sea una de las vías para lograr la equidad social, y que lleva a los docentes a reproducir, sin mucha pertinencia para las realidades educativas actuales las prácticas pedagógicas con las que ellos fueron educados, en las biografías de algunos de los docentes también puede leerse la otra cara, aquella que posibilita que los docentes le otorguen sentido a su profesión.

Aunque en las biografías es claro que la carrera de docente empieza a construirse desde la infancia, en los sueños y proyecciones que se tejen hacia el futuro, en el momento mismo en que se ingresa a la escuela, cuando se realiza la formación en las escuelas normales, en los bachilleratos pedagógicos o en los estudios de licenciatura, sólo en el primer trabajo como maestro, cuando se enfrenta la realidad educativa, es cuando se concreta y prefigura en buena medida el estilo de trabajo que se emprenda.

Como ejemplo, una docente de la generación intermedia de la zona del Caribe relata:

«Mi primer trabajo como docente fue en una escuela rural de Arjona. Yo aun no había terminado mi bachillerato, y, la verdad, no sabía qué quería hacer en la vida. Mi familia, por problemas económicos y gracias a que un amigo del pueblo tenía un cargo importante en la Gobernación, me consiguió un puesto como profesora rural. Llegar a la escuela era toda una odisea, pero como yo tenía 16 años lo tomaba como una aventura. Al principio me daba pena con mis compañeras de trabajo, que eran mucho mayores que yo y tenían varios años de experiencia. Pero ellas desde el primer momento se convirtieron en mis maestras. Todas eran normalistas y se habían capacitado en el programa de Escuela Nueva. Inmediatamente me explicaron la metodología: el manejo de las guías, el uso de los rincones de trabajo y la biblioteca, la elección del gobierno escolar y me invitaban a las reuniones de los núcleos de interacción a los que asistían los profesores y directores de todas las escuelas rurales de la región. Allí descubrí que quería dedicarme a la docencia con los niños. Trabajé en esta escuela durante 4 años, llegué a ser simultáneamente la profesora de los tres primeros grados y luego la directora de la escuela. […] Diez años después, cuando inicié mi licenciatura en primaria, descubrí que el programa de Escuela Nueva había surgido como una innovación educativa y que gracias a esta experiencia yo había aprendido a amar la docencia y había descubierto que lo que más me gustaba en la vida era enseñar a los niños a leer y escribir. Por eso hice la licenciatura en primaria y todos los cursos de formación que ofrecen a los docentes sobre lectoescritura. […] Ahora que soy directora en una escuela muy pobre de Cartagena, me he convertido en una especie de tutora de las profesoras y profesores de primer grado. Los niños que tienen dificultades me los mandan a mí y ahí mismo, en la rectoría, les doy las clases y siempre los saco adelante. Este es un compromiso muy grande, y por eso compro todos los libros y asisto a todos los eventos sobre el tema».

Por su parte, otros docentes relatan que cuando iniciaron en sus instituciones educativas procesos de investigación, el significado que le asignaban a su labor docente se transformó por completo. Un docente de la generación joven de Bogotá afirma:

«Como maestro apenas llevaba cuatro años de experiencia y me había frustrado la imagen que los estudiantes tenían de las ciencias sociales: una clase en donde el profesor dicta, hay que copiar y sobre todo toca aprenderse de memoria una gran cantidad de fechas, acontecimientos, personajes, lugares, siglas, alturas, costumbres, etc.; ese es un enorme listado, supremamente difícil de aprender, que no tiene ninguna relación con la realidad y que carece de todo sentido para la vida; se trata simplemente de una serie de contenidos que son «indispensables» para aprobar el año escolar a mediano plazo, y para obtener buenos resultados en la prueba del icfes a largo plazo [Se refiere al examen de Estado que se aplica en Colombia al finalizar la educación media]. Nos propusimos entonces un reto: crear conciencia en nuestros estudiantes de que las ciencias sociales son una serie de disciplinas que proporcionan un conjunto de elementos que les permiten ‘leer’ de una mejor forma su realidad y su vida. También nos propusimos otro objetivo: aplicar algunos métodos de investigación de las ciencias sociales al trabajo desarrollado con los estudiantes en el aula y fuera de ella, y buscar que comprendieran más de cerca su utilidad. La idea era desarrollar un proceso mediante el cual el alumno escribiera su historia, la de su familia y la de su barrio, en relación constante y en forma paralela con los contenidos abordados en clase. Para lo anterior había que darle otro enfoque al área; optamos entonces por tomar dos decisiones. La primera consistió en que la historia se convertiría en el eje de la clase, y, por ende, en el eje del proyecto, lógicamente sin ‘descuidar’ otras disciplinas de gran utilidad en la interpretación de la sociedad. La segunda se fundamentó en que dicho eje se abordaría desde el presente hacia el pasado, el cual nos permitiría, entre otras cosas, partir del presente de los estudiantes, de su cotidianidad, de su mundo, para abordar otros contextos en tiempos anteriores. Los estudiantes escribían informes que tenían como momentos de trabajo los siguientes: el hoy (el presente del estudiante), mi nacimiento (su autobiografía desde que nació hasta el presente), en búsqueda del pasado (la reconstrucción de la historia de sus padres), preHistoria familiar (las posibles indagaciones acerca de la vida de sus abuelos) y el futuro (las proyecciones que el alumno hace de su vida y la de los suyos). Cada uno de los anteriores cinco momentos de la vida del estudiante, tenía relación con diversos momentos de la historia del país, de América Latina y del mundo. […] El involucrar la investigación en nuestra labor pedagógica transformó por completo nuestra labor educativa, nuestras búsquedas intelectuales y nuestra percepción de los alumnos, de la escuela y del país. Tuvimos que tomar talleres de escritura para poder orientar a nuestros alumnos, aprendimos a utilizar el computador porque nosotros también teníamos que escribir nuestras propias historias. Realizamos talleres de prensa para dar a conocer los resultados del proyecto, talleres sobre documentos y su respectiva descripción y análisis. Durante el proyecto surgió la necesidad de realizar un taller sobre fotografía; obviamente, nos tocó recibir asesoría de algunos compañeros y amigos sobre este proceso. También realizamos cine-foros, en donde los videos y las películas nos permitían desarrollar en los estudiantes algunas habilidades para interpretar y analizar este tipo de fuentes desde las ciencias sociales […]».

De los relatos anteriores vale la pena resaltar algunos aspectos que enriquecen y dan sentido a la vida personal, profesional, intelectual y social de los docentes: descubrir una opción de desarrollo profesional y personal; cambio de sentido de las relaciones con el conocimiento, tanto para los estudiantes como para los docentes; posibilidad de involucrar la lógica de la investigación a los procesos pedagógicos, y desarrollar habilidades investigativas en los estudiantes y en los docentes; constitución de equipos de trabajo alrededor de un propósito común; ampliación de la perspectiva disciplinar y pedagógica, y conexión de la vida escolar con la realidad social y la propia vida de los docentes y los estudiantes.

Es evidente, entonces, la importancia que tiene para la profesión docente y para la construcción de sujetos individuales y sociales el hecho de formar parte de una innovación educativa o el poder involucrar la investigación como parte del trabajo educativo, aunque dicha investigación no cumpla con los cánones académicos y científicos que se han discutido a lo largo de este texto.

Podría pensarse que el significado que tiene para los docentes poder participar en procesos de innovación y de investigación que tienen lugar en la cotidianidad escolar llena en gran medida los vacíos en la formación, pero, sobre todo, incita a la búsqueda autónoma de nuevos caminos pedagógicos e induce a un cambio en las mentalidades, en las representaciones y en los estereotipos que manejan los docentes de sí mismos, de su profesión y de la escuela. De igual manera, posibilita el desarrollo de la capacidad crítica, la autorreflexión y la interpretación de sus prácticas pedagógicas, la comprensión del mundo en que viven, todo esto como manera de creación de conciencia sobre sí mismos y sobre su trabajo docente.

Si bien a los maestros se les ha responsabilizado de la ineficacia del sistema educativo, de no estar formando ciudadanos democráticos, sujetos competitivos individual y socialmente, debe reconocerse que ni el Estado ni las instituciones encargadas de su formación los han tenido en cuenta como individuos, no han considerado sus biografías, su conciencia individual y social, su afectividad, su complejidad como seres humanos, en el momento de pensar los lineamientos de políticas de formación docente y las políticas educativas en general.

De alguna manera esta situación se refleja en las disquisiciones y valoraciones que se hacen acerca de la importancia de las investigaciones y de las innovaciones realizadas por los profesores en el contexto escolar. Parece ser que, a pesar de ser fundamentales y significativas para la vida personal y profesional de los docentes, no son tenidas en cuenta en las decisiones políticas que tienen que ver con su formación inicial y permanente, y menos con los incentivos sociales y las políticas salariales.

7. Apuntes para una discusión

Las líneas precedentes dejan entrever cierta situación esquizoide entre los discursos y las prácticas, entre lo macro y lo micro, y entre el saber sobre educación y el saber educativo. Frente a la importancia que todos los documentos, tanto teóricos como de política, señalan a la innovación y la investigación adelantadas por los docentes en ejercicio, y la urgencia de formar a los profesores en las competencias para generar conocimiento pedagógico y educativo, no existen condiciones reales para llevar a cabo estas labores en las universidades y en las escuelas. De otra parte, los trabajos que dan cuenta de la participación de los profesores en innovaciones o en investigaciones centran su mirada en las prácticas mismas, en sus procesos y resultados, pero ocultan las condiciones en las cuales estos proyectos se adelantan y la reflexión sobre los sujetos que las llevan a cabo. Esta mirada de ‘acción sin sujeto’, muy propia de los sistemas productivos contemporáneos, equivale a una exclusión o eliminación del otro, y tiene al menos dos efectos «perversos»: de una parte, impide ver las condiciones necesarias para adelantar los cambios, que no son posibles sin los maestros; de otra, el desconocimiento de las vidas de los docentes se interpone en las posibilidades de comunicación genuina entre los diversos actores (teóricos, políticos y profesores), haciendo imposible la formación de un ‘intelectual de base’ que pueda generar conocimiento teórico válido para la práctica cotidiana.

Si bien es deseable que los maestros hagan investigación y se comprometan con procesos de innovación, ¿qué conocimiento deben producir?, ¿qué condiciones se requieren para originar un conocimiento de carácter ‘profesional’?, ¿están dispuestas las autoridades, los intelectuales y las universidades a participar junto a los maestros en la construcción de un estatuto que dé carta de ciudadanía a la actividad investigadora e innovadora de los docentes?, ¿el saber producido desde la base podrá convertirse en saber teórico que sirva de criterio para orientar la reflexión y la búsqueda de sentido a la propia práctica?

A manera de invitación provocadora proponemos a los lectores algunos temas para el debate sobre un asunto que aún no tiene consenso entre los sectores interesados: profesores, intelectuales y políticos. Expondremos algunas de las ideas que compartimos sobre aspectos generales, para que, ubicando la perspectiva desde la cual hablamos, se puedan entender y debatir las propuestas que hacemos.

Entendemos la educación como un instrumento indispensable para que la humanidad pueda progresar hacia los ideales de paz, libertad y justicia social; como el medio por el cual la cultura se perpetúa y se recrea y los individuos se hacen sujetos; y como el camino para desarrollar competencias y fortalecer las identidades. En consecuencia, cada acto educativo es un momento de encuentro entre sujetos que interactúan con propósitos de crecimiento humano y no puede reducirse a procesos técnicos o estratégicos con fines predeterminados por uno de los agentes o por agentes externos: se construye en la acción misma que es posible reconocer mediante la reflexión, el diálogo y el análisis documentado.

Las escuelas, como puntos privilegiados de estos encuentros, son lugares públicos donde los estudiantes aprenden los conocimientos y las habilidades necesarios para vivir en una auténtica democracia, y donde los maestros aprenden a ser maestros. Las escuelas no son extensiones del lugar de trabajo o instituciones de vanguardia en la batalla de los mercados internacionales; como esferas públicas democráticas, se construyen en torno a formas de investigación crítica que ennoblecen el diálogo significativo y la iniciativa humana.

La profesión docente articula el oficio de enseñar y la práctica de educar. De una parte, a través del encuentro intersubjetivo con el conocimiento que convoca a estudiantes y profesores al aula, se comunica un saber y se promueven competencias para su dominio; de otra, el diálogo y el trabajo compartido hacen posible el reconocimiento mutuo entre los participantes, así como el intercambio de identidades que los enriquecen y construyen. Para que estos encuentros sean genuinos, no es posible que se acomoden a reglas preestablecidas; de ser así, se reducirían a simulacros de comunicación humana o a actuaciones falsas. Por tanto, el oficio no puede limitarse al dominio de principios o de técnicas que se aplican; tampoco a un ejercicio aleatorio que se inventa en cada momento o a una estrategia para lograr resultados: exige que se construya sobre el saber que procede de la experiencia sometida a discusión y crítica. Este saber fundante, que se denomina pedagogía, es también susceptible de ser organizado teóricamente y de ser puesto en circulación para ser estudiado y debatido por quienes se preparan para la vida profesional y por quienes buscan significados diversos a sus prácticas.

En cuanto el saber pedagógico es un saber que se construye ‘desde adentro’, son los docentes quienes, como intelectuales, deben generar las teorías pedagógicas; en consecuencia, excluirlos de la producción del nuevo conocimiento y relegarlos tan sólo a la producción del ‘discurso reproductivo’ es reducirlos a una función instrumental. Es distinto reconocer que las condiciones actuales no son favorables porque la formación inicial y permanente no brinda las oportunidades para la preparación en un ejercicio intelectual riguroso, porque las instituciones escolares no están pensadas para la investigación, porque las sociedades no han incluido a los maestros, los han incluido precariamente en la modernidad, que afirmar que la producción de conocimiento no constituye parte sustancial de la profesión o que los docentes sean incapaces ‘por definición’ para producirlo. La exclusión, hecha por algunos intelectuales o gestores de políticas, sólo desvela una lucha de poder, y afecta poderosamente las posibilidades de cambios profundos en la educación.

El saber educativo, y más concretamente el saber pedagógico, no pueden ser considerados tampoco como un territorio exclusivo de algún agente, pues su naturaleza compleja, que involucra relaciones intersubjetivas en contextos determinados, requiere construcciones igualmente complejas que hagan posible la creación de objetos de investigación y de propuestas de innovación que articulen las prácticas del aula con el contexto institucional y el entramado del sistema. Para ello se requiere que tradiciones venidas de diversas disciplinas, con un espíritu abierto que las trascienda, participen en los procesos de comprensión y transformación de las prácticas educativas.

La formación de los docentes no puede reducirse al aprendizaje de unos contenidos disciplinares para ser enseñados, a unos elementos culturales descontextualizados, y a unos principios pedagógicos y didácticos que deben ser aprendidos para aplicarlos. La formación disciplinar tiene como propósito que el docente se apropie de las gramáticas básicas de un campo del saber y se prepare en los rituales de su producción. De esa manera podrá compartir luego con sus estudiantes las lógicas históricas de construcción del conocimiento (científico, técnico, artístico, filosófico, etc.) y no sólo de los resultados. La formación en los aspectos educativos y pedagógicos se fundamentará en las propuestas que los profesores de las universidades hagan para producirlos, es decir, en las dinámicas de reflexión de sus propias prácticas, en la discusión y crítica argumentada y en la producción de teoría: la investigación y la innovación de las agencias de formación serán condiciones sine qua non para formar en una tradición de pensamiento educativo. La formación contextual, permitirá al estudiante-maestro reconocer los ámbitos en los que se mueve y moverá como profesional, y hallar significado a hechos que allí encuentra: la doble perspectiva teórica y de lectura de los entornos próximos lo hará sensible al reconocimiento de lo cotidiano como fuente de saber y le exigirá recurrir a los orígenes de diversas teorías para dar significado a los hechos.

Las universidades, sobre todo aquellas de mayor solidez y reconocimiento, son las llamadas a liderar la formación de comunidades académicas con intelectuales de primera línea que ‘pisen escuela’ y urdan relaciones de interlocución y cooperación genuinas con los docentes, para producir y recontextualizar los saberes. La creación de programas de postgrado, sobre todo maestrías y doctorados para que los profesores accedan a ellos, y la consolidación de proyectos compartidos de innovación-investigación en el mundo escolar mediante los cuales se pongan en práctica dinámicas de educación permanente —de unos y otros—, son caminos que deben impulsarse, pues no es posible generar teorías válidas desde supuestos de ‘alta estirpe intelectual’, pero con desconocimiento de la vida escolar.

Los docentes, individualmente y como colectividad, no pueden eximirse de su responsabilidad intelectual puesto que la conformación de comunidad profesional es posible únicamente con la participación activa de sus miembros instituyentes. Como debe reconocerse la existencia de luchas por el poder, se hace necesario exigir una formación rigurosa y del más alto nivel académico, a la vez que se presiona con la producción intelectual de calidad la posibilidad de ser reconocido en las comunidades de intelectuales y se busca que puedan realizarse estas tareas como parte de la práctica pedagógica en las escuelas, pues sería insensato que fuera necesario abandonar la práctica de base para posicionarse como intelectual. La creación y consolidación de colectivos, tanto dentro de las escuelas como en otros ámbitos, que permitan la interlocución y la cooperación entre colegas y con otros intelectuales, es también necesaria para encontrar pares y someter la producción a la crítica que cualifique.

Las instituciones escolares, pensadas como ‘casas de estudio’ y no como ‘casas de enseñanza’, son los lugares propios de producción del saber pedagógico. La organización de equipos de maestros y directivos —que en la mayoría de los países de Iberoamérica son docentes de origen— y su compromiso para que la autonomía declarada en las políticas se convierta en realidad, son condiciones necesarias para que la producción intelectual de los profesores sea reconocida como parte de la actividad docente. La sobrecarga que hoy representa para un docente involucrarse en procesos de innovación o investigación debe dar paso a formas de organización que aprendan a dimensionar el trabajo productivo, a visibilizarlo y a reconocerlo como parte del ejercicio profesional.

Desde esta perspectiva, pensar políticas educativas integrales dirigidas al personal docente se constituye en una exigencia no sólo desde el punto de vista macrosocial o institucional, sino también desde el punto de vista del docente como sujeto. Las biografías de los maestros y los debates sobre su estatuto intelectual nos muestran que la oferta educativa y las políticas diseñadas para constituir e integrar la profesión en sus dimensiones intelectual, personal y social se expresan finalmente mediante experiencias curriculares y el desempeño de funciones en la vida cotidiana de la escuela, las cuales, paradójicamente, son subvaloradas en la mayoría de los casos.

Se hace necesario que los gestores de política, los reformadores, los administradores de diferentes niveles y los supervisores, comprendan que las transformaciones buscadas con sus directrices sólo serán posibles si se logra un compromiso profundo por parte de los profesores. Identificar las innovaciones y las investigaciones que se adelantan, construir con sus autores criterios de calidad, validez y pertinencia, y buscar formas efectivas de estímulo con miras a su consolidación y generación de ganancias sociales que vayan más allá del ámbito institucional o local, requieren de un cambio de postura frente a los docentes, pues aunque se cree que ellos tienen una ‘proverbial resistencia al cambio’, esta imagen niega el trabajo comprometido y el papel proactivo que han representado los profesores innovadores y los investigadores para la región. Basta recorrer los cientos de innovaciones para saber que la gran mayoría nace del ámbito micro y sólo trasciende cuando los administradores del sistema logran reconocerlos como intelectuales.

La construcción de ‘sujetos investigadores’ se da en concomitancia con la construcción de ‘objetos de investigación’, con lo cual no es posible formar investigadores en instituciones que no hacen investigación. Tanto la escuela como la universidad requieren de escenarios que permitan a los sujetos descentrarse por medio de procesos de comunicación, diálogo, debate argumentado, lectura y escritura compartidas, procesos que deben tener legitimidad institucional, alguna permanencia en el tiempo y proyección local, regional o nacional (Acevedo y otros). El descentramiento que hace posible la pregunta por la propia práctica revierte no sólo en nuevos recentramientos, sino que posibilita el encuentro con los otros y el avance en los conocimientos.

La educación es parte de la esencia social y corresponde a las diversas agencias educadoras construir en cada época y en cada lugar su propia identidad, la cual se define entre la continuidad y la ruptura, y entre la existencia propia y su sentido social. La escuela, tan cuestionada hoy, requiere con urgencia que sus actores, en diálogo con otros agentes sociales, busquen y construyan nuevos sentidos y funciones sociales. La puesta en marcha de mecanismos concretos con altos niveles de exigencia que regulen la dedicación de los profesores a proyectos de innovación e investigación, acompañados de un ejercicio real de la autonomía escolar, las facilidades para que los docentes accedan a educación de alto nivel, el reconocimiento académico, profesional, social, económico y laboral de la producción de conocimiento educativo y pedagógico, son condiciones para que la escuela no desaparezca y para que los docentes lideren sus cambios.

Esta misión será posible si ampliamos el horizonte de mirada y de escucha para hacer visibles a los maestros y maestras, si los reconocemos como sujetos que urden día a día una vida y, dependiendo de la manera como ellos y ellas lo hagan, así será la educación que brinden a ‘sus’ estudiantes.

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Notas:

1 Agradecemos a la profesora Natividad Ramírez, del Colegio Atanasio Girardot en Bogotá, su gentileza al permitirnos conocer un día de su vida, y a Pedro M. Argüello, estudiante de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia, quien colaboró con búsquedas bibliográficas.

(*) Profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia y coordinador del Programa RED de la misma Universidad.

(**) Investigadora consultora del área de educación de la Fundación Antonio Restrepo Barco, Colombia.

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