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OEI - Ediciones - Revista Iberoamericana de Educación - Número 29

Número 29
Ética y formación universitaria / Ética e formação universitária

Mayo-Agosto 2002 / Maio-Agosto 2002

Ética discursiva y ética aplicada.
Reflexiones sobre la formación de profesionales

(*) Ricardo Maliandi

SÍNTESIS: La formación de profesionales, pensada en sentido integral, incluye aspectos morales que atañen a una ética aplicada. La «ética del discurso» de Karl-Otto Apel representa una propuesta de fundamentación ética en la que se procura una transformación de la ética kantiana mediante dos recursos principales: el pasaje de la perspectiva monológica a la dialógica, y la superación del «rigorismo». Sin embargo, se mantiene en la línea kantiana, en el sentido del «apriorismo» universalista. La fundamentación se hace en el marco de una reflexión pragmático-trascendental, que consiste en mostrar el «principio del discurso», expresable como exigencia de que todos los conflictos de intereses sean resueltos por medio de «discursos prácticos» (es decir, diálogos en los que se busque el consenso de todos los posibles afectados acerca de una línea de acción). Lo característico –y a la vez el aporte original de Apel– es el reconocimiento de que un principio bien fundamentado puede no ser aplicable en determinadas situaciones, siempre que sea complementado por un peculiar compromiso de contribuir a la institucionalización de los discursos prácticos. Se trata de un importante «paradigma de aplicabilidad». El presente trabajo propone una variante importante en bioética y en ética educacional, derivada del reconocimiento de cuatro principios.

SINTESE: A formação de profissionais, pensada em sentido integral, inclui aspectos morais que se relacionem a uma ética aplicada. A «ética do discurso» de Karl-Otto Apel representa uma proposta de fundamentação ética na qual se procura uma transformação da ética kantiana mediante dois recursos principais: a passagem da perspectiva monológica à dialógica, e a superação do «rigorismo». No entanto, se mantém na linha kantiana, no sentido do «apriorismo» universalista. A fundamentação se faz no marco de uma reflexão pragmático-transcendental, que consiste em mostrar o «princípio do discurso», expressável como exigência de que todos os conflitos de interesses sejam resolvidos por meio de «discursos práticos» (ou seja, diálogos nos quais se busque o consenso de todos os possíveis atingidos a respeito de uma linha de ação). O característico –e, por sua vez, a contribuição original de Apel– é o reconhecimento de que um princípio bem fundamentado pode não ser aplicável em determinadas situações, sempre que seja complementado por um peculiar compromisso de contribuir à institucionalização dos discursos práticos. Trata-se de um importante «paradigma de aplicabilidade». O presente trabalho propõe uma variante importante em bioética educacional e em ética educacional, derivada do reconhecimento de quatro princípios.

(*) Doctor en Filosofía por la Universidad de Maguncia, Alemania. Profesor titular de Ética en las Universidades de La Plata, Buenos Aires y (actualmente) Mar del Plata y Lanús, Argentina.

La «formación de profesionales» se ha convertido en uno de los problemas centrales de la educación, no porque tenga un mayor peso que la mera alfabetización, por ejemplo, sino porque del grado de excelencia, y sobre todo quizás del de sensibilidad social que se logre transmitir a los profesionales de nuestro tiempo, depende la «razonabilidad» de las soluciones que se propongan a muchos otros problemas, incluyendo el de la alfabetización. Es cierto que el poder para la toma de decisiones está en manos de los políticos (o de los empresarios) y no de los profesionales, pero ese poder se desdibuja y debilita si no cuenta con el asesoramiento de profesionales. Si la formación de estos se concentra exclusiva o prioritariamente en los aspectos técnicos, los profesionales se reducirán a simples instrumentos de un poder que puede valerse de ellos para fines injustos. Si por formación de profesionales se entiende, en cambio, un desarrollo armonioso de las capacidades cognoscitivas, técnicas y morales, se estará contribuyendo con ella a un mejoramiento de la sociedad en general.

En nuestro tiempo de violencia y corrupción, de desconfianza y egoísmo, de abuso arbitrario del poder y de una peculiar conjunción de expectativas y temores suscitada por la tecnología, ha cobrado especial importancia lo que se conoce como «ética aplicada» (a veces denominada tal vez incorrectamente «ética práctica»1), con la que se pretende contribuir a la búsqueda de paliativos frente a esa deplorable situación dominante.

No existe un criterio homogéneo acerca de qué ha de entenderse por ética aplicada, aunque por lo general se la distingue de la que, por contraste, debería denominarse «ética pura». Esta última sería la ética exclusivamente filosófica, que abarca la ética normativa y la metaética. La primera tematiza los fundamentos de la moralidad, en tanto que la metaética se encarga de plantear y aclarar cuestiones suscitadas en la «semiosis» del lenguaje normativo (es decir, de la moral y de la ética normativa), que atañen tanto al significado de los términos normativos (bueno, malo, correcto, incorrecto, deber, etc.) como al carácter de los enunciados en que dichos términos son usados.

De manera similar a lo que ocurre con la distinción entre ciencia pura y ciencia aplicada, la existente entre ética pura y ética aplicada no excluye importantes relaciones entre ambas instancias. Difieren, por de pronto, en que mientras la ética pura puede en principio operar sobre la base de investigaciones puramente filosóficas, la aplicada requiere un intercambio de información entre la filosofía y otras disciplinas especializadas capaces de proporcionar un panorama «descriptivo» de la situación que, en cada caso, corresponde al problema investigado. En tal sentido, la ética aplicada se mueve necesariamente en la interdisciplinariedad.

Los problemas propios de la ética aplicada involucran elementos que sólo conoce y maneja como es debido alguna ciencia particular. Pero, por otro lado, ese conocimiento, aunque forzoso, nunca resulta suficiente para la solución de aquellos problemas. Aquí es indispensable el concurso de la ética pura, sobre todo en cuanto ética normativa. Esta, sin embargo, sería a su vez inadecuada si no tuviera, al menos potencialmente, proyecciones sobre la praxis. La «filosofía práctica» no es sólo teoría de lo práctico, sino una forma de incidencia en lo práctico. La ética normativa no es un mero «estudio de las normas», sino que contiene en sí misma algo de normatividad.

Ya a mediados de la década del 60 se operó una renovación del interés por los problemas éticos sustantivos, a la que Karl H. Ilting denominó «rehabilitación de la filosofía práctica»2. Aquella rehabilitación no fue asumida por una escuela filosófica específica, sino que se expresó desde el principio a través de corrientes de pensamiento muy diversas. Comenzó en Alemania y pronto se expandió a la filosofía en otras lenguas. En aquel renovado atractivo que comenzaron a ejercer el estudio y la discusión de los problemas éticos no siempre se comprendió la necesidad de encontrar fundamentos, y, a menudo, se persistió en actitudes escépticas o relativistas. Pero si lo de rehabilitación aludía a nuevos intentos de fundamentación ética, entonces posiblemente fue Karl-Otto Apel, con su propuesta de una fundamentación reflexiva «pragmático-trascendental», quien ya a comienzos de los 70 contribuyera a ella de modo decisivo. Dicha propuesta, además, no surgió como mera inquietud teórica, sino que se presentó como una manera de buscar recursos éticos sólidos para responder al inmenso desafío de la realidad situacional histórica.

Apel, al principio, designó a su ética «ética de la comunicación», pero más tarde, y para acentuar los puntos de acuerdo3 adoptó con su amigo Jürgen Habermas el calificativo de «ética del discurso», que pronto adquirió prestigio mundial. La ética apeliana pretende ser, desde su comienzo, un intento de respuesta a los dos grandes desafíos que la ciencia plantea a la razón práctica4: el externo, representado por las consecuencias tecnológicas de la ciencia, como la crisis ecológica o el armamentismo nuclear, que determina la urgencia de fundamentar una «macroética de la responsabilidad solidaria», y el interno, formulado de forma expresa en el paradigma de la racionalidad científica, que, desde una perspectiva cientificista, niega la posibilidad de fundamentar racionalmente la ética. Esa conjunción de desafíos determina la particular «paradoja» de que la fundamentación ética se ha hecho, a la vez, necesaria e imposible. La paradoja sólo puede resolverse mostrando –en el desarrollo de esa idea va a consistir el planteamiento ético de Apel– que la imposibilidad de fundamentación ética es aparente. Es lícito dudar de que sea alcanzable una rigurosa fundamentación deductiva, pero, en cambio, resulta del todo posible una fundamentación reflexiva pragmático-trascendental.

Apel denomina «pragmática trascendental del lenguaje» a su programa de transformación de la filosofía, o, de manera más específica, de transformación semiótica de la filosofía trascendental5. El término «pragmática» debe ser entendido aquí como referido a aquella parte de la semiótica (o teoría de los signos) que estudia la acción comunicativa, es decir, la relación que los signos lingüísticos tienen indefectiblemente con sus usuarios e intérpretes. «Trascendental», a su vez, conserva en parte el sentido kantiano de pregunta por las «condiciones de posibilidad», aunque ya no de la experiencia sino de la argumentación. De ese modo, se trata de una filosofía que establece una mediación entre la filosofía trascendental kantiana y lo que se conoce como «giro lingüístico» de la filosofía contemporánea, del que fueron protagonistas filósofos como Peirce o Wittgenstein, por un lado, pero, por otro, también Heidegger o Gadamer. Según Apel, tanto Descartes como Kant y, en definitiva, la filosofía que moviéndose aún en el «paradigma de la conciencia» llega incluso hasta Husserl, resulta insuficiente para asegurar la objetividad que esos pensadores buscaban. Aquel paradigma debe reemplazarse por el «paradigma del lenguaje». El paradigma de la conciencia (inaugurado por la evidencia cartesiana del cogito) conduce sin remedio al «solipsismo metodológico», es decir, al encierro del sujeto en sí mismo. Si el pensador se atiene sólo a evidencias de conciencia, pierde de vista lo que de verdad interesa, es decir, la intersubjetividad. En cambio, el paradigma del lenguaje representa la adopción de una perspectiva en la que lo intersubjetivo está asegurado desde el principio. El «yo pienso» cartesiano es sustituido por el «nosotros argumentamos». Se abandona la concepción monológica de la razón y se reconoce en ésta –como indicara Habermas– el carácter esencialmente dialógico. En el uso y la interpretación de los signos lingüísticos está presupuesta la realidad del interlocutor, o, para ser más exactos, de una «comunidad ilimitada de comunicación». Presupuestos como este son los que pueden descubrirse por medio de la reflexión pragmático-trascendental. La fundamentación ética tiene que consistir, entonces, en el descubrimiento (o la explicitación o la reconstrucción) de un principio ético-normativo.

El punto de partida no está, pues, en el cogito, sino en el descubrimiento de Peirce, desarrollado luego por Morris y Carnap: en el lenguaje hay –o más bien en su «función sígnica»– una estructura tridimensional. Esos dos autores elaboraron una semiótica empírica, a la cual, siguiendo los pasos del descubrimiento de Peirce, dividieron en tres partes que denominaron, respectivamente, semántica (estudio de la relación entre el signo y su referencia objetiva), sintaxis (estudio de las relaciones intersígnicas) y pragmática (estudio de la relación entre el signo y su usuario o intérprete). Pero para dichos autores, y vista desde la perspectiva empirista, la pragmática perdía importancia semiótica y quedaba relegada a indagaciones psicológicas. Semejante empirismo semiótico es lo que Apel quiere corregir mediante la introducción de una perspectica apriorística. La pragmática trascendental se vale de la reflexión sobre las condiciones de posibilidad y validez de todo conocimiento lingüísticamente formulado (y no hay conocimiento que no lo esté, puesto que no hay pensamiento sin lenguaje). No sólo hay que efectuar el giro lingüístico, sino también un giro pragmático (al enfatizar la importancia de la dimensión pragmática), así como un giro hermenéutico (ya que se pone de relieve la interpretación del lenguaje).

Muy provocativa (e incluso motivo de disidencia con Habermas) fue la afirmación de Apel en el sentido de que no sólo es posible fundamentar la ética, sino que su propuesta puede considerarse también una fundamentación última (Letztbegründung). En torno a semejante concepto hubo ya en la década del 70 una famosa polémica entre Apel y el popperiano Hans Albert6, quien, en el marco de un «falibilismo irrestricto», consideró el intento apeliano como una forma de dogmatización o «inmunización contra la crítica». Ante esto Apel mostró, a mi juicio correctamente, que el falibilismo irrestricto se autodestruye, y que la fundamentación última no debe pensarse en el sentido de una deducción lógica, sino de una reflexión pragmático-trascendental. Esta alude, nada más, al hallazgo de presupuestos que no pueden ser cuestionados sin «autocontradicción performativa»7, ni fundamentarse deductivamente sin comisión de petitio principii. Lo así fundamentado resulta «irresabasable» (nichthintergehbar), no porque provenga de una autoridad absoluta o porque se sustraiga a la crítica, sino porque sólo podría objetarse por medio de argumentación, y resulta que toda argumentación lo presupone. Considerar esto como una forma de dogmatismo equivale a incurrir en un malentendido, originado en la confusión de lo reflexivo con lo deductivo. Semejante malentendido se ha cometido y se sigue cometiendo (incluso en círculos filosóficos) con alarmante frecuencia. En ello incide un arraigado prejuicio cientificista, consistente en creer que la racionalidad lógico-formal (no reflexiva, y, por tanto, inconsciente de sí misma) es la única forma de racionalidad8.

La fundamentación ética consiste, como ya se adelantó, en una reconstrucción reflexiva de un principio ético presupuesto en toda argumentación, al margen de cuál sea el tema sobre el que se argumente. Apel llama a ese principio «norma básica», y lo formula como la exigencia de que, ante cada caso de conflicto de intereses, se recurra al «discurso práctico». Eso es lo que justifica la denominación de ética del discurso. Por discurso ha de entenderse, siguiendo a Habermas, una forma de diálogo en la que se cuestionan pretensiones de validez y en la que sólo se emplean argumentos y contraargumentos racionales. Si el discurso es sólo teórico, se trata ante todo de la pretensión de verdad; en el discurso práctico están en juego las pretensiones de veracidad y de rectitud. En uno y otro caso el criterio de solución es el consenso; pero en el discurso práctico han de tenerse en cuenta los intereses de los participantes en ese discurso, y los de todos los posibles afectados por las previsibles consecuencias de la aplicación de la norma situacional cuya validez se discute.

De modo similar al imperativo categórico kantiano, el principio del discurso no propone una línea determinada de acción, sino que indica simplemente el procedimiento para la fundamentación y validación de normas situacionales. En tal sentido, se dice que la ética del discurso es una ética procedimentalista. Esta presenta, como ha enfatizado Apel con frecuencia, dos niveles: el de la norma básica (fundamentada por reflexión pragmático-trascendental), y el de los discursos prácticos a los que aquella norma remite y en los que se procura la fundamentación de normas situacionales mediante la búsqueda de consenso. También, como el imperativo categórico, el principio del discurso (=norma básica) es a priori, y, en tal carácter, no sólo pretende validez universal sino que establece la universalidad como criterio de moralidad. Pero es aquí donde aparecen las diferencias entre ambos principios. Mientras el imperativo categórico alude a la universalidad lógica, de la «ley», el principio del discurso exige un consenso universal. En ambos se hace necesario un «experimento mental» (Gedankexperiment) 9, pero se trata de experimentos distintos: en el imperativo categórico el agente moral tiene que «poder querer» que la máxima de su acción devenga ley universal (es decir, tiene que imaginarse si sería posible que esa máxima fuera ley universal, o, desde otra perspectiva más relevante, imaginar su máxima como si ella, por su voluntad, fuera a convertirse en ley universal)10, mientras que en el principio del discurso lo que el agente debe imaginar es si, en definitiva, podría someter sus propios intereses al arbitraje de un consenso universal.

La diferencia esencial, pero quizás a la vez el aporte más original de la ética apeliana, se encuentra en el hecho de que el principio del discurso elimina la actitud rigorista anexa al imperativo categórico. En este último, como se sabe, la exigencia es incondicional y no deja lugar a excepciones de ningún tipo: lo que el agente no haga de manera expresa «por respeto a la ley», queda fuera de la moralidad. Podrá ser un acto moralmente neutral (si se obra de modo conforme a la ley –lo que Kant denominaba legalidad–) o del todo inmoral (si el acto tiene lugar en disconformidad con la ley), pero nunca será moral, porque la moralidad está determinada por la voluntad de universalizar la propia máxima. Esta inflexibilidad es lo que se denomina «rigorismo» de la ética kantiana, aspecto que debe distinguirse de su formalismo y de su apriorismo. La ética de Apel es, como se verá enseguida, apriorista, y, al menos en un sentido parcial, formalista; pero se opone al rigorismo.

Contra Kant, Apel piensa que el principio básico de la ética no puede aplicarse en todas las situaciones. El agente moral se encuentra siempre en una situación histórica que jamás representa un «grado cero». Siempre tiene que hacerse cargo de responsabilidades que ha asumido frente a «sistemas de autoafirmación», como una familia, un grupo laboral, un partido político, una asociación, un país, etc. Optar en cada ocasión por la exigencia contenida en la norma básica (buscar la solución de un conflicto por medio del recurso al consenso de todos los afectados) significaría, en muchos casos, contravenir alguna de aquellas responsabilidades. Ahora bien, lo interesante y original de la propuesta apeliana consiste en admitir esta restricción de la aplicabilidad, aun reconociendo la aprioridad del principio. Ante la comprobación (jamás admitida por Kant) de que hay situaciones en que el principio no es aplicable, cualquier relativista trataría de «llevar agua para su molino» e inferir de allí la «relatividad de todo principio moral». En cambio Apel, cuya ética del discurso constituye en la filosofía actual uno de los referentes más fuertes contra toda forma de relativismo o escepticismo ético, no hace semejante inferencia. Lo que él infiere es la necesidad de una «parte B» de la ética, entendida como una ética de la responsabilidad, o de la co-responsabilidad, en la que se fundamentan las «condiciones de aplicabilidad» del principio previamente fundamentado en la «parte A» (y de hecho reconocido –como suele decir Apel– en los «miles de encuentros y conferencias» que se realizan a diario en el mundo para intentar la solución de conflictos específicos)11. De lo que ahora se trata es de mostrar que la norma básica no reduce su exigencia a las situaciones en que es posible su aplicación total e inmediata, sino que se extiende también a aquellas otras en las que la aplicación tiene que ser parcial o mediata. Cuando un agente que ha admitido la validez del principio advierte que en una determinada situación no puede aplicarlo (o cumplirlo), no queda por eso desvinculado de el, sino que adquiere una nueva responsabilidad: la del compromiso de contribuir, en la medida de sus posibilidades, a la institucionalización de los discursos prácticos. Esta es la exigencia de un cumplimiento in the long run (a largo plazo), de una «vincularidad» sui generis que muestra en el principio (la norma básica) su carácter de «idea regulativa». Aun donde no se le puede prestar una observancia inmediata, ella establece la exigencia de adoptar una actitud de vida acorde con el «espíritu» del principio.

Creo que este recurso de Apel inaugura un peculiar paradigma de aplicabilidad de principios éticos, paradigma que me permito designar como de «restricción compensada»: se reconoce la eventual restricción de la aplicación, pero ello debe ser «compensado» con el reconocimiento y la efectiva asunción de una nueva responsabilidad; junto a la responsabilidad ante el propio «sistema de autoafirmación», hay que asumir la co-responsabilidad (es decir, una responsabilidad que se comparte con todos los miembros de la comunidad real de comunicación) por las consecuencias y subconsecuencias, en el mundo actual y en el futuro, de las acciones tecnológicas, económicas y políticas que se llevan a cabo hoy en medio de una inmensa red conflictiva y de «coerciones funcionales» (Sachzwänge) que dichas acciones ejercen sobre lo moral. Esta es, en definitiva, una original propuesta ético-discursiva que pretende algo así como una «mediación» (Vermittlung) entre aquellas dos formas de ética que Max Weber había llamado ética de la convicción (Gesinnungsethik) y ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik), o lo que la filosofía analítica designa como ética deontológica y ética teleológica. Weber las había visto representadas, en un caso, por la ética cristiana o la kantiana, y, en el otro, por la de la política; pero consideró que se trataba de actitudes antinómicas e inconciliables. Apel abre, con su planteamiento de la parte B, una nueva perspectiva.

Mientras la parte A demuestra la posibilidad de fundamentación ética y responde de ese modo al desafío interno de la ciencia, la parte B tiene que responder al desafío externo. El principio ético (suficientemente fundamentado), aunque quizás nunca pueda adecuarse en plenitud a las situaciones empíricas, no pierde por eso su validez, es decir, su vincularidad u obligatoriedad normativa, ya que siempre hay una posibilidad real de cumplimiento aproximativo de la correspondiente exigencia. También en esto se revela otra diferencia con el planteamiento ético kantiano, ya que Apel (a diferencia de Kant, que excluía de modo expreso toda consideración de las consecuencias) propone una ética de la responsabilidad, entendiéndola como responsabilidad por las consecuencias directas e indirectas de las acciones posibilitadas por el desarrollo científico-tecnológico. Uno de los problemas que se presenta en la aplicación del principio consiste en que, a menudo, la racionalidad intencional deviene racionalidad funcional, pero ello no exime a cada ciudadano de la responsabilidad por las consecuencias (lo cual obliga a adquirir información política y a apoyar iniciativas tendientes a posibilitar discursos prácticos). Apel habla de una «responsabilidad solidaria por las consecuencias» en la que se puede participar mediante dos estrategias distintas12: la primera, ilusoria y utópica, consiste en un intento individual de informarse sobre los detalles de cada caso y participar en la formación de consenso; la otra, menos ingenua, parte del supuesto de que, en la formación de consenso sobre algo específico cada uno debe participar sólo en la medida de su competencia particular, y, a la vez, en la formación de consenso acerca de la distribución de tareas. La evaluación específica de las consecuencias sólo puede ser asumida por expertos, que adquieren también por eso una responsabilidad específica; pero todos los ciudadanos tienen, a su vez, el deber de evaluar moralmente a los expertos, y, en tal sentido, son todos co-responsables. La responsabilidad que cada uno tiene (si ha reconocido el principio) es, como ya anticipé, la de colaborar en la institucionalización de los discursos prácticos. En ese sentido es que el principio funciona como idea regulativa –en la acepción kantiana del término–, aunque también, conforme a la perspectiva hegeliana, en la que lo «racional» es ya, en cierto modo, «real»13.

Como de todos modos es claro que se presenta un conflicto entre la parte A y la parte B, Apel propone un «principio de complementación», y en eso consiste la exigencia orientada a posibilitar una superación aproximativa de la distancia que se da entre las condiciones «contrafácticamente anticipadas» (según la expresión habermasiana) de la parte A y las condiciones fácticas que corresponden a la situación histórica concreta. El principio consiste (formulado de manera escueta) en la exigencia de obrar recurriendo a lo «estratégico» (uso funcional de la razón en el trato con los demás) sólo cuanto sea necesario (en razón de las responsabilidades particulares referidas a cada «sistema de autoafirmación») y, en cambio, colaborando en todo lo que sea posible en la formación de consenso, es decir, en la institucionalización de los discursos prácticos.

La fundamentación última –ese concepto que tan a menudo provoca escozor a los críticos de Apel– no expresa ninguna dogmatización; por el contrario, resulta un modo de salirse del rigorismo kantiano. Es decir, se admite el carácter a priori del principio (y por lo tanto su validez universal) y, sin embargo, se advierte que las exigencias morales no están desconectadas de lo histórico; que ellas tienen lugar en un proceso que siempre ha comenzado, y que tienen que respetar las condiciones empíricas dadas. La ética apeliana del discurso toma en cuenta los discursos reales, en los que a menudo se requiere la participación de expertos. Se plantea así una doble posibilidad de cooperación entre la ciencia y la filosofía: al cálculo de las consecuencias y subconsecuencias de determinadas tomas de decisión se añade la reconstrucción de las condiciones históricas de aplicabilidad del principio. La ética del discurso aparece en conexión con el Derecho, y también, por ejemplo, con los estudios de Kohlberg sobre el desarrollo de la conciencia moral, que Apel aplica no sólo en el sentido «filogenético»¸ sino también en el «ontogenético». La competencia individual para los juicios morales depende, al menos en dos sentidos, del desarrollo de la competencia social. En primer lugar, porque hay un condicionamiento del desarrollo individual por un proceso de socialización, y, en segundo lugar, porque la eticidad colectiva (como la representada por instituciones jurídicas socialmente reconocidas) determina las condiciones de la competencia moral individual. Mientras el desarrollo social no haya llegado a un auténtico estado de Derecho, o si este se llegó a alcanzar pero funciona mal, el individuo no puede esquivar –al menos no siempre– la comisión de acciones jurídicamente ilegales, ya que semejantes acciones se le aparecen en determinadas situaciones como opciones obligadas para cumplir con responsabilidades, por ejemplo, con respecto a su familia, a su grupo laboral, etc. Tal circunstancia es análoga a la que existe y seguirá existiendo en el nivel internacional: mientras no haya algo así como una federación de naciones o una república planetaria, los distintos Estados se mantendrán entre sí como en una especie de «estado de naturaleza», en el cual no se dan las condiciones de aplicación de la norma básica de la ética discursiva. El recurso a esta sólo es posible (también en ese nivel) en la medida en que no lesione las responsabilidades frente a los respectivos sistemas de autoafirmación14.

Cuando no están dadas las condiciones de aplicabilidad de los principios o de una determinada competencia judicativa moral, se presenta la situación antinómica que Max Weber había visto entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad15. Apel busca, en tal sentido, una «mediación» (Vermittlung) entre la ética universal de principios y las contingencias históricas. Puede ser que el Estado de Derecho, por sí solo, como ya lo vio Hobbes, no garantice la convivencia pacífica, pero es una condición indispensable de ella. Aunque haya que reconocer en el Estado de Derecho un poder de suyo coactivo (mediante el manejo «legítimo» de la fuerza), esto no significa que una ética de principios sea inaplicable. Para Apel sólo significa que aún se necesita la transformación discursiva (postmetafísica) del imperativo kantiano, tomando en cuenta también la problemática de la responsabilidad. Para Apel, frente al neoaristotelismo (por ejemplo MacIntyre) y al neopragmatismo (por ejemplo Rorty), cuando pretenden un consenso histórico contingente, hay que conceder dos cosas: que la norma básica de la ética discursiva sólo es aplicable en determinadas formas de «mundo de la vida», que los códigos jurídicos particulares no son deducibles solamente de esa norma básica, sino que dependen también, en cada caso, de una tradición moral y jurídica concreta. Pero, de nuevo, semejantes concesiones no son incoherentes con la afirmación de la validez universal de la norma básica. Sólo que ella no cumple en la parte B la misma función que en la parte A, y en tal sentido es que aparece el ya citado recurso a un principio de complementación, en el que se introduce el elemento teleológico. A quienes hayan alcanzado un «nivel postconvencional» (según la terminología de Kohlberg) de conciencia moral, se les plantea una exigencia doble: la de buscar la mayor compatibilidad posible entre los métodos consensual-comunicativos para la solución de conflictos con los métodos estratégicos, y la de colaborar en la superación gradual y aproximativa, in the long run, de la distancia (nunca del todo suprimible) entre la situación histórica concreta y la situación ideal que está «contrafácticamente anticipada» con cada argumentación.

En mi opinión, la ética discursiva de Apel presenta un claro balance positivo entre sus significativos aportes y las cuestiones que deja pendientes. Entre estas últimas hay que mencionar el hecho de que, pese a ser una ética que ante todo se plantea la posibilidad de resolución de conflictos, no alcanza a distinguir bien las estructuras conflictivas de la realidad social, que no sólo determinan conflictos concretos contingentes, sino que permanecen, como un a priori más allá de la solución de estos. Y así como lo racional tiene que ver con la solución (o la minimización) de conflictos, constituye también la única instancia desde la cual esa conflictividad a priori puede ser reconocida (incluso por medio de reflexión pragmático-trascendental). Si esto se admitiera, el concepto de conflictividad tendría su propia incumbencia en la fundamentación ética, y acaso no sería necesaria la parte B propuesta por Apel. Otra cuestión es la que se refiere a la formulación de la norma básica: la exigencia de resolver conflictos de intereses mediante discursos prácticos orientados a la obtención de consenso de todos los afectados por un curso determinado de acción, parece no contemplar el hecho de que igualmente hay conflictos de conciencia de la persona individual consigo misma. Por otra parte, creo que en esa formulación no hay una sola exigencia, sino dos: la de resolver los conflictos y la de resolverlos por medio de argumentación. Es cierto que la argumentación es un buen medio, incluso óptimo, pero podría no ser el único (aun descartando la violencia, en la cual no se «resuelven» sino que se «disuelven» los conflictos). Queda pendiente, a mi juicio, la cuestión de cómo la reflexión pragmático-trascendental explicita la norma básica, en el sentido de algo que posee una fundamentación última. Es un aporte de Apel indicar que tal fundamentación se alcanza cuando lo fundamentado no puede ser negado sin autocontradicción preformativa, ni puede ser deducido formalmente de determinadas premisas sin círculo lógico (o petitio principii). Pero con ello no queda aclarado el modo con que aquella reflexión hace evidente la validez de la norma básica. Si bien ésta determina el recurso «procedimentalista» para fundamentar o legitimar normas situacionales, no se ve bien si el mismo procedimiento para resolver conflictos de intereses se ha de emplear en el caso de conflictos de opiniones prácticas (en los que puede haber armonía de intereses, pero grandes discrepancias acerca del tipo de decisión que haya de tomarse). Un presupuesto elemental del concepto de «discurso» que aquí se maneja es el de la «simetría» entre los participantes. Pero en la realidad es casi imposible alcanzar una simetría perfecta, con lo cual parece que también son imposibles los discursos prácticos. ¿No se podrían indicar determinados principios, qua reglas de la argumentación (exclusivas para discursos prácticos), algo así como «principios de equidad discursiva»16 que hicieran posibles tales discursos aun en condiciones de (al menos limitada) asimetría?

Son factibles muchas críticas o incluso revisiones de la ética del discurso, y en ella están empeñados diversos pensadores que no desconocen los grandes aciertos de esa ética. También creo que hay críticas totalmente descaminadas (sobre todo las relacionadas con el relativismo o el escepticismo ético) que siempre van asociadas a interpretaciones erróneas. A menudo provienen de filósofos internacionalmente reconocidos. Hay conceptos como reflexión pragmático-trascendental, autocontradicción performativa, fundamentación última, anticipaciones contrafácticas, discursos prácticos, etc., que tienen relevancia central en la teoría, y, sin embargo, resultan con sorprendente frecuencia malentendidos. Sospecho que, como suele acontecer, además de malentendidos muchas veces hay tergiversaciones deliberadas17.

Dije que, en mi opinión, el balance es favorable a los aportes. La ética de Apel logra su propósito de transformar la ética kantiana, y lo logra en dos sentidos bien definidos: cambia la perspectiva monológica de Kant por la perspectica dialógica, y excluye el «residuo metafísico» que perduraba en la ética de Kant (sobre todo en conceptos como «reino de los fines»). Además, en la parte B propone una importante mediación entre la universalización y las responsabilidades individuales o circunscritas de los agentes morales en situaciones históricas reales. Creo que, en relación con esto último, un aporte capital en el que me permito insistir reside en la clara superación del rigorismo, incluso desde un expreso apriorismo ético. La ética del discurso, entendida –sobre todo en la parte B– como una ética de la responsabilidad, no descarta el recurso a procedimientos «estratégicos» (aunque creo que habría que señalar más específicamente los límites de ese recurso), siempre que el agente se comprometa, a la vez, a colaborar para institucionalizar los discursos prácticos.

En suma, puede decirse que estamos ante una propuesta valedera, en la que el pensamiento ético podría –y acaso debería– continuar transitando. En un tiempo de mucha penumbra, el pensamiento de Apel, como expresara uno de sus discípulos en la dedicatoria de un libro, muestra que la razón y la moral se presuponen mutuamente y su obra irradia luz intelectual en un mundo oscuro18.

A mi juicio, lo que propone la ética del discurso constituye un modelo (o mejor un paradigma) de aplicación mucho más adecuado que el de las éticas precedentes. No obstante conviene indagar, a partir de esa propuesta, si y cómo se puede dar un paso más. Aunque se trata de una ética consciente de la conflictividad (ya que su inquietud es la de proporcionar un criterio racional para la resolución de conflictos), parece admitir sólo la «contingencia conflictiva», esto es, se mantiene dentro de una concepción funcionalista. La cuestión ahora sería saber si es posible algún paradigma de aplicabilidad en el que se tome en cuenta la «necesidad conflictiva», es decir, en el que –evitando tanto el rigorismo como el relativismo como lo hace la ética del discurso– se comience por reconocer la inevitabilidad de los conflictos. Este reconocimiento equivale a lo que he conceptualizado en trabajos anteriores, como a priori de la conflictividad19, y que constituiría la base tanto para la fundamentación como para la elaboración de un paradigma de aplicabilidad en el seno de una «ética convergente»20. La «convergencia» se entiende ahí en dos sentidos. En primer lugar, alude a la tematización de la conflictividad (propia de la ética axiológica de N. Hartmann) en la ética discursiva, es decir, con los instrumentos conceptuales que proporciona la pragmática trascendental. Se trataría de admitir, de ese modo, las estructuras conflictivas básicas e ineliminables, pero también se evitaría la precariedad de la fundamentación intuicionista. En segundo lugar, una ética convergente apunta a reconocer y a fundamentar no sólo los principios que pueden inferirse de las estructuras conflictivas básicas, sino igualmente un «metaprincipio» que exige maximizar la armonía entre aquellos principios y que no da pautas directas para la acción moral, sino que indica cómo manejarse con principios que suelen resultar incompatibles en su aplicación.

El primero de los sentidos mencionados ha sido analizado en otros lugares, a los cuales me remito21. Sobre el segundo, también tratado antes, tengo que hacer un par de comentarios breves. Hablar de un metaprincipio equivale a introducir un nivel más en los puntos de referencia propios de la ética normativa; no sólo se reconoce el nivel de las normas situacionales y el del principio (o en este caso de los principios), sino también un nivel reservado al criterio que es preciso adoptar para evitar en lo posible lesionar principios ya reconocidos como válidos. El a priori de la conflictividad indica que no sólo hay conflictos entre normas situacionales (que reflejan a su vez los conflictos entre intereses personales o grupales), sino también que hay conflictos entre principios. Y si se habla de conflictos entre principios se presupone que hay más de un principio. La ética convergente reemplaza, en efecto, el principalismo monista, propio de la ética kantiana y de la ética del discurso, por un principalismo pluralista. Sin embargo, ya se dijo que es preciso evitar el relativismo. No hay una infinidad de principios, sino un número restringido. La fundamentación de la ética convergente consiste en mostrar los principios subyacentes en la estructura conflictiva del ethos. De manera semejante a lo que propone la ética discursiva, los principios ofrecen pautas para resolver conflictos prácticos concretos, pero, como además pueden estar en conflicto entre sí, es necesaria otra instancia desde la cual se tomen en consideración los conflictos entre principios. Resolver, o al menos minimizar estos conflictos, incidirá de modo indirecto en la resolución o minimización de aquellos.

Los principios de la ética convergente se pueden inferir, como ya indiqué, de las estructuras conflictivas más generales: la conflictividad sincrónica (oposición entre lo universal y lo individual) y la diacrónica (oposición entre la permanencia y el cambio). Se trata de cuatro conceptos enfrentados en dos líneas de tensión, y que desde siempre han sido reconocidos por la filosofía. La ética convergente los considera como «principios éticos cardinales», fundamentándolos por reflexión pragmático-trascendental; así como la ética del discurso descubre su principio o norma básica entre los presupuestos de toda argumentación, la ética convergente encuentra los «principios cardinales» en las argumentaciones propias de los discursos prácticos. Estos no podrían llevarse a cabo si no utilizasen argumentos en los que se presupone el reconocimiento de por lo menos uno o dos de esos principios. El acuerdo que se alcance en un discurso práctico siempre estará orientado ya sea a la universalización, o, por el contrario, al reconocimiento de lo individual-excepcional; o bien a efectuar un cambio (realizando algo aún no existente) o, por el contrario, a conservar o proteger algo que se descubre amenazado.

Ahora bien, los discursos prácticos no sólo presuponen estos principios, sino también valoraciones básicas extramorales. Pensadores como Scheler y Hartmann habían visto con claridad algo que dejó de tenerse en cuenta o se olvidó por completo, y que, sin embargo, es de capital importancia para la ética: la referencialidad de las valoraciones morales a valoraciones extramorales, lo que a su vez permite la distinción entre el «valor intentado» y el «valor de la intención» (este último es moral pero cobra sentido en su inevitable referencia a aquél, que es «extramoral»). Es necesaria, a mi juicio, una investigación (que por mi parte he iniciado pero no concluido) de ese problema desde una perspectiva pragmático-trascendental con vistas a poner en evidencia las relaciones conflictivas entre los principios cardinales22.

Mientras tanto, y al menos de modo provisional, esas relaciones se dejan entender si se admite la vinculación entre lo ético y lo racional, así como el carácter bidimensional de la razón: la dimensión de fundamentación (F) y la de crítica (K)23. En la estructura sincrónica del ethos la dimensión F está presente en el principio que exige universalización, y la K en el que exige individualización. En la estructura diacrónica, a su vez, la dimensión F lo está en el principio que exige conservación y la K en el que exige realización. Puede indicarse así en la racionalidad misma una explicación (aunque no la única) de las estructuras conflictivas éticas.

La bidimensionalidad racional es significativa para la ética, porque pone en evidencia también el a priori de la conflictividad (entraña un conflicto intrínseco de la razón –entre las funciones de fundamentación y crítica–, y, a la vez, la dimensión crítica es el punto de observación desde el cual se advierte y se acepta la inevitabilidad de los conflictos). Los principios cardinales se enfrentan, por un lado, como extremos de estructuras conflictivas, y, por otro, como representantes de distintas dimensiones racionales. Estas tensiones conflictivas se advierten a la hora de la aplicación de tales principios, ya que siempre pueden perturbar e incluso impedir la aplicación. El metaprincipio –que por cierto también tiene que ser fundamentado– expresa la exigencia racional fundamentadora (de la dimensión F) de minimizar el conflicto de principios. No es, en sentido estricto, un principio moral, ya que no prescribe un tipo de acción, sino un principio regulativo para el uso (la aplicación) de los principios cardinales. Expresa también la exigencia racional crítica (de la dimensión K) de aceptar el a priori de la conflictividad. Sintetiza así las dos recomendaciones contrapuestas que han de tenerse en cuenta en una acción regida por la razón, pero no remite a dicha acción en forma directa, sino a través de los principios cardinales.

De lo anterior se infiere que la ética convergente prioriza la «ateleología» sobre la «teleología» de los principios, es decir, la indemnidad de los cuatro principios sobre el cumplimiento estricto de cualquiera de ellos24. No es que excluya tal cumplimiento, sino que lo subordina a la seguridad de los demás. De manera semejante a la ética del discurso, aquí es necesario fundamentar las condiciones de posibilidad de la aplicación (y, por tanto –puede agregarse– del cumplimiento estricto) de los principios fundamentados. Pero esas condiciones de posibilidad no son consideradas ahora en su mera relación con responsabilidades ya asumidas, sino interpretadas como formas de respeto de los cuatro principios. Se presupone la posibilidad de un cumplimiento gradual. El cumplimiento concreto de cada uno no debe exceder la medida dentro de la cual no involucra una lesión de otro. Es cierto que hay ocasiones en las que el conflicto se agudiza, y, en consecuencia, resulta imposible la indemnidad total de los cuatro principios. Pero lo que el metaprincipio exige es el esfuerzo por maximizar la armonía, es decir, por reducir a un mínimo la conflictividad entre los principios, y, en último caso, reducir también a un grado mínimo el daño que se les infiera. Ha de procurarse incluso que, si esos daños son de verdad inevitables, resulten a su vez equitativos. En tal sentido, el metaprincipio es lo suficientemente amplio como para ser aplicado en todas las situaciones, y la ética de la convergencia es, por tanto, rigorista con respecto a él. Pero el rigorismo con respecto al metaprincipio refleja la admisión del a priori de la conflictividad. No es un rigorismo moral, porque no lo es con respecto a los principios cardinales, aun cuando se admita el carácter absoluto de las exigencias de estos.

El problema de la aplicabilidad ética ha sido respondido casi siempre mediante alguna de las posiciones extremas conocidas como «casuismo» y «situacionismo». Las posturas casuistas pretenden que toda situación es un caso particular para la aplicación de los principios, mientras que las situacionistas enfatizan el carácter único, irrepetible e incomparable de cada situación, y, por tanto, niegan la aplicabilidad de los principios. Ahora podemos advertir mejor el hecho de que en realidad hay diversos modelos o, usando la expresión que Kuhn convirtió en moneda corriente para la epistemología y Apel para la filosofía en general, «paradigmas»25 de aplicabilidad según el tipo de teoría ético-normativa que se sostenga.

Hay, en primer lugar, un paradigma basado en la autoridad, en el que un determinado principio se aplica dogmáticamente, sin verdadera fundamentación racional. Este queda, a mi juicio, fuera de la ética normativa, que, por ser filosófica, exige cuestionamientos. Todo recurso a la autoridad amputa la dimensión crítica de la razón. Aunque resulte paradójico, puede afirmarse que la dimensión de fundamentación (F), aislada de la dimensión crítica (K), no puede siquiera ofrecer una fundamentación. Es, en cierto modo, la paradoja de los «fundamentalismos» religiosos o políticos.

Un segundo paradigma es el de la situación, que, como se vio, representa en realidad la negación de que las normas o los principios sean de verdad aplicables, por cuanto su generalidad abstracta no se adecua al carácter particular y concreto de las situaciones morales. Es de éstas de donde surgen los únicos criterios para la acción. No obstante, parece lícito ver aquí también un paradigma, ya que hay una «ética de la situación», por ejemplo en E. Grisebach26 y en diversos representantes de la filosofía de la existencia. En todo caso, se trata de un paradigma antinormativo propio de una concepción que, para ser coherente, tiene que negar igualmente toda posible fundamentación de normas. Si el paradigma de la autoridad elimina la dimensión K de la razón, el de la situación hace lo propio con la dimensión F. Ambos incurren en manifiesta arbitrariedad.

El imperativo categórico kantiano constituye la forma clásica de lo que puede denominarse paradigma del rigorismo, que puede descubrirse, así mismo, en otras teorías éticas. Es un paradigma de aplicabilidad basado en la convicción de que, si un principio está bien fundamentado, puede y tiene que ser aplicado siempre, sin excepción. Es lo propio de las éticas casuistas, según las cuales en toda situación, por compleja y peculiar que sea, es posible contar con el principio cuyo seguimiento aporta la solución. El carácter moral de una acción depende de la aplicación del principio, que, en sí mismo, es inflexible.

Un cuarto paradigma consiste precisamente en el esfuerzo por dotar al principio de flexibilidad. Se fundamenta y se reconoce un principio (o diversos principios), pero no se pretende que deba ser aplicado de manera inexorable. Es el paradigma de la provisionalidad (por ejemplo en la «moral provisional» de Descartes), o de la latitud (por ejemplo en la ética de los platonistas de Cambridge en el siglo xvii, o en lo que W. D. Ross, en el siglo xx, llama «deberes prima facie»). La obligatoriedad que emana del principio es cierta, pero no rigurosa, y existen ocasiones en que puede tolerarse y justificarse su no observancia.

El paradigma de la parte «B» de la ética del discurso, propuesto por Apel, es designable, en mi opinión, como paradigma de restricción compensada, porque la aplicación de la norma básica depende de que se den las condiciones de posibilidad, pero, a la vez, la no aplicación (en casos en que no se dan tales condiciones) debe ser compensada con la introducción de un nuevo principio, complementario, que involucra una forma de compromiso a largo plazo con el principio no aplicado. La estructura general de esta ética sigue siendo, sin embargo, la de un principalismo monista. Lo que viene a sostener, en definitiva, es que, si el principio (único) no puede cumplirse ahora, el agente que reconoce su validez debe estar dispuesto, no sólo a aplicarlo cada vez que pueda, sino también a esforzarse en la consecución de las condiciones necesarias para ello.

El paradigma de la convergencia, propuesta principal de una ética convergente, es el propio de una ética normativa que comparte con la ética del discurso (y su paradigma de restricción compensada) la perspectiva dialógica y la idea de que existen restricciones de la aplicación, pero sería a la vez un paradigma correspondiente a un principalismo pluralista. La aplicación tiene que restringirse, según la ética convergente, porque entre los principios cardinales hay relaciones conflictivas. No es preciso elaborar una parte B de la ética, porque la conflictividad ya ha sido puesta de manifiesto en las tareas reflexivas de fundamentación. Las condiciones de posibilidad de la aplicación de los principios no están separadas de las condiciones de posibilidad de su validez. La aplicación de los principios está restringida por el metaprincipio, que, como vimos, exige maximizar la armonía entre aquellos, lo cual, en razón de las interrelaciones conflictivas, sólo es posible limitando la aplicación de cada uno.

La ética convergente, con su paradigma de convergencia, puede ofrecer una contribución a la bioética en la medida en que ésta, de acuerdo con el criterio más habitual, reconoce también cuatro principios básicos. Resulta bastante fácil advertir la correspondencia de estos con los que venimos llamando principios cardinales:

  1. El principio de no-maleficencia (que prioriza en medicina la exigencia de «no dañar») es una particularización del principio de conservación, es decir, del que en general establece la obligatoriedad moral de posibilitar la permanencia de lo valioso.
  2. El principio de beneficencia muestra el polo activo de la estructura conflictiva diacrónica, es decir, el que exige alguna forma de realización cuando se advierte la ausencia de un determinado valor (en este caso, la salud).
  3. El principio de justicia es un ejemplo obvio de la exigencia de validez universal, o de universalizabilidad que caracteriza la ética kantiana, pero también otras manifestaciones clásicas o contemporáneas de ética normativa.
  4. El principio de autonomía (que ha establecido en medicina una restricción definitiva del llamado «paternalismo») coincide con el principio cardinal de individualización, que la ética convergente reconoce y que puede fundamentar. Está igualmente presente, por ejemplo, en la «ley individual» de Simmel, en la «inversión del imperativo categórico» propuesta por Hartmann, etc.

Los problemas de la bioética (sobre todo los de la llamada ética biomédica) pueden clasificarse y plantearse como problemas derivados de la conflictividad entre los principios cardinales. El paradigma de convergencia se adapta con facilidad a la aplicación de los principios bioéticos, cuya restricción se entiende conforme se advierte su conflictividad y la necesidad (determinada por un metaprincipio que de hecho está admitido en la bioética) de maximizar la armonía entre los principios.

La concordancia entre los principios bioéticos y los de la ética convergente queda así expuesta en un primer esbozo, que podría servir para encontrar los principios propios de una «ética de la educación». Cuando se habla de formación –de profesionales, por ejemplo– ¿se piensa en la preparación para introducir cambios en la estructura social, o, por el contrario, se alude al desarrollo de las capacidades personales que permiten la consolidación de esa estructura? La pregunta pone de relieve el conflicto diacrónico. Las respuestas que optan por una de esas alternativas en desmedro de las otras incurren en unilateralidad. El principio de convergencia exige el esfuerzo por hallar el equilibrio. Y lo mismo ocurre con el conflicto sincrónico: ¿cuáles valores deberían priorizarse en la formación de profesionales, los universales o los particulares? La contestación adecuada consiste, para la ética convergente, en señalar que se trata de un conflicto de principios, y que cualquier priorización amputa un lado de la racionalidad, y, por tanto, del ethos bien entendido. El equilibrio es lo más difícil, pero el empeño en su procura es la única salida razonable cuando se ha comprendido la complejidad de lo moral y el hecho de que allí no pueden cumplirse a la vez, y en su mayor grado, las cuatro exigencias cardinales opuestas, a causa del a priori de la conflictividad.

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Notas:

1 Dado que «todo» lo ético alude a lo «práctico», esa adjetivación pierde relevancia y no permite distinguir lo que con ella se pretende destacar.

2 K.H. Ilting, 1964. Este pensador, fallecido en 1984, fue, en efecto, el primero en usar esa expresión, que se difundió rápidamente sobre todo a través de la importante compilación efectuada por M. Riedel algunos años después bajo ese título (1972-1974). R. Bubner, por su parte, propuso asimismo la fórmula de «renacimiento de la filosofía práctica» (R. Bubner, 1975) .

3 Al margen de los de desacuerdo, que no eran pocos, y que fueron aumentando con el tiempo. En su obra más reciente (1998), Apel llega a una extrema discrepancia, y sostiene que Habermas ha abandonado prácticamente la ética del discurso (ibid., cap. 13: «Auflösung der Diskursethik», pp.727-837).

4 K.O. Apel, 1973, t.II, p. 359, donde habla de la «situación paradójica» en que se ve hoy quien reflexiona sobre las relaciones entre la ciencia y la ética.

5 En el presente trabajo sólo puedo presentar un esbozo muy escueto de ese programa. Para una exposición más extensa véase R. Maliandi, 1991, passim, y 1993, passim. Una versión resumida puede verse en R. Maliandi, 1997, pp. 117-124.

6 Sobre esa interesante polémica, imposible de resumir aquí, H. Albert, 1980, pp. 11 ss., 24 ss., 129 ss., 173 ss. y passim. Del mismo autor: 1975, pp. 100 ss.; 1982, pp. 64 ss., 137 ss. y passim. Las respuestas de Apel: 1973, tomo II, pp. 45 ss.; 1975, pp. 140-173; 1988, pp. 25, 352, 444, etc. Comentarios y exposiciones en A. Cortina, 1985, pp. 149 ss. También Maliandi, 1991, pp. 21-29 y 1993, pp. 89 ss.

7 Una autocontradicción performativa se entiende si se toma en cuenta la dimensión pragmática del lenguaje. Tal contradicción, a diferencia de otra semántica (entre dos proposiciones de las cuales el predicado de una de ellas niega lo que se afirma en el de la otra), se comete con una sola proposición, pero en la cual se niega lo que está implícitamente afirmado en el acto comunicativo por el que dicha proposición se expresa, o bien se afirma lo que en tal acto se niega.

8 Otras veces la incomprensión se deriva, en cambio, de un prejuicio relativista o irracionalista, según el cual hay muchas «razones» (no meramente formas de racionalidad), y ninguna de ellas es apta para una fundamentación universal.

9 Sobre las diferencias entre el Gedankexperiment de Kant y el de Apel, véase mi estudio preliminar a K. O. Apel, 1994, «Semiótica filosófica y ética discursiva» (pp. 47- 62, en especial pp. 54-56).

10 Véase I. Kant, Akad. IV, 421 ss. Me he ocupado más detalladamente de este aspecto en el cap. 8 de mi libro de 1998, pp. 143-159.

11 No es que en tales «encuentros y conferencias» siempre se cumpla con las reglas mínimas del discurso práctico (más bien el caso es lo contrario, y se suele tratar de negociaciones asimétricas en las que los más fuertes hacen valer sus privilegios). Pero el hecho es que, en los últimos tiempos, la necesidad de la apelación al diálogo se ha convertido en un supuesto ampliamente reconocido, y que, según Apel, equivale a una confirmación de la validez de la norma básica.

12 Véase K. O. Apel, 1990, p. 36.

13 Véase ibid., p. 37.

14 Podría agregarse que el actual estado de «globalización» económica tiene, entre las razones de su gravedad, el hecho de que las grandes empresas transnacionales operan simultáneamente en naciones distintas, ateniéndose a códigos jurídicos nacionales muy diversos, según sus propios intereses (que, desde luego, no son los de las comunidades nacionales ni los de la comunidad mundial).

15 Véase K. O. Apel, 1991, p. 172.

16 Con ese título presenté una ponencia al XX Congreso Mundial de Filosofía, celebrado en Boston en 1998, y publicado en las Actas correspondientes, K. Brinkman (ed.), 1999, pp. 83-93.

17 ¿Por qué o para qué querría alguien tergiversar una teoría ética? La respuesta es muy sencilla: se trata de la «ley del menor esfuerzo». Como es difícil y penoso hallar argumentos refutatorios, el recurso más a mano es la adulteración, que no pocas veces deriva en ridiculización. Se trata del «tercer cuerno» de lo que he llamado «trilema del bufón», o «trilema de Aristófanes» en que incurren los escépticos. Véase R. Maliandi, 1998, pp. 297-329 y 1997, pp. 125-133.

18 Véase V. Hösle, 1992, p. 5.

19 Véase R. Maliandi, 1993, pp. 179 ss.; Transformación y síntesis, cit., pp. 69 ss.

20 Véase R. Maliandi, 1998, passim.

21 Véase R. Maliandi, 1991, 1993 y 1998.

22 La fundamentación de los principios cardinales que aquí presento de un modo extremadamente escueto por razones de espacio, también es tema de la misma investigación, que espero publicar próximamente.

23 Sobre esa bidimensionalidad, véase R. Maliandi, 1993, pp. 70 ss., y 201 ss.; y especialmente 1997, primera parte, pp. 19-98. Utilizo ahora, para «crítica», la inicial «K», en lugar de «C», para evitar posibles confusiones con el principio C (de «conservación»).

24 Es algo que N. Hartmann había visto muy bien con respecto a los valores. También Hans Reiner lo ratificó claramente en ese ámbito: «en general existe una prioridad de la exigencia negativa, de no lesionar valores existentes, ante la exigencia positiva de la realización de valores» (Hans Reiner, 1974, p. 172).

25 El plural debería ser, en sentido estricto, «paradigmata».

26 Véase E. Grisebach, 1928, o, en general, los existencialistas.

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