Las organizaciones educativas como sistemas de comunicación.
Un enfoque micropolítico
Eduardo Terrén (*)
Síntesis: Se ha dicho en repetidas ocasiones
que las ciencias sociales son ciencias de lo impreciso. El estudio
de la vida de las organizaciones educativas no escapa a esta afirmación,
sobre todo cuando el análisis se sitúa más
en el terreno de la organización como proceso o acción
(organizing), que en el de la organización como estructura
o como efecto (organization). La imagen de la organización
desarrollada sobre todo desde los enfoques etnográficos o
postmodernos y los basados en la asunción del conflicto como
algo inherente a la vida de las organizaciones, atiende principalmente
a este nivel de producción cultural de la organización
en el que se practica el gobierno de los centros educativos. El
presente trabajo aspira a mostrar que la micropolitica es el enfoque
a este nivel de análisis. En primer lugar, porque permite
mostrar cómo la unidad relevante en el estudio de esa práctica
la forman no las estructuras organizativas ni los individuos, sino
las redes de interacción que se constituyen entre ambos.
En segundo lugar, porque a través del estudio de tales redes
adquieren relevancia los procesos de interacción fundamentales
que inciden en el gobierno de un centro: el intercambio de información
y la creación de sentimientos de confianza. Son estos procesos
los que constituyen la base sobre la que se desarrolla el capital
social interno de la organización, de los que depende en
buena medida su capacidad de adaptación al cambio y de llevar
a cabo un proyecto común.
1. El enfoque micropolítico de la organización educativa
Entre los cambios que conlleva la transformación tecnológica
y económica de nuestro tiempo destacan el nuevo carácter
y el valor de la información y el conocimiento relevantes.
Estamos pasando de un complejo de poder/saber en el que era dominante
un modelo de procesamiento vertical de la información basado
en la autoridad, a otro en el que el modelo dominante de procesamiento
de la información privilegia la rapidez y se desarrolla en
red. Este trabajo ha partido de la base de que el estudio del gobierno
de las organizaciones educativas debe ser sensible a dicho nuevo
valor del conocimiento y de la información, para adquirir
una adecuada visión de su verdadero funcionamiento y de su
capacidad de adaptación al cambio. Ese es el sentido que
tiene nuestro objetivo de explorar el potencial analítico
de un marco teórico inspirado en la idea de que los centros
educativos pueden estudiarse como sistemas de comunicación,
y que, al hacerlo así, lo que estaríamos analizando
sería el conjunto de intercambios informativos que fluyen
a través de las redes que se originan en su seno. Tal es
el escenario de la micropolítica de la organización1.
El gobierno de una organización es el meollo de su política,
y toda política es gestión de un determinado conjunto
de individuos y de recursos. Los recursos son relevantes en tanto
que son conocidos; lo mismo ocurre respecto a los individuos, con
la particularidad de que éstos se conocen y se comunican
entre sí, formando redes que se traducen en diferentes lógicas
de acción. Más que los individuos, son estas redes
las que constituyen las unidades significativas del gobierno de
las organizaciones, y son los procesos de comunicación implicados
en las interacciones registradas dentro de estas redes y de unas
redes con otras las que confieren un valor real a los recursos de
que dispone la organización2.
El carácter universal de tal afirmación se hace más
elocuente en el caso de las organizaciones escolares (en el fondo
instituciones administradoras de conocimiento), y, dentro de ellas,
en el de las que pretenden dotarse de un proyecto, asentarse en
una cultura colaborativa y desarrollarse como comunidades, pues
son éstas las que más precisan de una traslación
fluida de informaciones entre sus redes y de un mayor capital relacional.
Analizar el gobierno de una organización pasa por reconocer
la gestión del conocimiento y de la comunicación que
se producen en su seno como claves de su política. La política
de la escuela tiene dos dimensiones: una macro y otra micro.
La dimensión macropolítica es la que se refiere a
la política educativa en el nivel nacional o regional. Su
escenario fundamental es el Estado o la correspondiente entidad
política subestatal; su forma de acción es la legislativa,
y el tipo de cambio que promueve es la reforma. La dimensión
micropolítica, que es la aquí nos interesa, tiene
como escenarios privilegiados el centro y el aula, a los que en
algunos casos conviene distinguir como dos subniveles (el micro-meso
y el micro-micro, respectivamente), si es que compete distinguir
entre los dos tipos de cambio educativo que se promueven en ambas
esferas (la mejora y la innovación), en correspondencia con
los dos tipos de actuación a los que cada una se corresponde
(el gobierno del centro y la práctica de aula). El cuadro
1 sintetiza las diferencias señaladas3.
Cuadro 1
Dimensiones de la política de la organización educativa
Nivel |
Escenario |
Ámbito de acción |
Tipo de cambio |
Macro |
Sistema educativo |
Legislativa |
Reforma |
Micro-Meso |
Centro |
Gabinete de la organización |
Mejora |
Micro-Meso |
Aula |
Práctica de aula |
Innovación |
En nuestra exposición interesa analizar el nivel micro-meso
de la organización educativa, lo que nos sitúa en
el ámbito de la micropolítica. Una de las ventajas
del análisis a este nivel es que ayuda a eludir la excesiva
contraposición entre los enfoques macro y micro del análisis
sociológico, centrados respectivamente en el predominio de
la estructura o de la acción, pues el enfoque del análisis
micropolítico propone una visión del orden de la organización
como un orden negociado, en constante proceso, y con una visión
de la acción como estructurante y socialmente enraizada en
redes y en rutinas (Bacharach y Mundell, 1993; Giddens, 1984).
Esta reflexión se alinea en una tendencia de investigación
bien asentada desde hace casi dos décadas. La idea motriz
de dicha tendencia consiste en hacer hincapié en que, más
allá de las visiones de las escuelas como cajas negras cuyos
resultados son interpretados como productos de un proceso simple
de input-output sometido al efecto de las variables macro,
los propios procesos organizativos de los centros, y, en especial,
las variables vinculadas a lo que se conoce como la «cultura
de la organización», son factores claves para la consecución
de una educación de calidad. La literatura sobre este tema
ha puesto de manifiesto dos tesis fundamentales: partiendo del supuesto
de que el rendimiento del alumnado está muy condicionado
por su motivación y por lo significativo que sea su aprendizaje,
se afirma que tal alumnado depende a su vez, y en buena medida,
del tipo de cultura organizativa y del clima imperantes en cada
escuela; la otra tesis manifiesta que la participación, la
implicación y el compromiso con el centro y con sus objetivos
por parte tanto del profesorado como de las familias, es parte fundamental
de los procesos de mejora de las escuelas. Sólo a efectos
analíticos, hablamos de colaboración en el primer
caso y de participación en el segundo. Ambos se refieren
a dos planos distintos aunque interrelacionados de capital social
relacional (intra y extraorganizativos), y señalan
dos vías de flujo y de alimentación de informaciones
(comunicación interna/externa), mostrando una doble extensión
de la imagen de la red: hacia adentro (entorno interno) y hacia
fuera (entorno externo). Como lo que aquí nos importa es
el primer tipo de entorno y su correspondiente desarrollo de capital
social o relacional, el sentido de nuestra reflexión puede
describirse como una aproximación al estudio del funcionamiento
de las redes sociales intraorganizativas, con objeto de mejorar
nuestro conocimiento de la micropolítica de colaboración
que conlleva el gobierno de los centros educativos dispuestos o
enfrentados al cambio.
Conviene subrayar que el análisis de la micropolítica
de la organización en función de las interacciones
comunicativas que se establecen entre sus redes supone también
un particular enfoque de la cultura de la organización, pues,
a diferencia de lo que se observa en muchos tratamientos de esta
variable, la cultura no se entiende como un conjunto de valores
compartidos que en teoría impregnan o deben impregnar el
clima de la organización y guiar el desempeño de los
individuos que la componen. Se entiende, más bien, que las
interacciones comunicativas que alimentan la vida de las diferentes
redes constituyen los entornos simbólicos inmediatos en los
que los individuos se reconocen y en los que se refugian sus actitudes
respecto al trabajo y a la organización, lo que genera corrientes
de opinión muchas veces divergentes e incluso contradictorias.
Parece plausible afirmar que, desde este punto de vista, la cultura
de una organización funciona más como una opinión
pública que como una ideología o como una mentalidad
común. Tiene sus líderes locales o nodos que focalizan
las informaciones, que entretejen en torno a sí opiniones
y disposiciones que albergan distintas visiones de su misión,
y que filtran informaciones del interior y del exterior con arreglo
a sus diferentes historias o aspiraciones. Las redes intraorganizativas
de interacción no se estructuran sobre roles definidos por
una función ni por una asignación de autoridad, sino
sobre focos de influencia que canalizan la información, que
la elaboran y la estructuran en actitudes y en disposiciones compartidas.
Dicho de otra forma, los climas de opinión que emergen de
las redes intraorganizativas proporcionan los pseudoentornos en
los que se inscriben las lógicas de acción que cada
una de ellas impulsa. En la dinámica conflictiva que describe
el juego entre estos diversos climas de opinión es en donde
se bate la micropolítica.
Así, y nos parece que en consonancia con tratamientos ya
clásicos de la micropolítica como los de Ball (1989)
o Blaise (1991), creemos que puede afirmarse que el enfoque micropolítico
en el análisis de los centros educativos lleva al terreno
de la cultura de la organización la idea de las organizaciones
como sistemas débilmente articulados o acoplados (loosely
coupled systems) propuesta hace más de veinte años
por Karl Weick. La perspectiva de análisis que aquí
se propone (centrada en la relación entre micropolítica,
cambio y comunicación), ahonda en la crítica del supuesto
de que las organizaciones son entidades monolíticas, burocráticas
y férreamente racionales, cuya esencia radica en su estructura.
La perspectiva es, más bien, la de que la cultura de la organización
es un campo esencialmente conflictivo, en el que compiten o coexisten
diferentes interpretaciones y manejos de la situación. La
micropolítica de la interacción de redes supone, por
tanto, una visión conflictiva de la vida cultural de la organización,
que responde a un reconocimiento de su diversidad interna. Esto
quiere decir, también, trabajar en la perspectiva de lo que
en otro lugar hemos descrito como una «imagen caliente de la
organización» (Terrén, 2003).
La micropolítica de la escuela se ocupa tanto de describir
esa complejidad interna como del esfuerzo por reducirla y reconducirla,
lo que la hace pertinente para el estudio del ejercicio del liderazgo
en las organizaciones educativas, entendiendo que tal estudio tiene
más que ver con el juego de las influencias frecuentemente
desarrolladas a nivel informal, que con el desempeño formal
de la autoridad. El estudio de la dimensión específica
del gobierno de los centros es muy significativo a la hora de entender
que la consideración de la escuela como un espacio micropolítico
implica reconocerla como un ámbito de conflicto, en el que
se entrecruzan estrategias con diferente capacidad de arrastre en
función de los recursos que pueda movilizar. De ello depende
su potencial de presión, de apoyo, de negociación
y de convicción. Debe apreciarse que, en ese sentido, el
conflicto no es tanto una patología que hay que extirpar,
sino una situación de hecho que debe saber gestionarse para
traducirla en una oportunidad de mejora (Jares, 1997). Cuando hay
discrepancias y diferentes niveles de implicación y de compromiso,
aumenta la incertidumbre sobre el resultado y sobre los beneficios,
y es entonces cuando los procesos de comunicación que fluyen
a través de las redes de la organización se convierten
en la clave de su micropolítica.
2. Organización, conocimiento y comunicación
Organización y comunicación son procesos íntimamente
asociados, pues, haciendo uso de la metáfora que McLuhan
acuñó para el segundo, ambos pueden considerarse como
extensiones del ser humano, que amplían sus posibilidades
de adaptación eficiente. No en vano el incremento de la amplitud
de dichos procesos y de nuestra dependencia cotidiana de ambos,
ha sido repetidamente utilizado como indicador característico
de la sociedad de nuestro tiempo, considerada tanto una sociedad
de organizaciones como de comunicaciones. Sin embargo, lo importante
no está siendo sólo ese incremento sino el de su interconexión
o interdependencia, pues la complejidad del mundo de las organizaciones
es hoy impensable si no admitimos el mismo grado de complejidad
en el mundo de las comunicaciones.
Quizá debido a la interdependencia entre ambos procesos,
la gestión del conocimiento y de la comunicación en
el seno de las organizaciones se ha convertido en un capítulo
fundamental en la literatura sobre el cambio organizativo, dado
que, después de todo, la obtención y la transmisión
de la información son los recursos fundamentales a la hora
de forjar o de reorientar estrategias de adaptación que permitan
a las organizaciones responder a las nuevas demandas de su entorno
o de su público. Lo que aquí se pretende mostrar es
cómo la consideración del papel que cumple la gestión
del conocimiento como factor clave del gobierno de las organizaciones
escolares es inseparable de la consideración de éstas
como espacios comunicativos, y cómo, de acuerdo con lo expuesto
en la sección anterior, el análisis de esta gestión
puede hacerse con más precisión si se considera la
organización como un universo de redes de interacción,
y no como una estructura definida de roles o de posiciones preestablecidos.
Este interés se relaciona con el enfoque de la organización
de Karl Weick (1979), que habló por primera vez en los años
setenta de las organizaciones educativas como sistemas débilmente
articulados. A partir de la idea de la reducción de la incertidumbre
desarrollada por la teoría de la información de Shanon,
y de la importancia concedida a la realimientación en el
modelo de la teoría de sistemas, Weick entendía las
organizaciones como instrumentos de reducción de la incertidumbre
y del carácter equívoco de la información.
Su psicología social de la organización, más
atenta a los procesos de producción de un orden siempre inacabado
(organizing) que a la estructura resultante, considera los
entornos como complejos de información y establece la comunicación
como proceso central de la vida organizativa. Esta visión
dinámica, compleja e inacabada de las organizaciones, es
quizás la que más ha obligado a llevar al campo de
la teoría de la organización el interés por
los procesos comunicativos (Kreps, 1995), y es, en cualquier caso,
la que proporciona fundamento a una idea central en nuestro enfoque,
como es la de que el propio interior de la organización constituye
a su vez un entorno (interno) sometido a la misma dialéctica
de incertidumbre y de complejidad.
No obstante, puede llegarse a este mismo interés por la
vida comunicativa de las organizaciones a través de otro
itinerario. Hace tiempo que economistas de la talla de Kenneth Arrow,
por ejemplo, subrayaron la importancia del conocimiento y del aprendizaje
en el gobierno de las organizaciones. Desde entonces, el interés
por la gestión del conocimiento organizacional se ha ido
desarrollando a medida que lo han hecho dos tendencias de contextos
fundamentales e interrelacionados: la globalización y el
desarrollo de las TIC. Así ha ido cuajando la visión
de las organizaciones como estructuras dinámicas capaces
de aprender y de adaptarse a los cambios a través de unos
procesos cada vez más revalorizados, como son el liderazgo
efectivo, la cultura colaborativa, el clima abierto y la toma descentralizada
de decisiones, mediante la activación de las redes internas
de comunicación. La proliferación de entornos más
caracterizados por las discontinuidades y por los cambios acelerados
que por la continuidad y la estabilidad, ha revalorizado el papel
de la gestión del conocimiento en las organizaciones y ha
trasladado el centro de interés desde la estructura y la
asignación de funciones hacia las personas, y, más
específicamente, hacia las redes en las que se producen sus
interacciones. La idea básica es que entornos más
complejos exigen también estrategias organizativas más
complejas, lo que revierte en un incremento de la complejidad interna.
La incorporación de la teoría de la complejidad al
análisis de las organizaciones ha subrayado cómo la
gestión de la complejidad es ante todo una gestión
de la información que fluye a través de las redes.
La adecuación entre la complejidad del entorno y la de la
organización se obtiene a través de la información,
tanto de la procedente del exterior como de la del interior de la
organización. La teoría de los sistemas de Luhmann,
por ejemplo, permite entender la relación entre organización,
complejidad y comunicación4.
Para Luhmann, las organizaciones, en tanto que sistemas, son siempre
menos complejas que el entorno, y deben abordar la mayor complejidad
de éste a través de representaciones simplificadoras
del mismo. Estas representaciones son selecciones de información
que, como tales, implican un riesgo en su adecuación. Lo
importante de su enfoque para nuestra reflexión es que el
riesgo es menor cuando más adaptable, flexible y precisa
sea la representación; y eso es lo que hace que los procesos
intraorganizativos de selección y de comunicación
de las informaciones en sí mismas como de las disposiciones
que las acompañan, sean decisivos para el gobierno y para
la supervivencia de la organización.
El conocimiento de tales procesos y de sus contenidos es lo que
se considera el conocimiento organizacional. No es éste el
lugar de extenderse en una revisión de las definiciones y
de las tipologías propuestas por la teoría del conocimiento.
Para nuestros propósitos basta fundamentar con brevedad una
visión del conocimiento adecuada a su papel en la vida y
en el gobierno de las organizaciones. La visión que necesitamos
se apoya en los presupuestos del pragmatismo, pues relaciona el
conocimiento con la capacidad de adaptación al mundo de los
individuos y de las organizaciones. De ahí que podamos entender
el conocimiento organizacional como el resultado de la selección
y del procesamiento de las informaciones que los miembros de la
organización tienen de ella y de su entorno. Nuestro conocimiento
del entorno comporta una determinada distribución de probabilidades,
una cierta expectativa de cómo son las cosas, y, en consecuencia,
de cómo es de esperar que sigan siendo. La visión
del mundo que ofrece el conocimiento conlleva, por tanto, una determinada
orientación del comportamiento basada en una (o varias) reducciones
de la complejidad del entorno, pero también en una estructura
de relaciones sociales que permiten compartirlo.
Por eso es importante reparar en cómo se relaciona el conocimiento
organizacional con el de los integrantes de la organización,
y observar que el primero no se deriva del segundo, sino de manera
indirecta a través de la interacción conflictiva (o
al menos no siempre convergente) de las informaciones procesadas
en las diferentes redes de la organización. Como parece ir
corroborando nuestra investigación (véase nota 1),
la armonización de los procesamientos realizados en cada
una de las redes es una de las tareas claves del liderazgo en las
organizaciones, entendidas como sistemas de comunicación.
La capacidad de actuación de las organizaciones en términos
de su adaptación al entorno no es la suma de las actuaciones
de sus integrantes, de la misma manera que la actuación de
un equipo deportivo no es el resultado automático de la competencia
o de la cualificación de cada uno de sus integrantes. Tampoco
una buena escuela es el simple resultado de la suma de las cualificaciones
de su profesorado. El conocimiento colectivo no es sólo la
agregación de los conocimientos individuales, que deben ser
gestionados, esto es, conocidos por los otros y coordinados en función
de una estrategia colectiva. Aunque ahora nos centremos en el análisis
de dicha gestión, no debe olvidarse que para poder hablar
de un auténtico proyecto (es decir, que cuando el compromiso
con los objetivos de la organización permite hablar de una
comunidad), esa gestión del conocimiento debe ir acompañada
de una determinada motivación que podríamos describir
como una motivación comunitaria. Es plausible pensar que
esta estrategia es más eficaz cuanto más colaboración
existe, y que la actitud cooperativa se estimula porque los beneficios
que se extraen de ella son percibidos como atractivos. Persuadir
de esta atracción es una de las piezas fundamentales del
engranaje micropolítico de la colaboración, y en especial
del liderazgo, sobre todo del liderazgo de tipo democrático.
Dicha relación es la que en la literatura sobre la gestión
de la información en las organizaciones empresariales suele
denominarse management estratégico, una de cuyas claves
radica en la creación de un conocimiento organizacional mediante
el establecimiento de puentes (bridging) entre las diversas
fuentes; esto es, en la transformación de los conocimientos
en capacidad de conocer, o, dicho de otra forma, en la puesta en
relación de la epistemología de la posesión
con la de la práctica (Cook y Brown, 1999). Las dos fuentes
fundamentales de información se condensan en otros tantos
tipos de conocimiento, que, siguiendo la terminología de
Karl Polanyi, podríamos describir como el explícito
y el tácito. El primero está casi siempre organizado
y es reconocible en soportes materiales o electrónicos, mientras
que el segundo se presenta de forma desorganizada y difusa. El primero
es el que predomina en la macropolítica, mientras que el
segundo lo es en la micropolítica. A diferencia del carácter
formal y sistemático del conocimiento explícito, el
tácito es muy dependiente de la experiencia y del contexto,
por lo que resulta difícil de formalizar y de comunicar5.
Ambos son fuentes de información que se asientan en formatos
distintos: la unidad del primero es la norma o el dato que fluye
de arriba hacia abajo a lo largo de los cauces de autoridad y de
los roles estructuralmente definidos; la del segundo es la experiencia,
que fluye de forma horizontal a través de las redes de interacción.
Así como el conocimiento explicito se manifiesta siempre
como estructura, el tácito lo hace como flujo. Pero es preciso
advertir que, más que de dos tipos de conocimiento distintos,
se trata de dos dimensiones complementarias del conocimiento que
han de combinarse en la estrategia de un proyecto a seguir. La dimensión
explícita puede ilustrarse con la imagen del mapa o del código
de circulación que nos informan del relieve, de las distancias
o de las normas que hay que cumplir en un desplazamiento; la tácita
se correspondería con nuestra habilidad para leer el mapa,
para orientarnos, para conducir mejor o peor o para elegir uno u
otro camino. Casi cae por su propio peso observar que un grupo de
expertos conductores y excursionistas, como un grupo de buenos profesores,
no logrará la mejor opción si no consigue compartir
y coordinar los conocimientos que alberga en las dos dimensiones,
lo que resultará a todas luces imprescindible si la estrategia
a seguir tiene un nuevo objetivo y no puede acomodarse al bagaje
de las rutinas acumuladas. Es viejo el dicho de que cuatro ojos
ven más que dos, pero es preciso observar que ese aumento
de la información visualizada sólo es traducible en
conocimiento útil cuando puede ponerse en común lo
que todos ellos ven. Sin una comunicación eficaz, las visiones
albergadas por las redes que constituyen los ojos de la organización
no pueden coordinarse, y, por consiguiente, la gestión de
las informaciones que procesan no puede traducirse en colaboración.
Como ocurre con muchos de los fenómenos de la micropolítica
(con frecuencia asociados al cuchicheo o la charla de café),
los procesos a través de los que fluye el conocimiento tácito
tienden a ser menospreciados por el carácter informal de
las situaciones en las que se originan y se trasmiten. Por eso creemos
que puede resultar ilustrativo hacer referencia a dos contribuciones
que en la misma perspectiva interdisciplinar abierta por Polanyi
resaltan el interés de la habilidad en gestionar ambos tipos
de conocimiento, y, en especial, la importancia de no relegar a
un lugar secundario lo que Polanyi denomina la dimensión
tácita o el conocimiento personal. Los dos enfoques que vamos
a mencionar muestran porqué el conocimiento a disposición
de los individuos es la materia prima clave en la gestión
de una organización.
El primer enfoque es el de Friedrich Hayek, para quien la desconfianza
ante las rígidas planificaciones de las grandes organizaciones
no deriva tanto de los vicios de la ley de hierro de las burocracias,
cuanto de una equivocada visión del conocimiento social.
Para Hayek todo problema organizativo es, en el fondo, un problema
de alocación de recursos, y todo recurso es, en última
instancia, un recurso conocido. Por tanto, todo problema organizativo
puede analizarse como un problema de gestión del conocimiento
(Hayek, 1997/1945; Terrén, 1997). No existe ningún
talento ni equipo directivo que sea capaz de garantizar que posee
toda la información para asegurar que su decisión
es la más eficiente. En lo que parece guardar una clara sintonía
con las observaciones de Weick y Luhmann anteriormente señaladas,
para Hayek se produce siempre la constatación de un tipo
de conocimiento espontáneo y disperso que se escapa a la
planificación directiva, unida a la de la incertidumbre como
un rasgo fundamental del entorno. La lógica del conocimiento
práctico y cotidiano, sometida a un aprendizaje constante
y a la adaptación a las circunstancias concretas y a situaciones
únicas, escapa a la lógica acumulativa y sistematizadora
del planificador, del experto o del directivo. Esto condena al fracaso
cualquier tipo de liderazgo que sólo atienda a ese patrón
de gobierno de la organización, pues las decisiones más
válidas no son las que sólo se basan en la autoridad
de aquellos, sino las que lo hacen en el método que mejor
sepa utilizar el conocimiento disperso6
El segundo enfoque afín que traemos a colación se
centra en la cuestión de cómo se crea el conocimiento
en las organizaciones. Al igual que la perspectiva de la teoría
del conocimiento social de Hayek, estudiosos japoneses como Nonaka
y Konno (1998) combaten la idea del conocimiento como un proceso
lineal y acumulativo. Ambos recurren al concepto de «Ba»
(procedente de la filosofía de Kitaro Nishida) para designar
el espacio compartido y multidimensional (físico, virtual,
moral) del que emerge el conocimiento a través de un proceso
de interacciones en espiral que entremezclan siempre conocimiento
explícito y conocimiento tácito. El proceso en espiral
es la senda de un aprendizaje permanente, siempre inacabado (lo
que guarda mucha relación con la teoría del conocimiento
de la epistemología evolutiva, pero quizás es poco
afín a la visión del aprendizaje que subyace a la
cultura escolar tradicional, tozudamente persistente).
Así como la teoría del uso del conocimiento social
de Hayek nos permite extraer enseñanzas sobre cierta forma
de ejercicio del liderazgo, en la descripción de este proceso
de aprendizaje en espiral (inseparable como es de la acción
en el marco de las prácticas comunicativas de las redes)
puede verse el esquema básico de la creación del conocimiento
organizacional que subyace a las visiones afines al modelo de la
cultura colaborativa, como, por ejemplo, la de la organización
que aprende (Bolívar, 2000) o la de la escuela total y su
figura del profesor aprendiz (Hargreaves, 1996, p. 39)7. Senge (1990, p. 3) ya señaló
a este respecto cómo las organizaciones que destacarán
en el futuro serán las que fomenten formas nuevas y abiertas
de pensar, y las que permitan que la gente aprenda cómo aprender
conjuntamente. Si aprender es ante todo modificar el comportamiento
en función de la información comunicada, parece plausible
ver una organización que aprende como un sistema8
de comunicación muy sensible y capaz de procesar con fluidez
las informaciones que se gestan en su seno.
Pero, para adaptarse a la incertidumbre y lanzarse con iniciativa
a un cambio que no sea sólo reactivo sino creativo, las organizaciones
deben alcanzar una capacidad colaborativa que no se logra con el
desarrollo de la de aprender, sino que precisa de lo que el propio
Senge denomina «compromiso». Eso es lo que las convierte
en ese tipo especial de sistema que es la organización-comunidad.
3. De la red a la comunidad: el efecto sinergético del
capital social intraorganizativo
Podemos reformular ahora el interés de la micropolítica
como la atención al ámbito en el que se han de establecer
los puentes que permitan la coordinación entre las informaciones,
las visiones y las disposiciones derivadas de las redes en una estrategia
sinergética, esto es, en una conjunción activa y concertada
de sus interacciones. En tal conjunción radica la clave de
ese tipo de red de redes o metarred en la que consiste una organización-comunidad.
Lo que hay que mostrar ahora es que, sin esa estrategia, la organización
no puede dotarse de un proyecto y ganar confianza y compromiso con
él, esto es, no puede desarrollarse como comunidad.
Utlilizando la metáfora del bridging ya descrita,
podemos decir que el puente que permite esa estrategia sinergética
se produce a través del capital social intraorganizativo,
que se revela así como el engranaje fundamental de la micropolítica
de la colaboración9
y como la materia prima fundamental sobre la que debe residir el
gobierno de una organización que pretende cumplir un proyecto.
Visto de esta forma, la clave estribaría en transformar la
red de redes que es la organización en una comunidad.
Según Cohen y Prusak, el capital social se desarrolla a
través de redes y de comunidades. La riqueza de las redes
radica en su espontaneidad y en su flexibilidad o fácil adaptación
al contexto (la riqueza de los lazos débiles de Granovetter).
Pero, a diferencia de lo que ocurre en una comunidad, cuyo vínculo
es más intenso, las redes no precisan implicación
con un objetivo común que las trascienda, y exigen un tipo
de compromiso que podríamos calificar de tenue. Como hemos
visto, buena parte de lo que describimos como conocimiento tácito
se gesta mediante las redes de interacción, a través
sobre todo de las comunicaciones informales que caracterizan su
tipo dominante de interacción. Pero, siendo fundamental el
aporte de esta estructura social en red de la organización,
una organización-proyecto requiere, además, unas pautas
de actuación coordinada más sólidas (no más
rígidas), y un tipo de interacción basado en un compromiso
más firme con la organización y con sus objetivos.
Requiere, en definitiva, un tipo de confianza distinto al que alimentan
las redes. De ahí que puedan equipararse las dos formas de
desarrollo del capital social con los dos tipos de confianza descritos
por Robert Putnam: delgada y gruesa (thin/thick). Conviene
no olvidar que, como observó otro de los teóricos
del capital social (Coleman, 1990, p. 310), el juego de las reciprocidades
del que emerge esa confianza se desarrolla en paralelo con el intercambio
de información, que con mucha frecuencia tiene lugar como
resultado indirecto o como subproducto de interacciones comunicativas
establecidas con otros fines.
Llegados a este punto, podemos establecer una equivalencia entre
el logro de una organización eficiente en su gestión
del conocimiento y con aptitud de dotarse de un adecuado potencial
de conocer y de aprender, y el de una interacción fluida
entre el conocimiento tácito y el explícito y el logro
de una organización capaz de aprovechar sus redes internas
para hacerlas converger en el proyecto que caracteriza a una organización-comunidad.
Por organización-comunidad entendemos aquella dotada no
sólo de unos objetivos, sino también de un proyecto.
La diferencia entre lo uno y lo otro consiste en que el cumplimiento
de objetivos requiere destrezas, y sólo en segundo término
actitudes o motivación, mientras que el de un proyecto necesita
compromiso (resultado de una actitud de implicación). Mientras
que lo primero puede lograrse con una motivación instrumental,
lo segundo precisa ese tipo de motivación que describimos
como comunitaria. Las destrezas (resultado de la información
acumulada) son siempre necesarias, pero en momentos de cambio pueden
resultar anacrónicas por rutinarias o insuficientes para
reducir las nuevas entradas de incertidumbre. Como se muestra en
los procesos de asesoría espontánea y de comunicación
terapéutica, es entonces cuando las actitudes que emanan
de la confianza y de los compromisos propios de las interacciones
de una organización-comunidad muestran su potencial de generar
nuevo conocimiento.
Las escuelas con un sólido capital social son sistemas de
comunicación más sensibles y propensos a desarrollarse
como comunidades. Interesa ver ahora en qué medida interviene
la identidad de la organización en este proceso. Ayuda a
ello la investigación sobre las comunidades de práctica.
Wenger (1998), por ejemplo, considera que puede hablarse de una
comunidad cuando existe un compromiso con una determinada práctica
y cuando ese compromiso confiere identidad, es decir, cuando define
la pertenencia a la organización. La tarea individual adquiere
en este caso una dimensión colectiva a través de los
procesos en que se gesta y se negocia. En atención a tales
procesos, Wenger subraya la importancia de los procesos informales
que caracterizan las experiencias de aprendizaje en la configuración
de una organización como comunidad.
Ahora bien, en muchas ocasiones, sobre todo si el tamaño
es grande o si las tareas están muy diversificadas porque
existen muchos niveles o ciclos, los centros no parecen una comunidad
de práctica, sino más bien una constelación
de comunidades de práctica. En organizaciones como las escolares,
los riesgos de que esta constelación se traduzca más
en un escenario balcanizado que en una red de redes han sido descritos
en la literatura sobre la cultura colaborativa. La balcanización
puede considerarse como un obstáculo en la configuración
de una organización-comunidad, porque impide que las comunidades
de práctica se comuniquen en una red interactiva. Su efecto
es, por tanto, el bloqueo de la puesta en marcha de procesos de
comunicación organizacional que favorezcan esa motivación
comunitaria en la que se basa la micropolítica de la colaboración
que subyace a todo proyecto. La balcanización puede describirse
como una estructura patológica de interacciones que alimenta
posiciones contrarias o resistentes al cambio hacia la mejora, y
que dificulta la adaptación del centro a las nuevas complejidades
suministradas por los cambios del entorno. La balcanización
de los claustros descrita por Hargreaves (1996), por ejemplo, genera
una conflictividad latente y a menudo callada que bloquea su manifestación
constructiva, pues, como se sabe (Ball, 1989, p. 36), la mayor parte
de la comunicación cotidiana en el seno de las escuelas no
refleja disputas de intereses sino interacciones no contradictorias.
Sin embargo, no es la balcanización de los claustros la
única patología comunicativa que impide la gestión
dinámica del conocimiento y el compromiso necesario para
el cambio. Existen otros obstáculos más arraigados
en el individualismo que en la fragmentación en redes. Según
ha mostrado Hargreaves (1996), para que los proyectos de mejora
se hagan con realismo y para que el cambio se ajuste a las verdaderas
inquietudes y condiciones del contexto, es importante que prestemos
atención tanto a los deseos de cambio del profesorado como
a los de conservación y de estabilidad. Así, frente
a las creencias y a las actitudes que propugnan la necesidad de
colaborar para cambiar, hay que tener presentes otras, más
infravaloradas en la investigación académica pero
no menos habituales entre el profesorado, y de las que emergen interacciones
resistentes al cambio impulsadas por una organización-proyecto
o por una organización-comunidad. Estas actitudes son muy
frecuentes en una institución tan conservadora como es la
escuela (Rudduck, 1994), una organización robusta (Eisner,1992)
en la que los roles tienden a ser considerados casi como eternos,
en la que es normal que viejas prácticas persistan bajo cambios
formales, y en la que la sujeción a rutinas establecidas
proporciona seguridad y economía de esfuerzos. De ahí
las actitudes que llevan a considerar las transformaciones hacia
la mejora como reiterativas o como de escasa relevancia para el
trabajo de aula; las que se miran como un mero ritual derivado de
modas intelectuales o de operaciones políticas percibidas
como poco conocedoras del mundo cotidiano de la escuela; y las que
las rechazan porque las observan como si se tratara de un incremento
escasamente reconocido (o retribuido) de las exigencias profesionales.
Todo ello si se habla, además, de la posición (clásica
en la literatura sobre la acción colectiva) del free-rider,
que encuentra más racional beneficiarse de que los demás
comparten y colaboran en el reajuste sin realizar él mismo
el esfuerzo de compartir. Atender a las lógicas de acción
basadas en estas actitudes y en las de su manifestación en
las diversas redes de interacción intraorganizativas es importante
para no imponer un proyecto sino negociarlo, y para saber acompasar
y acomodar su ritmo de implementación a las diferentes velocidades
de adaptación que exigen las disposiciones propias de cada
red. ¿Cómo hacerlo?
4. La importancia de la comunicación como proceso micropolítico
No vamos a ofrecer la respuesta definitiva. Pero sí intentaremos
mostrar cómo a la vista de esos factores que bloquean la
producción del capital social de la escuela, la consideración
de ésta como un espacio de comunicación, es relevante
a la hora de buscar y de analizar los caminos micropoliticos que
pueden reforzar su capacidad colaborativa. En otras palabras, hemos
de ver cómo la gestión de los procesos de comunicación
en el seno de la organización es una variable fundamental
a la hora de favorecer las redes internas de capital social, que
permiten una gestión dinámica del conocimiento organizacional.
A estas alturas debe estar claro que la perspectiva de análisis
de los centros educativos, que los presenta como espacios de comunicación,
atiende ante todo a esa dimensión de la vida de la organización
que es su cultura. Ya Robert Park señaló en los años
veinte que la cultura es todo aquello que es comunicable. Proponemos
también partir de la idea de que las organizaciones, como
las sociedades, se reproducen a través de ese proceso comunicativo
central en su vida cultural que es la opinión pública.
En ella se entretejen y se negocian las expectativas y las actitudes
de los miembros respecto a la organización como la imagen
de ésta. La creciente valoración de tal dimensión
de la vida organizativa se refleja con claridad en el hecho de que
cada vez más consultorías y cursos de dirección
ofrecen un lugar estelar al conocimiento de los procesos comunicativos,
tanto en el seno de la propia organización como entre ella
y su entorno. Suele prestarse mucha atención al problema
de la selección más apropiada de los medios (una de
cuyas versiones restringidas es la denominada speach communication
o forma de dirigirse al público), que cada vez es más
tenido en cuenta en la formación para el liderazgo. También
es normal la preocupación por ese capítulo de las
relaciones públicas que es la difusión de la imagen
corporativa en relación con la identidad de la organización.
Dichos procesos adquieren especial protagonismo en los momentos
de turbulencia o de cambio, en los que una desorientación
generalizada dificulta el liderazgo efectivo y erosiona la imagen
de la organización, todo lo cual tiene que ver con lo que
hoy ocurre con la enseñanza pública. En momentos como
éstos la comunicación crítica aspira
sobre todo a potenciar el diálogo y a reestablecer el orgullo
profesional o el sentimiento de pertenencia, relajando las situaciones
límite y renovando la imagen de la organización. Ambas
son estrategias decisivas en la conformación de una organización-proyecto.
Parece que la comunicación es, en efecto, un elemento crucial
a la hora de entender la realimentación informativa que nutre
la capacidad cooperativa. El aislamiento que tantas veces se ha
señalado en la investigación empírica sobre
la práctica docente desde Lortie, se traduce en una serie
de situaciones de incomunicación intraorganizativa, que,
pervirtiendo la idea de la autonomía profesional, refuerza
los muros de la privacidad y termina por institucionalizar el conservadurismo
(Fullan y Hargreaves, 1992). Lo que resulta de ello es un déficit
de información que dificulta la adaptación al cambio
y una erosión de la confianza necesaria para lubricar las
interacciones conflictivas pero constructivas, y fortalecer un sentimiento
de pertenencia que cree identidad con el proyecto.
Aunque los trabajos pioneros de Herbert Simon en los años
50 ya habían llamado la atención sobre la relevancia
de los sistemas de comunicación en las organizaciones (véase
por ejemplo March y Simon, 1987, pp. 178-185), el estudio de la
comunicación en el seno de las organizaciones ha ido cobrando
importancia a medida que progresaba el interés por la vida
cultural de la organización, y por desarrollar lo que se
ha dado en llamar un modelo caliente o postburocrático de
su funcionamiento (Hassard y Parker, 1993; Terrén, 2003).
La idea clave puesta a punto en los estudios de este nuevo campo
de investigación (Kreps, 1990) es fundamental para el estudio
de la micropolítica de la colaboración, pues señala
que la comunicación es la herramienta fundamental en el ejercicio
del liderazgo, en la consecución de un clima de cooperación
en torno a un objetivo, en la elaboración y difusión
de una imagen de la organización, y en el trasvase fluido
de la información tanto de dentro hacia afuera como en el
propio interior de la organización. Todas estas funciones
son las que conforman el potencial de adaptación y la disposición
al cambio de la organización, tan sensible a su funcionamiento
como espacio de comunicación.
Cuadro 2
Formas de comunicación organizacional
|
Interna |
Externa |
|
Interpersonal |
Reuniones Comisiones |
Tutoría con alumnos o con familias. Reuniones con la
administración o con delegados sindicales |
Formal |
|
Conversaciones pasillo, sala de profesores, patio |
Conversaciones con miembros de otros centros, con la administración
o con padres |
Informal |
Mediada |
Circulares informes |
Publicidad (web, folletos) |
|
La variada funcionalidad de la comunicación organizacional
conduce a muy diversas formas de transmisión de mensajes,
a formas de relevancia diferentes según los propósitos
buscados. Esta diversidad aparece reflejada en el cuadro 2. La superposición
de todas ellas es lo que contribuye a integrar a los individuos
en la organización y a ésta en el entorno global en
el que discurre su acción.
El hecho de que en nuestra sociedad de la información coexistan
en la vida de un grupo o de una organización una gran diversidad
de estrategias y de medios comunicativos, es lo que hace muy importante
para la gestión de una organización la teoría
de la selección de medios (Lucas, 1997, pp. 126 y ss.). Uno
de los principios de esta teoría es que las formas comunicativas
que hay que utilizar tienden a ser más esperadas, simples
y rutinarias cuanto menos sensible, complejo o necesitado de efecto
persuasivo es el mensaje. Así, parece apropiado comunicar
mediante una circular las jornadas festivas del próximo curso,
pero no un cambio de horarios, las observaciones formuladas por
un inspector, la implementación de diversificaciones curriculares,
o la programación de actividades que exigen una notable alteración
de las rutinas cotidianas.
La investigación empírica sobre el liderazgo educativo
muestra cómo, con mucha frecuencia, lo importante en su ejercicio
no es formular objetivos cuanto elegir las estrategias comunicativas
adecuadas a los diferentes individuos, contextos y momentos. Ahora
puede verse mejor lo conveniente que resulta entender el ejercicio
del liderazgo educativo desde la perspectiva del juego de influencias
y no desde el ejercicio de la autoridad, y entender los entornos
en los que se juega como complejos de informaciones. A ello pretende
ayudar la clasificación reflejada en el cuadro 2. Así,
dependiendo de si la comunicación se realiza con el entorno
externo o entre miembros o segmentos de la propia organización,
podemos distinguir entre las formas interna o externa de comunicación.
Tanto en uno como en otro caso la comunicación puede ser
interpersonal o mediada, según se efectúe en relaciones
cara a cara o a través de algún canal de intermediación.
Las comunicaciones interpersonales, a su vez, pueden ser de tipo
formal o informal.
Dada la estructura piramidal de la mayoría de las organizaciones
burocráticas, la comunicación interna es muy sensible
al estatus organizacional o a la posición que ocupan los
emisores y receptores, pues eso es lo que condiciona que el flujo
de la transmisión sea vertical (cuando discurre entre individuos
cuyas posiciones se refieren a roles con diferente valoración
jerárquica) u horizontal (sin diferencias de poder entre
los polos comunicantes). La primera, normalmente formal, sigue los
canales previstos en el organigrama y en los estatutos o reglamentos
de la organización; la segunda, de carácter casi siempre
informal, transita por interacciones no regladas, que pueden ir
desde una charla de café entre profesores hasta el boca a
boca de los padres en el momento de recoger al alumnado. El conocimiento
que tiende a fluir a través de cada una de ellas es distinto.
Aunque la interacción comunicativa no es nunca una secuencia
unidireccional, es cierto que en las organizaciones dotadas de una
fuerte estructura burocrática suelen primar procesos lineales
de tipo técnicamente autoritario, en los que los emisores
presentan una posición de poder jerárquico frente
a unos receptores concebidos como meros polos pasivos, que, a su
vez, tienden a disimular su crítica, su escepticismo o su
falta de gratificación percibida en los refugios informales
de la resistencia no participativa que alimentan algunas redes.
Sin embargo, cuando el estilo de la organización quiere cambiar
hacia los modelos más consultivos, participativos o democráticos
que potencian la mejora del centro porque son capaces de gestionar
(seleccionar y compartir) un mayor y mejor stock de conocimientos,
resultan más eficaces los procesos comunicativos que se conducen
en espiral.
La comunicación interna de tipo formal suele consistir en
la transmisión de instrucciones que tienen como objetivo
el cumplimiento de las tareas propias de la organización.
Es la más adecuada para la transmisión de ese tipo
de conocimiento que describimos como conocimiento explícito.
En este caso, el flujo de la información circula en sentido
descendente, aunque en ocasiones pueda también hacerlo de
forma ascendente (como cuando un tutor eleva un informe sobre su
grupo o sobre un alumno al orientador o al coordinador). En cualquier
caso, el sentido de la comunicación es vertical. La comunicación
interna de tipo informal, por su parte, es la más relevante
para el análisis de las redes de interacción intraorganizativa
y para la traslación del conocimiento tácito. Está
más afectada por lo que podríamos llamar la estructura
sentimental de la organización: interacciones basadas en
la empatía (la atracción, la curiosidad, la afinidad
profesional o extraprofesional). Es un tipo de comunicación
fundamental a la hora de calibrar el impacto de fenómenos
como los rumores (flujos de información de origen no identificado),
que tienen especial importancia en momentos de incertidumbre al
interferir en la gestión de lo que describimos como comunicación
crítica. Por eso, aunque casi siempre se produce en relaciones
horizontales, puede superponerse a las verticales y alimentar o
frenar el efecto de éstas, lo que afecta al ejercicio de
funciones de guía y de coordinación del liderazgo.
Es la existencia de una fluida red de comunicaciones en el seno
de la organización lo que permite una más eficaz gestión
del conocimiento tácito y explícito, pues permite
manejar y compartir una mayor cantidad de informaciones heterogéneas
(unas organizadas en el conocimiento experto y representadas en
bases de datos o legislativas, y, muchas de ellas, las relacionadas
con el conocimiento tácito, generadas de forma ciega o espontánea).
No es sólo tener mayor información sino compartir
más lo que ayuda a elegir mejor. De ahí la importancia
del logro de esta especie de intranet, que permite la integración
y la selección más dinámica de las informaciones
y de las experiencias más adecuadas. Con ello se gana también
una evaluación en tiempo real del curso del proyecto, y de
la cantidad y del tipo de apoyos que suscita. Así, debe verse
cómo la teoría de la comunicación intraorganizativa
complementa la estrategia de producción del conocimiento
en espiral descrita por la epistemología evolutiva, y por
el modelo de producción del conocimiento en espiral de Nonaka
y Konno.
Pero si, como señalamos, el compromiso que exige el proyecto
del que se dota una organización-comunidad requiere un cierto
sentimiento específico de identificación y de pertenencia,
es preciso que reparemos en la importancia de la dimensión
simbólica en la que se condensa esa identidad (la imagen
de la organización), y en los procesos comunicativos que
la alimentan en su interior. La proyección de la imagen corporativa
que se realiza en la comunicación externa es sintetizada
por Lucas Marín en la fórmula: imagen=identidad +
comunicación. Interesa aquí porque el compromiso con
la organización y la implicación en su funcionamiento
están muy relacionados con el orgullo de la pertenencia a
ella, y porque dicho orgullo e identificación están
muy vinculados a la autoimagen que la organización sepa transmitir
hacia adentro y negociar con sus redes. Pero, teniendo en cuenta
que las reflexiones aquí expuestas han estado centradas en
el interior de la organización, y que ello no significa (sino
todo lo contrario) que las organizaciones entendidas como sistemas
abiertos no se expanden como redes también hacia afuera,
es importante reconocer hasta qué punto tal imagen percibida
y reproducida en el interior es dependiente de la imagen que la
organización sepa proyectar hacia el exterior. Esto es muy
interesante para las instituciones que trabajan en un medio más
o menos cuestionado por la opinión general, como es el caso
de la educación pública.
Aunque la proyección exterior de los centros educativos
(al menos de los estatales) no es del todo igual a la de la mera
imagen publicitaria y a la mercadotecnia de las organizaciones empresariales,
sí puede entenderse en los términos de las relaciones
públicas o de la comunicación de la imagen corporativa
(más atenta a la identidad, al reconocimiento del prestigio
y a la adecuación del servicio prestado que a la venta de
un producto), y, desde luego, tiene claras repercusiones sobre la
propia gestión de la imagen en el interior de la organización.
Uno de los efectos de la patología comunicativa propiciada
por la balcanización de los claustros, por ejemplo, es el
deterioro de la imagen del centro, que se promueve como consecuencia
de una reafirmación negativa de la identidad de los pequeños
círculos. Esta reafirmación bloquea la circularidad
de los procesos de trasvase de información, impide la renovación
del sentimiento de pertenencia que parece exigir la motivación
comunitaria de todo proyecto, y corta la espiral de mejora del centro.
La relación entre las proyecciones interna y externa de
la imagen del centro es uno de los fenómenos que obliga a
no perder de vista la conexión de los procesos comunicativos
intraorganizativos con los extraorganizativos. Y es que la apertura
de la organización hacia el interior no hace por sí
sola que el sistema de la organización deje de poder ser
cerrado hacia el exterior, sino que parece una condición
necesaria para que deje de serlo. Climas organizativos abiertos
que entretejen una fluida comunicación entre redes intraorganizativas
no bastan para convertir un centro en una organización-proyecto,
pues su misión no está orientada hacia sí misma
sino hacia el público que conforma su entorno externo. Por
muy fluida que sea la comunicación interna de una organización,
ésta no podrá operar como un sistema abierto si ese
tipo de comunicación no está alimentado por la comunicación
externa entablada con otras organizaciones, con la administración
o con el público. Sólo así puede armonizarse
el aprendizaje desde dentro y desde afuera en un equilibrio productivo
entre estabilidad e innovación o adaptación, en un
contexto de cambio social acelerado y de constante interdependencia
(Lucas, 1997, pp. 203-213). Por eso, la coordinación y la
integración de los procesos de comunicación internos
y externos (Kreps, 1990, pp. 24 y ss.), la orquestación de
colaboración y participación, son requisitos de las
organizaciones escolares totales, tal como hemos visto que las describe
Hargreaves. Esa integración puede estudiarse a partir de
la hipótesis de que las organizaciones educativas con mayor
capacidad de interacción comunicativa interna son también
las que mayor capacidad de interacción comunicativa tienden
a establecer con el entorno externo. O, lo que es lo mismo, es poco
probable que las escuelas puedan desarrollarse con eficiencia como
redes en su interacción con el exterior si no lo hacen también
en su interior a través de una micropolítica de la
colaboración. Tal es la hipótesis sobre la que seguiremos
trabajando.
5. En conclusión
La exploración del enfoque micropolítico del estudio
de las organizaciones aquí presentado, muestra el potencial
analítico que resulta de la consideración de los centros
educativos como sistemas de comunicación. La idea central
defendida es que el análisis de los diferentes tipos de interacciones
comunicativas que se registran en el interior de dichos sistemas,
permite poner de manifiesto las diferentes formas en las que se
produce la micropolìtica de la organización escolar.
Se ha mostrado cómo, a pesar del marco burocrático
en el que se desarrolla la actividad escolar, la fundamentación
teórica de una imagen caliente de la organización
justifica que deba estudiarse como un orden negociado y en constante
proceso, a través de las redes de interacción comunicativas
que se describen en su seno. Aunque el enfoque propuesto se enmarca
en la perspectiva del análisis cultural de las organizaciones,
el trabajo ha mostrado también cómo, a la hora de
estudiar la forma en que las organizaciones educativas se adaptan
al cambio, eso no significa la utilización como variable
dependiente de un concepto estático e invariable de cultura
como conjunto de valores compartidos y previamente dados, tal como
es frecuente hacer en los estudios del clima de las organizaciones.
Antes bien, la atención a las prácticas comunicativas
que fluyen en el universo de las redes de interacción intraorganizativas
obliga a trabajar con una conceptualización de la cultura
en proceso que no puede derivarse de ninguna estructura dada, sino
que debe verse en el marco de los intercambios (frecuentemente informales)
del conocimiento tácito. Es en la micropolítica de
dichos intercambios donde se fragua ese capital social interno,
que permite responder a las incertidumbres generadas no sólo
por los cambios del entorno externo a la organización, sino
también a las producidas por el propio incremento de la complejidad
y de la riqueza de las relaciones internas. Es en esa dialéctica
donde se juega la fluidez comunicativa de la organización
y su potencialidad para responder con iniciativa y compromiso (es
decir, con un proyecto) a las nuevas incertidumbres; donde se juega,
en definitiva, su flexibilidad adaptativa y su capacidad de aprendizaje.
Por eso su análisis resulta de especial interés para
el estudio del liderazgo y del cambio educativo, y, muy en especial,
para el estudio de los procesos que subyacen a la conformación
de culturas colaborativas en los centros educativos.
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Notas
1 Las reflexiones
expuestas aquí se basan en el trabajo realizado en el marco
del proyecto de investigación «Configuraciones organizativas
y modelos profesionales: análisis de las relaciones entre
la profesión, la organización y el entorno escolares»,
dirigido por el profesor Fernández Enguita (BSO2002-02284,
PNICDYT 2002-2003, DGCYT). La evidencia empírica que soporta
buena parte de lo aquí propuesto ha sido analizada en Terrén,
E. y Esteban, F.: «La gestión del conocimiento y la
comunicación en las organizaciones educativas», comunicación
presentada en el VIII Congreso Nacional de Sociología, Alicante,
septiembre de 2004.
2 La visión
de la organización en la que nos proponemos profundizar puede
expresarse también en las palabras de Kreps (1990, p 11):
«la organización [
] está basada en la cooperación.
La cooperación no siempre se logra fácilmente. Hay
que persuadir a la gente para que coopere, y la comunicación
es una herramienta que ayuda a ello».
3 Como se observa
en el cuadro de referencia, el centro (la unidad olvidada del cambio
hasta hace bien poco) se corresponde más con un nivel meso
de cambio, que, no obstante, y aunque a efectos analíticos
no deba identificarse, es indisociable del nivel del aula, más
estrictamente microsociológico porque la mejora del centro
va unida a la mejora (o innovación) de la propia práctica
de aula (Fullan, 1990). También Santos Guerra (1997) aboga
por esta reducción de ambos niveles. Para un análisis
conceptual de los términos referidos a cada nivel de cambio,
ver Rodríguez Romero (2003, pp. 80-89).
4 Luhmann (1983, pp.
294 y ss.) propone una visión no teleológica del sistema,
que rompe con la idea de que el gobierno de una organización
se basa en la planificación y en el control a partir de valores
o de fines preestablecidos e invariables. El control se genera para
reducir la incertidumbre interna, pero ésta es inevitable
a medida que sistema incrementa su complejidad para responder a
la incertidumbre externa.
5 A la descripción
de Cook y Brown cabría añadir las rutinas como estructuras
prácticas que proporcionan conocimiento organizado y pautas
de acción, tanto a nivel individual como colectivo. Sin embargo,
la seguridad ontológica que proporcionan las rutinas tal
como entiende por ejemplo Anthony Giddens sólo son
eficaces en contextos estables y no favorecen actitudes adaptativas
al cambio.
6 Este método
era para Hayek el mercado, porque pensaba más en la eficacia
de la economía que en la de las organizaciones estatales,
y porque pensaba también que la competencia era el mejor
criterio de evaluación de la eficiencia. La eficiencia de
las organizaciones educativas, al menos de las estatales, no puede
dilucidarse en términos estrictamente mercantiles, lo que
no quiere decir que haya que considerarlas ajenas a cualquier tipo
de medición de su rendimiento.
7 Para Fullan y Hargreaves
(1991) el profesor total sólo puede desarrollarse en escuelas
totales (de igual forma que el profesor aprendiz sólo puede
desarrollarse en organizaciones que aprenden). Una escuela total
es aquella que cuenta con una auténtica comunidad docente
en la que se valora, se desarrolla y se apoya el juicio y la experiencia
del profesorado.
8 La noción
de sistema aquí utilizada es la abierta y dinámica
utilizada por Weick, aunque guarda una estrecha afinidad con el
tipo de ensamblaje que Fernández Enguita (2003, pp. 96-103),
siguiendo el modelo de Wilden (después de todo un modelo
también basado en la comunicación), distingue de otros
como el agregado o la estructura. De hecho, aunque muy escorado
hacia el entorno externo, también su caracterización
del sistema hace referencia al mayor nivel de complejidad interna
que encierra la dirección y la apertura de una comunidad.
9 Así lo muestran
autores como Don Cohen y Lawrence Prusak (Cohen y Prusak, 2001),
vinculados al IBM Institute for Knowledge Management.. Las líneas
de investigación recogidas en la página web de este
Instituto (y especialmente la referida a Knowledge socialization
son representativas de esta tendencia, pues junto a capital social
aparecen comunidades de práctica, intermediación y
roles de conocimiento, historias para comunicar conocimiento tácito,
etc. (http://www.research.ibm.com/knowsoc/project).
|