Introducción
A menudo escucho que os referís al hombre como si no fuera
uno de vosotros, como un extraño y un intruso en vuestro
mundo... Mas yo os digo que de igual forma que ni una sola hoja
se torna amarilla sin el conocimiento silencioso del árbol,
tampoco el malvado puede hacer el mal sin la oculta voluntad de
todos vosotros.
Jalil Gibrán, citado por Luis Rojas Marcos en «Los
estragos del acoso escolar», diario El País,
2 de abril de 2005, p. 17.
Aunque la postmoderna necesidad de llamar a las cosas por nombres
pseudocientíficos nos haya provisto del concepto de «bulling»,
la violencia en el ámbito escolar es un hecho tan viejo como
la propia institución educativa.
Y esto es así porque la violencia, para la escuela, es un
producto de importación. Le llega desde la sociedad que la
genera, y que hoy es incapaz de contenerla. Este es el dato históricamente
novedoso.
Mientras que las instituciones sociales, entre ellas la escuela,
supieron y pudieron encauzar las tensiones que se registraban y
se registran en su interior, la violencia escolar no obtuvo categoría
de problema social, sino que, por el contrario, fue considerada
como un elemento funcional para lo que hoy conocemos como la formación
integral de la persona (compárese esto con el papel que,
en el imaginario social, juega/jugaba la formación militar
obligatoria de los ciudadanos varones a la salida de la adolescencia).
La cuestión de la violencia entre los jóvenes que
cada vez son afectados por ella a edades más tempranas
no parece ser un fenómeno exclusivo de países con
determinados niveles de desarrollo, como tampoco de sectores sociales
con un perfil socioeconómico definido, ni de grupos étnicos,
políticos o religiosos.
Así mismo, no deberíamos conformarnos, por cómodo
y peligroso, con las explicaciones de quienes analizan los casos
individualmente, buscando, cuando mucho, regularidades estadísticas
que permitan diseñar medidas correctoras aplicables a ciertos
colectivos con semejanzas psicológicas, de conducta, de historia
familiar y otras por el estilo.
Nos encontramos ante un fenómeno para el cual la sociedad
no ha sabido construir nuevos y efectivos mecanismos de regulación
que realicen la tarea de acomodar los desbordados conceptos de autoridad,
de legitimidad ética o de coerción moral.
Como en tantas otras oportunidades y en tantos otros temas, la
escuela es ahora la receptora de una demanda que ni la familia,
ni las iglesias, ni las instituciones del Estado, están dispuestas
o en condiciones de satisfacer: formar ciudadanos que canalicen
la violencia hacia fines considerados positivos.
Sea o no legítima esta demanda, lo cierto es que la escuela
necesita darle una respuesta. Y la necesita porque el fenómeno
ha adquirido tal magnitud que afecta directamente al objetivo de
educar. No sólo se trata de evitar el ejercicio de la violencia
entre compañeros, entre los alumnos y los docentes en
cualquier dirección que se produzca, o de los alumnos
contra el patrimonio escolar. Se trata de que, en la educación
de esos alumnos, la violencia no tome carta de ciudadanía
como método de resolución de tensiones, o, peor aún,
que la violencia sea para esos estudiantes la forma inicial de plantear
cualquier relación.
Tanto los mecanismos burocráticos, punitivos o reglamentaristas,
como los asistenciales, se han mostrado ineficaces para hacer frente
a las consecuencias comunitarias del problema. En concreto, habrán
logrado que algunos victimarios queden al margen del sistema educativo,
certificando el fracaso de este para cumplir con su objetivo más
importante; en otras ocasiones, los habrá convertido tanto
a aquellos como a sus víctimas en objetos de intervenciones
experimentales diseñadas desde una concepción salvífica
de las ciencias del comportamiento humano. Sin embargo, lo peor
es la lenta e inoperante reacción de la sociedad para establecer
un consenso sobre el marco valorativo al que deben responder sus
instituciones y los miembros que las componen.
Este es el difícil panorama al que se enfrentan quienes
colaboran con el «Monográfico» de este número
de la Revista Iberoamericana de Educación, y que puede
resumirse en tres cuestiones: ¿qué quiere, qué
debe y qué puede hacer la escuela con la violencia en las
aulas?
La cantidad de trabajos recibidos en nuestra redacción denota
la necesidad sentida, especialmente por el estamento docente, de
dar tratamiento a este tema; y la gran calidad de muchos de ellos
nos obliga a modificar los planes editoriales para publicar dos
números (el presente y el 38) que den cabida a la mayor parte
de esas colaboraciones. Las restantes, si sus autores lo permiten,
serán recogidas por la versión digital de la Revista.
Este volumen cierra sus páginas con la sección «Otros
temas», en la que se incluye un interesante artículo
que analiza las principales funciones de la educación contemporánea
desde la perspectiva de la Psicología Social; y las reseñas
de algunos de los libros y revistas publicados más recientemente
y remitidos a la rie.
Roberto Martínez Santiago
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