Lógicas para la violencia en la escuela
Fernando C. Ruiz Morales *
SÍNTESIS: La violencia escolar está íntimamente
ligada a la crisis de las instituciones educativas, en tanto que
éstas son, desde el punto de vista histórico, instrumentos
privilegiados del Estado-nación. Éste ha cedido su
lugar al mercado como absoluto social, y, por consiguiente, el sistema
educativo está siendo reconvertido para servir a dicho mercado,
lo que implica su desacralización. Las instancias políticas
están contribuyendo de forma decisiva a este transcurso,
que tiene su elemento más importante en la radical transformación
de la figura del docente.
SÍNTESIS: A violência escolar está
intimamente ligada à crise das instituições
educacionais, quando estas são, do ponto de vista histórico,
instrumentos privilegiados do Estado-nação. Este tem
cedido seu lugar ao mercado como absoluto social, e, por conseguinte,
o sistema educacional está sendo reconvertido para servir
a tal mercado, o que implica sua dessacralização.
As instâncias políticas estão contribuindo de
forma decisiva para este transcurso, que tem seu elemento mais importante
na radical transformação da figura do docente.
* Grupo para el estudio de las identidades socioculturales en
Andalucía, Universidad de Sevilla, España.
Entendido bajo tales parámetros, el fenómeno de la
violencia escolar cobra pleno y lógico sentido, formando
parte sobre todo de los procesos de hostigamiento hacia la escuela
y de transformación de sus componentes ritualísticos
tradicionales, necesarios para la imposición del mercado
global.
Se revisan estos asuntos con la intención de situar el problema
en el contexto y en las orientaciones más amplias del que
forma parte. Nuestro objetivo es contribuir a una adecuada ubicación
analítica del tema.
Uno de los principales componentes que definen a la mayoría
de las sociedades de nuestros días es el de que, bajo los
parámetros de la globalización, el mercado se ha convertido
en el principal rector de la vida social, política y cultural.
Estamos asistiendo a una auténtica sacralización del
mercado (I. Moreno, 1998, 2000). Desde finales del siglo xx, éste
ha desplazado al Estado-nación como fuente de sentido de
la vida social y política, esto es, como sacro social central.
Con la crisis del Estado-nación, sus instituciones características
vienen siendo objeto de profundas remodelaciones: la regulación
de la economía, la atención a las necesidades básicas
de la población ante todo la sanidad y la educación,
pero también la seguridad, entre otras, el servicio
militar, etc., están cambiando de modo sustancial de naturaleza.
El engranaje educativo, que fue hijo del Estado-nación que
empezó a generalizarse desde finales del siglo xviii, está
siendo convulsionado por este proceso de sustitución de sacralidades.
Así, todo el sistema educativo actual, desde la educación
infantil hasta la universitaria, se encuentra en profunda crisis
de reconversión para su adaptación a los imperativos
ideológicos, organizativos y culturales del mercado, tal
como podemos observar al analizar las políticas y los discursos
políticos y legislativos (Ruiz Morales, 2004). Esta crisis
tiene una característica fundamental: que ocurre de forma
global, al socaire de la imposición globalista del mercado,
aunque con todas las variantes y los condicionamientos locales que
podamos imaginar.
El sometimiento del sistema educativo a las exigencias
de un mercado globalizado es una tarea ingente, en la medida en
que tal sistema es por definición nacional, y, con el Estado
de las autonomías en España, también local
(etnonacional, regional). Resolver esta contradicción pasa
por un cambio profundo en el estatus, en la legitimación
del sistema educativo, y en la definición de sus principales
agentes. Para hacer posibles los procesos de sacralización
del mercado, así como la construcción de identidades
acordes con sus exigencias, están teniendo lugar en las instituciones
educativas los siguientes fenómenos, relacionados todos entre
sí1:
- Medidas de descentralización del sistema educativo.
Mediante ellas, se contribuye al desmembramiento del sistema con
la aplicación de políticas que individualizan y
que desvinculan sus componentes.
- La introducción de nuevas herramientas materiales,
en torno a las que se pueden delinear las relaciones entre los
agentes que participan en el sistema, y que permiten la propia
redefinición de esos sujetos. Tal papel lo cumplen las
nuevas tecnologías de la información y de la comunicación.
- La inserción de una serie de componentes que afectan
al corazón del sistema, hostigándolo y contribuyendo
así a su desacralización: el desembarco de criterios
económicos, la atribución de cometidos imposibles
a la escuela, y un cambio profundo en el significado y en la naturaleza
de la tarea y de la figura del docente.
- La supresión de los elementos rituales característicos
del sistema para una transformación profunda de las identidades
de los agentes, eliminando las representaciones y las relaciones
simbólicas anteriores a la sacralización del mercado
(Ruiz Morales, 2003).
- La construcción de una finalidad común para todo
el sistema, que lo dote de un nuevo sentido teleológico
y que lo haga aparecer como suficientemente objetivo y deseable.
Esto permite fundamentar la competitividad, desactivar las resistencias
de todo tipo frente a la mercantilización, y construir
una red global con sentido y con utilidad directos para el mercado.
Nos referimos a la calidad.
La conjunción de estos procesos caracteriza
la mencionada crisis de las instituciones educativas, y la reorienta
en la línea expuesta de satisfacción de las necesidades
y de los requisitos de la sacralidad mercantil. Bajo tales parámetros
hay que afrontar el fenómeno de la violencia escolar para
entenderlo, y sobre el que pasamos a hacer algunas consideraciones
a la luz de lo ya expuesto2.
Muchas de las medidas políticas, legales y reglamentarias
que se han dispuesto para las escuelas y para los institutos se
orientan hacia el hostigamiento del sistema educativo, que tiene
su eje en la figura del docente. Políticas de reducción
de las plantillas, eliminación de profesores de apoyo, carencia
de especialistas, retrasos en las contrataciones para vacantes y
para sustituciones, incumplimiento del ratio profesor-alumnos, desdoblamientos,
aumento generalizado de la carga lectiva del profesorado, y otros
aspectos de este tipo que se acompañan de discursos sobre
la solidaridad, la atención a la diversidad y demás
excelencias, son características en los últimos años.
Un sondeo realizado por fete-ugt [Federación Española
de Trabajadores de la Educación-Unión General de Trabajadores
(sindicato socialista)] en 1998 entre el profesorado no universitario,
mostró algunas opiniones significativas entre los docentes
a escala de todo el Estado: más del 80% de ellos consideró
que la Administración no hacía nada por mejorar sus
condiciones laborales ni por dignificar la profesión, y más
del 70% opinó que la enseñanza pública recibía
escaso respaldo. Entre los problemas que destacaron, los principales
fueron: falta de dedicación de los padres a los hijos, carencia
de valores, falta de disciplina, y agresividad y violencia (periódico
El País, 22 de septiembre de 1998), todos suficientemente
expresivos de los profundos cambios acaecidos en el aparato escolar.
En 2005, otro estudio, esta vez de la Federación de Enseñanza
del sindicato Comisiones Obreras situado más a la izquierda
que la ugt (periódico Diario de Sevilla, 12
de junio de 2005), indicaba que en el 81% de los institutos se podía
comprobar una falta de respeto hacia el profesorado (en el 85% según
el sindicato anpe). En todo caso, el fenómeno se ha multiplicado
en los últimos diez años.
Su relevancia se demuestra en el propio Parlamento, aunque con
argumentos demasiado espurios. Unos achacan el fenómeno a
los defectos de las leyes o a su mala aplicación, mientras
que otros argumentan que ocurre porque ahora todos van a las escuelas
y a los institutos y a que la sociedad se ha hecho muy compleja.
En el año 2000 se llegó a formar en el Parlamento
autonómico andaluz un grupo de trabajo sobre la violencia
infantil y juvenil, y, desde entonces, la no violencia se ha convertido
en una consigna en la escuela. Sin embargo, y en paralelo, aquella
ha ido en aumento.
La violencia escolar, es muy importante no olvidarlo, tiene una
rentabilidad política que pocas veces es destacada. Por una
parte, sirve como argumento para políticas de privatización,
para focalizar el interés de los usuarios del sistema en
la seguridad y no en otros elementos, así como para la intensificación
consentida de la vigilancia (se están empezando a instalar
cámaras de vigilancia en institutos andaluces).
Por otra parte, es presentada como un problema compartido, con
el fin de instaurar políticas uniformes a escala global,
y de contar con referentes coincidentes para la provisión
de modelos de identificación comunes que trasciendan las
instancias locales. Así, el Consejo de Europa manifestaba
en unas conclusiones de septiembre de 1997 que los Estados miembros
se enfrentan cada día al «mismo tipo» de problemas
de seguridad en las escuelas. Unos problemas que sirven para el
mantenimiento de puntos de referencia comunes, para dotarlos de
más contenido para su identificación en Europa, y
que remiten no tanto a las condiciones sociales de cada sociedad
concreta, sino a una sociedad abstracta, y a la común necesidad
de los tiempos, que invitan a declinar los compromisos con lo local.
En ese sentido, constituye un eslabón más para la
construcción de un «nosotros» europeo en el campo
educativo, como pueden serlo a otros niveles el espacio europeo
de educación superior, los programas de intercambio o el
hermanamiento de centros. No en vano se propone la organización
de conferencias europeas sobre el tema como aglutinante, el intercambio
de información, y la creación de un grupo de expertos
que trate sobre la materia.
Así, la violencia se ha convertido en motivo recurrente
en el ámbito educativo, e incluso en prioridad dentro del
mismo; una prioridad que resaltan inmediatamente los políticos
andaluces como compartida por gobiernos y por organismos internacionales.
Es muy notable el afán por constituirla como tema común
e internacional, así como el interés porque parezca
una especie de ola, de moda con causas oscuras, vacía de
política, y sólo de origen técnico, incluyendo
en este punto la supuesta incompetencia del docente.
He aquí una dimensión especial y poco atendida del
tema: el problema es estimulado por su utilidad para modelar determinados
valores y determinadas pautas de sociabilidad y de focalización
de intereses, que, a su vez, pueden trascender las vinculaciones
locales de los sujetos y reorientar sus intenciones políticas
en la forma menos creativa posible. A través de los medios
de comunicación, pero también de la producción
legislativa, la violencia escolar ha pasado a formar parte muy importante
del imaginario social de posibilidades dentro del marco educativo,
lo que resulta necesario para su reconversión. Sin salir
del ámbito de la educación, es preciso recordar el
Decreto 85/1999 de la Consejería de Educación de la
Junta de Andalucía, sobre los derechos y deberes del alumnado,
que en buena medida se explica como respuesta ante este tipo de
asuntos, aunque también como aceptación de las recomendaciones
europeas respecto a disponer de problemas y de puntos de referencia
comunes.
Este Decreto ofrece toda una gama de posibilidades contrarias a
las normas de convivencia, y define también con minuciosidad
las conductas gravemente perjudiciales para dicha convivencia: la
agresión física contra cualquier miembro de la comunidad
educativa; las injurias y ofensas; las acciones perjudiciales para
la salud y la integridad personal; las vejaciones o humillaciones,
sobre todo si tienen una componente sexual, racial o xenófoba,
o se realizan contra alumnos con necesidades educativas especiales;
las amenazas o las coacciones; la suplantación de personalidad;
el deterioro grave o la sustracción de instalaciones y de
documentos; la reiteración de las faltas leves; cualquier
acto dirigido directamente a impedir el normal desarrollo de las
actividades del centro, y el incumplimiento de las correcciones
impuestas.
Estamos ante la muestra de dos importantes aspectos: por un lado,
la progresiva intensificación de las funciones disciplinarias
del instrumento del Estado que es la escuela. Pero eso no significa
que su agente, el docente, pueda disponer de capacidad o de instrumentos
especiales y propios para imponerla. La Comisión de Convivencia
creada por el citado Decreto debe ser entendida sobre todo, según
establece esta disposición, como una función humanizadora
y preventiva, siendo un punto de encuentro de todos los estamentos
de la Comunidad Educativa en su esfuerzo por mejorar el clima de
convivencia. Por otro lado, y esto interesa más, adquieren
carta de naturaleza tales conductas, pues son hechas públicas
y se clasifican en el discurso legislativo en tanto que son pensables
y realizables como componentes característicos de la realidad
escolar.
La legislación educativa, en su decisiva contribución
a esto, se va a veces por las ramas, de modo que una de las tendencias
de nuestra sociedad es la sorpresa, uno de cuyos componentes
resulta ser el siguiente:
«Los niveles educativos más altos han permitido a
las personas mayores posibilidades de defensa de sus derechos
y de desafío a las instituciones, que se perciben como
menor reconocimiento de la autoridad y de las tradiciones institucionales.
Se trata, sin embargo, de un sistema de autoridad más compartido
por las familias y el alumnado, que se manifiesta en la demanda
de un papel más activo por parte de las familias, y en
un alumnado más reticente a hacer lo que se le dice»
(Orden del 09-06-03 de la Consejería de Educación
de la Junta de Andalucía, que establece el II Plan Andaluz
de Formación del Profesorado).
Por tanto, el proceso que estamos describiendo, y que en el fondo
contribuye a posibilitar la violencia escolar, es considerado como
un indicio muy positivo de que hay mayor nivel educativo, mayor
conciencia en la defensa de los propios derechos, mayor implicación
de la familia, más conciencia de participación, etc.
Cualquiera de estos supuestos puede ser seriamente cuestionado.
Los aspectos disciplinarios manifiestan todo esto
de manera por demás significativa, y abren otra vía
que está en la base de la violencia escolar. Por eso, no
podrán imponerse correcciones contrarias a la integridad
física ni a la dignidad personal del alumnado, y, si hay
que imponerlas, deberá tenerse en cuenta la edad del alumno,
así como sus circunstancias personales, familiares o sociales.
Se generaliza la idea de que el menor de edad es intocable, y eso
se ve estimulado de forma especial por las disposiciones legales.
De esta manera, por ejemplo, se proclama y se establece que los
niños nunca son delincuentes sino víctimas de estructuras
sociales injustas, como si, puestos en ese lugar, no pudiera hacerse
ese planteamiento también respecto de los adultos. El resultado
será una impunidad casi total del alumno, que socava las
bases de la institución, lo que a su vez contribuye a despojarla
de los atributos sagrados que tuvo: infalibilidad, prestigio de
las destrezas adquiridas en ella, contacto directo con la verdad
y con la razón, depositaria del futuro, etcétera3.
De ese modo, el papel del docente como oficiante, como mediador
con el mundo de la razón y de los saberes, que participaba
de la sacralidad del Estado-nación, queda por completo orillado.
Más aún cuando, en aplicación de una pedagogía
considerada como progresista, lo que se reclama del alumnado es,
junto con su falta de esfuerzo, un mayor egocentrismo: se prescribe
como necesaria una metodología que parta de lo que los estudiantes
conocen y piensan sobre cualquier aspecto de la realidad, y que
conecten con sus necesidades y con los intereses personales que
ellos mismos definen. Esta presión hacia la capacidad de
fascinación del docente se ha encontrado con el obstáculo
de la falta de credibilidad sobre la que insistiremos,
que en buena medida es consecuencia del estímulo hacia el
desinterés por ver más allá qué implica
esta pedagogía.
Todo este proceso se focaliza de forma prioritaria en la figura
del docente. El profesor ha dejado de ser el rector de la vida escolar,
para convertirse en un técnico que pone en práctica
principios, objetivos e instrumentos diseñados y definidos
por otros, expertos en planificación, en tecnologías,
en economía. Debe realizar su trabajo ejecutando roles como
los de amigo, de psicólogo comprensivo, de orientador familiar,
de evaluador de sus discípulos, de transmisor de los valores
de tolerancia, de flexibilidad, etc., papeles que a menudo son incompatibles
y que casi siempre chocan con la realidad. Desde todas las instancias
oficiales tanto autonómicas como estatales y europeas,
se insiste en que el saber acumulado con los años no es hoy
tan valioso, y en que por eso el docente debe ser un profesional
polivalente, transigente y adaptable. Como señalan los técnicos
del sistema educativo: aparte de participar en el desarrollo de
las propuestas curriculares en los centros y en las aulas, los profesores
deben conocer la situación de cada alumno, su integración
en el grupo y en la familia; también deben analizar las dificultades
y los problemas de integración, mantener relaciones fluidas
con las familias, con el resto del equipo, etc. (C. Gómez
y otros, 2001). Su trabajo ya no tiene un centro el aula,
sino varios: clases, claustros, consejo escolar, formación,
realización de sustituciones, burocracia, etc., y en ninguno
de esos ámbitos hace ya de actor principal. Forma parte de
un conjunto funcional en el que, debido a la necesidad de aplicar
decisiones de expertos y al principio democrático de participación
de alumnos y de padres, carece de la capacidad para tomar decisiones
y de la autonomía que tuvo antes. Como apunta A. Guerrero
(2001), se ve obligado a actuar como técnico, aunque carezca
de la suficiente formación en tecnología. Como un
técnico, que, además, tiene que ser polivalente, y
que, por eso mismo, está insuficientemente especializado.
Según han resaltado diversos autores, el proceso al que
se somete al docente puede calificarse como de intensificación
y de descualificación, lo que sin ninguna duda lo conduce
a la pérdida de las atribuciones de sacralidad que le eran
inherentes antes de la crisis de la institución escolar.
Hace ya más de veinticinco años, M. Larson (1980)
observó esta tendencia, visible sobre todo en la sobrecarga
de trabajo y en el deterioro de su sociabilidad, así como
en la descualificación intelectual producida por el hecho
de que el docente ya no investiga, sino que consume los conocimientos
que otros producen. Dicha vertiente se perfila aún más
en el trabajo de A. Hargreaves (1996), sobre todo porque tal proceso
se ha acentuado a partir de los años ochenta. En el contexto
español, ese proceso ocurre desde el inicio de los años
noventa, siendo la aplicación de la logse (Ley de Ordenación
General del Sistema Educativo, de 1990) uno de sus principales impulsores.
A los elementos anteriores hay que añadir la retórica
y las presiones de la «participación», que, además
de contribuir a la descualificación del docente, tienen otra
dimensión: favorecer a los que se encuentran en mejor disposición
para influir en el gran mercado, y que es por lo que hemos entrecomillado
eso de la participación. Como expresa con agudeza T. Popkewitz
(1997, p.171):
[...] la idea de participación está relacionada
con una teoría liberal concreta del grupo de intereses,
que parte de la base de que la sociedad se funda en el contrato
social de los individuos, en el que la suma de sus acciones produce
la estructura social. En las complejas sociedades modernas se
cree que las distintas asociaciones (o grupos de intereses) negocian
entre sí para producir el bien común. La responsabilidad
de una escuela eficaz consiste en crear oportunidades en las que
todos los grupos puedan participar en la toma de decisiones [...].
Esta postura sobre la participación no presta atención
ni reconoce las decisiones que forman parte del discurso público
y del acuerdo de poder en el que se toman tales decisiones [...].
Las reglas de participación mantienen una metáfora
de mercado que beneficia a quienes han recibido una educación,
a los que tienen un horario de trabajo flexible, y a los que disfrutan
de las disposiciones asociadas a estas ventajas sociales y económicas.
La pérdida de atributos duros, de capacidad para categorizar
con fuerza propia, desnuda a la escuela de su carácter anterior,
y la disfraza de asepsia en algo tan importante para ella como es
el juicio evaluativo sobre el alumno. El resultado de esto es claro:
se la despoja de poder simbólico, de capacidad de nombrar,
de atributos sagrados. Ahora estos dictámenes los hacen otras
instituciones: el mercado laboral, la televisión, la publicidad.
Pero, además, esto ocurre en un momento en el que el sistema
productivo margina a los jóvenes, motivo por el que se amplía
su tiempo de escolarización, pero en el que en su mayoría
se encuentran carentes de expectativas que la escuela, por su parte,
no les puede proporcionar. Como muestra D. Juliano (1993, p. 20),
a una «escolarización de la vida y desvaloración
del producto escolar».
Convertida en uno de los temas estrella más recientes, la
violencia escolar sirve también al citado proceso de intensificación-descualificación:
algunos grupos políticos piden medidas de prevención
que se puedan aplicar por los docentes, que son mostrados como los
nexos fundamentales con los jóvenes. De este modo, no sólo
se orienta el problema hacia una mayor descualificación del
docente y hacia una intensificación de su trabajo, sino que
se ratifica el desplazamiento simbólico de la familia en
cuanto a institución social relevante. Al profesor se le
reclama sustituir a la familia, así como una especial habilidad
para conseguir atraer a los alumnos desmotivados. Pero debe hacer
esto al tiempo que pierde capacidad de decisión y de autoridad,
y sin que medie disposición alguna por parte del alumno.
Otra dimensión de la descualificación, que adquiere
todo su vigor en España a raíz de la aplicación
de la Ley Orgánica de Participación, Evaluación
y Gestión de los Centros Docentes desde 1995, es la estratificación
docente, intensificada luego por la loce (Ley Orgánica de
Calidad de la Educación, de 2002), que se une a la fragmentación
de ta-reas y al aumento de responsabilidades, así como a
la limitación de competencias del maestro. Asistimos a un
proceso de jerarquización interno, determinado por la capacidad
para adaptarse y para reciclarse. Se tiende a hacer de los directores
de los centros verdaderos delegados de la propia Administración
educativa. Como indicaron M. Lawn y J. Ozga (1988), los procesos
de racionalización del trabajo docente conllevan la recualificación
de unos pocos, que ocupan puestos de supervisión y de control,
sobre una mayoría que se descualifica. Una descualificación
que aumenta con la preeminencia de las tecnologías de la
información y de la comunicación, y con la ya señalada
atribución de funciones imposibles a la escuela: combatir
y prevenir el racismo y las drogas, fomentar la paz, etcétera.
En suma, observamos el deterioro de la escuela y de los propios
docentes en cuanto a agentes de socialización. Éstos
han dejado de ser la autoridad que posee los conocimientos y las
cualidades, para convertirse en profesionales adaptables, polivalentes,
con cometidos imposibles y sin los suficientes medios. Controlados
por los usuarios del sistema, tienen que ejercer, a su vez, un control
blando, difuso, débil, sobre su propia materia prima los
discípulos y sobre su propio proceso y sus condiciones
de trabajo. Todo ello envuelto, además, en retóricas
sobre su iniciativa, sobre su autonomía, sobre su democratización,
sobre su profesionalidad, etc. Esta conjunción de elementos
de descualificación y de intensificación confluye
en el aspecto que aquí queremos destacar, y que también
está en la base de la violencia escolar: el desprendimiento
de atributos sagrados, que, como funcionarios-sacerdotes de la sacralidad
del Estado, tuvieron en su momento los docentes. Los cambios en
los elementos rituales de la escuela, en los que no podemos entrar
aquí, son buena muestra de ello.
Para permitir todo el proceso que estamos describiendo,
es necesaria la generalización de una actitud en todo el
entorno educativo, sobre todo entre los alumnos: la increencia.
Por ella, los fieles dejan de serlo. Cuestionan la palabra del intermediario,
el docente, con lo sagrado, con lo que se derrumban las mediaciones
proporcionadas por la escuela, contestando esa situación
liminar del docente, que ponía en contacto lo sagrado con
los fieles. Increencia en el futuro, en la razón,
en la perfectibilidad de los sujetos. Increencia provocada
por los valores del rendimiento inmediato, por la razón del
beneficio, bajo las condiciones de provisionalidad, de competencia
y de desarraigo que impone el mercado. La autoridad corresponde
al que es capaz de dar trabajo, o bien al que ha conseguido éxito
social o económico, preferentemente de manera rápida
y cómoda. Esto es importante respecto a la caída del
docente y a sus mediaciones, ante la evidencia de la falta de correspondencia
entre la enseñanza obligatoria generalizada y un mercado
de trabajo que la devalúa, omnívodo y excluyente.
Todo lo expuesto se acentúa, además, cuando se lanzan
mensajes que ocultan la realidad. Decía el presidente de
la Junta de Andalucía, Manuel Chaves, mientras entregaba
los premios al mérito en la educación de 1999, que
para él es motivo de orgullo «la juventud bien preparada,
con un alto nivel de cualificación y especialización,
con capacidad para incorporarse a la actividad y garantizar un futuro
de progreso»4, juventud que dibuja como característica de Andalucía.
Desde entonces son recurrentes alusiones similares. Se convierte
casi en eslogan del discurso político afirmar que Andalucía
cuenta hoy con la generación más preparada y capacitada
de toda su historia. Eso alimenta en grado sumo la increencia.
La evidencia de la falta de perspectivas para gran parte de esta
juventud, que además no cubre el sistema educativo, provoca
frustración y un sentido de culpabilidad que se ha de vivir
a solas, vergonzosamente, o bien, cuando se hace en grupo, genera
una especie de identificación defensiva que está en
la base de la muy pregonada violencia escolar. La institución
educativa que se ofrece a los jóvenes representa para ellos
una sociedad civil frustrada y centrífuga, lo que se agrava
con la retórica sobre la participación, la democracia,
la preparación, etcétera.
Con todo esto, la razón del docente, que también
lo es del Estado, se derrumba. Ya no es una persona especial, revestida
de vocación y en contacto con el mundo del saber, con autoridad
y con sentido del bien y del mal, con atributos de liminaridad
como los del sacerdote. En su consideración social, el
docente, especialmente el maestro, pasa a ser una persona que no
ha sabido buscar otra retribución mejor pagada ni vale para
estudios más altos, aunque también es un privilegiado
porque trabaja poco y cobra un sueldo fijo y excesivo para sus habilidades
y su esfuerzo.
Es preciso anotar que, desde luego, no pocos elementos rituales
tradicionales se siguen manteniendo, y algunos con mucha intensidad.
Por ejemplo, en el campo de las expresiones verbales, la utilización
de un lenguaje incomprensible para los asistentes por parte de los
oficiantes, circunstancia que observamos en la enseñanza
secundaria. Sin embargo, esto se vive hoy como una disfunción,
pues no conmueve a los participantes los alumnos sino
que alimenta la increencia en el medio escolar. Se mantiene
también en las fórmulas verbales la redundancia, pero
ésta ya no fascina sino que aburre.
Las escuelas y los institutos se han convertido en objetos sospechosos,
tanto por abajo los usuarios como por arriba grupos
de presión así como los correspondientes políticos
y técnicos, porque son fedatarios y garantes de un
orden que se derrumba. Deben ser reconvertidos para servir al nuevo
orden, el del mercado global. En ese proceso de reconversión,
la violencia escolar es especialmente propiciada por los discursos
y por las medidas político-legislativas, por los modelos
pedagógicos imperantes, y, de forma especial, por la nueva
naturaleza del docente. Es, pues, lógica. Combatirla es enfrentarse
a todo un sistema, a todo un proyecto. Por eso no se puede encarar
con paliativos técnicos y desde dentro. Hay que mirar estructuras
y procesos que estén afuera.
BIBLIOGRAFÍA
Gómez Ocaña, C., y otros (2001): «La calidad
educativa: una reflexión en clave de la sociología
de la educación», en VII Congreso de Sociología,
Salamanca, 20-22 de septiembre.
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la organización escolar, su marco teórico para el
estudio de los efectos de la escuela», en VII Congreso de
Sociología, Salamanca, 20-22 de septiembre.
Hargreaves, A. (1996): Profesorado, cultura y postmodernidad,
Madrid, Morata.
Juliano, D. (1993): Educación intercultural. Escuela
y minorías étnicas, Madrid, Eudema.
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en Theory and Society, 9-1, pp. 131-175, Nueva York, JSTOR.
Lawn, M., y Ozga, J. (1988): «¿Trabajador de la enseñanza?
Nueva valoración de los profesores», en Revista de
Educación, n.º 285, pp. 191-217, Madrid, Ministerio
de Educación, Cultura y Deporte.
Moreno Navarro, I. (1998): «¿Proceso de secularización
o pluralidad de sacralidades?», en A. Nesti (ed.): Potenza
e impotenza della memoria. Scritti in onore di Vittorio Dini.
pp. 170-184, Roma, Tibergraph.
Moreno Navarro, I. (2000): «Quiebra de los modelos de modernidad,
globalización e identidades colectivas», en J. Alcina
y M. Calés (eds.): Hacia una ideología para el
siglo xxi. Ante la crisis civilizatoria de nuestro tiempo, pp.
102-131, Madrid, Akal.
Popkewitz, T. S. (1997): Sociología política de
las reformas educativas, Madrid, Morata.
Ruiz Morales, F. C. (2003): «La escuela en la construcción
de identidades: elementos rituales y fisuras», en Actas
del IX Congreso de Antropología, Barcelona, septiembre
de 2003, Federación de Asociaciones de Antropología
del Estado Español [en cd-rom].
(2004): Construcción de identidades y modelos
de identificación en el sistema educativo andaluz. Una perspectiva
antropológica; tesis doctoral (inédita).
Notas
1 Los analizamos en un trabajo
terminado recientemente, que se halla a la espera de ser publicado:
Educación para el mercado en Andalucía.
2 Es preciso recordar que, en
la antropología, nos movemos sobre todo en un nivel micro,
o en todo caso medio, dado el gran peso que tienen las constataciones
etnográficas. En este caso, nuestra base empírica
la constituye el sistema educativo en Andalucía, del que
venimos realizando diversos análisis en relación con
los modelos de identificación que en él se ofrecen.
3 No estamos haciendo una valoración
positiva de la antigua escuela, sino que lo que queremos resaltar
son los componentes con los que se presentaba y con los que en buena
medida había consenso.
4 http://www.junta-andalucia.es/presidente/discursos Consultado
en diciembre de 2000.
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