Violencia en la escuela: compartiendo la búsqueda de soluciones
Alicia Pintus *
Síntesis: Nuestra pretensión es analizar los
fenómenos de violencia que se han hecho cotidianos en las
instituciones educativas, para ofrecer alternativas de acción
que puedan contribuir a generar soluciones factibles. Con ello aspiramos
a que conocer las causas de este fenómeno de múltiples
aristas nos permita encontrar elementos que aporten un buen resultado.
Se parte de una aproximación a la definición de violencia
en el marco de las relaciones humanas, para recalar en la conceptualización
del fenómeno en la institución educativa.
Por último, sugerimos algunas reflexiones que pueden resultar
orientadoras para el docente, con el fin de encontrar alternativas
y soluciones a este problema en el horizonte de posibilidades con
el que efectivamente cuenta.
Síntese: Nossa pretensão é analisar
os fenômenos da violência que se tornaram cotidianos
nas instituições educacionais, para oferecer alternativas
de ação que possam contribuir para gerar soluções
factíveis. Com isso, aspiramos a que, conhecendo as causas
deste fenômeno de múltiplas arestas, nos permita encontrar
elementos que dêem um bom resultado.
Parte-se de uma aproximação à definição
de violência no marco das relações humanas,
para recalar na conceitualização do fenômeno
na instituição educacional.
Por último, sugerimos algumas reflexões que podem
resultar orientadoras para o docente, com o objetivo de encontrar
alternativas e soluções para este problema no horizonte
de possibilidades com o que efetivamente conta.
* Directora Regional, Facultad de Desarrollo e Investigación
Educativos, Universidad Abierta Interamericana, Sede Regional Rosario,
Argentina.
1. INTRODUCCIÓN
El titular del periódico nos informa que
«atacó a golpes a la maestra que había retado
a su hijo en un recreo»1. Se trata
de una madre que tomó por el cuello a la docente de su hijo,
y, en el aula, llena de niños, la tiró al suelo y
le siguió pegando. Esta noticia y otras similares se multiplican.
Si nos detenemos a rastrear las informaciones o a escuchar a los
colegas docentes sobre las realidades de sus escuelas, muchas veces
nos encontramos con discursos que, salvando la particularidad de
la anécdota, coinciden con dificultades muy similares respecto
al tema de la violencia: hablamos de alumnos que perturban el normal
desenvolvimiento de las clases, que llevan armas a la escuela; de
docentes golpeados y de docentes agresivos que denigran a sus estudiantes;
de directivos que abusan de su poder; de edificios destruidos, de
intimidaciones, de maltratos diversos, de climas hostiles, de burlas,
de ironías. Asistimos a diario a tantas manifestaciones claras
de violencia en distintos ámbitos de la vida cotidiana, que
ya no nos sorprenden. A veces la violencia toma formato sutil, y
está ligada a aplicaciones arbitrarias de normas injustas
en instituciones que funcionan como máquinas de dominación,
de deshumanización y de enfermedad.
Nuestra pretensión es analizar los fenómenos de violencia
que se han hecho habituales en las instituciones educativas, para
ofrecer alternativas de acción que puedan contribuir a generar
soluciones factibles. Nos preguntamos por las causas, ya que aspiramos
a que conocer este fenómeno de múltiples aristas nos
permitirá encontrar elementos que aporten la solución.
En la historia de la educación la violencia
no ha sido nunca algo que haya sorprendido demasiado. Hay constancias
acerca de las prácticas educativas en las primeras civilizaciones,
que indican que los castigos corporales eran un instrumento bastante
generalizado y aceptado para inculcar disciplina sin cuestionamientos.
A su vez, también parecían serlo las venganzas de
los escolares. Así lo señalan historiadores de la
educación como Mario Alighiero Manacorda, que rastrea en
los textos de la época clásica las descripciones de
las costumbres de los correctivos físicos usados por los
maestros, y las venganzas de los discípulos que no hesitaban
en golpear o en romperles la cabeza a sus antiguos maestros. También
destacan como comunes las indisciplinas, la aversión y el
aburrimiento de los alumnos, como correlato frente a los ásperos
regaños y a los golpes de la fusta, el «cetro»
de los maestros2.
Este sigue siendo un fenómeno generalizado, aunque quizás
hoy nos preocupe más, dado que ha tomado perfiles inéditos
por la irracionalidad que lo caracteriza. Vivimos en una sociedad
violenta, en la que la agresión penetra y corroe todos los
intersticios del tejido social. Como era previsible suponer, se
ha trasladado también a los espacios físicos de la
escuela. Sin embargo, definir la violencia a partir de su localización
geográfica puede resultar insuficiente e improductivo a efectos
de hallar soluciones.
Suele considerarse que la violencia que se produce en la escuela
es el resultado de una agresividad social extendida, que desborda
todos los ámbitos particulares y recala en las instituciones
educativas. Tal razonamiento es incompleto. Es cierto que la sociedad
se refleja en la escuela, y, en ese sentido, se puede considerar
como una caja de resonancia de lo social. Esto puede contribuir
a comprender lo que pasa, pero no es suficiente, porque el fenómeno
que estamos analizando es muy complejo. Además, enfocar las
causas exclusivamente desde fuera de la institución no podrá
brindarnos elementos que estén a nuestro alcance para intentar
modificarla.
Si consideramos que el origen de la violencia escolar es ajeno
a nuestro dominio y que remite al contexto, es bastante difícil
que tengamos herramientas para construir procesos de solución.
Los medios masivos de comunicación con ética neutra
y con sus apologías de la violencia, se infiltran en la intimidad
de los núcleos familiares. Marginalidad, pobreza, exclusión
y otras problemáticas sociales, están asociadas de
manera significativa con el incremento de la violencia. No se puede
negar que los sujetos agresivos que conviven en la escuela son individuos
que han transitado a través de historias personales atravesadas
por la crueldad, y que han aprendido ese tipo de respuestas frente
a otras posibles. Todos esos factores tienen una influencia irrefutable
en los fenómenos de agresividad en general y en los ámbitos
particulares. No obstante, la tarea que debemos emprender es la
de analizar cuáles son nuestros límites y cuáles
nuestras posibilidades para encontrar caminos de factibilidad en
el hacer educativo cotidiano.
El acierto de nuestras acciones para prevenir o para resolver dichos
problemas estará asociado a preguntarnos acerca de en qué
medida la escuela contribuye a reproducir ciertos modelos vinculares
precedentes y ajenos, que se reactualizan en las interacciones propias
de las prácticas pedagógicas escolarizadas. Aunque
todas las suposiciones anteriores sean sensatas, lo que nos interesa
aquí es que, partiendo de un análisis de la violencia,
hay que tratar de dilucidar cuáles pueden ser las causas
a las que los docentes podemos tener acceso efectivo para tratarlas,
con el propósito de prevenir o de resolver lo que está
sucediendo.
2. VIOLENCIA EN LAS RELACIONES HUMANAS
Se aborda la definición de «violencia escolar»
en el marco de las relaciones interpersonales que tienen lugar en
las instituciones educativas, con el fin de detectar si existe una
violencia que es generada desde la escuela y por sus integrantes.
Circunscribirla podrá clarificar la dimensión sobre
la cual es viable operar. Las otras aristas de este complejo fenómeno
requerirán otras intervenciones y enfoques cooperativos entre
diversas instituciones y actores sociales, que no son objeto de
análisis de este artículo.
Conceptualizar la violencia en la escuela implica entender que
la manifestación a la que nos referiremos es la que se da
en el espacio de las relaciones humanas en el contexto de las instituciones
educativas. Por tanto, será necesario establecer los supuestos
antropológicos desde los que partimos. No nos concentraremos
en la violencia que puede darse entre extraños, donde el
«otro» es cosificado y visto como un objeto desprovisto
de todo atributo personal.
¿Qué es lo que nos hace y nos caracteriza
como humanos? No somos humanos por nuestro aislamiento, sino por
nuestra red de asociaciones. La historia individual de cada uno
de nosotros se entreteje con las vidas de otros seres humanos con
los que compartimos el devenir de la existencia. Nuestra naturaleza
es de índole relacional. Se forja en y a través
de la existencia, en una construcción que surge de
y a partir del contacto con los demás humanos. Somos
un «ser-con-otros»3.
Dado que lo que nos caracteriza como hombres es nuestro «estar-siendo-con-otros»,
no podemos estar sin tener relación con otros. Estamos sujetos
a la relación. La relación es límite y condición
de la existencia.
Podemos afirmar entonces que no podemos no vincularnos.
No podemos no comunicarnos4. No pudiendo
no vincularnos, la violencia tiende a verse como las formas que
adopta el vínculo entre las personas.
La violencia aparece así como uno de los modos de vínculo
que tendemos a establecer con el otro. Todos tenemos experiencias
de encuentros que calificamos como positivos o buenos, en los que
las sensaciones emergentes son las de bienestar, expansión,
libertad, armonía. También podemos recordar otros
que rotulamos como negativos, en los que la percepción interna
nos revela estar sintiendo molestias, daños, incomodidades,
y donde predomina la lucha en vez de la cooperación.
La raíz etimológica de la palabra
violencia deriva del latín «uis» fuerza física,
vigor, potencia, energía y designa la fuerza orientada
y selectiva contra algo o contra alguien. Es un fenómeno
complejo y multifacético que supone, al menos, dos sujetos
relacionados. Se manifiesta a través de la interacción
de sus conductas5, donde uno o ambos
ejercen una fuerza sobre el otro, especificadas por la intención
respecto del efecto que tienden a producir, y por la consideración
de ese efecto producido como agresivo, aun cuando difiera del propósito
de su ejecutor. Será violenta si tiene la intención
y si provoca un efecto vivenciado como restrictivo-agresivo, negativo,
forzando o sometiendo en cualquiera de las dimensiones que forman
a un ser humano6.
Se manifiesta como un deseo de matar, de eliminar física
o simbólicamente al otro, pretendiendo usurparle su dignidad
personal. Alguien impone una fuerza sobre otro, constriñéndolo,
forzándolo a que haga o deje de hacer. La violencia siempre
implica alguna clase o algún nivel de restricción
hacia el destinatario. En un fenómeno de violencia las consecuencias
vivenciales son negativas: nos sentimos lastimados, dolidos, ofendidos,
restringidos, dañados, despreciados, menospreciados, disminuidos,
maltratados. Se genera una necesidad de librarnos de ese estado
de cualquier manera.
La vivencia no sólo depende de la intención
o del efecto, sino de ambos, en combinación con el estado
de compensación-equilibrio o de descompensación-desequilibrio
de cada uno7. Si alguien se encuentra descompensado estará más
propenso a interpretar y a percibir las conductas de los demás
como restrictivas y violentas, con independencia de la intención
que hayan tenido sus emisores. Por otra parte, si quien emite la
conducta está descompensado, tendrá menos posibilidades
de analizar sus intenciones y de anticipar los efectos de sus formas
de proceder. La lectura integral de un episodio de violencia no
debería excluir la comprensión del estado de compensación-descompensación
tanto del emisor como del receptor de la conducta en cuestión.
Si bien una conducta violenta puede ser premeditada o planificada,
también puede ser la expresión de un desbordamiento
emocional. Es posible que sea una respuesta incontenible, a la manera
de una explosión, o ser el resultado de un proceso de acumulación
más o menos prolongado de quien ha sufrido un tiempo mayor
de lo soportable algo que se vivencia como muy desagradable e incómodo.
La capacidad de tolerancia frente a la espera para la satisfacción
de las necesidades y para la realización del deseo es singular
y cambiante en cada ser humano, y está asociada a sus matrices
de crianza. Es obvio que no somos réplicas idénticas;
lo que para unos pasa desapercibido, para otros cobra tintes trágicos.
Por eso, lo que pretendemos es evitar decálogos de conductas
violentas que funcionen como listados de estereotipos superficiales
e improductivos. Es importante recordar que la violencia se da como
una de las formas de relación entre los seres humanos, dependiendo
no sólo de la conducta puesta en juego sino de la intención
con la que se emite, así como de los estados de ánimo
del emisor y del destinatario de la misma. Las conductas no pueden
catalogarse como violentas si se encuentran aisladas de su contexto
comunicacional, aunque existan algunas que admiten interpretaciones
más o menos unívocas. Por ejemplo, matar a alguien
no puede estar representando otra cosa que una forma de violencia
en su expresión de mayor radicalidad, sea cual fuere la exégesis
que se pretenda hacer o las justificaciones que se esgriman, incluida
la defensa propia.
En general, puede considerarse que algo es violento si trivializa,
si maquiniza; esto es, si en la relación se coloca al otro
en un lugar de inmovilización a partir de un repertorio cerrado
de conductas posibles del que se le impide salir o trasladarse,
y donde están vedadas las respuestas alternativas no contempladas
por las contingencias de ese repertorio. Así se encasillan
las acciones en un catálogo limitado de eventos adecuados,
y lo que no integra ese vademecum es incorrecto, y, por tanto, censurado
o anulado. De este modo, sin intención de producir un daño
o de forzar al otro, las expectativas pueden jugar una función
restrictiva que coarta al otro, violentándolo. Siempre propongo
como ejemplo que realicemos un ejercicio de introspección
respecto de nuestros vínculos más próximos,
y encontraremos muchas situaciones que nos revelan cómo y
cuánto esperamos de los otros, condicionando el curso de
sus vidas a partir de lo que suponemos son nuestras mejores intenciones.
Cabe que nos preguntemos: ¿dónde podemos ser creativos
sin riesgos? ¿Dónde podemos coexistir en libertad?
3. VIOLENCIA EN LA ESCUELA: MÁS ALLÁ DE LO SIMBÓLICO
La descripción que se ha realizado para
todo vínculo interpersonal puede aplicarse a las relaciones
humanas en la escuela. Sería conveniente que nos preguntáramos
si la escuela, como institución cuya función sustantiva
es la de socializar a los individuos a través de la enseñanza
de conocimientos públicamente legitimados8,
tiene en su naturaleza constitutiva un germen de violencia que se
despliega y que prolifera en las situaciones características
que le dan identidad.
Después de los aportes de la Pedagogía
Crítica, es casi imposible soslayar que la organización
escolar tiene en la esencia que le sirve de base una tendencia al
control de las conductas sociales, más allá de cuanto
podamos justificar este control como necesario y legítimo
para la convivencia entre los hombres. Desde la Modernidad, la creación
de la escuela tuvo como misión transmitir un legado cultural,
de homo-geneización y de aleccionamiento de los sujetos,
para insertarlos en las nuevas formas de convivencia social que
se generaron a partir de la transición de las monarquías
absolutas a la constitución de los Estados nacionales, antecedentes
de las democracias contemporáneas. También es válido
extrapolar para la escuela lo que Gareth Morgan analiza para las
organizaciones en general, y, en ese sentido, coinciden las distintas
imágenes. Las instituciones educativas son, en alguna medida,
máquinas burocráticas, metáforas de organismos
vivientes, espacios de lucha por el poder, e igualmente instrumentos
de dominación9 que a veces utilizan mecanismos sutiles y de otro tipo para
lograr los fines que se supone son los mejores.
Ya en la concepción althusseriana la escuela
ocupaba un lugar privilegiado entre los aparatos ideológicos
del Estado, como un instrumento para la reproducción de las
condiciones de desigualdad existentes, y como la perpetuación
en el poder de la clase dominante. Bourdieu y Passeron profundizan
este análisis, sosteniendo que la escuela no sólo
reproduce las diferencias sino que las legitima, imponiendo significados
de una cultura hegemónica como formas de control social a
través de una violencia simbólica, más sutil,
pero no menos efectiva10.
Para la sociología las instituciones son
el conjunto de reglas, normas, valores, sentimientos, pautas culturales
y conocimientos que definen los modos de actuación correctos,
esperados o apropiados11. Cabe que
seamos conscientes de que estos procesos que mencionamos con cierto
alejamiento abstracto se producen a través de las personas
que interactúan en esas estructuras, entre las que se dan
relaciones de poder, sobre el armazón de una institución
cuya misión originaria ha sido la de ser una entidad reguladora
de las conductas adecuadas para una época y para una sociedad
determinadas. Podemos afirmar que la escuela está constituida
por las personas que la componen.
Si la escuela es lo que de ella pretenden sus maestros: ¿qué
uso hacen las personas de ese poder que tienen? ¿Cuáles
son los vínculos que se establecen? ¿Qué formas
adoptan las interacciones? ¿Cómo se vivencian los encuentros?
¿Cuál es la responsabilidad de los docentes respecto
a los fenómenos de violencia que se producen?
4. PENSANDO ESTRATEGIAS Y SOLUCIONES
Por lo general, cuando los directivos y los docentes consultan
acerca de casos de violencia que se presentan en sus instituciones,
el curso de los acontecimientos ha llegado a un punto en el que
resulta casi imposible ignorar lo que está sucediendo; eso
significa que se ha producido un estado avanzado de instalación,
y que las manifestaciones son muy visibles, reiteradas y que revisten
cierta gravedad. En ese momento también suele ser difícil
desentrañar el origen y las causas que generaron la situación
que motivó la solicitud. Es importante tener plena conciencia
de que no hay recetas mágicas ni expertos externos que, con
su sola presencia, puedan modificar algo que llevó un proceso
de consolidación en los modos de vincularse de ese sistema.
Una solución genuina no puede ser iniciativa de una persona
aislada, aunque cada uno de nosotros puede intentar caminos alternativos
para comenzar ese cambio por aquello que depende de cada quien.
4.1 Algunas sugerencias para compartir el camino de búsqueda
de soluciones
La vida sólo puede ser entidad hacia
atrás, pero debe vivirse hacia adelante.
Sören Kierkegaard
Uno de los primeros pasos que tendríamos que poder dar en
una institución que tiene manifestaciones de violencia es
reflexionar, no como una práctica individual y racional,
sino también social y vivencial: hablar con otros, dialogar.
Casi siempre lo que contribuye a consolidar un estatus de violencia
en los vínculos es la impunidad, el silencio que se suscita
en relación con los hechos; aquello que no se comenta abiertamente.
Nadie quiere admitir que «eso» esté ocurriendo,
y menos que cada uno pueda tener algo de responsabilidad o de participación.
Esa reflexión implica iniciar un examen introspectivo, en
el que cada uno se traslade del lugar del espectador-observador
inocente hacia el de un análisis de las responsabilidades
que le corresponden como productor de violencia. Nada es del todo
individual. Somos seres sociales, y lo que cada uno de nosotros
es está entretejido en vínculos con los demás.
No podemos no tener participación.
¿En qué medida cada uno de nosotros es responsable
de lo que está ocurriendo? ¿En qué medida aportamos
algo a las relaciones interpersonales en la institución?
Por ejemplo: cada uno tiene un conjunto de concepciones implícitas
que sirven de motor para las acciones. Entre esos supuestos también
tenemos un conjunto de ideas acerca de la educación. De ahí
que podamos preguntarnos de qué modo influyen ciertas concepciones
educativas en las acciones que intercambiamos con los demás
en el contexto de la escuela en la que estamos integrados. Tendemos
a considerar nuestras creencias como si fueran las únicas
válidas. El paso siguiente en esa escalada, que puede terminar
en imprevisibles incidentes de violencia, es tratar de que todos
los que nos rodean tengan la misma visión de la realidad
y de la educación. A veces, con buenas intenciones, decimos
que tenemos que acordar criterios, cuando lo que se encubre en el
discurso es un intento de homogeneizar el pensamiento de los demás
y asimilarlo al nuestro. La imposición puede ser sutil o
explícita. ¿En qué medida pretendemos que los
demás vean el mundo como nosotros? ¿Qué consecuencias
vinculares se desprenden de esta demanda? ¿Lo proponemos o
lo exigimos?
Es muy importante abrir espacios de diálogo en los que podamos
crear la confianza suficiente para expresarnos y para escuchar a
los demás. Esto parece una obviedad; sin embargo, exige un
trabajo continuo con nuestras propias emociones y creencias, para
poder enfrentarnos al encuentro sin procurar ganar o perder, sino
tratando simplemente de cooperar para esclarecer todos nuestros
supuestos.
He escuchado la opinión de algunos docentes a quienes les
resultaba intolerable que sus alumnos no tomaran notas o apuntes
de sus clases magistrales, porque lo catalogaban como una grave
falta de respeto. Otros manifestaban que permitían que sus
alumnos se insultaran en el aula, creyendo que eso era propiciar
que fueran auténticos, o incluso los había que eran
capaces de responder con el mismo tono y nivel del discurso porque
se tildaban de no ser hipócritas. Entre tantos extremos,
tal vez debamos preguntarnos qué consideraciones hacemos
de las cosas más simples de la convivencia; cuándo
y a partir de qué deja de ser armónica y se transforma
en violenta para nosotros; y en qué medida nos hacemos responsables
de la violencia que generamos o en la que no intervenimos para menguar.
Nuestras prácticas institucionales deben ser reflexivas.
Tenemos que detenernos y crear un circuito de latencia antes de
reaccionar de forma automática frente a los estímulos
de los demás. El lenguaje, la palabra, nos permiten abrir
brechas entre los comportamientos automáticos y las respuestas
voluntarias.
Mientras vayamos reflexionando en conjunto, nos quedará
la tarea de buscar la coherencia personal entre nuestras creencias
y convicciones ahora en proceso de esclarecimiento continuo,
y nuestras acciones.
- Hacerse cargo de los efectos de las propias conductas
[...] yo juraría que quería que estuvieses
alegre, pero, si estás deprimido, y
asegurás que es a partir de mi comportamiento,
yo me responsabilizo por tu estado, por tu pena,
y (con dolor) admito que mi intención tuvo que haber
sido la de injuriarte.
Rubén L. Makinistian12
Se ha afirmado nuestra naturaleza relacional
como humanos. Dado esto, se afirma que no podemos no comunicarnos;
la relación es límite y condición de la existencia.
En la comunicación nos perturbamos mutuamente, y nuestras
acciones tienen consecuencias. Como adultos y como docentes, tenemos
que admitir que es mayor la responsabilidad que nos corresponde
en los vínculos que tendemos a constituir con nuestros alumnos13.
La calificación de una conducta como violenta no se juzga
sólo por las intenciones ni por los efectos, sino por ambos,
en el contexto de la historia relacional, y porque tienden a producir
una acción destructiva en el otro. Puede ocurrir que la intención
y el efecto no siempre estén coordinados. No habiendo intención
pero produciéndose el efecto, y tomando conocimiento por
la explicitación del destinatario de la acción, será
un marcador o un especificador suficiente para calificar a la conducta
como violenta, toda vez que el receptor la haya vivenciado como
tal y se haya sentido restringido, objeto de crueldad o de denigración,
maltratado o dañado en forma inmerecida.
Aunque quizás no se haya deseado lastimar al otro, pero
si esa persona se sintió afectada, tiene que evaluarse que
la agresión estuvo implícita, de alguna manera, en
la intención. ¿Somos capaces de admitir que,
si bien no tuvimos intención, podemos haber generado una
conducta violenta?
En muchas ocasiones la lectura que podemos hacer de un fenómeno
de violencia en las relaciones vinculares es la de situar al emisor
de la conducta como a alguien que está descompensado y sin
posibilidad de pedir solución adecuada para reestablecer
su equilibrio interno. Antes de usar nuestro poder para responder
de idéntica manera, reprimiendo la expresión de esa
emoción negativa, convendría recordar al Mahatma Gandhi:
«Son violentos porque están desesperados...»
En otras ocasiones somos nosotros quienes estamos descompensados,
y no podemos pedir o no podemos interpretar el pedido del otro ni
hacer la devolución adecuadamente.
- De-construir estereotipos
Cuando veas a un hombre bueno
trata de imitarlo. Cuando veas a un hombre
malo, examínate a ti mismo.
Confucio
Quizás nos interroguemos acerca de por qué algunas
personas tienen mayor plasticidad para aceptar la realidad cambiante,
y, al mismo tiempo, la imposibilidad de controlar hechos y sujetos.
Sin duda tendríamos que ahondar en las matrices de crianza
que han favorecido o no la tolerancia, para postergar la espera
en la satisfacción de las necesidades y en la realización
de los deseos. Pero, más importante que profundizar en las
causas, sería que nos detuviéramos a pensar en cómo
podemos incrementar nuestros niveles de tolerancia para con los
demás, y contribuir de esa forma a crear ámbitos en
los que sea posible coexistir en libertad, sobre todo en instituciones
que han sido establecidas con fines de control social más
que de expansión personal. Se trata de una de las maneras
de ver el mundo. Esas maneras se aprenden y se construyen con otros,
en tanto en cuanto somos «seres-con-otros», seres en relación.
Las expectativas pueden funcionar como modelos restrictivos en
nuestras relaciones con los demás. Si esos otros son nuestros
alumnos es más riesgoso todavía, porque tenemos un
poder que nos confiere el rol docente que puede imponer, ya sea
de forma sutil, ya sea de manera directa, moldes supuestamente más
apropiados respecto a cómo debe ser uno y a cómo debe
comportarse.
¿Cómo de-construir nuestros estereotipos? Se comienza
reconociendo que los tenemos y que subyacen a nuestros juicios acerca
de lo que nos rodea. Todos esperamos que los otros sean de tal o
de cual ma-nera. No es cuestión de discutir aquí la
legitimidad de tales deseos. Son naturales, hemos crecido con ellos,
pero, ¿son adecuados para una convivencia armónica y
sin violencia?
¿Cuál es el modelo de alumno ideal que cada uno tiene?
Describirlo, explicitarlo, contarlo y hasta hacérselo saber
a los estudiantes es un camino para no restringirlos con demandas
que invadan su intimidad, y que no tienen nada que ver con nuestro
contrato pedagógico. ¿Hasta dónde toleramos las
diferencias entre el modelo de alumno ideal y el alumno real que
tenemos sentado en clase?
Es frecuente que en la sala de profesores, en el bar o en otros
ámbitos de reunión de colegas docentes, uno escuche
expresiones que remiten a juzgar a los alumnos según criterios
que parecen objetivos, pero que conllevan la subjetividad y la arbitrariedad
propias de los estereotipos no explicitados. Se comparan personas,
cursos, grupos, estudiantes de un turno con otro, provocando lesiones
en esas personas. ¿Cuántas veces pedimos a los demás
cosas que no pueden lograr? ¿Cuántas veces disfrazamos
exigencias bajo la apariencia de pedidos? En la relación
pedagógica, que es asimétrica, cualquier demanda tiene
un impacto y unas consecuencias mucho más significativas
que en cualquier otro vínculo en el que haya proporción
en el ejercicio del poder.
Algunas preguntas para comenzar a de-construir estereotipos:
Como docentes, ¿en qué medida tomamos en cuenta la
importancia del contrato fundacional de nuestra relación
pedagógica con nuestros alumnos?
En esa ocasión especial y única que es el primer
encuentro, ¿acudimos con ligereza, sin prestar atención?
¿Nuestras pautas son claras y explícitas acerca de cómo
pretendemos que sea la relación? Si establecemos las pautas,
¿qué margen dejamos para que ellos, nuestros alumnos,
aporten sus expectativas acerca de cómo será esa relación?
¿Comenzamos con un saludo ritual desprovisto de sentido? ¿Saludamos
o comenzamos a impartir la asignatura sin preámbulos ni presentaciones?
¿Tenemos expectativas que funcionen como un modelo previo al
que deben ajustarse con rigor los alumnos reales y concretos? ¿O
las expectativas significan estar abiertos a tomar contacto con
ellos, sean como sean?
En esas otras ocasiones especiales y únicas que son cada
uno de los encuentros de aprendizaje conjunto a los que denominamos
clases, ¿honramos ese contrato con nuestras acciones? ¿O
se convierte dicho contrato en una declaración vacía
y formal?
¿Nos preocupamos por conocerlos? A veces cometemos reduccionismos
psicologistas y ahondamos investigando un pasado infantil
e inconsciente que no nos compete ni nos sirve. Otras veces nos
convertimos en detectives que exploramos legajos-prontuarios a la
espera del próximo delito del reo. Pero, ¿estamos de
verdad con ellos mientras compartimos el espacio-tiempo de la
clase? Al menos, ¿los miramos mientras estamos dando la clase
con y para ellos? ¿Los observamos? ¿O dejamos nuestra
vista perdida en algún punto indeterminado del aula? ¿Dirigimos
nuestro discurso a cada uno de ellos o a un alumno promedio abstracto
e inexistente? ¿Nos damos cuenta de qué modo cambian
las expresiones del rostro de cada uno según lo que vamos
exponiendo? ¿Nos preocupamos por lo que manifiestan con palabras
y con gestos?
- Distinguir entre lo que depende de nosotros y lo que no
Concédeme la serenidad de aceptar
que hay cosas que no puedo cambiar, el
valor de cambiar lo que puede cambiarse
y la sabiduría para distinguir la diferencia.
Anónimo
Muchas veces pretendemos que cambie la realidad que nos circunda.
No sólo reclamamos infructuosamente que cambien las cosas,
sino que en incontables ocasiones lo que procuramos es forzar a
las personas con las que nos vinculamos para que sus características
particulares y sus conductas se ensamblen con nuestras representaciones
mentales acerca de ellas. Elaboramos pseudopreguntas y argumentos
falaces para sostener lo inútil de cualquier modificación
de nuestra parte: «¿por qué tengo que ser yo el
que cambie? ¿Por qué no cambia primero el otro? ¿Quién
está equivocado?».
Pocas veces volvemos la mirada sobre nosotros mismos, y menos aún
admitimos que podamos ser nosotros los que deberíamos transformarnos.
A menudo ambicionamos cambiar lo que no depende de nosotros y que
no puede ser cambiado, al menos por nuestra mera intención
o voluntad. Parece obvio que tendríamos que centrarnos en
lo que de nosotros depende, pero a veces eso no resulta tan claro
a la hora de analizar lo concreto, y menos factible puede ser que
nos enfoquemos hacia lo que podemos hacer. Esperamos ilusionados
que los demás cambien, en lugar de comenzar el cambio por
nosotros mismos.
¿Qué nos pasa a cada uno de nosotros con la violencia?
¿Cuántas veces generamos expectativas que no podemos
cumplir?
¿Cuántas veces nuestras expectativas engendran presiones
que el otro no puede asimilar?
¿Cuántas veces prometemos y no cumplimos?
¿Cuántas veces no hemos podido detenernos y reaccionamos
de forma automática reproduciendo más violencia todavía?
¿Cuántas veces somos irónicos y lastimamos con
nuestras palabras y con nuestros gestos?
¿Cuántas veces provocamos un daño y no pudimos
o no hicimos nada para repararlo?
5. CONCLUSIONES
Desde nuestra perspectiva la educación
es, ante todo, un encuentro entre personas semejantes antes que
diferentes e igualadas, en nuestra dignidad humana, por esas diferencias
de las que nadie está exento. Esas diferencias, que nos enriquecen
y nos constituyen como sujetos, en interacción con funciones
especificadas para cada uno: unos, convocados para enseñar
y otros para aprender14.
En estos encuentros nos perturbamos mutuamente,
por lo que en y con la interacción nos modificamos
y vamos cambiando. Dado que afirmamos la interacción pedagógica
como encuentro entre semejantes, igualados y enriquecidos por esas
diferencias con las que nos modificamos mutuamente, podemos decir
que se trata de un encuentro de aprendizaje conjunto15,
en el que aprendemos unos de y con otros recíprocamente.
Así cobran funcionalidad los roles de educador y
de educando, resignificando pautas originarias en las que
se funda la relación pedagógica. El respeto, la tolerancia,
la solidaridad y los demás valores que tienen que ver con
la convivencia, cobrarán materialidad por la elección
y por la aceptación a las que nos obligamos en el compromiso
de estar entre personas, con independencia de los roles y de las
funciones que cada uno desempeñe.
Cada clase podrá ser un espacio-tiempo de encuentros únicos
e irrepetibles de aprendizaje conjunto. Dejaremos de vernos los
docentes como observadores no-participantes, separados de nuestros
alumnos, y a éstos con sus rótulos, para pasar a mirarnos
como seres en relación, un yo-tú, un
ser-con-otros, con las implicaciones pragmáticas que
se derivan de ello, y que será necesario asumir.
El soporte básico sobre el que se dará
esta trama relacional no podrá ser otro que la comunicación
humana, refiriéndose a ella (para distinguirla de otras formas
de comunicación)16 como una
condición de existencia, como un proceso dinámico
en el que las personas estamos vinculadas, conectadas, relacionadas,
re-ligadas, en una ida y vuelta permanente y simultánea.
Somos seres relacionales. No podemos no comunicarnos. En la comunicación
nos perturbamos mutuamente. La violencia en este marco puede definirse
como una forma o como un modo que adopta el vínculo entre
las personas.
La escuela es una institución cuya función sustantiva
es socializar a los individuos a través de la enseñanza
de conocimientos públicamente legitimados. Por mandato fundacional,
tiene una esencia de control y de formación para la disciplina.
Los actores que la componen son los que actualizan esos mandatos.
Se puede afirmar que una escuela es lo que hacen de ella sus maestros.
Por tanto, si pretendemos algún cambio respecto a los fenómenos
de violencia que se dan en las escuelas, tenemos que considerar
qué cosas dependen de nosotros los docentes como
potenciales generadores de violencia, en lugar de poner la mirada
sólo en el contexto y en su influencia. Como nos exhortaba
el filósofo John Lennon, «No nos rindamos jamás.
/ Nunca es demasiado tarde/ para construir un mundo nuevo».
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humana, México, Editorial Pax México.
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Notas
1 Diario Clarín, Argentina,
4 de junio de 2005 <http://www.clarin.com/diario/
2005/06/04/sociedad/s-05201.htm >[junio 2005].
2 Cfr. Mario Alighiero Manacorda
(1987): Historia de la educación 1. De la antigüedad
al 1500, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, pp. 141-151.
3 La filosofía existencialista
del siglo XX ha contribuido con aportes muy abundantes y sólidos
a esta concepción antropológica.
4 Cfr. Rubén León
Makinistian (1991): Comunicación Humana y Sistemas Humanos.
Recorrido de ideas. 1984/1990, Rosario, Sociedad Editorial, pp.27-28,
y P. J. Watzlawick, Beavin Babelas, y D. D. Jackson (1995): Teoría
de la comunicación humana, Barcelona, Herder, pp. 49-52.
5 Acciones voluntarias y con
significado, materiales o simbólicas, producidas intencionadamente
por uno y dirigidas hacia otro.
6 Cfr. Ernesto Edwards y Alicia
Pintus (2004): Violencia en la escuela (capítulo III), Rosario,
Laborde Editor.
7 Cfr. Rubén León
Makinistian (1996): Ideas de la materia «Comunicación
Humana y Sistemas Humanos» (1995), Rosario, Sociedad Editorial,
pp. 12-14.
8 Cfr. Carlos Cullen (1997):
Crítica de las razones de educar (capítulo I), Buenos
Aires, Paidós.
9 Cfr. Gareth Morgan (1998):
Imágenes de la organización (capítulo 9, pp.
261- 307), México, Alfaomega Grupo Editor.
10 Cfr. Jesús Palacios
(1997): La cuestión escolar, México, Fontamara, pp.
431- 450.
11 Cfr. Ely Chinoy (1960):
Introducción a la sociología, Buenos Aires, Paidós
Studio, pp. 42-46.
12 Rubén León
Makinistian (1992): Espacios y Silencios, Rosario, Sistemas Humanos.
13 Cfr. Ernesto Edwards y Alicia
Pintus (2001): Poder y Seducción en la Escuela (capítulo
IV, pp. 117-135), Rosario, Editorial Homo Sapiens. Se desarrolla
la idea del compromiso y de la responsabilidad en relación
con la ética docente.
14 Cfr. Ernesto Edwards y Alicia
Pintus (2004): íd., pp. 73-76.
15 Cfr. Rubén León
Makinistian (1991): íd., pp. 93-99, donde se concibe el encuentro
entre un terapeuta y el sistema que lo consulta como sesión
única de aprendizaje conjunto. También la pedagogía
de Paulo Freire opera con ideas similares de apren-dizaje mutuo
entre educador y educando.
16 Aquí no nos detendremos
en el tradicional esquema de emisor-receptor, mensaje, canal, código,
ruido, interferencia y demás consideraciones acerca de las
funciones del lenguaje atribuido a Román Jakobson, y sobre
el que tanto se ha estudiado y escrito.
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