La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación editada por la OEI 

 ISSN: 1022-6508

Está en: OEI - Revista Iberoamericana de Educación - Número 37

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 Número 37: Enero-Abril / Janeiro-Abril 2005

Violencia en la escuela I / Violência na escola I

  Índice número 37 

Funciones (re)veladas de la educación contemporánea: aproximación crítica desde la psicología social de la educación en España

María de la Villa Moral Jiménez*, Anastasio Ovejero Bernal**

Síntesis: El análisis comprehensivo de las principales funciones de la educación contemporánea constituye el objeto fundamental de estudio en esta aproximación desde la Psicología Social de la Educación al ámbito educativo. Funciones de orientación, de educación intercultural, socioafectivas, de cualificación profesional y de promoción del desarrollo integral del alumnado, entre otras, son analizadas en esta aportación teórica. Se ofrece un análisis psicosociológico sobre renovados órdenes y sobre diversas crisis a múltiples niveles que caracterizan a esta sociedad calificada de postmoderna y global, que influyen sobre las actuales demandas y retos planteados a la institución académica. Se incide en la adopción de un planteamiento de análisis crítico con la herencia del patrimonio ilustrado, y en un abordaje teórico foucaultiano de las funciones y de los poderes (re)velados, procediendo a reflexionar sobre sus intereses y sobre los métodos de la praxis psicopedagógica. Finalmente, se aboga por un mayor entendimiento entre escuela y sociedad, entre aprendizaje y cultura global, y entre ciudadanía y participación social con potencialidad transformadora.

Síntese: A análise compreensiva das principais funções da educação contemporânea constitui o objeto fundamental de estudo nesta aproximação a partir da Psicologia Social da Educação no âmbito educacional. Funções de orientação, de educação intercultural, sócio-afetivas, de qualificação profissional e de promoção do desenvolvimento integral do alunado, entre outras, são analisadas nesta matéria teórica. Oferece-se uma análise psicossociológica sobre renovadas ordens e sobre diversas crises em múltiplos níveis que caracterizam esta sociedade qualificada de pós-moderna e global, que influenciam as atuais demandas e desafios apresentados à instituição acadêmica. Incide-se na adoção de um traçado de análise crítica com a herança do patrimônio ilustrado, e numa abordagem teórico foucaultiana das funções e dos poderes (re)velados, vindo a refletir sobre seus interesses e sobre os métodos da práxis psicopedagógica. Finalmente, se advoga por um maior entendimento entre escola e sociedade, entre aprendizagem e cultura global, e entre cidadania e participação social com potencialidade transformadora.

*Profesora asociada, doctora de la Universidad de Oviedo. Área de Psicología Social, España.

** Catedrático de Psicología Social de la Universidad de Valladolid, España.

1. INTRODUCCIÓN: Acerca de las funciones de la educación en las coordenadas contemporáneas

Poner freno y acelerar, reproducir y transformar, reprimir y progresar, actuar enérgicamente de forma sutil y reformar como síndrome de permanecer cambiando al modo heraclitiano, entre otras, son algunas de las funciones dialécticamente reformuladas que se cumplen en la escuela contemporánea, máxime ante circunstancias cambiantes como las actuales a nivel de crisis de pensamiento y de imposturas culturales varias (Jameson, 1999, 2000), ante el afianzamiento de tendencias globalizadoras político-sociales dominantes (Arriola, 2001), y ante la progresión de renovados (des)órdenes en muy diversos planos que afectan a nuestras vidas (Chomsky, 2001; Fukuyama, 2000; Giddens, 2000; Giner, 1999; Kaplan, 2000; McGuigan, 1999; Myers, 2000; Sennet, 2000). Visiones ingenuas o excesivamente interesadas, desde las que se presuponga que sólo se cumple una de las funciones propuestas en el precedente binomio, aparte de plantear la contradicción aparente como un indicador de estancamiento o de retroceso, serán las que conciban a productor y a producto de forma excluyente bajo una concepción simplista y unidimendional de las realidades paradójicas de la institución académica sometida a muy diversos condicionantes. Los sistemas sociales parecen estar en crisis, y los sistemas educativos la arrastran desde hace tiempo, aunque se agudiza al potenciarse mediante la interrelación con los primeros. Escuela y sociedad han de realimentarse; de ahí la demanda de cambios en la primera, con objeto de acompasar sus funciones, sus procederes, sus valores priorizados, sus discursos dominantes y su praxis a las condiciones que definen a la sociedad contemporánea, propuesta ésta que se plantea incidiéndose en la necesidad de aportar claves interpretativas y de responder al reto de la interculturalidad (véase Bartolomé, 2000, 2004; García Garrido, 2004), o ante los nuevos retos educativos de la globalización (véase Altarejos, Rodríguez y Fontrodona, 2003; Apple, 2000; Crosley y Watson, 2003; Gimeno Sacristán, 2001a, 2001b). Dada la unidad inextricable entre lo individual y lo social, que se definen recursivamente, así como adoptando como premisa básica la regulación macrocontextual de realidades (inter)individuales, el objetivo fundamental de esta aportación psicosocial no es otro que el desvelamiento de alguna de las funciones (re)veladas de la educación, procediendo a realizar un análisis comprehensivo de las mismas, centrándonos en la adopción de una perspectiva de análisis foucaultiana. Desde el abordaje foucaultiano de las funciones de la escuela, del poder y de la subjetivación (véase una aproximación en Álvarez Yágüez, 2001; de la Higuera, 1999; Sauquillo, 2001) aplicadas al abordaje comprehensivo de la educación, como el aportado por Moral (2000, 2003, 2004a), se nos desvela poniendo en entredicho aquello que había permanecido como cierto, cargado de un supuesto halo benefactor bajo la acción inmanente de una herencia iluminista con estatuto de verdad irrefutable. La cuestión central es asignar lo que (re)produce la escuela a uno u otro poder de acción, esto es, desenmascarar las funciones asumidas como nucleares de la organización educativa, que alcanzan estatuto de ser a través de conminaciones o de prerrogativas varias, y de centrar en tales escenarios socioeducativos el nivel de análisis, desvelando la preponderancia correspondiente de la dinámica dominante y de sus modos de inoculación entre el alumnado. Como mecanismos de poder fáctico, se trata de promover el autodominio, el autocontrol, la sumisión y la docilidad o el autogobierno, entre otros, potenciados por unas acciones tendentes a dominar(se), controlar(se), disciplinar(se) o gobernar(se). En este sentido, la función (re)velada de la escuela bien podría ser, al modo foucaultiano, la de construir seres dóciles física y psicológicamente, amoldados a las tradiciones cuasireveladas de la institución como garante de la continuidad de su sistema de vigilancia, de poder y de subjetivación y custodia, como acción, no de salvaguardia, sino de control durante más tiempo (post-escolarización) y mejor (autocontrol). Precisamente decía Reimer (1973), en La escuela ha muerto, que la función de la escuela es custodiar un número creciente de personas durante períodos cada vez más largos. Desde un posicionamiento crítico, se aduce que en la escuela secundaria puede ser que se persiga reconducir los desajustes, que, como consecuencia de conflictos internos y de índole nomotética e ideográfica, vayan jalonando esos años de (in)adaptación escolar y esos atisbos de puesta en cuestión de algunos de los principios obsoletos que interioriza el alumnado a base de acostumbrarse a los métodos de la praxis psicopedagógica y a los fines e intereses de la institución. Precisamente la frustración de las búsquedas, a múltiples niveles, de alumnos y de profesorado, se va haciendo cada vez más evidente, desenmascarándose aquello que en instancias básicas permanece velado, tal como se evidencia en el análisis de Moral (2004a) acerca de los oficios de profesor y de alumno. La necesidad de la formación del ser integral tiende a diluirse ante la falta de resolución satisfactoria de necesidades personales.

La dinámica interna de la escuela como microorganización inmanente y los condicionantes externos, entran con frecuencia en conflicto de necesidades, de fines y de intereses. La interrelación de dinámicas de carácter micropolítico, ideológico y de control, y aquellas de naturaleza psicosocial (formas de liderazgo con mecanismos informales y tácitos de influencia, de búsqueda de metas comunes, de relaciones horizontales, de procesos socializadores, etc.), se encubre bajo el presupuesto de la escuela como forma de organización más laboral (rigidez de horarios, metas formales impuestas, competitividad, evaluación del rendimiento individual, entre otros) y de herencia del patrimonio ilustrado, que la propiamente social. La escuela es un ecosistema social (Gairín, 1993, 1996), una organización pensada y construida por los grupos sociales en un momento determinado, y no algo connatural, y, como tal, socioconstruido. Está básicamente al servicio de intereses de los grupos de poder diluidos en relaciones interpersonales –según la concepción foucaultiana–, que actúan a través de mecanismos sutiles que no potencian el cambio, y que tienden a fortalecer el sistema mediante el convencimiento de su necesidad y la perpetuación de su modus operandi. En la actualidad se sigue ampliando la sensación generalizada de crisis no revitalizante en la sociedad y en el ámbito académico, que es generadora y/o reflejo de una confusión de nuestros propios estados o de meros productos de discursos dominantes. Reaprender a instalarse en las coordenadas actuales supone un cambio de perspectiva y un desplazamiento de las posiciones ganadas a lo largo de siglos de progresiva instrucción, de acción socializante y selectiva, y de invasión de la vida cotidiana. La escuela no está dispuesta a esa resatelización social, ya que perdería parte de su poder, que radica en el inmovilismo de sus costumbres, y que prevalece por encima de cambios «epidérmicos» tales como la sucesiva introducción de tecnologías en el aula (véase Crook, 1998; Moral, 2004b; Ovejero, 1990a; Rojano, 2003; San José, 1998; Tiffin y Rajasingham, 1997), de las interacciones y enseñanzas virtuales por medios telemáticos (Barberá, Badía y Monimó, 2002; Gómez García y Carrillo, 2003), o de las reformas que persiguen una educación de calidad ante las que deben adoptarse iniciativas más acordes con los tiempos actuales (Marchesi, 2001), y que actúan como meros lavados de cara –de acuerdo con Fernández-Enguita (2001) –, como innovaciones con las que tiñe su inmovilismo de un aparente avance y de un intento de acompasamiento a las circunstancias y a los imperativos contemporáneos.

En consecuencia, ya sean las funciones principales de la educación las de ejercer control social, asegurar continuidad o introducir el cambio social; socializar a los alumnos y ofrecer apoyo psicosocial potenciándose con ello la función socioafectiva; actuar como selección meritocrática del alumnado sometido a diversos filtros sociales a pesar del acceso generalizado; potenciar la promoción del progreso y perpetuar la herencia iluminista y las creencias en la Verdad, en el Saber y en el Conocimiento; promover la capacitación profesional para la inserción sociolaboral; preparar para la vida y/o el trabajo o para la formación integral del alumno como construcción optimizante de la persona, o que se privilegie la función (re)productora de poder, lo cierto es que todas las funciones precedentes continúan siendo útiles a la institución como modo de preservar su identidad. Además, la perpetuación de sus caracteres (disciplinamientos, prácticas, valores, discursos, etc.) se garantiza por la transmisión a través del acostumbramiento social, sirviéndose de supuestos netamente modernos, e incluso ilustrados en el más pleno sentido kantiano, en unas coordenadas socioculturales postmodernas (Giroux, 1996, 1997; Hargreaves, 1996; Moral, 2000, 2003, 2004a; Moral y Ovejero, 2000; Moral y Pastor, 2000; Ovejero, 2000, 2002). Como síntoma y símbolo del malestar de la modernidad, la escuela tradicional representa un intento de mantener, en condiciones que están cambiando, unas acciones privilegiadas (transmisión de la Verdad, Academia del Saber, agencia socializante por excelencia, inculcación y autogobierno, etc.) que entran en crisis en la actual sociedad postmoderna.

2. PLANTEAMIENTO: Acerca del conflicto entre los poderes y las demandas a la institución académica

Siendo el objetivo fundamental de esta aproximación psicosocial a las identidades y crisis de la educación contemporánea analizar las principales funciones (re)veladas de la institución, a continuación se procede a exponer y a interpretar reflexivamente las principales funciones ejercidas por la escuela, interrelacionándolas con aquellas otras demandadas, que, de acuerdo con una visión prospectiva, adquieren la categoría de retos educativos:

  • Enseñar para la vida es una pretensión deweiniana difícil de conseguir, ante la falta de ajuste que domina ambos escenario vitales: el de la vida real y el de la vida académica, sometidos a una relación complejizada. La escuela es un microcosmos social donde se reproducen las relaciones sociales de poder y de intercambio, las de una sociedad reducida, con sus normas, sus jerarquías, sus vínculos, sus discursos, sus conflictos, etc. Semejantes relaciones se ven potenciadas por vínculos entrelazados e intrincados que redefinen renovadas formas de interdependencia dominantes en la sociedad contemporánea, según Fox y Cloward (2001). De acuerdo con el supuesto planteado, la orientación instrumentalista de Dewey (1916, 1927, 1967) parece haber encontrado reflejo en intentos de resituar funcionalmente a la escuela en la vida cotidiana, aunque la microsociedad proyectada no se ha instrumentalizado. Las instituciones educativas se insertan en un contexto sociocultural, realimentándose de aquél. Son un producto social; de ahí que estén sujetas a la acción moduladora de circunstancias de muy diversa índole, definidas por el resultado de procesos sociales complejos y nunca neutrales, que representan una organización pensada y construida por ciertos grupos sociales (Domínguez y Díez, 1996; Gairín, 1993, 1996; Gairín y Antúnez, 1993; González, 1990, 1993, 1994). Son también un producto histórico conceptualizado como resultado de circunstancias sociohistóricas que han coadyuvado en un sentido y no en otro. En tales instituciones educativas, la dificultad de educar para la vida en libertad también se evidencia, máxime si desde una aproximación crítica se constata que no se respeta la libre elección para enseñar/aprender en un período de instrucción/formación forzada, en la que, de acuerdo con Santos Guerra (1995), se aplican recursos eufemísticos a la hora de denominar esa postescolarización, con el objeto de hacer menos evidenciable lo que lo es de por sí. En tal sentido se manifiesta Guéhenno (2000), quien incluso cuestiona el porvenir de la libertad bajo los imperativos globalizadores. Se van agudizando las contradicciones de la escuela a cuya acción paradójica nos vemos sometidos, y que, en parte, nos obligan. Una escuela que debe enseñar a vivir en el futuro que ya ha comenzado, es una petición de Cacace (1994) en La edad de la paradoja, si bien los (post)adolescentes contemporáneos se hallan cautivos en un período de moratoria psicosocial (Castillo, 1997, 1999). La paradoja de la adolescencia en sí misma y sus crisis realimentadas socialmente, tal y como evidencian Moral y Ovejero (2004a), se interrelaciona con la paradoja de la formación, la de la escuela-trabajo, potenciándose ambas y entrando en conflicto (Moral y Ovejero, 1999, 2004b). Ciertas funciones instrumentales y expresivas de la educación están en crisis, máxime en los centros de secundaria en los que las demandas de cualificación profesional, de preparación para una sociedad móvil, de superespecialización, de aprendizajes prácticos, etc., chocan de frente con las dudas acerca de la adecuación de su preparación para insertarse profesionalmente en el mundo laboral, con la demanda de diversificación de los perfiles profesionales en los jóvenes (véase Marín, Garrido, Troyano y Bueno, 2002), con la desmotivación creciente del alumnado, con las críticas acerca de sus procedimientos disciplinares, y con las que existen con la propia institución (Moral, 2004c).
     
  • Sobre el sedimento de la contradicción existente entre lo esperado de la institución académica y lo ofertado, se deposita la insatisfacción institucional de los jóvenes. Se conviene en que, a medida que se avanza, se instaura un cierto descontento por las expectativas no cumplidas, un acostrumbramiento a base de rutinización, un apaciguamiento de las posiciones críticas ante el sistema, o una potenciación de comportamientos de oposición sistemática; la representación de roles de obligado cumplimiento, una gradual desconfianza respecto a la capacidad del sistema educativo de satisfacer ciertas metas académicas inducidas y unas búsquedas personales, etc. Algunos planteamientos inmovilistas de la educación tradicional, como potenciar la competición en detrimento de un aprendizaje más cooperativo; la prevalencia de roles formales; la pretensión de racionalidad y de acción eficaz; la asignación de competencias; el uso de procedimientos basados en el empleo del poder sancionador y de recompensas; la jerarquización de las funciones o la ordenación de las relaciones interpersonales, entre otros, todavía continúan siendo plenamente imperantes. Ese ir al colegio se convierte para algunos en una tarea (auto)impuesta de obligado cumplimiento. Percepciones de los alumnos y del profesorado están influidas por visiones estereotípicas, lo que se constata en el análisis descriptivo de de Pablos (1997), en el que se recogen las opiniones de los profesores acerca de cuestiones relativas a ocupaciones y a intereses de los estudiantes actuales, cuya desmotivación, desinterés, desilusión, e incluso desviación social, son algunas de las características que conforman esa realidad percibida y poco alentadora. Y, aunque en líneas generales los alumnos se muestran satisfechos con su devenir en el ámbito académico, lo cierto es que basta recordar el hallazgo de Woods (1990) acerca de la importancia otorgada por los estudiantes a las relaciones sociales entre iguales, como factor fundamental que modula su satisfacción en el ámbito académico. Eso no resulta sorprendente, sino que puede ser empleado para corroborar que son las prácticas informales dentro del aula y del centro las conformadoras de la vida socioacadémica del alumno. La priorización de las relaciones oficializadas (relación vertical profesor-alumnos) actúa en detrimento de la potenciación de las interacciones entre pares, que resultan ser prácticamente endémicas (Hammersley, 1990), y que se considera, equivocadamente, que «contribuirían a distraer a los niños de los ‘verdaderos’ aprendizajes» (Vásquez y Martínez, 1996, p. 144). Incluso puede ocurrir que la excelencia escolar no sea sino una realidad fabricada, en expresión de Perrenoud (1990), pero que, una vez construida, se va reforzando con cada acatamiento y con cada interiorización de la conveniencia de las jerarquías y de sus principios de acción. En ese lugar llamado escuela –parafraseando el título de la obra de Martínez y Bujons (2001)– se estimulan el acatamiento y la interiorización de ciertas prerrogativas y conminaciones mediante aprendizajes y evaluaciones individualistas y competitivos, lo que influye de manera negativa en la posibilidad de potenciar otras alternativas psicopedagógicas, que inciden sobre variables eminentemente psicosociales. Sin embargo, semejantes prácticas instruccionales no coartan el desarrollo de vínculos de amistad como fuente de actividades compartidas, de apoyo mutuo y de influencia recíproca (véase Fuertes, Martínez y Hernández, 2001). En cualquier caso, se confirma que lo que más se valora por parte del alumnado es la vida social que se hace en el centro, supuesto corroborado en la investigación sobre satisfacción institucional de Moral (2004c).
     
  • Orientar, (re)construir personalidades, desarrollar potencialidades, esto es, socializar, constituye otra de las funciones asignadas a la educación. La escuela debería actuar como agencia orientadora, siendo uno de sus fines explícitos el pleno desarrollo de la personalidad del alumno y su formación integral, de manera que, junto a la formación academicista, se debe orientar el desarrollo personal y psicosocial del estudiantado. La inculcación de valores de participación, la asunción de responsabilidades individuales y sociales, la adopción de toma de decisiones, el fomento de actitudes de tolerancia, el entrenamiento en habilidades sociales, la prevención en materia sociocomunitaria, y un sinfín de objetivos, se proponen como si la socialización del individuo se hiciese recaer sobre esta instancia –con un poder de acción que se ve limitado por las circunstancias de la crisis de la educación y de lo social–, cuya implementación ha de conllevar la acción de corresponsabilización de otros estamentos implicados en la acción socializante, tales como la familia o la comunidad. En cambio, la delegación de excesivas responsabilidades en la institución académica se contraviene con la propia crisis de responsabilidad que atraviesa ésta en condiciones de cambio entrópico a nivel macroestructural, evidenciada en análisis como los de Postman (2000). De acuerdo con lo expuesto por Karweitz (1994): «Precisamente en un momento en el que otras organizaciones sociales no pueden cumplir con sus obligaciones, existe el peligro de someter a la escuela a exigencias excesivas con la formulación de nuevos objetivos. Por ejemplo, si la familia ya no puede educar a sus hijos según unas normas morales establecidas, la escuela debe asumir esta responsabilidad, aun cuando es evidente que la escuela, por sí sola, no puede alterar las oportunidades vitales de los niños» (recogido por Creemers, 1997, p. 43). Es evidente que, si bien se depositan en los centros académicos funciones de formación integral del alumnado desde la infancia hasta la postadolescencia, la socialización familiar (véase Gracia-Fuster y Musitu, 2000) no puede verse reemplazada por la instrucción académica, circunstancia suficientemente explicitada en referencia a propuestas que redunden en la mejora de los estilos comunicativos y en la adecuada redefinición de límites disciplinares paternos (Herbert, 2002), en la potenciación de abordajes del clima social familiar (Moreno, Vacas y Roa, 2000; Pichardo, 2000), y en aproximaciones a sus procesos interaccionales conflictuados (Megías y otros, 2003), constatándose que padres e hijos adolescentes participan de una dinámica interaccional, mostrando disparidad de opiniones en la percepción de las crisis emocionales y de identidad (Olmedo, del Barrio y Santed, 2000). Se intentan remediar las crisis de cada una de ellas componiendo una solución intermedia; sin embargo, la responsabilidad de cada estamento debe potenciarse. Ciertamente, cargar de responsabilidades subsidiarias a la escuela como institución, es una estrategia de descarga de otros estamentos que puede contribuir a agudizar la crisis de identidad de la institución en las actuales coordenadas.
     
  • Las funciones individuales de promoción del desarrollo integral de la personalidad del alumno se relacionan con otras dirigidas a la adaptación a la vida o a la mera transmisión de conocimientos, que se suman a las de adquisición y entrenamiento en habilidades de autodominio y en la resatelización psicosocial del alumnado (inclusión en el grupo de iguales, procesos de identidad, liderazgo grupal, etc.). Con ello se hace referencia a la función socializadora y socioafectiva de la enseñanza. Forjadora de actitudes, reguladora de comportamientos, entrenadora en roles y en la adopción de posicionamientos frente a las exigencias grupales, instructora de normas de actuación, instigadora de valores compartidos y de representaciones colectivas y un largo etcétera, la escuela enseña aprendiendo. En este sentido se manifiesta Herrán (2003), incidiendo en el poder transformador de la educación mediante actuaciones que han de promover el cambio social. Renovados valores se van enraizando en la praxis psicopedagógica, de acuerdo con las demandas de condicionantes macrocontextuales (véase House y Howe, 2001; Luque, 2001; Reboul, 1999). La dimensión propedéutica del sistema educativo es otra de las que se priorizan, de acuerdo con Martínez, Buxarrais y Vera (1996). La educación actúa como constructo optimizador de la persona y contribuye a su formación, modelando educativamente al individuo. Esa capacitación para desarrollar una disciplina (función propedéutica) particular se va espaciando en el tiempo mediante la (post)escolarización, e incluso va perdiendo cualitativamente su poder de acción, ya que el papel de la capacitación de la escolaridad primaria y secundaria como instrumento motivador para la búsqueda y la consecución de una especialización en cualquier disciplina, parece estar desprestigiado. La obligatoriedad de la enseñanza puede llegar a convertirse hasta en una nueva pseudojerarquización. Tal vez sea cierto, como vaticinaron autores como Varela (1990), que las últimas reformas educativas en España podrían convertirse en un instrumento de mayor jerarquización y diversificación de los modos escolares de educación, puesto que, debido a su escasa sensibilidad social y a la ampliación de la obligatoriedad, se podría condicionar la perpetuación de un sistema educativo impuesto y con consecuencias negativas sobre el rendimiento académico (véase Martínez-Otero, 1997). Por otro lado, si se propone como función fundamental de la educación la formación en valores y actitudes, debemos convenir con Bolívar (1995) en que el centro escolar ha de ser concebido como una comunidad de aprendizaje y de investigación, en el que, superando la posibilidad de que la educación en valores se limite a ser sólo un tópico más del currículo, se construya una comunidad educativa que favorezca el desarrollo de las actitudes (pre)dominantes, de acuerdo con las demandas sociales puestas de relieve en trabajos en los que se incide en los nuevos retos educativos de educación para la ciudadanía (véase Altarejos y otros, 2003; Crosley y Watson, 2003; Luque, 2001; Marco, 2002). Gracias a la socialización de los individuos, la sociedad ejerce una acción de incorporar a esos miembros, perpetuando así su existencia en el tiempo. Educar(se) es el ejercicio de interiorizar algo que se llega a adoptar como propio, de modo que nos socializan para estar educados, y nos educan como mecanismo de endoculturación –en el sentido que le dio Hannah Arendt (1957) como ejercicio de dominio a través de las normas reguladoras de la condición humana–, siendo, para ciertas ideologías marxistas, actos de control social y de planteamientos desenmascaradores de la no naturalidad de lo dado por supuesto, tales como los foucaultianos.
     
  • La función de aprendizaje social, en la que los iguales son el objeto de vinculación, aunque se propenda a reprender las interacciones horizontales en el aula, es otra de las funciones de la escuela como producto social. Las prácticas educativas tradicionales tienden a desalentar la interacción entre los miembros integrantes del grupo-clase, cuestión de innegables connotaciones psicosociales negativas, ya que la educación debe concebirse como un proceso en el cual el aprendizaje está condicionado por la interacción humana, tal como se evidencia desde la Psicología Social de la Educación en los análisis de Ovejero (1986, 1988, 1990b, 1993, 1995, 1996, 2000). El avance en el aprendizaje académico y social está condicionado desde el punto de vista social, de modo que el individuo, en cuanto miembro integrante de un grupo, actúa bajo ciertas circunstancias de manera distinta a como lo haría en caso de no pertenecer a él, o en presencia de otro grupo socializador que le impusiera la asunción de otros presupuestos o patrones de actuación. Incluso se puede aseverar que el grupo construye una nueva realidad social, en los términos expresados por Götz-Marchand (1984). El joven aprovecha cualquier situación interactiva, ya sea en el ámbito académico o en cualquier otro, para afianzar su identidad, así como para poner a prueba su sistema de valores y para juzgar (y ser juzgado) por los demás, pues los procesos de interacción social entre iguales constituyen el vehículo idóneo de conformación de la identidad durante ese período, tanto en el ámbito académico como en el extraescolar (Moral, 1997, 2004d; Moral y Ovejero, 1998). De ahí la pertinencia de emprender una aproximación a las relaciones con los iguales, vinculada básicamente al primer ámbito aludido. La conexión escuela-identidad se difunde a través de las relaciones dentro del grupo-clase, tanto entre compañeros como en el trato profesor-alumno, enfocado siempre éste desde la convicción de que la transmisión de conocimientos, como indicó Giroux (1988, 1997), ha de ser un medio no contemplado como el fin prioritario de la educación. Por lo general, algunos investigadores sostienen que las interacciones entre alumnos no son, en esencia, una consecuencia de la cultura de la escuela, sino que, de acuerdo con la teoría del conflicto de culturas de Willis (1981), podrían interpretarse como expresión de una «cultura de jóvenes». La presencia del adolescente en la institución escolar es compartida y se diversifica en innumerables contactos sociales con el grupo de alumnos, de manera que los procesos interpersonales en el aula no se desarrollan en el vacío, sino vinculados a una institución o a un marco; de ahí la necesidad de que se emprenda el estudio del clima y de la cultura de la organización educativa (véase Aguirre, 1995; Badillo, 1995). El grupo-clase representa una organización social en marcos institucionales, en la que se ponen en marcha multitud de procesos de carácter psicosocial que condicionan las percepciones individuales, y en el que los procesos de liderazgo, de competición y/o de cooperación, las interacciones informales, las expectativas sociales, la cohesión grupal y un largo etcétera, condicionan en gran medida las percepciones escolares del alumnado sobre la institución académica y sobre la convivencia escolar, tal como se comprobó en la citada investigación de de Pablos (1997), o en las de Gotzens, Castelló, Genovard y Badía (2003) sobre la disciplina en el aula. Siendo así, el abordaje exhaustivo de estos procesos psicosociales resulta imprescindible para conformar una visión global de las realidades individuales subjetivadas, condicionadas socialmente sobre el ámbito académico.
     
  • La conexión de la función socializante con la labor reproductora del proceso de endoculturación es otra de las posibles. Se alude al continuum que va de la reproducción a la reconstrucción crítica del conocimiento y de la experiencia, de acuerdo con Pérez Gómez (1993). Acciones reflexivas tales como el mencionado autoconocimiento promovido entre los alumnos, se proponen como mecanismos de inoculación del poder de acción de la escuela. En tal sentido, la función reproductora de poder se relaciona con la asunción de la naturaleza política de la educación, evidenciada por Freire (1985) y matizada por López Martín (2000), como algo necesario en cualquier análisis comprehensivo de las funciones (re)veladas de la institución. Las escuelas parecen representar una de las más importantes agencias en las que se materializa la educación, esto es, los individuos producen y son el resultado de relaciones sociales y de praxis psicopedagógicas específicas. En ese sentido, y de acuerdo con la interpretación de Freire, comentada por Giroux (1985), la educación incluye y transciende la noción de escolaridad. La recontextualización de la educación dentro de un escenario y de intereses políticos, debe comprobarse desenmascarando cualquier intento de separar las funciones de la educación y la institución misma de la política y del poder. Según palabras del maestro Freire (1985, p. 167): «Ya se efectúe de modo ingenuo o astuto separar la educación de la política, no sólo resulta artificial sino peligroso. Pensar en la educación como independiente del poder que la constituye, divorciada del mundo en el que se forja, nos lleva, bien a reducirla a un mundo de valores y de ideales abstractos (que el pedagogo construye dentro de su conciencia sin ni siquiera entender el condicionamiento que le lleva a pensar de ese modo), bien a convertirla en un repertorio de técnicas de comportamiento, o a percibirla como un trampolín para modificar la realidad».
     
  • Transmisión aséptica de conocimientos. He ahí una de las funciones abiertamente enmascaradoras de la educación. Los centros educativos transmiten unos conocimientos que no son neutrales, sino que se seleccionan de la totalidad del conocimiento disponible, aunque desde visiones ingenuas relativas a la cuasirrevelación de los mismos se sostiene que existe y se practica la neutralidad. El objetivo de la selección estará conectado con la acción y la reacción de mecanismos de poder que recrean unos particulares conocimientos, dotándolos de un halo de verdad revelada y única, a partir de la aceptación acrítica o del mero acostumbramiento. Bajo el ideal iluminista se encubre la realidad social de la escuela como institución, y de la escolaridad como medio de acción. A pesar del aparente formalismo del proceso de enseñanza-aprendizaje, del edificio institucional o de la aparente creencia (Fé) en la Verdad de los Conocimientos, parece hallarse una realidad social compleja y contradictoria, que cuestiona veladamente la adecuación de las funciones de la escuela con la realidad social «de afuera». La realidad social de la escuela como producto social, de la escolarización como método sociocultural y de la naturaleza social de los alumnos y de los individuos implicados en este proceso, potencian la realidad del artefacto de acuerdo con una perspectiva de análisis postestructuralista como la compilada por Veiga-Neto (1997). La transmisión de conocimientos resulta ser una función muy pobre. Es más, la transmisión aséptica de la Verdad no es posible, de manera que en nuestra memoria colectiva hay representaciones que se han convertido en realidades y que han adquirido la categoría de Verdad irrefutable. Una vez efectuada la selección, lo dado por supuesto, como ya hemos dicho, adquiere la categoría de verdad cuasirrevelada. En relación con ello, la transmisión de mitos sociales a nuestros niños y adolescentes constituye otra de las funciones de la escuela como institución, que no hace sino reconstruir y recrear dichos mitos, reforzando la categoría de Verdad. Las escuelas actúan como legitimadoras de ciertas formas de conocimiento, que van adquiriendo estatus de credo. El conjunto de creencias y de imágenes simbólicas, las alegorías que representan aspectos del género humano, la creencia refutada como irrealizable, y el producto de la imaginación colectiva, entre otras asunciones colectivas, son aceptadas como verdades por quien las narra, potenciándose el carácter mítico de lo narrado debido a la inexistencia de una fuente única a la que se pueda atribuir esa «verdad» inventada; de ahí que sean la sociedad y la propia escuela, como instrumentos de apoyo endoculturador, las que la emitan y las reifiquen socialmente, reafirmándose tal pseudoverdad con cada adhesión.
     
  • Mediante la educación también se puede ejercer una función de integración (léase normalización desde planteamientos foucaultianos) social, lo que representa un presupuesto según el cual la educación debe promover la interiorización y la actuación responsable ante los problemas que acucian a la sociedad en permanente estado de crisis. La adaptación psicosociológica gradual de un individuo a una sociedad supone una participación de las personas y de los grupos de esa sociedad (con sus mitos, sus verdades, sus normas, sus roles, sus asunciones, sus supuestos, etc.). En una sociedad cambiante hay que adaptarse cambiando –tal como ya se ha visto–, e integrarse es un acto de endoculturización a través de la incorporación a lo establecido, anticipando idealmente lo prospectivo. En planteamientos de hace décadas (Gil Muñoz, 1975, p. 50) ya se demandaban cambios: «Antes, para una sociedad estática, el objetivo de la educación era el de formar buenos ciudadanos, responsables, honrados. Ahora podríamos decir que, en una sociedad en constante evolución, consiste en preparar al individuo para una integración fructífera, atendiendo más a la psicología individual que a la social. Es decir, que la educación debe tender a una interiorización y toma de conciencia y aún de postura, con responsabilidad ante los grandes mensajes y problemas de nuestra cultura». A ello se suma la función transformadora de la sociedad, tradicionalmente otorgada a la educación, que suele ser incumplida en los supuestos en los que se proclama. El cambio a través de la educación es lento e insidioso, siendo, más que un instrumento generador de cambio, uno de mantenimiento de ese (supuesto) cambio social. En propuestas sobre la implicación de las escuelas como escenarios de cambio, se prioriza la concienciación de los agentes de la comunidad educativa, sobre todo del profesorado, sobre la potencialidad de cambio que radica en ellos. La acción transformadora de la sociedad mediante las instituciones académicas, a modo de acción benefactora, es al mismo tiempo una función reproductora. Al observar la relación de influencias entre educación y sociedad, se conviene en afirmar que, dependiendo del grado de crisis de cada uno de los sistemas, la escuela puede ser que no contribuya ni a frenar ni a acelerar la transformación de la sociedad si se halla en un proceso de crisis equiparable al de ella, incluso tal vez exacerbado por la falta de ajuste entre ambas instancias. Si, por el contrario, el sistema educativo representa aún un instrumento de inoculación de cambio menos desintegrado que la esfera social y sus conflictos entre (des)órdenes postindustriales y postmodernos, será un eficaz instrumento de producción de órdenes y/o de salvaguardia de lo establecido. Sólo será un eficaz instrumento de cambio si va adoptando una postura crítica, transformadora y emancipadora ante la necesaria reformulación de sus principios, de sus métodos, de sus poderes, de sus fines y de sus mecanismos reguladores.
     
  • A partir de la adopción de un posicionamiento optimizante crítico con la visión más ingenua de la educación como heredera de un patrimonio ilustrado que actúa como garante de la tradición en unas condiciones de surgimiento de nuevos órdenes en el plano productivo, de pensamiento o psicosociales, se sigue concibiendo el sistema educativo como organización social en constante cambio. Aunque sea una paradoja, aparece como salvaguardia de la tradición con todo su ceremonial, persuasivamente familiar en sus prácticas, constante en sus rutinas, dominador de sus disciplinamientos entrenados a lo largo de generaciones, inoculando sus ideologías de forma sutil, priorizando los mismos valores obsoletos en unas condiciones cambiantes, etc., no obstante sus constantes reformas. Estas maneras de cambio que encubren realidades mutantes, reificándolas en diseños curriculares, en asignaturas o en categorías lingüísticas varias, se reformulan bajo la apariencia del cambio, hipostasiándolo. De cualquier modo, hemos de convenir con Fernández-Enguita (2001) en la interrogación planteada: ¿Parte del problema o parte de la solución? La postescolarización, como ocupación del tiempo de los postadolescentes contemporáneos, se interpreta desde aproximaciones críticas como un supuesto nada desdeñable. Se propone que la función de la educación secundaria actual no es, ni más ni menos, que la postescolarización como mecanismo de distracción enmascarado bajo la parafernalia de las reformas, de los diseños curriculares, de la formación integral, de la educación para la salud o de la introducción de la tecnología en el aula como herramienta llamativa. Se trata de desvelar la función de control sobre los postadolescentes, cuya inserción socioprofesional se va ralentizando en el tiempo (Moral y Ovejero, 1999, 2004b). Hace ya décadas, Moncada (1983) advirtió sobre el subterfugio que representa la postescolarización, un rito fácil de anquilosarse en la etapa de la adolescencia forzosa bajo un sistema de jerarquías y de privilegios. Las nuevas jerarquías (im)ponen órdenes y subordinación a categorías o a poderes, que, aunque reformados, se mantienen. Como orden escalonado, las jerarquías de las instituciones académicas se enmascaran al diluirse en relaciones interpersonales, si bien desvelarlas supone descifrar su código de transmutación y las nuevas formas adoptadas. En cualquier caso, el aumento del consumo formativo escolar y extraescolar parece prevalecer por encima de las tesis llamadas contraculturales, que llevan décadas anunciando la muerte de la institución.

En definitiva, un nuevo orden está surgiendo sin ambages, aunque resulta difícil conseguir la suficiente perspectiva como para apreciar su advenimiento insidiosamente progresivo. Se precisa una educación para una nueva sociedad, a la que, como todas las generaciones precedentes creemos estar asistiendo, y que es una petición que se repite con vehemencia (véase Cacace, 1994; Hargreaves, 1996; Lesourne, 1995; Moral y Ovejero, 1999, 2000a; Ovejero, 2000, 2002). El derecho a la enseñanza-aprendizaje que parece hacerse efectivo mediante la escolarización no se agota en ella, ya que debe prevalecer la voluntad de aprender, y no tanto la potestad de enseñar; la curiosidad epistémica, más que la selección y posterior adoctrinamiento en epistemes dominantes; el ejercicio de responsabilidades compartidas, por encima de bienes comunes que se nos representen como tales; el autocontrol necesitado de pruebas y reformulado mediante ensayos, más allá de los disciplinamientos; la mediación del enseñante, antes que su mera labor instructora; o la formación integral del individuo, que no se completa con condicionamientos de la conciencia refleja del educando. Desinstrumentalizaciones de las búsquedas inducidas, reasignación de significados a la enseñanza como algo más que una labor de custodia y de entrenamiento, desinstitucionalizaciones de enseñanzas regladas de asuntos de la vida cotidiana, y un largo etcétera, son peticiones que redundan en la necesidad de desmontar las sobreimplicaciones y las sobredemandas que se depositan en la escuela como institución que potencia/suple otras búsquedas, aunque puede ser que las recriminaciones ante su abarcante labor sean empleadas a modo de subterfugio para eludir responsabilidades que son de todos. En cualquier caso, se nos deben proporcionar los instrumentos de análisis del nuevo orden, sugiriéndonos las claves de interpretación para descifrarlo. Sin embargo, las preguntas no son como se las hizo hace años García Hoz (1983): ¿fracasa la educación?, ni ¿fracasan los alumnos?, sino más bien, ¿fracasa la escolaridad? o, acaso, ¿todo proviene y/o refleja el fracaso y las crisis de la propia sociedad contemporánea?

3. A MODO DE REFLEXIÓN FINAL: Visiones prospectivas e interrogantes

Acuciado por las condiciones de la sociedad contemporánea, el compromiso que debería existir entre alguna de las funciones básicas de la educación –esto es, académica, socializadora, de desarrollo personal y de preparación profesional– se hace cada vez más insostenible. Todas estas funciones (com)prometidas son como campos de fuerzas que tiran hacia uno y otro lado de un alumno postmoderno que se halla en el centro de la vorágine, al que desde el punto de vista académico se le instruye para que sea un alumno ilustrado en una sociedad en la que se duda de los principios que se le inoculan, como quien pretende legar a la posteridad descreída la confianza en los valores de la tradición. En nuestros días, a los alumnos en colegios y en institutos se les enseñan contenidos que puede ser que les ayuden a desarrollar sus potencialidades, y se fomenta la necesidad de buscar y de alcanzar la Verdad y la Razón y a confiar ciegamente en la Ciencia, como quien siente fe en ideales iluministas puestos en entredicho. Se les cualifica para desempeñar trabajos que no se corresponden con aquello para lo que han sido preparados. Se les anima a comprender el universo a través del conocimiento, cuando en realidad el descreimiento hace mella en el mundo del pensamiento. Así, sus funciones han entrado en profundas crisis interrelacionadas con las de la sociedad actual (véase Brezinga, 1990; Cherryholmes, 1999; Duch, 1997; Gervilla, 1993; Giroux, 1985, 1988, 1993, 1997; Trilla, 1995; Varela y Álvarez-Uría, 1991). En las escuelas se interrelacionan contradicciones, discursos, funciones, métodos, ideologías, tradiciones, poderes, etc., que se nos muestran como apariencia representada que alcanza el estatuto de realidad. A través del análisis de Santos Guerra (1995), se intenta evidenciar esa falsa apariencia mediante un ejercicio de desvelamiento de las funciones y de las contradicciones de la escuela, tales como las relativas al reclutamiento forzoso que pretende educar para la libertad; la pretensión de educar en y para la democracia desde una institución jerárquica, cuyo escalafón se encarna en la organización, en la estamentalización, así como en el curriculum oculto; el desarrollo de la autonomía desde una institución heterónoma, que recibe y formula muchas prescripciones que le restan autonomía; la pretensión de educar para los valores democráticos y para la vida tantas veces contradicha; educar la creatividad, el espíritu crítico y el pensamiento divergente en una institución epistemológicamente jerárquica; el deseo de ser una institución igualadora que mantiene el elitismo y que busca la diversidad, pero que forma para competencias culturales comunes; la pretensión de educar para la participación desde la falta de implicación; educar para la exigencia democrática desde una institución acrítica consigo misma, y que pretende ser neutral en cuanto al compromiso político o a la filiación ideológica desde una posición muy definida (véase Santos Guerra, 1995, pp. 129-131). Tal vez por todas estas contradicciones la escuela es lo que es. Las consecuencias derivadas de este hiato como símbolos y como síntomas del malestar de la modernidad y de esta sociedad postindustrial, agudizan las ambivalencias de los estados personales del adolescente escolarizado.

En esta sociedad postmoderna la labor de la educación no debe ser la de moldear educandos como reflejo de una sociedad en crisis, sino más bien la de formar ciudadanos críticos que sean capaces de responsabilizarse, de tomar conciencia en la resolución de conflictos que afecten a la comunidad, de implicarse de manera solidaria, y de vincularse unos a otros en el intento de construcción de unas actitudes y de unos valores interculturales. De modo análogo a la visión crítica sobre educación que se ha aportado, también la educación social debe estar integrada críticamente en la propia dinámica escolar, siendo uno de sus propósitos que el alumno aprenda a sentirse agente activo y responsable, por cuanto el involucramiento activo de éste lo convierte en un sujeto con la potencialidad entrenada para la transformación. Desde esa visión prospectiva, las propuestas educativo-preventivas permitirán enriquecer la formación en valores de los alumnos, y dotarlos de oportunidades de elección/rechazo y de pautas de actuación cívica; así mismo, transmitirán unos contenidos integrados dentro de su rutina académica, que los alejarán de la idea relativa a la educación para la ciudadanía como algo relegado a intervenciones puntuales; e, idealmente, posibilitarán (re)integrarlos a una comunidad de ciudadanos más cohesionada y participativa. Ya se aluda a la necesidad de formar ciudadanos libres y autónomos capaces de analizar la realidad que les rodea y transformarla, relacionándose persona y entorno de forma dialéctica como principal función de la educación, ya a la resistencia significativa como opción válida frente a las relaciones de poder y dominación, o ya se entienda la educación como un proyecto político, a la escuela como esfera pública democrática y a los profesores como intelectuales transformativos, entre otras opciones críticas, lo cierto es que en todas ellas la teoría-práctica de la enseñanza consiste en desarrollar un discurso-acción renovador. Una intervención desde la que se abogue por la máxima integración ecológica entre personas y ambientes sólo podrá implementarse con éxito si se prevén cambios parejos en la comunidad educativa, que favorezcan la adecuación de las demandas a un ámbito educativo más participativo. Debe existir un ajuste entre escuela y comunidad a múltiples niveles, que posibilite, o, al menos, que no entorpezca la incardinación de tales propuestas transformadoras.

En fin, en un momento en el que todos nos sentimos legitimados para dilucidar cuáles deben ser las funciones priorizadas y los retos de la educación en la sociedad contemporánea, precisamente porque hemos sido/somos partes implicadas como alumnos, padres, docentes, comunidad educativa, etc., ha de convenirse que cualquier posicionamiento está condicionado por el grado de interiorización de lo legitimado, por el grado de ajuste o de rechazo con respecto a lo inculcado, por la (clari)videncia con la que se supone que uno cree en la verdad revelada de la escuela como institución inmutable, o por la cantidad y la calidad del estado de autogobierno y de autocontrol (auto)impuestos mediante la escolarización, entre otras adhesiones o críticas. Con independencia de ello, y lo queramos o no, la escuela y el tipo de educación recibida son el punto de referencia ineludible de nuestras vidas en un momento particular, o acaso de toda la vida, dada nuestra condición de (post)escolarizados. En nuestro sistema colectivo de referencias la vida académica ocupa un puesto prioritario, siendo lo tocante a ellas inexcusable, y, ya sea que mostremos nuestra adhesión o nuestra crítica, en cualquier caso actúa como referente. En unas condiciones cambiantes como las descritas, se precisa un mayor entendimiento entre escuela y sociedad, tratando de aunar búsquedas y demandas, cambios y permanencias de una y otra, superando la confusión de posturas y de agentes y la exacerbación de poderes. Ante los inminentes retos educativos, escuela y comunidad, como agencias sometidas a la acción de representaciones colectivas que condicionan a cada uno de esos estamentos sociales, deben interrelacionarse en un renovado proyecto educativo de redefinición comprehensiva de sus funciones, y de asesoramiento e intervención socioeducativa en diferentes escenarios geopolíticos, trátese de España (véase Gimeno Sacristán, 2001a, 2001b; Moral, 2004, 2004b; Ovejero, 2000, 2002; Rodríguez Neira, 2000) o de América Latina (véase Águila, 1998; Aguilar, 1996; Duplá, 2003; Martinic, 2001; Reimer, 2000; Romeo y otros, 2003; San Martín, 1999, 2003).

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