Introducción
Durante el tiempo que ha transcurrido desde la aparición
de nuestro anterior número sobre la violencia en la escuela
(rie 37), los medios de comunicación han informado sobre
nuevos y múltiples casos de esta naturaleza, en los que se
han visto envueltos los centros escolares y sus actores principales.
Igualmente, muchas han sido las opiniones y las propuestas realizadas
por «los expertos» acerca de las causas de este fenómeno
y de sus posibles soluciones.
La mayor parte de las opiniones atribuye a situaciones relacionadas
con la propia institución educativa los motivos, o, al menos,
el descontrol de este tipo de violencia: la permisividad del sistema,
la pérdida o el abandono del ejercicio de la autoridad por
parte de los docentes, la relajación del «clima escolar»,
estarían en el origen de las conductas violentas.
Estos diagnósticos suelen ir acompañados de propuestas
orientadas a restituir el orden quebrantado, empleando casi siempre
la vía coercitiva: mayor vigilancia policial en el entorno
de los establecimientos educativos y aún dentro de
ellos, endurecimiento de las medidas disciplinarias, separación
de las aulas de los infractores, y otras que, con igual sentido,
pretenden aislar a las instituciones de una realidad que las trasciende
y que, en solitario, no pueden modificar.
Por otra parte, cuando fenómenos de estas características
llaman a su puerta, la sociología redescubre algunas de las
intrincadas relaciones que mantienen los individuos con las sociedades
de las que forman parte. Hace más de 40 años, C. Wright
Mills explicaba los hechos trascendentes que ocurren a través
de los tiempos como la intersección entre biografía
e historia. Más recientemente, U. Beck llama la atención
sobre las «soluciones biográficas» a las que recurren
los individuos cuando sienten que la sociedad abandona o bien renuncia
a las funciones que ellos suponen que le corresponden. Entre esas
«soluciones» es necesario considerar a la violencia.
Según dicha interpretación, no debe resultar extraño
que, en esos contextos, la violencia se convierta en un mediador
que permite la (in)adaptación de quienes sienten el desamparo
de la sociedad a las nuevas condiciones, establecidas sin su participación
y sin su consentimiento.
Parafraseando a Josep Ramoneda, «en un mundo de ciudadanos
a la intemperie», una parte muy significativa de la sociedad
ha quedado sin referentes, «ha perdido el marco natural de
su biografía»: cierto modelo familiar, el significado
cultural del trabajo, la seguridad personal del barrio en el que
se vive, la esperanza de trascendencia de las iglesias, la promesa
de inserción social y económica que puede suministrar
la escuela...
Parece que estas dos interpretaciones, la de la culpabilidad institucional
y la de la solución biográfica, tienen más
puntos en común de lo que aparentan. Si la escuela no puede,
o no es capaz de ofrecer parámetros educativos que sirvan
de referencia vital para quienes actúan en ella, estará
dejando desamparados a sus alumnos y a las familias de estos, y
se habrá autodefinido como un ámbito propicio para
el ejercicio de la solución biográfica.
Pero, para que tal cosa no suceda, la institución educativa
tiene que ser parte de la solución de este problema y del
que lo comprende: los modelos de sociedad y de ciudadanía
a los que se aspira. Para ello debe participar, no sólo a
través de su actuación pedagógica y de contención,
sino como actora relevante de la urgente tarea de redefinición
y de construcción de la sociedad a la que sirve.
Somos conscientes de las fortalezas, pero también de las
limitaciones de la palabra escrita. Es por eso por lo que hemos
dedicado dos números de la rie al tratamiento de este tema,
que, consideramos, es únicamente síntoma de males
mayores que nos está deparando el momento de la historia
en el que transcurren nuestras biografías. Esperamos que
el magnífico trabajo de quienes han colaborado en ambos números
llegue a quienes tengan los sentidos atentos y las conciencias sensibles.
Roberto Martínez Santiago
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