El cuerpo de la educación física:
dialéctica de la diferencia
Miguel Vicente Pedraz*
SÍNTESIS: El artículo gira en
torno a la representación hegemónica del cuerpo
y a la función discriminatoria que dicha representación
ejerce cuando es considerada de forma unívoca e indiferenciada.
Los discursos pedagógicos de la educación física
han tendido a disolver la diferencia (de clase, de género,
de etnia, de cultura, etc.) mediante la construcción de
un sujeto pedagógico imaginario y abstracto, en el que
las continuidades y las discontinuidades históricas de
los usos corporales han sido suplantadas por la permanencia sustancial
de la anatomía, a menudo al servicio de la razón
instrumental. Es decir, según una opción de acuerdo
con la cual el cuerpo aparece como un espacio neutro sobre el
que se articulan aprendizajes y sobre el que el desarrollo diferenciado
y desigual de los cuerpos se entiende como una mera variabilidad
en la relación técnica entre medios y fines.
Acerca de la imagen del cuerpo socialmente fracturado
–al menos tanto como la propia cultura–, se plantea
la reinterpretación del cuerpo de la educación física
como un espacio de producción ideológica, o sea,
como un espacio de tensiones culturales y de operaciones disciplinarias
sobre el que se articulan redes de saber y de poder según
una relación que es, antes que nada, política.
SÍNTESE: O artigo gira em torno à
representação hegemônica do corpo e à
função discriminatória que referida representação
exerce quando é considerada de forma unívoca e indeferenciada.
Os discursos pedagógicos da educação física
tenderam a dissolver a diferença (de classe, de gênero,
de etnia, de cultura, etc.) mediante a construção
de um sujeito pedagógico imaginário e abstrato,
no que as continuidades e as descontinuidades históricas
dos usos corporais têm sido suplantados pela permanência
substancial da anatomia, frequentemente ao serviço da razão
instrumental. Quer dizer, segundo uma opção de acordo
com a qual o corpo aparece como um espaço neutro sobre
o qual se articulam aprendizagens e sobre o que o desenvolvimento
diferenciado e desigual dos corpos se entende como uma mera variabilidade
na relação técnica entre meios e fins.
A respeito da imagem do corpo socialmente fraturado –
pelo menos tanto quanto a própria cultura –, se planeja
a reinterpretação do corpo da educação
física como um espaço de produção
ideológica, ou seja, como um espaço de tenções
culturais e de operações disciplinares sobre o que
se articulam redes de saber e de poder segundo uma relação
que é, antes de nada, política.
* Profesor titular, Universidad de León, España.
A pesar de que las condiciones materiales propias de la vida moderna
han minimizado la importancia de las producciones corporales –aseguradas
de manera progresiva por la tecnología digital, por realidades
virtuales y se podría decir que imaginarias–, la materialidad
corporal, así como las valoraciones éticas y estéticas
a las que da lugar la fisonomía, continúa siendo una
de las referencias más corrientes y accesibles, una de las
más cercanas, a partir de cuyo gobierno se configura nuestra
economía afectiva, nuestra actividad práctica y nuestra
experiencia. Medida simbólica de todas las cosas, la imagen
pública de la apariencia (y hasta la imagen privada) se muestra
cada vez más como un eje sobre el que gira buena parte de los
discursos sociales de lo real; como un eje de representación
del yo, siempre presente en la conciencia, si es que el propio cuerpo
no es la conciencia misma. A este respecto se puede decir que, aunque
el cuerpo siempre fue culturalmente relevante, en las últimas
décadas ha adquirido una renovada importancia, que se comprueba,
de un lado, por el inusitado incremento de publicaciones dedicadas
a la imagen del cuerpo desde ámbitos tan diversos como la filosofía
o la medicina, pasando por la historia, la sociología o la
antropología, y, de otro, por la multiplicación de prácticas
sociales en torno a su cuidado y a su presentación en sociedad.
No resulta difícil comprobar cómo esta tendencia afecta
no sólo a unos pocos sectores de la sociedad, sino que alcanza
a transformar gestos y gustos, apariencias y costumbres, prácticas
y representaciones de amplísimas capas sociales, muchos de
cuyos miembros han empezado a tomar conciencia, por lo menos conciencia
práctica, del sentido de la corporeidad como mediador en las
relaciones sociales.
Una mirada atenta al panorama que se abre ante nosotros cuando
contemplamos la magnífica eclosión de manifestaciones
en las que se expresa el ritual de la metamorfosis del cuerpo –antonomasia
del poder que ejerce la imagen–, nos conduce a pensar, casi
indefectiblemente, que la multiplicación de formas y de apariencias
corporales es, en alguna medida, el resultado de la democratización
del derecho a la rectificación del cuerpo, privilegio que
antes sólo estaba al alcance de unos pocos. Una democratización
que se pone de relieve en el empleo cada vez más frecuente
de marcadores somáticos de identidad, a veces efímeros,
como la cosmética, a veces indelebles, como el tatuaje, pero
también en la proliferación de prácticas destinadas
a modificar y a reformar la fisonomía, y, con ella, muy a
menudo, el narcisismo contrariado: desde la actividad física
compulsiva hasta la reforma quirúrgica, pasando por toda
clase de dietas y de consumos médicos o farmacéuticos
en torno a la imagen. Y si atendemos a lo que anuncian los periódicos
y la televisión –medida inequívoca de sus proporciones–,
lo podríamos corroborar.
Sin embargo, cuando hacemos un análisis de la sociedad
que nos ha tocado vivir, no parece que sea suficiente poner de manifiesto
la importancia que ha adquirido la apariencia, ni tampoco, basándonos
en estas comprobaciones, subrayar que la imagen del cuerpo es una
seña de identidad de nuestra cultura o de nuestro tiempo.
Tales expresiones, si bien encierran hechos comprobables, no dejan
de constituirse como meras generalizaciones que hacen homogéneo
lo que es heterogéneo, y que, por añadidura, vacían
la exploración histórica y el diagnóstico sociológico
en torno al cuerpo de todo su contenido político. En efecto,
conceptos como nuestra sociedad, nuestra cultura
o nuestro tiempo son utilizados de manera retórica
por los medios de comunicación, y a menudo también
por los académicos, de modo que tienden a presentar a la
sociedad como algo compacto, y a la cultura como algo común
e indiferenciado; a esta y a todas las épocas como períodos
uniformes en cuyo interior no hay rupturas, ni, sobre todo, conflictos:
tajante anulación de la diferencia.
No obstante, ni la sociedad es compacta, ni la cultura un capital
común e indiferenciado. Tampoco las condiciones de vida de
cada época, y ni siquiera sus definidores, son el resultado
de una construcción homogénea en la que todos participan
de manera equilibrada. El relativismo cultural y la teoría
crítica nos advierten del carácter históricamente
construido de la realidad, y de cómo ésta, en tanto
que construida, presenta una gran heterogeneidad, ya sea entendida
como forma de respuesta diferente a condiciones materiales distintas,
o como la resultante de fracturas sociales y de relaciones de poder.
Si el relativismo cultural hace hincapié en la lógica
de la diversidad, la teoría crítica pone el acento en
la de la desigualdad. En todo caso, ambas inciden en el rescate de
la diferencia que el discurso técnico sustrae de manera velada
a través de conceptos universales: operación y resultado,
casi siempre perversos, de la razón instrumental. Una y otra,
diversidad y desigualdad, entendidas como tensiones entre cultura
y subcultura –o entre cultura dominante y cultura no dominante–,
expresan la distancia entre quienes pertenecen a una fracción
hegemónica de la sociedad y quienes no forman parte de ella.
Si se quiere tener en cuenta esta distancia, se hace necesario, cuando
menos, tratar no tanto del cuerpo como de los cuerpos.
Nosotros, frente al cuerpo, nos referimos a los cuerpos, y, si
de resumir se trata, hablamos de cuerpos y de contracuerpos, porque,
lejos de que la relevancia social de la imagen constituya una característica
universal, común y generalizada, y, mucho menos, un síntoma
de la extensión igualitaria y libre de las posibilidades
de actuación sobre ella, revela que las fracturas sociales
y culturales abiertas en el proceso de construcción histórica
hacen presa especialmente en la actuación sobre los cuerpos.
Antes que un signo de democratización de los imaginarios
y de los usos corporales, el advenimiento de esta especie de compulsión
a la rectificación de la imagen –en la que los tratamientos
antiage parecen paradigmáticos–, constituye,
se puede decir, una expresión privilegiada de los mecanismos
mediante los cuales el poder atraviesa los cuerpos y se inscribe
en ellos estableciendo el universo posible y deseable de la apariencia
y de los gestos. Un universo que, de acuerdo con el orden hegemónico
y con el orden de la distinción que los define, parece destinado
a perpetuar el ejercicio de la dominación cultural.
El estudio comparado de los usos y de las representaciones del
cuerpo a lo largo de la historia, nos permite constatar que las
divisiones sociales se revelan de forma tanto más definida
cuanto mejor expresan polaridades corporales. Pensemos, por ejemplo,
en el empleo de metáforas organicistas, que, desde la antigüedad,
fueron utilizadas para definir el orden político; pensemos
también en la escenografía mesurada que siempre ha
caracterizado a la nobleza de corte, frente a la vehemencia gestual
del populacho; detengámonos en las figuras fisiognómicas
que tradicionalmente han sido empleadas, incluso por la cultura
popular, para exaltar o para estigmatizar desde el punto de vista
moral a grupos y a individuos; reflexionemos acerca de la ponderación
de las diferencias sexuales para legitimar la dominación
masculina; meditemos, cómo no, sobre el actual imaginario
de la vida culta y saludable asentado en prácticas corporales
eurocéntricas, a menudo privativas de la burguesía
acomodada, cuando no en prácticas y en estéticas elitistas.
En la actualidad, en contextos muy diferentes y con una enorme variedad
casuística, la configuración de los usos y de las
representaciones del cuerpo a través de las distintas capas
sociales, muestra una gran semejanza con los procesos tradicionales
de conformación y de perpetuación de la distinción:
menosprecio del gusto y de la apariencia comunes, transformación
paulatina de la sensibilidad, exhibición y exaltación
de los rasgos corporales diferenciales adquiridos, redefinición
de dichos rasgos así como del proceso de su adquisición,
de modo que estos aparezcan como sustanciales, como patrimonialización
de los valores y de los hábitos de la excelencia
mediante la imposición de barreras simbólicas y físicas,
etc.
En este sentido se puede decir que la imagen del cuerpo es, sí,
una seña de identidad, pero que lo es sobre todo en tanto
que, a través de ella, se cristaliza la dialéctica
de la diferencia, es decir, por cuanto la imagen hegemónica
y a menudo privativa del cuerpo se opone y se diferencia de
la contraimagen del cuerpo, y por cuanto se opone y se diferencia
de la apariencia de quienes, en el proceso de ruptura cultural,
fueron quedando situados, de una u otra forma, al margen de la cultura
legítima. La relevancia social del cuerpo reside, entonces,
en que la imagen que proyecta es un lugar común que ha servido
–y que sirve– para calificar y para clasificar; para
conferir legitimidad a la jerarquía:
Desde las prácticas
de bricolaje corporal hasta la expansión de los movimientos
corporeístas de índole naturista, el cuerpo
aparece como un operador escenográfico en el que las transformaciones
de la apariencia –más o menos estables– están
destinadas a legitimar el código de las diferencias.
Desde los infinitos
usos mediáticos del body –con el cuerpo
deportivo a la cabeza, o con el cuerpo pasarela, o con el manido
cuerpo saludable– hasta las más modernas expresiones
del body-art, el imaginario sobre el que se construye
el cuerpo se revela también, y esencialmente, como una
antonomasia del poder y de la distinción: quizás
de clase, quizás de género, tal vez de etnia; sin
duda como un síntoma del narcisismo, pero en todo caso
como un epítome de las desigualdades sociales, y, por extensión,
de la marginalidad y de la exclusión.
Desde los renovados
y ya hoy abultadísimos discursos filosóficos acerca
del cuerpo, hasta la propaganda pseudoética sobre el orden
y el desorden somático, el cuerpo, por paradójico
que parezca en este momento de globalización, en este tiempo
de homogeneización de gustos y de gestos, se configura
como uno de los más contundentes mecanismos a través
de los que se naturaliza el código no escrito de las polaridades
culturales: el código carnalmente inscrito de lo culto
frente a lo vulgar, de lo refinado frente a lo tosco, de lo armónico
frente a lo grotesco, de lo distinguido frente a lo «distinto»;
causa y efecto de las insuperables fracturas que el capital físico
abre (transmutado en capital simbólico, o viceversa), a
la par que el capital económico ejerce de mecenas de la
cultura legítima, es decir, de la hegemónica.
El cuerpo es, por lo tanto, un símbolo de nuestro tiempo,
pero no es una novedad que el cuerpo sea un símbolo social,
tampoco es un símbolo políticamente neutro, y, desde
luego, no es un símbolo unívoco:
Primero: que no es una novedad
que el cuerpo sea un símbolo social, lo pone de manifiesto
que tantas culturas a lo largo de la historia hayan sido calificadas
como somatocéntricas; que tantas civilizaciones hayan hecho
de la apariencia un instrumento de clasificación moral,
de exaltación o de exclusión de individuos o de
grupos, y, que, en definitiva, de forma tan recurrente hayan constituido
un eje de interpretación de la realidad.
Segundo:
que no es un símbolo políticamente neutro
se puede constatar, incluso, si analizamos sólo de forma
superficial la historia de las relaciones cuerpo-sociedad. Desde
la antigua civilización de la India, en la que las funciones
orgánicas situaban al individuo en un lugar determinado
de la estructura de castas, hasta la reciente civilización
medieval, en la que la sociedad era representada de manera orgánica,
y cada uno de los estamentos estaba asimilado a una parte más
o menos noble del cuerpo, todas las culturas han encontrado en
los rasgos físicos elementos de diferenciación política.
En la civilización occidental, heredera ideológica
de la tradición órfica y del dualismo doctrinario,
la separación entre el cuerpo y el alma remite aún
a una distinción esencial entre trabajo manual y trabajo
intelectual, entre sensibilidad y reflexión, e, incluso,
entre lo femenino y lo masculino, de donde la representación
y los hábitos del cuerpo se imponen como coartada y como
fundamento naturalizado de la dominación de clases,
y, desde luego, como coartada y como fundamento de la dominación
de género. En la medida en la que se configura como un
marcador social y cultural, según hemos apuntado, y como
un operador escenográfico de las diferencias, el cuerpo
no es ni puede ser un espacio neutro; es, como la propia experiencia
en cuyos límites se configura la corporeidad, un espacio
de producción ideológica, un espacio político
sobre el que se articulan redes de saber y de poder.
Tercero:
que no es un símbolo unívoco lo advertimos
en la diversidad de representaciones que muestra y en la escala
de valoraciones que sugiere; ninguna cultura es tan compacta,
tan homogénea ni tan libre de tensiones, que permita hablar
del cuerpo en un sentido unitario, natural, o, al menos, común.
Si el cuerpo es un lenguaje de la identidad social, lo es, especialmente,
en el sentido de que expresa la diferencia: no ya la diversidad
o la multiplicidad cultural, sino la diferencia entendida como
distancia entre el cuerpo legítimo y el cuerpo no legítimo1,
como distinción entre el cuerpo y el contracuerpo, que
la posición social y el capital somático adquirido
determinan.
De la misma manera que no existe ninguna práctica independiente
de los gustos ni de las necesidades de clase, e, igualmente, que
no hay ningún hábito que sea independiente de una
ideología por la que se define, tampoco la representación
del cuerpo sobre la que se sustenta cada práctica está
exenta, en su configuración, de dichos gustos, de tales necesidades
ni de esos elementos ideológicos. Vale decir, entonces, que
todo orden político se produce de manera conjunta con un
orden somático, en el que no sólo la apariencia corporal
actúa como un intermediario de la condición moral
–según cierto código que a través de
la historia ha hecho de la fisiognomía un indicador semiótico
de la virtud–, sino en el que, sobre todo, la presentación
del cuerpo, y, en general, los usos corporales, actúan como
un dispositivo político de las diferencias culturales. Es
verdad que a veces el trabajo sobre la apariencia desempeña
funciones de resistencia, o, al menos, de contestación: esa
ha sido durante la historia la lógica política de
lo grotesco, de la exageración o de la inversión estética
en las culturas populares, y lo es en la actualidad en muchas culturas
marginales. Pero, en la medida en la que la cultura dominante se
racionaliza, la apariencia se muestra con mucha mayor frecuencia
como un dispositivo político de la exclusión. El cuerpo
es, en este sentido, el centro de tensiones entre la identidad y
la diferencia.
Donde en otro tiempo la fusión cultural entre ética
y estética hizo de la apariencia un correlato de la interioridad
espiritual, que condenaba a la exclusión a enfermos y a contrahechos,
o a todos aquellos cuya imagen delataba una identidad racial proscrita
por el orden dominante, hoy, y aquí, una lógica cultural
no muy diferente sigue produciendo una perversa marginalidad. En
el contraste de los consumos corporales a través de las distintas
capas sociales y étnicas, pero también en el contraste
de la apariencia corporal, así como en las valoraciones sociales
que estas reciben, se constata la permanencia de aquel imaginario
cultural, que, desde muy pronto, supo legitimar la distinción
social sobre la imagen y sobre las expresiones del cuerpo.
En tal contexto, y bajo esta clase de análisis, la educación
física, que se define a sí misma como la disciplina
escolar que se ocupa de forma expresa del cuerpo: ¿qué
hace y qué puede hacer ella?, ¿en qué consiste
el trabajo pedagógico que lleva a cabo?, ¿de qué
cuerpo habla y de qué cuerpo se ocupa?, ¿qué
cuerpo es el que le interesa y bajo qué lógica lo
trata?
Para responder a estas cuestiones, nos situamos en un marco teórico
que podríamos calificar como híbrido y premeditadamente
indistinto, en el que hacemos uso tanto de elementos propios de la
teoría foucaultiana del poder, como de la pedagogía
crítica. De Foucault tomamos, sobre todo, el tratamiento epistemológico
de las relaciones entre saber y poder; de la pedagogía crítica,
las consideraciones que se han hecho a propósito del multiculturalismo
y de las relaciones de dominación cultural, las cuales encuentran
en la institución escolar uno de sus principales instrumentos
de legitimación. En todo caso, y con el objeto de analizar
el lugar de los cuerpos dentro de dicha institución, contamos
también con elementos recurrentes de la sociología constructivista,
y, por lo tanto, del relativismo cultural, en cuanto que estos nos
permiten comprender de qué manera ese objeto por antonomasia
político que es el cuerpo, ha sido redefinido como objeto pedagógico
de la mano de la educación física; es decir, bajo qué
condiciones ha sido desposeído de los caracteres que configuran
su inserción histórica (dentro de un espacio de tensiones
entre la identidad y la diferencia, entre lo individual y lo colectivo,
entre la autonomía y la dependencia), para ser redefinido según
la lógica de la escuela: convertido en un objeto abstracto,
en un objeto vacío y disponible, al que la institución
educativa atribuye, más que descubre, cualidades y carencias,
capacidades y necesidades propias del discurso y de los recursos académicos;
en todo caso, habilitado para incorporarse a la liturgia
de la práctica escolar, donde ejercicios, juegos y toda clase
de actividades, con sus rituales didácticos y su escenografía
pedagógica, parecen no cumplir otra fun-ción que la
de legitimarse a sí misma.
No se nos puede escapar que todo discurso que interpreta y que
concibe las «cosas del mundo», que las ordena y que
las clasifica de un modo contingente, casi siempre con verosimilitud
lógica, y, a menudo, con suficiente fuerza como para hacer
de él un modelo de percepción, se convierte en una
estructura de significaciones, de valoraciones y de acciones; es
decir, en una estructura con capacidad para construir el «mundo
de las cosas». Pues bien, bajo una adecuada elaboración
de la verosimilitud lógica y clasificatoria, el discurso
de las capacidades físicas –y la consabida práctica
que las legitima–, no es ajena a esta condición de
estructura estructurante, en este caso de la corporeidad pedagógica,
que se resume en concreto en una división binaria superficialmente
técnica (cualificado/no cualificado), bien adaptada a los
modelos tecnocráticos; de cualquier modo, se trata de un
discurso configurado a través de la historia por medio de
luchas simbólicas, y que está determinado por los
eventuales modos de entender la relación cuerpo-autoridad-disponibilidad,
que trasciende la propia trayectoria de los usos corporales, y que
enmascara las fracturas culturales que imponen sus representaciones.
A este respecto, si al carácter contingente de las cualidades
físicas sumamos la contingencia de su administración
política, no podemos sino dudar de que aquellas sean relevantes
para la vida física de todos o de la mayoría de los
individuos; al menos, tenemos que dudar acerca de que su relevancia
sea tanta como para que refuerce, como para que apuntale o que perfile
lo que respecto de su vida física aprende el sujeto en su
ámbito doméstico, y que, como patrimonio de clase,
lleva ya inscrito en su cuerpo cuando ingresa en la escuela. Quiero
decir que la significación de los aprendizajes depende ante
todo de la identidad cultural y de su adscripción a un cierto
modelo de cuerpo y de práctica corporal, pero también,
y de manera muy especial, de las expectativas de clase, de género
y de etnia en las que el sujeto se ve involucrado, así como
de los recursos simbólicos y prácticos con los que
dicho sujeto cuenta. Por lo tanto, la aplicación universal
de las categorías académicas de los aprendizajes del
cuerpo constituye, además de una arbitrariedad pedagógica,
un ejercicio de imposición cultural.
Como intervención pedagógica que es, la educación
física transmite y reproduce modelos de comportamiento, de
sensibilidad y de racionalidad propios de una cultura, con sus respectivos
recursos técnicos, emocionales e ideológicos. Es,
en ese sentido, un poder; un poder si se quiere en el sentido foucaultiano,
que se ejerce sobre el cuerpo de los demás, y por el que
vamos siendo dotados de una forma de entendernos y de organizarnos
corporalmente, y por el que también vamos siendo situados
en un lugar del mapa de la cultura física: en el centro o
en la periferia de un simbólico mapa gestual y fisiognómico,
dibujado, no sin tensiones, por los grupos dominantes, y cuyo trazo
pone de relieve que tanto la sensibilidad somática como las
tendencias del comportamiento físico no son algo aleatorio
ni puramente electivo, sino que, por el contrario, constituyen una
expresión más de los mecanismos de distinción
en los que se pone en juego la hegemonía, ya sea de clase,
ya de género o de etnia. Las formas legitimadas de comunicación
y de contacto en las que nos vemos involucrados corporalmente los
individuos, las prácticas de recreación, de higiene,
de la sexualidad, de la estética, o el reparto funcional
de los dominios del cuerpo, etc., son entonces operación
y resultado, fondo y forma de dicha hegemonía. A este respecto
cabría decir que es una ideología general en torno
al cuerpo la que produce tal o cual técnica corporal en un
grupo dado, a la vez que el conjunto de técnicas corporales
que caracteriza a dicho grupo constituye un marco práctico
y simbólico en cuyo interior se configura la ideología
particular del cuerpo en la que el grupo se define.
Detengámonos a pensar unos momentos en las
razones últimas de la orientación, en gran parte lúdica,
de los contenidos y de las estrategias de la educación física:
mediante el espejismo pedagógico del aprendizaje a través
del juego, y, desde luego, bajo la máxima del capitalismo tecnocrático
–redenominado por los tecnócratas como sociedad del ocio–,
¿no estaremos legitimando los ideales culturales de la clase
ociosa y atendiendo en exclusiva a las necesidades y a las expectativas
de los modelos de cuerpo de dicha clase? Si, a diferencia de como
pretenden los prosélitos del neoconservadurismo, las clases
sociales no sólo no han desaparecido sino que se han afianzado
tanto como se abre la brecha que las separa, ¿qué análisis
merece la persistencia de modelos de actividad física que,
sin duda, son de clase?2
Parece evidente que la estrategia de lucha por parte de la clase
dominante ha adoptado en las últimas décadas una nueva
dimensión, consistente de manera fundamental en la invisibilización
de las clases dominadas, en especial en la invisibilización
de sus cuerpos, separándolos no sólo de los centros
neurálgicos del poder sino de los escenarios de la vida pública.
Y la escuela, como espacio público, no es ajena a este proceso,
sino que participa de forma abierta en la regulación política
y en la construcción de un orden moral al servicio, o, por
lo menos, al lado del poder. La educación física,
como tecnología pedagógica que actúa sobre
los cuerpos, participa de forma directa tanto en la construcción
como en la reconstrucción de las identidades y de las subjetividades
somáticas, de modo que no se puede ocultar que esté
contribuyendo a la invisibilidad de los cuerpos que la historia
situó en los aledaños de la cultura física.
Pero esta invisibilidad no consiste de manera evidente en que la
educación física escolar ignore los cuerpos en su
pluralidad, o que, incluso, ignorándolos, los haga invisibles
para el tiempo y para el espacio escolares en sentido estricto;
en la medida en que opera sobre los signos de la carnalidad misma
de los sujetos, se constituye como un administrador del lenguaje
corporal posible –el hegemónico–, que impide
organizar la experiencia corporal, más allá de la
escuela, desde la diferencia.
Como señalaba Foucault, cada sociedad tiene su régimen
de verdad, su política general de la verdad, o, lo que es
lo mismo, tipos de discursos que acepta y que hace funcionar
como verdaderos, con sus propios mecanismos de producción
y de transmisión. Esta aseveración, que constituye
uno de los ejes de la teoría foucaultiana del poder, es esencial
para cualquier planteamiento constructivista, para el relativismo
histórico, y, en definitiva, para cualquier formulación
de la pedagogía crítica, si bien puede dar lugar a
propuestas no siempre coincidentes. Si la aceptamos, tenemos que
decir que la escuela, y, dentro de ella, las materias en las que
se sustancia, los procedimientos que emplea, las estructuras organizativas
que la sostienen, los idearios que la informan y que la conforman,
etc., son un subproducto de cierta economía política
de la verdad, que, a su vez, contribuye a la configuración
del régimen de verdades en el que la propia escuela adquiere
un sentido y una función legítima; un espacio de producción
ideológica, que, empleando la terminología más
clásica de la teoría crítica, estaría
destinado a perpetuar las condiciones del sistema.
Como la escuela, por definición, regula o administra cierto
orden de la verdad, y, por otro lado, no hay una escuela por cada
una de las fracciones sociales que pueda funcionar de manera más
o menos autónoma, esta se configura siempre como un mecanismo
de inculcación de la verdad dominante: ante todo en nuestro
entorno cultural y académico, en la verdad que descansa en
la epistemología positivista fundada en una racionalidad
mecanicista y acumulativa del saber, y que define la ciencia como
un saber unitario y de validez transhistórica en cuyo marco
se construye el didactismo meritocrático, legitimado como
resultado neutro de la razón instrumental y a resguardo de
toda posición crítica.
De este modo, la institución escolar no se limita a inculcar
el régimen de verdades dominante. Lo inculca también
al servicio de la dominación cultural, y, en ese sentido, se
configura como un mecanismo de homogeneización muy parcial,
puesto que dicha resignificación de la verdad sólo puede
circunscribirse a los materiales básicos de la cultura escolar,
la cual ni siquiera puede ser incorporada de forma equitativa por
todos los miembros de la comunidad, dado que, con gran probabilidad,
poseen percepciones y significaciones diferentes sobre tales materiales
y sobre el sentido existencial que estos pueden tener según
el estrato social de procedencia. Así, la escuela pone en evidencia
la distancia existente entre los regímenes de verdad de las
distintas fracciones; lejos de atenuar las diferencias tiende a magnificarlas,
al ejercer de mediador cultural con pretensiones de neutralidad. En
cierto modo, se puede decir que la propia legitimidad de la acción
escolar –a la que quizás vayan todos pero que en ningún
caso es de todos– descansa en que pone de relieve las diferencias
culturales, aunque bajo la promesa de disolverlas en el orden meritocrático,
porque, no lo olvidemos, en la escuela no se enseñan ni se
transmiten todos los dispositivos culturales de la clase dominante,
ni mucho menos las herramientas operativas y simbólicas de
esta, sino sólo un breve repertorio de sus contenidos, de donde
la homogeneización cultural es perversa por partida doble.
Doblemente perversa en la medida en que, a la maniobra de desposesión
cultural, se suma la de transmisión, sobre todo del código
que hace que la cultura dominante llegue a ser apreciada por todos
como superior y como deseable, pero inasequible para la mayoría;
al menos, para la mayor parte de quienes no pertenecen a una fracción
social dominante.
Donde Foucault decía régimen de verdad, podemos decir
nosotros universo simbólico y práctico de las operaciones
del cuerpo; podemos decir economía de los gustos, compromiso
con la apariencia, orden del cuidado físico, régimen
de la salud, imaginario de los sentidos, representación de
la eficacia corporal, administración del placer; podemos
decir, por ejemplo, emotividad somática.
Ahora nos encontramos en condiciones de precisar mejor la pregunta
que formulábamos antes, o sea, la que interroga acerca de
en qué consiste la educación física escolar:
¿qué operaciones realiza sobre los cuerpos?, ¿cómo
trata la diversidad corporal, si es que acaso la trata?, ¿cómo
asume las diferencias de autocomprensión del cuerpo propio
por parte de los escolares?, ¿cómo se ocupa de las
diferencias en cuanto a las percepciones, a las expectativas y a
las necesidades de estos?, ¿qué lenguaje emplea para
referirse a las categorías pedagógicas del cuerpo?,
¿integra las prácticas populares de automodificación
del cuerpo propio, o sólo aquellas que ejercitan las clases
y los grupos sociales dominantes?, ¿cómo califica
a unas y a otras?, ¿cómo consideran los profesores
(y el discurso oficial) de la educación física la
cuestión de la interculturalidad, y, sobre todo, cómo
tratan la cuestión de la hegemonía de clase?, ¿de
qué cuerpo habla el discurso técnico de la educación
física, y en qué medida este discurso oculta su contribución
a la gran operación del buen encauzamiento?
Desde nuestro punto de vista, abordar estas cuestiones requiere cambiar
la perspectiva de análisis de la educación física
tradicionalmente asentada en la razón técnica –digamos
de corte funcionalista–, hacia una perspectiva crítica
que permita conjugar los dispositivos sociales y culturales, políticos
y administrativos, históricos y económicos, concurrentes
en su configuración. En todo caso, sería necesario trascender
de la consideración de la educación física como
particular momento escolar en el que la experiencia es un mero proceso
de construcción de la motricidad, a la consideración
de la educación física como un espacio político
en el que la experiencia es un nudo de tensiones culturales sobre
el que inciden y confluyen distintas operaciones disciplinarias. Dicho
de otro modo, habría que trascender de la consideración
del cuerpo como un espacio neutro sobre el que se articulan cualidades
y recursos técnicos según una relación de enseñanza-aprendizaje,
a la consideración del cuerpo como un espacio de permanente
producción ideológica sobre el que se articulan redes
de saber y de poder según una relación que es, antes
que nada, política. Aquí, el desarrollo diferenciado
y desigual de los cuerpos ya no es una mera variabilidad técnica,
que, como resultado funcional, ofrece la relación entre el
patrimonio biológico individual y los medios pedagógicos
disponibles, sino la semiótica de una fractura social que la
escuela no es capaz de interpretar.
Si la escuela, como plantean algunos teóricos de la pedagogía
crítica, es un dispositivo administrativo de los Estados
modernos, cuyo cometido principal, aunque no explícito, es
inculcar el régimen de verdades hegemónico, y donde
los aprendizajes son sólo una función secundaria,
contingente e incluso arbitraria, entonces la educación física,
en tanto que materia escolar históricamente configurada en
el seno de dicha institución y al amparo del régimen
de verdades que esta legitima, no puede ser entendida de otro modo
que como un apéndice racional, moderno y urbano que las sociedades
occidentales han introducido en la esfera institucional como mecanismo
público al servicio del arte de gobernar el cuerpo. Un arte
en el que si importa qué, cuánto y cómo se
enseña, importa mucho más que el conjunto de operaciones
sirva para el proceso de legitimación y de reproducción
de los patrones culturales hegemónicos; un arte en el que,
en última instancia, el sujeto es considerado en abstracto,
casi como un ente orgánico –desligado de sus condicionantes
sociales y culturales, de sus necesidades y de sus deseos íntimos–,
para convertirse en receptor de habilidades, y, sobre todo, en receptor
de ciertos consumos de práctica corporal, que, si por una
parte, tienden a cierta homogeneización cultural por vía
de la colonización de gestos y de gustos, por otra persisten,
de hecho, en el mantenimiento de las brechas de la distinción
social. Un arte, por tanto, en el que, por ser contingente de una
historia política concreta y por ser tributario de las tensiones
culturales de la civilización, es mucho más definitorio
el universo simbólico e ideológico que transmite y
que reproduce que los contenidos y que los métodos que emplea,
aunque unos y otros mantengan una relación solidaria, lo
que hace menos sospechoso y más efectivo el ejercicio de
la inculcación, pues, al fin y al cabo, el repertorio técnico
de los contenidos y de los métodos imprime legitimidad (técnica)
al fondo ideológico en el que dicho repertorio se sustenta.
Estamos hablando de la concepción instrumental del cuerpo
y de las habilidades; de la concepción de la experiencia
corporal como acumulación de actividades; del desarrollo
corporal como incremento cuantitativo de las producciones físicas;
de la salud y del bienestar como regularidad orgánica subordinada
a los cánones meritocráticos; del uso del tiempo libre
como mecanismo interiorizado de descompresión psicológica
cada vez más ajustado a los criterios y a los modelos del
cuerpo deportivo; de la idea de aptitud como dispositivo de rendimiento
suplementario, valorado a menudo según criterios orgánico-biológicos;
en definitiva, estamos hablando del cuerpo de la modernidad tecnológica
y racional que disuelve la inquietud política en el binomio
producción-ocio activo, o, más propiamente, en el
binomio producción-ocio productivo.
En numerosas ocasiones se ha planteado, como crítica
a las formulaciones reinantes de la educación física
(en especial a las amparadas por el didactismo), que esta ha ignorado
el cuerpo. Desde mi punto de vista, no es tanto que lo haya ignorado
como que lo haya sometido a un régimen de verdades que ha eludido
de manera sistemática considerar su carácter cultural;
no ya el carácter cultural de las producciones corporales,
sino el de la apariencia y el de las valoraciones que esta recibe
en todo orden social. Es decir, ha eludido considerar el carácter
construido del cuerpo a través de la historia y de la configuración
dialéctica de sus significados. En general, ha evitado toda
discusión política sobre el cuerpo, lo que en sí
mismo constituye una posición política de escape por
cuanto tiene de esquematización de la realidad, y, en definitiva,
de simplificación dominomorfista de dichos significados. A
este respecto se puede decir que la educación física
escolar reduce el cuerpo social, que es múltiple y complejo,
con fracturas, con interdependencias asimétricas y con frutos
de las tensiones que propician las desigualdades sociales y las diferencias
de capital cultural, al cuerpo unitario y simple que el discurso técnico
legitima. Sea cual sea la orientación pedagógica que
le da cobertura (de corte más lúdico, más deportivo
o más higienista, como «aprender a moverse», «moverse
para aprender» o «moverse por que sí»)3,
se erige en mecenas pedagógico que salvaguarda los modos legitimados
e institucionales de tratar con el cuerpo; en unos modos que disuelven
la multiplicidad somática en el cuerpo arquetipo e isomorfo
de la cultura hegemónica, es decir, en el no cuerpo. Para ello,
a menudo emplea la imagen que proporciona el cuerpo anatómico,
la cual, bajo la apariencia de la neutralidad y de la naturalidad
orgánica, se configura como una verdadera metáfora del
poder. No pocas veces los preceptos que proporciona el imaginario
igualitarista del cuerpo deportivo –en el que tantas veces se
amparan las operaciones pedagógicas de la educación
física– se constituye como una llamada al conformismo
social. Así, cuando en la literatura pedagógica de la
educación física aparece definido el concepto de cultura
física, que de modo invariable viene asociado al de la práctica
deportiva, suele presentarse como una suma uniforme y compacta de
movimientos; se diría que como un subproducto biológico
antes que como una realidad histórica, disolviendo con ello
toda la diversidad que la historia depara. En este sentido, se tiende
a considerar la cultura física como algo macizo y objetivo,
contenido en una serie acumulativa de técnicas corporales social
y políticamente indiferenciadas, de donde la educación
física se constituye como el mediador técnico que la
institución escolar aplica para transmitir sus productos, también
indiferenciadamente, a todos los grupos sociales, sin reparar en que
el inventario pedagógico de dicha serie acumulativa, dadas
las diferencias de capital cultural del cuerpo, no mantiene una relación
igualitaria ni neutra desde el punto de vista político, ni
desde luego epistemológicamente objetiva con respecto al sistema
de valores y de percepciones que poseen las diversas fracciones sociales.
De este modo, las diferencias en cuanto a la destreza y a la capacidad
física, de predisposición al aprendizaje corporal,
de hábitos, e, incluso, de intereses observables entre sujetos
que están situados en diferentes niveles de la estructura
social y que poseen imaginarios corporales distintos, son, a menudo,
codificadas según los parámetros orgánico-biológicos
y quizás psicológicos: la actitud como disposición
natural. Es decir, son interpretadas como el resultado de la pura
y exclusiva variabilidad individual, como respuesta a un proceso
educativo con pretensiones de neutralidad, que, supuestamente, no
haría otra cosa que traducir cada respuesta al código
meritocrático en términos de éxito o de fracaso
individual. Pero los propios conceptos de destreza y de capacidad
física, de aptitud o de disposición corporal, de hábito,
de interés o de actitud, así como el tipo de habilidades
que configuran los contenidos, los métodos y la ideología
subyacente a los currículos oficiales de la educación
física, constituyen una expresión genuina de cómo
la razón técnica tiende a salvaguardar el discurso
de la neutralidad política de los objetos y de los productos
de la cultura física, eludiendo así el análisis
de la transmisión de usos y de representaciones corporales
como un ejercicio de sometimiento a un poder pedagógico que,
sin duda, provoca desclasamiento.
Parece claro, entonces, que si la significación de los
aprendizajes corporales depende ante todo de la identidad étnica,
de la adscripción cultural a un cierto modelo de cuerpo,
y, en especial, de las expectativas de clase en las que el sujeto
se ve involucrado, debatir sobre la pertinencia escolar de la educación
física exige la revisión profunda de conceptos tales
como los de salud, capacidad y eficiencia física, sobre el
propio concepto de actividad física, y, más allá
de ellos, sobre los conceptos de desarrollo y de realización
personal, relacionados casi de forma axiomática con significantes
corporales, que, por extensos que ya sean, se afirman en la negación
de el otro y de lo otro.
No cabe duda de que la práctica deportiva, con el estilo de
vida deportivo y con hábitos quasideportivos propios
de una lógica corporal eurocéntrica, y, por añadidura,
de clase, se constituyen a este respecto como fundamentos técnicos
universales de las categorías académicas del cuerpo,
los cuales acaban operando como un apéndice ideológico
y cultural en el proceso de legitimación de dicha lógica.
Pero, en ningún caso, se trata de centrar el debate sobre el
carácter deportivista de los contenidos y de los métodos
de la educación física, en los que la alternativa vendría
dada por un proceso de des-deportivización,
que, de hecho, ya se ha producido en muchos ámbitos sin que
haya variado la cuestión de fondo. De lo que se trata es de
superar la lógica académica sobre la que se construye
el cuerpo educado, y de la cual el deporte es sólo un exponente;
de la expresión de un dispositivo ideológico anticontestatario
–ni mucho menos la causa–, que, en todo caso, nos advierte
del desigual reparto de los recursos simbólicos en la construcción
de la educación física como materia pedagógica.
A este respecto, si antes nos hemos preguntado por las razones
últimas que orientaban la educación física
hacia contenidos y hacia métodos de carácter lúdico,
hemos de preguntarnos también acerca de cómo dar legitimidad
pedagógica a ciertos conceptos recurrentes –y a menudo
claves de la educación física moderna–, cuando
los extraemos del contexto privilegiado y de clase en el que se
fueron elaborando. Por ejemplo: ¿Qué significado pueden
tener para los cientos de miles de nuestros convecinos de los suburbios
los conceptos de transferencia motriz, de habilidades sociomotrices,
de comunicación y contracomunicación motriz en
la situación de juego, de feed-bak perceptivo en
la toma de decisiones, en la incertidumbre informacional? ¿Qué
significado práctico puede darle al concepto mismo de resistencia
quien desde las siete de la mañana y hasta entrada la noche,
quizás con menos de doce años, debe ocuparse de rastrear
las calles de la ciudad para conseguir el sustento corporal? ¿Qué
interpretación se puede dar al concepto de interval-training
a quien ni siquiera puede detenerse para comer un bocado en su trajín
diario? ¿Qué sentido puede dársele al concepto
de fuerza a quien con esas mismas edades ya sabe lo que es el diario
esfuerzo de cargar y de descargar camiones o de empujar carretones
para sobrevivir?
Si no somos capaces de responder a estas cuestiones en las que
el discurso técnico pierde su pie de apoyo, tenemos que poner
en duda que la educación física responda a las necesidades
que crea nuestra sociedad en términos de desarrollo de funciones
motrices, de capacitación física, de acopio de destrezas,
o de mejora de la salud, entendidas estas como los elementos de
una mediación neutral sobre unos cuerpos también considerados
neutros desde el punto de vista social y político. Más
bien hemos de considerar que dicha intervención constituye
un dispositivo administrativo para la construcción de un
nuevo sujeto, en el que las continuidades y las discontinuidades
históricas en el desarrollo de los usos corporales sean suplantadas
por la permanencia sustancial de la anatomía. Por tanto,
diríamos que se trata de una parte fundamental del proceso
de fabricación de los cuerpos, mensurable de acuerdo con
las condiciones de eficacia productiva y reproductiva que impone
la racionalidad instrumental de la sociedad de consumo, y mensurable
igualmente tanto en sus fuerzas productivas –redefinidas en
términos de habilidad, de destreza, de capacidad o de cualidades
físicas–, como en sus fuerzas políticas –redefinidas
en términos de aplicación, de interés, de motivación,
de adaptación–, las cuales son siempre fuerzas productivas
y fuerzas políticas dispuestas a preservar y a extender el
orden corporal dominante, es decir, a un cierto orden regular y
previsible en el comer, en el dormir, en la fiesta, en el trabajo,
en el descanso, en la higiene, en el cuidado físico, en los
aderezos corporales, en la organización gestual, en la emotividad
somática, y, en general, en el actuar con el cuerpo y sobre
el cuerpo, coincidente con las necesidades y con la lógica
dominomorfista.
Si definimos la educación física en general como toda
intervención a través de la cual se inculca un repertorio
práctico, pero también emocional e ideológico
sobre el cuerpo, retornamos al principio: la educación física
es un poder que se ejerce institucionalmente sobre el cuerpo de los
demás; es un poder que, bajo la ilusión libertaria del
cuerpo que se mueve y que se expresa, queda sujeto en una continuidad
vigilante que lo tematiza y lo sistematiza; es un poder en el que
lo más íntimo de la economía afectiva del sujeto,
la libre disposición de la experiencia corporal, queda sustraída
de manera violenta del domino personal bajo la obligación de
moverse, de moverse ante los demás, de moverse «bien»,
o de ponerse en forma, que, a fin de cuentas, es la antonomasia de
la ética y de la estética hegemónicas. En este
sentido, y como reflexión conclusiva, podríamos decir
que si la cultura escolar tiende a disolver la diversidad pero que
mantiene intactos los resortes de la desigualdad, por extensión,
en lo que a la cultura física se refiere, la educación
física escolar disuelve la diversidad práctica y simbólica
del cuerpo, pero apuntala la desigualdad que en origen constituyen
las marcas corporales, algunas tan permanentes como las que imprimen
el género o la etnia, y otras en apariencia no tanto, como
el aliño, la pose o el gesto, constituidos a la postre como
imborrables marcadores de clase. Si, en todo caso, el orden de las
diferencias de la cultura física es la resultante de la multiplicidad
de modos de organizarnos corporalmente, en dicha resultante opera
no tanto la diferencia en términos de diversidad como en términos
de desigualdad, sobre todo en la medida en la que las reglas del juego
que configuran dicha diferencia corporal son también dispositivos
del estilo de vida dominante; esos por los que cada uno de nosotros
somos situados, de manera selectiva, en el centro o en la periferia
del mapa de los gustos y de los gestos, según una aviesa economía
cultural del cuerpo, en la que también existen usos privilegiados,
prácticas subvencionadas y hábitos protegidos, frente
a otros que, sostenidos en una precaria política de subsistencia,
apenas pueden resistir los aranceles a los que el libre mercado
de la apariencia los somete.
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de los juegos tradicionales», en Apunts, n.º
48, pp. 6-16, Barcelona.
Notas:
1 Según la terminología
empleada por Pierre Bourdieu. P. Bourdieu (1982): «Notas provisionales
sobre la percepción social del cuerpo», en C. Wrigth
(dir): Materiales de sociología crítica, La Piqueta.
2 Consideramos a este respecto
que, ni mucho menos, el juego es ese espacio neutro de práctica
creativa que el didactismo ingenuo ha pretendido como salvaguarda,
precisamente, de los valores tecnocráticos. Véase,
a este respecto, M. Vicente y M. P. Brozas (1996): «La disposición
regulada de los cuerpos. Propuesta de un debate sobre el estatus
sociocultural de los juegos tradicionales», en Apunts, pp.
6-16.
3 M. Vicente Pedraz (2004): «La
mirada del otro; escuela, cuerpo y poder», en Novedades educativas,
n.º 157, pp. 4-13.
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