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 ISSN: 1022-6508

Está en: OEI - Revista Iberoamericana de Educación - Número 39

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 Número 39: Septiembre-Diciembre / Setembro-Dezembro 2005

La educación del cuerpo / A educaçao do corpo

  Índice número 39 

El cuerpo de la educación física: dialéctica de la diferencia

Miguel Vicente Pedraz*

SÍNTESIS: El artículo gira en torno a la representación hegemónica del cuerpo y a la función discriminatoria que dicha representación ejerce cuando es considerada de forma unívoca e indiferenciada.

Los discursos pedagógicos de la educación física han tendido a disolver la diferencia (de clase, de género, de etnia, de cultura, etc.) mediante la construcción de un sujeto pedagógico imaginario y abstracto, en el que las continuidades y las discontinuidades históricas de los usos corporales han sido suplantadas por la permanencia sustancial de la anatomía, a menudo al servicio de la razón instrumental. Es decir, según una opción de acuerdo con la cual el cuerpo aparece como un espacio neutro sobre el que se articulan aprendizajes y sobre el que el desarrollo diferenciado y desigual de los cuerpos se entiende como una mera variabilidad en la relación técnica entre medios y fines.
Acerca de la imagen del cuerpo socialmente fracturado –al menos tanto como la propia cultura–, se plantea la reinterpretación del cuerpo de la educación física como un espacio de producción ideológica, o sea, como un espacio de tensiones culturales y de operaciones disciplinarias sobre el que se articulan redes de saber y de poder según una relación que es, antes que nada, política.

SÍNTESE: O artigo gira em torno à representação hegemônica do corpo e à função discriminatória que referida representação exerce quando é considerada de forma unívoca e indeferenciada.
Os discursos pedagógicos da educação física tenderam a dissolver a diferença (de classe, de gênero, de etnia, de cultura, etc.) mediante a construção de um sujeito pedagógico imaginário e abstrato, no que as continuidades e as descontinuidades históricas dos usos corporais têm sido suplantados pela permanência substancial da anatomia, frequentemente ao serviço da razão instrumental. Quer dizer, segundo uma opção de acordo com a qual o corpo aparece como um espaço neutro sobre o qual se articulam aprendizagens e sobre o que o desenvolvimento diferenciado e desigual dos corpos se entende como uma mera variabilidade na relação técnica entre meios e fins.

A respeito da imagem do corpo socialmente fraturado – pelo menos tanto quanto a própria cultura –, se planeja a reinterpretação do corpo da educação física como um espaço  de produção ideológica, ou seja, como um espaço de tenções culturais e de operações disciplinares sobre o que se articulam redes de saber e de poder segundo uma relação que é, antes de nada, política.

* Profesor titular, Universidad de León, España.

A pesar de que las condiciones materiales propias de la vida moderna han minimizado la importancia de las producciones corporales –aseguradas de manera progresiva por la tecnología digital, por realidades virtuales y se podría decir que imaginarias–, la materialidad corporal, así como las valoraciones éticas y estéticas a las que da lugar la fisonomía, continúa siendo una de las referencias más corrientes y accesibles, una de las más cercanas, a partir de cuyo gobierno se configura nuestra economía afectiva, nuestra actividad práctica y nuestra experiencia. Medida simbólica de todas las cosas, la imagen pública de la apariencia (y hasta la imagen privada) se muestra cada vez más como un eje sobre el que gira buena parte de los discursos sociales de lo real; como un eje de representación del yo, siempre presente en la conciencia, si es que el propio cuerpo no es la conciencia misma. A este respecto se puede decir que, aunque el cuerpo siempre fue culturalmente relevante, en las últimas décadas ha adquirido una renovada importancia, que se comprueba, de un lado, por el inusitado incremento de publicaciones dedicadas a la imagen del cuerpo desde ámbitos tan diversos como la filosofía o la medicina, pasando por la historia, la sociología o la antropología, y, de otro, por la multiplicación de prácticas sociales en torno a su cuidado y a su presentación en sociedad. No resulta difícil comprobar cómo esta tendencia afecta no sólo a unos pocos sectores de la sociedad, sino que alcanza a transformar gestos y gustos, apariencias y costumbres, prácticas y representaciones de amplísimas capas sociales, muchos de cuyos miembros han empezado a tomar conciencia, por lo menos conciencia práctica, del sentido de la corporeidad como mediador en las relaciones sociales.

Una mirada atenta al panorama que se abre ante nosotros cuando contemplamos la magnífica eclosión de manifestaciones en las que se expresa el ritual de la metamorfosis del cuerpo –antonomasia del poder que ejerce la imagen–, nos conduce a pensar, casi indefectiblemente, que la multiplicación de formas y de apariencias corporales es, en alguna medida, el resultado de la democratización del derecho a la rectificación del cuerpo, privilegio que antes sólo estaba al alcance de unos pocos. Una democratización que se pone de relieve en el empleo cada vez más frecuente de marcadores somáticos de identidad, a veces efímeros, como la cosmética, a veces indelebles, como el tatuaje, pero también en la proliferación de prácticas destinadas a modificar y a reformar la fisonomía, y, con ella, muy a menudo, el narcisismo contrariado: desde la actividad física compulsiva hasta la reforma quirúrgica, pasando por toda clase de dietas y de consumos médicos o farmacéuticos en torno a la imagen. Y si atendemos a lo que anuncian los periódicos y la televisión –medida inequívoca de sus proporciones–, lo podríamos corroborar.

Sin embargo, cuando hacemos un análisis de la sociedad que nos ha tocado vivir, no parece que sea suficiente poner de manifiesto la importancia que ha adquirido la apariencia, ni tampoco, basándonos en estas comprobaciones, subrayar que la imagen del cuerpo es una seña de identidad de nuestra cultura o de nuestro tiempo. Tales expresiones, si bien encierran hechos comprobables, no dejan de constituirse como meras generalizaciones que hacen homogéneo lo que es heterogéneo, y que, por añadidura, vacían la exploración histórica y el diagnóstico sociológico en torno al cuerpo de todo su contenido político. En efecto, conceptos como nuestra sociedad, nuestra cultura o nuestro tiempo son utilizados de manera retórica por los medios de comunicación, y a menudo también por los académicos, de modo que tienden a presentar a la sociedad como algo compacto, y a la cultura como algo común e indiferenciado; a esta y a todas las épocas como períodos uniformes en cuyo interior no hay rupturas, ni, sobre todo, conflictos: tajante anulación de la diferencia.

No obstante, ni la sociedad es compacta, ni la cultura un capital común e indiferenciado. Tampoco las condiciones de vida de cada época, y ni siquiera sus definidores, son el resultado de una construcción homogénea en la que todos participan de manera equilibrada. El relativismo cultural y la teoría crítica nos advierten del carácter históricamente construido de la realidad, y de cómo ésta, en tanto que construida, presenta una gran heterogeneidad, ya sea entendida como forma de respuesta diferente a condiciones materiales distintas, o como la resultante de fracturas sociales y de relaciones de poder. Si el relativismo cultural hace hincapié en la lógica de la diversidad, la teoría crítica pone el acento en la de la desigualdad. En todo caso, ambas inciden en el rescate de la diferencia que el discurso técnico sustrae de manera velada a través de conceptos universales: operación y resultado, casi siempre perversos, de la razón instrumental. Una y otra, diversidad y desigualdad, entendidas como tensiones entre cultura y subcultura –o entre cultura dominante y cultura no dominante–, expresan la distancia entre quienes pertenecen a una fracción hegemónica de la sociedad y quienes no forman parte de ella. Si se quiere tener en cuenta esta distancia, se hace necesario, cuando menos, tratar no tanto del cuerpo como de los cuerpos.

Nosotros, frente al cuerpo, nos referimos a los cuerpos, y, si de resumir se trata, hablamos de cuerpos y de contracuerpos, porque, lejos de que la relevancia social de la imagen constituya una característica universal, común y generalizada, y, mucho menos, un síntoma de la extensión igualitaria y libre de las posibilidades de actuación sobre ella, revela que las fracturas sociales y culturales abiertas en el proceso de construcción histórica hacen presa especialmente en la actuación sobre los cuerpos. Antes que un signo de democratización de los imaginarios y de los usos corporales, el advenimiento de esta especie de compulsión a la rectificación de la imagen –en la que los tratamientos antiage parecen paradigmáticos–, constituye, se puede decir, una expresión privilegiada de los mecanismos mediante los cuales el poder atraviesa los cuerpos y se inscribe en ellos estableciendo el universo posible y deseable de la apariencia y de los gestos. Un universo que, de acuerdo con el orden hegemónico y con el orden de la distinción que los define, parece destinado a perpetuar el ejercicio de la dominación cultural.

El estudio comparado de los usos y de las representaciones del cuerpo a lo largo de la historia, nos permite constatar que las divisiones sociales se revelan de forma tanto más definida cuanto mejor expresan polaridades corporales. Pensemos, por ejemplo, en el empleo de metáforas organicistas, que, desde la antigüedad, fueron utilizadas para definir el orden político; pensemos también en la escenografía mesurada que siempre ha caracterizado a la nobleza de corte, frente a la vehemencia gestual del populacho; detengámonos en las figuras fisiognómicas que tradicionalmente han sido empleadas, incluso por la cultura popular, para exaltar o para estigmatizar desde el punto de vista moral a grupos y a individuos; reflexionemos acerca de la ponderación de las diferencias sexuales para legitimar la dominación masculina; meditemos, cómo no, sobre el actual imaginario de la vida culta y saludable asentado en prácticas corporales eurocéntricas, a menudo privativas de la burguesía acomodada, cuando no en prácticas y en estéticas elitistas. En la actualidad, en contextos muy diferentes y con una enorme variedad casuística, la configuración de los usos y de las representaciones del cuerpo a través de las distintas capas sociales, muestra una gran semejanza con los procesos tradicionales de conformación y de perpetuación de la distinción: menosprecio del gusto y de la apariencia comunes, transformación paulatina de la sensibilidad, exhibición y exaltación de los rasgos corporales diferenciales adquiridos, redefinición de dichos rasgos así como del proceso de su adquisición, de modo que estos aparezcan como sustanciales, como patrimonialización de los valores y de los hábitos de la excelencia mediante la imposición de barreras simbólicas y físicas, etc.

En este sentido se puede decir que la imagen del cuerpo es, sí, una seña de identidad, pero que lo es sobre todo en tanto que, a través de ella, se cristaliza la dialéctica de la diferencia, es decir, por cuanto la imagen hegemónica y a menudo privativa del cuerpo se opone y se diferen­cia de la contraimagen del cuerpo, y por cuanto se opone y se diferencia de la apariencia de quienes, en el proceso de ruptura cultural, fueron quedando situados, de una u otra forma, al margen de la cultura legítima. La relevancia social del cuerpo reside, entonces, en que la imagen que proyecta es un lugar común que ha servido –y que sirve– para calificar y para clasificar; para conferir legitimidad a la jerarquía:

  Desde las prácticas de bricolaje corporal hasta la expansión de los movimientos corporeístas de índole naturista, el cuerpo aparece como un operador escenográfico en el que las transformaciones de la apariencia –más o menos estables– están destinadas a legitimar el código de las diferencias.

Desde los infinitos usos mediáticos del body –con el cuerpo deportivo a la cabeza, o con el cuerpo pasarela, o con el manido cuerpo saludable– hasta las más modernas expresiones del body-art, el imaginario sobre el que se construye el cuerpo se revela también, y esencialmente, como una antonomasia del poder y de la distinción: quizás de clase, quizás de género, tal vez de etnia; sin duda como un síntoma del narcisismo, pero en todo caso como un epítome de las desigualdades sociales, y, por extensión, de la marginalidad y de la exclusión.

Desde los renovados y ya hoy abultadísimos discursos filosóficos acerca del cuerpo, hasta la propaganda pseudoética sobre el orden y el desorden somático, el cuerpo, por paradójico que parezca en este momento de globalización, en este tiempo de homogeneización de gustos y de gestos, se configura como uno de los más contundentes mecanismos a través de los que se naturaliza el código no escrito de las polaridades culturales: el código carnalmente inscrito de lo culto frente a lo vulgar, de lo refinado frente a lo tosco, de lo armónico frente a lo grotesco, de lo distinguido frente a lo «distinto»; causa y efecto de las insuperables fracturas que el capital físico abre (transmutado en capital simbólico, o viceversa), a la par que el capital económico ejerce de mecenas de la cultura legítima, es decir, de la hegemónica.

El cuerpo es, por lo tanto, un símbolo de nuestro tiempo, pero no es una novedad que el cuerpo sea un símbolo social, tampoco es un símbolo políticamente neutro, y, desde luego, no es un símbolo unívoco:

   Primero: que no es una novedad que el cuerpo sea un símbolo social, lo pone de manifiesto que tantas culturas a lo largo de la historia hayan sido calificadas como somatocéntricas; que tantas civilizaciones hayan hecho de la apariencia un instrumento de clasificación moral, de exaltación o de exclusión de individuos o de grupos, y, que, en definitiva, de forma tan recurrente hayan constituido un eje de interpretación de la realidad.

   Segundo: que no es un símbolo políticamente neutro se puede constatar, incluso, si analizamos sólo de forma superficial la historia de las relaciones cuerpo-sociedad. Desde la antigua civilización de la India, en la que las funciones orgánicas situaban al individuo en un lugar determinado de la estructura de castas, hasta la reciente civilización medieval, en la que la sociedad era representada de manera orgánica, y cada uno de los estamentos estaba asimilado a una parte más o menos noble del cuerpo, todas las culturas han encontrado en los rasgos físicos elementos de diferenciación política. En la civilización occidental, heredera ideológica de la tradición órfica y del dualismo doctrinario, la separación entre el cuerpo y el alma remite aún a una distinción esencial entre trabajo manual y trabajo intelectual, entre sensibilidad y reflexión, e, incluso, entre lo femenino y lo masculino, de donde la representación y los hábitos del cuerpo se imponen como coartada y como fundamento naturalizado de la dominación de clases, y, desde luego, como coartada y como fundamento de la dominación de género. En la medida en la que se configura como un marcador social y cultural, según hemos apuntado, y como un operador escenográfico de las diferencias, el cuerpo no es ni puede ser un espacio neutro; es, como la propia experiencia en cuyos límites se configura la corporeidad, un espacio de producción ideológica, un espacio político sobre el que se articulan redes de saber y de poder.

  Tercero: que no es un símbolo unívoco lo advertimos en la diversidad de representaciones que muestra y en la escala de valoraciones que sugiere; ninguna cultura es tan compacta, tan homogénea ni tan libre de tensiones, que permita hablar del cuerpo en un sentido unitario, natural, o, al menos, común. Si el cuerpo es un lenguaje de la identidad social, lo es, especialmente, en el sentido de que expresa la diferencia: no ya la diversidad o la multiplicidad cultural, sino la diferencia entendida como distancia entre el cuerpo legítimo y el cuerpo no legítimo1, como distinción entre el cuerpo y el contracuerpo, que la posición social y el capital somático adquirido determinan.

De la misma manera que no existe ninguna práctica independiente de los gustos ni de las necesidades de clase, e, igualmente, que no hay ningún hábito que sea independiente de una ideología por la que se define, tampoco la representación del cuerpo sobre la que se sustenta cada práctica está exenta, en su configuración, de dichos gustos, de tales necesidades ni de esos elementos ideológicos. Vale decir, entonces, que todo orden político se produce de manera conjunta con un orden somático, en el que no sólo la apariencia corporal actúa como un intermediario de la condición moral –según cierto código que a través de la historia ha hecho de la fisiognomía un indicador semiótico de la virtud–, sino en el que, sobre todo, la presentación del cuerpo, y, en general, los usos corporales, actúan como un dispositivo político de las diferencias culturales. Es verdad que a veces el trabajo sobre la apariencia desempeña funciones de resistencia, o, al menos, de contestación: esa ha sido durante la historia la lógica política de lo grotesco, de la exageración o de la inversión estética en las culturas populares, y lo es en la actualidad en muchas culturas marginales. Pero, en la medida en la que la cultura dominante se racionaliza, la apariencia se muestra con mucha mayor frecuencia como un dispositivo político de la exclusión. El cuerpo es, en este sentido, el centro de tensiones entre la identidad y la diferencia.

Donde en otro tiempo la fusión cultural entre ética y estética hizo de la apariencia un correlato de la interioridad espiritual, que condenaba a la exclusión a enfermos y a contrahechos, o a todos aquellos cuya imagen delataba una identidad racial proscrita por el orden dominante, hoy, y aquí, una lógica cultural no muy diferente sigue produciendo una perversa marginalidad. En el contraste de los consumos corporales a través de las distintas capas sociales y étnicas, pero también en el contraste de la apariencia corporal, así como en las valoraciones sociales que estas reciben, se constata la permanencia de aquel imaginario cultural, que, desde muy pronto, supo legitimar la distinción social sobre la imagen y sobre las expresiones del cuerpo.

En tal contexto, y bajo esta clase de análisis, la educación física, que se define a sí misma como la disciplina escolar que se ocupa de forma expresa del cuerpo: ¿qué hace y qué puede hacer ella?, ¿en qué consiste el trabajo pedagógico que lleva a cabo?, ¿de qué cuerpo habla y de qué cuerpo se ocupa?, ¿qué cuerpo es el que le interesa y bajo qué lógica lo trata?

Para responder a estas cuestiones, nos situamos en un marco teórico que podríamos calificar como híbrido y premeditadamente indistinto, en el que hacemos uso tanto de elementos propios de la teoría foucaultiana del poder, como de la pedagogía crítica. De Foucault tomamos, sobre todo, el tratamiento epistemológico de las relaciones entre saber y poder; de la pedagogía crítica, las consideraciones que se han hecho a propósito del multiculturalismo y de las relaciones de dominación cultural, las cuales encuentran en la institución escolar uno de sus principales instrumentos de legitimación. En todo caso, y con el objeto de analizar el lugar de los cuerpos dentro de dicha institución, contamos también con elementos recurrentes de la sociología constructivista, y, por lo tanto, del relativismo cultural, en cuanto que estos nos permiten comprender de qué manera ese objeto por antonomasia político que es el cuerpo, ha sido redefinido como objeto pedagógico de la mano de la educación física; es decir, bajo qué condiciones ha sido desposeído de los caracteres que configuran su inserción histórica (dentro de un espacio de tensiones entre la identidad y la diferencia, entre lo individual y lo colectivo, entre la autonomía y la dependencia), para ser redefinido según la lógica de la escuela: convertido en un objeto abstracto, en un objeto vacío y disponible, al que la institución educativa atribuye, más que descubre, cualidades y carencias, capacidades y necesidades propias del discurso y de los recursos académicos; en todo caso, habilitado para incorporarse a la liturgia de la práctica escolar, donde ejercicios, juegos y toda clase de actividades, con sus rituales didácticos y su escenografía pedagógica, parecen no cumplir otra fun-ción que la de legitimarse a sí misma.

No se nos puede escapar que todo discurso que interpreta y que concibe las «cosas del mundo», que las ordena y que las clasifica de un modo contingente, casi siempre con verosimilitud lógica, y, a menudo, con suficiente fuerza como para hacer de él un modelo de percepción, se convierte en una estructura de significaciones, de valoraciones y de acciones; es decir, en una estructura con capacidad para construir el «mundo de las cosas». Pues bien, bajo una adecuada elaboración de la verosimilitud lógica y clasificatoria, el discurso de las capacidades físicas –y la consabida práctica que las legitima–, no es ajena a esta condición de estructura estructurante, en este caso de la corporeidad pedagógica, que se resume en concreto en una división binaria superficialmente técnica (cualificado/no cualificado), bien adaptada a los modelos tecnocráticos; de cualquier modo, se trata de un discurso configurado a través de la historia por medio de luchas simbólicas, y que está determinado por los eventuales modos de entender la relación cuerpo-autoridad-disponibilidad, que trasciende la propia trayectoria de los usos corporales, y que enmascara las fracturas culturales que imponen sus representaciones. A este respecto, si al carácter contingente de las cualidades físicas sumamos la contingencia de su administración política, no podemos sino dudar de que aquellas sean relevantes para la vida física de todos o de la mayoría de los individuos; al menos, tenemos que dudar acerca de que su relevancia sea tanta como para que refuerce, como para que apuntale o que perfile lo que respecto de su vida física aprende el sujeto en su ámbito doméstico, y que, como patrimonio de clase, lleva ya inscrito en su cuerpo cuando ingresa en la escuela. Quiero decir que la significación de los aprendizajes depende ante todo de la identidad cultural y de su adscripción a un cierto modelo de cuerpo y de práctica corporal, pero también, y de manera muy especial, de las expectativas de clase, de género y de etnia en las que el sujeto se ve involucrado, así como de los recursos simbólicos y prácticos con los que dicho sujeto cuenta. Por lo tanto, la aplicación universal de las categorías académicas de los aprendizajes del cuerpo constituye, además de una arbitrariedad pedagógica, un ejercicio de imposición cultural.

Como intervención pedagógica que es, la educación física transmite y reproduce modelos de comportamiento, de sensibilidad y de racionalidad propios de una cultura, con sus respectivos recursos técnicos, emocionales e ideológicos. Es, en ese sentido, un poder; un poder si se quiere en el sentido foucaultiano, que se ejerce sobre el cuerpo de los demás, y por el que vamos siendo dotados de una forma de entendernos y de organizarnos corporalmente, y por el que también vamos siendo situados en un lugar del mapa de la cultura física: en el centro o en la periferia de un simbólico mapa gestual y fisiognómico, dibujado, no sin tensiones, por los grupos dominantes, y cuyo trazo pone de relieve que tanto la sensibilidad somática como las tendencias del comportamiento físico no son algo aleatorio ni puramente electivo, sino que, por el contrario, constituyen una expresión más de los mecanismos de distinción en los que se pone en juego la hegemonía, ya sea de clase, ya de género o de etnia. Las formas legitimadas de comunicación y de contacto en las que nos vemos involucrados corporalmente los individuos, las prácticas de recreación, de higiene, de la sexualidad, de la estética, o el reparto funcional de los dominios del cuerpo, etc., son entonces operación y resultado, fondo y forma de dicha hegemonía. A este respecto cabría decir que es una ideología general en torno al cuerpo la que produce tal o cual técnica corporal en un grupo dado, a la vez que el conjunto de técnicas corporales que caracteriza a dicho grupo constituye un marco práctico y simbólico en cuyo interior se configura la ideología particular del cuerpo en la que el grupo se define.

Detengámonos a pensar unos momentos en las razones últimas de la orientación, en gran parte lúdica, de los contenidos y de las estrategias de la educación física: mediante el espejismo pedagógico del aprendizaje a través del juego, y, desde luego, bajo la máxima del capitalismo tecnocrático –redenominado por los tecnócratas como sociedad del ocio–, ¿no estaremos legitimando los ideales culturales de la clase ociosa y atendiendo en exclusiva a las necesidades y a las expectativas de los modelos de cuerpo de dicha clase? Si, a diferencia de como pretenden los prosélitos del neoconservadurismo, las clases sociales no sólo no han desaparecido sino que se han afianzado tanto como se abre la brecha que las separa, ¿qué análisis merece la persistencia de modelos de actividad física que, sin duda, son de clase?2

Parece evidente que la estrategia de lucha por parte de la clase dominante ha adoptado en las últimas décadas una nueva dimensión, consistente de manera fundamental en la invisibilización de las clases dominadas, en especial en la invisibilización de sus cuerpos, separándolos no sólo de los centros neurálgicos del poder sino de los escenarios de la vida pública. Y la escuela, como espacio público, no es ajena a este proceso, sino que participa de forma abierta en la regulación política y en la construcción de un orden moral al servicio, o, por lo menos, al lado del poder. La educación física, como tecnología pedagógica que actúa sobre los cuerpos, participa de forma directa tanto en la construcción como en la reconstrucción de las identidades y de las subjetividades somáticas, de modo que no se puede ocultar que esté contribuyendo a la invisibilidad de los cuerpos que la historia situó en los aledaños de la cultura física. Pero esta invisibilidad no consiste de manera evidente en que la educación física escolar ignore los cuerpos en su pluralidad, o que, incluso, ignorándolos, los haga invisibles para el tiempo y para el espacio escolares en sentido estricto; en la medida en que opera sobre los signos de la carnalidad misma de los sujetos, se constituye como un administrador del lenguaje corporal posible –el hegemónico–, que impide organizar la experiencia corporal, más allá de la escuela, desde la diferencia.

Como señalaba Foucault, cada sociedad tiene su régimen de verdad, su política general de la verdad, o, lo que es lo mismo, tipos de dis­cursos que acepta y que hace funcionar como verdaderos, con sus propios mecanismos de producción y de transmisión. Esta aseveración, que constituye uno de los ejes de la teoría foucaultiana del poder, es esencial para cualquier planteamiento constructivista, para el relativismo histórico, y, en definitiva, para cualquier formulación de la pedagogía crítica, si bien puede dar lugar a propuestas no siempre coincidentes. Si la aceptamos, tenemos que decir que la escuela, y, dentro de ella, las materias en las que se sustancia, los procedimientos que emplea, las estructuras organizativas que la sostienen, los idearios que la informan y que la conforman, etc., son un subproducto de cierta economía política de la verdad, que, a su vez, contribuye a la configuración del régimen de verdades en el que la propia escuela adquiere un sentido y una función legítima; un espacio de producción ideológica, que, empleando la terminología más clásica de la teoría crítica, estaría destinado a perpetuar las condiciones del sistema.

Como la escuela, por definición, regula o administra cierto orden de la verdad, y, por otro lado, no hay una escuela por cada una de las fracciones sociales que pueda funcionar de manera más o menos autónoma, esta se configura siempre como un mecanismo de inculcación de la verdad dominante: ante todo en nuestro entorno cultural y académico, en la verdad que descansa en la epistemología positivista fundada en una racionalidad mecanicista y acumulativa del saber, y que define la ciencia como un saber unitario y de validez transhistórica en cuyo marco se construye el didactismo meritocrático, legitimado como resultado neutro de la razón instrumental y a resguardo de toda posición crítica.

De este modo, la institución escolar no se limita a inculcar el régimen de verdades dominante. Lo inculca también al servicio de la dominación cultural, y, en ese sentido, se configura como un mecanismo de homogeneización muy parcial, puesto que dicha resignificación de la verdad sólo puede circunscribirse a los materiales básicos de la cultura escolar, la cual ni siquiera puede ser incorporada de forma equitativa por todos los miembros de la comunidad, dado que, con gran probabilidad, poseen percepciones y significaciones diferentes sobre tales materiales y sobre el sentido existencial que estos pueden tener según el estrato social de procedencia. Así, la escuela pone en evidencia la distancia existente entre los regímenes de verdad de las distintas fracciones; lejos de atenuar las diferencias tiende a magnificarlas, al ejercer de mediador cultural con pretensiones de neutralidad. En cierto modo, se puede decir que la propia legitimidad de la acción escolar –a la que quizás vayan todos pero que en ningún caso es de todos– descansa en que pone de relieve las diferencias culturales, aunque bajo la promesa de disolverlas en el orden meritocrático, porque, no lo olvidemos, en la escuela no se enseñan ni se transmiten todos los dispositivos culturales de la clase dominante, ni mucho menos las herramientas operativas y simbólicas de esta, sino sólo un breve repertorio de sus contenidos, de donde la homogeneización cultural es perversa por partida doble. Doblemente perversa en la medida en que, a la maniobra de desposesión cultural, se suma la de transmisión, sobre todo del código que hace que la cultura dominante llegue a ser apreciada por todos como superior y como deseable, pero inasequible para la mayoría; al menos, para la mayor parte de quienes no pertenecen a una fracción social dominante.

Donde Foucault decía régimen de verdad, podemos decir nosotros universo simbólico y práctico de las operaciones del cuerpo; podemos decir economía de los gustos, compromiso con la apariencia, orden del cuidado físico, régimen de la salud, imaginario de los sentidos, representación de la eficacia corporal, administración del placer; podemos decir, por ejemplo, emotividad somática.

Ahora nos encontramos en condiciones de precisar mejor la pregunta que formulábamos antes, o sea, la que interroga acerca de en qué consiste la educación física escolar: ¿qué operaciones realiza sobre los cuerpos?, ¿cómo trata la diversidad corporal, si es que acaso la trata?, ¿cómo asume las diferencias de autocomprensión del cuerpo propio por parte de los escolares?, ¿cómo se ocupa de las diferencias en cuanto a las percepciones, a las expectativas y a las necesidades de estos?, ¿qué lenguaje emplea para referirse a las categorías pedagógicas del cuerpo?, ¿integra las prácticas populares de automodificación del cuerpo propio, o sólo aquellas que ejercitan las clases y los grupos sociales dominantes?, ¿cómo califica a unas y a otras?, ¿cómo consideran los profesores (y el discurso oficial) de la educación física la cuestión de la interculturalidad, y, sobre todo, cómo tratan la cuestión de la hegemonía de clase?, ¿de qué cuerpo habla el discurso técnico de la educación física, y en qué medida este discurso oculta su contribución a la gran operación del buen encauzamiento?

Desde nuestro punto de vista, abordar estas cuestiones requiere cambiar la perspectiva de análisis de la educación física tradicionalmente asentada en la razón técnica –digamos de corte funcionalista–, hacia una perspectiva crítica que permita conjugar los dispositivos sociales y culturales, políticos y administrativos, históricos y económicos, concurrentes en su configuración. En todo caso, sería necesario trascender de la consideración de la educación física como particular momento escolar en el que la experiencia es un mero proceso de construcción de la motricidad, a la consideración de la educación física como un espacio político en el que la experiencia es un nudo de tensiones culturales sobre el que inciden y confluyen distintas operaciones disciplinarias. Dicho de otro modo, habría que trascender de la consideración del cuerpo como un espacio neutro sobre el que se articulan cualidades y recursos técnicos según una relación de enseñanza-aprendizaje, a la consideración del cuerpo como un espacio de permanente producción ideológica sobre el que se articulan redes de saber y de poder según una relación que es, antes que nada, política. Aquí, el desarrollo diferenciado y desigual de los cuerpos ya no es una mera variabilidad técnica, que, como resultado funcional, ofrece la relación entre el patrimonio biológico individual y los medios pedagógicos disponibles, sino la semiótica de una fractura social que la escuela no es capaz de interpretar.

Si la escuela, como plantean algunos teóricos de la pedagogía crítica, es un dispositivo administrativo de los Estados modernos, cuyo cometido principal, aunque no explícito, es inculcar el régimen de verdades hegemónico, y donde los aprendizajes son sólo una función secundaria, contingente e incluso arbitraria, entonces la educación física, en tanto que materia escolar históricamente configurada en el seno de dicha institución y al amparo del régimen de verdades que esta legitima, no puede ser entendida de otro modo que como un apéndice racional, moderno y urbano que las sociedades occidentales han introducido en la esfera institucional como mecanismo público al servicio del arte de gobernar el cuerpo. Un arte en el que si importa qué, cuánto y cómo se enseña, importa mucho más que el conjunto de operaciones sirva para el proceso de legitimación y de reproducción de los patrones culturales hegemónicos; un arte en el que, en última instancia, el sujeto es considerado en abstracto, casi como un ente orgánico –desligado de sus condicionantes sociales y culturales, de sus necesidades y de sus deseos íntimos–, para convertirse en receptor de habilidades, y, sobre todo, en receptor de ciertos consumos de práctica corporal, que, si por una parte, tienden a cierta homogeneización cultural por vía de la colonización de gestos y de gustos, por otra persisten, de hecho, en el mantenimiento de las brechas de la distinción social. Un arte, por tanto, en el que, por ser contingente de una historia política concreta y por ser tributario de las tensiones culturales de la civilización, es mucho más definitorio el universo simbólico e ideológico que transmite y que reproduce que los contenidos y que los métodos que emplea, aunque unos y otros mantengan una relación solidaria, lo que hace menos sospechoso y más efectivo el ejercicio de la inculcación, pues, al fin y al cabo, el repertorio técnico de los contenidos y de los métodos imprime legitimidad (técnica) al fondo ideológico en el que dicho repertorio se sustenta. Estamos hablando de la concepción instrumental del cuerpo y de las habilidades; de la concepción de la experiencia corporal como acumulación de actividades; del desarrollo corporal como incremento cuantitativo de las producciones físicas; de la salud y del bienestar como regularidad orgánica subordinada a los cánones meritocráticos; del uso del tiempo libre como mecanismo interiorizado de descompresión psicológica cada vez más ajustado a los criterios y a los modelos del cuerpo deportivo; de la idea de aptitud como dispositivo de rendimiento suplementario, valorado a menudo según criterios orgánico-biológicos; en definitiva, estamos hablando del cuerpo de la modernidad tecnológica y racional que disuelve la inquietud política en el binomio producción-ocio activo, o, más propiamente, en el binomio producción-ocio productivo.

En numerosas ocasiones se ha planteado, como crítica a las formulaciones reinantes de la educación física (en especial a las amparadas por el didactismo), que esta ha ignorado el cuerpo. Desde mi punto de vista, no es tanto que lo haya ignorado como que lo haya sometido a un régimen de verdades que ha eludido de manera sistemática considerar su carácter cultural; no ya el carácter cultural de las producciones corporales, sino el de la apariencia y el de las valoraciones que esta recibe en todo orden social. Es decir, ha eludido considerar el carácter construido del cuerpo a través de la historia y de la configuración dialéctica de sus significados. En general, ha evitado toda discusión política sobre el cuerpo, lo que en sí mismo constituye una posición política de escape por cuanto tiene de esquematización de la realidad, y, en definitiva, de simplificación dominomorfista de dichos significados. A este respecto se puede decir que la educación física escolar reduce el cuerpo social, que es múltiple y complejo, con fracturas, con interdependencias asimétricas y con frutos de las tensiones que propician las desigualdades sociales y las diferencias de capital cultural, al cuerpo unitario y simple que el discurso técnico legitima. Sea cual sea la orientación pedagógica que le da cobertura (de corte más lúdico, más deportivo o más higienista, como «aprender a moverse», «moverse para aprender» o «moverse por que sí»)3, se erige en mecenas pedagógico que salvaguarda los modos legitimados e institucionales de tratar con el cuerpo; en unos modos que disuelven la multiplicidad somática en el cuerpo arquetipo e isomorfo de la cultura hegemónica, es decir, en el no cuerpo. Para ello, a menudo emplea la imagen que proporciona el cuerpo anatómico, la cual, bajo la apariencia de la neutralidad y de la naturalidad orgánica, se configura como una verdadera metáfora del poder. No pocas veces los preceptos que proporciona el imaginario igualitarista del cuerpo deportivo –en el que tantas veces se amparan las operaciones pedagógicas de la educación física– se constituye como una llamada al conformismo social. Así, cuando en la literatura pedagógica de la educación física aparece definido el concepto de cultura física, que de modo invariable viene asociado al de la práctica deportiva, suele presentarse como una suma uniforme y compacta de movimientos; se diría que como un subproducto biológico antes que como una realidad histórica, disolviendo con ello toda la diversidad que la historia depara. En este sentido, se tiende a considerar la cultura física como algo macizo y objetivo, contenido en una serie acumulativa de técnicas corporales social y políticamente indiferenciadas, de donde la educación física se constituye como el mediador técnico que la institución escolar aplica para transmitir sus productos, también indiferenciadamente, a todos los grupos sociales, sin reparar en que el inventario pedagógico de dicha serie acumulativa, dadas las diferencias de capital cultural del cuerpo, no mantiene una relación igualitaria ni neutra desde el punto de vista político, ni desde luego epistemológicamente objetiva con respecto al sistema de valores y de percepciones que poseen las diversas fracciones sociales.

De este modo, las diferencias en cuanto a la destreza y a la capacidad física, de predisposición al aprendizaje corporal, de hábitos, e, incluso, de intereses observables entre sujetos que están situados en diferentes niveles de la estructura social y que poseen imaginarios corporales distintos, son, a menudo, codificadas según los parámetros orgánico-biológicos y quizás psicológicos: la actitud como disposición natural. Es decir, son interpretadas como el resultado de la pura y exclusiva variabilidad individual, como respuesta a un proceso educativo con pretensiones de neutralidad, que, supuestamente, no haría otra cosa que traducir cada respuesta al código meritocrático en términos de éxito o de fracaso individual. Pero los propios conceptos de destreza y de capacidad física, de aptitud o de disposición corporal, de hábito, de interés o de actitud, así como el tipo de habilidades que configuran los contenidos, los métodos y la ideología subyacente a los currículos oficiales de la educación física, constituyen una expresión genuina de cómo la razón técnica tiende a salvaguardar el discurso de la neutralidad política de los objetos y de los productos de la cultura física, eludiendo así el análisis de la transmisión de usos y de representaciones corporales como un ejercicio de sometimiento a un poder pedagógico que, sin duda, provoca desclasamiento.

Parece claro, entonces, que si la significación de los aprendizajes corporales depende ante todo de la identidad étnica, de la adscripción cultural a un cierto modelo de cuerpo, y, en especial, de las expectativas de clase en las que el sujeto se ve involucrado, debatir sobre la pertinencia escolar de la educación física exige la revisión profunda de conceptos tales como los de salud, capacidad y eficiencia física, sobre el propio concepto de actividad física, y, más allá de ellos, sobre los conceptos de desarrollo y de realización personal, relacionados casi de forma axiomática con significantes corporales, que, por extensos que ya sean, se afirman en la negación de el otro y de lo otro.

No cabe duda de que la práctica deportiva, con el estilo de vida deportivo y con hábitos quasideportivos propios de una lógica corporal eurocéntrica, y, por añadidura, de clase, se constituyen a este respecto como fundamentos técnicos universales de las categorías académicas del cuerpo, los cuales acaban operando como un apéndice ideológico y cultural en el proceso de legitimación de dicha lógica. Pero, en ningún caso, se trata de centrar el debate sobre el carácter deportivista de los contenidos y de los métodos de la educación física, en los que la alternativa vendría dada por un proceso de des-deportivización, que, de hecho, ya se ha producido en muchos ámbitos sin que haya variado la cuestión de fondo. De lo que se trata es de superar la lógica académica sobre la que se construye el cuerpo educado, y de la cual el deporte es sólo un exponente; de la expresión de un dispositivo ideológico anticontestatario –ni mucho menos la causa–, que, en todo caso, nos advierte del desigual reparto de los recursos simbólicos en la construcción de la educación física como materia pedagógica.

A este respecto, si antes nos hemos preguntado por las razones últimas que orientaban la educación física hacia contenidos y hacia métodos de carácter lúdico, hemos de preguntarnos también acerca de cómo dar legitimidad pedagógica a ciertos conceptos recurrentes –y a menudo claves de la educación física moderna–, cuando los extraemos del contexto privilegiado y de clase en el que se fueron elaborando. Por ejemplo: ¿Qué significado pueden tener para los cientos de miles de nuestros convecinos de los suburbios los conceptos de transferencia motriz, de habilidades sociomotrices, de comunicación y contraco­municación motriz en la situación de juego, de feed-bak perceptivo en la toma de decisiones, en la incertidumbre informacional? ¿Qué significado práctico puede darle al concepto mismo de resistencia quien desde las siete de la mañana y hasta entrada la noche, quizás con menos de doce años, debe ocuparse de rastrear las calles de la ciudad para conseguir el sustento corporal? ¿Qué interpretación se puede dar al concepto de interval-training a quien ni siquiera puede detenerse para comer un bocado en su trajín diario? ¿Qué sentido puede dársele al concepto de fuerza a quien con esas mismas edades ya sabe lo que es el diario esfuerzo de cargar y de descargar camiones o de empujar carretones para sobrevivir?

Si no somos capaces de responder a estas cuestiones en las que el discurso técnico pierde su pie de apoyo, tenemos que poner en duda que la educación física responda a las necesidades que crea nuestra sociedad en términos de desarrollo de funciones motrices, de capacitación física, de acopio de destrezas, o de mejora de la salud, entendidas estas como los elementos de una mediación neutral sobre unos cuerpos también considerados neutros desde el punto de vista social y político. Más bien hemos de considerar que dicha intervención constituye un dispositivo administrativo para la construcción de un nuevo sujeto, en el que las continuidades y las discontinuidades históricas en el desarrollo de los usos corporales sean suplantadas por la permanencia sustancial de la anatomía. Por tanto, diríamos que se trata de una parte fundamental del proceso de fabricación de los cuerpos, mensurable de acuerdo con las condiciones de eficacia productiva y reproductiva que impone la racionalidad instrumental de la sociedad de consumo, y mensurable igualmente tanto en sus fuerzas productivas –redefinidas en términos de habilidad, de destreza, de capacidad o de cualidades físicas–, como en sus fuerzas políticas –redefinidas en términos de aplicación, de interés, de motivación, de adaptación–, las cuales son siempre fuerzas productivas y fuerzas políticas dispuestas a preservar y a extender el orden corporal dominante, es decir, a un cierto orden regular y previsible en el comer, en el dormir, en la fiesta, en el trabajo, en el descanso, en la higiene, en el cuidado físico, en los aderezos corporales, en la organización gestual, en la emotividad somática, y, en general, en el actuar con el cuerpo y sobre el cuerpo, coincidente con las necesidades y con la lógica dominomorfista.

Si definimos la educación física en general como toda intervención a través de la cual se inculca un repertorio práctico, pero también emocional e ideológico sobre el cuerpo, retornamos al principio: la educación física es un poder que se ejerce institucionalmente sobre el cuerpo de los demás; es un poder que, bajo la ilusión libertaria del cuerpo que se mueve y que se expresa, queda sujeto en una continuidad vigilante que lo tematiza y lo sistematiza; es un poder en el que lo más íntimo de la economía afectiva del sujeto, la libre disposición de la experiencia corporal, queda sustraída de manera violenta del domino personal bajo la obligación de moverse, de moverse ante los demás, de moverse «bien», o de ponerse en forma, que, a fin de cuentas, es la antonomasia de la ética y de la estética hegemónicas. En este sentido, y como reflexión conclusiva, podríamos decir que si la cultura escolar tiende a disolver la diversidad pero que mantiene intactos los resortes de la desigualdad, por extensión, en lo que a la cultura física se refiere, la educación física escolar disuelve la diversidad práctica y simbólica del cuerpo, pero apuntala la desigualdad que en origen constituyen las marcas corporales, algunas tan permanentes como las que imprimen el género o la etnia, y otras en apariencia no tanto, como el aliño, la pose o el gesto, constituidos a la postre como imborrables marcadores de clase. Si, en todo caso, el orden de las diferencias de la cultura física es la resultante de la multiplicidad de modos de organizarnos corporalmente, en dicha resultante opera no tanto la diferencia en términos de diversidad como en términos de desigualdad, sobre todo en la medida en la que las reglas del juego que configuran dicha diferencia corporal son también dispositivos del estilo de vida dominante; esos por los que cada uno de nosotros somos situados, de manera selectiva, en el centro o en la periferia del mapa de los gustos y de los gestos, según una aviesa economía cultural del cuerpo, en la que también existen usos privilegiados, prácticas subvencionadas y hábitos protegidos, frente a otros que, sostenidos en una precaria política de subsistencia, apenas pueden resistir los aranceles a los que el libre mercado de la apariencia los somete.

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Notas:

1 Según la terminología empleada por Pierre Bourdieu. P. Bourdieu (1982): «Notas provisionales sobre la percepción social del cuerpo», en C. Wrigth (dir): Materiales de sociología crítica, La Piqueta.

2 Consideramos a este respecto que, ni mucho menos, el juego es ese espacio neutro de práctica creativa que el didactismo ingenuo ha pretendido como salvaguarda, precisamente, de los valores tecnocráticos. Véase, a este respecto, M. Vicente y M. P. Brozas (1996): «La disposición regulada de los cuerpos. Propuesta de un debate sobre el estatus sociocultural de los juegos tradicionales», en Apunts, pp. 6-16.

3 M. Vicente Pedraz (2004): «La mirada del otro; escuela, cuerpo y poder», en Novedades educativas, n.º 157, pp. 4-13.

 

 

 


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