La geometría de la educación para el desarrollo
sostenible, o la imposibilidad de una nueva cultura ambiental
Pablo Ángel Meira Cartea, José
Antonio Caride Gómez *
SÍNTESIS: A lo largo del presente texto
se analiza el tránsito que se está produciendo entre
dos generaciones de discursos contemporáneos: el de la Educación
Ambiental (ea) y el de la Educación para el Desarrollo Sostenible
(eds), así como la presión y la influencia ejercida
en este tránsito por los organismos internacionales. Se pone
de manifiesto que es obligada una revisión de los modelos
de desarrollo implícitos de cada formulación, y el
replanteamiento de las prácticas educativas que de ellos
se derivan. En el lugar central del debate sobre la transición
se sitúa la necesidad de clarificar el término «cultura
ambiental», y diferenciar los diversos formatos con los que
se viene representando en el imaginario colectivo, desde los modelos
neoliberales y sus instrumentos de mercado hasta las visiones más
radicales de sostenibilidad fuerte. Los retos de la educación
en esta transición no son sólo los de recrear una
nueva cultura ambiental aislada, sino los de construir una nueva
sociedad plural.
SÏNTESE: Ao longo do presente texto se analisa
o trânsito que está se produzindo entre duas gerações
de discursos contemporâneos: o da Educação Ambiental
(ea) e o da Educação para o Desenvolvimento Sustentável
(eds), assim como a pressão e a influência exercida
neste trânsito pelos Órgãos internacionais.
Se põe de manifesto que é obrigada uma revisão
dos modelos de desenvolvimento implícitos de cada formulação,
e a reformulação das práticas educativas que
deles se derivam. No lugar central do debate sobre a transição
se situa a necessidade de clarificar o termo «cultura ambiental»,
e de diferenciar os diversos formatos com os que se vêm representando
no imaginário coletivo, desde os modelos neoliberais e seus
instrumentos de mercado até as visões mais radicais
de forte sustentabilidade. Os desafios da educação
nesta transição não são apenas os de
recriar uma nova cultura ambiental isolada, senão os de construir
uma nova sociedade plural.
1. Introducción
Para las Naciones Unidas, siguiendo las recomendaciones emanadas
de la Cumbre Mundial para el Desarrollo Sostenible, celebrada del
26 de agosto al 4 de septiembre de 2002 en Johannesburgo, las respuestas
educativas a la crisis ambiental deben adentrarnos en una nueva
fase, caracterizada por la adopción de políticas,
de programas y de prácticas pedagógicas que permitan
a todos los miembros de las sociedades trabajar juntos para construir
un futuro duradero. Una tarea, a priori estimable, que la Asamblea
General de la onu atribuyó a la unesco, responsabilizando
a este Organismo de la promoción y de la coordinación
de las iniciativas que se ejecuten con tales fines, reforzando y
ampliando las actuaciones emprendidas en favor de una alfabetización
generalizada y de una educación para todos.
El exponente más relevante de esta transición, al
menos de momento, nos sitúa ante la celebración, entre
2005 y 2014, de un Decenio dedicado a la eds, proclamando entre
sus campos prioritarios la reducción de la pobreza, la igualdad
de sexos, la promoción de la salud, la preservación
y la protección de los recursos naturales, la transformación
de la vida rural, los derechos del hombre, la paz, la comprensión
internacional, la diversidad cultural y lingüística,
así como el máximo aprovechamiento de las potencialidades
inherentes a las técnicas de información y de comunicación.
Todos ellos, en mayor o en menor medida, son exponentes de las
preocupaciones que abruman a la comunidad internacional en las últimas
décadas, con cifras que cuestionan los compromisos adquiridos
por los líderes mundiales o por el propio sistema de las
Naciones Unidas en diferentes programas y declaraciones: más
de 1.200 millones de personas viven en la pobreza extrema; once
millones de niños mueren cada año por enfermedades
que se pueden prevenir; las especies vegetales y animales siguen
desapareciendo a un ritmo sin precedentes por la acción del
hombre, a lo que se suman los efectos del cambio climático;
persisten las desigualdades de género, limitando la plena
participación de las mujeres en la sociedad y en la economía;
más de cien millones de niños siguen sin ser escolarizados;
la ayuda internacional a los países pobres apenas representa
un 0,25% del pib de los países donantes, lo que está
muy lejos del objetivo del 0,7% fijado por las Naciones Unidas [...].
En su conjunto, de un modo o de otro, problemas a los que la educación
siempre ha tratado de aportar algún tipo de respuesta, apelando
a la toma de conciencia, al fomento de los valores cívicos,
a la formación en distintas competencias, al cambio de actitudes,
etc., con denominaciones dispares dentro y fuera de las instituciones
escolares: Educación para la Paz, Educación para el
Desarrollo, Educación Democrática, Educación
Intercultural [...]. También entre ellas la ea, sobre todo
a partir de los primeros años de la década de los
setenta del pasado siglo.
En la nueva fase que proclama la onu, aquella ea parece que debe
dejar paso a esta eds, aceptando la versión de la unesco
(2004) de que son «dos disciplinas distintas», dando
por hecho un tránsito sobre el que ni se ha reflexionado
lo suficiente, ni se han expuesto con claridad las razones que lo
motivan, más allá de los argumentos genéricos
–en muchos casos tópicos por reiterados– que
observan la educación como un factor decisivo de los procesos
de desarrollo en cualquiera de sus perfiles (infraestructural, económico,
cultural, etc.), especialmente en aquellos que apelan a la sustentabilidad.
En lo que sigue pretendemos realizar una breve aproximación
genealógica a propósito de este tránsito, aunque
al hacerlo confesemos que no es nuestra intención cuestionar
ninguna «educación para», siempre y
cuando sus planteamientos declarados sean honestos tanto desde el
punto de vista ético como desde las perspectivas pedagógica
e ideológica. Y la eds, de entrada y por lo que reúne
de consenso internacional, lo es. Al fin y al cabo, toda educación
existe para algo; y más vale que lo sea tomando
como referencia valores más o menos universales (por ejemplo,
el derecho al desarrollo o a la sostenibilidad), que lo haga remitiéndose
a ambiguos juegos de palabras, lo que no disminuye nuestras dudas
acerca de qué hay realmente de distinto, de nuevo o de diferente
en el discurso –y no digamos en la práctica–
de la eds en relación con la ea, de igual modo que tampoco
tenemos claro cuáles son los sentidos práctico, teórico
y sociopolítico que animan a crear una «nueva»
educación y un «nuevo» marco discursivo que la
justifique. Además, sospechamos que este relativo desconcierto
no es sólo nuestro, pues no es raro encontrar textos o discursos
muy sugerentes y bien construidos que comienzan hablando de ea,
y terminan haciéndolo de eds (Puyol, 2003).
Ahora bien, puede ser que, en el fondo, estemos ante otra vuelta
de tuerca en los modos de imaginar y de poner a prueba la naturaleza
política de la educación, a fuerza de observarla como
un instrumento estratégico de los cambios socioculturales
y económicos que se producen en nuestras sociedades, tal
como se deduce del capítulo 36 de la Agenda 21, dedicado
a la educación. La cuestión, para expresarla con cierta
contundencia, acaba remitiéndonos a una compleja combinación
de conceptos y de prácticas, en cuyo interior la pertinencia
o no de la eds no puede dirimirse sin desvelar los profundos significados
del desarrollo, de la sostenibilidad, o de lo que en algunos círculos
se considera que debe ser una educación cuya finalidad explícita
o implícita sea conformar una «nueva cultura ambiental».
2. Entre el insostenible curso del desarrollo y
el leve concurso de la Educación Ambiental
El desarrollo, como tantas otras expresiones que sirven para denominar
las realidades de la vida humana, a la que se describe y se interpreta
en sus múltiples trayectorias civilizatorias, forma parte
de una «constelación semántica increíblemente
poderosa» (Esteva, 2000, p. 71), a la que han ido agregándose
intereses muy dispares en los quehaceres sociopolítico y
económico que rigen los destinos de nuestras sociedades,
sobre todo a raíz de las rebeliones y de las revoluciones
que originan –y al tiempo cuestionan– lo que hemos dado
en llamar Estados modernos.
De hecho, muy poco o casi nada de lo que nos afecta como personas
y como sociedad, nos guste o no, se sitúa en los márgenes
del desarrollo y de sus indicadores más visibles, mostrando
una gran versatilidad para analizar y/o para promover fenómenos
tan dispares como las metamorfosis del capitalismo, la lucha de
los países del tercer mundo por la descolonización,
la búsqueda de nuevos equilibrios en las relaciones Norte-Sur;
o el surgimiento y la consolidación de los mercados transnacionales,
los cambios culturales, las evoluciones demográficas y sus
impactos en la ordenación del territorio; o la compleja y
nunca del todo concretada aspiración de las comunidades a
una convivencia sostenida por los principios democráticos,
por la equidad y por la sustentabilidad. O, al menos, eso parece
desde que el protagonismo de distintos organismos y de determinadas
iniciativas –entre los que ocupa un lugar destacado el Programa
de las Naciones Unidas para el Desarrollo, creado en 1965 y con
sede en Nueva York– manifiestan su inquietud por el logro
de una mayor gobernabilidad democrática en todos los países,
por reducir la pobreza y sus efectos excluyentes, y por aportar
soluciones a los graves problemas socioambientales que desde hace
décadas amenazan la supervivencia del Planeta.
Así concluyó el siglo xx. Y así se inició
el tercer milenio de nuestra era, al que muchos insisten en observar
como una nueva época. O, si se prefiere, como un
tiempo histórico abierto a un sinfín de contradicciones
y de incertidumbres, cuyas complejidades es preciso explorar y repensar
aprovechando los conocimientos y las modalidades del pensamiento
que anidan en un cierto «regreso a la razón»,
que diría Toulmin (2003): aquella que, frente al caos y a
la brutalidad del pasado, imagina futuros más inteligentes
y compasivos, obligando a intensificar los esfuerzos a favor de
la paz, de la cohesión social, de la comprensión mutua
o del diálogo intercultural, por muy difícil que resulte
prever a dónde nos llevarán sus respectivos itinerarios.
Y que, a pesar de las decisiones y de las actuaciones que día
a día contrarían sus legítimas expectativas,
todavía abriga esperanzas de que, local y globalmente, se
hagan efectivos los compromisos con «los sectores más
pobres y desvalidos de la tierra, y consigo mismos», a tenor
de lo que se declaró y se aprobó en la Cumbre del
Milenio convocada por las Naciones Unidas en septiembre del año
2000, formalizando las políticas de Ayuda y de Cooperación
al Desarrollo en un documento programático que identifica
ocho grandes Objetivos de Desarrollo del Milenio (odm),
y que se traduce en dieciocho metas y en cuatro decenas largas de
indicadores, cuyo seguimiento y evaluación tienen como horizonte
el año 2015.
No sin matices, para llegar a formular estos Objetivos se partía
de un diagnóstico ampliamente compartido por la comunidad
internacional: de un lado, la constatación de que los modelos
político-sociales y económicos adoptados hasta el
momento –en las distintas escalas que gradúan el desarrollo
a nivel mundial y en cada país– no responden de manera
satisfactoria a las urgencias y a las necesidades derivadas de la
crisis socioambiental que nos afecta, ni en el alcance ni en los
ritmos con los que deben afrontarse sus riesgos; de otro, la creciente
demanda de cambios profundos en los modos de vivir en sociedad,
no sólo por lo que supone tomar conciencia de las limitaciones
del Planeta, sino también por la adopción de actitudes,
de comportamientos y de pautas acordes con «otros» estilos
de desarrollo, de los que con mayor o menor énfasis se proclama
que su viabilidad económica y ecológica ha de ser
sustentable o sostenible. Esto es: un desarrollo que no ignora sino
que acentúa la importancia de satisfacer las necesidades
humanas de las generaciones del presente, sin comprometer la capacidad
de las generaciones del futuro para satisfacer sus propias necesidades;
pero que, al tiempo, incide en la imposibilidad de un crecimiento
sin límites, irreconciliable con el mantenimiento y con la
renovación de los recursos que hacen posible la biodiversidad.
Para Rivas (1997, p. 51), de este modo quedaría comprendido
que el desarrollo sostenible nos remite a «un proceso de cambio
continuo, en el que la utilización de los recursos, la orientación
de la evolución tecnológica y la modificación
de las instituciones, están acordes con el potencial actual
y futuro de las necesidades humanas».
En un escenario en el que todo o casi todo puede ser desarrollo
–y, aunque nunca se haya reconocido en sus justos términos,
carencia de él–, también todo o casi todo ha
pasado a ser educación, cultura o ambiente. Ya sea en sus
formas cada vez más abiertas a una visión compleja,
comprehensiva y holística de las prácticas educativas
y culturales, así como de las realidades ambientales; ya
sea en sus expresiones más simbólicas y subjetivas,
en las que las vivencias y la experiencia humana son cada vez más
inseparables de las percepciones y de las representaciones que las
personas construyen acerca de sus aprendizajes, de su identidad-diversidad
cultural, o de los contornos físicos y sociales en los que
inscribe su quehacer cotidiano.
De ahí que, con toda probabilidad, nunca como hoy tengamos
una perspectiva tan extensa de los modos de educar y de educarse
en sociedad (es decir, de la educación); de las maneras de
hacer cultura en sus vertientes creativa, expresiva, patrimonial,
difusiva, etc.; o del medio ambiente y sus componentes bióticos,
abióticos y comportamentales. Con todo, de ahí
también el uso –y con frecuencia el abuso– de
una terminología que cesa de combinar palabras con las que
definir procesos, orientar significados, renovar desafíos
o ajustar contenidos que aporten una lectura que sea mucho más
congruente en sus propuestas y en sus prácticas.
Con antecedentes y con trayectorias que están muy lejos
de ser comparables, en esta línea de flotación cabe
situar históricamente a la ea, al desarrollo sostenible o
a la Cultura Ambiental; tres pilares de un tronco común,
que, con la llegada del siglo xxi, han ido encontrando acomodo en
los variados itinerarios pedagógicos a los que da lugar el
decenio de la eds (entre el 1 de enero de 2005 y el 31 de diciembre
de 2014), o a las estrategias en favor de una cultura y de una educación
para la sostenibilidad. Compartiendo finalidades, destinatarios
y metodologías, insisten en hacer un llamamiento educativo
y cultural a la sociedad para cambiar tendencias y valores que inciden
en el bienestar de todos los seres humanos, en la integración
sistémica de los problemas sociales y ambientales en un mismo
proceso de reflexión-acción, y en la creación
de una cultura ambiental que reconcilie a los individuos y a la
sociedad tanto con la Naturaleza como entre ellos mismos. La eds,
tal como se refleja en los documentos de la unesco (2004) –órgano
de la promoción del Decenio y de los proyectos que se emprendan
en el plano internacional–, se concibe como un concepto dinámico
que debe «poner en valor todos los aspectos de la toma de
conciencia del público, de la educación y de la formación,
para dar a conocer o para hacer comprender mejor los lazos existentes
entre los problemas relacionados con el desarrollo sostenible, y
para hacer progresar los conocimientos, las capacidades, los modos
de pensamiento y los valores, de manera que se puedan dar a cada
quien, cualquiera que sea su edad, los medios de asumir la responsabilidad
de crear un futuro viable y de aprovecharlo».
Aunque fuesen otros los pretextos, tal como se ha reivindicado
desde diferentes colectivos y experiencias de renovación
pedagógica, se trata de situar a la educación en los
caminos que conducen al cambio y a la transformación de las
realidades sociales, procurando más y mejores condiciones
de igualdad, de perdurabilidad y de responsabilidad de las personas
y de la sociedad en sus propios procesos de desarrollo, en espacios
y en tiempos que permitan una mayor convergencia entre lo cotidiano
y lo extraordinario, entre lo próximo y lo lejano, entre
lo comunitario y lo planetario. Aun en sus balances más críticos,
tanto la ea como ciertas interpretaciones del desarrollo
sostenible están en esta onda. La primera, en congruencia
con su afán por activar una praxis pedagógica y social
problematizadora (y transformadora) del mundo, promoviendo una toma
de conciencia crítica y sensible respecto del medio ambiente,
de sus problemáticas y de los riesgos que comporta su deterioro
para el conjunto de la Humanidad, así como para la diversidad
y la calidad de la vida; el segundo, por lo que conlleva de esperanza
depositada en un modelo de desarrollo del que se dice que debe combinar
e integrar diferentes características y dimensiones: económicas,
políticas, culturales, ecológicas, tecnológicas,
morales, demográficas, etc., que posibiliten formas de estar
y de ser en el mundo que estén acordes con «una vida
más digna para todas y cada una de las personas que en él
convivimos» (Martínez, 2003, p. 31). Una tarea para
la que –especialmente en los últimos años y
con amplias repercusiones en los discursos de la ea– no ha
dejado de reclamarse el concurso de una «nueva cultura ambiental»,
a menudo equiparada con la «cultura de la sostenibilidad».
Que no es lo mismo que entender que la dimensión cultural
conforma, junto con la Naturaleza, la «verdadera ecología
del hombre y de las sociedades» (Colom, 2003, pp. 65-67);
o que los cimientos culturales de la sociedad deben merecer nuestra
atención plena como fundamentos y como soportes de un desarrollo
sostenible.
3. Ante el problema, viejo y nuevo, de redefinir «ambientalmente»
la Cultura
Para evitar equívocos, diremos ya desde el principio que
la cultura ambiental no existe. Es verdad que se pueden utilizar
y se utilizan expresiones que apuntan hacia lo necesario que es
cultivar la cultura ambiental de la población, o
que se diagnostiquen determinados problemas (por ejemplo, los relacionados
con el consumo energético, con los incendios o con el tratamiento
de los residuos) asociando su existencia a la falta de una mayor
cultura ambiental. En ambos casos, al igual que en otros
que habitan el lenguaje político y pedagógico, no
dejan de ser procedimientos retóricos mediante los que se
comunica la necesidad de cambios importantes en nuestras formas
de percibir y de representar las relaciones que mantenemos con nuestro
entorno, de los modos de interactuar con él, y, en consecuencia,
de vivir.
En realidad la cultura ambiental no existe, porque toda cultura
es, en sí misma e ineludiblemente, ambiental. Desde una perspectiva
antropológica, toda cultura comporta una determinada forma
de valorar el medio y de establecer un abanico de prácticas
que buscan transformarlo y distribuir los recursos que ofrece (suelo,
agua, alimentos, aire, espacio, etc.). Más aún: cuando
se afirma o se reclama la necesidad de construir una nueva cultura
ambiental, se suele olvidar el pequeño detalle –es
un decir– de que esa nueva cultura ambiental sólo puede
ser, de hecho, una «nueva cultura», escrita ahora con
mayúscula, en el amplio y heterogéneo muestrario de
«todas» las culturas.
Las sociedades avanzadas, a las que es habitual conceptuar como
desarrolladas, industrializadas, postmodernas, tecnológicas,
del conocimiento, del ocio o del bienestar, son un buen ejemplo
de que esto es así. Cuando se trata de definir y de trasladar
a la población valores y hábitos relacionados con
el medio ambiente, aparecen, antes o después, contradicciones
estructurales difíciles de superar. Los valores pro-ambientales
y las prácticas sociales –individuales y colectivas–
coincidentes con esos valores, por lo general resultan ser refractarios
a lo que proclaman, dando lugar a contravalores o a situaciones
que caminan en otras direcciones. Sin ser la esfera de lo ambiental
la única en la que esto sucede, sin duda es una de las que
lo expresan de forma más rotunda, por ejemplo cuando hablamos
de sostenibilidad. Como se sabe, se trata de una expresión
que presupone el establecimiento de límites en el consumo
de recursos y en la producción de detritos; sin embargo y
en contraste, las dinámicas del mercado no sólo invitan
al crecimiento progresivo e ilimitado de los parámetros ligados
a la apropiación, a la transformación y al consumo
de bienes –que se relacionan de forma mecánica con
el bienestar de la población–, sino que entienden y
consideran que el crecimiento sostenido es esencial para el mantenimiento
del propio sistema.
Esta disfunción cultural se percibe en hechos tan contradictorios
con una cultura que aspira a ser sostenible como la utilización,
por ejemplo, de las tasas de generación de residuos domésticos
o del consumo de energía eléctrica per capita como
indicadores del nivel de desarrollo y de la calidad de vida de un
país o de una comunidad. La paradoja hace ver que una colectividad
que reduzca los residuos generados o la energía consumida
por persona, tenderá a ser vista por el mercado y por la
cultura que lo legitima y lo alimenta no como una señal de
mayor eficiencia y racionalidad en la administración de sus
recursos, sino como un síntoma de estancamiento o de recesión
económica. En la práctica, esta paradoja es la que
explica que el grueso de las campañas públicas relacionadas
con la generación y con la gestión de los residuos
domésticos se concentre en el adiestramiento de los ciudadanos,
para que estos aprendan a separarlos de manera adecuada en sus hogares,
olvidando los objetivos relacionados con la reutilización,
con la reducción, o, cuando menos, con la minimización
de su uso. Los comportamientos de selección, cuanto más
eficientes que sean tanto mejor, encajan del todo en la cultura
del consumo, e, incluso, sirven para nutrir a un sector empresarial
emergente que rentabiliza el retorno a las industrias de las fracciones
de residuos separadas, ahora reconvertidas –de nuevo–
en materias primas. Desde el punto de vista de los ciudadanos, estos
programas ofrecen la oportunidad de «sentirse» coherentes
y responsables con la sostenibilidad, liberando la tensión
que genera la creciente inculpación sobre su participación
–mayor o menor– en el deterioro ambiental, del que llegan
a tener conciencia de su corresponsabilidad por acción
o por omisión.
El papel que se le otorga a la eds, o, en determinados enfoques
a la ea como instrumento de cambio esencialmente cultural o sociocultural,
adolece –como mínimo–, de ingenuidad sociológica
y política. Es una aproximación que olvida que la
cultura en nuestras sociedades, y, por efecto de la globalización,
prácticamente en todo el Planeta, está condicionada,
si no determinada, por las estructuras económicas, y, en
el presente, por una orientación neoliberal que se ha impuesto
y legitimado como «fin natural» de la historia de la
civilización humana. Por eso sorprende que en casi todos
los textos que reflexionan sobre la identidad teórica de
la eds, se reproduzca un triángulo equilátero en cuyos
vértices figuran los tres «ámbitos» o
«perspectivas» (unesco, 2004, pp. 17-19) sobre los que
pivota la eds: la sociedad –en algunos casos sustituida por
la cultura–, el ambiente y la economía, de los que
son ejemplos arquetípicos los proporcionados por Scoullos
(2004, pp. 20-21) o por Folladori (2002, p. 38). Otras veces, estos
ámbitos aparecen representados en clave de teoría
de conjuntos haciendo intersección entre sí, y dejando
en el centro común un espacio para el desarrollo sostenible.
Estas metáforas topológicas rememoran los intentos
de los filósofos clásicos por asociar las formas geométricas
con las formas sociales y naturales, como vías para descubrir
una teoría universal aplicable a todos los órdenes
de la realidad.
El problema principal de esta representación es que sitúa
en un mismo nivel, sin jerarquizar, a las tres dimensiones, cuando
lo cierto es que la economía –especialmente la de mercado–,
se entiende en la práctica como una variable independiente.
El libro de estilo de la unesco para el decenio de la eds recoge
de manera implícita esta lectura distorsionada: «la
economía global de mercado en su forma actual –dice–
no protege el medio ambiente y no beneficia a la mitad de la población
mundial», y añade que «un cambio básico
es la creación de sistemas de gobernanza global que armonicen
el mercado de forma más efectiva con la protección
ambiental y con el objetivo de la equidad» (unesco, 2004,
pp. 19-20). Para entender mejor lo que queremos decir, las medidas
en las que se concreta esta «armonización» serían,
según el mismo texto, el desarrollo de tecnologías
que incrementen la eficiencia energética, el uso de energías
renovables, el reciclado, y la reducción de residuos. Y también,
cómo no, la influencia de la educación en los «patrones
de la oferta y de la demanda».
De esta forma, ante un problema que se enuncia como político
o sociopolítico, se responde con cambios que inciden en aspectos
realmente tangenciales y subsidiarios; la inserción de medidas
correctoras de carácter técnico o cultural para minimizar
el impacto del mercado en los procesos de apropiación, de
transformación y de distribución de los recursos naturales,
no cuestiona la lógica social y política de la economía
de mercado, que permanece inalterable. El mismo concepto de «gobernanza»,
utilizado con profusión en la literatura de la eds, sugiere
una manera tecnocrática de concebir la política –casi
como una ingeniería social–, reduciéndola a
una práctica más o menos pautada y negociada de regular
la vida de las personas a escala comunitaria, mientras que en la
sociedad global el mercado y los agentes que lo dominan –ligados
al capital– son quienes establecen las reglas del juego en
la esfera económica y más allá de ella. La
pérdida de soberanía por parte de los Estados y la
crisis de las organizaciones intergubernamentales, la desregulación
de la economía –que neutraliza los intentos de sobre-regulación
de las políticas ambientales–, los procesos de deslocalización
y la pérdida de poder de los agentes sociales contra-hegemónicos
(sindicatos, partidos políticos de izquierdas, ONG, movimientos
ciudadanos, etc.), y la creación de una «cultura de
mercado» cada vez más globalizada y homogénea,
son algunos de los indicadores o algunos de los síntomas
del peso estructural de esta economía liberalizada en la
definición de la crisis socioecológica y en la construcción
de sus representaciones. No resulta difícil entender el papel
de la eds en este marco: facilitar el deseado cambio tecnológico,
«educar» al individuo –más productor y
más consumidor que ciudadano– para que se comporte
con racionalidad en los márgenes del mercado –las asociaciones
ecologistas, ingenuamente, ya realizan campañas para enseñar
a leer las «etiquetas energéticas» en los electrodomésticos–,
y para recrear una cultura ambiental que sirva a las expectativas
y a los intereses comerciales. Situados en este punto, quizás
en algún momento se tenga que explicar por qué, a
pesar de ser capaces de identificar los problemas ambientales y
sus causas, su evolución y la de la humanidad es cada vez
más incierta.
4. La tarea, ahora también, de una Educación
que debe seguir siendo «Ambiental»
Tenemos el derecho y el deber de cambiar el mundo para que mejore,
procurando que sea menos injusto y más humano. Un desafío
para el que, entre otros muchos educadores, Paulo Freire (2000),
en su obra póstuma Pedagogia da indignação:
cartas pedagógicas e outros escritos, reivindicaba el
importante, inaplazable e intransferible quehacer de una educación
comprometida con la transformación social; un logro para
el que Freire enfatizaba la necesidad de comprender tanto sus dificultades
como sus posibilidades, y las opciones que brinda una pedagogía
crítica. Lo que equivale a decir una práctica social
y educativa que, además de humanizar de forma radical la
educación, habilite la reflexión y la construcción
de una nueva comprensión del mundo. Como se sabe, ya desde
sus primeros documentos programáticos, estas fueron metas
que la ea, junto a «otras educaciones», quisieron hacer
suyas.
Por experiencia y por vivencia histórica, somos conscientes
de que estamos muy lejos de que esto sea así: ni la educación
ha sido capaz de adecuar sus prácticas a propósitos
y a logros coincidentes con tales intenciones, ni las realidades
del mundo son tan acogedoras como necesitamos y como deseamos. De
ahí tal vez la búsqueda –antes y ahora inconclusa–
de una mejor educación y de un mejor desarrollo, vinculando
ambas expresiones a una trayectoria común. La primera, como
palabra matriz de un repertorio diversificado de opciones para educar
a favor de (la paz, la igualdad de género, la interculturalidad,
la democracia, la ciudadanía, etc.). El segundo, como un
modo de acotar las ansias de un cambio social de verdad, esto es:
radical y profundo, intenso y extenso en cada comunidad y en el
orden internacional [...], situando el ambiente y sus problemas
conexos en un primer plano. De ahí la emergencia de la ea,
y, con ella, el cuestionamiento del simple «educar para desarrollarse»
sin precisar el qué, el cómo y el para qué
de este desarrollo.
De acuerdo con dicha línea, y aun admitiendo las controversias
existentes acerca de los modelos de desarrollo vigentes o propuestos,
incluidos aquellos que están en la onda de la sostenibilidad,
todo indica que la educación y los procesos educativos desempeñan
un rol destacable en su conformación como realidades o como
alternativas de la sociedad conocida. Su caracterización
como una práctica social mediante la que se pretenden satisfacer
diferentes necesidades individuales y colectivas (socialización,
adaptación, integración, transformación, etc.),
obliga a asimilar sus metas y sus realizaciones con una mejora progresiva
del bienestar de las personas, de modo que, como ya apuntara Martin
Carnoy (1990, pp. 97-98), «el proceso de desarrollo mismo
es educación [hasta el punto] de que la educación
es una parte orgánica del proceso de desarrollo». Baste
tener en cuenta que la formación de las personas es indisociable
de cualquier preocupación por su futuro, tanto el de los
individuos considerados como tales como el de la sociedad.
En estas coordenadas de pasado y de futuro, la ea debe salir al
encuentro del desarrollo sostenible reivindicando un espacio propio:
como una práctica educativa con vocación crítica,
estratégica y coherente, con alternativas que renueven el
pensamiento y la acción humana, construyendo hasta donde
sea factible y de-construyendo hasta donde sea necesario la controvertida
y ambigua, y aún así poderosa semántica que
tiene su epicentro en la palabra «desarrollo», sobre
todo en sus versiones economicistas, mercantiles e ideológicamente
post o neo liberales.
La complejidad y el alcance global de los problemas ecológicos,
unidos a la mundialización del espacio económico y
a la homogeneización de las pautas culturales, así
lo requieren. Lo anticipamos hace años (Caride y Meira, 2001,
pp. 222-223), cuando reclamábamos que «la práctica
crítica de la ea debe actuar problematizando las realidades
ambientales, desvelando las contradicciones y los conflictos –de
valores, intereses, poderes, racionalidades, etc.– implícitos
en la génesis social de la crisis ambiental», y, con
ella, cabe añadir, la de los estilos de desarrollo que la
desencadenaron. Añadíamos que enfrentar la visión
hegemónica de la estabilidad y del consenso a la que parece
tender la eds al identificar la economía con el mercado,
requiere que los educadores abandonen las posiciones neutrales,
adoptando compromisos críticos en el análisis de las
crisis ambientales y de las diferentes vías que permitan
afrontarlas.
En este territorio de palabras y de hechos, la ea, con sus limitaciones
y sin que muchos lo hayan querido ver así, nunca ha dejado
de posicionarse como una práctica pedagógica y social
contrahegemónica –y, tal vez por ello, del todo necesaria–,
orientada a un mejor desarrollo de la Humanidad. Una expectativa
a la que la eds apenas aporta novedades. En tal sentido, es suficiente
con contrastar los documentos emanados de distintas Declaraciones
(Belgrado, 1975; Tbilisi, 1977; Moscú, 1987) a favor de la
ea, con el patrocinio de la unesco o del Programa de las Naciones
Unidas para el Medio Ambiente.
Puede ser que mirar al pasado a estas alturas de los acontecimientos
y de las disputas que se han iniciado en torno a la ea versus
la eds ayude a entender que hoy, como ayer, la ea tiene sentido,
aunque sea para prestar –donde así se requiera–
«servicios» que otras educaciones no podrán hacer
a la eds. En fin: recrear una nueva cultura ambiental que refleje
los valores de sostenibilidad y de equidad, significará,
desde la educación y desde otras prácticas sociales,
recrear una «nueva sociedad», con todas las culturas
en las que se expresa su diversidad.
BIBLIOGRAFÍA
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[consulta: sep. 2004].
Nota:
* Departamento de Teoría
e Historia de la Educación, Facultad de Ciencias de la Educación,
Universidad de Santiago de Compostela, España.
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