Conocer, manejar, valorar, participar: los fines de una educación
para la ciudadanía
Mariano Martín Gordillo *
Un principio del arte de la educación, que en particular debían
tener presente los hombres que hacen sus planes, es que no se debe educar a los
niños conforme al presente, sino conforme a un estado mejor, posible en
lo futuro, de la especie humana; es decir, conforme a la idea de humanidad y
de su completo destino. Este principio es de la mayor importancia. Los padres,
en general, no educan a sus hijos más que en vista del mundo presente,
aunque esté muy corrompido. Deberían, por el contrario, educarles
para que más tarde pudiera producirse un estado mejor.
I. Kant, «Introducción», Pedagogía.
Síntesis: La idea de una educación para la
ciudadanía ha puesto de actualidad la reflexión sobre
los fines de la educación. Las inercias cotidianas de los
sistemas educativos pueden hacer creer que la educación se
reduce simplemente a la enseñanza. Sin embargo, educar es
más que instruir. Educar es humanizar y, por tanto, la definición
de los fines de la educación depende en gran medida de la
concepción que se defienda sobre el ser humano. Una educación
integral habrá de tener en cuenta de forma equilibrada las
distintas dimensiones humanas y los diferentes ámbitos en
los que es posible y deseable educar a las personas. Cuatro infinitivos,
irreductiblemente humanos, podrían ser útiles para
identificar algunas finalidades sustantivas de la acción
educativa: conocer, manejar, valorar y participar.
Educar para conocer supone recuperar la relevancia no instrumental
del conocimiento como finalidad genuina de la actividad educativa.
Educar para manejar implica dar la necesaria centralidad al aprendizaje
de la interacción y gobierno de la técnica en el ámbito
educativo. Educar para valorar significa reconocer la importancia
de lo axiológico en la formación del individuo, favoreciendo
el desarrollo del juicio moral y del juicio estético. Educar
para participar implica propiciar escenarios en los que sea posible
aprender a tomar parte en las decisiones que comporta la vida social.
Conocer, manejar, valorar y participar pueden ser, por tanto, cuatro
finalidades relevantes para orientar acciones educativas encaminadas
a hacer posible una educación para la ciudadanía en
el siglo xxi.
Síntese: A idéia de uma educação
para a cidadania pôs de atualidade a reflexão sobre
os fins da educação. A inércia cotidiana dos
sistemas educativos pode nos levar a pensar que a educação
reduz-se simplesmente ao ensino. No entanto, educar é mais
do que instruir. Educar é humanizar, e, portanto, a definição
dos fins da educação depende em grande medida da concepção
que se tenha sobre o ser humano. Uma educação integral
terá de levar em consideração, de forma equilibrada,
as diferentes dimensões humanas e os diferentes âmbitos
nos quais seja possível e desejável educar as pessoas.
Quatro infinitivos, irredutivelmente humanos, poderiam ser úteis
para identificar algumas finalidades substantivas da ação
educativa: conhecer, manejar, valorizar e participar.
Educar para conhecer supõe recuperar a relevância
não instrumental do conhecimento como finalidade genuína
da atividade educativa. Educar para manejar implica dar a necessária
centralidade à aprendizagem da interação e
governo da técnica no âmbito educativo. Educar para
valorizar significa reconhecer a importância do axiológico
na formação do indivíduo, favorecendo o desenvolvimento
do juízo moral e do juízo estético. Educar
para participar implica propiciar cenários em que seja possível
aprender a fazer parte das decisões que comporta a vida social.
Conhecer, manejar, valorizar e participar podem ser, por tanto,
quatro finalidades relevantes que orientem ações educativas
encaminhadas a tornar possível uma educação
para a cidadania no século xxi.
1. Introducción
No son menos válidas las palabras de Kant a comienzos del
siglo xxi de lo que lo eran en los albores del siglo xix. En efecto,
los proyectos educativos se siguen debatiendo entre la necesidad
de adaptar a los individuos a las demandas del presente y el anhelo
de promover una nueva ciudadanía para un futuro mejor. Es
la tensión entre la inercia y el progreso, entre el presente
y el futuro. Una pugna que tiene en los sistemas educativos uno
de sus escenarios más importantes.
La reivindicación kantiana de que los planes educativos
no sólo cuenten con lo que es sino también con lo
que debiera ser, no sólo respondan a lo real sino también
a lo posible y a lo deseable, sigue estando de actualidad en unos
tiempos en los que la educación para la ciudadanía
ocupa un lugar destacado en las agendas de política educativa.
Pero, ¿cómo definir ese deber ser de la educación?
¿Hacia dónde orientar una acción educativa
que, superando las inercias del pasado, abra nuevas posibilidades
de futuro para nuestros sistemas educativos? Según Kant la
respuesta estaba clara: la educación no debiera ser otra
cosa que humanización. Recuperar ese horizonte ilustrado
de la idea de humanidad, como referente utópico que oriente
la acción educativa, no parece hoy menos importante que hace
dos siglos. Si educar es humanizar, la cuestión de los fines
de la educación remite a la definición de los perfiles
de esa humanidad a la que se aspira. El problema sigue siendo, por
tanto, hacer real en las aulas una formación integral del
ser humano, propiciar desde ellas un tipo de ciudadanía que
responda a los ideales ilustrados en los que la libertad individual
y la integración social son solidarias con las ideas de felicidad
y de convivencia.
Sin duda, se trata de cuestiones clásicas, pero también
de la mayor actualidad. En ellas se plantean dilemas de gran calado
teórico, pero también muy prácticos. ¿Como
debería ser ese ser humano a cuya educación se aspira?
¿Cuáles son las diversas dimensiones humanas que debieran
ser consideradas al diseñar las acciones educativas? La respuesta
no es sencilla. Para intentar esbozarla, quizá pueda ser
útil una breve reflexión sobre cuatro infinitivos
específicamente relacionados con la condición humana,
cuatro infinitivos que pueden tener cierta relevancia para definir
los fines de la acción educativa: conocer, manejar, valorar
y participar.
2. Educar para conocer
Que la educación tiene en la transmisión de los saberes
a las nuevas generaciones uno de sus fines principales es algo obvio.
Hay buenas razones para defender que la educación debe propiciar
la adquisición de conocimientos. La idea de humanización
ha de incluir necesariamente la dimensión cognoscitiva como
definitoria de nuestra especie. Somos homo sapiens. O mejor
dicho, llegamos a ser homo sapiens si nos educamos, si aprendemos
a conocer. Porque conocer forma parte de la esencia del ser humano.
La memoria (pero también el razonamiento), la información
(pero también la sabiduría) y la experimentación
(pero también la reflexión), son elementos centrales
de esta dimensión cognoscitiva que necesariamente ha de estar
presente en el ámbito educativo.
Seguramente la extensión de los saberes es el aspecto del
proyecto ilustrado que más éxito ha tenido en los
entornos educativos. Los conocimientos ocupan un lugar central en
los currículos escolares. Incluso, en cierta medida, la idea
de educación se ha acabado reduciendo a la de enseñanza
y ésta a la de una instrucción centrada en los conocimientos.
La confianza en el papel liberador de los saberes ha llevado a que
éstos hayan llegado casi a monopolizar los tiempos y los
espacios escolares. La disciplina de las disciplinas acota lo que
se debe hacer en las aulas y casi define el horizonte de lo que
se puede hacer en ellas, privilegiando lo epistémico sobre
cualesquiera otras dimensiones educativas. Dime qué evalúas
y te diré qué enseñas. El resultado es fácil
de adivinar: a lo que más valor se asigna en la evaluación
es a lo epistémico, por tanto, no es difícil suponer
que los saberes siguen siendo los contenidos considerados como más
valiosos en los currículos escolares efectivos.
Sin embargo, si conocer puede presentarse, de alguna forma, como
una finalidad nueva en la acción educativa es porque se puede
redefinir su lugar en los sistemas educativos y porque se puede
revisar su sentido y su justificación. Conocer es una finalidad
clave de la acción educativa. Pero no debemos seguir presos
del espejismo de su ubicuidad. La primacía de lo especulativo
en la educación viene de lejos, quizá de Platón.
Los saberes son especialmente propicios para llenar lo escolar.
Pero la educación puede y debe ser mucho más que la
transmisión de conocimientos. Con ser esto importante, no
es lo único importante. Humanizar no es sólo instruir.
Se puede (y se debe) aprender más cosas que conocimientos.
Aprender a conocer es esencial para el ser humano, pero este aprendizaje
no tiene un valor superior al de los tres infinitivos restantes.
O al menos no lo tiene si se apuesta por una definición no
reduccionista de lo humano y, por tanto, de la educación.
Además de asumir que conocer es una parte importante de
la educación, pero no la única posible ni la única
deseable, cabe replantear también el sentido y la justificación
de este fin educativo. Frecuentemente, la respuesta a la pregunta
del alumno sobre el valor de los conocimientos que aprende se sitúa
en un futuro práctico que da sentido al saber teórico
que tiene que adquirir en el presente. Aunque no le gusten, debe
aprender hoy conocimientos porque le serán útiles
mañana. Se supone que el futuro le enseñará
para qué servía aprender esas cosas cuyo valor no
alcanza a comprender ese alumno inquisitivo. Sin embargo, las más
de las veces lo que ocurre en el futuro es que el adulto deja de
hacerse esas preguntas rebeldes propias de la infancia y la juventud.
Parece, por tanto, que la principal justificación del conocimiento
escolar estuviera en su utilidad instrumental. Se ha acabado por
aceptar que el valor de uso del conocimiento escolar (para saber
y disfrutar) debiera quedar supeditado a su valor de cambio (para
aprobar y pasar de curso).
Pero conocer, como finalidad educativa, supone sin embargo, recuperar
el genuino origen que dio sentido a toda empresa intelectual. La
amistad con la sabiduría de los primeros filósofos
(filo-sofos) nació de la felicidad que les produjo
el asombro y la indagación sobre la naturaleza y la condición
humana. Educar para conocer debiera ser también educar para
desear conocer. Recuperar el placer de descubrir y aprender es vital
en el ámbito educativo. Las inercias del predominio de lo
epistémico en los espacios y los tiempos escolares han hecho
que la experiencia de aprender saberes acabe siendo sólo
un medio para un fin ignoto que se sitúa en un futuro perfecto
pero vitalmente lejano. Sin embargo, el placer de conocer ha de
ser un motivo de felicidad en el presente continuo. Recuperar esta
dimensión no instrumental del conocimiento supone dar una
nueva justificación y un nuevo sentido a esta primera finalidad
educativa. Es importante aprender conocimientos, pero este aprendizaje
quedará desprovisto de sentido si no se asume que conocer
es, principalmente, un fin en si mismo. Conocer es un fin educativo
diferenciado porque permite obtener recompensas inmediatas en el
disfrute de un entorno que, por el saber, se va haciendo cada vez
más inteligible y más interesante. Porque es propio
de los seres humanos disfrutar conociendo es por lo que tiene pleno
sentido educar para conocer.
3. Educar para manejar
Manejar es un verbo hermosamente polisémico en nuestra
lengua. Deriva del latín, manus, mano. A ella se refiere
en su primera acepción: usar algo con las manos. Manejar
significa también «gobernar», «dirigir».
En América es sinónimo de conducir, de guiar un automóvil.
Manejarse es también «desenvolverse con habilidad
en los asuntos diarios».
La riqueza semántica de esta palabra y los progresivos matices
de sus distintas acepciones expresa y repasa el sentido más
esencial de la relación entre la técnica y el ser
humano. Desde el uso de la mano para el manejo de herramientas por
aquel primitivo del que hablara Ortega al referirse a la técnica
del azar, hasta la conducción del automóvil por el
ser humano contemporáneo, la idea de manejar está
íntimamente relacionada con la técnica y con lo que
ella supone en nuestras vidas.
Con la técnica manejamos el mundo. Es necesario saber manejar
distintos artefactos técnicos para poder desenvolvernos con
una mínima destreza en la vida. Por eso, manejar no es menos
propio de la condición humana que conocer. Incluso, seguramente
es anterior. La mano se hizo hábil antes de que el cerebro
se hiciera sabio. Fuimos primero homo faber y sólo
después homo sapiens. Aún hoy nos definimos
por lo que hacemos y no sólo por lo que pensamos. Conocer
y manejar son, así, dimensiones irreductibles de la condición
humana.
Por tanto, una consideración integral del ser humano no
puede prescindir de su dimensión técnica, de su esencial
relación con el manejar. Por eso este segundo infinitivo
tiene una relevancia educativa no menor que el primero. Sin embargo,
el predominio de lo especulativo y de lo epistémico en el
ámbito educativo apenas ha dejado sitio para los aprendizajes
técnicos en la escuela. Pareciera que lo propio del manejo
ha de ser necesariamente extraescolar. Desde manejar las herramientas
domésticas (sea cocinando o haciendo bricolaje) hasta conducir
automóviles, son muchas las actividades técnicas de
la vida adulta que consideramos imprescindibles pero que no las
hemos aprendido en las instituciones educativas. La técnica
y su aprendizaje ha estado principalmente en los aledaños
de lo escolar, ha sido habitualmente extraescolar o educativamente
marginal. La procedencia de muchas técnicas (del ámbito
familiar y doméstico en el caso de las asociadas a labores
tradicionalmente femeninas), su supuesta menor dignidad (especialmente
los oficios artesanos e industriales frente a las profesiones de
mayor prestigio académico) o incluso su relación con
lo lúdico (las técnicas como habilidades propias del
ocio y no del negocio), han hecho que, en términos generales,
aprender a manejar no haya encontrado acomodo en los tiempos y en
los espacios escolares.
Sólo ahora, con el intenso desarrollo de las nuevas tecnologías
de la información y la comunicación, parece evidente
que aprender a manejar los nuevos entornos digitales es algo que
no puede ser ajeno a la escuela. Precisamente son estas nuevas tecnologías,
cuya alfabetización no necesita de la instrucción
escolar en el sentido en que lo requería aprender a leer
y a escribir, las que han hecho ver que lo propio del manejar es
esencial en la formación del ser humano y que una educación
verdaderamente integral, no puede darle la espalda.
Aprender a manejar y a manejarse debiera ser, por tanto, una finalidad
sustantiva del tiempo escolar. En la escuela hay que aprender a
hacer y no sólo aprender a conocer. Aprender a manejar los
artefactos que nos rodean, aprender a manejarse con completa autonomía
en el hogar, en la ciudad, en la carretera y en las redes telemáticas
son aspectos que deberían ser sustantivos en la educación
y que no pueden reducirse a conocimientos. Aprender a manejar una
herramienta, una cocina, un automóvil o un ordenador no se
consigue sólo conociendo sus fundamentos teóricos.
Aprender a cocinar, a conducir o a teclear no es lo mismo que adquirir
conocimientos sobre química, mecánica o circuitos
integrados. Se trata de habilidades que sólo se adquieren
en entornos en los que su práctica sea posible. Hasta ahora
esos entornos pocas veces han sido escolares. Así, muchas
veces el aprendizaje de las destrezas relacionadas con el manejo
técnico ha reproducido las formas de socialización
más tradicionales y también más injustas. Una
prueba de ello es que los artefactos domésticos han seguido
siendo de uso predominantemente femenino, mientras que las máquinas
de los espacios públicos se han asociado con valores principalmente
masculinos.
La marginalidad del aprendizaje técnico en las instituciones
educativas ha hecho que no se haya podido beneficiar de muchos componentes
educativos primordiales. La seguridad (en el tráfico, en
el trabajo), la eficiencia (energética y ambiental) o la
equidad (en el acceso a las tecnologías) son valores que
sólo pueden favorecerse cuando la educación para manejar
se halla próxima a la educación para valorar y eso
es algo que sucede más fácilmente cuando ambas se
llevan a cabo en los entornos escolares. Manejar es, por tanto,
una dimensión esencialmente humana que favorece la libertad
individual y la inserción en un mundo técnicamente
complejo. Dos condiciones necesarias para la felicidad. Por ello,
quizá educar para manejar debería ser también
una de las finalidades educativas principales.
4. Educar para valorar
Conocer y manejar definen dos dimensiones específicas del
ser humano, pero no son las únicas. Se puede ser inteligente
y tener destreza en el manejo de artefactos, pero de esas virtudes
puede hacerse un uso digno y deseable o mezquino y despreciable.
Más allá de lo cognitivo y lo instrumental existe
una dimensión esencialmente humana no menos importante que
las dos anteriores. Se trata de lo axiológico, lo que tiene
que ver con la capacidad humana para valorar, para apreciar el valor
de las cosas y las acciones. Justamente, la que nos permite preferir
lo deseable de entre lo posible.
Aprender a valorar es tomar conciencia de que, además de
la verdad y la utilidad, existen los valores, los criterios que
nos permiten distinguir y elegir lo más bueno, lo más
bello y lo más justo. La dimensión valorativa de la
condición humana no es menos esencial que las competencias
cognitivas y técnicas. Nadie querría para sus hijos
la mayor sabiduría y la mayor destreza sin no van acompañadas
por la capacidad para valorar el mundo que les rodea. Apreciar una
obra de arte o un paisaje natural requiere haber desarrollado capacidades
para el juicio estético. Discernir lo que debemos hacer,
como algo diferente de lo que podemos hacer, requiere del desarrollo
del criterio moral. Valorar es, por tanto, asumir la existencia
de un ámbito intangible que nos permite ir más allá
de lo fáctico. Y es, seguramente, el descubrimiento de esa
dimensión de los valores lo que da sentido a la vida humana
y permite definir en ella proyectos orientados por la idea de felicidad.
Sin embargo, la educación axiológica, tanto en lo
moral como en lo estético, se ha considerado muchas veces
como algo ajeno a la escuela, algo previo a ella o posterior a ella,
una responsabilidad del entorno familiar y social. El hecho de que
la formación del juicio moral o estético haya podido
ser considerada, en ocasiones, como sinónimo del adoctrinamiento,
ha motivado que no sean pocos los que reclaman una escuela axiológicamente
neutral, comprometida sólo con el conocimiento y, si acaso,
con la formación técnica o profesional. Una escuela
en la que no tengan cabida los temas controvertidos de carácter
ético, estético o político. Esta prevención
se justifica porque, cuando han entrado en las aulas, los valores
no se han orientado siempre hacia la creación de espacios
públicos en los que sea posible la deliberación y
el aprendizaje de la naturaleza controvertida de los temas éticos
y estéticos. Por el contrario, la más de las veces,
cuando la escuela ha albergado valores ha hecho que unos predominen
sobre otros, que el aprendizaje de determinados planteamientos morales
o estéticos haya consistido en su imposición y en
la negación de otros alternativos. Esta forma de educar desde
determinados planteamientos valorativos ha supuesto una privatización
(real, pero también moral, estética y política)
del espacio de socialización y formación pública
que siempre debieran ser los entornos escolares.
Retomar en las instituciones educativas una intención expresa
en relación con la educación sobre valores supone
tomar distancia respecto de una educación desde determinados
valores. Educar desde valores no es otra cosa que utilizar a la
escuela para el adoctrinamiento moral o político de los individuos,
entendidos más como súbditos que como verdaderos ciudadanos.
Por el contrario, educar para valorar es algo bien distinto. Para
empezar, supone el reconocimiento de que las posiciones axiológicas
son plurales y que no tendría sentido una educación
que pretenda ir más allá de la enseñanza conceptual
y la instrucción procedimental, si es para insertar al alumno
en unas coordenadas axiológicas excluyentes.
Además de distanciarse de la educación desde valores,
la finalidad de educar para valorar tampoco debe identificarse con
la educación en valores tomados de un modo sustantivo. Los
valores no son susceptibles de aprendizaje del modo sustantivo del
mismo modo en que pueden serlo los conceptos. O no lo son si se
pretende evitar que se conviertan sólo en ideas venerables
pero que acaban siendo vacías. Aprender el significado de
la justicia, la libertad, la igualdad o cualesquiera otras referencias
valorativas no puede hacerse al margen de la discusión sobre
los dilemas en los que esas ideas se hallan problemáticamente
presentes. Tampoco se aprende de un modo sustantivo qué es
la belleza, la armonía o la provocación. Estas ideas
del ámbito estético tienen también en el juicio
crítico y en la discusión, su principal escenario.
Por eso, parece más adecuado hablar de educar para valorar
que de educación en valores o de educación desde valores.
Con la educación para valorar se trata de promover el desarrollo
de la capacidad humana de valorar, de razonar sobre lo que gusta
o sobre lo que se considera bueno. De confrontar los distintos puntos
de vista que cabe plantear ante los dilemas morales o las manifestaciones
estéticas. Esto no conduce necesariamente a un relativismo
igualador. Más bien parte de él. Parte de la idea
de que las valoraciones posibles son plurales ya que en los temas
valorativos no hay un tribunal último, lógico o empírico,
que resuelva de una vez por todas las controversias. Las disputas
sobre valores existen en la vida ética y en el gusto estético
porque ambas son dimensiones irreductibles a lo fáctico y
a lo lógico. Aprender a ampliar la mirada estética,
a ser más tolerante con las posiciones diversas es el primer
efecto de una educación para valorar que parta del reconocimiento
de la legítima pluralidad axiológica. Pero aprender
a valorar es más. Es reconocer que sobre los valores no sólo
es posible sino también deseable la controversia. Que los
desencuentros no se zanjan hallando unos mínimos intocables
fuera de los cuales todo vale. Ni todo vale ni hay que aprender
a venerar ningún mínimo incuestionable. Se trata de
aprender a discrepar, de aprender a escuchar las justificaciones
del otro sobre sus puntos de vista, de aprender que sin esas justificaciones
los puntos de vista valorativos se convierten más en prejuicios
que en juicios. Se trata, en suma, de aprender a construir el juicio
moral y estético, algo que requiere necesariamente del diálogo
(del dia-logo: a través de la razón). Aprendiendo
a dialogar sobre las justificaciones, más o menos racionales,
de nuestros gustos estéticos y de nuestras opciones morales
es la manera en que, sin hacerlas explícitas, acaban apareciendo
las bases de la convivencia, algo que no es otra cosa que el reconocimiento
del espacio compartido que nos permite discrepar sin que eso nos
convierta en enemigos.
Por otra parte, esta apuesta por la educación del juicio
moral y estético en una educación para valorar tiene
una clara vocación integradora y universal. Dimensiones educativas
como el gusto estético o el juicio moral han quedado tradicionalmente
fuera de los espacios escolares o, cuando han entrado en ellos,
ha sido siguiendo el dictado de las formas de socialización
de la familia o el grupo social de procedencia. Así, el capital
cultural propio del contexto familiar ha incluido el gusto y el
juicio moral como elementos de distinción privados más
que como elementos esenciales en una formación universal
de las personas en el ámbito público de lo escolar.
El aprendizaje de la ciudadanía requiere de un nivel de desarrollo
del juicio moral en el individuo, que hace deseable que la educación
sobre los valores no quede restringida al ámbito privado
y familiar. Por otra parte, tampoco es aceptable que la educación
del gusto, la educación del deseo, no esté presente
de forma adecuada en los entornos escolares. Es en ellos donde se
puede garantizar un desarrollo universal de estas capacidades, lo
que no es más que la democratización de algunas de
las más valiosas conquistas humanas como son el arte y las
manifestaciones estéticas.
Aprender a valorar es, por tanto, esencial en la formación
de una ciudadanía democrática. Una persona que es
capaz de juzgar moral y estéticamente el mundo en el que
vive es más probable que sienta la necesidad de comprometerse
activamente en su mejora. Por eso, aprender a valorar puede ser
la tercera dimensión irreductible de una educación
integral de los seres humanos.
5. Educar para participar
La participación social podría ser la cuarta dimensión
de la condición humana con la que se podrían redefinir
los fines de la educación. Un ser humano sabio, hábil
y capaz de valorar tiene muchas de las condiciones necesarias para
alcanzar la felicidad. Sin embargo, si Aristóteles tenía
razón al caracterizar al ser humano como animal político,
señalando la natural tendencia humana a convivir en sociedades
complejas, con los tres primeros infinitivos no sería suficiente
para promover una educación integral. La educación
en las sociedades democráticas requiere, además, el
desarrollo de un tipo de ciudadanía comprometida, no sólo
con el mantenimiento de la anatomía democrática de
la comunidad, sino también dispuesta a implicarse cotidianamente
en hacer también democrática la fisiología
de la convivencia social.
Pero, ¿en qué consiste la participación?,
¿cuáles son sus formas en la vida social?, ¿cómo
se puede aprender a participar desde la escuela? En primer lugar,
cabe señalar un primer sentido muy evidente de la idea de
participación ciudadana: el de tomar partido. Toda democracia
tiene momentos puntuales en los que se convoca a los ciudadanos
para que decidan tomando partido entre las diversas opciones que
se les presentan. Tomamos partido en todas las elecciones, en todos
los referendos, en todos los momentos en los que la democracia representativa
nos pide que renovemos nuestro compromiso con las decisiones sobre
quiénes son los más indicados para representarnos
y gobernarnos y sobre cuáles serán las orientaciones
políticas que la mayoría de los ciudadanos apoya.
Tomar partido es, por tanto, algo propio de la vida democrática
y regulado en ella. Incluso también tomamos partido en la
vida social sin que seamos llamados para ello. Cuando nos manifestamos
en las calles, cuando hacemos huelgas o cuando nos expresamos en
los medios de comunicación, también tomamos partido
ante determinadas cuestiones públicas que consideramos importantes
y sobre las que tenemos un punto de vista definido. Sea de forma
regulada o no, tomar partido es, por tanto, propio de las sociedades
democráticas. Incluso la propia configuración de éstas
suele deberse a la herencia de generaciones pasadas que, muchas
veces con gran esfuerzo y sacrificio, tomaron partido por la democracia
y la hicieron posible.
En todo caso, además de tomar partido, hay otro sentido
de la participación que es menos visible pero quizá
más profundo: tomar parte. Tomar partido se hace de manera
esporádica y puntual, pero tomar parte es implicarse cotidianamente
en la vida democrática. Los niveles en que los ciudadanos
podemos y debemos tomar parte en la vida democrática son
muy variados: como consumidores, como habitantes de una ciudad o
comunidad rural, como usuarios de servicios, como miembros de asociaciones,
como responsables de nuestro quehacer profesional... Si tomar partido
es lo puntual y episódico, tomar parte es lo continuo y permanente.
El pulso democrático de una sociedad no sólo se mide
por sus niveles de participación en los plebiscitos, sino
también por esa otra dimensión de la democracia que
habla del compromiso cívico, del sentimiento de implicación
en las decisiones cotidianas sobre las cosas públicas. Reducir
la democracia a tomar partido es hacerla menos fuerte. Los valores
democráticos están más profundamente arraigados
en los ciudadanos si, además de votar y elegir con criterio,
saben negociar, cooperar y decidir de forma colectiva. Los niveles
de fraternidad y de solidaridad de una sociedad dependen, en buena
medida, de este segundo sentido de la participación.
Incluso, tomar parte cotidianamente en las decisiones que nos conciernen
a distintos niveles (en nuestra comunidad, en nuestras aficiones,
en nuestra ciudad, en nuestra profesión, en las nuevas comunidades
virtuales que hoy propician las tecnologías digitales...)
fortalecen nuestros vínculos con los demás. Tomando
parte vamos sintiendo que formamos parte de un colectivo. Esta idea
democrática de formar parte derivada del hábito de
tomar parte en las decisiones no se basa en identidades esenciales
y excluyentes. No apunta a las raíces del pasado que tienden
a inmovilizar y separar a los seres humanos. Más bien apunta
a horizontes en el futuro que pueden propiciar nuevas formas de
cohesión y cooperación social a diferentes niveles.
Por eso aprender a participar y especialmente aprender a tomar
parte, es una finalidad educativa de importancia crucial para una
formación ciudadana, capaz de afrontar los retos de un tiempo
tan complejo como el que vivirán las nuevas generaciones.
Aprender a tomar parte es, por tanto, una finalidad educativa esencial.
Su sentido y relevancia puede ponerse de manifiesto si consideramos
que aprender a tomar parte es aprender a convivir, a compartir,
a cooperar, a disentir, a discrepar, a discutir, a confrontar, a
negociar, a consensuar y finalmente a decidir. En sólo diez
verbos se pueden enunciar una serie de capacidades que seguramente
es fácil considerar como centrales en la definición
de los requerimientos de la vida democrática. Y, sin embargo,
esas diez capacidades que aclaran lo que significa tomar parte y,
por tanto, participar no han ocupado hasta ahora los lugares centrales
de los escenarios educativos. Si hay dudas al respecto sólo
tenemos que recordar la escasa consideración que estas diez
capacidades suelen tener en la evaluación real de los alumnos
en la mayoría de nuestros sistemas educativos.
En el desarrollo en cada ciudadano de hábitos verdaderamente
participativos se juega el futuro de la vida democrática.
Por eso no es sólo necesario, sino también urgente,
promover acciones que den la centralidad educativa a esta finalidad
de aprender a participar. Para ello, será deseable que las
aulas y los centros educativos se conviertan en verdaderos laboratorios
de participación ciudadana, en lugares en los que sea cotidiano
el aprendizaje de los hábitos definitorios de esa idea de
tomar parte en la vida de la comunidad. Es necesario que en las
aulas los alumnos convivan (y no sólo estén), compartan
(y no sólo recelen), cooperen (y no sólo compitan),
disientan (y no sólo consientan), discrepen (y no sólo
callen), discutan (y no sólo escuchen), confronten (y no
sólo comparen), negocien (y no sólo acepten), consensúen
(y no sólo impongan), para que así acaben aprendiendo
a decidir juntos (y no sólo a asumir individualmente las
decisiones tomadas por otros).
Aprender a participar, especialmente en sentido de aprender a tomar
parte es, por tanto, la cuarta condición para una educación
efectivamente integral del ser humano. Un ser humano que sea capaz
de conocer por si mismo el mundo que le rodea, de manejarse adecuadamente
en él, de valorar lo que de bueno y de bello puede llegar
a apreciar y de participar en las decisiones que le afectan en tanto
que miembro de una sociedad. Quizá sean estas notas las que
pudieran caracterizar el tipo de humanidad que Kant propugnaba cuando
defendía una educación orientada hacia los retos del
futuro y no sólo deudora de las inercias del pasado. En este
sentido, proponer nuevos fines para la educación, o renovar
la formulación de las intenciones últimas que la han
animado siempre, resulta especialmente importante en unos tiempos
en los que el reto de una educación para la ciudadanía
vuelve a estar de actualidad.
Conocer, manejar, valorar y participar podrían ser las divisas
que resumen lo que un sistema educativo orientado hacia las necesidades
del futuro puede ofrecer a los niños y niñas que nacen
ya en el siglo xxi. Aunque las instituciones educativas han tenido
muchas sombras (que no dejan de magnificarse cuando los medios de
comunicación tratan las cuestiones educativas), en los dos
siglos transcurridos desde las palabras de Kant citadas al comienzo,
también ha sido cierto que la escuela ha sido el lugar en
el que millones de personas en el mundo han podido entrever las
luces del sueño ilustrado que dio origen a unas instituciones
educativas con vocación de universalidad. Retomar para el
futuro la mejor herencia del pasado y reformular sus mejores intenciones
quizá ayude a despertar del letargo propio de las inercias
cotidianas en las instituciones educativas. Ese es el propósito
de los cuatro infinitivos que aquí se han presentado como
esbozo de posibles finalidades para una educación de la ciudadanía.
Es importante su formulación en infinitivo para subrayar
su vocación de actividad continua, su resistencia a ser reducidas
a nuevos contenidos sustantivos susceptibles de ser aprendidos de
la manera conceptual. Esta tendencia a hacer sustantivos los infinitivos
podría acabar reduciendo las cuatro finalidades aquí
presentadas sólo a la primera, e incluso dejar a ésta
sólo en un conjunto de conocimientos listos para ser recibidos
pasivamente por los alumnos. La educación puede y debe ser
mucho más que la mera enseñanza de conocimientos sustantivos.
Esa diferencia depende, seguramente, de nuestra capacidad para dejar
espacio y tiempo a todos los infinitivos que debieran presidir la
cotidianidad escolar.
En todo caso, conviene tener presente que este tipo de reflexiones
pueden acabar sirviendo sólo para justificar intenciones
genéricas, sin que de ellas se deriven compromisos efectivos
con las realidades cotidianas en las aulas. Debe quedar claro, en
todo caso, que ese no es su propósito. De hecho, su origen
está en la propia experiencia sobre lo que se desea, se proyecta
y se ensaya en la práctica cotidiana de aulas reales en centros
educativos reales. Conviene señalar esto porque, si estas
reflexiones pueden ser de alguna utilidad, no es meramente para
dar cobertura a buenos deseos. Desde la prescripción normativa
de los currículos hasta la organización de las actividades
en un aula concreta, desde la forma de entender la política
educativa de un alto cargo hasta la manera de plantear un docente
las actividades en su aula, desde la forma de concebir un centro
educativo hasta la manera en que un alumno siente su vida en él,
en todos estos ámbitos se puede percibir el grado de compromiso
de cada cual con el equilibrio entre esas cuatro finalidades que
pueden impregnar nuestras responsabilidades educativas. Los tiempos,
los espacios, los esfuerzos y los recursos que asignamos a cada
una de ellas es un buen indicador de la opción por la que,
quizá sin saberlo, estamos apostando. La evaluación
de los alumnos, de los centros y del conjunto de nuestros sistemas
educativos y la manera en que sus indicadores reflejan o no lo que
se plantea en cada una de esas cuatro finalidades, es una buena
forma de conocer y valorar la realidad de lo que hacemos, más
allá (o más acá) de los discursos sobre lo
que decimos que queremos.
«¡Sapere aude! Ten el valor de servirte de tu
propia razón» era la divisa con la que Kant definía
la esencia del proyecto ilustrado. Quizá hoy nuestro verdadero
valor se demuestre en nuestra capacidad para hacer posible una educación
para la ciudadanía que retome la reflexión sobre sus
finalidades y nos comprometa cotidianamente con su mejora. Asuntos
del futuro que mantienen viva la mejor herencia del pasado.
Bibliografía
Kant, I. (1803): Pedagogía, Madrid, Akal, 1983.
* Profesor de enseñanza
secundaria en el IES n.º 5 de Avilés, España.
Además, colabora activamente en la Red Iberoamericana de
Educación en Ciencia, Tecnología y Sociedad, de la
OEI. |