Formación para la ciudadanía y educación
superior
Miquel Martínez Martín
*
SÍNTESIS: La universidad es el lugar en el que
se aprende el conjunto de saberes que permitirán al futuro
titulado ejercer una profesión o dedicarse al ámbito
de la investigación. Sin embargo, no resulta tan obvio
que la universidad sea un lugar en el que se aprenda un conjunto
de saberes éticos y ciudadanos. En este artículo
se sostiene que una de las funciones de la formación universitaria
es de carácter ético y que no puede entenderse una
formación universitaria de calidad que no incorpore de
forma sistemática y rigurosa situaciones de aprendizaje
ético y de formación ciudadana. Se identifican tres
dimensiones formativas en la función ética de la
universidad en la sociedad actual: la formación deontológica
relativa al ejercicio de las diferentes profesiones; la formación
ciudadana y cívica de sus estudiantes; y, finalmente, la
formación humana, personal y social, que contribuya a la
optimización ética y moral de las futuras y futuros
titulados en tanto que personas.
Se argumenta que una formación universitaria de calidad
no puede separar la formación profesional de la formación
ciudadana y se ofrecen tres razones: la primera relacionada con
el concepto actual de formación universitaria; la segunda
con el objetivo de cohesión social y no sólo de
competitividad que debería tener como misión la
universidad hoy; y la tercera derivada de las investigaciones
sobre desarrollo moral y aprendizaje ético.
Se presentan cinco ámbitos de la formación universitaria
en los que es posible integrar acciones y establecer pautas u
orientaciones que favorezcan la formación en valores y
el aprendizaje ético de los futuros graduados y graduadas:
el de los contenidos curriculares, el de la relación entre
estudiantes y profesores, el de las formas de organización
social de las tareas de aprendizaje, el de la cultura participativa
e institucional y el de la implicación comunitaria del
aprendizaje académico.
SÍNTESIS: A universidade é o lugar em que
se aprende o conjunto de saberes que permitirão ao futuro
titulado exercer uma profissão ou dedicar-se ao âmbito
da pesquisa. No entanto, não parece tão óbvio
que a universidade seja um lugar em que se aprenda um conjunto
de saberes éticos e cidadãos. Nesse artigo defende-se
a idéia de que uma das funções da formação
universitária é de caráter ético e
que não se pode entender uma formação universitária
de qualidade que não incorpore, de forma sistemática
e rigorosa, situações de aprendizagem ética
e de formação cidadã. Identificamse três
dimensões formativas na função ética
da universidade na sociedade atual: a formação deontológica
relativa ao exercício das diferentes profissões;
a formação cidadã e de seus estudantes; e,
finalmente, a formação humana, pessoal e social,
que contribua à otimização ética e
moral das futuras e futuros titulados como pessoas.
Argumentase que uma formação universitária
de qualidade não pode separar a formação
profissional da formação cidadã e se oferecem
três razões: a primeira relacionada com o conceito
atual de formação universitária; a segunda
com o objetivo de coesão social e não só
de competitividade que deveria ter como missão a universidade
hoje; e a terceira derivada das pesquisas sobre desenvolvimento
moral e aprendizagem ética.
Apresentamse cinco âmbitos da formação universitária
nos quais é possível integrar ações
e estabelecer pautas ou orientações que favoreçam
a formação em valores e a aprendizagem ética
dos futuros graduados e graduadas: o dos conteúdos curriculares,
o da relação entre estudantes e professores, o das
formas de organização social das tarefas de aprendizagem,
o da cultura participativa e institucional e o da implicação
comunitária da aprendizagem acadêmica.
1. La función ética de la formación universitaria
La universidad es el lugar en el que se aprende el conjunto de
saberes que permitirá al futuro titulado iniciarse en el
ejercicio de una profesión con eficiencia y avanzar en los
conocimientos propios de un ámbito del saber, de forma y
manera tal que pueda -si así lo eligiera- emprender la investigación,
especialización y profundización de los mismos. Sin
embargo, no resulta tan obvio que la universidad sea el lugar en
el que se aprende, específicamente, un conjunto de saberes
éticos y ciudadanos. Al menos, no para todos.
Nuestra propuesta sostiene que una de las funciones de la universidad
es de carácter ético y, por lo tanto, no puede entenderse
una formación universitaria de calidad que no incorpore en
forma sistemática y rigurosa situaciones de aprendizaje ético
y de formación ciudadana. Ésta es una afirmación
que -como mínimo- debe argumentarse, ya que la actitud y
la predisposición que el profesorado universitario de las
diferentes disciplinas muestra al respecto no siempre es favorable
y con frecuencia es, en el mejor de los casos, de curiosidad o de
duda frente a las razones que justifican nuestra postura.
En el actual contexto sociocultural, la universidad es un óptimo
espacio de aprendizaje, no sólo de carácter profesional
y cultural en su sentido más amplio, sino también
de carácter humano, y por ende, ético y moral. A nuestro
entender, es un error desaprovechar esta función, ya que
es un deber promover la potencia pedagógica de la universidad
en relación con el aprendizaje y la formación relativas
a las dimensiones éticas y morales de los estudiantes, como
lo es de toda institución de educación superior con
voluntad de servicio público. El sentido y la misión
pública de la universidad no están determinados por
el carácter público o privado de su titulación.
Más bien lo está en función de un con-junto
de características que permiten concebirla -o no- como un
espacio de aprendizaje ético que procura que sus titulados
ejerzan las futuras profesiones con la voluntad de contribuir a
la formación de una sociedad inclusiva, digna y democrática.
Tal voluntad no está presente por igual en todas las universidades,
pese a que en sus planes estratégicos así lo expresen.
Como se observa, del dicho al hecho hay un trecho.
Las dimensiones de la función ética de la universidad
que podemos identificar en la sociedad actual son tres: una es la
formación deontológica relativa al ejercicio de las
diferentes profesiones; otra es la formación ciudadana y
cívica de sus estudiantes; y la tercera es la formación
humana, personal y social que contribuya a la excelencia ética
y moral de los futuros titulados en tanto que personas. En relación
con estas tres dimensiones puede afirmarse que la primera está
razonablemente aceptada como un signo o indicador de calidad; la
segunda va siendo progresivamente admitida como una necesidad y
un reto en los que la universidad debe colaborar, y la tercera se
considera -salvo en algunas universidades- propia de otros niveles
del sistema educativo y difícil de ser integrada en la misión
y función de las universidades.
Nuestra posición defiende que las tres son necesarias, aunque
no suficientes, para poder entender lo que hoy debe ser una universidad
de calidad. Obviamente, una universidad que sólo se ocupara
de atender estas funciones no estaría ejerciendo la misión
que la sociedad entiende que le corresponde. Los titulados deben
acabar sus estudios conociendo las últimas técnicas
y avances en su profesión, pero además de ser buenos
profesionales, deben destacarse por su contribución a la
formación de una sociedad más culta y digna. Por ello,
la universidad que descuide o no preste la atención -sin
duda laboriosa y delicada- a las tres funciones citadas no sería,
a nuestro entender, una universidad de calidad. Tanto las universidades
como su cuerpo de profesores, sus investigadores y los mismos universitarios
pueden ejercer, formal o informalmente, mucha influencia.
En una sociedad de la información y la diversidad como la
nuestra es difícil aceptar como una oferta formativa de calidad
aquella que no presta atención a lo que pueda convertirla,
además, en una sociedad del conocimiento y del aprendizaje
continuo. Para tal logro deben tenerse en cuenta no sólo
los contenidos que hagan de un titulado un buen profesional, sino
también aquellos que lo conviertan en un buen ciudadano y
una buena persona, ética y moralmente.
Hoy, la formación de un buen profesional debe incluir su
formación como ciudadano y como persona. Aunque la realidad
demuestre lo contrario, el ideal debería ser éste.
Tal es nuestro objetivo y propósito al reflexionar sobre
estos temas y al formular nuestra propuesta de aprendizaje ético
en la universidad.
Para ello, proponemos que la universidad sea un espacio de construcción
de valores en el que los estudiantes que allí se formen puedan
aprovechar al máximo los recursos que ésta ofrece.
De este modo lograrán un avance en la construcción
de matrices de valores singulares y personales, guiados por ideales
de dignidad, libertad y justicia. Asimismo, contribuirán
al logro de realidades sociales inclusivas y vidas personales dignas,
construidas por experiencia propia, en situaciones de interacción
social. Pero la dimensión ética de la formación
universitaria no puede limitarse a la transmisión de un conjunto
de valores democráticos y cívicos. Por muy oportunos
y consensuados que éstos sean -como el caso de las universidades
públicas que disfrutan de autonomía suficiente en
relación con los poderes públicos-, no podemos reducir
su función ética a la mera acción de transmisión,
instrucción y reproducción de tales valores. Ésta
sería una percepción ingenua, e incluso contradictoria,
con nuestra propuesta.
Resulta conveniente defender los valores citados en tanto que ideales
ya que, aun desde posiciones diversas, no es difícil su consenso.
Sin embargo, se hace necesario construir espacios de convivencia
y aprendizaje universitarios, en los que tales valores estén
presentes de forma cotidiana y natural. No es fácil la tarea,
pero sí posible.
Una universidad de calidad y de servicio público es aquella
que hace más digna la sociedad, convirtiendo a sus estudiantes
tanto en excelentes profesionales, como en ciudadanos y ciudadanas
cada vez más cultos y críticos. Para ello se recomienda
que la universidad, el profesorado y sus responsables políticos
tengan presente, de manera permanente, que estos resultados se logran
cuando se vive en contextos donde la búsqueda de la verdad
se practica con rigor; a través de la argumentación,
el diálogo y la deliberación abierta; evitando dogmatismos
y fundamentalismos, en interacción social y en colaboración
con otros.
Por ello, en esta tarea las instituciones de educación superior
pueden desempeñar una función notable aunque no sea
exclusiva. Si bien en ellas se aprende a valorar la inclusión,
las situaciones de exclusión son factibles de experimentarse.
Del mismo modo, allí se aprende a ser responsable, siempre
que la cultura de la institución y la práctica cotidiana
coincidan para que cada uno desempeñe el rol que le corresponde.
Se trata pues, de excelentes espacios para asumirnos como seres
limitados, a la vez que capaces de apreciar el valor de la superación
personal y el esfuerzo para alcanzar nuevas metas colectivas y personales.
En este sentido, una función clave del profesorado es no
dejar librado a la buena voluntad el hecho de que, para los estudiantes,
la universidad sea un buen lugar de formación ciudadana.
De acuerdo con lo formulado hasta aquí, se requiere del profesorado
competencia para reconocer al otro -en este caso al estudiante-
en igualdad de derechos y condiciones en tanto que personas y para
diseñar situaciones que les permitan discernir la intersubjetividad
y la cotidianidad de la vida como elementos claves en su formación
como personas para poder luego actuar en consecuencia.
Así, desde este enfoque de aprendizaje ético que
formulamos, la formación para la ciudadanía no puede
limitarse a una cuestión meramente curricular o a un conjunto
de disposiciones y normativas legales. Por el contrario, implica
cuestiones que van más allá de lo estrictamente docente,
ya que supone la formulación de propuestas en política
académica-docente y en formación del profesorado.
2. La cultura docente y la calidad en la formación universitaria
Aunque sea brevemente, conviene situar el tema en relación
con el sentido y la misión actual de la universidad, dentro
del contexto de los cambios relativos a la cultura docente.
En efecto, sólo un cambio en las culturas docente y laboral
del profesorado hace posible nuestra propuesta, de igual manera
que sólo este tipo de modificaciones puede lograr una universidad
de calidad. Así ha acontecido en el ámbito de la investigación
y así deberá acontecer en el ámbito de la docencia
y del aprendizaje. Expresamente, nos referimos no sólo a
la docencia, -actividad del profesorado- sino también al
aprendizaje -actividad del estudiante, mediada por la actividad
del profesorado-. No podemos olvidar que una parte importante de
las resistencias ante los cambios en la universidad tienen su causa
en una actitud pasiva del estudiante, en extremo interesado en la
obtención de un título para la competencia con otros
en cuestiones estrictamente profesionales, a menudo alejadas, e
incluso contrarias, de las propuestas éticas relativas a
los valores que planteamos.
Estos cambios de perspectiva en relación con la cultura
docente deben posibilitar el planteo de la formación universitaria
no sólo en clave profesional sino también ciudadana.
Tal y como hemos formulado en párrafos anteriores, existen
razones para afirmar que una formación universitaria de calidad
no puede separar la meta profesional de la ciudadana. Nos referiremos
a tres de ellas: la primera relacionada con el concepto actual de
formación universitaria; la segunda con el objetivo de cohesión
social, y no sólo de competitividad; y la tercera derivada
de las investigaciones sobre desarrollo moral y aprendizaje ético.
Todas están relacionadas entre sí y con la construcción
de ciudadanía en el espacio universitario.
Una formación universitaria de calidad tampoco puede reducirse
a una formación para la inserción laboral, por muy
óptima que ésta pudiera resultar. En el mundo laboral
cada vez son más valorados aquellos graduados que muestran,
además de las competencias específicas de su ámbito
de formación, otras más genéricas. Estas competencias
-transversales, genéricas o básicas- suponen el dominio
de un conjunto de contenidos de aprendizaje relacionados con la
dimensión social y expresiva de la persona y, que por ser
comunes, pueden aprovecharse estratégicamente para desarrollar
competencias específicas en ciudadanía.
La cohesión social, segunda razón, es discutible.
De hecho, existen políticas y prácticas a favor y
en contra de la conveniencia de defenderla como condición
necesaria para una formación universitaria de calidad. Nuestra
sociedad es reflejo constante de situaciones impregnadas de aspectos
éticos que exigen a todo profesional, en tanto que ciudadano,
la adopción de una determinada postura moral. Pero además,
el ejercicio de determinadas profesiones, en especial las que exigen
titulación superior, reclama cada vez más entrenamiento
en la toma de decisiones de carácter ético. Los recientes
planteamientos acerca de las relaciones entre ciencia, tecnología,
sociedad e innovación ponen de manifiesto que los auténticos
problemas del desarrollo científico y tecnológico
actual no se resuelven con respuestas científicas y técnicas.
Por el contrario, necesitan respuestas sociales y éticas.
Por otra parte, la globalización se convierte en un reto
moral al plantear nuevos desafíos que demandan ser abordados
con criterios basados en ideales de justicia global, inclusión
social y convivencia intercultural. Éstos son los nuevos
desafíos formativos que hoy plantea la ciudadanía
y para los que se necesita más alfabetización científica
y ética.
La tercera razón se deriva de los estudios e investigaciones
sobre desarrollo moral. Éstos permiten afirmar que el desarrollo
del pensamiento posconvencional -último nivel del desarrollo
moral que posibilita distinguir, al margen de lo que es más
conveniente para todos, aquello que también es moralmente
válido- sólo puede ser alcanzado en instancias superiores
del proceso de educación formal. Allí está
situada la formación universitaria y por ello puede contribuir
a desarrollar las competencias comunicacionales, argumentativas
y crítico-discursivas de la persona, facilitando su alcance
a un nivel de razonamiento moral posconvencional. Una universidad
de calidad y de servicio público, tal y como hemos señalado,
se caracteriza por su apertura hermenéutica, su carácter
abierto sin condiciones, y su interés en promover la discusión,
la crítica racional y el debate en base a convicciones racionales.
Por todo ello, es el lugar ideal para el desarrollo del razonamiento
moral, imprescindible para la formación en valores democráticos
propios de una ciudadanía activa.
Este análisis trata de investigar las variables y factores
que conforman un modelo de formación que, en igualdad de
exigencias, proponga objetivos de aprendizaje relativos a la formación
de ciudadanos y ciudadanas, y a la de profesionales. Entendemos
que las universidades deben avanzar también en propuestas
que, en la formulación de objetivos, identifiquen los contenidos
más adecuados y promuevan aprendizajes que garanticen la
competencia ciudadana del estudiante para su actuación eficaz
como profesional y para el logro de mayor cohesión social
y reducción de desigualdades, en su contexto más próximo
y en el global.
3. La sensibilidad universitaria en la formación ciudadana
¿Existe una sensibilidad de la universidad
en torno a la formación ciudadana en su contexto de aprendizaje?
En general, y al margen de declaraciones y documentos, el mundo
universitario está apartado de estas preocupaciones y tiene
cierto recelo para realizar planteos acerca de la formación
ciudadana y en valores democráticos como algo inherente a
la formación universitaria1. Entre otras
razones, e incluso reconociendo la importancia de tal formación,
lo hace porque entiende que la responsabilidad no es suya. En el
mejor de los casos puede considerar conveniente la formación
deontológica de sus estudiantes para que, en el futuro, puedan
desarrollar un buen ejercicio profesional. Pero aun así,
con excepción de algunas universidades de carácter
cooperativo o privado, una formación ética dirigida
a la construcción de la personalidad moral y a la formación
ciudadana no son objetivos que, de manera habitual, puedan identificarse
como tales en la concreción de los planes docentes y en las
prácticas de aprendizaje en la universidad.
Dado que el mundo de los valores se aprende en la cotidianeidad
del aprender y el convivir, la universidad no puede ser un espacio
externo a ello. De hecho, no todas las formas de enseñar
y aprender son adecuadas para la formación de una apreciación
valorativa y la construcción de matrices de valores personales,
orientadas a la consolidación de estilos de vida personales,
activos, comunitarios y democráticos.
Con anterioridad y en relación a otros
espacios educativos, diferenciamos cuatro ámbitos de educación
en valores y desarrollo moral: el de las relaciones interpersonales,
el de las tareas curriculares, el de la cultura institucional y
el comunitario2. En lo que respecta a la universidad
podemos diferenciar cinco esferas, en las cuales es posible integrar
acciones y establecer pautas u orientaciones que favorezcan la formación
en valores y el aprendizaje ético.
Tales esferas son las siguientes: la de los contenidos curriculares,
la de la relación entre estudiantes y profesores, la de las
formas de organización social de las tareas de aprendizaje,
la de la cultura participativa e institucional y la de la implicación
comunitaria del aprendizaje académico. Se trata de cinco
ámbitos que en la práctica se interrelacionan e influyen
mutuamente y que tan sólo a efectos expositivos pueden diferenciarse.
En todos ellos podemos identificar procesos de aprendizaje ético
por ejercicio o práctica, por observación, y por reflexión
y construcción personal (Martínez, Buxarrais y Esteban,
2002). Pero nos interesa diferenciarlos ya que las consideraciones
sobre la potencia pedagógica de cada uno de ellos son diferentes
y requieren acciones que pueden y deben analizarse por separado.
4. Los contenidos curriculares
La selección de contenidos curriculares, mediante los que
se pretende conseguir las diferentes competencias en cada una de
las titulaciones universitarias no es algo exento de valor ético.
Así, por ejemplo, enseñar y aprender contenidos curriculares
de aprendizaje profundos y relevantes para las diferentes titulaciones
que comporten contenidos de interés social y ético
equivale a promover la integración del impacto social y ético
de los mismos. No se trata tan sólo de organizar sistemáticamente
un conjunto de contenidos de carácter ético relacionados
con el ámbito de conocimiento relativo a cada titulación.
Tampoco de establecer un tiempo y un espacio curricular a los contenidos
de carácter deontológico propios de las diferentes
profesiones que ejercerán los futuros graduados. Se trata,
más bien, de un cambio en la mirada y en la práctica
del profesorado cuando planifica su docencia, distribuye el tiempo
para el aprendizaje de sus estudiantes, escoge actividades o sugiere
lecturas de ampliación o complementarias, tanto para trabajos
en grupos de discusión como para seminarios.
Uno de los puntos débiles más notables de nuestra
sociedad, y también de los universitarios, es la falta de
densidad cultural con la que a menudo abordamos las cuestiones controvertidas
y moralmente relevantes que conforman nuestro mundo. Durante el
período de formación universitaria -queremos insistir-
no debe faltar rigor para favorecer actitudes que inviten a la profundización
de conocimientos sobre aquellos temas que afectan a la participación
y toma de decisiones de nuestros estudiantes -como ciudadanos que
son-, tanto en contextos públicos como privados; tampoco
en aquellos que previsiblemente puedan afectarles como profesionales
y ciudadanos en proceso de formación. Conviene prever qué
bagaje de conocimientos y competencias necesitará el futuro
graduado, de forma que su participación en la toma de decisiones
sea adecuada, pertinente y fundamentada, cuando sea requerido como
referente. Esta tarea obliga a incorporar en la formación
universitaria elementos para la reflexión, procedimientos
para la praxis y una serie de actitudes y valores que faciliten
su actuación en base a criterios de corrección y veracidad.
En lo posible, esto debe realizarse no sólo pensando en su
posterior actuación como profesional, sino también
en su actual y futura responsabilidad como ciudadano.
Entendemos que toda propuesta de formación
universitaria para la ciudadanía debe integrar la promoción
del aprendizaje de dos tipos de competencias: unas de carácter
específico y otras de carácter genérico3.
A las de carácter específico las denominaremos competencias
para el ejercicio de la ciudadanía y a las de carácter
genérico, competencias éticas. Las primeras pueden
desarrollarse a través de una materia concreta o en contextos
específicos de aprendizaje y pretenden articular coherentemente
un conjunto de conocimientos, aptitudes, valores y actitudes, y
movilizarlos para aplicarlos en el ejercicio cotidiano de la ciudadanía.
Las segundas se dan en múltiples materias y en contextos
de aprendizaje diversos, y pretenden articular un conjunto similar
de saberes, sentimientos y comportamientos, y movilizarlos para
construir un modelo de vida personal, elaborado de forma autónoma,
en situaciones de interacción social y con la finalidad de
constituir también un modelo de vida buena y justa.
En relación a las competencias específicas proponemos,
en primer lugar, identificar aquellos contenidos de aprendizaje
de carácter informativo y conceptual que permitan una comprensión
de nuestro mundo en clave política y ética, que relacionen
los desarrollos científicos y tecnológicos con el
impacto social y ético que comportan, y que faciliten la
comprensión de nuestra sociedad en clave económica.
Todo ello tiene el propósito de integrar estos contenidos
en las materias más afines a cada titulación o bien
en una específica. En segundo lugar, sugerimos que los contextos
de aprendizaje en los que se traten tales contenidos sean aprovechados
por los estudiantes para la práctica de procedimientos y
actitudes, para la construcción de sistemas de valores que
supongan un desarrollo de la comprensión crítica para
entender la controversia que su análisis pueda comportar
y para la adquisición de niveles progresivos de razonamiento
moral. Es condición necesaria que el profesorado actúe
con precisión, imparcialidad, responsabilidad, modestia y
veracidad y, de modo permanente, especifique cuándo da su
opinión como experto por la pertinencia curricular del tema
objeto de controversia o cuándo emite una opinión
como ciudadano. En ambos casos, es conveniente que el profesor sepa
mostrarse auténtico y sincero en sus opiniones y, al mismo
tiempo, respetuoso y pro activo en la promoción de pensamiento
autónomo por parte del estudiante.
En cuanto al segundo tipo de competencias, las genéricas,
proponemos desarrollarlas en los diferentes ámbitos que,
como ejemplo, hemos apuntado en las líneas anteriores al
referirnos al aprovechamiento de los contenidos informativos para
la práctica de procedimientos, actitudes y valores.
5. La relación entre estudiantes y profesorado
En el ámbito de las relaciones entre el profesorado y los
estudiantes conviene diferenciar dos tipos de situaciones. Una,
la relación docente y otra, la relación interpersonal
que se establece al margen de la primera, simultáneamente
o con posterioridad.
En la primera categoría de situaciones la simetría
es escasa. El hecho de que al profesorado le corresponda ejercer
las funciones de experto, de seguimiento y tutoría académica,
y, por supuesto, la de evaluación, hacen difícil que
la relación de carácter docente pueda ser de simetría.
Y probablemente, no debería serlo.
En cuanto a la segunda, la simetría no sólo es posible
sino también necesaria. El conjunto de relaciones que se
genera en este ámbito es un espacio excelente para la asimilación
de aquellas competencias que facilitan a los estudiantes avanzar
hacia niveles progresivos de autonomía, no sólo en
el aprendizaje sino en la construcción de conocimiento en
general y en la forma de diseñar y organizar proyectos profesionales
y personales.
Nos hemos referido, entre las situaciones de la primera categoría,
a las relacionadas con las funciones de seguimiento y tutoría
académica. Conviene resaltar el potencial carácter
pedagógico de este tipo de relaciones. En efecto, el reconocimiento
de competencia comunicativa en el estudiante debe permitir considerar
en la práctica a estas relaciones como prácticamente
simétricas. Ello sin perjuicio de que la función del
profesorado sea la de seguimiento y orientación y que el
estudiante reconozca la autoridad moral de quien ejerce la tutoría.
En cualquier caso, es conveniente que, en este segundo ámbito
de la formación en valores, el profesorado actúe guiando
sus comportamientos en función del respeto y la responsabilidad,
ya que se trata de valores que pretendemos se aprecien como tales
y que pueden ser mejor aprendidos si están presentes en el
juego de relaciones entre los estudiantes, y entre éstos
y el profesorado.
La libertad del profesorado para abordar este tipo de situaciones
es amplia y se recomienda el establecimiento de pautas que limiten
la discrecionalidad que como profesional puede ejercer al respecto.
El profesorado debe procurar que las situaciones sean tales que
el estudiante se sienta reconocido como persona, conozca "las
reglas del juego", las normas y referentes que regulan estas
relaciones y sepa cómo proceder para transformarlas, en el
caso que estime que son mejorables.
El espacio universitario debe ser un ámbito donde sea posible
desarrollar prácticas de aprendizaje, por ejercicio y observación,
de los valores de respeto y de responsabilidad y que, al mismo tiempo,
convoquen a la correspondiente reflexión. La promoción
de estos valores -que entendemos exigibles a profesores y estudiantes-
y el aprendizaje de las competencias que hacen posible un modo de
vida respetuoso y responsable son compatibles con las exigencias
de esfuerzo y rigor en la aplicación de los criterios de
evaluación de los aprendizajes. El conocimiento de tales
criterios, la transparencia en su aplicación y la explicación
de los objetivos de aprendizaje y del ritmo previsto para el éxito
de su adquisición, son factores que ayudan a que los valores
de respeto y responsabilidad sean vividos y aprendidos en la cotidianidad.
6. Las formas de organización social de las tareas de
aprendizaje
El proceso de convergencia europea ha generado un espacio que puede
resultar oportuno para reflexionar sobre el quehacer del profesorado
en las aulas y sobre el aprendizaje de los estudiantes. Efectivamente,
este proceso de reflexión y debate sobre la función
pedagógica de la formación universitaria se está
llevando a cabo en facultades y escuelas ajenas, hasta ahora, a
la misma. Tal debate está descubriendo y recuperando en gran
medida el avance de las disciplinas que se ocupan del estudio sobre
el aprendizaje y la educación. Algunos descubren estas oportunidades,
derivadas de la pedagogía y de la psicología, como
si realmente fuesen novedades, y otros las recuperan con más
fuerza en el contexto universitario. A pesar de esto, el proceso
no puede generalizarse ya que está limitado en su práctica
a quienes se interesan por la mejora de la calidad docente. Conviene
ser prudentes para que su posible generalización verdaderamente
eleve la calidad del aprendizaje de los estudiantes y no se limite
a un simple barniz pedagógico.
Este contexto nos permite identificar una serie de tendencias características
del cambio de cultura docente que conviene promover en la universidad.
Tales propensiones desplazan el centro de interés de la enseñanza
al aprendizaje, de la información unidireccional a la interacción,
del conocer al conocer y adquirir conciencia, del aula a la realidad,
de la exposición a la solución de problemas y, en
definitiva, centran su atención en el aprendizaje del estudiante,
destacando la función del profesorado en este nuevo contexto
formativo.
En esta cultura docente en construcción, las formas de organización
social de las tareas de aprendizaje adquieren una relevancia pedagógica
similar a la surgida entre otros niveles del sistema educativo.
Desde nuestra perspectiva, éste es un ámbito en el
que la práctica y la observación permiten, de manera
natural, aprender a apreciar algunos valores que nos hemos planteado
como objetivos en la universidad. Se trata de un modelo de autogestión
del aprendizaje para el estudiante en el que el profesor no sólo
le enseña, sino que además lo acompaña. Se
hace factible mediante estrategias propias de un modelo colaborativo,
constructivista y contextual. Así, por ejemplo, el aprendizaje
basado en la resolución de problemas, el análisis
de casos y el aprendizaje por objetivos son formas de abordar el
proceso de enseñanza-aprendizaje que, en el contexto de cambio
de cultura docente, están demostrando su potencial eficacia.
Tales modelos son óptimos para la formación en valores
que proponemos [Martínez y Payá (coords.), 2005].
La adecuada integración de las estrategias señaladas,
juntamente con otras más clásicas como la clase magistral
o el seminario de lectura, permite al estudiante avanzar en su proceso
de aprendizaje experimentando momentos hermenéuticos y de
razonamiento inductivo, y momentos discursivos, de uso del lenguaje,
de discusión, de elaboración conjunta y de búsqueda
de criterios que permitan el avance deductivo y la elaboración
de principios y leyes. Este proceso permite aprender a pensar a
través de la propia experiencia del aprendizaje, y es óptimo
para la práctica de valores como la cooperación, la
participación, la autonomía, el esfuerzo, el compromiso
y la responsabilidad.
7. La cultura participativa e institucional
La cultura institucional es otro de los ámbitos en los que
se aprende éticamente. Cuando nos referimos a la cultura
institucional en la universidad, hacemos alusión no tanto
a la universidad en su conjunto como al centro, facultad o escuela
donde los estudiantes aprenden y conviven. Tomamos como referencia
a esa cultura de la comunidad que permite al estudiante particular
el ejercicio y reclamo de los derechos y la participación
en la toma de decisiones que afectan al conjunto de los estudiantes.
Obviamente, la cultura y la política institucional de cada
universidad, relativas a las posibilidades de participación
de sus estudiantes, profesorado y personal en general, influyen
en la formación de este ámbito. Esta influencia repercute
en todos los estudiantes, aunque es más notable en aquellos
que ejercen el rol de representantes. A pesar de ello, la forma
como se organiza el poder en las universidades, el carácter
más o menos participativo de los diferentes sectores que
la conforman y la transparencia en la toma de decisiones que afectan
a su gobierno y funcionamiento, son factores que ayudan a comprender
el funcionamiento de las organizaciones. Enseñan, además,
en qué medida la participación activa y la implicación
en cuestiones que afectan al conjunto de la comunidad son vías
válidas para lograr la transformación y mejora. Por
el contrario, se convierten en prácticas inútiles
si sólo cobran sentido para aquellos que disfrutan construyendo
poder a través de la función representativa, sin perjuicio
de que ésta haya sido legítimamente adquirida.
Nuestra propuesta aborda, en general, las condiciones apropiadas
para evitar que esto último ocurra. Para ello, conviene establecer
sistemas que garanticen su participación en la toma de decisiones
de aquello que los afecte académicamente, o que otorgue agilidad
y eficacia al reclamo de sus derechos. De nuevo insistiremos en
que participación e implicación se aprenden con experiencia
y se valoran cuando se comprueba su eficacia para la construcción
del bien común, y del bien particular cuando éste
se consigue de forma legítima. En consecuencia, la propuesta
debe ser llevada a la práctica en los contextos más
próximos y habituales de los estudiantes.
Los estudiantes son miembros de la universidad. Pero su sentido
de pertenencia a la comunidad lo forman a partir de su condición
de usuarios de docencia y servicios. Contar con una información
confiable y completa en relación con sus derechos y deberes
y conocer las vías para mejorar la actividad universitaria
que les afecta más directamente, son condiciones necesarias
para que su participación resulte eficaz. Disponer de espacios
dedicados al análisis, discusión y decisión
sobre las cuestiones que afectan a la actividad del centro, compartidos
por profesores y estudiantes establecidos a nivel de aula, titulación
y facultad, también constituye una necesidad relevante para
aprender a participar y a ser consciente de la necesidad de su implicación,
a través de la eficacia devenida de las acciones emprendidas.
La presencia de estas condiciones en los espacios de aprendizaje
y convivencia universitaria estimula el interés por participar
en lo común y en lo público. De este modo, estos espacios
se convierten en lugares adecuados para aprender que la democracia
requiere ciudadanía crítica, participativa e informada.
En definitiva, ciudadanía activa.
8. La implicación comunitaria del aprendizaje académico
La participación a la que nos estamos refiriendo conviene
completarla con una auténtica implicación del estudiante
en la comunidad donde se encuentra la universidad o con la que se
relaciona. Esta implicación debe permitir dotar de significación
social el aprendizaje académico que el estudiante adquiere
en la universidad. Podemos diferenciar dos maneras de conseguir
este objetivo. La primera consiste en la participación de
los estudiantes en acciones de voluntariado mediante su colaboración
en fundaciones o asociaciones promovidas por las universidades con
el objetivo de contribuir a la mejora de las condiciones sociales,
la cohesión social y la profundización en un modelo
de sociedad inclusiva, justa y digna para todos, en contextos próximos
o alejados del lugar en el que la universidad desarrolla sus funciones.
Los ejemplos de esta modalidad son conocidos y a lo largo de la
última década la mayoría de las universidades
ha promovido este tipo de acciones y organizaciones. Sus efectos
son socialmente positivos y la valoración de su impacto,
tanto en la formación personal del estudiante que participa
como en el colectivo en el que intervienen, es notable, cuando no
excelente. Pese a ello, esta modalidad supone una opción
personal del estudiante que no siempre es factible y que requiere
de un compromiso por parte de las universidades que no siempre es
económicamente sostenible; pero que, en cualquier caso, conviene
potenciar.
La segunda manera sobre cómo abordar este
quinto ámbito de formación en valores y aprendizaje
ético en la universidad tiene menos tradición. Es
una forma emergente que supone integrar actividad académica
y servicios a la comunidad. No se trata de una tarea de voluntariado,
ya que el estudiante puede integrar el tiempo dedicado a estas tareas
a su cuenta de créditos académicos. Y tampoco se trata
del aprovechamiento académico por parte del estudiante de
una actividad no académica, como lo es ofrecer un servicio
a la comunidad. Se trata de ofrecer de manera simultánea
un servicio y de aprender de una forma distinta y más completa
parte de los contenidos académicos de los estudios que se
cursan. En sus orígenes, el aprendizaje-servicio4
-nombre con el que se identifica esta modalidad formativa- no fue
pensado por la universidad, aunque actualmente el número
de universidades en el mundo que están implicadas en programas
de estas características es cada vez mayor.
Según nuestro criterio, la novedad más interesante
de esta forma de aprendizaje ético en la universidad es la
contribución a una formación profesional del futuro
graduado construida tanto en el ámbito de la universidad
como en el de la comunidad, con resultados difíciles de dominar
mediante otras estrategias o programas formativos. Este modelo hace
del territorio elegido para ponerlo en práctica y de su realidad
sociocultural una fuente de aprendizaje. Sumado a los aprendizajes
dentro del aula, del laboratorio o del hospital, puede contribuir
a que la formación del futuro graduado -y la manera en cómo
éste aborde su intervención profesional-, incluya
un mayor compromiso social a favor de una mejor inclusión
social. En definitiva, los programas de aprendizaje-servicio en
la universidad pueden dotar de mayor significación social
a gran parte de los contenidos que el estudiante aprende. De la
misma manera, pueden favorecer los contextos de aprendizaje correspondientes
-situaciones y momentos de análisis y comprensión
hermenéutica de la realidad en la que se vive o estudia-,
del todo necesarios para que los estudiantes sean capaces de construir
adecuada, personal y autónomamente sistemas de valores orientados
a consolidar una sociedad basada en la dignidad de la persona, los
estilos de vida y los valores propios de la democracia.
Bibliografía
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valores de la educación en el espacio europeo de enseñanza
superior", en V. Esteban Chaparría (ed.): El espacio
europeo de educación superior, pp. 165-198, Valencia, Universidad
Politécnica de Valencia.
ESCUDERO, J. M. (2002): La reforma de la reforma. ¿Qué
calidad? ¿Para quiénes?, Barcelona, Ariel.
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en Estudios de Teoría Política, Barcelona, Paidós.
MARTÍNEZ, M.; BUXARRAIS, M. R., y ESTEBAN, F. (2002): "La
universidad como espacio de aprendizaje ético", en Revista
Iberoamericana de Educación, n.º 29, pp. 17-43, OEI,
Madrid.
MARTÍNEZ, M., y ESTEBAN, F. (2005): "Una propuesta
de formación ciudadana para el EESS", en Revista Española
de Pedagogía, n.º 230, pp. 63-83.
MARTÍNEZ, M., y PAYÁ, M. (coords.) (2005): La formación
de la ciudadanía en el espacio europeo de educación
superior, Academia Europea de Ciencias y Artes, pendiente de publicación.
MARTÍNEZ, M.; PUIG, J. M., y TRILLA, J. (2003): "Escuela,
profesorado y educación moral", en Revista Interuniversitaria
de Teoría de la Educación, n.º 15, pp. 57-94,
Universidad de Salamanca.
ORTEGA y GASSET, J. (1993): Misión de la universidad, Fundación
Universidad Empresa, edición 1998.
PUIG, J. M.; BATLLE, R.; BOSCH, C., y PALOS, J. (2006): Aprenentatge
servei. Educar per la ciutadania, Barcelona, Octaedro.
FURCO, A., y SHELLEY, H. B. (eds.) (2002): Service-Learning: the
Essence of the Pedagogie, Greenwich, Information Age Publishing.
SPAEMANN, R. (2004): Europa: ¿comunidad de valores u ordenamiento
jurídico?, Madrid, Fundación Iberdrola.
TRILLA, J. (1992): El profesor y los valores controvertidos, Barcelona,
Paidós.
Notas:
* Catedrático y director
del Instituto de Ciencias de la Educación (ICE), Universidad
de Barcelona, España.
1- Algunas de las afirmaciones
formuladas pueden encontrarse en J. Escámez, M. Martínez
y P. Ortega (2005): "Los valores de la educación en
el espacio de educación superior europeo" en V. Esteban
Chaparría (ed.): El espacio europeo de educación superior.
Valencia, Universidad Politécnica de Valencia, pp. 165-198.
2- Esta diferenciación
se encuentra desarrollada, a partir de la caracterización
que formula Josep Puig, en M. Martínez, J. M. Puig y J. Trilla.
(2003): "Escuela, profesorado y educación moral. Teoría
de la educación", en Revista Interuniversitaria de Teoría
de la Educación, n.º 15, pp. 57-94, Universidad de Salamanca.
3- M. Martínez y F. Esteban
(2005): "Una propuesta de formación ciudadana para el
espacio europeo de educación superior", en Revista Española
de Pedagogía, n.º 230; en especial el apartado sobre
formación para la ciudadanía y aprendizaje de competencias,
pp. 72-76. Acerca del concepto de competencia, entre otras referencias,
puede consultarse en D. Rychen y A. Tiana (2004): Developing Key
Competencias in Education: Some Lessons from International and National
Experience (París, UNESCO); y en E. Rye y A. Torbjorrnsen
(2004): Competente-Based Curricula-The Norwegian, www.cidree.org
4- En educación superior
las experiencias de aprendizaje-servicio se identifican como Compact-Campus,
Engaged-Campus y ServiceLearning. Puede consultarse en www.compact.org
y www.servicelearning.org
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