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 ISSN: 1022-6508

Está en: OEI - Revista Iberoamericana de Educación - Número 42

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 Número 42: Septiembre-Diciembre / Setembro-Dezembro 2006

Educación y ciudadanía / Educação e cidadania

  Índice número 42 

Formación para la ciudadanía y educación superior

Miquel Martínez Martín *

SÍNTESIS: La universidad es el lugar en el que se aprende el conjunto de saberes que permitirán al futuro titulado ejercer una profesión o dedicarse al ámbito de la investigación. Sin embargo, no resulta tan obvio que la universidad sea un lugar en el que se aprenda un conjunto de saberes éticos y ciudadanos. En este artículo se sostiene que una de las funciones de la formación universitaria es de carácter ético y que no puede entenderse una formación universitaria de calidad que no incorpore de forma sistemática y rigurosa situaciones de aprendizaje ético y de formación ciudadana. Se identifican tres dimensiones formativas en la función ética de la universidad en la sociedad actual: la formación deontológica relativa al ejercicio de las diferentes profesiones; la formación ciudadana y cívica de sus estudiantes; y, finalmente, la formación humana, personal y social, que contribuya a la optimización ética y moral de las futuras y futuros titulados en tanto que personas.

Se argumenta que una formación universitaria de calidad no puede separar la formación profesional de la formación ciudadana y se ofrecen tres razones: la primera relacionada con el concepto actual de formación universitaria; la segunda con el objetivo de cohesión social y no sólo de competitividad que debería tener como misión la universidad hoy; y la tercera derivada de las investigaciones sobre desarrollo moral y aprendizaje ético.

Se presentan cinco ámbitos de la formación universitaria en los que es posible integrar acciones y establecer pautas u orientaciones que favorezcan la formación en valores y el aprendizaje ético de los futuros graduados y graduadas: el de los contenidos curriculares, el de la relación entre estudiantes y profesores, el de las formas de organización social de las tareas de aprendizaje, el de la cultura participativa e institucional y el de la implicación comunitaria del aprendizaje académico.

SÍNTESIS: A universidade é o lugar em que se aprende o conjunto de saberes que permitirão ao futuro titulado exercer uma profissão ou dedicar-se ao âmbito da pesquisa. No entanto, não parece tão óbvio que a universidade seja um lugar em que se aprenda um conjunto de saberes éticos e cidadãos. Nesse artigo defende-se a idéia de que uma das funções da formação universitária é de caráter ético e que não se pode entender uma formação universitária de qualidade que não incorpore, de forma sistemática e rigorosa, situações de aprendizagem ética e de formação cidadã. Identificamse três dimensões formativas na função ética da universidade na sociedade atual: a formação deontológica relativa ao exercício das diferentes profissões; a formação cidadã e de seus estudantes; e, finalmente, a formação humana, pessoal e social, que contribua à otimização ética e moral das futuras e futuros titulados como pessoas.

Argumentase que uma formação universitária de qualidade não pode separar a formação profissional da formação cidadã e se oferecem três razões: a primeira relacionada com o conceito atual de formação universitária; a segunda com o objetivo de coesão social e não só de competitividade que deveria ter como missão a universidade hoje; e a terceira derivada das pesquisas sobre desenvolvimento moral e aprendizagem ética.

Apresentamse cinco âmbitos da formação universitária nos quais é possível integrar ações e estabelecer pautas ou orientações que favoreçam a formação em valores e a aprendizagem ética dos futuros graduados e graduadas: o dos conteúdos curriculares, o da relação entre estudantes e professores, o das formas de organização social das tarefas de aprendizagem, o da cultura participativa e institucional e o da implicação comunitária da aprendizagem acadêmica.

1. La función ética de la formación universitaria

La universidad es el lugar en el que se aprende el conjunto de saberes que permitirá al futuro titulado iniciarse en el ejercicio de una profesión con eficiencia y avanzar en los conocimientos propios de un ámbito del saber, de forma y manera tal que pueda -si así lo eligiera- emprender la investigación, especialización y profundización de los mismos. Sin embargo, no resulta tan obvio que la universidad sea el lugar en el que se aprende, específicamente, un conjunto de saberes éticos y ciudadanos. Al menos, no para todos.

Nuestra propuesta sostiene que una de las funciones de la universidad es de carácter ético y, por lo tanto, no puede entenderse una formación universitaria de calidad que no incorpore en forma sistemática y rigurosa situaciones de aprendizaje ético y de formación ciudadana. Ésta es una afirmación que -como mínimo- debe argumentarse, ya que la actitud y la predisposición que el profesorado universitario de las diferentes disciplinas muestra al respecto no siempre es favorable y con frecuencia es, en el mejor de los casos, de curiosidad o de duda frente a las razones que justifican nuestra postura.

En el actual contexto sociocultural, la universidad es un óptimo espacio de aprendizaje, no sólo de carácter profesional y cultural en su sentido más amplio, sino también de carácter humano, y por ende, ético y moral. A nuestro entender, es un error desaprovechar esta función, ya que es un deber promover la potencia pedagógica de la universidad en relación con el aprendizaje y la formación relativas a las dimensiones éticas y morales de los estudiantes, como lo es de toda institución de educación superior con voluntad de servicio público. El sentido y la misión pública de la universidad no están determinados por el carácter público o privado de su titulación. Más bien lo está en función de un con-junto de características que permiten concebirla -o no- como un espacio de aprendizaje ético que procura que sus titulados ejerzan las futuras profesiones con la voluntad de contribuir a la formación de una sociedad inclusiva, digna y democrática. Tal voluntad no está presente por igual en todas las universidades, pese a que en sus planes estratégicos así lo expresen. Como se observa, del dicho al hecho hay un trecho.

Las dimensiones de la función ética de la universidad que podemos identificar en la sociedad actual son tres: una es la formación deontológica relativa al ejercicio de las diferentes profesiones; otra es la formación ciudadana y cívica de sus estudiantes; y la tercera es la formación humana, personal y social que contribuya a la excelencia ética y moral de los futuros titulados en tanto que personas. En relación con estas tres dimensiones puede afirmarse que la primera está razonablemente aceptada como un signo o indicador de calidad; la segunda va siendo progresivamente admitida como una necesidad y un reto en los que la universidad debe colaborar, y la tercera se considera -salvo en algunas universidades- propia de otros niveles del sistema educativo y difícil de ser integrada en la misión y función de las universidades.

Nuestra posición defiende que las tres son necesarias, aunque no suficientes, para poder entender lo que hoy debe ser una universidad de calidad. Obviamente, una universidad que sólo se ocupara de atender estas funciones no estaría ejerciendo la misión que la sociedad entiende que le corresponde. Los titulados deben acabar sus estudios conociendo las últimas técnicas y avances en su profesión, pero además de ser buenos profesionales, deben destacarse por su contribución a la formación de una sociedad más culta y digna. Por ello, la universidad que descuide o no preste la atención -sin duda laboriosa y delicada- a las tres funciones citadas no sería, a nuestro entender, una universidad de calidad. Tanto las universidades como su cuerpo de profesores, sus investigadores y los mismos universitarios pueden ejercer, formal o informalmente, mucha influencia.

En una sociedad de la información y la diversidad como la nuestra es difícil aceptar como una oferta formativa de calidad aquella que no presta atención a lo que pueda convertirla, además, en una sociedad del conocimiento y del aprendizaje continuo. Para tal logro deben tenerse en cuenta no sólo los contenidos que hagan de un titulado un buen profesional, sino también aquellos que lo conviertan en un buen ciudadano y una buena persona, ética y moralmente.

Hoy, la formación de un buen profesional debe incluir su formación como ciudadano y como persona. Aunque la realidad demuestre lo contrario, el ideal debería ser éste. Tal es nuestro objetivo y propósito al reflexionar sobre estos temas y al formular nuestra propuesta de aprendizaje ético en la universidad.

Para ello, proponemos que la universidad sea un espacio de construcción de valores en el que los estudiantes que allí se formen puedan aprovechar al máximo los recursos que ésta ofrece. De este modo lograrán un avance en la construcción de matrices de valores singulares y personales, guiados por ideales de dignidad, libertad y justicia. Asimismo, contribuirán al logro de realidades sociales inclusivas y vidas personales dignas, construidas por experiencia propia, en situaciones de interacción social. Pero la dimensión ética de la formación universitaria no puede limitarse a la transmisión de un conjunto de valores democráticos y cívicos. Por muy oportunos y consensuados que éstos sean -como el caso de las universidades públicas que disfrutan de autonomía suficiente en relación con los poderes públicos-, no podemos reducir su función ética a la mera acción de transmisión, instrucción y reproducción de tales valores. Ésta sería una percepción ingenua, e incluso contradictoria, con nuestra propuesta.

Resulta conveniente defender los valores citados en tanto que ideales ya que, aun desde posiciones diversas, no es difícil su consenso. Sin embargo, se hace necesario construir espacios de convivencia y aprendizaje universitarios, en los que tales valores estén presentes de forma cotidiana y natural. No es fácil la tarea, pero sí posible.

Una universidad de calidad y de servicio público es aquella que hace más digna la sociedad, convirtiendo a sus estudiantes tanto en excelentes profesionales, como en ciudadanos y ciudadanas cada vez más cultos y críticos. Para ello se recomienda que la universidad, el profesorado y sus responsables políticos tengan presente, de manera permanente, que estos resultados se logran cuando se vive en contextos donde la búsqueda de la verdad se practica con rigor; a través de la argumentación, el diálogo y la deliberación abierta; evitando dogmatismos y fundamentalismos, en interacción social y en colaboración con otros.

Por ello, en esta tarea las instituciones de educación superior pueden desempeñar una función notable aunque no sea exclusiva. Si bien en ellas se aprende a valorar la inclusión, las situaciones de exclusión son factibles de experimentarse. Del mismo modo, allí se aprende a ser responsable, siempre que la cultura de la institución y la práctica cotidiana coincidan para que cada uno desempeñe el rol que le corresponde. Se trata pues, de excelentes espacios para asumirnos como seres limitados, a la vez que capaces de apreciar el valor de la superación personal y el esfuerzo para alcanzar nuevas metas colectivas y personales.

En este sentido, una función clave del profesorado es no dejar librado a la buena voluntad el hecho de que, para los estudiantes, la universidad sea un buen lugar de formación ciudadana. De acuerdo con lo formulado hasta aquí, se requiere del profesorado competencia para reconocer al otro -en este caso al estudiante- en igualdad de derechos y condiciones en tanto que personas y para diseñar situaciones que les permitan discernir la intersubjetividad y la cotidianidad de la vida como elementos claves en su formación como personas para poder luego actuar en consecuencia.

Así, desde este enfoque de aprendizaje ético que formulamos, la formación para la ciudadanía no puede limitarse a una cuestión meramente curricular o a un conjunto de disposiciones y normativas legales. Por el contrario, implica cuestiones que van más allá de lo estrictamente docente, ya que supone la formulación de propuestas en política académica-docente y en formación del profesorado.

2. La cultura docente y la calidad en la formación universitaria

Aunque sea brevemente, conviene situar el tema en relación con el sentido y la misión actual de la universidad, dentro del contexto de los cambios relativos a la cultura docente.

En efecto, sólo un cambio en las culturas docente y laboral del profesorado hace posible nuestra propuesta, de igual manera que sólo este tipo de modificaciones puede lograr una universidad de calidad. Así ha acontecido en el ámbito de la investigación y así deberá acontecer en el ámbito de la docencia y del aprendizaje. Expresamente, nos referimos no sólo a la docencia, -actividad del profesorado- sino también al aprendizaje -actividad del estudiante, mediada por la actividad del profesorado-. No podemos olvidar que una parte importante de las resistencias ante los cambios en la universidad tienen su causa en una actitud pasiva del estudiante, en extremo interesado en la obtención de un título para la competencia con otros en cuestiones estrictamente profesionales, a menudo alejadas, e incluso contrarias, de las propuestas éticas relativas a los valores que planteamos.

Estos cambios de perspectiva en relación con la cultura docente deben posibilitar el planteo de la formación universitaria no sólo en clave profesional sino también ciudadana. Tal y como hemos formulado en párrafos anteriores, existen razones para afirmar que una formación universitaria de calidad no puede separar la meta profesional de la ciudadana. Nos referiremos a tres de ellas: la primera relacionada con el concepto actual de formación universitaria; la segunda con el objetivo de cohesión social, y no sólo de competitividad; y la tercera derivada de las investigaciones sobre desarrollo moral y aprendizaje ético. Todas están relacionadas entre sí y con la construcción de ciudadanía en el espacio universitario.

Una formación universitaria de calidad tampoco puede reducirse a una formación para la inserción laboral, por muy óptima que ésta pudiera resultar. En el mundo laboral cada vez son más valorados aquellos graduados que muestran, además de las competencias específicas de su ámbito de formación, otras más genéricas. Estas competencias -transversales, genéricas o básicas- suponen el dominio de un conjunto de contenidos de aprendizaje relacionados con la dimensión social y expresiva de la persona y, que por ser comunes, pueden aprovecharse estratégicamente para desarrollar competencias específicas en ciudadanía.

La cohesión social, segunda razón, es discutible. De hecho, existen políticas y prácticas a favor y en contra de la conveniencia de defenderla como condición necesaria para una formación universitaria de calidad. Nuestra sociedad es reflejo constante de situaciones impregnadas de aspectos éticos que exigen a todo profesional, en tanto que ciudadano, la adopción de una determinada postura moral. Pero además, el ejercicio de determinadas profesiones, en especial las que exigen titulación superior, reclama cada vez más entrenamiento en la toma de decisiones de carácter ético. Los recientes planteamientos acerca de las relaciones entre ciencia, tecnología, sociedad e innovación ponen de manifiesto que los auténticos problemas del desarrollo científico y tecnológico actual no se resuelven con respuestas científicas y técnicas. Por el contrario, necesitan respuestas sociales y éticas. Por otra parte, la globalización se convierte en un reto moral al plantear nuevos desafíos que demandan ser abordados con criterios basados en ideales de justicia global, inclusión social y convivencia intercultural. Éstos son los nuevos desafíos formativos que hoy plantea la ciudadanía y para los que se necesita más alfabetización científica y ética.

La tercera razón se deriva de los estudios e investigaciones sobre desarrollo moral. Éstos permiten afirmar que el desarrollo del pensamiento posconvencional -último nivel del desarrollo moral que posibilita distinguir, al margen de lo que es más conveniente para todos, aquello que también es moralmente válido- sólo puede ser alcanzado en instancias superiores del proceso de educación formal. Allí está situada la formación universitaria y por ello puede contribuir a desarrollar las competencias comunicacionales, argumentativas y crítico-discursivas de la persona, facilitando su alcance a un nivel de razonamiento moral posconvencional. Una universidad de calidad y de servicio público, tal y como hemos señalado, se caracteriza por su apertura hermenéutica, su carácter abierto sin condiciones, y su interés en promover la discusión, la crítica racional y el debate en base a convicciones racionales. Por todo ello, es el lugar ideal para el desarrollo del razonamiento moral, imprescindible para la formación en valores democráticos propios de una ciudadanía activa.

Este análisis trata de investigar las variables y factores que conforman un modelo de formación que, en igualdad de exigencias, proponga objetivos de aprendizaje relativos a la formación de ciudadanos y ciudadanas, y a la de profesionales. Entendemos que las universidades deben avanzar también en propuestas que, en la formulación de objetivos, identifiquen los contenidos más adecuados y promuevan aprendizajes que garanticen la competencia ciudadana del estudiante para su actuación eficaz como profesional y para el logro de mayor cohesión social y reducción de desigualdades, en su contexto más próximo y en el global.

3. La sensibilidad universitaria en la formación ciudadana

¿Existe una sensibilidad de la universidad en torno a la formación ciudadana en su contexto de aprendizaje? En general, y al margen de declaraciones y documentos, el mundo universitario está apartado de estas preocupaciones y tiene cierto recelo para realizar planteos acerca de la formación ciudadana y en valores democráticos como algo inherente a la formación universitaria1. Entre otras razones, e incluso reconociendo la importancia de tal formación, lo hace porque entiende que la responsabilidad no es suya. En el mejor de los casos puede considerar conveniente la formación deontológica de sus estudiantes para que, en el futuro, puedan desarrollar un buen ejercicio profesional. Pero aun así, con excepción de algunas universidades de carácter cooperativo o privado, una formación ética dirigida a la construcción de la personalidad moral y a la formación ciudadana no son objetivos que, de manera habitual, puedan identificarse como tales en la concreción de los planes docentes y en las prácticas de aprendizaje en la universidad.

Dado que el mundo de los valores se aprende en la cotidianeidad del aprender y el convivir, la universidad no puede ser un espacio externo a ello. De hecho, no todas las formas de enseñar y aprender son adecuadas para la formación de una apreciación valorativa y la construcción de matrices de valores personales, orientadas a la consolidación de estilos de vida personales, activos, comunitarios y democráticos.

Con anterioridad y en relación a otros espacios educativos, diferenciamos cuatro ámbitos de educación en valores y desarrollo moral: el de las relaciones interpersonales, el de las tareas curriculares, el de la cultura institucional y el comunitario2. En lo que respecta a la universidad podemos diferenciar cinco esferas, en las cuales es posible integrar acciones y establecer pautas u orientaciones que favorezcan la formación en valores y el aprendizaje ético.

Tales esferas son las siguientes: la de los contenidos curriculares, la de la relación entre estudiantes y profesores, la de las formas de organización social de las tareas de aprendizaje, la de la cultura participativa e institucional y la de la implicación comunitaria del aprendizaje académico. Se trata de cinco ámbitos que en la práctica se interrelacionan e influyen mutuamente y que tan sólo a efectos expositivos pueden diferenciarse. En todos ellos podemos identificar procesos de aprendizaje ético por ejercicio o práctica, por observación, y por reflexión y construcción personal (Martínez, Buxarrais y Esteban, 2002). Pero nos interesa diferenciarlos ya que las consideraciones sobre la potencia pedagógica de cada uno de ellos son diferentes y requieren acciones que pueden y deben analizarse por separado.

4. Los contenidos curriculares

La selección de contenidos curriculares, mediante los que se pretende conseguir las diferentes competencias en cada una de las titulaciones universitarias no es algo exento de valor ético. Así, por ejemplo, enseñar y aprender contenidos curriculares de aprendizaje profundos y relevantes para las diferentes titulaciones que comporten contenidos de interés social y ético equivale a promover la integración del impacto social y ético de los mismos. No se trata tan sólo de organizar sistemáticamente un conjunto de contenidos de carácter ético relacionados con el ámbito de conocimiento relativo a cada titulación. Tampoco de establecer un tiempo y un espacio curricular a los contenidos de carácter deontológico propios de las diferentes profesiones que ejercerán los futuros graduados. Se trata, más bien, de un cambio en la mirada y en la práctica del profesorado cuando planifica su docencia, distribuye el tiempo para el aprendizaje de sus estudiantes, escoge actividades o sugiere lecturas de ampliación o complementarias, tanto para trabajos en grupos de discusión como para seminarios.

Uno de los puntos débiles más notables de nuestra sociedad, y también de los universitarios, es la falta de densidad cultural con la que a menudo abordamos las cuestiones controvertidas y moralmente relevantes que conforman nuestro mundo. Durante el período de formación universitaria -queremos insistir- no debe faltar rigor para favorecer actitudes que inviten a la profundización de conocimientos sobre aquellos temas que afectan a la participación y toma de decisiones de nuestros estudiantes -como ciudadanos que son-, tanto en contextos públicos como privados; tampoco en aquellos que previsiblemente puedan afectarles como profesionales y ciudadanos en proceso de formación. Conviene prever qué bagaje de conocimientos y competencias necesitará el futuro graduado, de forma que su participación en la toma de decisiones sea adecuada, pertinente y fundamentada, cuando sea requerido como referente. Esta tarea obliga a incorporar en la formación universitaria elementos para la reflexión, procedimientos para la praxis y una serie de actitudes y valores que faciliten su actuación en base a criterios de corrección y veracidad. En lo posible, esto debe realizarse no sólo pensando en su posterior actuación como profesional, sino también en su actual y futura responsabilidad como ciudadano.

Entendemos que toda propuesta de formación universitaria para la ciudadanía debe integrar la promoción del aprendizaje de dos tipos de competencias: unas de carácter específico y otras de carácter genérico3. A las de carácter específico las denominaremos competencias para el ejercicio de la ciudadanía y a las de carácter genérico, competencias éticas. Las primeras pueden desarrollarse a través de una materia concreta o en contextos específicos de aprendizaje y pretenden articular coherentemente un conjunto de conocimientos, aptitudes, valores y actitudes, y movilizarlos para aplicarlos en el ejercicio cotidiano de la ciudadanía. Las segundas se dan en múltiples materias y en contextos de aprendizaje diversos, y pretenden articular un conjunto similar de saberes, sentimientos y comportamientos, y movilizarlos para construir un modelo de vida personal, elaborado de forma autónoma, en situaciones de interacción social y con la finalidad de constituir también un modelo de vida buena y justa.

En relación a las competencias específicas proponemos, en primer lugar, identificar aquellos contenidos de aprendizaje de carácter informativo y conceptual que permitan una comprensión de nuestro mundo en clave política y ética, que relacionen los desarrollos científicos y tecnológicos con el impacto social y ético que comportan, y que faciliten la comprensión de nuestra sociedad en clave económica. Todo ello tiene el propósito de integrar estos contenidos en las materias más afines a cada titulación o bien en una específica. En segundo lugar, sugerimos que los contextos de aprendizaje en los que se traten tales contenidos sean aprovechados por los estudiantes para la práctica de procedimientos y actitudes, para la construcción de sistemas de valores que supongan un desarrollo de la comprensión crítica para entender la controversia que su análisis pueda comportar y para la adquisición de niveles progresivos de razonamiento moral. Es condición necesaria que el profesorado actúe con precisión, imparcialidad, responsabilidad, modestia y veracidad y, de modo permanente, especifique cuándo da su opinión como experto por la pertinencia curricular del tema objeto de controversia o cuándo emite una opinión como ciudadano. En ambos casos, es conveniente que el profesor sepa mostrarse auténtico y sincero en sus opiniones y, al mismo tiempo, respetuoso y pro activo en la promoción de pensamiento autónomo por parte del estudiante.

En cuanto al segundo tipo de competencias, las genéricas, proponemos desarrollarlas en los diferentes ámbitos que, como ejemplo, hemos apuntado en las líneas anteriores al referirnos al aprovechamiento de los contenidos informativos para la práctica de procedimientos, actitudes y valores.

5. La relación entre estudiantes y profesorado

En el ámbito de las relaciones entre el profesorado y los estudiantes conviene diferenciar dos tipos de situaciones. Una, la relación docente y otra, la relación interpersonal que se establece al margen de la primera, simultáneamente o con posterioridad.

En la primera categoría de situaciones la simetría es escasa. El hecho de que al profesorado le corresponda ejercer las funciones de experto, de seguimiento y tutoría académica, y, por supuesto, la de evaluación, hacen difícil que la relación de carácter docente pueda ser de simetría. Y probablemente, no debería serlo.

En cuanto a la segunda, la simetría no sólo es posible sino también necesaria. El conjunto de relaciones que se genera en este ámbito es un espacio excelente para la asimilación de aquellas competencias que facilitan a los estudiantes avanzar hacia niveles progresivos de autonomía, no sólo en el aprendizaje sino en la construcción de conocimiento en general y en la forma de diseñar y organizar proyectos profesionales y personales.

Nos hemos referido, entre las situaciones de la primera categoría, a las relacionadas con las funciones de seguimiento y tutoría académica. Conviene resaltar el potencial carácter pedagógico de este tipo de relaciones. En efecto, el reconocimiento de competencia comunicativa en el estudiante debe permitir considerar en la práctica a estas relaciones como prácticamente simétricas. Ello sin perjuicio de que la función del profesorado sea la de seguimiento y orientación y que el estudiante reconozca la autoridad moral de quien ejerce la tutoría.

En cualquier caso, es conveniente que, en este segundo ámbito de la formación en valores, el profesorado actúe guiando sus comportamientos en función del respeto y la responsabilidad, ya que se trata de valores que pretendemos se aprecien como tales y que pueden ser mejor aprendidos si están presentes en el juego de relaciones entre los estudiantes, y entre éstos y el profesorado.

La libertad del profesorado para abordar este tipo de situaciones es amplia y se recomienda el establecimiento de pautas que limiten la discrecionalidad que como profesional puede ejercer al respecto. El profesorado debe procurar que las situaciones sean tales que el estudiante se sienta reconocido como persona, conozca "las reglas del juego", las normas y referentes que regulan estas relaciones y sepa cómo proceder para transformarlas, en el caso que estime que son mejorables.

El espacio universitario debe ser un ámbito donde sea posible desarrollar prácticas de aprendizaje, por ejercicio y observación, de los valores de respeto y de responsabilidad y que, al mismo tiempo, convoquen a la correspondiente reflexión. La promoción de estos valores -que entendemos exigibles a profesores y estudiantes- y el aprendizaje de las competencias que hacen posible un modo de vida respetuoso y responsable son compatibles con las exigencias de esfuerzo y rigor en la aplicación de los criterios de evaluación de los aprendizajes. El conocimiento de tales criterios, la transparencia en su aplicación y la explicación de los objetivos de aprendizaje y del ritmo previsto para el éxito de su adquisición, son factores que ayudan a que los valores de respeto y responsabilidad sean vividos y aprendidos en la cotidianidad.

6. Las formas de organización social de las tareas de aprendizaje

El proceso de convergencia europea ha generado un espacio que puede resultar oportuno para reflexionar sobre el quehacer del profesorado en las aulas y sobre el aprendizaje de los estudiantes. Efectivamente, este proceso de reflexión y debate sobre la función pedagógica de la formación universitaria se está llevando a cabo en facultades y escuelas ajenas, hasta ahora, a la misma. Tal debate está descubriendo y recuperando en gran medida el avance de las disciplinas que se ocupan del estudio sobre el aprendizaje y la educación. Algunos descubren estas oportunidades, derivadas de la pedagogía y de la psicología, como si realmente fuesen novedades, y otros las recuperan con más fuerza en el contexto universitario. A pesar de esto, el proceso no puede generalizarse ya que está limitado en su práctica a quienes se interesan por la mejora de la calidad docente. Conviene ser prudentes para que su posible generalización verdaderamente eleve la calidad del aprendizaje de los estudiantes y no se limite a un simple barniz pedagógico.

Este contexto nos permite identificar una serie de tendencias características del cambio de cultura docente que conviene promover en la universidad. Tales propensiones desplazan el centro de interés de la enseñanza al aprendizaje, de la información unidireccional a la interacción, del conocer al conocer y adquirir conciencia, del aula a la realidad, de la exposición a la solución de problemas y, en definitiva, centran su atención en el aprendizaje del estudiante, destacando la función del profesorado en este nuevo contexto formativo.

En esta cultura docente en construcción, las formas de organización social de las tareas de aprendizaje adquieren una relevancia pedagógica similar a la surgida entre otros niveles del sistema educativo. Desde nuestra perspectiva, éste es un ámbito en el que la práctica y la observación permiten, de manera natural, aprender a apreciar algunos valores que nos hemos planteado como objetivos en la universidad. Se trata de un modelo de autogestión del aprendizaje para el estudiante en el que el profesor no sólo le enseña, sino que además lo acompaña. Se hace factible mediante estrategias propias de un modelo colaborativo, constructivista y contextual. Así, por ejemplo, el aprendizaje basado en la resolución de problemas, el análisis de casos y el aprendizaje por objetivos son formas de abordar el proceso de enseñanza-aprendizaje que, en el contexto de cambio de cultura docente, están demostrando su potencial eficacia. Tales modelos son óptimos para la formación en valores que proponemos [Martínez y Payá (coords.), 2005]. La adecuada integración de las estrategias señaladas, juntamente con otras más clásicas como la clase magistral o el seminario de lectura, permite al estudiante avanzar en su proceso de aprendizaje experimentando momentos hermenéuticos y de razonamiento inductivo, y momentos discursivos, de uso del lenguaje, de discusión, de elaboración conjunta y de búsqueda de criterios que permitan el avance deductivo y la elaboración de principios y leyes. Este proceso permite aprender a pensar a través de la propia experiencia del aprendizaje, y es óptimo para la práctica de valores como la cooperación, la participación, la autonomía, el esfuerzo, el compromiso y la responsabilidad.

7. La cultura participativa e institucional

La cultura institucional es otro de los ámbitos en los que se aprende éticamente. Cuando nos referimos a la cultura institucional en la universidad, hacemos alusión no tanto a la universidad en su conjunto como al centro, facultad o escuela donde los estudiantes aprenden y conviven. Tomamos como referencia a esa cultura de la comunidad que permite al estudiante particular el ejercicio y reclamo de los derechos y la participación en la toma de decisiones que afectan al conjunto de los estudiantes. Obviamente, la cultura y la política institucional de cada universidad, relativas a las posibilidades de participación de sus estudiantes, profesorado y personal en general, influyen en la formación de este ámbito. Esta influencia repercute en todos los estudiantes, aunque es más notable en aquellos que ejercen el rol de representantes. A pesar de ello, la forma como se organiza el poder en las universidades, el carácter más o menos participativo de los diferentes sectores que la conforman y la transparencia en la toma de decisiones que afectan a su gobierno y funcionamiento, son factores que ayudan a comprender el funcionamiento de las organizaciones. Enseñan, además, en qué medida la participación activa y la implicación en cuestiones que afectan al conjunto de la comunidad son vías válidas para lograr la transformación y mejora. Por el contrario, se convierten en prácticas inútiles si sólo cobran sentido para aquellos que disfrutan construyendo poder a través de la función representativa, sin perjuicio de que ésta haya sido legítimamente adquirida.

Nuestra propuesta aborda, en general, las condiciones apropiadas para evitar que esto último ocurra. Para ello, conviene establecer sistemas que garanticen su participación en la toma de decisiones de aquello que los afecte académicamente, o que otorgue agilidad y eficacia al reclamo de sus derechos. De nuevo insistiremos en que participación e implicación se aprenden con experiencia y se valoran cuando se comprueba su eficacia para la construcción del bien común, y del bien particular cuando éste se consigue de forma legítima. En consecuencia, la propuesta debe ser llevada a la práctica en los contextos más próximos y habituales de los estudiantes.

Los estudiantes son miembros de la universidad. Pero su sentido de pertenencia a la comunidad lo forman a partir de su condición de usuarios de docencia y servicios. Contar con una información confiable y completa en relación con sus derechos y deberes y conocer las vías para mejorar la actividad universitaria que les afecta más directamente, son condiciones necesarias para que su participación resulte eficaz. Disponer de espacios dedicados al análisis, discusión y decisión sobre las cuestiones que afectan a la actividad del centro, compartidos por profesores y estudiantes establecidos a nivel de aula, titulación y facultad, también constituye una necesidad relevante para aprender a participar y a ser consciente de la necesidad de su implicación, a través de la eficacia devenida de las acciones emprendidas. La presencia de estas condiciones en los espacios de aprendizaje y convivencia universitaria estimula el interés por participar en lo común y en lo público. De este modo, estos espacios se convierten en lugares adecuados para aprender que la democracia requiere ciudadanía crítica, participativa e informada. En definitiva, ciudadanía activa.

8. La implicación comunitaria del aprendizaje académico

La participación a la que nos estamos refiriendo conviene completarla con una auténtica implicación del estudiante en la comunidad donde se encuentra la universidad o con la que se relaciona. Esta implicación debe permitir dotar de significación social el aprendizaje académico que el estudiante adquiere en la universidad. Podemos diferenciar dos maneras de conseguir este objetivo. La primera consiste en la participación de los estudiantes en acciones de voluntariado mediante su colaboración en fundaciones o asociaciones promovidas por las universidades con el objetivo de contribuir a la mejora de las condiciones sociales, la cohesión social y la profundización en un modelo de sociedad inclusiva, justa y digna para todos, en contextos próximos o alejados del lugar en el que la universidad desarrolla sus funciones. Los ejemplos de esta modalidad son conocidos y a lo largo de la última década la mayoría de las universidades ha promovido este tipo de acciones y organizaciones. Sus efectos son socialmente positivos y la valoración de su impacto, tanto en la formación personal del estudiante que participa como en el colectivo en el que intervienen, es notable, cuando no excelente. Pese a ello, esta modalidad supone una opción personal del estudiante que no siempre es factible y que requiere de un compromiso por parte de las universidades que no siempre es económicamente sostenible; pero que, en cualquier caso, conviene potenciar.

La segunda manera sobre cómo abordar este quinto ámbito de formación en valores y aprendizaje ético en la universidad tiene menos tradición. Es una forma emergente que supone integrar actividad académica y servicios a la comunidad. No se trata de una tarea de voluntariado, ya que el estudiante puede integrar el tiempo dedicado a estas tareas a su cuenta de créditos académicos. Y tampoco se trata del aprovechamiento académico por parte del estudiante de una actividad no académica, como lo es ofrecer un servicio a la comunidad. Se trata de ofrecer de manera simultánea un servicio y de aprender de una forma distinta y más completa parte de los contenidos académicos de los estudios que se cursan. En sus orígenes, el aprendizaje-servicio4 -nombre con el que se identifica esta modalidad formativa- no fue pensado por la universidad, aunque actualmente el número de universidades en el mundo que están implicadas en programas de estas características es cada vez mayor.

Según nuestro criterio, la novedad más interesante de esta forma de aprendizaje ético en la universidad es la contribución a una formación profesional del futuro graduado construida tanto en el ámbito de la universidad como en el de la comunidad, con resultados difíciles de dominar mediante otras estrategias o programas formativos. Este modelo hace del territorio elegido para ponerlo en práctica y de su realidad sociocultural una fuente de aprendizaje. Sumado a los aprendizajes dentro del aula, del laboratorio o del hospital, puede contribuir a que la formación del futuro graduado -y la manera en cómo éste aborde su intervención profesional-, incluya un mayor compromiso social a favor de una mejor inclusión social. En definitiva, los programas de aprendizaje-servicio en la universidad pueden dotar de mayor significación social a gran parte de los contenidos que el estudiante aprende. De la misma manera, pueden favorecer los contextos de aprendizaje correspondientes -situaciones y momentos de análisis y comprensión hermenéutica de la realidad en la que se vive o estudia-, del todo necesarios para que los estudiantes sean capaces de construir adecuada, personal y autónomamente sistemas de valores orientados a consolidar una sociedad basada en la dignidad de la persona, los estilos de vida y los valores propios de la democracia.

Bibliografía

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ORTEGA y GASSET, J. (1993): Misión de la universidad, Fundación Universidad Empresa, edición 1998.

PUIG, J. M.; BATLLE, R.; BOSCH, C., y PALOS, J. (2006): Aprenentatge servei. Educar per la ciutadania, Barcelona, Octaedro.

FURCO, A., y SHELLEY, H. B. (eds.) (2002): Service-Learning: the Essence of the Pedagogie, Greenwich, Information Age Publishing.

SPAEMANN, R. (2004): Europa: ¿comunidad de valores u ordenamiento jurídico?, Madrid, Fundación Iberdrola.

TRILLA, J. (1992): El profesor y los valores controvertidos, Barcelona, Paidós.

Notas:

* Catedrático y director del Instituto de Ciencias de la Educación (ICE), Universidad de Barcelona, España.

1- Algunas de las afirmaciones formuladas pueden encontrarse en J. Escámez, M. Martínez y P. Ortega (2005): "Los valores de la educación en el espacio de educación superior europeo" en V. Esteban Chaparría (ed.): El espacio europeo de educación superior. Valencia, Universidad Politécnica de Valencia, pp. 165-198.

2- Esta diferenciación se encuentra desarrollada, a partir de la caracterización que formula Josep Puig, en M. Martínez, J. M. Puig y J. Trilla. (2003): "Escuela, profesorado y educación moral. Teoría de la educación", en Revista Interuniversitaria de Teoría de la Educación, n.º 15, pp. 57-94, Universidad de Salamanca.

3- M. Martínez y F. Esteban (2005): "Una propuesta de formación ciudadana para el espacio europeo de educación superior", en Revista Española de Pedagogía, n.º 230; en especial el apartado sobre formación para la ciudadanía y aprendizaje de competencias, pp. 72-76. Acerca del concepto de competencia, entre otras referencias, puede consultarse en D. Rychen y A. Tiana (2004): Developing Key Competencias in Education: Some Lessons from International and National Experience (París, UNESCO); y en E. Rye y A. Torbjorrnsen (2004): Competente-Based Curricula-The Norwegian, www.cidree.org

4- En educación superior las experiencias de aprendizaje-servicio se identifican como Compact-Campus, Engaged-Campus y ServiceLearning. Puede consultarse en www.compact.org y www.servicelearning.org


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