La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación editada por la OEI 

 ISSN: 1022-6508

Está en: OEI - Revista Iberoamericana de Educación - Número 49

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 Número 49: Enero - Abril / Janeiro - Abril 2009

Educación: futuro en construcción / Educação: futuro em construção

  Índice número 49 

Más por más. Para un juego cooperativo entre la sociedad y el profesorado 1

Mariano Fernández Enguita *

* Catedrático de Sociología en el Departamento de Sociología y Comunicación de la Universidad de Salamanca, España.

Síntesis: Si en cada institución hay una o varias profesiones que ocupan el núcleo y le dan forma, en las pertenecientes al ámbito educativo esto sucede con mayor motivo, dada la asimetría fundamental entre el profesorado y el alumnado o las familias. Los profesores latinoamericanos consideran, como los de todo el mundo, pero quizá con algo más de justificación, que su situación es mejorable.
En todo caso, las autoridades deben responder a ese anhelo, y los profesores perseguirlo, en un juego cooperativo de «más por más», en el que todos –la sociedad, los alumnos, los profesores– ganen, en vez de un juego de suma cero en el cual solo se gana a costa de que otro pierda. Pero la combinación de la retórica izquierdista con que los profesores envuelven sus intereses corporativos y el miedo de las autoridades al conflicto empujan a una dinámica distinta, de más por menos, de mejora del profesorado y deterioro de la enseñanza.
Hay mucho que aprender, para no repetirlo, del ejemplo español, con el objetivo de que ese «más por más», teniendo en cuenta que el presente siglo es el de la explosión del conocimiento, se convierta en una propuesta insoslayable, que les permita entablar, como ya se dijo, a la sociedad y al profesorado una nueva relación orientada a que la escuela pueda responder al salto que se está dando en la esfera del conocimiento.
Palabras clave: juegos cooperativos; juegos de suma cero; mejora educativa; profesorado; reforma educativa.
Síntese: Se em cada instituição há uma ou várias profissões que ocupam o seu núcleo e lhe dão forma, naquelas que pertencem ao âmbito educativo isto sucede com maior motivo, dada a assimetria fundamental entre o professorado e o alunado ou as famílias. Os professores latino-americanos, como os do mundo todo, mas aqueles, talvez, com algo mais de justificativa, consideram que sua situação é melhorável.
Em todo caso, as autoridades devem responder a esse desejo, e os professores devem persegui-lo, em um jogo cooperativo de «mais por mais», em que todos – a sociedade, os alunos, os professores – ganhem, em vez de em um jogo de soma zero em que só se ganha à custa de que o outro perca. Mas a combinação da retórica esquerdista com que os professores envolvem seus interesses corporativos e o medo das autoridades ao conflito conduzem a uma dinâmica diferente, de mais por menos, de melhoria do professorado e de deterioro do ensino.
Há muito que aprender, para não repeti-lo, do exemplo espanhol, com o objetivo de que esse «mais por mais», tendo em conta que o presente século é o da explosão do conhecimento, torne-se uma proposta iniludível, que lhes permita implicar, como já foi dito, a sociedade e o professorado numa nova relação orientada a que a escola possa responder ao salto que se está dando na esfera do conhecimento.
Palavras-chave: jogos cooperativos; jogos de soma zero; melhoria educativa; professorado; reforma educativa.

Abstract: If every institution has one or many professions that shape it and that fill its core, in those belonging to the educative area, this happens with more reason, given the fundamental asymmetry that exists between faculty and students or their families. Latin American professors consider, like those all over the world but maybe with more reason, that their situation can improve.
In any case, authorities must answer that desire, and teachers must follow it, in a cooperative win-win situation, in which everybody (the society, the students and the teachers) improves, instead of a zero-sum game in which you can only win when others loose. But the combination of the left-winged rhetoric that teachers surround their corporative interests with, and the fear authorities have of conflict, lead to a different dynamics, a zero-sum one, of improvement of faculty and of deterioration of teaching.
In order to avoid repeating it, there is a lot to learn from the Spanish case, with the aim on making the win-win situations, considering that this century is the century of the knowledge explosion, an unavoidable proposal that will allow the society and the teachers to have a relationship oriented at making the school ready for the step that it is being taken in the sphere of knowledge.
Key words: cooperative games, zero-sum games, educative improvement, faculty, educative reform.

1.      Introducción

¿Por qué es importante el profesorado y qué conclusiones debemos extraer de la respuesta? A primera vista el asunto no tiene demasiados secretos. Por un lado, a diferencia de lo que sucede en la agricultura moderna, la industria y muchos servicios altamente tecnifi­cados, la relación capital / trabajo es baja, lo que implica que la mayor parte del coste de la educación se aplica a los salarios de los educadores, tanto si están bien pagados como si no, aunque las nuevas tecnologías de la información y la comunicación están comenzando a modificar esto. Por otro lado, el contacto entre el profesor y el alumno es extensivo e intensivo: se extiende cinco, seis o más horas al cabo del día, cinco días a la semana, más de treinta semanas al año y un número creciente de años; alcanza no solo a la transmisión y producción de información o conocimiento, sino también a aspectos mucho más amplios y difusos de la socialización, y a menudo con una fuerte carga emocional. Solo la división del trabajo en asignaturas, en la enseñanza secundaria, desperso­naliza a la vez que institucionaliza esa relación, es decir, debilita la relación interpersonal profesor-alumno, pero sin que por ello deje de consistir en un cara a cara extenso e intenso, aunque, a partir de ese momento, también disperso. Esto podría bastar para justificar la necesaria atención de la sociedad y de las autoridades a la situación, las condiciones de trabajo, la cultura profesional y el estado de ánimo del profesorado, o para fundamentar toda serie de afirmaciones al uso, como que la educación depende ante todo de los profesores, que no puede haber reformas sin el profesorado, y un largo etcétera.

2.      La singularidad de instituciones y profesiones

Pero la importancia del profesorado tiene raíces más profundas. La escuela, suele decirse en otro sentido, no es una empresa. La escuela es, sin duda, una organización, pero hay varios tipos de organizaciones. Las empresas son, ciertamente, uno de ellos, y se distinguen de los demás porque su objetivo es la producción de bienes o servicios, lo cual tiene a su vez toda una serie de implicaciones, la principal de las cuales es que el poder dentro de ellas está en manos del empleador (público o privado), no de los empleados. La segunda clase de organizaciones la integran las asociaciones, que persiguen la defensa de algún tipo de intereses –que pueden ser particulares, lo más común, pero también generales, o más bien una interpretación de estos–, algo entre cuyas implicaciones se cuenta que el poder dentro de la misma esté distribuido de forma más o menos igualitaria entre todos sus miembros. El tercer tipo de organizaciones, y el que aquí nos interesa en particular, son las instituciones, cuyo objetivo es la modificación de unas personas por otras, o de ciertas características de unas por medio de la acción de otras. La implicación más importante de esto es que se trata de organizaciones estamentales, con dos tipos de miembros: en la base, los instituciona­lizados (alumnos, pacientes, presos, internos, conscriptos, etc.), que, en mayor o menor grado, son puestos en una posición de dependencia; por encima de ellos, los agentes de la institución, los profesionales (profesores, médicos, guardianes, mandos militares, etc.), con autoridad y capacidad de intervención sobre los primeros. A diferencia de las asociaciones, pues, las instituciones no son organizaciones formadas por un grupo numeroso de miembros más o menos homogéneo, sino por dos, uno de los cuales se ve situado en una relación de dependencia respecto al otro; y, a diferencia de las empresas, no son organizaciones en las que el grueso de los miembros –en particular su núcleo operativo, el que mantiene la organización funcionando–, dependa de alguien al que se subordina el conjunto organizacional, del empleador, sino que es él mismo el que concentra la mayor parte del poder2.

El centro de gravedad de la institución es el profesorado, como el de cualquier otra es la profesión o el grupo de profesiones correspondiente: medicina y enfermería en los hospitales; judicatura, fiscalía, abogacía y demás en los tribunales; milicia en los cuarteles, etc. Este grupo no solo es el que ejerce la acción de la organización sobre su objeto, que en este caso, a diferencia de empresas y asociaciones, son directamente otras personas integradas en la organización, sino también el que ostenta el grueso del poder dentro de ella, con una dependencia muy limitada tanto del público –a diferencia de las asociaciones, donde al menos en parte está integrado en la propia organización–, como del empleador –a diferencia de las empresas, donde conserva el poder decisivo. Eso es, en definitiva, lo que distingue a las profesiones del resto de las ocupaciones: una amplia autonomía respecto de sus empleadores (las profesiones organizacionales) o de la sociedad que les dio el mandato (las profesiones liberales), así como de su público. No estamos hablando, pues, de una ocupación cualquiera, y menos aún de una ocupación en posición de desventaja (como podría desprenderse de alguna vieja expresión española del tipo de «pasar más hambre que un maestro», o de los cuadernos de quejas habituales en el gremio), sino de un grupo dotado de mecanismos de poder político (micro y macro, dentro y fuera del centro) que intentará, como cualquier otro, traducir en privilegios sociales.

El profesorado presenta, no obstante, algunas peculiaridades dentro del abanico de las profesiones. Por una parte, es una profesión masiva, muy numerosa, con un nivel de cualificación bajo en comparación con el de otros grupos profesionales (bajo de entrada en el caso de los maestros, que solo poseen estudios superiores cortos, pero podría decirse lo mismo, en cierto modo, de los profesores de secundaria, que aun poseyendo como formación inicial estudios superiores largos pueden no volver a pasar jamás por un proceso de formación sistemático y selectivo) y fuertemente feminizado, todo lo cual contribuye a que la sociedad se resista a reconocerle los mismos privilegios que a otras profesiones minoritarias, masculinas, selectivas o con alto nivel de cualificación. Por otra, no obstante, se enfrenta a un público cautivo y desarmado: cautivo por cuanto que, a diferencia no ya del comprador de mercancías sino incluso del paciente del médico o el cliente del abogado, no puede renunciar a los servicios del profesor ni, en la mayoría de las ocasiones, elegir los de otro, y desarmado porque, al fin y al cabo, se trata de niños o de padres temerosos de los efectos que sus acciones puedan tener sobre sus niños –quizá sea por eso que, a medida que dejan de ser niños, la relación se vuelve difícil para el profesor–, lo cual hace que este no sea en ningún caso un contrapeso. Además, la fuerte presencia, sea en potencia o en acto, de la subjetividad del alumno en todo el proceso de aprendizaje hace que la actuación del docente aparezca como algo poco menos que imposible de evaluar.

3.      Los intereses corporativos y el interés social

Como todas las profesiones, la docente vive de atender, bien o mal, una necesidad pública, cuya satisfacción está en gran medida públicamente regulada. Como en el caso de buena parte de ellas, esta necesidad es reconocida además como un derecho universal, es decir, como una necesidad cuya satisfacción la sociedad debe garantizar a todos. Como en el caso de ninguna otra, este derecho es también una obligación igualmente universal, lo que convierte a todo individuo en cliente forzoso. Como pocas profesiones, la docente suministra un servicio, la escolarización, que tiende a ser identificado sin mucho esfuerzo con el interés no solo individual, ni común por la mera agregación de lo individual, sino general en sentido estricto, pues la educación es un bien público, lo que supone que la educación de cada individuo, su formación como mejor trabajador o como mejor ciudadano, beneficia también a los demás; y un bien colectivo, pues contribuye a la productividad económica general, la paz social, el progreso, etc., así como enfocado al futuro y no solo al presente, puesto que se concentra precisamente sobre la infancia, la adolescencia y la juventud y pretende preparar a sus integrantes para una vida adulta más plena.

La conjugación de dos circunstancias: una posición subprivile­giada en comparación con otras profesiones –aunque no con todas, ni mucho menos con el conjunto de las ocupaciones– y una fácil identificación de los intereses propios con el interés público, han hecho que la profesión docente encontrara en la ideología y el lenguaje de la izquierda una retórica útil para la defensa de sus reivindicaciones. Por un lado, la autoidentificación como trabajadores de la enseñanza, el uso de una letanía victimista en sociedades donde abundan la pobreza y el apalancamiento en potentes estructuras sindicales frente a los vulnerables poderes públicos, que solo pueden perder legitimidad cada vez que se desata un conflicto en la enseñanza, resultan instrumentos tremendamente útiles para la obtención de los intereses del colectivo, cuya justicia nadie se detendrá a analizar. Por otro, nada más fácil que una cadena de legitimaciones del tipo: «lo que es bueno para la educación es bueno para la sociedad, y lo que es bueno para el profesorado es bueno para la educación» (Fernández Enguita, 2008). Marx indicó que en la lucha de clases triunfa aquella que logra hacer pasar sus intereses particulares por intereses universales: mutatis mutandis, lo que explica mucho del éxito del profesorado en la persecución de sus objetivos.

Sin embargo, puede ser real, y a veces lo es, que el profesorado no cuenta con unas condiciones de trabajo ni recibe unas contrapartidas adecuadas. En el caso de Iberoamérica, son numerosos los países que nunca tuvieron un sistema educativo realmente universal y con una provisión procedente, mientras que aquellos que lo habían puesto en pie casi desde su fundación los vieron deteriorarse de forma espectacular a lo largo de la llamada «década perdida». En toda América Latina se da por sentado que las condiciones de trabajo de los profesores son poco favorables y sus salarios bajos, algo que los sindicatos y los interesados afirman sin fisuras, no obstante lo cual esto no se traduce en una tendencia centrífuga, es decir, en abandonos hacia otras profesiones. Los pocos estudios con los que contamos, empero, no apuntan en este sentido. Uno realizado por la Organización Internacional del Trabajo (oit) (1991) llegó a la conclusión de que los salarios de los profesores en Asia, África y América Latina a principios de la década de los ochenta eran, en promedio, la mitad que los de otros grupos profesionales con un nivel de formación similar.

Pero otro estudio de 1993 (Psacharopoulos, Valenzuela y Arends, 1993) con datos de finales de la década anterior encontró resultados ambiguos, concluyendo que no cabía concluir, valga la flaubertiana redundancia, que los profesores latinoamericanos estuvieran ni mejor ni peor pagados que los demás empleados de la administración pública con los cuales se establecía una comparación. Planteaba, eso sí, la existencia de enormes diferencias entre los propios profesores, por ejemplo, entre los pertenecientes al ámbito rural y al urbano, así como que el colectivo había perdido capacidad adquisitiva relativa en los países que habían sufrido procesos inflacionarios más agudos, quizá por carecer de cláusulas de actualización adecuadas. Este estudio señalaba que la formación de los profesores era muy superior a la del conjunto de los empleados de la administración pública, lo cual reforzaría la tesis de la infrarremuneración (en relación con la cualificación), pero también que su horario de trabajo era notablemente más reducido, lo cual sustanciaría la tesis opuesta de la sobrerremuneración (en relación con el horario).

Estudios posteriores indican también que, en la práctica totalidad de países iberoamericanos y caribeños, los salarios brutos de maestros y profesores son no solo superiores al salario medio de la población sino también iguales o superiores al salario medio de los profesionales, tanto en términos absolutos como por hora trabajada. Un trabajo realizado sobre datos de mediados de la década de los noventa para una docena de países (Liang, 1999) mostró que los profesores ganan salarios inferiores a los de otros trabajadores de cualificación igual o equivalente, pero cuando se controla la diferencia en la carga de trabajo calculando el salario por hora para el tiempo de trabajo nominal (35 horas para el profesor, y hay que repetir que nominales, frente a una media de 50 para los otros sectores) y compensando por las vacaciones, las diferencias desaparecían en todos los casos e incluso se invertían en once de doce países estudiados.

En otro estudio posterior, Hernani-Limarino (2005) se llegó a conclusiones parecidas para diecisiete países iberoamericanos: los profesores reciben salarios inequívocamente más altos que el salario medio, próximos al doble; no obstante, cuando se compara con dos muestras de referencia más limitadas, la de los empleados con educación secundaria o más (téngase en cuenta que la formación media del profesorado no universitario en los países latinoamericanos es de solo doce años, frente a los dieciséis de los países de la ocde) o la de los empleados en trabajos profesionales, técnicos o de oficina, la diferencia cae de manera radical, pero sigue siendo favorable a los profesores (excepto para cuatro países frente al primer grupo de referencia mencionado y para uno frente al segundo, siempre sobre diecisiete), y la diferencia media favorable para los casos estadísticamente consistentes se reduce del 93% al 39% y al 33% respectivamente.

Esto puede resultar sorprendente, dada la unanimidad del profesorado y de sus organizaciones al expresarse en sentido contrario, pero no debería ser así. La experiencia española es exactamente la misma: una combinación de victimismo imaginario y privilegios reales, si bien en un nivel de condiciones de trabajo y salariales mucho más favorables. Pero nuestro objetivo no es tanto discutir lo que ya ha sucedido, como plantear alguna advertencia sobre lo que puede avenir a la luz de lo acontecido. Aceptemos, simplemente, que las condiciones de trabajo y salariales del profesorado en Iberoamérica deban ser mejoradas en diversos aspectos, en parte por ser de justicia y en parte porque así lo quiere el colectivo y cuenta con la fuerza y la convicción necesarias para lograrlo. La cuestión es: ¿cómo podría esto beneficiar a la educación, es decir, al sistema escolar, al servicio público educativo –y entiendo aquí por tal tanto el que proporcionan entidades públicas como el que proporcionan entidades en el marco de una regulación y bajo una supervisión pública–, a los titulares del derecho a la educación, es decir a los alumnos e, indirectamente, sus familias, y a la sociedad en su conjunto? La experiencia española, desde la que escribo, indica no el camino a seguir, sino los errores a evitar. Desde la década de los setenta hasta hoy, desde los estertores de la dictadura pasando por más de treinta años de democracia, la situación de los profesores no ha dejado de mejorar, hasta el punto de situarlos a la cabeza de Europa tanto por sus condiciones de trabajo como por su salario y otras contrapartidas.

4.      La experiencia española... a evitar

La experiencia española es inequívoca. En los cuatro últimos decenios el profesorado ha conseguido notables mejoras en ambos aspectos, trabajo y salario, pero sin que ello se haya traducido per se en una mejora ni de la calidad de la educación (esta mejora ha tenido lugar en muchos aspectos por otros motivos, aunque también hay cosas que han ido a peor) ni, casi con seguridad, de la contribución del profesorado a la misma. De hecho, ni siquiera puede decirse que esto haya mejorado su satisfacción en el empleo o su autoestima profesional, quizá precisamente por ello, o al menos en parte3. En conjunto podría decirse que ha sido claramente un juego de suma negativa, en el que el profesorado ha conseguido, una vez tras otra, obtener «más por menos». Por un lado, han mejorado las contrapartidas salariales y otras. Por otro, ha habido un constante avance –avance del profesorado, pues no creo que pueda calificarse de tal ni para los alumnos, ni para las familias, ni para el sistema educativo o la sociedad– en el acortamiento del calendario y la reducción de la jornada escolar, así como en la disminución de las horas presenciales (las que deben cumplirse en el centro) dentro del conjunto de las horas pagadas y de las horas lectivas (las dedicadas a la clase) dentro de las presenciales. No me parece descabellado afirmar que la combinación de mejores contrapartidas por peor trabajo, es decir, de más por menos, está en la base de la falta de satisfacción y de autoestima de la profesión –no se puede tener todo.

Las reducciones del horario y el calendario escolares se han llevado a cabo o de forma más o menos subrepticia o bajo la bandera del bienestar de los alumnos. La primera modalidad consistió en apurar una y otra vez la legalidad comenzando el curso lo más tarde posible y terminándolo tan pronto fuera viable, ampliando al máximo los períodos vacacionales, para luego adaptar la ley a la nueva realidad y volver a apurar aquella modificando esta, en un ciclo recursivo y de sentido único. Cabe recordar que la legislación española establece siempre márgenes de fechas para el comienzo y el final del curso, interpretados por los centros como límites y como posibilidades por los privados. La segunda, en hacer pasar los objetivos del profesorado por interés de los alumnos o de las familias, como en el lamentable proceso de sustitución de la jornada partida (mañana y tarde) por la continua (solo mañana) en la escuela pública, que ha hecho que los alumnos de esta cursen en la práctica el equivalente de horas igual a un año menos que los de la privada durante su periodo obligatorio4.

Por supuesto que puede hacerse una razonable defensa de la reducción de las horas lectivas dentro del conjunto de la jornada del profesor. Nadie podría aguantar 50, 40 ni 35 horas lectivas; por lo tanto, no se trata de eso. Por lo demás, parece lógico pensar que, cuanto más tiempo tenga el docente para preparar sus clases y otras actividades de enseñanza con los alumnos, mayor será la calidad de estas, aunque sin olvidar que el presupuesto público no es ilimitado. El problema está en el supuesto de que el tiempo que no se dedica a las clases se va a dedicar a prepararlas, o que el tiempo pagado que no se pasa en el centro se dedica a otras actividades vinculadas al trabajo en este. Liberar tiempo lectivo puede ser una condición necesaria para lograr un mayor nivel profesional, pero de ningún modo es una condición suficiente. La razón es obvia: no existe garantía alguna de que el profesor vaya a dedicar esas horas liberadas a su trabajo, en vez de al ocio o a otras actividades laborales o domésticas. Se ha querido aplicar a la enseñanza primaria y secundaria la misma lógica de la universitaria, donde el profesor dedica igual o mayor parte de su tiempo a la investigación que a la docencia y cuenta con un horario docente comparativamente reducido, pero se han olvidado dos cosas: la primera, que el alumno universitario, mayor de edad y en una posición más activa ante el conocimiento, está en condiciones –a diferencia del de niveles inferiores– de detectar y desafiar una enseñanza deficiente; la segunda, que el profesor universitario si bien tiene un pie en el Estado y en la burocracia como docente, tiene el otro en el mercado y en la competencia como investigador, un mercado que mueve dinero –no necesariamente mucho, pero dinero al fin–, poder –quizá simplemente influencia, pero al fin y al cabo soft power– y, ante todo, prestigio –nombre, currículum, distinciones, fama, etc., más las interacciones entre ellos–, a través de publicaciones, conferencias, intervenciones en los medios, actividades de consultoría, etc. Este mercado paralelo y complementario es inexistente o apenas se vislumbra para los profesores de primaria y secundaria. De hecho, si existe es más bien en contraposición a la actividad profesional principal, es decir, como empleo alternativo –por ejemplo las clases particulares o en otro centro, o la dedicación a otras actividades–, y las pocas veces que se desenvuelve en forma complementaria y sinérgica, tal es el caso de las actividades de asesoramiento en el propio campo profesional, resulta, paradójicamente, denostado desde la propia cultura profesional, como queda de manifiesto en la aversión de muchos profesores hacia los asesores, inspectores y cualesquiera otros considerados «desertores de la tiza».

5.      Democracia y sociedad débiles, profesión fuerte

¿De dónde viene la situación comparativamente favorable del profesorado en países como España, Portugal o Grecia, en el contexto europeo, y, aunque de manera muy desigual, en Iberoamérica? No parece fácilmente explicable si la educación ha sido en muchas de estas sociedades descuidada durante decenios, los salarios medios de la población son bajos, los cargos públicos se han distribuido durante largos periodos de forma arbitraria, etc. La hipótesis más razonable, creo, está en el desarrollo comparativamente temprano del Estado y unos pocos grandes monopolios industriales frente al desarrollo tardío de la sociedad civil y el resto de la economía. Sin duda no es el carácter especialmente avanzado de los sistemas escolares ibéricos, ni lo consolidado de la democracia en sus sociedades, por volver a Europa, lo que hace que sus profesores sean los únicos en el continente que tienen el privilegio de elegir a los directores (con o sin una participación testimonial de los padres), sino que la capacidad que han mostrado de imponer sus intereses y apropiarse de esa competencia decisoria frente a las administraciones, el público y la sociedad, debe buscarse en algún otro lugar. Cuando se analiza el caso español puede encontrarse otra constante reveladora: el profesorado es incomparablemente más fuerte y más combativo, y ha impuesto en mayor medida sus intereses y objetivos, cuanto más al sur nos movemos. Pero la industria, la sociedad civil, la cultura y las tradiciones democráticas no se distribuyen así, sino al contrario, más abundantes y sólidas cuanto más al norte. Lo que hace fuerte al profesorado es precisamente la debilidad de la sociedad y de la democracia. La debilidad de la sociedad convierte a los funcionarios en su conjunto, y muy especialmente a los de la educación pública por su número y capacitación, por su tiempo libre y disposición a pasar de las aulas a la esfera pública, en la élite local, lo que se traduce en una fuerte presencia en la clase política, sobre todo rural, y en una desmesurada influencia social. La debilidad de la democracia hace que las autoridades electas se muestren especialmente temerosas de los conflictos con el funcionariado, tanto más con los de los trabajadores de los servicios públicos (educación, sanidad, transporte, energía, etc.), que suelen tener el coste de un fuerte desgaste político, a la vez que dificulta que el público general y los usuarios (padres de alumnos, administradores, usuarios de los servicios, etc.) puedan convertirse en un contrapeso al dominio de los profesionales sobre los servicios.

La traducción del modelo temporal «clases + actividades organizadas + actividad autónoma» en un modelo espacial «aula + sala de profesores + hogar» ha resultado ser, simplemente, un fiasco. Un círculo vicioso en el que la penuria de equipamiento y la burocratización de las actividades cooperativas empujan a abandonar lo antes posible el centro, mientras que la falta de control y las presiones externas empujan a no dedicar tiempo al trabajo cuando se está fuera de él. Un buen equipamiento de los centros, con lugares de trabajo individualizados para todos los profesores, y una máquina de fichar harían más por la mejora de la enseñanza y por la dignificación de la profesión que todas las campañas gubernamentales o sindicales juntas. Por supuesto que existen buenos, muy buenos y óptimos profesores, que muchos dedican a su trabajo tanto tiempo como se les paga y algunos mucho más, pero también los hay malos, muy malos y pésimos, y los hay que evitan sus responsabilidades tanto como pueden. Estas actitudes negativas son posibles, como en cualquier otro medio, desde la falta de ética, pero también desde una seudoética que, al afirmar que todo está mal –salarios, condiciones de trabajo, autoridades administrativas, políticas públicas…–, viene a justificar indirectamente todas las formas de resistencia. Pero la desigualdad en el trabajo de los profesores es el tabú de las organizaciones gremiales y la bestia negra de las autoridades educativas. Las primeras tienen que negarlo contra toda evidencia, porque su estrategia se basa en ignorarlas; las segundas tienen que aguantarlo contra toda lógica, porque temen el conflicto con el profesorado.

Los estilos de dirección, las políticas de personal y los modelos de carrera docente que tratan a todos los profesores por igual favorecen a los de menor capacidad, rendimiento y compromiso y desmoralizan a los más preparados, eficaces y dedicados, porque su mensaje implícito es que da igual hacerlo bien que hacerlo mal, que incluso da lo mismo hacerlo que no hacerlo. Pero la piedra angular de las políticas educativas es la política de recursos humanos, con mayor y mejor motivo que en cualquier otra actividad económica y que para cualquier otra política pública. Hay muchas y muy distintas maneras de aprender lengua, matemáticas, geografía o ciudadanía en la escuela, pero todas ellas requieren un profesorado capacitado, dedicado y comprometido, a la altura de su trabajo. La cuestión es cómo mejorar el sistema educativo partiendo de una situación caracterizada por el doble hecho de que, en primer lugar, su funcionamiento y sus resultados son manifiestamente deficientes y, en segundo, el profesorado cree estar soportando unas condiciones de trabajo y salariales inadecuadas e injustas. En mi opinión, esto requiere dos condiciones: claridad en el debate público y una actitud cooperativa entre las partes. No pretendo indicar cuáles sean las medidas a adoptar en tal o cual país o sistema educativo, en un nivel o un área del sistema, sino tan solo señalar lo que los países iberoamericanos pueden aprender de la tortuosa experiencia española, que consiste sobre todo en no repetir nuestros errores. En la política, como en la tecnología, el que llega después sufre, ha sufrido y sufrirá por ello, pero tiene a cambio la ventaja de poder aprender en cabeza ajena.

6.      Llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos

Claridad en el debate público quiere decir que este no puede sustentarse sobre supuestos, en el mejor de los casos no demostrados y, en el peor, totalmente ajenos a la realidad, como los que llevan a afirmar en cualquier momento y en cualquier lugar del mundo que el profesorado está mal pagado, soporta unas condiciones de trabajo inaceptables, etc. El mundo profesional siempre ha sido, en todo lo que concierne a sus intereses y, con frecuencia, también en lo relativo a sus acciones, un mundo de mistificaciones. La mayor parte de la terminología de la que se sirven las profesiones para definir su posición y sus relaciones con la sociedad y con el público no tienen otra función que esa: la «profesión» como vocación o llamada, es decir, elección de la ocupación por una indicación de lo más alto, o al servicio de los demás, en vez de por su atractivo intrínseco o su interés material para quien la ejerce; profesión «liberal», esto es, ejercida de manera liberal, no venal, por el bien de los demás y no por interés propio; que se aviene a recibir solo «honorarios» por medio de los cuales el cliente tiene el honor de intentar agradecer los servicios que no podría pagar, porque no tienen precio; que califica de venal o mercantil cualquier intento de medir su rendimiento, con lo cual jamás podría ser evaluada... y así podríamos continuar recorriendo toda su jerga autorreferencial5.

Las profesiones más masivas, generalmente asalariadas, vinculadas a los grandes servicios públicos crecidos al amparo del Estado social; las que también han sido llamadas «semiprofesiones» (Etzioni, 1969) por su posición dependiente, la brevedad de sus estudios superiores, cuando es el caso, su función de cuidado personal, su feminización frente a unas profesiones clásicas antes masculinas, no pueden utilizar de la misma manera esa retórica y la han reemplazado por la retórica clásica de la izquierda. Como no venden sus servicios en el mercado, no necesitan decir «honorarios» donde tendrían que decir «precios», pero como sí venden su trabajo al Estado –o a agencias y empresas privadas que a menudo actúan financiadas por este–, sí que pueden y prefieren decir «dignificación profesional» donde deberían decir «salarios y horarios» porque a la hora de la negociación, por supuesto, es esto lo que se pone sobre la mesa, no menciones, placas, galones, medallas ni otras formas posibles de reconocimiento. En conjunto, la retórica liberal de las profesiones clásicas deja paso a la retórica de la izquierda, pues nada más fácil que justificar los intereses del colectivo profesional con los del servicio y los del servicio con los de la sociedad. Así, en el caso que nos ocupa, lo que es bueno para los profesores es bueno para la educación, y lo que es bueno para esta también lo es para la sociedad, una cínica ingenuidad que recuerda la de Charlie Wilson en 1955, cuando, al pasar de presidente de la empresa automovilística a secretario de Defensa del país e interrogado sobre un posible conflicto de intereses proclamó: «Lo que es bueno para la General Motors es bueno para América». Lo mismo podríamos encontrar, por supuesto, en los ámbitos del trabajo social o de la salud, por mencionar otros dos grandes pilares del Estado social, de los cuales no nos ocuparemos aquí ni ahora. Es una de las paradojas del capitalismo informacional que el lenguaje, la ideología, el discurso y la retórica de la izquierda, que nacieron para expresar y promover los intereses de los trabajadores manuales, de la industria, empleados por el capital, sometidos a las peores condiciones de trabajo y salario y reducidos a la mayor precariedad hayan perdido espectacularmente terreno entre estos al tiempo que se han convertido en instrumentos de lucha por el estatus y los privilegios colectivos de los intelectuales, los trabajadores de los servicios cuaternarios y quinarios, los funcionarios (Fernández Enguita, 2000).

El agujero negro del debate público sobre la educación, capaz de absorber y hacer desaparecer cualquier idea que se le aproxime, es hoy la dificultad de llamar a las cosas por su nombre. No habrá un debate sano y productivo mientras el profesorado, sus organizaciones y sus «intelectuales orgánicos» den por sentado que sus reivindicaciones son invariablemente justas y que, por tanto, no precisan de justificación alguna, como cuando se admite de entrada la bondad de cualquier aumento salarial o cualquier reducción horaria; mientras existan tabús que no pueden ser discutidos sin provocar una reacción corporativa del género «gato panza arriba», como las desmesuradas vacaciones del gremio, las limitaciones de su formación, las enormes diferencias de capacidad, dedicación y rendimiento entre sus miembros, etc. Mientras se hagan pasar intereses de los profesores por intereses del público, como en el viciado debate español sobre la reducción y concentración de la jornada escolar; mientras se parta del supuesto de que todo el mundo lo hace mal –alumnos, familias, políticos, medios de comunicación, sociedad– menos los sufridos profesionales del gremio, que hacen todo lo que pueden y más en las peores condiciones imaginables.

7.      Más por más: acuerdos en los que todas las partes ganen

Pero, digámoslo de nuevo, esto no significa que no haya aspectos mejorables en las condiciones de trabajo y las contrapartidas que reciben los profesores, menos aún en los sistemas educativos todavía no suficientemente desarrollados o recién salidos de largos periodos de deterioro en Iberoamérica, ni que no vayan a ser mejorados otros sencillamente porque el profesorado tiene la voluntad y la fuerza suficientes para no renunciar a ello. La cuestión, más bien, es esta: ¿se hará a cambio de nada o como parte de compromisos que mejoren el sistema escolar y su funcionamiento y, en definitiva, la satisfacción del derecho universal a la educación y el empoderamiento de los ciudadanos y la cualificación de los trabajadores? Desde el punto de vista habitual en las organizaciones del profesorado, lo que debería ocurrir es lo primero. Como parten del supuesto de que el profesorado está mal pagado, explotado, oprimido y todo lo demás –tanto si alguna vez lo estuvo como si no, el caso es que se seguirá diciendo lo mismo cualquiera que sea, o llegue a ser, su situación: por eso se ha adoptado con tal fervor la retórica de la izquierda–, ninguna conquista requiere compensaciones. Pero la sociedad, las organizaciones de los otros sectores implicados en la educación, en particular alumnos y padres, y las autoridades democráticas deberían concentrar su esfuerzo en exigir otra lógica y otro lenguaje. No los de un juego de suma cero, en el que tiene que haber un perdedor para que haya un ganador, y en la que tendrán que perder los alumnos, los padres o la sociedad para que el profesorado pueda ganar o viceversa (lo que, por cierto, nunca sucede), sino la de un juego cooperativo, un juego win-win, un juego de suma positiva, en el que no debe resultar aceptable ninguna solución que no presente la característica de que todos ganan.

Aclaremos esto un poco más, pues el agujero negro podría, de no hacerlo así, tragarse este argumento como cualquier otro. No es una solución cooperativa, por ejemplo, aumentar la ratio profesor / alumno bajo el mero e interesado supuesto de que más profesores representan una mejor educación y una mejor educación beneficiaría a los alumnos y a la sociedad. En primer lugar, aunque el argumento parece sensato, y aunque sabemos que podría disminuir –no necesariamente– la carga de trabajo del profesorado, está por demostrar que una mejora de la ratio suponga una mejora de la educación (si hacemos caso a muchos críticos, entre los cuales muchos profesores, la educación camina hacia el abismo al mismo tiempo que mejora la ratio). En segundo lugar, mejorar la ratio supone invertir en el profesorado recursos que podrían ser necesarios en otros frentes dentro y fuera de la educación, por ejemplo para adquirir equipamiento o mejorar las instalaciones escolares, o tal vez para atender a las necesidades no menos importantes ni perentorias de otros colectivos sociales como los ancianos, los marginales, los discapacitados, las mujeres maltratadas, etcétera.

Entre las soluciones cooperativas podrían estar, por ejemplo, que el profesorado cobrara más por trabajar más, que se ofrecieran mejoras salariales u otras, tales como permisos, formación, reducciones horarias, apoyo a proyectos, entre otras, a quienes hacen más y mejor trabajo, etc. Vista en conjunto, una solución cooperativa supone que ambas o todas las partes ganen. Vista desde la perspectiva de cualquiera de las partes singulares, y a no ser que los jugadores, que no son sino las partes implicadas, se estén apropiando un recurso ilimitado o abundante (por ejemplo, si los judíos del Éxodo se apropian el maná caído del cielo), o estén expoliando a un tercero (por ejemplo, si los ocupantes del Nuevo Mundo se reparten las tierras de los nativos, o los profesores y los padres el presupuesto público), una solución cooperativa es aquella en la que dicha parte recibe más y da más al mismo tiempo.

«Más por más» debería ser la máxima irrenunciable en las relaciones entre la sociedad y el profesorado y, por tanto, en las negociaciones entre las administraciones y la representación del público, por un lado, y los sindicatos y cualquier organización representativa del profesorado, por otro. En un juego de suma positiva todas las partes pueden ganar al mismo tiempo, todas iguales como ganadoras aunque, como en la granja de Orwell, algunas sean más iguales que otras o, para ser exactos, algunas ganen más que otras. En un juego de suma cero (y así es como contemplan sus relaciones con el sistema educativo muchos profesores y muchas de sus organizaciones), un jugador solo puede ganar si algún otro pierde; y esto, si está explotado, será su liberación de la explotación, pero, si ya no lo está, y generalmente así es, solo podrá hacerlo convirtiéndose a sí mismo, cada vez más en explotador: explotador del público, del resto de los trabajadores y de la sociedad.

El siglo xxi será el de la explosión del conocimiento, como el xx lo fue del trabajo y el xix del capital. La divisoria que hoy se cierne sobre individuos, clases, naciones y civilizaciones no es ya la de poseer más o menos territorio, población o capital acumulado –aunque estos no dejen de tener su importancia–, sino la relacionada con su capacidad de adquirir, crear y aplicar el conocimiento. El papel del sistema escolar en ello será menos exclusivo, pero seguirá siendo determinante, y el papel de conjunto de la educación y el aprendizaje, sea de forma instituciona­lizada o autónoma, será cada vez más relevante. Pero no está claro cuál será el papel del profesorado en este proceso.

El anterior gran salto de la humanidad en relación con el conocimiento, y el único comparable, fue la invención de la imprenta y la alfabetización universal –la galaxia Gutenberg–, cuyos instrumentos fueron precisamente la escuela y el profesorado. La diferencia es que entonces el profesorado dominaba por entero las nuevas técnicas de manipulación (lectura y escritura) y el grueso del conocimiento (las artes liberales) en las que, en mayor o menor medida, debía introducir a la población, mientras que hoy, a la hora de introducirnos en la sociedad de las nuevas tecnologías y del conocimiento –la galaxia Internet–, no lo hace mejor que esta, o quizá incluso lo haga peor. La capacidad de adaptación y respuesta de cada sociedad nacional al nuevo siglo será, en gran medida, la de su sistema educativo, y esta la de su profesión docente. Si la escuela no responde, tampoco lo hará la sociedad, o habrá de servirse de otras instituciones para ello; y, para que la escuela lo haga, habrá de hacerlo sin duda el profesorado. La sociedad y el profesorado deberán entrar, pues, en una nueva relación, tal vez similar a la del arranque de la modernidad, cuando aquella veía en este su sacerdocio laico y este se consideraba entregado sin reservas al servicio de aquella, y en todo caso será muy distinta a la combinación de desconfianza y corporativismo que marcan el desencuentro actual.

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