La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación editada por la OEI 

 ISSN: 1022-6508

Está en: OEI - Revista Iberoamericana de Educación - Número 49

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 Número 49: Enero - Abril / Janeiro - Abril 2009

Educación: futuro en construcción / Educação: futuro em construção

  Índice número 49 

La universidad, sus derechos e incierto futuro

José Joaquín Brunner *

* Director de la Cátedra UNESCO de Políticas Comparadas de Educación Superior, en la Universidad Diego Portales, Chile.

síntesis: El presente artículo busca caracterizar las incertidumbres de la universidad contemporánea a partir de su historia, la cual se presenta en torno al eje de sus cambiantes formas de inserción en los campos del poder y del derecho. Se plantea aquí que el poder intelectual de la universidad confronta hoy con las fuerzas del mercado, en un escenario en el que las instituciones educativas pierden el monopolio sobre la producción del conocimiento avanzado, sobre el valor de cambio y simbólico de las credenciales que otorgan y sobre la capacidad de autorregularse en función de sus propios ideales e intereses.
Palabras clave: universidad; poder intelectual; fuerzas del mercado.
SÍNTESE: O presente artigo busca caracterizar as incertezas da universidade contemporânea a partir de sua história, a qual se apresenta em torno ao eixo de diferentes formas de inserção nos campos do poder e do direito. Aqui se propõe que o poder intelectual da universidade se confronta hoje com as forças do mercado, em um cenário em que as instituições educativas perdem o monopólio sobre a produção do conhecimento avançado, sobre o valor de mudança e simbólico das credenciais que outorgam e sobre a capacidade de auto-regulação em função de seus próprios ideais e interesses.
Palavras-chave: universidade; poder intelectual; forças do mercado.
Abstract: This paper aims at characterizing the uncertainties of present day college education, taking as a starting point its history, which is slenderly presented around the axis of its ever changing forms of insertion in the fields of law and power. We think that the intellectual power of universities struggles nowadays with market forces, in a scenario in which educative institutions are loosing the monopoly of the production of advanced knowledge, the monopoly of the exchange value and symbolic value of the credentials by them issued, and the monopoly of the capacity to regulate themselves according to their own ideals and interests.
Key words: university; intellectual power; market forces.

1.       El orden antiguo

Desde su origen, las universidades aparecen situadas en un campo de fuerzas entrecruzadas que se expresa en el lenguaje del poder y los derechos: de la corona, la cruz y la ciudad o el municipio sobre el control de estas instituciones; de los maestros y sus alumnos para decidir sobre los asuntos escolásticos; de los rectores o cancilleres y sus atribuciones para organizar, administrar, asignar recursos y aplicar sanciones; de los graduados y sus prerrogativas de estatus, primero, y de las profesiones que aquellas forman, después; sobre los conocimientos producidos y transmitidos, la libertad de indagación y crítica, y los alcances de la licencia para enseñar y la facultad de examinar. Por su lado, las universidades inicialmente emplazadas en este campo, aunque pocas en número (para comenzar: Bolonia, París, Montpellier, Oxford, Padua, Salamanca, Cambridge), ya a finales del siglo xiii se habían convertido en:

[...] instituciones gravitantes en la vida intelectual europea; lugares dedicados a la producción y difusión de ideas, incluso sitios con un genuino «poder intelectual», amén de hallarse a cargo de la preparación de las élites eclesiásticas y civiles (Verger, 1992, p. 55).

Se trataba, sin embargo, de un poder contestado; intelectual, sin duda, pero también institucional, acompañado de fueros y privilegios, bienes terrenos y prebendas, monopolios geográficos y sobre recursos valiosos como eran las ocupaciones académicas y los grados. Contestado, es decir, adquirido en medio de pugnas y negociaciones, a través de la razón y la astucia (Nardi, 1992). Por el contrario, nada hay en esta escena original que conduzca hacia el despliegue de una «idea» (de la universidad) o que lleve a pensar, como piensa el idealismo, que esta institución surge de una suerte de condensación del espíritu humano, movido por el puro amor sciendi (Bussi, 2002). Más bien, a poco andar, dos o tres siglos –breve lapso en esta escala de larga duración– las universidades, igual que cualquiera otra corporación medieval –de la cual toman su nombre: universitas magistrorum et scholarium o universitas studii– podían distinguirse ya suficientemente por sus específicos privilegios o, como entonces se llamaban, «libertades e inmunidades» (Gieysztor, 1992, p. 108).

Entre ellas, la más importante fue la obtención de su especial autonomía por parte de estas corporaciones, el derecho de sus maestros y estudiantes para actuar como cuerpo en sus relaciones extramuros y ejercer jurisdicción sobre sus asuntos internos. Los estatutos de cada universidad, cuyo origen parece perderse en el tiempo (Le Goff, 1986, p. 72), daban expresión legal a esos privilegios, los regulaban de manera minuciosa y establecían las normas que debían regir la relación de las corporaciones con la Iglesia, el imperio o la monarquía y la comuna, según el caso.

Una parte decisiva de estas reglas se refería al sustento material de las corporaciones –su patrimonio e ingresos– y, otra, a las condiciones para la incorporación y participación en la comunidad de maestros y alumnos. Respecto de la infraestructura material que soportaba a este poder intelectual –de la cual se sabe poco en términos contables (Cobban, 1975, p. 237)– provenía de recursos internos tales como aranceles, multas, pago por exámenes y al momento de la graduación y la collectae –especie de impuesto cobrado a los estudiantes una o dos veces al año para cubrir el pago de algunos funcionarios y otros gastos corrientes de la corporación–; y de recursos externos, como beneficios eclesiásticos, salarios pagados por el rey o la ciudad, donaciones y legados. En general, los gastos parecen haber sido congruos, destinándose una proporción a la mantención de los edificios, a solventar litigios y festividades. Los maestros, en tanto, obtenían su remuneración ya fuera de diversas fuentes externas o directamente de los estudiantes, o bien gozaban de prebendas y otros beneficios eclesiásticos (Verger, 1992a, pp. 151-154), siempre bajo la tensión que generaba la pregunta de si acaso era legítimo vender por dinero el conocimiento, un don divino que, por lo mismo, debía dispensarse gratuitamente.

La integración de este «ayuntamiento de maestros y escolares, que es hecho en algún lugar con voluntad y con entendimiento de aprender los saberes» se reforzaba además mediante prácticas y ritos que legitimaban el juego de posiciones en su interior:

[...] congregaciones, instalaciones, exámenes, inducciones (al cargo de maestro, la inceptio), procedimientos jurisdiccionales, lecciones, servicios religiosos e incluso cenas y festividades debían observar secuencias rituales de palabras, gestos, objetos, música y luces y formas prescrita de vestimenta. Las insignias universitarias abarcaban un grupo amplio de objetos simbólicos empleados de variadas formas en diferentes momentos por los miembros de los cuerpos académicos: cetro y bastón de mando, collares, anillos, sellos, cálices, llaves, registros y estatutos, togas y birretes (Gieysztor, 1992, p. 139).

En breve, el orden moral de la corporación se hallaba fuertemente estructurado y se celebraba a través de estos actos, que ayudaban a demarcar las jerarquías dentro de la comunidad y sus fronteras simbólicas con el entorno, al mismo tiempo que realzaban su propia identidad en un campo de fuerzas en constante movimiento. La organización misma se apoyaba en estos elementos tradicionales y carismáticos (Clark, 2006). Los derechos se adherían al colectivo y a las personas como signo de su estatus. Este era el orden antiguo –coetáneo de las cortes y las jerarquías heredadas dentro de una estructura sancionada por su Creador– previo a las formas capitalistas y burocráticas que entonces operaban aún débilmente en el entorno de la universidad.

2.       La universidad moderna

Siglos más adelante, después de sobrevivir a la disolución del orden antiguo, las universidades no solo habían pasado a ser parte de los Estados nacionales y su modelo a implantarse en los nuevos mundos de las Américas, Asia, África y el Pacífico (Shils y Roberts, 2004; Roberts, Rodríguez Cruz y Herbst, 1996), sino que llegarían a convertirse en un rasgo distintivo de la época: una propiedad moderna, una manifestación de la modernidad. Pues como señala Shils (1976, p. 119):

Un Estado moderno no podría existir sin un complejo sistema de educación superior destinado a crear esos nuevos intelectuales «funcionales» –empleados civiles, especialistas en ciencias aplicadas, ingenieros, contadores, maestros–, sin toda la gama de ocupaciones profesionales «terciarias» de la clase media que son inherentes a una economía moderna, indispensables para una moderna organización militar e imprescindibles para el funcionamiento del Estado y de la sociedad.

La modernización de las sociedades pasaba entonces, por así decir, a través de las universidades y la enseñanza superior, otorgando una posición distinta, menos libremente flotante, al poder intelectual. En juego está aquí el rol que el Estado atribuía a ese poder y a la profesión (la académica) que él congregaba. Volvamos a Shils (1976, p. 132):

La idea de que un país tiene que modernizarse incluye el convencimiento de que ello solo puede lograrse a través de la creación de un cuerpo de intelectuales. La existencia de una clase de personas de gran cultura se considera componente esencial de un régimen moderno, así como un necesario prerrequisito funcional. Ello exigió la creación de un sistema de instituciones intelectuales modernas donde antes solo había fragmentos dispersos, como una facultad de medicina en un lugar y una facultad de ingeniería en otro.

Se vislumbran en este último pasaje las tensiones que la secularización imponía a los Estados nacionales emergentes, en su lucha con los intelectuales tradicionales de origen religioso. Ahora el énfasis estaba puesto en los intelectuales «funcionales» –orgánicos, los llamaba Gramsci–, en condiciones, por ende, de servir a los intereses de las nacientes clases medias y las pretensiones hegemónicas de la burocracia estatal.

La universidad, llamada a ponerse al servicio de esos intereses y estas pretensiones, resultó de dos modelos finalmente convergentes –el napoleónico y el humboldtiano, el francés y el prusiano– cada uno de los cuales contribuyó a definir su identidad propiamente moderna. El primero impuso a las antiguas corporaciones la disciplina de las burocracias, profesionalizó la carrera funcionaria de los académicos y convirtió a las universidades en objeto de las políticas nacionales de educación. El segundo las dotó de un nuevo sentido de misión: la de cultivar –junto al conocimiento heredado y las profesiones útiles– el nuevo conocimiento en la frontera de las disciplinas, en un ambiente caracterizado por las libertades de enseñar y aprender (Rüegg, 2004; Charle, 2004).

El poder intelectual investido en las universidades se integra entonces, aunque de variadas formas y con grados de autonomía también variables, al poder del Estado, que gradualmente asume su sustentación material (Gerbod, 2004). La universidad moderna, en efecto, es producto del mecenazgo estatal, a diferencia de las universidades antiguas que habían dependido del pago de los estudiantes y el favor de los reyes y las cortes, los papas y obispos, y los grandes burgueses de las ciudades prósperas.

En cambio, el alcance social de este poder –su pretensión formativa de las nuevas clases medias profesionalizadas– permanece circunscrito a una minoría. En toda Europa el número de estudiantes creció apenas de 80 mil alrededor de 1840 a 600 mil al momento de deto­nar la Segunda Guerra Mundial; una cifra inferior al número de alumnos que hoy cursan estudios superiores en Chile. En efecto, a medida que las naciones se convertían en Estados, o que estos organizaban a las na­cio­nes, el servicio civil reclamaba un número modesto de personas en posesión de un certificado académico. Como consecuencia, también la matrícula universitaria empieza a crecer lentamente:

Sin contar los estudiantes de teología, Alemania iba en cabeza al final de la década de 1870 con unos 17 mil [estudiantes], seguido de muy lejos por Italia y Francia con 9 mil y 10 mil cada uno y Austria con unos 8 mil (Hobsbawm, 2007b, p. 105).

En las demás regiones del mundo, la fracción de jóvenes que ingresaba a las universidades era todavía más reducida. Hasta ese momento la universidad moderna continuaba, pues, ofreciendo un privilegio más que un servicio; atendía a una exclusiva minoría, la de los herederos (Bourdieu y Passeron, 2003), no a la masa; en fin, era una institución de élite por el número de estudiantes que recibía y por su composición social (Trow, 1974).

Pero en cuanto a su base, el poder intelectual de estas universidades se diversifica fuertemente en el siglo que precede al de la segunda guerra, principalmente bajo el influjo del modelo humboldtiano. La división del trabajo académico (Clark, 1983, pp. 28-71) se vuelve más y más compleja y densa, mayor la especialización disciplinaria, más gravitante el peso de la investigación y de las ciencias. Progresivamente, la solidaridad orgánica –aquella que nace de la interconexión de las funciones– ocupa el lugar que antiguamente había tenido la solidaridad moral en la integración institucional, al mismo tiempo que los elementos carismáticos y los comportamientos rituales retroceden dando paso a los componentes burocráticos. El cetro y el bastón de mando ceden su lugar a las circulares administrativas; la toga y el birrete, al sello ministerial. La comunidad de los maestros fundada en un orden de creencias es sustituida por un ensamblaje de posiciones funcionarias a través de las cuales se expande la profesión académica (en Europa compuesta por 5 mil profesores alrededor de 1840 y por 32 mil un siglo después), distribuida en cátedras y departamentos. A la hora de la designación de los profesores, los laberintos del poder central se entrelazan con los laberintos de la burocracia universitaria, como ilustra la fallida desig­nación de Max Weber en la Universidad de Berlín (Weber, 1995, pp. 219-221)1.

También las instituciones universitarias diversifican su perfil, según su tamaño, funciones, capacidad económica y prestigio asociado a su ubicación geopolítica. Como ideal se impone el modelo alemán –prusiano– que, bajo la forma de la research university de los Estados Unidos, predomina a lo largo del siglo xx. Pero a su lado surgen múltiples otros tipos institucionales: las grandes escuelas francesas, los colleges ingleses, los institutos tecnológicos y politécnicos, las universidades dedicadas a las artes mecánicas, las modernas universidades católicas, las universidades dedicadas solamente a lo docencia de primer grado, etcétera.

En esta fase entonces, hasta la Segunda Guerra Mundial, la universidad moderna consolida su poder intelectual el cual se amplía y transforma por el cultivo de las disciplinas, aunque todavía dentro del ámbito de la «pequeña ciencia», como la llama de Solla Price (1963); él se conecta y prolonga además hacia las «grandes» profesiones al mismo tiempo que permanece concentrado en los pequeños números: de instituciones, profesores y alumnos. Básicamente, entonces, la universidad continuaba actuando como puerta de acceso hacia las élites, al menos en aquella avenida abierta a la carrera de los talentos.

A su vez, las principales dinámicas del poder universitario se hallan impulsadas, en esta etapa, por su imbricación con el proyecto nacional-estatal. No solo depende aquel para su manutención del Estado sino que este le extiende su propia legitimidad a cambio del prestigio específicamente cultural que le presta el estamento intelectual. En efecto, según sostenía Weber, así como las guerras aumentan el prestigio de los Estados victoriosos, solo la cultura puede cohesionar y dotar de prestigio a los sentimientos nacionales. Por ahí se pregunta, «cuál es, pues, la significación realpolitisch de la Kultur?» Su respuesta es: proporcionar los valores particulares que distinguen al grupo nacional; su individualidad. Y esta tarea cabía ante todo a los intelectuales. En efecto:

[...] esta misión –en tanto que intenta justificarse a sí misma por el valor de su contenido– solamente puede ser realizada consecuentemente como misión «cultural» específica. [...] Por consiguiente, es natural que si los que disponen de poder dentro de una comunidad política exaltan la idea del Estado, los que se encuentran en el seno de una «comunidad de cultura», es decir, un grupo de hombres con capacidad de realizar obras consideradas como «bienes culturales», usurpen la dirección. Nos referimos con ello a los «intelectuales» que [...] están específicamente predestinados a propagar la idea «nacional» (Weber, 1964, p. 682).

Esta identificación del poder intelectual con las pretensiones nacionales y del Estado encontraría, a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, su expresión más virulenta y un signo de su bancarrota, en el discurso rectoral de Heidegger2 al hacerse cargo de la Universidad de Friburgo en abril de 1933. Allí, al tomar posesión de su cargo anuncia que «la tan celebrada libertad académica será expulsada de la universidad alemana pues esta libertad no era auténtica, sino tan solo negativa». En su lugar propone tres nuevas obligaciones que, en adelante, deberán asumir los estudiantes: para con la comunidad del pueblo, para con el honor y el destino de la nación en medio de otros pueblos y para con la misión espiritual del pueblo alemán. Servicio del trabajo, servicio de las armas y servicio del saber (Nolte, 1998, p. 145). Así, la universidad era llamada a consagrarse al «más alto servicio al pueblo en su Estado». Se abría un rumbo cuyo fin –dirá en esa ocasión el rector– solo «comprenderemos plenamente [...] cuando hagamos nuestra aquella grande y profunda presencia de ánimo de la cual la antigua sabiduría griega pudo decir: “Todo lo grande se encuentra en medio de la tempestad”».

Mas, como sugiere Boyle, no es a Heidegger a quien debe culparse de la tragedia final de la universidad alemana; más bien, aquella tragedia moderna representó «el fracaso de quienes en Alemania estaban a cargo de mantener la coherencia de la vida intelectual de la nación; un fracaso de las universidades». En vez de analizar el pasado y el presente de la nación y propiciar reformas realistas bajo el régimen de Weimar, desestimulando las fantasías, las instituciones:

[...] sucumbieron a sus propias fantasías –sobre todo a la de su propia importancia– que esencialmente eran regresiones al credo que las habían sostenido a lo largo de los siglos de monarquía absoluta y que ahora, de golpe, habían terminado (Boyle, 1998, p. 231)3.

3.       La expansión de la matrícula

Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, la educación superior experimenta un explosivo crecimiento, primero en varios países desarrollados, con ee.uu. a la cabeza, luego, más adelante, en el resto del mundo, con la (entonces) Unión Soviética al tope de la lista. ee.uu., que en 1900 inscribía en sus instituciones de educación superior a un 4 por ciento del grupo entre 18 y 21 años, dobla esa cifra durante los siguientes veinte años y luego nuevamente, hasta alcanzar un 15,6 por ciento en 1940. Después de la guerra el incremento de la cobertura se acelera, alcanzando a un tercio de los alumnos en 1956. Bajo estas condiciones, ha observado Halsey (1961, p. 460):

La función de las universidades como jardín infantil (nurserie) de los grupos de élite es sobrepasada por su nueva función como un servicio masivo de educación en una emergente sociedad tecnológica.

Dentro del esfuerzo por reconstruir el orden internacional de posguerra, la educación pasa a ocupar un lugar central en la Declaración de los Derechos Humanos (1948), la cual en su artículo 26.º proclama:

1. Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos. [La negrita es del autor.]

El derecho de acceso a los estudios superiores «igual para todos, en función de los méritos respectivos», se convierte en un aliciente para las políticas expansivas de los gobiernos alrededor del mundo, y en 1965 se logra matricular a 9 de cada 100 jóvenes del grupo en edad de cursar estudios superiores; cifra que se duplica en los siguientes treinta años, momento en el cual se registran más de 80 millones de estudiantes en instituciones de educación terciaria, los que en 2005 alcanzan a 138 millones.

Este movimiento ascendente de la matrícula se ve respaldado por los «derechos de la demanda», lo que aparece reiterado en diversos documentos internacionales, en particular en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales adoptado el año 1966 por la Asamblea General de las Naciones Unidas y que entró en vigor una década más tarde. En efecto, se declara en su artículo 13.º, párrafo segundo, que:

Los Estados partes en el presente Pacto reconocen que, con objeto de lograr el pleno ejercicio de este derecho:

a)       La enseñanza primaria debe ser obligatoria y asequible a todos gratuitamente.
b)       La enseñanza secundaria, en sus diferentes formas, incluso la enseñanza secundaria técnica y profesional, debe ser generalizada y hacerse accesible a todos, por cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita.
c)       La enseñanza superior debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la base de la capacidad de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita. [La negrita es del autor.]

Posteriormente, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas (1999), en sus Observaciones Generales al artículo 13.º del Pacto, formula una serie de especificaciones al enunciado relativo a la educación superior, las cuales pueden resumirse de la siguiente forma.

En primer lugar, en el punto 6.º de la Observación General n.º 13, refiriéndose al párrafo segundo del artículo 13.º citado más arriba, se señala que la enseñanza superior comprende los elementos de dispo­nibilidad, accesibilidad, aceptabilidad y adaptabilidad, que son comunes a la enseñanza en todas sus formas y en todos los niveles, si bien su aplicación precisa y pertinente depende de las condiciones que imperen en un determinado Estado parte. Estos atributos se definen en el texto de dicha observación de la siguiente forma:

a)       Disponibilidad. Debe haber instituciones y programas de enseñanza en cantidad suficiente en el ámbito del Estado Parte. Las condiciones para que funcionen dependen de numerosos factores, entre otros, el contexto de desarrollo en el que actúan; por ejemplo, las instituciones y los programas probablemente necesiten edificios u otra protección contra los elementos, instalaciones sanitarias para ambos sexos, agua potable, docentes calificados con salarios competitivos, materiales de enseñanza, etc.; algunos necesitarán además bibliotecas, servicios de informática, tecnología de la información, etc.
b)       Accesibilidad. Las instituciones y los programas de enseñanza han de ser accesibles a todos, sin discriminación, en el ámbito del Estado Parte. La accesibilidad consta de tres dimensiones que coinciden parcialmente:

i)  No discriminación. La educación debe ser accesible a todos, especialmente a los grupos más vulnerables de hecho y de derecho, sin discriminación por ninguno de los motivos prohibidos.
ii) Accesibilidad material. La educación ha de ser asequible materialmente, ya sea por su localización geográfica de acceso razonable (por ejemplo, una escuela vecinal) o por medio de la tecnología moderna (mediante el acceso a programas de educación a distancia).
iii)  Accesibilidad económica. La educación ha de estar al alcance de todos. Esta dimensión de la accesibilidad está condicionada por las diferencias de redacción del párrafo 2 del artículo 13.º respecto de la enseñanza primaria, secundaria y superior: mientras que la enseñanza primaria ha de ser gratuita para todos, se pide a los Estados Partes que implanten gradualmente la enseñanza secundaria y superior gratuita.

c)       Aceptabilidad. La forma y el fondo de la educación, comprendidos los programas de estudio y los métodos pedagógicos, han de ser aceptables (por ejemplo, pertinentes, adecuados culturalmente y de buena calidad) para los estudiantes y, cuando proceda, los padres; este punto está supeditado a los objetivos de la educación mencionados en el párrafo 1 del artículo 13.º y a las normas mínimas que el Estado apruebe en materia de enseñanza.
d)       Adaptabilidad. La educación ha de tener la flexibilidad necesaria para adaptarse a las necesidades de sociedades y comunidades en transformación y responder a las necesidades de los alumnos en contextos culturales y sociales variados.

Luego se precisan estas observaciones en relación a la educación terciaria. Por un lado, se subraya que para responder a las necesidades de los alumnos en distintos contextos sociales y culturales, sus planes de estudio deben ser flexibles y los sistemas de instrucción variados, con utilización incluso de la enseñanza a distancia. Por el otro, que si bien la enseñanza superior debe hacerse accesible a todos, sobre la base de la capacidad de cada uno, ella no está sujeta a la regla aplicable a la educación secundaria según la cual esta «debe ser generalizada y hacerse accesible a todos». Es decir, la enseñanza superior no debe necesariamente «ser generalizada», sino solo hallarse disponible «sobre la base de la capacidad», la cual habrá de valorarse con respecto a los conocimientos especializados y la experiencia de cada cual. Más que de un derecho subjetivo, en suma, o sea de la titularidad sobre una prerrogativa individual que podía hacerse valer frente al Estado, se trataba en este caso de un compromiso exigido a los Estados de hacer accesible la educación superior sobre la base del mérito.

Por último, las Observaciones del Comité dedican tres párrafos (números 38 a 40) a la libertad académica del cuerpo docente y de los alumnos. Se señala allí que según la experiencia del Comité, «el cuerpo docente y los alumnos de enseñanza superior son especialmente vulnerables a las presiones políticas y de otro tipo que ponen en peligro la libertad académica». Y luego el Comité enuncia los siguientes principios:

39. Los miembros de la comunidad académica son libres, individual o colectivamente, de buscar, desarrollar y transmitir el conocimiento y las ideas mediante la investigación, la docencia, el estudio, el debate, la documentación, la producción, la creación o los escritos. La libertad académica comprende la libertad del individuo para expresar libremente sus opiniones sobre la institución o el sistema en el que trabaja, para desempeñar sus funciones sin discriminación ni miedo a la represión del Estado o cualquier otra institución, de participar en organismos académicos profesionales o representativos y de disfrutar de todos los derechos humanos reconocidos internacionalmente que se apliquen a los demás habitantes del mismo territorio. El disfrute de la libertad académica conlleva obligaciones, como el deber de respetar la libertad académica de los demás, velar por la discusión ecuánime de las opiniones contrarias y tratar a todos sin discriminación por ninguno de los motivos prohibidos.

40. Para el disfrute de la libertad académica es imprescindible la autonomía de las instituciones de enseñanza superior. La autonomía es el grado de autogobierno necesario para que sean eficaces las decisiones adoptadas por las instituciones de enseñanza superior con respecto a su labor académica, normas, gestión y actividades conexas. Ahora bien, el autogobierno debe ser compatible con los sistemas de fiscalización pública, especialmente en lo que respecta a la financiación estatal. Habida cuenta de las considerables inversiones públicas destinadas a la enseñanza superior, es preciso llegar a un equilibrio correcto entre la autonomía institucional y la obligación de rendir cuentas. Si bien no hay un único modelo, las disposiciones institucionales han de ser razonables, justas y equitativas y, en la medida de lo posible, transparentes y participativas.

4.       Acceso, libertad, gratuidad: las mayores DESTILACIONES de posguerra

En breve, la reconstrucción del orden internacional buscó universalizar –en el plano de las obligaciones estatales– principios de acceso meritocrático a la educación superior, de libertad académica para los cuerpos docentes y estudiantiles basada en una autonomía responsable de las instituciones y de progresiva gratuidad del servicio docente a nivel terciario.

Sin embargo, en cada uno de estos tres frentes, la experiencia de la segunda mitad del siglo xx muestra, hasta hoy, la presencia de obstáculos insuperables.

Todavía en muchas partes del mundo la formación superior es un terreno reservado a los herederos del capital cultural y económico transmitido por sus familias; el jardín infantil de las élites. A pesar de la enorme expansión del servicio –en todo caso desigual entre países– o, quizá precisamente en virtud de ella, ahora se vuelve patente que las leyes de la reproducción social de los privilegios de cuna son más fuertes que las aspiraciones meritocráticas de la democracia. El objetivo burgués-ilustrado de una «carrera abierta a los talentos» (Hobsbawm, 2007a, pp. 187-204) ha probado, en los más diversos contextos nacionales, hallarse enredado con la selección social del mérito, al punto que la igualdad formal del derecho, incluso la igualación de medios económicos a través de becas y créditos, parecieran derrotarse a sí mismas. En efecto:

[...] la eficacia de los factores sociales de desigualdad es tal que la igualación de los medios económicos podría realizarse sin que el sistema universitario deje por eso de consagrar las desigualdades a través de la transformación del privilegio social en don o mérito individual. Mejor aún, habiéndose cumplido con la igualdad formal de posibilidades, la educación podría poner todas las apariencias de la legitimidad al servicio de la legitimación de los privilegios (Bourdieu y Passeron, 2003, p. 45).

La libertad académica –Lehrfreiheit y Lernfreiheit, en el idioma de la universidad humboldtiana–, contenciosa como fue desde el origen de las corporaciones de maestros y alumnos, ha sido tomada por asalto y derrotada mil veces en diferentes regiones; conculcada por motivos políticos y regímenes autoritarios (América Latina, Asia y África), ideológicos (en los sistemas totalitarios), religiosos (por fundamentalismos que invocan diferentes dioses), de seguridad nacional (en el este y el oeste), cuando no por la escasez de medios para ejercerla (en los países más pobres del mundo). Otras veces ella misma ha dado lugar a perver­siones, como la corrupción que según recientes estudios se difunde en las prácticas educacionales de varios países (Heyneman, Anderson y Nuraliyeva, 2007; Hallak y Poisson, 2005; Temple y Petrov, 2004; Altbach, 2004), el surgimiento de las diploma mills (fábricas de diplomas) o bien ella se ve convertida, al calor de sueños románticos de distinto signo, en un soporte para la universidad que en su momento Medina Echevarría (1967) llamó «militante».

En cuanto a la progresiva gratuidad del servicio impetrado como ideal por el derecho internacional –antigua aspiración que la Iglesia católica ya había proclamado en el tercer Concilio de Letrán de 1179 (Le Goff, 1986, p. 97)4, y que se halla consagrada como principio en varias cartas fundamentales latinoamericanas– si bien llegó a ser la regla –es decir, a hacerse sustentable por la renta nacional– en las sociedades industriales más desarrolladas, o a ofrecerse como un privilegio a los jóvenes seleccionados que ingresaban a las universidades estatales en países de mediano y escaso desarrollo, desembocó hacia finales del siglo xx en un callejón sin salida. No había posibilidad, ni en el capitalismo avanzado, ni en las economías en transición desde un régimen de comandos centralizados a economías de mercado, ni menos en los capitalismos de Estado o liberalizados pero frágiles de Asia y América Latina, de hacer compatible la expansión de la oferta con un régimen de subsidios masivos a la demanda. Sobriamente, la propia unesco (1995, p. 19) debió reconocer a mediados de los años noventa que «difícilmente hay un país que pueda hoy sostener un sistema de educación superior comprensivo solo con fondos públicos», agregando enseguida: «parece improbable que esta situación se revierta en los años venideros».

Además, se había vuelto evidente que el camino de la gratuidad conducía, paradojamente, a la inequidad, como se aprecia en América Latina. En efecto:

La educación superior ha estructurado un complejo nudo de inequidades en toda la región, y particularmente en las universidades públicas. En Colombia, tres de cada cuatro estudiantes matriculados provienen del 40% más rico; en Perú solo el 4% de los jóvenes pobres ingresa a la educación superior frente al 50% de los ricos. Allí, el 80% del gasto público en educación superior se destina a los dos quintiles más ricos; en Argentina los principales beneficiarios de la educación superior gratuita son los ricos, ya que el sistema tiene un efecto redistributivo progresivo desde los ricos y regresivo desde los pobres; en Venezuela, los estratos I y II han incrementado sustancialmente su participación en la matrícula de los universidades públicas; y el Costa Rica el 71% de los estudiantes que asiste a la educación superior pertenece al 40% más rico, mientras que solo el 13% proviene del 40% más pobre (Rama, 2005, p. 15).

En suma, las tres mayores destilaciones que la universidad moderna logró en el campo del derecho durante la posguerra no sirvieron sino moderadamente –más allá que acá, en mayor o menor medida en un caso que otro, en grados diversos según las circunstancias– para realizar sus ideales de legitimación de un poder por encima de las clases sociales, fundado en la libre investigación y la transmisión crítica de los saberes y sostenido exclusivamente por la sociedad, al amparo de la renta nacional, lejos de los avatares del mercado.

El pacto sostenido durante varios siglos entre la institución más representativa de la cultura y el Estado daba señales de agotamiento. Ahora los propios gobiernos comenzaban a insistir en que las universidades debían librarse de la mano del Estado y ponerse a disposición de otros clientes y partes interesadas. ¿Cómo interpretar este cambio en las relaciones entre la educación superior y el gobierno? ¿Se trataba –según la conocida metáfora empleada por Neave y van Vught (1994, p. 397)– de liberar o de mantener encadenado con amarras más sutiles al moderno Prometeo, esta institución que había robado el fuego a los dioses para mejorar la suerte de los hombres sobre la base de su propio poder intelectual?

5.       La universidad posmoderna y el «metacambio»

Aquí comienza la historia contemporánea de la universidad; aquella que –para decirlo con términos en boga– confronta a estas instituciones con la globalización, con la era de la información, con sociedades que transitan hacia una economía crecientemente basada en la explotación intensa del conocimiento avanzado (y no solo del trabajo humano), con la fragmentación de las comunidades y la individuación de los sujetos; en fin, en el plano cultural, con la posmodernidad o mo­der­nidad tardía.

No es que la situación en que operan estas antiguas corporaciones esté cambiando; a fin de cuentas, así ha sido lo largo de su trayectoria y difusión planetaria. Lo más difícil para ellas, escribe Bauman (1997, p. 24) es cómo abordar «el “metacambio”; el cambio en las maneras en que la situación está cambiando».

Esta noción de que algo ha cambiado en las formas de mudar de las cosas es propia, precisamente, de la sensibilidad y el pensamiento posmodernos. Sea que ella aluda al fin de los «grandes relatos» que habrían acompañado a las revoluciones y el progreso moderno, o a la mutación de las coordenadas espacio-temporales que traen consigo las tecnologías digitales e Internet, o a la licuación que hace fluir las estructuras sólidas y las tradiciones creando nuevos riesgos a nuestro alrededor, o a la conformación de un mercado global cuyas transacciones escapan a los Estados nacionales, esta noción de un «metacambio» describe también el entorno turbulento en que hoy se desenvuelven las universidades.

Efectivamente, el campo de fuerzas en que ellas se encuentran emplazadas parece estar transformándose de manera radical. Su poder intelectual, y los derechos a él asociados, se ven confrontados ahora con el mercado, esa red anónima, despersonalizada, de intercambios, que reordena la acción, las funciones y a los agentes de la educación superior.

La manera práctica de graficar esta transformación es imaginar aquel campo de fuerzas como un triángulo (el triángulo de Clark, 1983, p. 143), donde los sistemas nacionales de educación terciaria se insertan en el espacio demarcado por tres puntos conectados entre sí, donde el primero representa las fuerzas políticas y burocráticas del Estado; el segundo, las fuerzas de la oferta y la demanda que interactúan en el mercado y, el tercero, la fuerza colegiada de los intereses corporativos de las propias instituciones, en especial sus estratos superiores (académicos y administrativos). Se trata, por cierto, de un dispositivo típico-ideal, donde la ubicación de los sistemas y las universidades –es decir, su mayor o menor distancia respecto de esos tres puntos– caracteriza la economía política y las modalidades de coordinación e integración de los sistemas y las instituciones.

Pues bien: si inicialmente las corporaciones (universitas studii) operaban en la zona político-corporativa de este espacio, en tensa relación con los poderes feudales (eclesiásticos y civiles), luego, con su nacionalización al amparo de los emergentes Estados, debieron insertarse en una zona burocrático-corporativa, tanto en el caso de los sistemas que seguían el modelo napoleónico como en aquellos que adoptaban el modelo humboldtiano. En uno y otro caso, la coordinación de los sistemas se apoyaba solo en dos puntos: Leviatán y el Alma Mater. De allí la importancia otorgada, en esa relación, al patronazgo estatal y la autonomía, a la carrera funcionaria y las libertades de la academia, a la razón de Estado y las prerrogativas de la pluma.

Recién en las últimas décadas del siglo xx, a excepción del caso de los Estados Unidos donde este fenómeno había comenzado antes, irrumpe en la escena el mercado –el tercer elemento hasta entonces excluido– redefiniendo no solo las reglas del juego sino el juego mismo. Por primera vez en la larga duración de esta historia, el triángulo de Clark se completa, sometiendo a las universidades simultáneamente a las fuerzas de la política y las burocracias, a la competencia en el mercado y a la lógica de sus propios, diversificados, intereses corporativos. El fuego sagrado del poder intelectual –amor sciendi, formación humanista, libre indagación, desinterés, erudición libremente flotante, sentido de misión, conciencia crítica, auto-conciencia de la propia importancia, todo eso– entra finalmente en contacto con «las aguas heladas del cálculo egoísta» de que habla Marx y, parafraseándolo, fuerza a los académicos a contemplar con ojos desapasionados sus relaciones mutuas y su posición en el mundo. «Aparece ahora como arquetipo de toda actividad societaria racional la socialización que, en virtud del intercambio, tiene su escenario en el mercado» (Weber, 1964, p. 493).

Con ello, la universidad se ve forzada a descender desde las alturas de su intensa autoconciencia (Peña, 2008) y su elevada concepción de sí misma y del poder intelectual forjado para sí a lo largo de siglos –desde Abelardo hasta Heidegger, digamos– para aterrizar finalmente en el Estado llano donde las decisiones de los partícipes se hallan regidas principalmente (Weber dice: «exclusivamente») por el interés en los bienes de cambio.

La novedad del escenario posmoderno está dada entonces, y ante todo, por esa irrupción del mercado en los espacios tradicionalmente político-corporativos y burocrático-corporativos en que hasta aquí se habían desenvuelto las universidades y consagrado sus derechos, elevándolas hasta la esfera de lo público y rodeándolas de un aura especial.

Ellas se ven forzadas ahora a adaptarse al nuevo entorno, ya bien porque los gobiernos las obligan a actuar en mercados administrados o cuasi mercados para procurar su parte de la renta nacional –como ocurre especialmente en Europa occidental– o bien porque se hallan puestas, directamente, en «situación de mercado» (Weber, 1964, pp. 62-64) como es el caso en Estados Unidos; en Japón y Corea y otros países del Asia; en Polonia y otras sociedades de Europa Central y del Este, y en numerosos países latinoamericanos.

En uno y otro caso, aunque en diferentes grados y de distintas maneras, las instituciones deben competir y diversificar sus fuentes de ingreso; surgen nuevos proveedores (instituciones privadas, universidades corporativas, a distancia, vía Internet); los estudiantes pagan aranceles y pasan a ser clientes; los profesores son contratados y dejan de ser funcionarios; las funciones institucionales se convierten en desempeños y sujetan a minuciosas mediciones; se enfatiza la eficiencia y el value for money; los modelos de negocio sustituyen en la práctica a los planes estratégicos; la gestión se racionaliza y adopta un estilo empresarial; el gobierno colegiado se transforma en corporativo al independizarse de los académicos e integrarse con representantes de los stakeholders externos; los investigadores son estimulados a patentar y los docentes a vender docencia «empaquetada» a las empresas; los incentivos vinculados a la productividad académica reemplazan las escalas salariales asociadas al cargo; los currículos son revisados y sancionados en función de su perti­nencia laboral y evaluados por agencias externas en relación a su calidad; las culturas distintivas de las instituciones y sus «tribus académicas» (Becher, 2001) empiezan a ser tratadas como asunto de clima organizacional; las universidades son comparadas por medio de los ranking locales y clasificadas geopolíticamente a nivel global (he ahí la realpolitik de los prestigios institucionales); se crea un mercado global para servicios de educación superior y su regulación se resuelve en las rondas del Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (gats por sus siglas en inglés), no en sede académica. En fin:

La universidad ya no es más un lugar tranquilo para enseñar, realizar trabajo académico a un ritmo pausado y contemplar el universo como ocurría en siglos pasados. Ahora es un potente negocio, complejo, demandante y competitivo que requiere inversiones continuas y de gran escala (Skilbeck, 2001).

6.       El efecto del «metacambio»

El efecto del nuevo escenario sobre el poder intelectual de las universidades y la comprensión de sus derechos apenas comienza a percibirse; por lo que menos aún pueden comenzar a escudriñarse sistemáticamente. Más bien, algunos estudios recientes describen estos efectos bajo el enfoque del «capitalismo académico» (Slaughter y Rhoades, 2004) y la comercialización de la academia (Bok, 2003); o intentan comprender las dinámicas de la mercadización (Brunner y Uribe, 2007; Teixeira y otros, 2004) y sus consecuencias para el financiamiento de las instituciones y los estudiantes (Johnstone, 2006), la profesión académica (Altbach, 2003), la empresarialización de las universidades (Clark, 2004, 1998) y el impacto de la globalización sobre el mercado de la educación terciaria (Marginson y van der Wende, 2006).

Sin embargo, el efecto del «metacambio» –que se manifiesta precisamente por el desplazamiento del centro de gravedad dentro del triángulo de Clark hacia la zona próxima del mercado– es, como dijimos, algo más que la implantación de nuevas reglas para un mismo juego; representa un cambio del juego mismo.

Primero, las universidades pierden el monopolio sobre la producción del conocimiento avanzado y, más significativo aún, pierden el control sobre la forma legítima de producirlo. Al lado del modo de producción académico (habitualmente identificado como mp 1) surgen otros modos de producción (que la literatura llama mp 2), cuyos dispositivos de creación, financiamiento, validación, comunicación y uso escapan al control corporativo de la universidad (Gibbons, 1998; Nowotny, Scott y Gibbons, 2001). En este espacio aparecen, efectivamente, varios de los fenómenos que preocupan a los críticos del «capitalismo académico»: desde la articulación de las universidades al aparato transnacional de la big science, pasando por las actividades de conocimiento orientadas a la solución de problemas sociales hasta llegar a las tareas, cada vez más sofisticadas, de búsqueda, filtro y gestión del conocimiento disponible en la red.

Enseguida, y como producto de la masificación del servicio de la enseñanza superior, las universidades pierden también el control sobre el valor de cambio y simbólico de las credenciales que otorgan (grados académicos y diplomas profesionales y técnicos). La inflación de las credenciales (Collins, 2002) va aparejada, en condiciones de un mercado de consumo masivo, por un debilitamiento de la señal que aquellas transmiten en el mercado laboral. Hacia arriba hay un adelgazamiento de la pirámide de las credenciales, ubicándose allí aquellas pocas cuya denominación de origen y marca poseen un reconocimiento global. Hacia abajo la pirámide se ensancha por la continua proliferación de diplomas de alcance local y escaso valor de estatus y salarial. Al medio se accede a los títulos profesionales de alcance nacional que alimentan esa gama de ocupaciones «terciarias» que en su momento Shils consideró indispensables para la modernización de las sociedades.

Por último, la universidad ha visto reducida su capacidad de autorregulación interna y ha debido entregar –habitualmente a agencias oficiales y a dispositivos de tipo mercado– la inspección, regulación y control de la calidad de sus procesos y resultados dentro de un esquema que las obliga a evaluarse, a acreditarse, a informar a sus clientes y el público, a rendir cuenta y asumir responsabilidades frente a la sociedad y el gobierno. Hacia dentro, ella se ve afectada por un debate que toca sus propios fundamentos –la «tradición racionalista occidental», como en el contexto norteamericano la llama el filósofo Searle (2002)– al punto que pronto, reclama él, ella podría verse sepultada bajo la marea del posmodernismo:

[...] marxistas, feministas, deconstruccionistas, y personas activas en materia de «estudios étnicos» y «estudios gay», así como personas con el estilo de estudiantes radicales de los años sesenta, ahora profesores universitarios de mediana edad (Searle, 2002, p. 54).

Bajo el ataque combinado de estas fuerzas corrosivas la universidad, perdiendo rápidamente sus nociones de calidad, estándares y excelencia y volviéndose cada vez menos capaz de distinguir entre las ideas inteligentes y las ideas estúpidas, se había vuelto «menos autoconfiada de su elitismo» (Searle, 2002, p. 150).

Como consecuencia de todo esto (estas «pérdidas» o «resignaciones» como a veces las perciben quienes guardan una particular nostalgia por las universidades antiguas y modernas), cambia también, de manera dramática, la concepción de los derechos atribuidos a la universidad en cuanto portadora de un específico poder intelectual.

En vez de los antiguos derechos corporativos (fueros y privilegios en esencia), y los modernos principios de acceso, libertad académica y progresiva gratuidad, se impone ahora una concepción que mira, fundamentalmente, en dos direcciones.

Por un lado, hacia el marco institucional del nuevo escenario, aquel que crea el juego y define sus reglas; básicamente, los arreglos formales (en la constitución, las leyes, los derechos de propiedad) e informales (sanciones, costumbres, normas morales y códigos de conducta) que sirven como prerrequisitos para el funcionamiento de los mercados (Williamson, 1996; North, 1990). Por el otro, hacia las condiciones o libertades que permiten a los agentes del sistema –las universidades como organizaciones y los estudiantes– operar en ese entorno de mercado (Jongbloed, 2004). Es decir, por el lado de las organizaciones –o las firmas– la exclusión de barreras de entrada de modo de hacer posible el ingreso de nuevos competidores; restricciones mínimas en la determinación de los productos; libertad de las corporaciones para usar sus recursos obtenidos de diversas fuentes públicas y privadas, y ausencia de restricciones para la fijación del precio de los aranceles que, bien sabido es, se elevan constantemente en una espiral ascendente. Por el lado de los estudiantes, libertad para elegir –más bien, para usar la tríada de estrategias hirschmanianas de exit, voice and loyalty–, libre elección de programas y máxima movilidad entre ellos (sostenida por un esquema de créditos de aprendizaje que en Europa se vuelve coextensivo con el mercado común), información adecuada (transparencia del mercado) y pago de aranceles que –idealmente– ha de cubrir el costo de producción del capital humano adquirido a lo largo de los estudios superiores.

Como es fácil apreciar, se trata de una revolución copernicana en cuanto a la concepción de los derechos asociados al poder de las universidades. Los antiguos fueros de la corporación, con sus ritos y ceremonias envolventes, se transforman y trasladan hacia el exterior, hacia los arreglos institucionales encargados de generar los incentivos bajo los cuales deben actuar las organizaciones y los agentes. Y las libertades humboldtianas de la universidad moderna pasan a ser concebidas como condiciones de la competencia y derechos de los consumidores o clientes. La universidad es introducida así en un campo de fuerzas que ya no puede controlar ella sola desde la oferta. El poder intelectual y su fuego sagrado quedan sometidos entonces a los vaivenes, preferencias y elecciones de la demanda, a las oportunidades que crea el mercado y a las regulaciones que, a la distancia, disponen los gobiernos.

Naturalmente, la autoconciencia –o el narcisismo herido– de la universidad moderna se resiste ante este «metacambio» de su posición en el mundo. Pero, como alguien ha expresado con ambiguo sentimiento,

[...] las complicaciones posmodernas no pueden ser adecuadamente resueltas con los medios modernos. No porque estos tengan alguna falla de origen sino porque en el tipo de mundo que nos cabe vivir, cualquiera planificación [...] no es más que el caos por otros medios. Si acaso sea conveniente imponer al mundo un único, ingeniosamente concebido y trabajosamente elaborado patrón es algo no solamente dudoso sino fuera de lugar. Pues las palancas de poder para levantar un tal proyecto se hallan completamente ausentes y todos los proyectos impulsados por palancas de menor poder solo aumentan la sorprendente y confusa variedad de la inevitablemente incoherente y fragmentada Lebenswelt de los hombres y las mujeres posmodernos (Bauman, 1997: 25).

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