La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación editada por la OEI 

 ISSN: 1022-6508

Está en: OEI - Revista Iberoamericana de Educación - Número 49

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 Número 49: Enero - Abril / Janeiro - Abril 2009

Educación: futuro en construcción / Educação: futuro em construção

  Índice número 49 

Escuela y posmodernidad: análisis posestructuralista desde la psicología social de la educación

María de la Villa Moral Jiménez *

* Profesora en el área de Psicología Social del Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo, España.

SÍNTESIS: En esta aproximación psicosociológica a las identidades de las crisis de la educación contemporánea en la cultura globalizada, se propone un análisis de dos constructos, educación y posmodernidad, vinculados al orden discursivo que les otorga entidad sociolingüística. La tesis fundamental de esta exposición sostiene que las escuelas son un síntoma del aparente malestar de la modernidad porque, en condiciones de cambio como las actuales, siendo la escuela por excelencia una institución moderna y los alumnos individuos de una sociedad de condiciones posmodernas, la contradicción y falta de correspondencia y ajuste que se evidencian a través de la educación tradicional, aumentan la brecha que les separa. A partir de la diagnosis de la escuela con­tem­poránea se evidencia que, en una sociedad posmoderna, se preserva la función de la escuela como institución moderna, transmisora de la tradición y agente de poder. Se mantienen de manera anacrónica métodos disciplinares y de instrucción, mecanismos de poder disciplinario y posdisciplinario, que persiguen la autodisciplina, la autorregulación y el autocontrol.
Se propone la adopción de análisis posestructuralistas en educación y se plantea que la necesidad de repensar las funciones de la educación en una cultura global y posmoderna como la contemporánea, ante los retos planteados, constituye una tarea inexcusable.
Palabras clave: educación; posmodernidad; psicología social; posestructuralismo.
SÍNTESE: Nesta aproximação psicossociológica às identidades das crises da educação contemporânea na cultura globalizada, propõe-se uma análise de dois elementos: educação e pós-modernidade, vinculados à ordem discursiva que lhes outorga entidade sociolinguística. A tese fundamental desta exposição defende que as escolas são um sintoma do aparente mal-estar da modernidade porque, em condições de transformação como as atuais, sendo a escola por excelência uma instituição moderna e os alunos indivíduos de uma sociedade de condições pós-modernas, a contradição e a falta de correspondência e de ajustamento que se evidenciam através da educação tradicional, aumentam a brecha que lhes separa. A partir da diagnose da escola contemporânea, evidencia-se que, em uma sociedade pós-moderna, preserva-se a função da escola como instituição moderna, transmissora da tradição e agente de poder. Mantêm-se de maneira anacrônica métodos disciplinares e de ins­-trução, mecanismos de poder disciplinar e pós-disciplinar, que almejam a autodisciplina, a auto-regulação e o auto-controle.
Propõe-se a adoção de análises pós-estruturalistas em educação e que a necessidade de se repensar as funções da educação em uma cultura global e pós-moderna como a contemporânea, ante os desafios propostos, constitui uma tarefa inescusável.
Palavras-chave: educação; pós-modernidade; psicologia social; pós-estruturalismo.
ABSTRACT: In this psycho-sociologic approach to the identities of the crisis of contemporary education in a globalized culture, we propose an analysis of two constructions: education and post-modernity, linked to the discourse hierarchy that entitles them with sociolinguistic entity. The fundamental thesis in the paper is that schools are a symptom of the apparent unrest of modernity since, in times of changes like these, being the school a modern institution par excellence, and being the students individuals living in a postmodern society, the contradiction and lack of adjustment that become evident through traditional education, widen the gap between them. The diagnosis of contemporary schools shows that, in a postmodern society, the role of the school as a modern institution that transmits traditional values and exercises power, is preserved. Anachronic disciplinary and teaching methods are preserved: mechanisms of disciplinary and post-disciplinary power that aim at self-discipline, self-regulation and self-control.
We propose adopting a post-structuralistic analysis of education, and we consider that the need for rethinking the role of education in a global and postmodern culture, considering the ongoing challenges, constitutes an unavoidable task.
Key words: education, post-modernity, social psychology, post-structuralism

1.       La construcción sociohistórica de la educación y sus crisis

En la actualidad vivimos tiempos de cambio conflictivo a múltiples niveles, que afectan a diversos órdenes (académico, social, económico, cultural, etc.). En tales circunstancias, las crisis macroestructurales –entendidas como cambio más que como mero conflicto– se retroalimentan con otras búsquedas, necesidades, motivaciones y aspiraciones de cariz psicosocial. En concreto, la cronificación de la crisis de la educación continúa y, probablemente, no asistiremos ni al nacimiento de un nuevo orden ni al agotamiento del antiguo, por analogía con las palabras de Gramsci (1974) respecto al orden mundial. La educación en general, y las escuelas en particular, en momentos como este, se convierten para Hargreaves (1996) en lo que Halsey, Heath y Ridge (1980, p. 31) denominaron como la «papelera de la sociedad», esto es, «receptáculos políticos en los que se deposita sin ceremonia alguna lo no resuelto de la sociedad y los problemas insolubles». Estamos condicionados para admitir sin cuestionamientos la realidad y el sentido del medio social instrumentalizado que construye la escuela, en el que, incluso como mecanismos de control foucaultianos (véase Foucault, 1968, 1973, 1977, 1979), se dispersan agentes y autocontroles que nos impulsan a defenderlo, ya que sus métodos, discursos y prácticas han sido interiorizados, aunque no como una mera aceptación acrítica, en nuestros años de escolarización y en los posteriores.

La educación no es algo natural ni consustancial al ser humano, sino un invento sociohistórico que ha terminado por naturalizarse al haber sido asimilado a base de sucesivos intentos de adaptación al influjo de su poder de penetración. En este sentido, también la cultura, como abstracción que se capta cuando se materializa en la práctica inter-individual (Devereux, 1970, 1980), se ha fundamentado tradicionalmente más sobre juicios convenidos que sobre verdades, y transmitido mediante procesos endoculturadores, en opinión de Arendt (1974, 1990). Asimismo, tanto la escuela es una construcción social como el alumno es una invención, en los términos expresados por Gimeno Sacristán (2003).

Desde una aproximación psicosociológica como la defendida en esta exposición, hemos de convenir en que la naturaleza del hombre, sus creencias y pasiones son un producto sociocultural y, siendo el individuo un punto focal de fuerzas, tanto la cultura como los conocimientos que se le inculcan no son otra cosa que un sistema de referencias. Se propone un análisis posestructuralista de la institución educativa, y por extensión, de las estructuras institucionales sociales y políticas, poniendo en cuestión la verdadera naturaleza de las relaciones entre la realidad, el lenguaje, la historia y el sujeto. En concreto, se estima que a pesar de reformas educativas necesarias (Gimeno Sacristán, 2006) que actúan como «lavados de cara» (Fernández-Enguita, 1990, 2001a), la escuela sigue siendo una institución social inmersa en unas particulares condiciones que la definen y sobre las que proyecta su poder de acción. Muchos de sus elementos constitutivos que, con el tiempo, han reformulado su idiosincrasia permanecen invariables, aun cuando las coordenadas sociales de antaño, y aquellas que parecen definir la condición posmoderna actual (a modo de lo expresado por Lyotard, 1989), están significativamente distanciadas. En tales circunstancias, consideramos pertinente la vinculación entre los discursos, prácticas y actores de la educación actual y las propias crisis de la modernidad que afectan al pensamiento, la cultura y la esfera relacional, tal como se analiza en la literatura sobre el tema (Duch, 1997; Flecha, 1997; Hargreaves, 1996; Moral y Ovejero, 2000, 2005; Moral y Pastor, 2000; Ovejero, 1995, 2002, 2004; Pérez Gómez, 1997; Pérez Tornero, 2000; Rubio, 1996; Tadeu da Silva, 1997).

Sociohistóricamente, la escuela ha sido un escenario con un marcado componente sociocultural, a modo de transmisión de conocimientos acumulados, y con un componente socioeducativo que ha impregnado de hábitos, actitudes y cambios actitudinales, valores, convenciones expresadas en forma de normas diversas, etc. La presuposición de que la escuela es, ante todo, una institución social tiene en Dewey uno de sus exponentes, para quien, siendo la educación un proceso social, la escuela es una forma de vida colectiva mediante la que se involucra al niño en el intento de participación de la realidad social y de implicación en la consecución de objetivos sociales (Dewey, 1995). Sin embargo, la escuela como institución homogeneizante choca frontalmente con la heterogeneidad de la sociedad y sus miembros. Aun así, el poder socializador de la escuela radica en que determina cuáles son las metas sociales, a modo de fines instrumentales, más convenientes para la tradición y orden establecidos. Y puesto que, de acuerdo con la máxima comentada de Tomás de Kempis, «la costumbre con la costumbre se vence», la fuerza del acostumbramiento ha contribuido a la reconsideración de la escuela como un escenario vital donde, ineludiblemente, los actores sociales habían de representar sus papeles.

El fenómeno escuela, como artefacto real, ha sido abordado de muy distintas maneras y desde diferentes puntos de vista como el filosófico, ideológico, social, político, etc., desvelándose parcialmente alguna de sus funciones ocultas (véase La cara oculta de la escuela [Fernández-Enguita, 1990]). Exhibe un rostro paradójico que se compone de una fachada cargada de parafernalia y ceremonia, bajo cuyo enmascaramiento se ocultan sus auténticos mecanismos de acción y poder inoculador en forma de autogobierno, en opinión de Larrosa (1995). Pareciera que se trata de un orden interior programado mediante el paso de la acción directa del control ejercido por el maestro de la enseñanza tradicional, a un control indirecto de la organización del medio. Escuela, poder y subjetivación se interrelacionan con un evidente cambio de categorías espacio-temporales: del individualismo al narcisismo, de acuerdo con Varela (1995a), si bien semejante narcisismo no consiste en ese estado inducido en una admiración preferente hacia sí mismo, sino en una introyección de los objetos del mundo exterior como mecanismo de control externo en forma de dominio de sí.

Actualmente, las escuelas son un síntoma del aparente malestar de la modernidad ya que, bajo esa apariencia –a modo de parafernalia protectora de su identidad, con la que ocultan sus deficiencias–, esconden el descreimiento de los propios conocimientos inculcados y de las funciones ilustradas de la educación. Estas instituciones, instancias legitimadas de transmisión de poderes fácticos, diluidos en aceptaciones acríticas de principios, fines y procedimientos obsoletos, deberían someterse a un proceso de reformulación radical –en el sentido frommiano– y no solo de su fachada, para lo cual baste el ejemplo de la introducción de las nuevas tecnologías que pueden actuar en el aula como ágora o como renovado panóptico (Moral, 2004a, 2006), hasta alcanzar la supuesta categoría de aula inteligente (Segovia, 2003). Aun así, los auténticos problemas en la praxis psicopedagógica, el tipo de aprendizaje individualista, los conflictos interpersonales, la reafirmación de normas y valores ilustrados, etc., permanecen irresolubles.

Los tradicionales cimientos sobre los que se edificaron las escuelas (verdad, razón, conocimiento, esfuerzo, disciplina, preparación para la vida e inserción socioprofesional, etc.) se tambalean. Representan un signo inequívoco del intento de recurrir a la ritualización, amparada en la tradición, como modo de superar las ambivalencias, dudas, contradicciones, relativizaciones e incertidumbres que dominan en la sociedad contemporánea. De este modo, se va agrandando el hiato entre aquellas macrotendencias que conlleva la instalación de una era pos-industrial y la rigidez de las jerarquías institucionalizadas, la normalización, el trabajo individualizado, la competición como máxima, el descrédito de la cooperación, la progresiva insatisfacción institucional de los alumnos y el malestar docente o el cultivo de la mediocridad, entre otros síntomas de la educación iluminista que aún se intenta imponer, en un tiempo de sombras. Sus crisis no son solo una rémora del poder cuestionado de lo tradicional, sino que son un símbolo de férrea inmovilidad desadaptativa ante el descreimiento y la compleja diversidad de las condiciones posmodernas y globalizadas. Símbolo, reflejo y síntoma de un malestar apremiante, este estado de incertidumbre se traslada / acucia mediante el mantenimiento de un sistema poderoso en sus formas (disciplina, autocontrol, normas, examen, adoctrinamiento, etc.), y casi obsoleto en lo que respecta a la inculcación de algunos de sus contenidos e ideales y unos fines que no preparan para un proceso ni adaptativo ni optimizador de sus recursos.

A raíz de la prolongación de la escolaridad obligatoria, la enseñanza se ejerce durante períodos cada vez más dilatados y en espacios más tecnificados, diversificándose los roles del profesorado (Crook, 1998; De Pablos, 1997; Gimeno Sacristán, 2001; Ovejero, 1999). Sin embargo, los escenarios de la educación tienden a empobrecerse a nivel funcional y a volverse más conflictivos a nivel humano (Trianes, 2000; Trianes y Muñoz, 2007), de ahí la necesidad de abogar por una «convivencia sin violencia», de acuerdo a lo expresado por Rodríguez y Ovejero (2005).

En consecuencia, la tesis fundamental de esta exposición es que, siendo la escuela, por excelencia, una institución moderna y los alumnos individuos de una sociedad de condiciones posmodernas, la contradicción y falta de correspondencia y ajuste que se evidencian a través de la educación tradicional, aumenta la brecha que les separa en condiciones de cambio como las actuales (Moral, 2003, 2004a, 2004b; Moral y Ovejero, 2000, 2004, 2005; Moral y Pastor, 2000). Repensar las funciones de la educación en una cultura global y posmoderna como la contemporánea ante los retos planteados, constituye una tarea inexcusable.

2.       Planteamiento. Escuela y posmodernidad como constructos / realidades

2.1     Diagnosis de la escuela contemporánea

La escuela, en una sociedad posmoderna, sigue siendo una institución moderna, trasmisora de la tradición y agente de poder, (Giroux, 1996, 1997; Hargreaves, 1996; Moral, 2003; Moral y Ovejero, 2000, 2005; Ovejero, 1995, 2002, 2004; Tadeu da Silva, 1997; Veiga-Neto, 1997). Sus métodos disciplinares y de instrucción persiguen el fin último de la autodisciplina. Sus mecanismos sancionadores están diseñados para provocar la autorregulación. Su transmisión de conocimientos lleva implícito el poder de convencernos de su verdad. Los actos de poder disciplinario persiguen el autocontrol como acción autorreguladora. El fomento del aprendizaje individualista en detrimento de la cooperación nos hace seres responsables de nuestro rendimiento, y mientras se personaliza el fracaso, el éxito parece atribuirse a los propios principios de enseñanza, como en una suerte de sesgo de autoservicio de la institución. Sus jerarquías rígidas se imponen, interiorizándose, como signo inequívoco de la estratificación y el poder. La utilización interesada de determinados procedimientos nos lleva al acostumbramiento, lo que deriva en la cronicidad de un sistema que, sin embargo, se fortalece en la agonía.

El hiato entre la escuela como institución moderna y la condición posmoderna se acrecienta con cada sucesión de cuestionamientos que no encuentran reflejo en la primera y con cada reafirmación de conocimientos, procedimientos, valores, métodos y fines que no hallan correspondencia entre aquellos que se cuestionan en la condición posmoderna. La escuela debe proceder a resolver ciertas paradojas ocasionadas por el inmovilismo ante el cambio acelerado de las condiciones de la posmodernidad. Se evidencia el carácter anacrónico de la escolarización, si bien puede que el revestimiento posmoderno no encubra sino estructuras tradicionales de un edificio escolar, tanto en sentido literal como figurado, que durante décadas ha estado, y continúa estando, en permanente crisis, pero cuyo andamiaje está sólidamente establecido por la propia fuerza de penetración de la modernidad y por el acto de legitimación y recreación, en nosotros, de lo acostumbrado.

En el último tiempo, la fe en el programa y el proceder modernista de la educación se han visto erosionados por la anticipación de crisis diversas, cuestionándose las creencias sobre la verdad, la razón, la igualdad, el conocimiento, la autoridad, el poder y el propio discurso. Se hace cada vez más evidente la necesidad de reevaluar el principio modernista de que el progreso social puede alcanzarse desarrollando de modo sistemático la comprensión científica y tecnológica para aplicarlas a la vida social y económica. Basta citar la falta de correspondencia esperable, de acuerdo a estos presupuestos, entre el progreso a ese nivel y la mejora de las relaciones humanas y del bienestar psicosocial, que más bien han devenido en desórdenes personales y sociales (Chomsky, 2001; Fukuyama, 2000; Giddens, 2000, 2002; Giddens y Hutton, 2000; Giner, 1999; Kaplan, 2000; McGuigan, 1999; Myers, 2000; Sennett, 2000).

Los presupuestos desde los que la escuela, como institución moderna por excelencia, ha de ser centro del saber, agente de la formación personal, constructora de valores, promotora de igualdad, de una sociedad más pacífica y lugar de preparación para el trabajo, contrastan con la inadecuación de los objetivos propuestos en una institución inserta en una sociedad donde las funciones que se le demandan ya son otras. El problema estriba en la disparidad de criterios, mediante lo que se aumenta el hiato entre ambas, escuela y sociedad. En esas «escuelas eficaces» (parafraseando el título de Reynolds y otros, 1997) ha de replantearse el significado actual de «eficacia». Y, aunque se intentan flexibilizar los órdenes psicoeducativos que se desarrollan en el aula, no se modifican los auténticos regímenes de poder y control.

A lo anterior se une la tendencia a anticipar el fin de la infancia, como si el ocaso de la modernidad supusiera, entre otros ocasos, el de la pedagogización de la niñez escolarizada. La fuerza de la posadolescencia (Moral y Ovejero, 2004) como condición posmoderna refuerza, siquiera por decreto, como acto de reclutamiento forzoso, la vigencia de una institución moderna que convierte en sujetos de instrucción a unos individuos que ya son definidos desde otras coordenadas psicosociológicas.

Dada la constatación de transformaciones socioeconómicas operadas, se deposita en la escuela la necesidad de adaptarse a ciertos cambios que se operativizan en la solicitud de diversificación de sus funciones, flexibilización de las prácticas docentes, potenciación de los recursos psicosociológicos del aula y mayor sintonización de valores priorizados en el ámbito académico y a nivel social. En este sentido, se van imponiendo nuevos órdenes socioeducativos, ya sea en los sistemas de instrucción-aprendizaje (Feldman, 1999; López Martín, 2000), la gobernabilidad escolar (Calvo Ortega, 1998) o en propuestas de currículum multicultural en los escenarios educativos (Abella, 2003; Dietz, 2003; García Molina y Fernández, 2005; Gimeno Sacristán, 2001; González Placer, 1998). En consecuencia, se abunda en la necesidad de volver a pensar la educación y sus funciones (véase Álvarez Méndez, 1995, Álvarez-Uría, 1995; Carbonell, 1995, 1996; Gimeno Sacristán, 1995, 2001, 2005; San Martín Alonso, 1995; Pérez Gómez, 1995; Santos, 1995; Varela, 1995b).

En suma, los escenarios e intérpretes de la praxis psicopedagógica y de las interacciones formales e informales han de adaptarse a la nueva idiosincrasia de la educación contemporánea y al ritmo entrópico de cambio de las últimas décadas.

2.2     Análisis POSESTRUCTURALISTA de la educación

Los términos escuela, educación obligatoria y posmodernidad, así como los significados socioconstruidos que proyectan los mismos, se reinterpretan social y colectivamente. El producto escuela es uno de los agentes de control social más potentes que existe, no solo por su sutil modo de inoculación, sino, fundamentalmente, porque se inscribe entre los pocos que son de carácter obligatorio. A su vez, el producto de las condiciones posmodernas, como algo más que mera disquisición terminológica, se vive, no solo se teoriza sobre él. Como términos, inseparables de la realidad «real», se debe convenir en que, si bien la andadura del primer término educación es amplia, la del segundo es incipiente e incluso algunos se cuestionan la pertinencia de su uso y su propia existencia (véase la crítica de Gellner, 1994, 1998). Por su parte, la razón de ser –en el doble sentido de facultad o capacidad de conocer y como principio de explicación y cuestionamiento de las realidades, del ser, del devenir y del actuar– de la posmodernidad como condición social, no procede de la negación de las consecuencias a múltiples niveles de la razón iluminista, sino del poder de los cuestionamientos que desenmascaran discursos a los que la fuerza de la costumbre nos hace asumir como reglas del juego.

En esta aportación psicosociológica a la educación, en las condiciones posmodernas contemporáneas, se conviene en la necesidad de abordar tales circunstancias como propias de un estado de organización social que se puede investigar sociológicamente (Potter, 1998), con lo que el mero término lingüístico designa y construye significados sociales.

Una vez construidos, la vigencia sociolingüística de los términos escuela y posmodernidad conduce a otorgarles una condición de naturalidad en el momento en que son aceptados por la 1989 (en conocida expresión de Bèrjerot), y se transforman en entidades «corporeizándose», de manera análoga a la capilarización de los mecanismos de poder y control social, al modo foucaultiano (Foucault, 1977, 1979). El poder de las asunciones convenidas e interiorizadas supera el estricto ámbito de lo discursivo para introducirse en el mundo de la acción.

El lenguaje crea realidades, las realidades se adoptan como verdades y las verdades de las instituciones del conocimiento son poderes fácticos. La simpleza de lo anterior es recubierta por una compleja red de interrelaciones, soterradas bajo la acción de mecanismos distractores que entorpecen nuestra comprehensión. Cualquier realidad es el producto de un entramado de influencias y representaciones. Por su parte, la verdad de las palabras es una mera abstracción de intuiciones diversas que se reifica socialmente. La propia naturaleza del lenguaje, la discursividad de lo social se redefine desde posturas denominadas posestructuralistas, de acuerdo con Ogiba (1997). Precisamente, Foucault llamaba la atención sobe el papel ejercido por el lenguaje, que parece actuar como un elemento de constitución de la realidad, y estar implicado en, al mismo tiempo que ejerce, las relaciones de poder. En este sentido, el discurso sobre la educación, y el propio discurso sobre la posmodernidad, están contribuyendo a la conformación de una serie de epistemes, o categorías reificantes de definición de la realidad social, la que se convertirá en tal a partir de su acto de nombrar esa realidad, al tiempo que la constituyen (Moral, 2008). El lenguaje es un instrumento de acción y no solo de etiquetaje. Como nos recuerda Giddens (1988, p. 185), ya Wittgenstein indicó que «el lenguaje son todas aquellas cosas que pueden hacerse con y por medio del lenguaje».

La necesidad de rescatar las palabras en boca de la cultura dominante, que las reifica y somete a un proceso de mistificación ideológica, se hace prioritaria, aunque no se ha de incurrir en la ingenuidad de considerar que redefiniendo los conceptos se puede superar el sometimiento que ejerce el lenguaje sobre la construcción de la realidad. Los cambios de coordenadas no garantizan modificaciones parejas en el hic et nunc que redefine sus productos, tan solo una resatelización de los mismos en otros escenarios que, gracias a la acción-reacción de la fuerza de la costumbre, se convertirán en referentes de nuestra posición. Resulta curioso pretender cuestionar nuestra sociedad sin pensar en los límites que nos impone la misma lengua mediante la cual pretendemos poner en duda el sistema establecido, como nos advirtió agudamente Roland Barthes.

Cuando constructos como educación o posmodernidad pasan, el primero con una evidente ventaja, al acervo y práctica popular o, cuando menos, en el caso del segundo, a discusiones acerca de su pertinencia y naturaleza, están reflejando y construyendo a un tiempo fenómenos, no discursivos, en el sentido estricto del término, sino phaenomenon como artefactos que se convierten en realidades. De acuerdo con lo manifestado por Giroux y McLaren (1993), las limitaciones del lenguaje utilizado en el discurso disponible por profesores y alumnos restringen sus posibilidades de comprehensión del mundo y de las realidades particulares. Es más, según la interpretación de citados los autores (1993, p. 34):

Una transformación de las dimensiones opresivas de la escolarización debe ser precedida por una transformación del lenguaje que usamos para hablar sobre, y por tanto comprender, interpretar y criticar el proceso y el propósito de la escuela (citado por Vorraber, 1997, p. 149).

Ciertamente, un intento de cambio en cualquier objeto / realidad social ha de verse acompañado de modificaciones previas en la materia prima con la que se construye, sin las que difícilmente se facilitará esa transformación.

Precisamente, el poderoso orden discursivo que existe en las sociedades y que regula lo que debe ser dicho / callado está asociado, en una trama histórica, con la (re)construcción del sujeto como agente constituyente y constituido, al mismo tiempo. Como en tantos otros constructos, forzosamente dicotomizados por el discurso dominante, tales como sujeto / objeto, causa / efecto, hacedor / producto, etc., se obvia la idea recursiva que supera la explicación relativa a la necesaria exclusión que cada uno parece ejercer sobre el otro. El término educación, como algo más que un constructo sociolingüístico, es un fenómeno en el sentido anteriormente aludido, artefacto1, que actúa como agente socializador y mecanismo transmisor de poderes –autocontrol, interiorización, aprendizaje individualista, autoexigencias, conciencia, libertad y saber a través del conocimiento, etc.–, que se convierten en mecanismos eficaces de inoculación de poderes y verdades difíciles de desacreditar.

En definitiva, todos construimos posiciones políticas e ideológicas desde las que hablar, ya sea sobre educación, adolescencia, sociedad, etc. De ahí que el reconocimiento de la naturaleza política de la educación resulta insoslayable (Gellner, 1998; Gimeno Sacristán, 2005, 2006; López Martín, 2000; Moral, 2008). El conocimiento y el poder se interrelacionan para reafirmar la diferencia e inquirirla, de acuerdo con la argumentación de un crítico de la educación tradicional como Giroux. La pedagogía, para este autor (Giroux, 1997), es una tecnología del poder por el lenguaje y la práctica que produce y va legitimando formas diversas de regulación ideológica, moral y política mediante todo lo cual se ofrecen visiones particulares de sí mismos, y del mundo. En consecuencia, el desarrollo crítico de un lenguaje público mediante el que se abandonen formas activas de prácticas pedagógicas que dificulten a los alumnos tomar conciencia de la opresión institucional y cotidiana a la que se ven sometidos por las mismas, amparadas en la fuerza de la tradición y eficaces en la consecución de sus objetivos disciplinarios, es una tarea prioritaria en cualquier proyecto que pretenda oxigenar dichas prácticas.

Proponemos que el cambio para acompasar ambas realidades, propias de la escuela y de la sociedad contemporánea, ha de empezar por la reestructuración de lo discursivo. De acuerdo con este planteamiento manifestado por Giroux (1997, pp. 131-132):

Necesitamos un lenguaje que defienda la educación en artes liberales, no como servidora del Estado, ni como ideología cultural autoritaria, sino como el lugar de una esfera contrapública donde los estudiantes pueden ser educados para aprender el modo de preguntar y, como dice John Dewey, «romper las formas públicas existentes». Se trata de un lenguaje en el que conocimiento y poder están vinculados de forma inextricable, al supuesto de que elegir la vida, para hacerla posible, es entender los requisitos necesarios para luchar por ella.

En definitiva, el lenguaje una vez que se emplea como instrumento que designa, que nombra lo que se debe admitir sin cuestionar y regula aquello acerca de lo que se debe hablar / callar, se convierte en un instrumento / producto que es tanto agente de cambio como reflejo de los poderes externos. Por tanto, los términos escuela y posmodernidad han de ser analizados no solo como constructos sociolingüísticos, de los que de hecho se derivan consecuencias, sino como realidades socioconstruidas.

3.       Discusión

Educación y posmodernidad, definidos como algo más que dos simples eufemismos, encubren bajo su etiqueta reificante un complejo y multifacético poder de acción-reacción (Moral y Pastor, 2000). La educación proyecta su poder apoyado en las fuerzas del acostumbramiento, las medidas disciplinarias, ciertos métodos eficazmente tradicionales, el formalismo de la institución, la parafernalia de su jerarquía, los controles de su grado de inoculación, la maximización de los individualismos y la represión de los contactos horizontales, y el devenir del tiempo que «parece darle la razón» (el imperativo de la razón vital legitimada por la costumbre). El fenómeno posmodernidad sugiere la duda, incluso, acerca de su propia existencia, apuntarán algunos críticos como el citado Gellner (1994, 1998), y fundamenta su poder sobre la puesta en entredicho de las verdades cuasireveladas, el intento de extender la fuerza débil de las relativizaciones y cuestionamientos diversos, así como la evidencia de la debilidad de las argumentaciones y el poder de los discursos, todo ello de progresiva instauración en una etapa de supuesta interinidad como la actual. E incluso, se podría apuntar que la posmodernidad tal vez ni siquiera sea un fenómeno sino solo un término –aunque las palabras nunca son simplemente palabras–, cuyo poder supera el ámbito de las construcciones sociolingüísticas para ejercer un poder legítimo –léase «legitimado»– más allá de la modernidad. En tales circunstancias, también se alude a la necesidad de «repensar la modernidad», en los términos expresados por Varela y Álvarez-Uría (1997).

Como algo más que meras construcciones sociolingüísticas, ambas, educación y sociedad posmoderna, se articulan de un modo singular hasta componer un producto con entidad propia, escenarios y realidades, criterios y consecuencias, realidades al fin y al cabo. Este phaenomenon podría hallar explicación en el hecho de que la condición humana es fundamentalmente simbólica, siendo este uno de los presupuestos básicos de Arendt (1974), esto es, somos creadores de sentido y dependemos de nuestras explicaciones de las cosas. Inteligimos la realidad traduciendo ciertas claves interpretativas y configurando nuevos signos del sistema de referencia asociados a significados que son transmitidos y reasignados mediante prácticas, a través de las que se procede a la salvaguardia de las órdenes dominantes.

Proponemos la necesidad de emprender un análisis posmoderno y posestructuralista del lenguaje y del discurso-acción, definidos ambos como narrativas naturales, que han de ser sometidas a un proceso de cuestionamiento crítico. Se ha de adoptar un posicionamiento desde el que se vayan desvelando los poderes y controles sociales asignados a la institución, trascendiendo los primeros principios propuestos que, precisamente por serlo, son la base de los significados, textos y prácticas discursivas y que intentan ser deconstruidos para hacer tambalear la red arbitraria de conexión sobre la que se fundamentan metadiscursos varios, base de los análisis posestructuralistas (Cherryholmes, 1999; Larrosa, 1995; Veiga-Neto, 1997; Vorraber, 1997) y otras formas de pensar posestructuralmente sobre la educación.

Ante los retos de la institución educativa en la sociedad global del conocimiento, evidenciados en la literatura sobre el tema (Fernández-Enguita, 2001b; Fernández-Enguita, Souto y Rodríguez, 2005; Gimeno Sacristán, 2001; Moral, 2004b; Ovejero, 1999, 2002, 2004), se ha de potenciar la necesidad de contemplar la adopción de diversas propuestas mediante las que se evalúe el estado actual de la cuestión y que se acompañen de medidas de intervención y ajuste. La educación como proceso contribuye a construir tanto el pensamiento individual y comunitario a base de representaciones constituidas sobre la realidad, como propende a acumular conocimientos como potenciales instrumentos para la consecución de diversos fines. La consideración de la escuela como una institución eminentemente instrumental, con medios y fines en los que somos socializados y alentados para la consecución de ciertos intereses proyectados desde ese estamento, se comparte como algo natural, tanto desde el discurso ilustrado que la apoya como desde el sentido común de quienes están acostumbrados a sus procedimientos y fines.

Como líneas prospectivas de actuación, proponemos que es necesario un análisis crítico tanto del discurso como de las prácticas discursivas que, a modo de analítica interpretativa, posibilite el cuestionamiento del conocimiento sistemático que se propone desde posturas estructuralistas. El análisis de la producción de las políticas de la verdad, ese descubrir qué es lo que dicen realmente, se concreta en las cuestiones relativas al cómo de los procesos de constitución de los discursos, a la conformación de las instituciones a través de estos y a la regulación de las instituciones a los propios discursos, ya que su producción material se hace por medio de disposiciones sociales, políticas y económicas (Cherryholmes, 1999). Discurso-acción y poder-verdad se articulan de un modo singular conformando una realidad discursiva real, pues la idea ingenua de que el lenguaje es un instrumento que mediatiza, pero que no crea, ha de verse reemplazada por la asunción constatable de su poder-saber y su régimen de verdad, en terminología foucaultiana. Asimismo, se propone la descentralización del sujeto y la demandada emergencia del sujeto crítico.

En suma, la pedagogía informal de la vida cotidiana ha de servir para acicatear la necesidad de repensar las funciones de la educación en las condiciones definitorias descritas, propias de una sociedad posmoderna, así como se ha de proponer la reconstrucción de sus principios constitutivos transmitidos en situaciones regladas y adaptados a situaciones cotidianas por sus usuarios en condiciones neoliberales. Precisamente, Álvarez-Uría (1995), al cuestionarse sobre el papel de los centros de enseñanza en este nuevo orden posindustrial, incide en las presiones que recaen sobre profesores y alumnos que han de adaptarse a ellas desde la necesidad apremiante de repensar la escuela, manteniendo viva la memoria histórica. Finalmente, hacemos nuestras sus palabras (p. 95):

Repensar la escuela en el marco de la modernidad puede ayudarnos a encarar el futuro con mayor lucidez. En todo caso la apuesta por el cambio social y el cambio escolar en una perspectiva de democracia radical nos obliga también a cuestionarnos a nosotros mismos, a desasirnos de lo que somos, a construir, en fin, una ética individual y social que promueva una cultura alternativa de la solidaridad.

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