La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación editada por la OEI 

 ISSN: 1022-6508

Está en: OEI - Revista Iberoamericana de Educación - Número 51

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 Número 51:: Septiembre - Diciembre / Setembro - Dezembro 2009

Escuela y fracaso. Niveles y territorios
Escola e fracasso. Níveis e territórios

  Índice número 51

En contra del fracaso escolar: nuevos discursos, nuevos retos para la educación infantil

Concepción Sánchez Blanco *

 

SÍNTESIS: El artículo que nos ocupa indaga acerca de la situación de la escolaridad temprana en el contexto español y de los alcances que la implementación de políticas tecnocráticas y hegemónicas, que convierten las prácticas docentes en compensatorias, tienen para la sociedad en su conjunto, en tanto la escolaridad, en todas sus etapas, es formadora de ciudadanía. Se postula que, si efectivamente se quiere una escuela que no fracase, han de desarrollarse proyectos emancipadores y con continuidad en el sistema educativo, y cuya política sustentadora sea denunciar la injusticia, accionar reflexiva y críticamente contra las desigualdades sociales y, consecuentemente, construir democracia. Se sostiene que este es un derrotero a favor de gestar una sociedad más justa e igualitaria, con independencia de las condiciones y/o características de los sujetos, y que no asumir esta responsabilidad en cualquiera de las etapas educativas nos hace artífices del fracaso de la escuela, que una vez más tendría como destinatarios a los más débiles y/o marginados, niños pequeños con escasos recursos de toda índole que, de esta forma, tampoco tienen una escolaridad inicial en la que involucrarse.

Postula que una escolaridad temprana crítica hace frente a la exclusión también desde las más tempranas edades, convirtiéndose en un foro público en el cual niños y adultos participan juntos en proyectos que potencian la vida democrática en su seno, de manera que de ella misma puedan surgir nuevos movimientos sociales que ahora y en el futuro trabajen en favor de la justicia en el mundo.
Palabras clave: derechos de la infancia; ciudadanía; justicia social; democracia.

SÍNTESE: O artigo que nos ocupa indaga sobre a situação da escolaridade da primeira infância no contexto espanhol e sobre os alcances que a implementação de políticas tecnocráticas e hegemônicas, que tornam as práticas docentes compensatórias, têm para a sociedade em seu conjunto, já que a escolaridade, em todas as suas etapas, é formadora de cidadania. Postula-se que, se, efetivamente, pretende-se alcançar uma escola que não fracasse, deverão se desenvolver projetos emancipadores, com continuidade no sistema educativo, e cuja política sustentadora seja denunciar a injustiça, atuar reflexiva e criticamente contra as desigualdades sociais e, consequentemente, construir democracia. Defende-se a ideia de que este seria um caminho a favor de gestar uma sociedade mais justa e igualitária, com independência das condições e/ou características dos sujeitos, e que não assumir esta responsabilidade em qualquer uma das suas etapas educativas nos converte em artífices do fracasso da escola, que uma vez mais teria como destinatários os mais débeis e/ou marginados, crianças pequenas com escassos recursos de toda índole que, desta forma, tampouco têm uma escolaridade inicial na qual envolver-se.

Postula que uma escolaridade crítica na primeira infância enfrenta o problema da exclusão também desde as mais tenras idades, convertendo-se em um fórum público no qual as crianças e adultos participem juntos em projetos que potenciem a vida democrática em seu seio, de maneira que dela mesma possam surgir novos movimentos sociais que agora e no futuro trabalhem a favor da justiça no mundo
Palavras-chave: direitos da infância; cidadania; justiça social; democracia.

ABSTRACT: This article deals with the issue of early schooling in Spain and the impact that the implementation of technocratic and hegemonic policies, that transform teaching practices, into compensatory practices have on the society, as long as schooling plays, in all of its stages, an important role in civic life. We claim that if we indeed want to help schools not to fail, we should continuously develop emancipating projects within the educative system, projects that as a policy, will denounce injustice, act reflexively and critically against social inequality, and in this sense, help building democracy. It is our belief that this course leads to creating a fairer and more equalitarian society, independently of the condition or characteristics of the person. We also believe that not assuming this responsibility in of the any educative stage makes us responsible of school failure.

A phenomenon that, once again, will impact on the weakest and the dispossessed: little children with scarce resources that will also miss the first stages of schooling.

We postulate that an early critical schooling confronts exclusion in the earliest stages of childhood, and becomes a public forum in which kids and adults alike participate in projects that promote democratic life. In this way, democratic life itself can create new social movements that, now and in the future, will work for a better and fairer world.
Keywords: children’s rights; civic life; social justice; democracy.

* Profesora titular en el área de Didáctica de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de La Coruña, España.

1.   Conocimiento y praxis didáctica: emancipar para no fracasar

La ciencia didáctica, sus métodos y modo de progreso tendrían que entenderse, internamente, en función de su capacidad para producir conocimiento que emancipe a los sujetos. Si, por el contrario, esta se asentara y creciera a base de finalidades, intereses y estrategias con la capacidad de favorecer situaciones de opresión estaríamos contribuyendo, sin lugar a dudas, al fracaso de la escolaridad. Es por ello necesaria una consideración de esta ciencia como humana, social y política y, por lo tanto, crítica (Carr y Kemmis, 1988, p. 158). De hecho, una de las finalidades del conocimiento didáctico es la denuncia de aquellas situaciones de dominación entre los sujetos en los más diversos escenarios educativos y de jerarquías en el seno de la propia comunidad científica (Somekh y Sánchez Blanco, 1997). Se trata de construir conocimiento y prácticas que en sí mismas tendrían la obligación moral de educar, de emancipar, de liberar (Freire, 2007) a todos aquellos que se encuentran involucrados.

Por lo tanto, si no queremos que la escuela fracase, la legitimidad de cualquier planteamiento curricular en la educación infantil, como en cualquiera otra etapa, ha de venir dada por su capacidad para liberar conciencia en los implicados, así como de convertir las interacciones sociales que se generan en las situaciones de escolaridad, implícita y explícitamente, en relaciones de comunicación orientadas hacia la eliminación de todo tipo de discriminaciones, coacciones, de relaciones de dominación entre los sujetos, que nunca habrán de ser tratados como objetos. En esta etapa, como en las demás, las prácticas educativas –el currículo es un conjunto de ellas– tienen lugar siempre vertebradas sobre determinadas creencias acerca de las personas, de la forma en que interactúan y en que deben hacerlo en el mundo. Se trata de prácticas que, lejos de ser neutrales, se hallan profusamente pobladas de contenidos ideológicos acerca de los cuales hay que tomar conciencia para convertirlas en verdadera praxis educativa, asentada sobre el cultivo de la humanidad.

Con el fin de cultivar la humanidad en el mundo actual, dice Nussbaum (2005, pp. 28-29), se requieren tres habilidades. Una de ellas es la de poder hacer un examen crítico de uno mismo y de las propias tradiciones (vida examinada). Es decir, una vida que no acepta la autoridad de ninguna creencia por el solo hecho de que haya sido transmitida por la tradición o se haya hecho familiar a través de la costumbre; una vida que cuestiona todas las creencias y solo acepta aquellas que sobreviven a lo que la razón exige en cuanto a coherencia y justificación. Téngase en cuenta que si trascendemos los aspectos superficiales de las prácticas educativas, de las prácticas de organización y de la enseñanza y aprendizaje no hallamos leyes naturales universales sino creencias y valores (Grundy, 1991, pp. 22-23) que deben ser analizados y discutidos desde su trascendencia en todos los escenarios escolares, incluida la escolaridad más temprana. Sabemos que establecer una estricta separación, una escisión, entre valores y hechos implicaría oponer al puro «ser» un abstracto «deber ser» (Habermas y Husserl, 1995, p. 35). Sabemos también que no es posible encontrar respuestas de valor universal e indiscutible en relación a los interrogantes que plantea el currículum, así que es imprescindible abordar, ya desde la escolaridad más temprana, la discusión crítica sobre el diseño y el desarrollo práctico de la escuela y su propio proyecto cultural (Gimeno Sacristán, 2002a).

Es por ello que, para no fracasar, una cuestión básica y trascendental que hemos de plantearnos es aquella referida a qué clase de sistema de creencias sobre las personas y el mundo conducen a un tipo determinado de prácticas y concepciones en relación al proceso de enseñanza y aprendizaje, con independencia de la etapa educativa de que se trate, pues estos sistemas de valores originan diferentes posiciones curriculares defendidas como legítimas en relación tanto a la racionalidad de acción como a la racionalidad de representación. Se requiere, así, discutir toda una serie de interrogantes críticos en el currículum, tanto de corte epistemológico como político, ideológico, técnico, económico, ético, histórico y estético, a la que se refieren Apple y Beyer (1988, p. 15): ¿qué entendemos por conocimiento?; ¿quién debería controlar la selección y distribución del conocimiento?; ¿a través de qué instituciones?; ¿cómo se relaciona el control del conocimiento con la existencia de una distribución desigual del poder, de las bondades y servicios en la sociedad?; ¿cuál es el conocimiento de más valor?; ¿cómo el conocimiento se hará accesible a los niños?; ¿cómo unir el conocimiento a las biografías personales de los sujetos?; ¿cómo actuaremos artísticamente como diseñadores del currículo y a la vez como docentes que lo llevan a la práctica?; ¿qué ideas de moral están presentes en la forma en que el alumnado, el profesorado e incluso las familias son tratados?; ¿qué tradiciones existen ya en este campo que nos ayuden a dar respuestas a estas cuestiones?; ¿qué otros recursos necesitamos para caminar hacia el futuro? Hay aquí diferentes respuestas. Está claro que si no queremos fracasar nuestro norte es la construcción de caminos favorecedores de la justicia social donde los derechos de todos sean respetados.

La segunda de estas dos habilidades que se requieren para el cultivo de la humanidad en el mundo y que recoge Nussbaum (2005, pp. 28-29) es la de razonar lógicamente, de poner a prueba lo que uno lee o dice desde el punto de vista de la solidez del razonamiento, de la exactitud de los hechos y la precisión del juicio. La tercera habilidad es la capacidad de verse a sí mismos no solo como ciudadanos pertenecientes a alguna región o grupo sino, también y sobre todo, como seres humanos vinculados a los demás seres humanos por lazos de conocimiento y mutua preocupación. Un conocimiento didáctico y una praxis docente que no quiere fracasar ha de vertebrarse sobre el desarrollo de estos tres tipos de habilidades descritas.

Ni qué decir tiene que tan hondas preocupaciones requieren de la creación de contextos en los cuales sea posible un contraste intersubjetivo presidido por el diálogo crítico1. Así, el camino que le queda a la investigación didáctica que se precie de ser educativa y al profesorado en su docencia viene dado por introducirse junto con el alumnado, o con los participantes, en la contradicción objeto-sujeto que nos lleve a valorar la necesidad de garantizar que todas las voces sean oídas. El valor de la diversidad tiene que estar presente como principio de procedimiento clave en las formas de hacer en el conocimiento didáctico y en el quehacer de la praxis de la enseñanza. De ahí el compromiso de la investigación, del profesorado en su docencia, con la potenciación y desarrollo de prácticas generadoras de contextos en los cuales se tenga la oportunidad de abandonar una senda exclusivista en relación al hacer versus pensar (acción-reflexión) y dirigirse a un entrecruce de caminos, adquiriendo la responsabilidad de explorar y analizar intersubjetivamente los valores implícitos en esas cadenas de acción-reflexión que van surgiendo en tales prácticas (Sánchez Blanco, 2000).

Es necesario, pues, aprender a actuar bajo el valor de la convivencia de diferentes perspectivas desde las cuales interpretar la realidad, porque tal situación permite la emergencia de contradicciones que hacen posible estar más cerca de un conocimiento que emancipe a los sujetos, que les libere de relaciones de dominación y les haga más conscientes del porqué de sus acciones. Podemos pensar que la exigencia de certeza es utópica; sin embargo la exigencia de transformar, mejorar y ampliar continuamente nuestro conocimiento no es utópica (Chalmers, 1992), aunque desde luego que tal mejora solo tendrá lugar cuando haga frente a las relaciones de dominación y sumisión.

Si bien no hay verdad concluida, no hay final feliz para el conocimiento didáctico o de cualquier otro tipo; sin embargo, la riqueza está en el mismo proceso de contradicción que emerge y reconstruye permanentemente nuestro conocimiento, gracias al contraste intersubjetivo. El desafío se halla en que este proceso continúe infinitamente, convertido en un proceso de comunicación que facilite tomar conciencia a los sujetos de las relaciones de dominación y su liberación de las mismas. Por lo tanto, la verdad:

[...] no está en la uniformidad estandarizada del procedimiento, sino que depende de la textura epistemológica del ámbito que queremos conocer y entender; de la fuerza de los argumentos y las evidencias, y de la voluntad de crítica y deliberación pública, que como conocedores, estamos dispuestos a aceptar y a apoyar (Angulo Rasco, Melero Zabal y Pérez Gómez, 1995, p. 23).

Desde esta perspectiva, como antes señalaba, la actuación del profesorado estaría encaminada a generar contradicciones en el aula y en el mismo conocimiento didáctico; a sembrar el disenso más que a conseguir el consenso, sobre todo si este consenso significa dejar de discutir, de reflexionar críticamente, de transformarnos a nosotros mismos en sujetos más libres, más emancipados y de cambiar al contexto en el que estamos inmersos para que sea facilitador de este proceso de concienciación. Así, la tarea docente consistiría en proteger el aula de la unicidad de puntos de vista; y para ello, es la discusión la que garantiza el surgimiento de puntos de vista diferentes. Como dice Stenhouse (1983) en The Humanities Curriculum Project: permitiría desarrollar la comprensión de las situaciones sociales y los actos humanos y los valores subyacentes en ellos.

Téngase en cuenta que el mantenimiento de concepciones en relación al conocimiento verdadero como ideal conseguido y constituido por aquel que es compartido por el mayor número de profesionales en un cierto campo, lleva consigo relaciones de dominación muy útiles, porque contribuyen a generar grandes beneficios en el mercado del conocimiento. Convierte a unas comunidades científicas en dominantes frente a otras dominadas, de manera que, finalmente, ya no se invierten recursos para saber más sino más bien para ejercer la hegemonía del conocimiento y, por lo tanto, para tener más poder y ejercerlo despóticamente. En su forma de mercancía informacional indispensable para la potencia productiva, el saber ya es, y lo será aún más, como señalaba Lyotard (1994, pp. 14-17), uno de los elementos más importantes en la competición mundial por el poder, convirtiéndose en la principal fuente de producción capaz de generar enormes desigualdades entre los estados.

Los estados-naciones se han enfrentado, primero, por la dominación territorial, después por el control de la disposición y explotación de materias primas y de la mano de obra barata, y ahora lo hacen para dominar las informaciones. El saber es y será producido para ser vendido; y es y será consumido para ser valorado en una nueva producción. No conviene olvidar las duras batallas comerciales por extender determinadas concepciones, de manera que fiabilidad y extensión del conocimiento se convierten en sinónimos indisolublemente unidos. Desde aquí resulta comprensible la importancia que cobran los medios de difusión del conocimiento cada vez más sofisticados, como internet. En este contexto, el conocimiento pasa a convertirse en mercancía sujeta a las leyes del libre mercado, como corresponde a un contexto socioeconómico neoliberal como el nuestro. El mito del «mercado libre» como ideología del capitalismo ha tocado también al conocimiento científico, donde no faltan los gigantes financieros de naturaleza transnacional que pueden echar por tierra cualquier política económica nacional (Filias, 1993).

Sin embargo, tales concepciones en ámbitos como el conocimiento didáctico a menudo se disfrazan y perpetúan con argumentos pseudorracionalistas que nos hablan de una fe ciega en el poder de la razón para llegar, unos pocos privilegiados, a conocer a través de esta, con certeza y autoridad, y a conseguir los mejores métodos para lograr un conocimiento objetivo de la realidad.

En el otro lado se hallan las posiciones derrotistas, que igualmente contribuyen a reproducir tales situaciones de poder en relación al conocimiento, porque creyendo que son las emociones y las pasiones, más que la razón, las fuentes de inspiración de las acciones injustas, tales situaciones de dominación al convertirse en inevitables se perpetúan, producto de la propia naturaleza humana. De ahí la necesidad de que la didáctica no ignore, y se cuestione, el problema de la legitimidad del conocimiento didáctico. Porque este, como vamos viendo, no es solo de naturaleza epistemológica, también es de naturaleza sociocultural, político-económica y, por tanto, entraña luchas de poder.

Si hemos llegado a un punto en el cual la certeza científica está perdiendo credibilidad, de manera que los presuntos descubrimientos definitivos sobre diversos temas –como el calentamiento global, el cáncer o la enseñanza eficaz– son superados y contradichos, reemplazados por otros nuevos a una velocidad cada vez mayor, e incluso, dosificados en su difusión en aras de no pocos intereses comerciales muy poderosos... ¿cómo entonces se legitimaría el conocimiento –en este caso el conocimiento didáctico–, dado los vertiginosos cambios que se van sucediendo en el conocimiento humano? Para hacer frente a esta situación de incertidumbre científica –que parecía estar acabando con las pretensiones de una base segura de conocimientos para la enseñanza, haciendo que cada innovación parezca más dogmática, arbitraria y superficial (Hargreaves, 1994, p. 37)– no faltan aquellos que han optado por blindarse, comenzando por la propia oficialidad. Para ello utilizan un discurso tecnócrata, eficientista, que lejos de cohesionar la tarea docente la descompone, la desmenuza, relegando nuevamente al profesorado, como ya se denunciaba en la década de los setenta, a un papel de mero ejecutor de planes y diseños, elaborados desde un supuesto expertismo plagado de jerarquías que desechan la práctica diaria en las escuelas como fuente de conocimiento valioso, tal y como fue utilizada en su momento la pedagogía por objetivos.

Se cambian nombres creyendo inventar nuevos discursos, nuevas concepciones didácticas, cuando no se trata de otra cosa que retomar un pasado caduco y desfasado. Las taxonomías de Bloom, Robert F. Mager con su objetivos operativos y el boom de la enseñanza programada apoyada en corrientes psicológicas conductistas resuenan de nuevo a través del discurso supuestamente innovador de la educación por competencias (Gimeno Sacristán, 2008), que desde luego nos convierte en cautivos de discursos homogéneos y tecnocráticos, presuntamente neutrales y, por lo tanto, fácilmente reductibles a la condición de mercancías y que, además, son presumiblemente válidos para todo el sistema educativo de un Estado, y hasta de un continente, como es el caso del nuevo espacio europeo de educación superior. Opera así como un discurso tranquilizador para muchos, a quienes parece devolverles esa fe ciega, modernista, en el triunfo de una ciencia de la educación unívoca, con una sola voz y con capacidad indiscutible para determinar lo que constituye una escuela eficaz.

La búsqueda de esta legitimación, dadas las circunstancias expuestas, nos avoca inevitablemente a razones que van mucho más allá de la misma epistemología –pero sin excluirla, porque para negar la existencia de un saber hace falta otra disciplina que se ocupe de su inexistencia–, para sumergirnos en la ética y los compromisos morales, que nos hacen ver en el conocimiento didáctico un camino para la liberación de las relaciones de dominación y la lucha contra las injusticias sociales2 desde nuestra praxis docente, tanto en la escolaridad temprana y la educación obligatoria como en las aulas universitarias, o en las mismas investigaciones que abordamos. Ante todo, somos capaces de vernos a nosotros mismos y a los otros como seres humanos, vinculados a los demás seres humanos por lazos de reconocimiento y preocupación mutua. Nos hace falta, por lo tanto, que una «certeza situada» (Hargreaves, 1994, p. 90), relevando a una certeza científica, convierta en problemas del mañana las soluciones que damos hoy a los escollos de la praxis docente desde los inicios de la escolaridad. Se trata, por un lado, de garantizar un permanente cuestionamiento crítico de las instituciones tradicionales del saber sobre la educación y, por otro, del control que ejercen y de las relaciones de dominación que se generan en tales instituciones, íntimamente conectadas a los sucesos del mundo.

2.   Escolaridad temprana e igualdad de oportunidades en España

En relación a las iniciativas de escolaridad temprana, como lo es la educación infantil en el contexto español –que además no representa una etapa obligatoria en ninguno de sus dos ciclos3–, no han faltado las iniciativas prácticas pensadas con una finalidad compensadora que pretende contribuir a que se cumpla el principio de igualdad de oportunidades en la educación. El presupuesto de partida es que cursando la etapa infantil los niños pueden tener la oportunidad de acceder en similares condiciones a los comienzos de la escolaridad obligatoria. De esta forma, los resultados desiguales fraguados a lo largo del sistema educativo serán considerados más consecuencia de las diferencias de capacidad de los sujetos que producto del contexto en el que viven.

Estas prácticas, que defienden el carácter compensador de la educación infantil y el papel que tempranamente esta puede ejercer en relación a la prevención y paliación de las dificultades de aprendizaje de la infancia más desfavorecida, anticipándose a posibles fracasos escolares, tendrían que estar suficientemente vinculadas a movimientos y proyectos sociopolíticos de más largo alcance, orientados a conseguir y garantizar transformaciones sociales que hagan de nuestro mundo un lugar más justo. No olvidemos que si en nuestro contexto la escolarización desde las edades más tempranas atiende cada vez más a una infancia procedente de otras partes del mundo se debe, en gran medida, a la necesidad que han tenido sus familias de emigrar, por las más diversas dificultades. De esta forma, se trata de promover prácticas en favor de la igualdad social que en ningún caso deberían obstaculizar los cambios sociales, que van dirigidos a la consecución de un mayor respeto de los derechos de todos, sin importar edad y condición.

Por lo tanto, no resulta viable una escuela que desde sus inicios, y a través de las prácticas que en ella se suceden, responsabilice al alumnado y a su familia por los fracasos durante su escolaridad, máxime cuando ni siquiera está garantizada una plaza escolar de calidad para todos los niños en esa etapa educativa no obligatoria, representada, en el contexto español, por la educación infantil. No está demás enfatizar que el término «calidad» en este artículo está muy lejos de la consideración de la confianza en los números y, por lo tanto, de los estándares cuantitativos (Dahlberg, Moss y Pence, 2005, pp. 141-187) que generan competiciones ilegítimas entre los centros, pues arrancan de ficciones en cuanto a la igualdad de partida de las mismas instituciones y sus participantes, entre ellos la infancia. Por el contrario, entendemos que no es posible tener instituciones de calidad desde el momento mismo en que esa infancia es discriminada en cuanto a su acceso, así como en cuanto a los proyectos y prácticas docentes que se desarrollan en las mismas cuando, por ejemplo, sus propias biografías e historias culturales son soslayadas o estereotipadas.

Las políticas educativas, para asumir responsabilidades y evitar caer en situaciones de desidia en relación a la escolaridad temprana, nunca debieran ignorar que la infancia no es patrimonio y responsabilidad exclusiva de las familias y tampoco, desde luego, de los docentes que la educan. Deberíamos asumir que todos los ciudadanos, tengamos o no hijos de estas y otras edades –concretamente niños de la primera infancia–, tenemos una responsabilidad tanto en relación a los éxitos como en relación a los fracasos (Sánchez Blanco, 2008). Es necesario que nos embarquemos en demandas de políticas de acción positiva que hagan frente al fracaso de la escuela y que propugnen una escolaridad crítica para los primeros años, sea o no obligatoria –sabemos que hay variación de esta consideración en función de los países–, asentada sobre planteamientos educativos que propicien que todos los niños, sin exclusión alguna, tengan idéntico acceso a ella.

Si no asumimos esta responsabilidad seremos artífices de ese fracaso de la escuela que, nuevamente, toca a los más débiles y/o marginados, como es el caso de aquellos niños más pequeños con menos recursos personales y familiares. Asimismo, una escolaridad temprana crítica hace frente a la exclusión desde los primeros años, convirtiéndose en un foro público donde niños y adultos participan juntos en proyectos que potencian la vida democrática en su seno, de manera que a partir de esta escolaridad crítica puedan surgir nuevos movimientos sociales que trabajan en favor de la justicia en el mundo.

Resulta éticamente insostenible que esta escolaridad de las edades más tempranas esté sometida a vaivenes políticos, como sucede en las diferentes comunidades autónomas españolas, donde el color del partido político que gobierna decide si una educación infantil de calidad, en el sentido que apuntábamos anteriormente y entendida por supuesto como etapa global, es más o menos necesaria, así como decide las medidas políticas que han de acompañarla. Pretendemos que esa calidad a la que nos referimos sea entendida no tanto como un hecho puntual para algunos sino como un derecho de todos los niños.

Desde luego que no podemos permitir que ni la edad cronológica de los sujetos ni el nivel socioeconómico de las familias, como otras tantas características, se conviertan en un factor definitorio no solo del derecho a la educación en el caso de los más pequeños, sino también para que dicha educación sea de primera o de segunda fila (Sánchez Blanco, 2008). Todos los niños, con independencia de su edad, características físicas, psíquicas, procedencia o condición socioeconómica y cultural, desde el inicio de su vida tienen derecho a desarrollarse como ciudadanos responsables, con capacidad para participar de forma crítica en la vida pública. Desde luego que no tendremos nunca una educación infantil como la propuesta si ambos ciclos de la etapa no son considerados y atendidos públicamente con idéntica intensidad desde políticas educativas asentadas sobre el principio de igualdad de oportunidades.

Se trata de una educación con carácter crítico, que representa en sí misma una verdadera necesidad y que atendida habría de contribuir, ni qué decir tiene, a humanizar la práctica política de los gobernantes, pues daría respuesta a necesidades relacionadas con la salvaguarda de los derechos de los más débiles, incluso más allá de la infancia. No olvidemos que su potenciación y desarrollo favorecen también la incorporación de las mujeres al mundo laboral y su crecimiento profesional, generándose un contexto muy favorable para que mujeres y hombres tengan la oportunidad de compartir equitativamente las responsabilidades familiares y domésticas, posibilitando que también los ancianos puedan aligerar ciertas cargas familiares que les sobrepasan en cuanto al cuidado de los nietos más pequeños. No podemos consentir que las diferencias en las propuestas y proyectos para esta educación en los primeros años se conviertan en una manifestación más de esa tradicional polarización que genera colegios para ricos y escuelas para pobres, ahora más que nunca con la recesión económica que venimos padeciendo. Como señala Torres (2001, p. 82), con ello se estaría contribuyendo a que las sociedades acaben más desvertebradas y con mayores distancias entre quienes tienen y quienes no.

Un tramo de la etapa, como es el caso del primer ciclo, atendido precaria y asistencialmente, bien puede estar influyendo de forma desfavorable en las construcciones que la infancia y sus familias van haciendo en relación a la escolaridad y su rol como alumnos. En el mismo sentido, una atención inadecuada durante los primeros años de vida puede generar problemas de muy diferente tipo que podrían afectar, sin lugar a dudas, a la propia construcción de identidades de los sujetos. Aquellas políticas que desatienden la escolaridad temprana olvidan las consecuencias sociales nefastas que de ello pueden derivar, y cuya solución exigirá en el futuro mayores recursos que los que ahora se necesitarían para gestionar adecuadamente esta escolaridad. Está claro que con ella bien podríamos contribuir a mejorar, por un lado, la situación de abandono educativo en que viven determinados niños y, por otro, a aliviar tanto la situación de muchas mujeres que trabajan fuera de casa, o quieren hacerlo, como el endeudamiento de las familias y el esfuerzo de los mayores cuidando nietos.

La defensa de la etapa infantil, en su sentido global, está necesitada de una renovación de discursos que nos permitan nuevos argumentos –que inexorablemente tengan que ser escuchados– que hagan posible sostenerla como tal, y que se vinculan a la lucha contra la discriminación. Para ello los docentes necesitan aliarse, con independencia de la etapa o nivel en el que trabajen, con otros docentes pertenecientes y no al contexto español, así como con movimientos sociales de la más diversa índole preocupados por la justicia, camino este muy necesario para salir fortalecidos y sentirse cobijados en su trabajo y sus iniciativas en favor de la igualdad. Tenemos, en fin, que aliarnos en una causa común como es la lucha contra la marginación de los más pequeños.

Nos hace falta, además, ir mucho más allá de los problemas locales, nacionales. Hemos de dirigir nuestra mirada y nuestros esfuerzos como docentes vislumbrando y considerando los problemas mundiales de la infancia, en la educación y en otros ámbitos, de manera que acabemos manteniendo una única voz sólida, contundente, que reclame una mayor justicia para todos los niños en el mundo, pues no hay que olvidar que no hay principio de mayoría que se aplique a los derechos humanos. Dice Gentili (2009, p. 50) que no porque un gran número de personas tenga derecho a la educación, el derecho a la educación es ya un derecho colectivo. Sin lugar a dudas, hemos de trabajar para que las iniciativas locales y globales aparezcan plenamente cohesionadas pues, como señalan McLaren y Farahmandpur (2006, p. 114), para poder combatir la tríada contemporánea de opresión política, económica y social necesitamos expandir la lucha por medio de la cultura, el lenguaje y el discurso, teniendo muy presente que la misma debe tener alcance internacional.

Las situaciones de marginación que pueda estar viviendo esta escolaridad temprana nos están retrotrayendo a una violencia estructural sobre la infancia ejercida por la sociedad, que hemos denominado del bienestar, aunque evidentemente está muy lejos en intensidad de aquella que sufren muchos niños en el mundo. Sin embargo, las situaciones de marginalidad que se siguen dando en ese primer ciclo, cuando las políticas educativas lo reducen al cuidado meramente asistencial, a veces incluso insuficiente, antes que enmudecernos deberían acicatearnos para que, reclamando el respeto por los derechos de los niños de este país reclamemos el de los derechos de todos los niños del mundo (Sánchez Blanco, 2008).

El hambre, la desnutrición, las enfermedades, la pérdida de la familia y, por supuesto, de la educación, siguen representando para la infancia mundial situaciones gravísimas de lesión de derechos. Sin embargo, no hemos de olvidar que la justicia no es un asunto de grado, la hay o no la hay, y en este caso es un asunto de si están o no dadas las condiciones que hacen posible que se respeten los derechos de la infancia. Un niño puede morir por hambre o por enfermedades erradicadas desde hace tiempo en el primer mundo, pero en él también puede morir a raíz de la negligencia de los adultos, ya sea por viajar sin cinturón en un vehículo, por la dosis mal administrada de un medicamento, como consecuencia de instalaciones inadecuadas en un parque infantil o en manos de personal no cualificado. La muerte es igualmente injusta en todas estas circunstancias. La vulneración de los derechos, con independencia de la intensidad con que se dé, en sí misma representa una situación de violencia (Sánchez Blanco, 2006): tan injusto es concurrir a una escuela opresiva o insegura como el no tener escuela.

Ambas situaciones han de movernos a actuar, a implicarnos como sociedad hasta el fondo. Ciertas imágenes de niños desasistidos en sus más elementales necesidades primarias, más allá de nuestro contexto, que proliferan en los medios de comunicación –a veces hábilmente instrumentalizadas para un mercado de la compasión que tiene la capacidad de convertir el humanismo en una especie de industria personal en detrimento de quienes verdaderamente luchan porque se respeten los derechos de la infancia (Lash, 1996)– no pueden servirnos para justificar situaciones inmorales que en relación a la educación de los más pequeños siguen dándose en la sociedad del bienestar, de manera que conformándonos dejemos de luchar por una igualdad de oportunidades para la infancia, sin discriminaciones de ningún tipo (Sánchez Blanco, 2000).

El camino tiene, pues, una meta única: hacer extensiva la denuncia de la injusticia en relación a todos los niños del mundo, dando siempre cuenta de la vulneración de derechos cuando esta se produzca; como por ejemplo, cuando se vulnera el derecho a la educación. En nuestra sociedad, una infancia educada desde las más tempranas edades como crítica y participativa en el futuro dará lugar a personas que tomen el relevo para seguir trabajando en favor de mayores cuotas de igualdad en el mundo en todos los ámbitos, entre ellos el educativo. Necesitamos, dicen McLaren y Farahmandpur (2006, p. 114), formar identidades que sean partícipes del compromiso universal de la igualdad social, y hay que poner manos a la obra cuanto antes, desde los inicios de la escolaridad.

3.   Más allá de las prácticas docentes de compensación en la educación infantil: nuevos horizontes

Después de todo lo dicho, si verdaderamente queremos una escuela que no fracase hemos de desarrollar prácticas docentes desde la etapa infantil que tengan un entramado político sustentador que las aglutine en torno a una meta común: la denuncia de la injusticia, la lucha contra las desigualdades sociales. Se trataría así de contribuir a la construcción de una sociedad más justa e igualitaria, con independencia de la condición o condiciones de los sujetos. No podemos permitir que la conexión entre las prácticas compensadoras que tienen lugar en esta etapa se halle simplemente en las formas de lenguaje que utilizan, por el hecho de que tengan una corriente psicológica común que se haya filtrado en ellas. Debería caracterizarse por estar apoyada sobre el desarrollo de un proyecto emancipador común para toda la infancia que participa de esta educación.

Ciertas ideas piagetianas han sido instrumentalizadas para la construcción de una escolaridad temprana, conceptualizada como una herramienta capaz de compensar las carencias de la infancia derivadas de sus deficitarias condiciones socioeconómicas y culturales. Así, si inicialmente fueron las conductas moralmente desviadas y después la falta de amor las que constituyeron uno de los objetivos de esta compensación (Steedman, 1986) (ideas que aún hoy se siguen filtrando en los discursos docentes), posteriormente, y a la luz de las investigaciones piagetianas, serían los déficits cognitivos y lingüísticos, sin abandonar los relacionales –aspectos todos ellos centrales–, los peligrosamente utilizados para alimentar una ideología de la compensación al servicio del statu quo dominante. Desde luego que en ningún momento estas fueron las intenciones y pretensiones de Piaget en sus estudios.

Desarrollos de esta ideología de la compensación centrada en la superación de déficits cognitivos y lingüísticos, así como en la superación de dificultades de los grupos desfavorecidos para establecer relaciones afectivas estrechas, se establecerán como caminos para llegar a la igualdad de oportunidades entre los sujetos, hasta tal punto que serán recogidos en nuestro contexto por sucesivas legislaciones del sistema educativo en lo concerniente a la etapa infantil. De esta forma, los mismos currículos oficiales sostendrán que la educación infantil puede y debe contribuir de manera eficaz a compensar todo tipo de desigualdades, entre otras, algunas que tienen su origen en las carencias del entorno social, cultural y económico, sin que ello signifique dejar de reconocer las diferencias psicológicas. Al respecto, cabe señalar que, muy a menudo, ciertas disimilitudes culturales de los pequeños lejos de ser consideradas elementos enriquecedores en los grupos, continúan conceptualizadas como obstáculos para el desarrollo infantil. Entendemos que representa un serio problema tanto investigar sobre educación como utilizar las ideas y conclusiones de estas investigaciones teniendo como referente adecuado y legítimo un modelo exclusivo de infancia y desarrollo, pues las consecuencias en asuntos de discriminación nos tocarán profundamente. Tenemos, sin embargo, la responsabilidad de arremeter contra esta especie de niño universal al que se refiere Varela (1986, p. 175), que planea por encima de las condiciones sociales y culturales, que tiende a imponerse como único y legítimo y en cuyo nombre se orquestan todo tipo de reglamentos, programas, didácticas y controles.

Concepciones como las criticadas resultan extremadamente peligrosas si lo que buscan y/o consiguen es homogeneizar cosmovisiones del mundo siguiendo la línea del pensamiento hegemónico de hombre blanco, occidental y con poder económico; máxime si tenemos en cuenta que nuestras aulas se hallan cada vez más pobladas de una infancia procedente de las más diversas partes del mundo y/o de las más diversas condiciones socioculturales. No podemos permitir que las prácticas de la educación infantil, para la consecución de este supuesto ideal compensador altruista, se conviertan en la antesala de una nueva y legitimada colonización cultural y económica –disimuladas bajo discursos aparentemente loables como la precoz salvaguarda de los niños de las desventajas ambientales que padecen–, cuando en realidad se trata de discursos que, en cierto modo, representan una forma de despotismo de unos pocos privilegiados que eligen el destino de una inmensa mayoría, sin contar con ellos y en aras de una especie de racismo democrático (Torres, 1996, p. 26).

Bajo esta perspectiva criticada, se convierte en legítimo el convencer a las familias de los beneficios del acceso a esta escolaridad para evitar el fracaso escolar, ya no con argumentos legislativos –como mencionamos previamente la escolarización hasta los 6 años no es obligatoria para la ley española– sino con consideraciones tales que no hacen sino responsabilizar de sus dificultades escolares exclusivamente al contexto sociofamiliar y cultural en el que viven los niños. Convertir la educación infantil en un contexto que represente una negación del medio donde viven los pequeños y/o que lo considere como inferior y/o deficiente resulta ilegítimo. Representa un fracaso de esta escolaridad de los primeros años. No podemos consentir y potenciar el hecho de que la infancia se desarrolle renegando de sus orígenes, de su historia, de sus manifestaciones socioculturales, de su biografía. Por el contrario, deberíamos trabajar intensamente para que desde las edades más tempranas aprendan a discutir, cuestionar, analizar críticamente el contexto del cual proceden, denunciando las injusticias que en él se producen, con la finalidad de contribuir a transformarlo y mejorarlo (Sánchez Blanco, 2007).

Por otra parte, conviene añadir que bajo tales consideraciones hegemónicas las prácticas educativas tempranas son percibidas como decisivas debido a la corta edad de los niños a los cuales van dirigidas, para lograr a largo plazo los mejores beneficios para ellos y su mejor integración en el marco cultural de la mayoría. En el fondo, los seis primeros años parecen convertirse en una especie de período mágico que hay que aprovechar porque cualquier práctica educativa que tenga lugar aquí dará su fruto en el futuro. Entramos así de lleno en el mito fabricado para esta escolaridad temprana que la convierte en la «vacuna» ideal para preservarse del fracaso escolar en el sistema educativo y en herramienta idónea para su triunfo en este. Tales concepciones resultan muy arriesgadas, sobre todo si se tiene en cuenta que todos los períodos de la vida de los niños son igualmente importantes, de manera que se impone una búsqueda de la intervención educativa más adecuada en cada momento. Esta búsqueda implica un proceso de reflexión permanente para ir descubriendo aquellas prácticas que vayan convirtiendo a los sujetos desde los primeros años en agentes de un proceso emancipador que les vaya transformando en sujetos participativos, cooperativos (Sánchez Blanco, 1997), cada vez más conscientes de sus acciones y capaces de extender esta liberación al contexto social donde viven.

Bajo tales supuestos, y en relación a los sujetos, bien se pueden estar escondiendo concepciones de «doble deficiencia», artífices de no pocas situaciones de discriminación. Esto es, concepciones en las cuales se recoge que cabe la posibilidad de sujetos no solo «biológicamente inferiores», sino también «inferiores» desde el punto de vista sociocultural; situación que implica la consideración del contexto cultural hegemónico como el más adecuado y razonable. De esta manera, a partir de concebir el «ser inferior», cabe la posibilidad de vulnerar permanentemente los derechos de estas personas bajo situaciones de prepotencia basadas en el convencimiento de creer saber con certeza lo que les conviene y someterlos a situaciones de discriminación.

En relación a esta percepción de la escolaridad temprana como compensadora de déficits derivados de la situación sociofamiliar y cultural de los niños, podemos encontrar, además, iniciativas muy concretas en diferentes contextos, orientadas específicamente a esta compensación. Para Carabaña (1993, p. 63) el éxito escolar es el más antiguo de los problemas «multiculturales» en la enseñanza. Así, bajo esta perspectiva de la compensación, el mayor fracaso escolar de ciertos grupos socialmente desfavorecidos se explica por rasgos de sus consideradas subculturas, de manera que se ponen en práctica programas de educación compensatoria que implícitamente llegan a considerar algunos de esos rasgos como déficits o carencias. La contrarréplica ha sido el camino de la afirmación cultural de origen, de manera que tendría que plantearse la razón por la cual habrían de competir las minorías en el dominio de una cultura distinta a la propia, ante la que están en desventaja y que no es mejor que la suya. Si las culturas son, por así decirlo, culturalmente iguales, entonces las relaciones entre ellas son relaciones de fuerza, relaciones de dominación, relaciones políticas. Además, deberíamos reflexionar en los contextos escolares acerca de si existen culturas en estado puro a modo de compartimentos estancos o, si por el contrario, en prácticamente todas hay influencias de muy diferentes contextos que las han ido moldeando a lo largo de la historia. Desde aquí cabría pensar más en aquello que nos une que en todo lo que nos separa.

Programas educativos armados bajo el ideal de la compensación a nivel mundial no han faltado. En ee.uu. el programa Head Start (1965), exportado a países de lengua hispana, está destinado a la población infantil que se considera desfavorecida socioeconómica y culturalmente, entre cuyas pretensiones se encuentra la compensación de las dificultades iniciales de esta población en la escolarización. Se pretende que la formación precoz de los niños contribuya a garantizar el éxito futuro en el sistema educativo. Por supuesto, desde aquí no pretendemos negar las intenciones educativas y logros conseguidos por este tipo de programas a lo largo de los años4, e incluso la voluntad firme de desarrollar buenas prácticas del profesorado implicado. Sin embargo, tenemos una cuestión fundamental que debería plantearse, referida a la relevancia de este programa para las realidades educativas, culturales y sociopolíticas de aquellos países hacia donde se exportan tales experiencias, pues nunca debieran representar una forma de colonización cultural.

Igualmente, podemos referirnos en este sentido al denominado modelo curricular High Scope, desarrollado en diversos países de lengua hispana. Originado en uno de los programas piagetianos, el Ypsilanti Perry Preschool Project se sitúa en el movimiento de la educación compensatoria de los años sesenta en el ámbito de las preocupaciones por la igualdad de oportunidades educativas y, por lo tanto, centrado fundamentalmente en el desarrollo cognitivo de los niños. Es en la primera fase del currículo High Scope donde la educación compensatoria adquiere una gran relevancia, lo que queda de manifiesto en el hecho de que esta viene a denominarse, precisamente, «educación compensatoria». A esta fase se han sucedido otras que, aunque siguen teniendo en cuenta este carácter compensador de las prácticas de educación temprana, incorporan nuevos presupuestos pedagógicos: segunda fase: tareas piagetianas / tareas de aceleración; tercera fase: experiencias llave5 de la aceleración a la construcción; cuarta fase: el niño, motor del aprendizaje a través del diálogo. Por intermedio de las actividades propuestas se pretende una reducción del papel directivo del adulto y el desarrollo en el niño de una mayor capacidad de acción, iniciativa y posibilidad de tomar decisiones (Oliveira-Formosinho, 1996).

Uno de los desafíos fundamentales que tiene que asumir este tipo de programas consiste en trascender planteamientos que consideran las diferencias culturales como carencias y/o deficiencias, cuando en realidad son diferencias derivadas de ideologías, prácticas culturales y contextos diferentes, más aun si tenemos en cuenta cuán a menudo prácticas culturales diferentes han sido interpretadas como deficiencias de los sujetos que había que reeducar. Hay así una necesidad de trascender esta visión exclusivista del carácter compensatorio del déficit de la etapa infantil, analizando cómo tales diferencias culturales pueden enriquecer esta educación temprana.

Con esta perspectiva, por ejemplo, no han faltado en Iberoamérica programas oficiales de atención a la infancia más desfavorecida –jardín familiar, sala cuna en el hogar, atención a párvulos de comunidades indígenas, jardín a distancia, jardín familiar estacional, jardín familiar laboral y patio abierto– en los cuales se denuncia la asimilación acrítica de currículos de prácticas culturales hegemónicas. Peralta (1996, 2008) se hace eco de tales consideraciones señalando la necesidad de crear currículos que:

[...] asuman la realidad de contar con importantes grupos de niños a atender, aprovechando las posibilidades que el medio natural y socio-cultural latinoamericano ofrece, dejando de lado la aplicación indiscriminada de modelos surgidos de otras realidades que difieren de las nuestras.

Hay además otros programas, como el Educa a tu hijo (Cuba), que tratan de caminar en esta dirección, consecuencia directa de acciones políticas determinadas. En México, el proyecto Citalmina representó una experiencia educativa con niños y mujeres de comunidades rurales e indígenas. Desde este mismo país, en la actualidad, por ejemplo, se trata de promover un proyecto internacional que producirá materiales educativos apoyados en tic para lenguas aborígenes de América con la finalidad de potenciar el acceso a la educación de las comunidades indígenas (oei, 2009). Encontramos también en Colombia el proyecto rural Familia y niñez y en nuestro contexto el programa Preescolar na casa, en su etapa inicial, que fueron dirigidos también con este norte.

Por lo tanto, en este tipo de programas, para no fracasar, hemos de poner sobre la mesa la discusión en torno al proceso de colonización cultural que se puede estar filtrando a través de su importación y, por ende, de la adopción de pautas culturales de forma implícita, sin olvidar la necesidad de reflexionar acerca de la relación entre los llamados déficits lingüísticos, cognitivos, afectivos, con las diferencias en cuanto al poder socioeconómico y cultural. No podemos ignorar, así, que ciertos planteamientos multiculturalistas, despojados de una visión crítica de las diferencias culturales, se han filtrado en este tipo de programas en educación infantil que cuentan, entre sus finalidades, con la compensación. No basta una declaración de principios que parta de la consideración igualitaria, legítima, de los diferentes contextos y prácticas culturales, sobre todo tratándose de un principio multiculturalista que considera erróneamente que las culturas son independientes unas de otras, olvidando las influencias e interrelaciones y el peso de los enfrentamientos históricos en su desarrollo. Hace falta generar una praxis comprometida al respecto en tales programas, comenzando por romper con ese ideal de un supuesto multiculturalismo que incorpora una visión turística, monolítica e inmóvil de las culturas, cuando no se pueden trazar límites precisos entre lo que llamamos culturas, sobre todo si tenemos en cuenta que la cultura se caracteriza, justamente, por el cambio y la adaptación.

Si los individuos pueden reflexionar y cambiar sus pautas culturales, no tiene sentido organizar la educación infantil bajo principios de procedimientos específicos en función de diferentes culturas para tratar de compensar las carencias que puedan venir asociadas a estas, porque muy probablemente se caiga en estereotipos que convertirán este tipo de prácticas, nuevamente, en prácticas segregadoras según los niños se ajusten o no a aquellos estereotipos. Y si tenemos en cuenta, además, que la definición de otras culturas se hace siempre desde un contexto cultural determinado, y que si bien los medios de comunicación  contribuyen a difundir una imagen mercantilizada de las culturas –también este mismo mercado impone similitudes entre ellas–, con mayor motivo convendría alejarse de este tipo de planteamientos, pues no harían sino convertirse en fuente de nuevas discriminaciones.

Desde mi punto de vista, el peligro está en que nos conformemos con el nuevo rótulo de multiculturalismo de las prácticas escolares y dejemos de discutir los problemas que implícitamente están subyaciendo a la emergencia de este término, por ejemplo, el de los inmigrantes, sus condiciones socioeconómicas, la discriminación que sufren, la falta de perspectivas laborales para un número cada vez más elevado de personas y que hace que se construya una serie de percepciones en relación a ellas que no tienen nada que ver con la época en la cual nosotros fuimos los emigrantes, percepciones que deberían ser discutidas y analizadas en los escenarios escolares. Conviene también señalar que si bien este papel compensador de la educación infantil puede utilizarse para generar la participación de las familias y de la comunidad en la educación de los más pequeños, no menos cierto es que, contradictoriamente, la mitificación del papel compensador del déficit de la etapa puede contribuir a potenciar que las familias más desfavorecidas se perciban a sí mismas como inútiles para la educación de sus hijos, depositando en la escuela, cada vez más tempranamente, toda la responsabilidad de la educación de la infancia.

4.   La escuela como red social democrática contra el fracaso escolar

No podemos olvidar aquí los movimientos y proyectos que han puesto en entredicho el entramado, los discursos y las prácticas oficiales hegemónicas de la educación compensatoria, recogiendo las críticas señaladas. Así, se plantean caminos críticos que pretenden, trabajando a favor del derecho a la educación, ir más allá en la lucha contra la desigualdad social.

Ya entre 1983 y 1986 nos encontramos con las escuelas acelera­doras, iniciadas por Henry Levin en Estados Unidos. Estas escuelas acelera­doras suponen una ruptura con los modelos de compensación, pues consideran que los estudiantes en situación de riesgo deben aprender a un ritmo más rápido y no a uno más lento que los retrasa cada vez más. Para ello, hace falta una estrategia de enriquecimiento y no de recuperación como han pretendido muchos programas de compensación (Levin, 1995, p. 82). De esta forma, los programas de aceleración ya no son considerados como exclusivos de la infancia bien dotada cognitivamente, porque no se concibe que se ayude a los mejores alumnos a ser mejores mientras se reduce deliberadamente el ritmo de aprendizaje de aquellos que están en situación de desventaja. Se trata de un cambio de filosofía educativa radical que se propone como antítesis a aquella que reproduce en su seno una desigualdad, a menudo encubierta, desde el momento mismo que no contempla a todos los sujetos como capaces.

Las preocupaciones están ahora en descubrir el talento o puntos fuertes de todos los niños utilizando la educación para desarrollarlos al máximo más que en diagnosticar su falta de posibilidades. Se entiende que desde las más tempranas edades, con independencia de su origen, condición, características, han de ser percibidos como sujetos con capacidad frente a una visión de ellos como discapacitados. Es trabajando sobre sus capacidades desde donde la escuela puede conseguir que den lo máximo de sus potencialidades. Se inicia así un germen que echa por tierra los planteamientos de la compensación centrada en el déficit de los sujetos y que, a pesar de las contrarréplicas, continúa gestando ideas y proyectos.

De alguna manera ya en sus inicios, estas escuelas con sus cuestionamientos y sus iniciativas sostenidas sobre estrategias educativas muy valiosas (trabajo cooperativo de toda la comunidad educativa, asambleas con carácter decisorio, discusión de cuestiones relevantes en la vida de los estudiantes, aprendizaje por descubrimiento), favorecedoras de la capacidad comunicativa y analítica de todo el alumnado están sentando las bases para un movimiento socioeducativo muy importante en los centros, que desemboca en las escuelas democráticas (Apple y Beane, 1997), en las cuales los diferentes miembros de la comunidad escolar se ven a sí mismos como participantes en comunidades de aprendizaje. No obstante, conviene apuntar que para algunas escuelas aceleradoras no van a faltar las críticas, reprochándoles el centrarse, fundamentalmente, más en la adquisición de aprendizajes instrumentales de los sujetos que en la construcción, en el interior de la mismas, de una verdadera comunidad de participación, impulsora de principios democráticos.

Las escuelas democráticas están pensadas para ser en sí mismas lugares para desarrollar la democracia, de manera que todos tienen derecho a una participación plenamente informada y crítica en la creación de políticas y programas escolares, sin exclusiones. Por su propia naturaleza, sostienen Apple y Bean (1997, p. 26)6, este tipo de comunidades incluye a personas que reflejan las diferencias en la edad, la cultura, el origen étnico, el género, la clase socioeconómica, las aspiraciones y las capacidades. Se trata de disparidades concebidas como capaces de enriquecer a la comunidad por la variedad de pareceres que pueden representar y no como dificultades. Separar a las personas de cualquier edad sobre la base de esas diferencias o utilizar etiquetas para generar estereotipos sobre ellas, continúan diciendo estos autores, sencillamente crea divisiones y sistemas de posición social que empañan la naturaleza democrática de la comunidad y la dignidad de los individuos.

Hay proyectos referidos a la escolaridad temprana que recogen algún aspecto de las escuelas aceleradoras, como es el caso del proyecto Spectrum iniciado en 1984 en Inglaterra y ee.uu., pues cuentan con una visión más pluralista y contextualizada de la inteligencia, apoyándose en la teoría de las inteligencias múltiples de Gadner (2001), prestando más atención a las capacidades infantiles en relación a los conocimientos explorados en el aula de educación infantil. En proyectos como este, nuevamente tendríamos que poner sobre la mesa para su discusión la hegemonía de un conocimiento psicológico en el que se apoyan. Entendemos la necesidad que tienen estos programas de poner en un primer plano los planteamientos de origen vigostkyano acerca de la construcción de una inteligencia cultural y del papel de la actividad histórica cultural en el desarrollo de la infancia. Asimismo, hay que apuntar que las comunidades de aprendizaje en las escuelas democráticas van más allá de los centros de aprendizaje que se establecen en el proyecto Spectrum, al relanzar el papel de la democracia en estas comunidades para la emancipación de todos los sujetos que las integran. Así pues, echamos en falta la presencia de esa perspectiva dialógica en su seno capaz de impulsar el crecimiento social, crítico, de la comunidad donde se desarrolla y las prácticas que se suceden en ellas (Habermas, 1989; Freire, 2007), tan presentes, desde luego, en las escuelas democráticas.

Nuestro contexto se hará eco del movimiento de estas escuelas democráticas, impulsándose las comunidades de aprendizaje, en algunas de las cuales no faltarán las deformaciones que conviertan las tecnologías de la información y la comunicación en un fin en sí mismo en lugar de un instrumento, olvidándose que entre los propósitos esenciales de estas comunidades se encuentra el ponerse al servicio del desarrollo de relaciones comunicativas que se producen al interior de las mismas (Habermas, 1989), favoreciendo el acceso y la crítica a la información y denunciando la desigualdad al respecto. Es así que se trata de incluir en la red de comunicación a todas las personas, a todos los grupos sociales, y para ello el acceso a los medios tecnológicos y a la discusión de la información ha de democratizarse. El acceso a las tic en estas comunidades tendría que representar un potentísimo instrumento para conseguir alianzas globales, no solo locales, fuertes, a favor de la lucha contra la exclusión; nunca a la inversa. Esto solo será posible si se trabaja para eliminar esa brecha digital7 que impide un acceso igualitario y el desarrollo de una gestión democrática de estos medios, que de concretarse abriría un camino extraordinario para esa igualdad de diferencias a la que se refieren Flecha y Puigvert Mallart (2002), parafraseando a Freire (1993 y 2007). Las comunidades de aprendizajes, afirma el primer autor, tienen que estar asentadas sobre una igualdad de las diferencias que supone que todas las personas, sin distinciones de clase social, género, cultura o edad, tienen derecho a una educación garante de sus derechos. La diversidad no es el objetivo sino el camino para llegar al verdadero objetivo, que es la igualdad, impidiendo que este se desfigure en homogeneidad. Cuando la diversidad quita el primer plano a la igualdad se debilitan los esfuerzos por superar las desigualdades. El diálogo y la implicación social para el crecimiento de los sujetos en todos sus aprendizajes desbancan en estas comunidades todas esas prácticas de compensación homogeneizadoras enraizadas, ya criticadas.

Entendemos, entonces, que los ideales de compensación en pleno siglo xxi no pueden pasar por alto las iniciativas destinadas a superar la brecha digital, ya sea producto de diferencias socioeconómicas, dificultades individuales o consecuencia de diferencias biológicas. Así que, entre los ideales de este tipo de proyectos, no faltan iniciativas referidas a la alfabetización digital de los sujetos desde edades bien tempranas y la igualdad de oportunidades en relación al uso crítico, emancipador, de estas tecnologías. Iniciativas como la creación de telecentros en los más diversos países, como es el caso de algunos de América Latina que se internan en la vida de las calles, ofreciendo internet como un nuevo vehículo de comunicación para los niños y jóvenes que viven en ellas, tratando de crear para sus vidas oportunidades que les permitan resolver sus propios problemas. Tales iniciativas pueden representar caminos muy valiosos si ellos conducen a la construcción de verdaderas comunidades de aprendizaje asentadas sobre principios democráticos, que ofrecen a los sujetos, desde la infancia más pobre, el acceso a un aprendizaje estructurado y supervisado del que no gozaron antes. Estos telecentros se crean con la intención de proveer un mínimo de educación que permita a niños y jóvenes tener acceso a formación que les ponga en situación, finalmente, de buscar, de crearse herramientas que les permitan una vida digna. Lo cierto es que un uso crítico y democrático de las tecnologías de la información y comunicación representa un potente instrumento capaz de reforzar el trabajo de inclusión de los más diversos colectivos sociales en las comunidades de aprendizaje.

Conviene también apuntar que algunas de las ideas acerca de una educación necesariamente inclusiva que se recogen en estos discursos de las escuelas democráticas y que resuenan, por fortuna, nuevamente con fuerza, emergieron ya en Europa en movimientos muy anteriores. Este es el caso, en Francia, del movimiento pedagógico de investigación, innovación y difusión Freinet, muy crítico con los libros de texto y demás materiales escolares estructurados por su papel homogeneizador de la cultura y las experiencias de la infancia, así como por la reproducción de hegemonías socioculturales desde la escolaridad más temprana8. Freinet, un gran defensor de la comunicación entre personas y escuelas de muy diversos contextos a través de la correspondencia escolar, fue un visionario, en cierto modo, de lo que habría de venir años más tarde: la era internet y la generalización de herramientas para la comunicación tan valiosas como las redes sociales, los foros, el correo electrónico.

El movimiento Freinet daría origen a diversos movimientos de cooperación educativa en otros países, fuera y dentro de Europa, como el caso de España e Italia, muy directamente relacionados con la escolaridad temprana. El Movimiento de Cooperación Educativa (mce) (Rizzi, 1997, pp. 10-14), que nacerá en Italia en 19519 como consecuencia de las ideas freinetianas de la pedagogía popular, además de sustentarse en el pensamiento de Dewey, se convirtió en un ejemplo que ejercería gran influencia en esta escolaridad de los primeros años, contribuyendo a gestar movimientos de protección a los más débiles, como fue el caso de las escuelas infantiles italianas de las regiones de Módena y Emilia. Uno de los presupuestos fundamentales de estas escuelas fue partir de aquello que los niños son capaces de hacer, no de aquello de lo cual no son capaces, de manera que la infancia, con independencia de sus características, origen y/o procedencia, va a ser percibida en sus proyectos como capaz. Tales experiencias serán exportadas, fundamentalmente a partir de la década de los ochenta a nivel mundial, de manera que no conviene alejar de nuestros análisis, como hemos ido viendo, la traducción que se ha venido haciendo de las mismas, pues desde luego que no se puede perder en ellas la organización democrática y cooperativa de sus orígenes, donde tiene cabida la voz de todos los alumnos, cualquiera que sea su condición.

La meta es, entonces, hacer de la escuela una verdadera comunidad de aprendizaje que construye democracia, inmersa en la realidad más local y más global, en la cual la contestación –no la reproducción y la domesticación en los valores dominantes–, ocupe un papel muy importante. Abierta a todos los niños, a todas las familias, con independencia de sus características, es una escuela que promueve la investigación de la infancia, del profesorado, que involucra a toda la comunidad educativa y que entiende que a los docentes siempre les quedan cosas por conocer, de manera que han de trabajar para crear contextos en los cuales aprenden en conjunto infancia, familias, profesorado y comunidad en general. Ello significa aceptar el confrontar cotidianamente el conocimiento con los demás, entre quienes, por supuesto, están incluidos los niños. La escuela, como afirma Tonucci (2003), no tiene sentido si no es una escuela de democracia. Necesitamos así que forme ciudadanos no de mañana sino de hoy. El niño no debe sentirse un esclavo sino un ciudadano libre y soberano. La noción de la ciudad de los niños, sustentada por Tonucci (2003), ha gestado no pocos proyectos capaces de generar comunidades de aprendizaje donde los principios democráticos ocupan un papel central y donde, por supuesto, la infancia de las más diversas edades y características está incluida. Se trata de una experiencia cada vez más extendida por el mundo que promueve la formación de consejos de barrio donde los niños hacen propuestas, impulsados desde su escuela, una escuela vivida en democracia.

5.   Para finalizar

Dice López Rodríguez (2006, pp. 9-11) que en los momentos de crisis es habitual volver la mirada hacia los autores que han hecho escuela, es decir, históricamente significativos por su aportación, tanto a la filosofía de la educación como a las prácticas pedagógicas. En España, desde principios de los años noventa con la promulgación de Ley General de Ordenación del Sistema Educativo (logse) con sus currículos oficiales, «exportados» a diversos países de América Latina hasta la legislación actual, no han faltado las críticas a una visión hegemónica psicologicista, tanto del currículum como de las adaptaciones curriculares del mismo como ideal de la compensación en las diversas etapas. Las teorías de Ausubel inicialmente, y en los últimos tiempos las teorías de las inteligencias múltiples tan en boga, no bastan para explicar y dar respuestas en una escuela vertebrada sobre la emancipación de los sujetos y la búsqueda de la justicia social. Reaparecen desde la oficialidad discursos tecnocráticos como la programación del currículo por competencias (Gimeno Sacristán, 2008), que se extienden por doquier, cercenadores de la discusión social y llamados a disfrazar los problemas esenciales de la escuela; una escuela que se estrella contra una crisis económica que nos sumerge en el desencanto frente a la supuesta eficacia de una educación amparada en afanes productivistas que la han convertido, falazmente, en garante del empleo y el desarrollo económico. Que nos digan quién puede creer ahora en esos cantos de sirena que convierten a esa educación propuesta en el antídoto contra el desempleo, cuando en nuestro país tenemos la generación mejor preparada de la historia vivida hasta ahora y una tasa de desempleo que si no se remedia puede llegar a superar barreras históricas.

Hoy, como ayer, ante tamaño desencanto, volvemos la vista a autores insoslayables y siempre vigentes, que se reinventan buscando respuestas contrahegemónicas que contribuyan a la lucha contra la desigualdad frente a la educación y a la búsqueda de relaciones igualitarias desde el inicio de la escolaridad. Retomar así el pensamiento de John Dewey, de Paulo Freire, para reinventar su método dialógico llevándolo a las aulas, la teoría de la comunicación habermasiana, el Movimiento de Cooperación Educativa alimentado desde los ideales de justicia social, el pensamiento vygotskiano, de compromiso, con su teoría sobre la actividad histórico-cultural, empapando las comunidades educativas... Retomar aquello que nos puede ayudar a revitalizar, a construir una escuela, una educación en su sentido más amplio, para que en una época en la cual la desaceleración económica puede sumirnos en el desánimo, todos los niños, independientemente de su edad y demás características, cuenten con una escolaridad crítica que, ya desde los primeros años, les permita participar activamente en proyectos potenciadores de democracia, en la lucha por la igualdad, en contra de la exclusión y la injusticia en el mundo.

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Explora el uso de internet con niños de la calle en América Latina (Ecuador y Colombia) para ayudarlos proveyéndoles alternativas y herramientas de empoderamiento, educación, generación de ingresos y dando comunicación electrónica y enlace a las organizaciones que trabajan con niños de la calle.
Disponible en: <http://www.chasquinet.org/ninosdelacalle/espanol/proyecto.html>; <http://www.chasquinet.org/ninosdelacalle/espanol/index.html> y <http://www.tele-centros.org/paginas/inicio.php> [consulta: mayo de 2009].
— Red por los Derechos de la Infancia.
Disponible en: <http://www.derechosinfancia.org.mx/#> [consulta: mayo de 2009].
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Disponible en: <http://galescolas.net/> [consulta: marzo de 2009].
— RedEd. Red de educación para el Cambio.
Disponible en: <http://reded.wordpress.com/> [consulta: marzo de 2009].

Notas

1 El diálogo crítico no es un debate donde se trata de probar que las propias ideas son correctas, ni una lucha en la que se intenta demostrar que las ideas de los oponentes son equivocadas. Se trata de un procedimiento de eliminación del ensayo y error, un compromiso para poner a prueba las teorías propias y las ideas en orden a descubrir sus orígenes e inadecuaciones (Perkinson, 1993).
2 Coincido con Camps en señalar la justicia como un bien transcultural,«entendida como el reconocimiento y el respeto a la dignidad e integridad de cada uno y el rechazo de la situación de dominio y violencia». Sin embargo, no hay que olvidar, como señala esta autora, que son precisamente las diferencias culturales las que pueden
enriquecer, con sus costumbres peculiares, la noción de justicia que tenemos, la cual muestra aún zonas muy oscuras (Camps, 1993, pp. 88 y 89).
3 La actual ley de educación española (Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación) establece la etapa de educación infantil como el tramo escolar comprendido desde el nacimiento hasta los 6 años. Asimismo, esta etapa se ordena en dos ciclos, el primero de los cuales comprende hasta los 3 años y el segundo el período entre los 3 y los 6 años.
4 Una discusión de tales contribuciones puede verse en López López (2006).
5 Las experiencias llave de inspiración piagetiana son propuestas de actividades educativas que se hacen a los niños y que ellos autónomamente van a realizar. En esta fase se considera que el papel del adulto es el de generar oportunidades y propuestas de actividades para que los niños tengan experiencias de aprendizaje (López López, 2006, pp. 152 y 153). Una buena descripción de tales experiencias la podemos encontrar en Hohmann, Banet y Weikart (1990).
6 Apple y Beane se refieren a las preocupaciones centrales de las escuelas democráticas: libre circulación de ideas; fe en la capacidad individual y colectiva; uso de la reflexión crítica y el análisis para hacer juicios de valor; preocupación por el bienestar de los otros y el bien común, así como por la dignidad y derechos de todos; comprensión de la democracia como forma de vida; la organización de instituciones sociales para promover y ampliar la forma de vida democrática.
7 Serrano y Martínez definen la brecha digital como la separación que hay entre personas, comunidades, estados y países que utilizan las TIC como una parte rutinaria de su vida diaria y aquellas que no tienen acceso a las mismas o que aunque tengan este acceso no saben cómo utilizarlas (Serrano Santoyo, Martínez Martínez, 2003).
8 Podemos señalar, por ejemplo, cómo Freinet (1979), refiriéndose al material montessoriano, dice que convierte a los niños en prisioneros del mismo.
9 Para una información bibliográfica detallada del mce italiano y su historia véase Rizzi (1984) y véase también Penso (1997).

 


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