Guillermo Hoyos Vásquez *
* Director del Instituto de Bioética y profesor de Filosofía en la Pontificia Universidad Javeriana (Colombia).
SÍNTESIS: En el presente artículo se busca comprender el sentido de los códigos de ética que normalmente se elaboran en las instituciones educativas. Con la ayuda de la distinción y complementariedad entre valores y normas se obtiene una caracterización de dichos dispositivos, cuya pertinencia solo es captada en una concepción y práctica de la educación que trascienda los estrechos límites en los que se encuentra hoy, presionada por criterios meramente económicos. Si se libera a la educación de la lógica del mercado para pensarla como proceso de formación de ciudadanas y ciudadanos del mundo, queda abierta al horizonte de las humanidades y de las ciencias sociales, desde el cual los máximos morales y los mínimos éticos pueden ser comprendidos como valores y normas, complementariedad que da pleno sentido a los códigos de conducta.
Palabras clave: códigos de ética; valores; normas; humanidades; moral; ética; comunicación; educación.
Educação e ética para uma cidadania cosmopolita
SÍNTESe: No presente artigo busca-se compreender o sentido dos códigos de ética que normalmente se elaboram nas instituições educativas. Com a ajuda da distinção e da complementaridade entre valores e normas obtém-se uma caracterização destes dispositivos, cuja pertinência só é captada numa concepção e numa prática da educação que transcenda os estreitos limites nos quais se encontra hoje, pressionada por critérios meramente econômicos. Se se liberar a educação da lógica do mercado para pensá-la como processo de formação de cidadãos e cidadãs do mundo, ficará aberta ao horizonte das humanidades e das ciências sociais, desde o qual os máximos morais e os mínimos éticos podem ser compreendidos como valores e normas, complementaridade que dá pleno sentido aos códigos de conduta.
Palavras-chave: códigos de ética; valores; normas; humanidades; moral; ética; comunicação; educação.
EDUCATION AND ETHICS FOR A COSMOPOLiTAN CITIZENSHIP
ABSTRACT: This article is looking to understand the meaning of the ethic codes that normally are developed in educational institutions. With the help of the distinction and complementarity between values and norms a characterization of the devices is obtained, which relevance only is captured in a concept and practice of education that transcends the narrow limits in which it’s today, pressured by economical criteria. If the education is released from the market logic for it to be thought as a training process of citizens of the world, it’s left open to the humanity and social sciences horizons, from which the moral maximums and the ethical minimums can be understood as values and norms, complementarity which gives full meaning to the conduct codes.
Key words: ethic codes; values; norms; humanities; moral; ethic; communication; education.
Una forma de comprometer hoy la responsabilidad de los docentes de los colegios y de las universidades con respecto al sentido de la educación que deben impartir es mediante códigos de ética o de conducta. Dichos códigos pueden consistir en una serie de comportamientos relacionados con indicadores con cuya ayuda se evalúa el compromiso de los maestros con las normas vigentes; pero también es posible, y seguramente más recomendable y pedagógico, que dichos códigos se constituyan en manifiestos motivadores de actitudes que valoren aquellos procesos que conduzcan a la realización de «las cosas mismas», gracias al compromiso de directivos, docentes y estudiantes para la consecución de una utopía cosmopolita de convivencia y paz.
El sentido de un código de ética es, en esta segunda perspectiva, el de constituir por parte de los docentes y estudiantes compromisos vinculantes con la sociedad, con su realidad y contextos, su comunidad e historia así como sus posibilidades de transformación. Si hablamos de Colombia, nuestro conflicto actual, resultado de muchos años de una mal resuelta «insociable sociabilidad», nos compromete a los docentes para motivar a los jóvenes a buscar soluciones no violentas al conflicto, ya que «lo malo de la guerra –como lo retoma Kant (1966, p. 82) de un pensador griego en su escrito La paz perpetua– es que produce más personas malas que las que elimina». Por ello Kant, fundador de la moral moderna, ya en 1797 escribía en la conclusión a la Doctrina del derecho: «Ahora bien, la razón práctico-moral expresa en nosotros su veto irrevocable: no debe haber guerra; ni guerra entre tú y yo en el estado de naturaleza, ni guerra entre nosotros como Estados» (Kant, 1995, p. 195). Esto nos debe inspirar a trabajar por una educación para la mayoría de edad y para la autonomía, una educación que nos permita soñar con la utopía de una esperanza normativa que promete hacer de la educación el mejor camino hacia la paz.
El sentido que se le pueda dar a los códigos de ética hoy en día tiene que ver necesariamente con la relación que se establezca entre normas y valores, de algún modo entre valores de máximos morales y ética de mínimos con posibilidades de adquirir cierta forma vinculante. Se sospecha que tales códigos son solo una normativa más, con lo cual se los despoja de su fuerza motivacional en el ámbito de un uso ético de la razón práctica (Habermas, 2000). Pensamos que se trata de una discusión acerca de las concepciones que se tengan de la moral y de la ética y de la forma de cómo se piensa que podrían ser asumidas por los ciudadanos.
La reciente polémica entre Hilary Putnam y Jürgen Habermas en torno a «normas y valores» ayuda a aclarar cómo un código de ética debería ser a la vez normativo y motivacional. Mientras Habermas reclama a su colega partir de un sentido de objetividad naturalista de valores y normas, Putnam reclama a Habermas separar tajantemente las normas de los valores; las primeras, con pretensiones cognitivas; los segundos, en márgenes de tolerancia en los que la objetividad se desdibuja.
El peligro de la dicotomía entre normas y valores consiste en hacer recaer el discurso valorativo en el terreno de lo no-cognitivo y, por ende, en socavar la pretensión de universalidad de las normas (Vega Encabo y Gil Martín, 2008, p. 10).
En la disputa entre los dos filósofos aparece claro que si para Habermas se responde al pluralismo desde la comprensión intercultural de los valores y posibles acuerdos sobre normas universalizables, Putnam lleva el pluralismo hasta los límites mismos de la normatividad enfatizando la continuidad entre valores y normas en el horizonte teleológico del florecimiento humano:
Creo que, bajo las mismas condiciones, es mejor un mundo en el que haya una pluralidad de concepciones (moralmente permisibles) del florecimiento humano, que un mundo en el que toda la gente esté de acuerdo en una única concepción. Dicho brevemente, aun cuando la diversidad de los ideales no es obviamente una «norma» en el sentido habermasiano, yo defiendo que, bajo las mismas condiciones, es mejor un mundo en el que haya esta clase de diversidad (Putnam, 2008, p. 49).
Esta radicalización del pluralismo es la que lleva a Putnam a relacionar diversas concepciones de la moral en una especie de dispositivo para un nuevo humanismo: «compara la ética con una mesa con varias patas que, aunque se tambalea cuando el suelo no es llano, es difícil de volcar» (Putnam, 2004, p. 28). Su mesa se sostiene sobre cuatro patas: en Emmanuel Lévinas (1998) encuentra la idea de que la ética es filosofía primera al motivar mi responsabilidad frente al rostro del otro; Kant aporta la moral universalista e igualitaria; Aristóteles el telos del florecimiento humano, y John Dewey el sentido ético político de la comunicación y la concertación en el espacio público. Lo importante de la complementariedad de estos cuatro enfoques –naturalmente pueden ser otros– es que permite solucionar la insociable sociabilidad desde diferentes concepciones del bien en procura de respuestas prácticas a una pluralidad de intereses humanos (Vega Encabo y Gil Martín, 2008). Se busca el horizonte normativo de los derechos humanos, lo que al constituir la propuesta de un patriotismo constitucional amplía el pluralismo moral a diversas formas de motivación valorativa. Por ello, no creemos que Habermas haya negado cierta diversidad en los valores o que los prive de relación con la objetividad del comportamiento humano, pero sí diferencia entre la diversidad de valores con fuerza moral motivacional y la conveniencia de mínimos éticos con fuerza normativa.
La metáfora de Putnam no está muy lejana de la idea de John Rawls en Liberalismo político (1993), cuando propone partir de un pluralismo razonable de máximos morales y valores, concepciones omnicomprensivas e inconmensurables del bien, la moral y la filosofía, como por ejemplo el kantismo, el utilitarismo, el racionalismo, el iusnaturalismo, el marxismo, para poder llegar en un consenso traslapado (overlapping consensus), entrecruzado, a una ética de mínimos con vocación normativa y constitucional. No se trata de una solución ecléctica al pluralismo en moral sino, más bien, si se comprende el sentido de la ética discursiva, podría pensarse en una solución dialogal a la diversidad de visiones omnicomprensivas de la moral, de la vida y de la historia.
Es importante preguntar por el punto de partida, por la génesis de los valores y las normas para poder establecer mejor su relación de complementariedad, tal como se concreta en un código de ética o de con-ducta. Las normas se me dan en el mundo de la vida como reglas de comportamiento en la sociedad civil. Los valores se me dan en sentimientos de entusiasmo o de censura, positivos o negativos, en mi relación con los demás (Hoyos Vásquez, 2004). Los sentimientos negativos son los que mejor me develan lo que en ellos se manifiesta como negación: en el resentimiento, la indignación y la culpa se me dan situaciones relacionadas con la lesión física, el engaño o la humillación, que provocan precisamente esos sentimientos, ya sea que yo actúe como agente o sufra como paciente o meramente me comporte como observador de situaciones sociales en las que otros se lesionan física o moralmente. Lo importante es constatar cómo en dichos sentimientos morales –como también en sus correspondientes positivos: la aprobación, el entusiasmo, etc.– se me da fenomenológicamente lo que constituye el hecho moral. En las luchas por el reconocimiento, motivadas moralmente y articulables dialogal, comunicacional y discursivamente, se constituye tanto la moral de máximos como la ética de mínimos.
Lo anterior significa que en el proceso educativo la manera como se comprenda la sensibilidad moral es definitiva para la formación de la persona. Si se parte de una concepción racionalista se corre el peligro de tergiversar el sentido de los valores. Pero tampoco puede reducirse todo el peso del juicio moral a meros sentimientos. Tanto el racionalismo como el emotivismo son concepciones recortadas de la ética y la moral. La solución la ofreció ya hace mucho Aristóteles:
La virtud moral, en efecto, se relaciona con los placeres y dolores, pues hacemos lo malo a causa del placer y nos apartamos del bien a causa del dolor. Por ello, debemos haber sido educados en cierto modo desde jóvenes, como dice Platón (Leyes II, 653a), para podernos alegrar y dolernos como es debido, pues en esto radica la buena educación (Ética a Nicómaco, 1104b).
Entonces, la pregunta es acerca de la educación en valores (Hoyos Vásquez, 2004a) a partir de la sensibilidad moral. Parece que la educación en valores no goza de buena fama. Pensamos que la desconfianza ante la sola expresión «educación en valores» aparece porque no se ha comprendido la relación que hay entre ambos términos y la formación de la personalidad, lo que en parte se debe a la orientación de la educación cada vez más hacia un valor único y predominante: el del mercado.
Lo anterior nos lleva a referirnos ampliamente a las ideas de la filósofa norteamericana Martha C. Nussbaum (2010) acerca de la educación actual. En el más reciente título No con fines de lucro. ¿Por qué la democracia necesita de las humanidades?, la autoraparece casi desesperar de que su idea acerca de las mismas –desarrollada en su ya clásico libro El cultivo de la humanidad. Una defensa clásica de la reforma en la educación liberal (2005) con base en las humanidades– haya tenido alguna acogida. Afirma la existencia de una crisis de la democracia y de la ciudadanía causada a su vez por una crisis de la educación, de alcance mundial, desde que esta se dedica cada vez más a la formación profesional en las áreas de la economía, la administración, las tecnologías, con proyectos de ciencia, tecnología e innovación (cti), que reemplazan a los tradicionales de ciencia, tecnología y sociedad (cts) (Hoyos Vásquez, 2001), y propicia exclusivamente la competitividad y la productividad olvidándose de la formación de la persona, de los valores de la sociedad y la cultura. Así, deja la solución de los problemas de convivencia humana a la realpolitik y a los tecnócratas que creen poder solucionarlo todo con base en un sentido recortado de bienestar social.
En ambas publicaciones y como solución a esta crisis, Nussbaum insiste en su propuesta, la cual se desarrolla en estos puntos:
En esta propuesta es importante considerar que los tres primeros pasos no guardan un orden lexicográfico sino que se deben dar simultáneamente, porque cuando se reflexiona acerca de sí mismo, sobre la propia historia y valores, de todas formas hay que tener en cuenta a los otros y los contextos culturales en los que se encuentran ambos. Es lo que en la propuesta de Jürgen Habermas, como lo desarrollaremos al final, se identifica como la relación entre los diversos saberes y discursos, y gracias a ello entre cultura, sociedad y persona, en el pleno sentido de interdisciplinariedad.
La afirmación explícita de que la democracia necesita de las humanidades ayuda a caracterizar la ciudadanía en términos de convivencia, cooperación, calidad de vida, a la vez condiciones y frutos de una auténtica democracia como forma de vida moderna. Ello, naturalmente, no excluye la educación profesional pero sí pretende ser para ella un punto de partida, de suerte que los criterios que primen en el mundo profesional no sean solo los de la mayor ganancia, sino los que conformen el sentido de sociedad bien ordenada. Una educación humanista desarrollada en los tres pasos (persona, sociedad y cultura) cualifica la democracia y la abre al cosmopolitismo intercultural.
En el nuevo libro al que nos referimos, Nussbaum sostiene la tesis de que la decadencia de las humanidades en la educación actual puede significar un verdadero desastre para la democracia, ya que las mismas son esenciales para formar ciudadanas y ciudadanos que se reconozcan democráticamente.
Pensemos en el trato que se da a la cultura, a las relaciones sociales, a la violencia y sus causas, y en cuáles son los asuntos que se analizan no desde perspectivas complejas e incluyentes como las proporcionadas por las ciencias sociales, las humanidades y las artes, sino solo desde el punto de vista económico, y vemos que no son sino los vinculados a los derechos humanos, la diferencia de género, las políticas públicas, las discriminación racial, la problemática referida a la niñez, juventud y tercera edad (con un largo etcétera).
Se piensa en las humanidades como si marcharan a contramano de los objetivos prioritarios de la educación. Preocupados solo por el crecimiento económico tratamos la educación cada vez más como si su objetivo primario fuera enseñar a los estudiantes a ser productivos económicamente, competitivos en el desarrollo de su profesión y en el mercado de trabajo, más que a pensar críticamente y a formarse como capaces de aprender de su experiencia y de comprender a las instituciones y a sus conciudadanos. Esta visión tan corta acerca de la utilidad de la educación y de nuestras urgencias ha socavado la habilidad para criticar la autoridad, actitud necesaria en una política deliberativa y en una democracia participativa; ha reducido nuestra empatía con los marginados y diferentes, actitud imprescindible en proyectos de solidaridad y en propuestas de justicia como equidad, y ha pervertido el sentido de nuestras capacidades para ocuparnos de problemas globales complejos, actitud alternativa al neoliberalismo que va logrando determinar unilateralmente la globalización, ocultando que esta, antes que cualquier otra cosa, significa cosmopolitismo y universalidad de los derechos humanos, tanto civiles como políticos y especialmente derechos económicos, sociales y culturales (desc). ¿Por qué siempre se evalúa la educación a partir de la falta de «competencias científicas» y nunca en relación con la violencia en general y, en particular, con la de las ciudades modernas y de algunos grupos juveniles, como si la educación no tuviera nada que ver con las competencias ciudadanas?
La pérdida de estas «competencias» básicas, fomento de las humanidades, pone en riesgo la salud de las democracias y la esperanza en un mundo decente. Como respuesta a esta grave situación, Nussbaum argumenta que deberíamos resistir a los intentos por reducir la educación a un mero instrumento del gran producto interno bruto. No podemos aceptar que la educación se ofrezca solo por demanda de una sociedad y un Estado cada vez más inclinados, en la llamada «sociedad del conocimiento», a una especie de capitalismo cognitivo. En lugar de ello debemos trabajar para reconectar la educación a las humanidades y poder brindar a los estudiantes la capacidad de ser ciudadanos críticos y creativos de acuerdo con las utopías democráticas de sus países y del mundo.
Se trata de la propuesta de John Rawls (2001) de complementar la idea de «razón pública» con la de «cultura política» que consideramos sigue siendo nuestra asignatura pendiente. La cultura política de los ciudadanos puede resolver en la práctica la dicotomía entre valores y normas. En su vida cotidiana los ciudadanos obran por determinados motivos, normas y valores, pero a la hora de discernir entre ellos intuitivamente saben por qué obran como obran: por moral, por respeto a la ley, por temor a sanciones, por conveniencia social o por «respeto humano». El peligro siempre está en pensar que mis valores, por ser los mejores para mí, tienen que serlo también para los demás. Este es el origen de la intolerancia. La educación en cultura política puede mostrar los horizontes en los que mis valores se entrecruzan con los de mis conciudadanos. Para que dicho cruce no agudice los conflictos se buscan acuerdos que normalmente conducen a normas. La cultura política, que debe poder distinguir entre los máximos valorativos y los mínimos normativos, contribuye a la ampliación del sentido de lo público y, a la vez, se fundamenta en él.
Esta especie de copertenencia entre cultura política y espacio público es lo que permite en la modernidad abordar el tema del Estado de derecho y su relación con la sociedad civil y con el estado de naturaleza. Si bien para Hobbes el estado de naturaleza es guerra de todos contra todos y para Rousseau una voluntad general todavía no reconocida públicamente como tal, es Kant quien trata de mediar entre estos dos extremos del contractualismo con su idea de insociable sociabilidad, de conflictividad del ser humano por naturaleza, de suerte que para él, el Estado de derecho es el que ofrece los dispositivos no para abolir el conflicto, que es comprensible en términos de cultura política, sino para solucionarlo por las buenas, es decir mediante una cultura que reconozca el sentido de la política y el derecho inspirados –no determinados– por la moral. Negar el conflicto, ilusionados por la eficacia del autoritarismo y por la promesa moralista de la opinión, pretendiendo superar la ética de mínimos, la política y el derecho, es volver al estado de naturaleza, en donde habita lo que se ha dado por llamar hoy, peregrinamente, estado de opinión.
Al final de La paz perpetua propone Kant (1966, p. 123) un principio trascendental y afirmativo del derecho público: «Todas las máximas que necesitan la publicidad (para no perder la finalidad deseada) concuerdan a la vez con el derecho y la política». Con ello está afirmando que para alcanzar la felicidad como fin general del público, la política debe ser el punto de encuentro de lo que él llamaba las dos ramas de la moral, a saber, el amor a los hombres, una moral de máximos, y el respeto al derecho del hombre, lo que hoy podemos llamar una ética de mínimos basada en los derechos humanos fundamentales.
Para lograr este ideal, previene Kant (1966, p. 122) del peligro de los moralismos que depositan toda la confianza en los valores: «Antes de entregarse al dulce sentir de la benevolencia débese estar seguro de no haber violado el derecho ajeno». Los moralistas reducen los deberes a simples actos de bondad confundiendo derechos con favores. A esto el filósofo lo llama una conducta astuta, producto de una política oscura, la cual, sin embargo,
[...] quedaría totalmente anulada por la proclamación de sus máximas si tuviera el valor de permitir al mismo tiempo que el filósofo diera también las suyas a la publicidad (Kant, 1966, p. 123).
Este es el sentido de una cultura política pública a la que se refiere expresamente Rawls (2001, pp. 177-180) en el ensayo que comentamos y que coincide con lo que Kant exigía: que los valores de máximos sean expuestos públicamente y que sean sometidos, de acuerdo con los principios de la filosofía, a deliberación pública. He ahí la esencia de la democracia, de la cual se puede entonces esperar la confianza hacia determinados valores, aquellos que se exponen públicamente y son transformados deliberativamente y en luchas políticas en los de una ética de mínimos, que armoniza con el derecho público, el que, a su vez, «constituye el único fundamento posible para la unión de los fines particulares de todos» (Kant, 1966, p. 124).
Pienso que es responsabilidad de los educadores que desde la década de 1960 hasta el presente no se haya podido esclarecer en el ámbito escolar la diferencia entre cultura política, ejercicio de la política y politiquería. Hoy tenemos que constatar que no basta con distinguir, como lo propusiera Max Weber, entre la vocación del científico y la vocación del político. Esta distinción se ha mostrado insuficiente. El resultado de nuestra falta de imaginación a partir de las protestas de mayo de 1968 es tener que seguir reclamando, por una parte, por la apatía y falta de compromiso político de la juventud, y censurando, por otra, el compromiso extremo de los que coquetean con la violencia. En el medio de esta confusión campean teorías del derecho, estudios de ciencia política, reflexiones de sociología y debates en filosofía casi repitiendo las tesis de Max Weber. No hemos podido desarrollar ni en la universidad ni en la educación en general el sentido de cultura política que se sigue de la filosofía moral, política y del derecho que debatimos como intelectuales. En el vacío de cultura política no tendría que extrañarnos que las finalidades de la educación sean exclusivamente las del mercado, mientras en momentos de crisis el estado de opinión pretende desarrollar su seguridad democrática –como lo hizo la República Democrática Alemana mediante la Stasi, la policía secreta, pagando a los ciudadanos para que se convirtieran en informantes de las Fuerzas Armadas–, porque se dice que es preferible un país con una cultura de cooperación con la fuerza pública que un país con una contracultura de encubrimiento. ¿Y la cultura política con base en valores y normas?
Si la educación es comunicación y la comunicación es la competencia ciudadana por excelencia (Hoyos Vásquez, 2008), se podría ensayar si una ética comunicativa, discursiva y dialogal, al constituir la esencia misma de la educación para la ciudadanía, resuelve la dicotomía entre valores y normas sin negar la diferencia y consolidando su complementariedad.
Los pasos de una teoría y práctica discursiva de la pedagogía, basados en la teoría del actuar comunicacional de Jürgen Habermas (2010), son los siguientes:
Pero, incluso si las normas en sí mismas no requirieran de valores, sin ellos como motivadores e inspiradores de los agentes sociales, las instituciones y el mismo Estado de derecho comenzarían a marchitarse, proceso que ya está instalado en una sociedad que educa solo para la competitividad, como si la solidaridad y la identidad personal no fueran valores fundamentales para la convivencia ciudadana.
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