Número 58 Enero-Abril / Janeiro-Abril 2012

Índice

La dimensión social de la cultura científica Un caso ejemplar: Justus von Liebig

Myriam García Rodríguez *

* Departamento de Filosofía, Universidad de Oviedo, España.

Síntesis: El artículo que a continuación se presenta aborda una pequeña parte de la historia de la ciencia que pretende ejemplificar algunos de los aspectos que los estudios sociales de la ciencia pueden poner de manifiesto, como la relevancia de los elementos sociales e institucionales para una mejor comprensión de la complejidad de su nacimiento, desarrollo y mecanismos de funcionamiento.
Sobre la base de esta perspectiva, que defiende un nuevo modo de entender la relación entre ciencia y cultura, se expondrá una conceptualización más amplia de cultura científica que atienda a su dimensión social. Es decir, no solo los individuos pueden aprender a relacionarse con la ciencia y la tecnología a través de los distintos procesos y mecanismos de los que disponen, sino también las sociedades y sus instituciones.
Para la justificación de esta hipótesis se abordará una perspectiva sociológica más amplia que atienda a la ciencia y la tecnología como actividades sociales, cuyo proceso de desarrollo y dinámica se desenvuelven necesariamente en el contexto social, y cuyo ordenamiento interior se comporta como una verdadera subcultura, la científica.
Un caso ejemplar que permite entender la evolución de la ciencia y su constitución en la actividad social que es hoy, es el del químico alemán Justus von Liebig y su aportación al campo de la educación científica.
Palabras clave: ciencia; cultura; cultura científica; educación científica.

A dimensão social da cultura científica: um caso exemplar: Justus von Liebig
Síntese: O artigo que a seguir se apreenta aborda uma pequena parte da história da ciência que pretende exemplificar alguns dos aspectos que os estudos sociais da ciência podem pôr de manifesto, como a relevância dos elementos sociais e institucionais para uma melhor compreensão da complexidade de seu nascimento, desenvolvimento e mecanismos de funcionamento.
Sobre a base desta perspectiva, que defende um novo modo de entender a relação entre ciência e cultura, será exposta uma conceptualização mais ampla de cultura científica que atenda à sua dimensão social. Isto é, não só os indivíduos podem aprender a relacionar-se com a ciência e a tecnologia através dos diferentes processos e macanismos dos quais dispõem, senão também as sociedades e suas instituições.
Para a justificação desta hipótese, abordaremos uma perspectiva sociológica mais ampla que atenda à ciencia e à tecnologia como atividades sociais, cujo processo de desenvolvimento e de dinâmica se desenvolvem necessariamente no contexto social, e cujo ordenamento interior se comporta como uma verdadeira subcultura, a científica.

Um caso exemplar que permite entender a evolução da ciência e sua constituição na atividade social que é hoje, é o do químico alemão Justus von Liebig e sua contribuição no campo da educação científica.
Palavras-chave: ciencia; cultura; cultura científica; educação científica.
The social dimension of scientific culture. An exemplary case: Justus von Liebig
abstract: The article below discusses a small part of the history of science that seeks to illustrate some of the aspects that the social studies of science can reveal, such as the relevance of the social and institutional elements for a better understanding of the complexity of its birth, development and operating mechanisms.
On the basis of this perspective, which defends a new way of understanding the relationship between science and culture, a wider scientific culture conceptualization that is responsive to its social dimension will be exposed. That is to say, not only individuals can learn how to interact with science and technology through different processes and mechanisms at their disposal, but also societies and their institutions.
For the justification of this hypothesis, a broader sociological perspective will be adressed to cater science and technology as social activities, whose development process and dynamic unfold necessarily in the social context, behaving like a real subculture, the scientific.
An exemplary case that allows us to understand the evolution of science and its constitution as a social activity in our days is the one made by a German chemist, Justus von Liebig, and his contribution to the field of science education.
Keywords: science; culture; scientific culture; science education.

1.       Introducción

En las últimas décadas, en especial a partir de los años noventa, los supuestos conceptuales y metodológicos del modelo de déficit han sido ampliamente criticados, sobre todo en relación con una manera limitada y restringida de entender el concepto de cultura científica, y se ha propuesto una aproximación conceptual más amplia y compleja que supere y corrija las limitaciones de la concepción tradicional (véase, por ejemplo, Cámara Hurtado y López Cerezo, 2007; López Cerezo y Cámara Hurtado, 2005). En este sentido, quizá una de las críticas de mayor radicalidad sea aquella que trata de aportar una visión amplificada de la ciencia y la tecnología en la sociedad. Uno de los intentos más citados en este sentido es el protagonizado por Godin y Gingras (2000) y su propuesta de un modelo multidimensional.

Convencidos de que un grave problema con los estudios de cultura científica es su enfoque exclusivo en el individuo, los autores presentan un modelo multidimensional que integra también lo específicamente social de la cultura científica. Es decir, los individuos no son, por así decirlo, los únicos miembros deficitarios de una sociedad. Las sociedades en su conjunto también pueden ser vistas como más o menos científicamente cultas. Es precisamente en el reconocimiento de este hecho donde reside la novedad del modelo multidimensional: un modelo que propone un cambio de enfoque en la manera de entender los vínculos entre la ciencia, la tecnología y la cultura de una sociedad (Godin y Gingras, 2000).

A partir de esta consideración, distintos trabajos en el ámbito iberoamericano discuten la noción de cultura científica (por ejemplo, Albornoz y otros, 2003; Vaccarezza, Polino y Fazio, 2003 o Vogt y Polino, 2003). De acuerdo con estos autores, la misma

[...] exige una mirada sistémica sobre instituciones, grupos de interés y procesos colectivos estructurados en torno a sistemas de comunicación y difusión social de la ciencia, participación ciudadana o mecanismos de evaluación social de la ciencia (Polino y otros, 2006, p. 56).

En este sentido, la cultura científica tiene una composición de mayor complejidad, entendida como un aspecto más estructural de la sociedad.

En un trabajo más reciente, López Cerezo y Cámara Hurtado (2009) distinguen entre dos concepciones de cultura científica, una restringida y otra en sentido amplio. En la primera, la cultura científica es entendida como una propiedad de individuos, y hace referencia a los cambios cognitivos que sufre el polo receptor en un proceso de transferencia de conocimiento. Por el contrario, en la concepción en sentido amplio la cultura científica es entendida como una propiedad de sociedades, y haría referencia al grado de implantación de la ciencia en la cultura de una sociedad. Así, considerada como un atributo social, la cultura científica hace referencia a los esfuerzos de una sociedad por apropiarse de la ciencia y la tecnología. Hablar de cultura científica en este sentido significaría hablar de los procedimientos, pautas de interacción y capacidades de aquellas instituciones, organizaciones, individuos, grupos y colectivos sociales insertos en un sistema social: se trataría de atender a aspectos como la presencia de la ciencia en el sistema educativo, el porcentaje de espacio que dedican los medios a temas y debates científicos y tecnológicos, la influencia del asesoramiento especializado en la toma de decisiones, etc. La consideración de estos aspectos, su análisis y comprensión, sería mucho más difícil de abordar desde una concepción de cultura científica restringida a su dimensión individual.

Ahora bien, en la medida en que se quiere escapar del modelo de déficit y su hechizo de linealidad, esta dimensión social de la cultura científica no puede ser entendida únicamente como el modo en que la sociedad se apropia de la ciencia y la tecnología, sino también como el modo en que la ciencia y la tecnología se apropian, en tanto que subcultura, de la cultura global de dicha sociedad. Es decir, todo sistema social dispone de mecanismos civiles, políticos, económicos o culturales que inciden en el modo en que se organiza un sistema científico-tecnológico: se trataría de atender a aspectos como la presencia de contenidos meta-científicos en las materias de ciencia, la inversión en actividades de i+d, la orientación social de la investigación, etc. Se propone, entonces, distinguir un sentido más dentro de la dimensión social de la cultura científica propuesta por los autores anteriores: junto a aquel que hace referencia a la incidencia de la ciencia y la tecnología en la sociedad (es decir, la cultura científica como atributo social propiamente dicho), es necesario incluir aquel que haga referencia a la incidencia de la sociedad en la ciencia y la tecnología; el modo en que se producen, gestionan y difunden.

Resulta necesario, entonces, comenzar con una breve clarificación conceptual acerca de esta nueva manera de concebir la cultura científica, entendida como la incidencia de la sociedad en la ciencia y la tecnología. Para ello se abordará, en primer lugar, una perspectiva sociológica más amplia que atienda a la ciencia y la tecnología como actividades inherentemente sociales, cuyo proceso de desarrollo y dinámica se desenvuelven en el marco social y cultural al que pertenecen, y cuyo ordenamiento interior se comporta como una verdadera subcultura, la científica. Así, en la medida en que esta cultura científica pertenece y sostiene una actividad social, puede ser vista como inserta en un marco cultural más amplio, y no como una esfera separada y autónoma. Solo desde esta perspectiva es posible comprender la cultura científica como atributo de aquellas instituciones dedicadas a producir, gestionar y difundir el conocimiento científico y tecnológico.

En segundo lugar, una pequeña parte de la historia de la ciencia puede ayudar a ilustrar el papel fundamental de esta dimensión social de la cultura científica: el desarrollo científico de una sociedad va a depender de diversos factores que se mueven en un proceso bidireccional; no solo la existencia de una comunidad científica, sino también la existencia de un marco político favorable a la promoción de la ciencia, escuelas que permitan formar a las nuevas generaciones en el arte o técnica propios de la actividad, y que un número significativo de estas generaciones se sienta atraído por convertirse en profesional de ella, elevando la calidad y contribuyendo al avance de la industria. Quien coadyuvó de manera decisiva a que la sociedad de su tiempo avanzase en tal dirección fue el químico alemán Justus von Liebig, con importantes contribuciones al análisis de compuestos orgánicos, la creación de un instituto químico-farmacéutico y, de especial interés aquí, la organización de la enseñanza científica basada en el laboratorio (Ordóñez, Navarro y Sánchez Ron, 2004).

2.       La ciencia y la tecnología como procesos sociales

Una de las primeras consideraciones que es necesario hacer a la hora de hablar de la ciencia y la tecnología es el hecho de que son en sí mismas actividades sociales (véase, por ejemplo, Bernal, 1964; Merton, 1973; Woolgar, 1991 o Ziman, 1986). La ciencia no es solo el conocimiento por ella creado y que circula en publicaciones o patentes, sino que tiene muy diversas expresiones en la educación, la industria, el trabajo, el sector servicios o la consultoría, entre otros ámbitos. En este sentido, Latour (1991) llama la atención acerca de la existencia de un «nudo gordiano» que implica a la ciencia y la sociedad; un mismo hilo que liga a científicos, políticos, usuarios y empresarios, agrupados todos ellos en una misma historia.

Una perspectiva que permite entender la evolución de la ciencia y su constitución en la actividad social que es hoy, es aquella que atiende a su aparición y desarrollo como la ocupación profesional con las características actuales (Barnes, 1987). Es decir, como una institución especializada que asume el objetivo de respaldar la formación y la investigación sistemática, desarrollar mecanismos de control de calidad y proporcionar canales de comunicación. En tanto institución, la ciencia se presenta como un cuerpo organizado colectivo de personas que se relacionan para desempeñar tareas específicas, que han seguido un proceso de profesionalización y especialización que los diferencia de otros grupos sociales, y que supone no solo la adopción de lenguajes, métodos y técnicas compartidas, sino también la internalización de un ethos propio. En este sentido, la ciencia es una cultura, y así debe ser estudiada (Núñez Jover, 1999). De este modo, el enfoque de la ciencia como actividad social ofrece el punto de partida para abordar una nueva forma de entender la cultura científica.

2.1     La institucionalización de la ciencia

El siglo xvii, en la medida en que es testigo del inicio de un proceso de diferenciación social de la ciencia como sistema autónomo respecto de la teología o la filosofía, puede ser considerado como un punto de inflexión en la historia de la ciencia y su proyección en la cultura como actividad social: los logros alcanzados en astronomía, mecánica, anatomía, historia natural o química, entre otros campos, supuso una profunda transformación de las ideas científicas y su impacto en la cultura, con el declive de la astrología y la brujería, y la proliferación de sociedades científicas nacionales (Núñez Jover, 1999). Sin embargo, tal y como señala Agazzi (1996), esto no convierte a la ciencia en un sistema cerrado. Más bien, entender el proceso de institucionalización de la ciencia requiere atender no solo a aspectos internos de su actividad, como el uso del método científico o la elaboración de teorías revolucionarias, sino también a sus aspectos sociales.

De hecho, la legitimación de la ciencia moderna implicó mucho más que un debate epistemológico. Dependió, además, de la legitimación socio-cognitiva de sus practicantes, que tuvieron que construir su identidad como «científicos». Es decir, la nueva filosofía experimental debía demostrar que su actividad era útil, que no atentaba contra ninguna tradición o institución establecida y que buscaba el consenso basado en la autoridad incuestionable de los hechos. Ello exige, ante todo, un marco institucional adecuado en el que se establezcan las reglas para participar en la empresa científica e imponga un criterio de demarcación entre lo que se acepta socialmente como ciencia y lo que no. Dicho de otra manera, la nueva comunidad científica que emergía necesitaba de algún tipo de política de diferenciación. Comienza entonces a constituirse como un grupo de individuos educados y cultos, comprometidos desinteresadamente en la investigación. El trabajo en el seno de esta nueva comunidad debía tener, además, un carácter colectivo y público, cuyo espíritu de colaboración requería el acatamiento de un severo criterio de demarcación: aquellos individualistas que no aceptaran las convenciones de la investigación experimental y pretendieran desempeñar su labor en la privacidad del laboratorio debían ser automáticamente excluidos. En resumen, la investigación científica debía concebirse como una tarea pública (Elena Díaz, 1989).

En el siglo XVIII, Europa cuenta ya con una amplia red de academias y sociedades científicas que promocionan la actividad científica de diversas formas, principalmente a través de las publicaciones periódicas, que sirven para presentar y difundir los resultados de las investigaciones, y la concesión de premios, que posibilitan reconocimiento social y ayudas económicas para la investigación. Además, el establecimiento de contactos interinstitucionales y proyectos comunes refuerzan esta red de academias y sociedades europeas. La actividad científica comienza a perder su estatus de amateur y emigra de los círculos cortesanos y palaciegos del siglo xvii a estas nuevas instituciones que proporcionan a sus practicantes prestigio social y protección política (Ordóñez, Navarro y Sánchez Ron, 2004).

Ahora bien, aunque en el siglo XVIII la ciencia ya ha demostrado su capacidad para comprender la naturaleza y los principios y leyes que la gobiernan, no se ha convertido todavía en una actividad profesional tal como es hoy. Habrá que esperar al siglo xix para que la práctica de la investigación científica se convierta en una actividad cada vez más abierta a personas sin medios económicos propios, que habrán de ganarse la vida a través de la ciencia, atrayendo la atención de gobiernos e industrias (Ordóñez, Navarro y Sánchez Ron, 2004). En este sentido, Bernal (1964) señala la Primera Revolución Industrial, a finales del siglo xviii, y la combinación de ciencia y manufactura como característicos de este periodo de transición, en el que los manufactureros, los científicos y los nuevos ingenieros profesionales comienzan a mezclarse en su trabajo y en su vida social, integrando firmemente a la ciencia en los nuevos mecanismos de producción. Así, el énfasis de la época en la utilidad social de la ciencia es uno de los pilares más importantes en el proceso de institucionalización (Ordóñez, Navarro y Sánchez Ron, 2004). Solo entonces la ciencia deja de ser una actividad de aficionados dominada por la aristocracia, para convertirse en una actividad de la clase media. Una consecuencia de ello será la creación de numerosos puestos de trabajo (Núñez Jover, 1999).

De manera paralela a la creación de estos nuevos puestos de trabajo, y como consecuencia de la demanda creciente de técnicos capacitados y competentes, se va organizando toda una infraestructura para la formación sistemática en las diferentes disciplinas. Mientras que las universidades y colegios universitarios mantenían en gran medida su carácter medieval, dedicados básicamente a la enseñanza más que a la investigación, de mayor relevancia aquí son los numerosos centros de enseñanza alternativos, públicos y privados, donde los topógrafos, ingenieros, comerciantes, arquitectos o artistas podían adquirir los conocimientos necesarios sobre matemáticas y otras disciplinas científicas (Ordóñez, Navarro y Sánchez Ron, 2004). Asimismo, se incrementó la eficacia de la investigación, proporcionando mecanismos de control de calidad y renovados recursos técnicos. Como resultado, conforme la enseñanza y la investigación comenzaban a ser apoyadas por los gobiernos, las diferentes disciplinas y especialidades científicas experimentaron también un rápido proceso de crecimiento, que se tradujo en la fundación de asociaciones profesionales y la proliferación de sus publicaciones periódicas (Núñez Jover, 1999).

Este proceso tendrá importantes consecuencias, especialmente en lo que se refiere a la organización de la actividad científica. Hasta su profesionalización no había organizaciones encargadas de conducir la investigación, sino que esta era un interés privado individual, que no dependía del puesto de trabajo desempeñado en una determinada estructura organizativa. La investigación era una llamada intelectual, no una ocupación remunerada, y todo aquel que quería cultivar la ciencia se veía obligado a trabajar con sus propios medios y fuera de los cauces universitarios. Eran individuos educados y cultos, interesados en la ciencia, pero no «científicos» (Elena Díaz, 1989). Será en el siglo xix cuando surjan por primera vez en el seno mismo del tejido social una profesión y una institución cuya ocupación específica es la creación de nuevos conocimientos, y cuya práctica habitual es la investigación (Núñez Jover, 1999).

3.       Un caso ejemplar: Justus von Liebig

Justus von Liebig nace en Darmstadt, Alemania, el 12 de mayo de 1803. Hijo de un distribuidor de suministros y productos químicos, el contacto con sales y pigmentos le permite dedicarse a realizar experimentos químicos desde muy joven. La visita a Darmstadt de un vendedor ambulante marcará significativamente su trayectoria intelectual porque, entre otras cosas, el mercader vendía cohetes elaborados a base de fulminatos. Tras ver que eran preparados a partir de materiales tan fácilmente reconocibles como el mercurio, el ácido nítrico y el alcohol, Liebig comienza a experimentar por su cuenta. Cansados de las continuas explosiones, tanto en la escuela como en la habitación de su casa, en un esfuerzo por canalizar su actividad en una dirección más productiva, sus padres deciden enviarle a Heppenheim como aprendiz de boticario. A los diez meses ya dominaba la profesión y al advertir la gran diferencia entre la práctica farmacéutica y el enfoque científico de la química, continuó estudiando fulminatos en su tiempo libre (Kafka, 2004; Partington, 1945). A su regreso de Heppenheim, a través de la mediación de su padre, entra en 1820 a la Universidad de Bonn donde estudia con Karl Wilhelm Kastner. Cuando a este último le asignan la cátedra de Física y Química en la Universidad de Erlangen, Von Liebig lo sigue para aprender a analizar ciertos minerales, aunque pronto descubre, para su decepción, que Kastner no sabía cómo hacer dicho análisis. Aunque descontento con la educación formal disponible en la época, pues el enfoque que la química alemana tenía en ese momento era más filosófico que experimental, obtiene en 1822, a los 19 años, el doctorado en la Universidad de Erlangen (Schierz, 1931). Ese mismo año, por medio de una beca de Luis I, Gran Duque de Hesse-Darmstadt, comienza a estudiar en París, y con la ayuda de Louis-Jacques Thénard es admitido en el laboratorio privado de Gaultier de Claubry, profesor de Química en la Escuela de Farmacia y, poco después, por influencia de Alexander von Humboldt, a la de Gay-Lussac, donde concluye su trabajo en fulminatos. El 22 de marzo de 1824 presenta los resultados de su trabajo en la Academia Francesa de Ciencias. En ese momento, con el patrocinio de Humboldt, decide convertirse en maestro de Química, y el 24 de mayo de ese mismo año es nombrado profesor ayudante de la Universidad de Giessen, Alemania. En 1825, con 22 años, sucede en la cátedra de Química a Wilhelm Ludwig Zimmermann (Brand, 1941; Twigg y Twigg, 1973). Es ahora cuando Liebig comienza su carrera docente, convirtiéndose quizás en el mejor profesor de Química de todos los tiempos. Con él, el laboratorio de Giessen se convirtió en uno de los centros más importantes de enseñanza de la química.

Las condiciones que confluyeron en su éxito, no solo de índole intelectual sino también institucional, técnica, psicológica y financiera, ilustran el modo en que la ciencia, lejos de constituirse como esfera separada y autónoma, interactúa necesariamente dentro del sistema total de actividades sociales. En primer lugar, Liebig tenía un programa de investigación (el análisis de los compuestos orgánicos) y otro docente (la enseñanza práctica del análisis cualitativo y cuantitativo). La combinación de estos dos hechos, el desarrollo de métodos de análisis más precisos y seguros, y la organización de la enseñanza en torno al laboratorio, convirtieron a la Alemania del siglo xix en una potencia mundial, tanto en el mundo académico como en el industrial.

3.1     La formación del instituto

Von Liebig establece, en compañía de dos colegas, el profesor de Mineralogía Friedrich Wernekingk y el de Matemáticas Hermann Umpfenbach, un instituto químico-farmacéutico. Este hecho va a propiciar el cumplimiento de una de las condiciones necesarias para el éxito en la enseñanza de la química: la existencia de un número suficiente de alumnos.

En aquel momento solo había dos instituciones de ese tipo en Alemania, y el número de estudiantes que solicitaba matricularse en ellas era tan elevado que muchos quedaban fuera. Liebig, que aspiraba a alcanzar fama y fortuna, estaba convencido de que tenía unos conocimientos y unas técnicas que impartir, cuyo estudio podía ser sumamente útil para el desarrollo de la farmacia y de la medicina. Ambos estímulos, buscar un suplemento a sus salarios además de contribuir a la formación de profesionales relacionados con la química, llevaron a estos profesores a crear su propio instituto farmacéutico privado, independiente de su actividad docente estatal en la universidad. Sin embargo, cuando Liebig y sus asociados pidieron a las autoridades universitarias que su instituto pasase a formar parte de la universidad, la solicitud fue rechazada argumentando que la función de una universidad era educar a futuros funcionarios y no a farmacéuticos, cerveceros o fabricantes de jabón. A pesar de todo, se les permitió establecer el instituto como actividad privada (Sánchez Ron, 2007).

Durante los primeros años en que el instituto tuvo un éxito moderado, recibió una media de quince estudiantes al año, de los cuales entre el 70% y el 90% estaba interesado en la farmacia, y el resto en la química. Un punto crucial en la historia del instituto tendrá lugar en 1831, cuando Liebig desarrolla un aparato para analizar compuestos orgánicos lo suficientemente sencillo como para que pudiera ser utilizado de manera sistemática por sus estudiantes a fin de resolver nuevos problemas; esto es, para investigar. A partir de 1835, y en las dos décadas siguientes, el número de alumnos que estudiaba Química superó al de los estudiantes de Farmacia, y en 1852, cuando Liebig abandonó Giessen para trasladarse a la Universidad de Munich, habían pasado por sus aulas más de 700 estudiantes de Química y Farmacia (Fruton, 1990).

3.2     Desarrollo del aparato: el Kaliapparat

Muchos compuestos orgánicos están formados únicamente por carbono, hidrógeno y oxígeno, de manera que una vez medidos el carbono y el hidrógeno, y dando por supuesta la presencia de oxígeno, puede establecerse la fórmula química. Hasta entonces, el método utilizado para determinar el contenido del carbono, hidrógeno y oxígeno de las sustancias orgánicas era la destilación. Sin embargo, este método era poco preciso y fiable, ya que dependía de las mediciones de dióxido de carbono y agua, y la precisión final dependía a su vez no solo de la determinación exacta de sus cantidades, sino también del conocimiento preciso de su composición. Además, algunos de los aparatos creados entre 1814 y 1830 por otros químicos como Berzelius, Gay-Lussac o Proust, aunque habían obtenido las fórmulas empíricas de algunos azúcares simples, eran extraordinariamente complejos y costosos. La propuesta de Liebig consistía en un método sencillo, barato y fiable, que respondía bastante bien a las determinaciones habituales del carbono, hidrógeno y oxígeno.
El procedimiento se basaba en la propiedad del óxido de cobre para oxidar las sustancias orgánicas que con él se calientan para transformarlas en dióxido de carbono y agua. La sustancia que se desea analizar se deseca y pulveriza, se mezcla con el óxido de cobre y se calienta en el tubo de combustión hasta que se produce la combustión. El agua producida se recoge en tubos que contienen cloruro cálcico y se mide directamente, mientras que el dióxido de carbono se recoge y se pesa también directamente por absorción en una solución de hidróxido de potasio utilizando una serie de botellas de vidrio, ingeniosamente dispuestas, y que reciben el nombre de kaliapparat.

El aparato estaba tan bien diseñado que fue aceptado en todos los laboratorios para realizar análisis de carbono e hidrógeno, reforzando el interés y las posibilidades de la química orgánica. De hecho, antes de Liebig, la mayor parte de los químicos alemanes todavía se ocupaba únicamente de cuestiones relativas a la química inorgánica, debido a las discrepancias entre los diferentes resultados de los análisis de compuestos orgánicos (Sánchez Ron, 2007).

En Giessen, el propio Liebig y sus alumnos explotarán su nuevo método. Esta es una de las novedades que introduce el instituto: la investigación sistemática.

3.3     El laboratorio

Convencido de la importancia de acercarse a la química a través del laboratorio, Liebig monta el primer laboratorio de investigación pensado para que lo utilicen los estudiantes. La metodología de enseñanza que implementa fue la de adjudicar problemas de investigación a sus alumnos, una vez que estos ya habían adquirido una formación básica; es decir, combina aprendizaje e investigación. De este modo, el laboratorio de Giessen, ubicado en unos barracones abandonados y sin calefacción, se convierte en el primer laboratorio de investigación sistemática, que llegará a convertirse en modelo del moderno laboratorio químico de investigación y de enseñanza (Lockemann, 1960).

Con el laboratorio se desarrollan además las tareas de ayudante de laboratorio o auxiliar, que serán confiadas a jóvenes investigadores más que a personas sin titulación. Este hecho estimula por partida doble la profesionalización, no solo por la formación dispensada sino también por la creación de puestos de trabajo. La investigación, que hasta entonces había sido un juego de aficionados, se pone en manos de una nueva generación de profesionales.

A través de sus estudiantes, procedentes no solo de Alemania sino de toda Europa, la influencia de Liebig se extendió del mundo académico al industrial. De hecho, fue uno de los antiguos alumnos de Liebig, William Henry Perkin, quien le envía en 1843 un aceite que había aislado a partir de alquitrán de hulla y que llamaron anilina. Se trataba de un compuesto que reaccionaba con ácido nítrico para hacer agentes colorantes azul brillante, amarillo y escarlata. Así, para 1860 Alemania había construido ya una nueva industria de tinte a partir de la anilina. Aquello fue el inicio de una importante industria que no tardó en crecer rápidamente y que fomentó la investigación y la enseñanza superior de la química (Sánchez Ron, 2007).

Finalmente, otra característica crucial del éxito de Liebig fue el patrocinio estatal y su consiguiente apoyo financiero.

4.       La ayuda de la universidad

Los laboratorios anteriores dedicados a la enseñanza habían fracasado debido a una situación paradójica: si un profesor cobraba poco dinero para así conseguir un gran número de alumnos, no lograba cubrir los enormes gastos para mantener un laboratorio del tamaño necesario; por el contrario, si cobraba cifras realistas para cubrir estos gastos, pocos alumnos se sentían atraídos, con excepción de los que estaban motivados por el lucrativo fin de ejercer como boticarios en Alemania. El resultado de esta situación, sobre todo en las universidades escocesas, fue que los profesores universitarios dejaron de impartir clases prácticas. Optaron por cobrar tasas bajas, tener aulas abarrotadas y amenizar las conferencias con demostraciones (Fruton, 1990).

Por su parte, Liebig contó desde el principio con un modesto subsidio anual para gastos de laboratorio con que el estado dotó a la Universidad de Giessen, lo cual fue una ventaja, además del sueldo de profesor y lo que obtenía de los alumnos. El poder sufragar los gastos del laboratorio le permitió a Liebig utilizar su éxito de forma lucrativa al atraer estudiantes de la misma universidad. Finalmente, su creciente fama como químico y el éxito del instituto consiguen captar la ayuda de la universidad, que en 1834 aprueba una mejora de sus instalaciones. Al año siguiente Liebig pudo incluir en sus presupuestos el sueldo de un ayudante que, de hecho, había estado pagando durante años de su propio bolsillo (Sánchez Ron, 2007).

Además, entre 1838 y 1839 el Gobierno concedió generosos fondos para la ampliación del laboratorio de Liebig, lo que le permitió incrementar aun más el número de alumnos. Pronto, el acuerdo y el reconocimiento gubernamentales de que no era razonable esperar que una gran escuela científica estuviera financiada en su totalidad por el propio bolsillo del profesor sirvió de ejemplo a otros estados alemanes (Fruton, 1990). Así pues, el químico ha conquistado el respeto y el reconocimiento público, y lo ha hecho de una forma imprevista, con la dinámica de las instituciones (Sánchez Ron, 2007).

5.       Conclusiones

Las ideas de ciencia y cultura suelen estar disociadas. Sin embargo, si se entiende la cultura como un mecanismo de regulación social, es decir, como el conjunto de representaciones colectivas, creencias, usos del lenguaje, difusión de tradiciones y estilos de pensamiento (Núñez Jover, 1999), entonces, la ciencia, entendida como actividad social, no escapa a la cultura. Como toda institución, la ciencia se comporta como una subcultura, la científica, sostenida dentro de la cultura general. Esta cultura científica se manifiesta a través de diferentes formas, la más usual de las cuales es la del conocimiento incorporado en objetos y servicios, pero también está incorporado en individuos, mediante las aptitudes y cualificaciones; en las instituciones, a través de capacidades operativas; en las actitudes y valores, de una sociedad y sus miembros, etc. En este sentido, la cultura científica no es solo un atributo de individuos sino también de sociedades (Vaccarezza, Polino y Fazio, 2003).

Ahora bien, retomando la idea inicial del «nudo gordiano» de Latour, la ciencia aparece como un fenómeno complejo y multidimensional que, lejos de representar simplemente una etapa más en la secuencia recta del modelo lineal de innovación, involucra una variedad de expresiones cognitivas, económicas, sociales, éticas, políticas, etc. Si bien es cierto que la ciencia es, ante todo, producción, difusión y aplicación de conocimientos, es búsqueda de la verdad y es esfuerzo a favor del rigor y la objetividad –atributos que la distinguen de otras actividades como la pseudociencia y la charlatanería–, también es necesario hacer una observación adicional: la ciencia no se da en el vacío, al margen de los hechos sociales, sino en el contexto de la sociedad a la que pertenece e interactúa con sus más diversos componentes.

El breve recorrido realizado a lo largo de una pequeña parte de la historia de la ciencia, mostrando las condiciones de índole intelectual y técnica, pero también financiera e institucional, que confluyeron en el éxito de Liebig y la química orgánica, ha permitido contemplar la ciencia y la tecnología como prácticas sociales, en contraposición a la visión de ambas como prácticas autónomas, lineales y neutrales. La ciencia es un subsistema social y las mismas fuerzas que actúan en la sociedad actúan también en ella en tanto que institución.

Si se ignora esta evidencia y se privilegia la especificidad de la actividad científica, cayendo en el cientificismo y la sociología internalista, entonces se adoptará como estrategia de análisis un economicismo lineal y voluntarista, incapaz de comprender su dinámica real y los problemas que implica. Por el contrario, entender la ciencia como actividad social será crucial para comprender qué está sucediendo en el sistema científico-tecnológico, sus tendencias de desarrollo, rumbos, obstáculos y, sobre todo, su capacidad para identificar y responder a los retos que plantea la sociedad. Es decir, será crucial para entender la cultura científica en que se basa una sociedad. Más aun, esta cultura científica no estará desconectada de la cultura global de la sociedad, sino que vendrá determinada por las peculiaridades de cada país, sus potencialidades y limitaciones, sus prioridades y exigencias, así como por el estado mismo en que se encuentre su sistema científico-tecnológico. Por tanto, no es lícito, en rigor, separar la ciencia y la tecnología de la cultura.

Explorar la ciencia desde este ángulo supone hablar de la cultura científica no solo en términos de los hechos y los métodos de la ciencia, sino también de sus muy diversas manifestaciones en la educación, la industria, los servicios, etc. El análisis de estos contextos nos dirige a su dimensión social, al proceso de su desarrollo, su dinámica e integración dentro del sistema total de las actividades sociales, y nos ofrece posibilidades adicionales para captar los nexos entre ciencia y política, ciencia e ideología, ciencia y producción y, en general, ciencia y sociedad.

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Kali en alemán.

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