* Profesora del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación. Facultad de Psicología. Universidad de Barcelona.
Síntesis: En el presente trabajo se discute acerca de la construcción de la competencia lectora y se examinan las relaciones existentes entre dicha competencia y el aprendizaje. Se asume que una concepción amplia y compleja de la lectura tiene mayores posibilidades de lograr una plena alfabetización (social e individual) que una representación más restringida y simple. Esta –la concepción simple– tiende a considerar que leer es una habilidad que se adquiere en un periodo concreto de la vida y que se aplica indistintamente a diversos textos y situaciones. Contrariamente a esta postura, se argumenta que la apropiación y el uso de la lectura en las sociedades letradas se inician muy pronto y no se acaban nunca, pues siempre es posible profundizar en la competencia lectora. Esta posición conlleva aceptar los cambios profundos que, por el impacto de las diversas situaciones y usos de la lectura en las que las personas nos vemos implicadas, se producen en la forma de ser lector a lo largo de la vida. En estas situaciones, gracias al concurso de otros, se pueden aprender las estrategias que permiten ir más allá de la lectura superficial, y posibilitan una lectura profunda, crítica, capaz de transformar la información en conocimiento. Se revisan algunos datos proporcionados por estudios internacionales de evaluación, así como las conclusiones de trabajos de investigación, que en conjunto ponen de manifiesto que la enseñanza y el aprendizaje de esta forma de lectura es menos frecuente de lo que cabría desear. Se concluye argumentando la necesidad de proyectos sociales y de centro dirigidos a fomentarla.
Palabras clave: competencia lectora; estrategias de lectura; aprendizaje profundo.
Competência leitora e aprendizagem
SíntesE: Este artigo apresenta os resultados finais de uma pesquisa cuja problemática é a ausência de um ensino reflexivo e sistemático sobre a língua oral no contexto da educação média colombiana. Expõem-se, especialmente, de maneira sucinta, as tensões, aberturas e necessidades relacionadas com a oralidade como atividade da linguagem (conceito), suas formas de materialização e configuração (manifestações) e os usos dados (funcionalidade) no contexto sociocultural e escolar. Para tal fim, adotam-se duas dimensões: a instituidora da oralidade como portadora de novas perspectivas teóricas e contextos de aplicação – vinculados à universalização dos mercados, à democracia, aos avanços científicos, tecnológicos e comunicativos – junto com a dimensão instituída como portadora de situações que permanecem e tendem a perpetuar-se através de um sistema de crenças, significados e regras de ação, isto é, de concepções derivadas da história e da evolução das sociedades.
Ao mesmo tempo, apresenta-se uma análise das concepções acerca dos processos de formação docente em língua oral, uma das oito categorias disciplinares e didáticas identificadas. A caracterização e a interpretação de certas concepções derivadas do discurso e da ação didática do professorado é a principal contribuição da pesquisa e sustenta a elaboração de projetos para a formação e a atualização docente, encaminhados ao desenvolvimento da competência discursiva oral dos estudantes.
Palavras-chave: oralidade; contexto sociocultural; contexto escolar; didática da Língua castelhana; concepções disciplinares e didáticas.
Reading competence and learning
abstract: In the present work, the construction of reading competence is discussed and examines the existent relationships between competition and learning are examined. It is assumed that a broad and complex conception of reading has a greater chance of achieving full literacy (social and individual) more than a restricted and simple representation. This –the simple conception– tends to consider that reading is a skill that is acquired in an specific period in life and that applies equally to several texts and situations. Contrary to this position, it is infered that the ownership and use of reading in literate societies starts very soon and has no end, because it’s always possible to deepen in the reading competition. This position entails to accept of the profound changes that, due to the impact of several situations and uses of reading that we are involved, are produced in the way of being a reader along the life. In these situations, thanks to the help of others, strategies that allow us to go beyond the superficial reading can be learnt, and let a deep, critical reading capable of transforming information into knowledge. A review on some data provided by international evaluation studies as well as the findings of research work, show jointly that this way of teaching and learning is less frequent that it might be desired. It is concluded arguing the need of social and centre projects aimed to promote it.
Keywords: reading competence; reading strategies; deep learning.
La interiorización de los sistemas de representación que, como el de la lengua escrita, nos permiten pensar, comunicar y aprender, son consecuencia de dilatados procesos que se generan y desarrollan en el seno de actividades sociales: en la familia, en la escuela, en los numerosos contextos a los que progresivamente se van incorporando los niños y jóvenes. Así, a la vez que se va configurando con una identidad propia e irrepetible, el individuo deviene miembro de una sociedad por el establecimiento de vínculos afectivos y cognitivos con sus grupos de pertenencia, de cuyos instrumentos se apropia, y cuyo dominio le permitirán no solo adaptarse, sino también aportar, crear, criticar, transformar la realidad y contribuir a su progreso.
Se trata de un viaje en compañía que adquiere múltiples formas, pero cuya finalidad última es el logro de la capacidad para decidir y recorrer con autonomía el camino personal de cada uno. En el caso concreto de la lectura, su adquisición y dominio discurre a lo largo de toda la vida, y se compone de múltiples dimensiones, desde las vinculadas al disfrute personal y al gusto por la reflexión y el conocimiento, hasta las más instrumentales, generadas por nuestra propia pertenencia a una sociedad letrada en la que lo escrito, en distintos formatos y soportes, posee una presencia abrumadora.
En este artículo se discute acerca de la construcción de la competencia lectora y se examinan las relaciones existentes entre dicha competencia y el aprendizaje. Se asume que una concepción amplia, compleja y fundamentada de la lectura tiene mayores posibilidades de lograr una plena alfabetización (social e individual) que una representación más restringida y simple. Esta –la concepción simple- tiende a considerar que leer es una habilidad que se adquiere en un periodo concreto de la vida y que se aplica indistintamente a diversos textos y situaciones. Contrariamente a esta postura, se argumenta en este artículo que la apropiación y el uso de la lectura se inician muy pronto y no se acaban nunca, si bien esto no ocurre porque sí, ni es fruto de un designio natural. Aprender a leer de manera diversificada requiere el concurso de otros en una amplia variedad de situaciones. Esta posición conlleva aceptar los cambios profundos que pueden producirse –y de hecho se producen– en la forma de ser lector a lo largo de la vida, por el impacto de las diversas situaciones y usos de la lectura en las que las personas nos vemos implicadas. Así como han cambiado de un modo muy profundo los soportes, los códigos, los usos y funciones de la lectura y la escritura, los textos, y los modos de ser lector a lo largo de la historia, podemos afirmar que no hay, en el siglo xxi, una única y universal manera de leer. Un veloz recorrido por algunos hitos de la historia de la lectura constituye el punto de partida desde el que podremos desarrollar nuestros argumentos.
Es un lugar común, desde la época moderna, atribuir a la lectura una dimensión de libertad personal, de crecimiento y emancipación de los individuos y de las sociedades. Sin embargo, esa dimensión no se encuentra en el origen y tampoco en la esencia de los primeros sistemas de escritura. Como ha señalado Tusón (1997), «la escritura desempeñó un papel más bien restringido, modesto y necesario: el de liberar la memoria de cargas excesivas».Su aparición, hace más o menos 5.000 años en tierras de Mesopotamia, se debe a la necesidad de resolver los problemas originados por una nueva economía productora de bienes que había que almacenar, identificar, comprar y vender; estos problemas requerían básicamente un tipo de lectura reproductiva, vinculada a la memoria literal de lo que había que leer.
La progresiva sofisticación de los sistemas de escritura, desde los primeros símbolos cuneiformes hasta los sistemas alfabéticos, permitió ampliar los primigenios usos instrumentales a otras finalidades, relacionadas con el registro de las tradiciones culturales, las leyes, las prácticas tecnológicas, los mitos fundacionales y religiosos, la producción literaria. Las funciones de la escritura, su soporte y sus códigos han ido modulando las formas de ser lector y de escribir. Por ello, el acto de leer no es un acto intemporal: no leemos lo mismo, ni leemos hoy como lo hacían los griegos y romanos en la Antigüedad, o el sabio de la Edad Media. Por poner solo un ejemplo, la lectura sobre volúmenes (grandes rollos que había que sujetar con ambas manos y casi siempre de pie) impedía ciertos actos de lectura que para nosotros son casi «naturales» y que nos permiten usarla para pensar y aprender: algunos gestos habituales (pasar la página, consultar dos obras a la vez, tomar notas mientras escribimos…) que marcan el camino hacia una lectura epistémica, solo fueron posibles a partir del siglo i, con la invención del códice. Además, la notación compleja de la escritura, los delicados y costosos soportes materiales de los primeros textos, añadido al escaso número de personas capaces de leer (así como la finalidad atribuida a la lectura) conducen al predominio de una «lectura al pie de la letra»,capaz de conservar lo que decían los textos. Así, si bien en sus orígenes la escritura aparece como una herramienta para liberar la memoria humana de cargas excesivas, pronto contribuyó a cargarla todavía más con la emergencia de la memoria literal (Pozo, 2008).
A las primeras funciones, claramente instrumentales de la escritura, se añadirá, a lo largo de toda la Edad Media, la función de «palabra revelada». La cultura, tras las caída del Imperio romano, se refugia en los monasterios; los lectores son escasos, y los textos quizá todavía más. Por varias razones, la lectura es en esa época una actividad para ser escuchada, para oír al «lector», aquel que tiene el poder de acceder al significado autorizado de textos vinculados a la religiosidad. En este tipo de lectura se contrapone la letra del texto –su forma verbal– a su significado, o mejor, al dogma, objeto de epifanías e invenciones ilimitadas. Solo hacia el siglo xii se empieza a desarrollar la noción de «comprensión literal», con el precedente de algunos sabios, como San Agustín, que desarrolló un método sistemático de interpretación como camino para llegar al significado. En esta época, y en la Antigüedad, la lectura era lectura oral, una práctica de dicción: un lector leía en voz alta para un público de oyentes. A pesar de que algunos sabios sabían leer en silencio no era esa la práctica habitual. La preeminencia de la lectura recitada tiene que ver, entre otras cosas, con el código escriturario; la escritura en la Antigüedad era scriptio continua, sin separaciones entre palabras como la conocemos hoy. El invento de la puntuación y, sobre todo, de la separación de palabras, supuso un cambio de enormes dimensiones: cuando se pudo separar lo escrito en palabras, estas pudieron ser reconocidas directamente, y se hizo posible la existencia de una lectura visual silenciosa,modalidad que se extendió a las clases cultas entre los siglos xiii y xvii, no obstante lo cual la lectura recitada siguió como una práctica social corriente, tanto en actos públicos como privados.
La Reforma y la Contrarreforma religiosas y la imprenta constituyen hitos en la configuración de la lectura y la escritura como instrumentos del pensamiento. Durante mucho tiempo considerada una forma de acceder a registros utilitarios, o de aproximarse al significado revelado, lentamente la lectura va adquiriendo nuevas y arriesgadas funciones, vinculadas a otros tipos de interpretación, al establecimiento de criterios propios y al pensamiento. Lutero leyó los textos en sus lenguas originales, y los interpretaba en su contexto cultural; consideraba la interpretación dependiente del conocimiento lingüístico y de las intenciones del autor, y rechazó las interpretaciones que otros habían creído encontrar en las Escrituras para apoyar –e imponer– los dogmas de la Iglesia. Como señala Olson (1998), Lutero trata los textos como representaciones autónomas de significado; para él, cualquiera capaz de leer podía consultar el texto por sí mismo, para juzgar la validez de una interpretación.
Por su parte, la imprenta facilita la difusión y la distribución de nuevos textos, ya sea religiosos como de tipo científico, y hace posible que varios lectores puedan acceder al mismo texto, lo que establece la esencial distinción conceptual entre el texto, que es el mismo para todos, y su interpretación, que puede variar de un lector a otro. Poder disponer de un texto para uno mismo permite la aparición de un nuevo tipo de lector independiente, que puede leer en silencio, elegir dónde detenerse, volver atrás o saltar hacia adelante, que puede comprender por sí mismo. Esta nueva manera de leer es revolucionaria y permite concebir la lectura como una actividad psicológica, individual y social a la vez. En esta concepción, leer queda definitivamente vinculado a examinar más que a creer, a interpretar más que a reverenciar, a construir por encima de reproducir, al conocimiento y no solo a la creencia.
La revolución tecnológica que estamos viviendo en las últimas décadas ha provocado la informatización del texto impreso y abre paso a una nueva forma de ser lector, el que construye su propio texto; navegando por la red, a través de los webs, chats, blogs, etc., el lector construye su propia ruta y no se limita a seguir la que fue marcada por autores con frecuencia desaparecidos o, como mínimo, desconocidos. Para la lectura, la informatización tiene consecuencias aparentemente contradictorias (Carr, 2011; Pozo, 2008): ser lector es ahora, según se mire, más fácil o más difícil. Por una parte, la información es mucho más abundante e inmediata, y los canales de producción y acceso cada vez menos selectivos. Por otra parte, interactuar con el flujo incesante de información –en la que con frecuencia confluyen elementos distractores de enorme atractivo y que favorecen una «mente de malabarista» (Carr, 2011)– exige unas competencias que no requiere en el mismo grado la lectura de información analítica de textos ordenados y concebidos según una lógica . Aparentemente, al menos, la tarea del lector se multiplica si no se conforma con «picotear» de aquí y de allá y se propone una mirada crítica sobre una información con frecuencia desordenada y difusa (Cassany, 2011). Esta lectura posmoderna o hermenéutica hace más perentoria aún la necesidad de contribuir a formar lectores activos, dotados de criterio, capaces de combinar la lectura rápida y muchas veces superficial que a menudo requiere la red con la capacidad de concentrarse en la lectura lineal de textos narrativos o expositivos.
Así, nos vamos acercando al lector moderno, un lector que procesa el texto, que accede al conocimiento de otros (e incrementa y transforma el suyo propio) a través de la lectura de múltiples textos, que son leídos por y para uno mismo, en un silencio conducente a la reflexión. Este lector moderno, que elije, procesa, dialoga con el texto y lo interpela; ese lector que todos proponemos en nuestras instituciones de educación para formar ciudadanos libres e ilustrados, ese lector es, en perspectiva histórica, un invento bastante reciente.
La definición sobre lectura o sobre competencia lectora aparece en la actualidad como algo bastante complejo y multidimensional. Se acepta que comprender implica conocer y saber utilizar de manera autónoma un conjunto de estrategias cognitivas y metacognitivas que permiten procesar los textos de manera diversa, en función de los objetivos que orientan la actividad de lector. Es ampliamente conocida la definición de competencia lectora que propone la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde, 2000; 2009) según la cual la competencia lectora consiste en:
[…] la capacidad de comprender, utilizar, reflexionar e interesarse por los textos escritos para alcanzar los propios objetivos, desarrollar el conocimiento y potencial personales, y participar en la sociedad (ocde, 2009, p. 14).
Es una definición ambiciosa, en el sentido de que no restringe la lectura a motivos estrictamente instrumentales: la vincula a un proyecto personal que implica desarrollo, crecimiento e inserción social. Pensemos, además, que el ciudadano del siglo xxi debe poder concretar esta competencia en textos muy diversos –persuasivos, propagandísticos, informativos, de reflexión, expositivos, literarios– que se presentan en formatos y soportes diferentes –diarios, enciclopedias, libros de texto, novelas, monografías, páginas web, hojas sueltas, documentos electrónicos… que no siempre se atienen a los criterios de veracidad, actualidad y autoría reconocida. Dichos textos pueden ser leídos para satisfacer una gran variedad de objetivos: disfrutar, informarse, comunicarse con otro, resolver un problema práctico, aprender, obedecer… y pueden haber sido elegidos por el lector o asignados por un agente externo. El lector, por su parte, puede estar más o menos interesado por la actividad de lectura, afrontarla desde niveles muy diversos de conocimiento previo sobre el tema del texto y provisto de estrategias más o menos adecuadas. Así, aunque siempre se lea, se lee de forma distinta en función de la combinación de estas variables.
La competencia lectora puede empezar a construirse muy pronto, a través de la participación de los niños en prácticas cotidianas, vinculadas al uso funcional y al disfrute de la lectura, en la familia y en la escuela, en situaciones en las que cuando las cosas funcionan correctamente, se pueden empezar a generar lazos emocionales profundos entre la lectura y el lector debutante. Continúa diversificándose y haciéndose más autónoma a lo largo de la escolaridad obligatoria, cuando todo está correcto, y ya nunca dejamos de aprender a leer y a profundizar en la lectura. Nuestra competencia lectora puede incrementarse cada vez que elegimos leer un ensayo, una obra de ficción; cada vez que nos introducimos en un ámbito disciplinar, porque nos obliga a tratar con las convenciones específicas de los textos que le son propios, porque siempre que leemos, pensamos y así afinamos nuestros criterios, contrastamos nuestras ideas, las cuestionamos y aprendemos, aun sin proponérnoslo.
Confinar el aprendizaje de esta competencia a la adquisición inicial de los debutantes es extremadamente restrictivo: es necesario aprender a leer, por supuesto. Pero también es necesario aprender a leer para aprender, para pensar, para disfrutar. En la época de la sobreinformación, saber leer con criterio, de forma inteligente y reflexiva es tal vez un bien más preciado que nunca. Formar lectores equivale a formar ciudadanos que puedan elegir la lectura para una variedad de propósitos, que sepan qué leer y cómo hacerlo, que puedan utilizarla para transforrmar la información en conocimiento.
La competencia lectora se asienta sobre tres ejes (Solé, 2004):
Todos los niños y jóvenes merecen la oportunidad de poder aprender a leer en este sentido amplio; aunque después algunos se aficionarán a leer más que otros, las propuestas educativas en torno a la lectura deber ser ambiciosas y beligerantes, deben perseguir que leer se encuentre al alcance de todos, aun sabiendo que no todos disfrutan de las mismas condiciones sociales y personales, y que diversificar las estrategias de enseñanza y los apoyos será la norma, y no la excepción.
Esta manera de concebir la competencia lectora se aleja de la perspectiva tradicional y mecanicista; incorpora los conocimientos proporcionados por la psicología cognitiva, pero trasciende su carácter «frío» e individual, añadiéndole como elementos constitutivos la dimensión afectiva y su carácter social. Estamos, pues, ante una capacidad compleja y multidimensional, lo que es necesario tener en cuenta para pensar en los procesos de enseñanza y aprendizaje que en torno a ella se articulan.
En este sentido, resulta clarificadora la posición de algunos autores, como Wells (1987) o más recientemente Freebody y Luke (1990), que proponen diversos niveles en la consecución de una completa competencia lectora. Con algunas diferencias, dichas propuestas consideran:
La investigación sobre la enseñanza y el aprendizaje de la lectura, desde la educación infantil hasta la universitaria, muestra en general una tendencia hacia la simplificación, una reducción de las múltiples maneras de leer a aquellas que conducen a una comprensión más superficial. Es como si se pensara en la lectura básicamente como una herramienta de acceso a lo que dicen los textos, a lo que otros han elaborado, más que como un instrumento de pensamiento, una verdadera herramienta conceptual, lo que posee no pocas implicaciones en la enseñanza, como luego se verá.
En definitiva, dos ideas emergen como conclusión de este apartado. La primera es que cuando se habla de lectura, se puede estar hablando, de hecho, de procesos distintos, o, citando a Wells (1987), de diversos niveles: desde el más ejecutivo, vinculado a la descodificación, hasta el epistémico, pasando por los niveles funcional e instrumental. Cuando nos referimos a promover la competencia lectora de un estudiante no está de más intentar precisar si la promoción ha de ser hecha en un centro educativo o en un país; o preguntarnos a qué capacidad, a qué nivel de lectura nos estamos refiriendo cuando se habla de las dificultades de lectura que se experimentan. Precisar el diagnóstico es una condición necesaria (aunque no suficiente) para acertar en las propuestas.
Si, como hemos visto, leer no es una única e idéntica capacidad, la segunda conclusión es que no se aprende a leer de una vez, en un ciclo determinado de la escolaridad, con un procedimiento que después se podrá aplicar sin restricciones a textos y demandas de lectura diversas. Es muy frecuente creer –o actuar como si implícitamente se creyera– que una vez que un estudiante «ha aprendido a leer» –entendiéndose por ello que comprende el significado de determinados textos– podrá usar sin problemas la lectura para aprender a partir de textos distintos y más complejos, como lo son los propios de las diversas disciplinas –de elevada densidad léxica e informativa, de estructura expositiva, que presuponen conocimiento específico, que pueden presentar perspectivas distintas sobre una misma cuestión, etc. Los resultados de investigación, y los de las pruebas internacionales de evaluación, a los que más adelante nos referiremos, contradicen insistentemente esta confortable pero errónea creencia. La capacidad lectora no se aplica indefinidamente «tal cual», sino que se reconstruye y se hace más compleja a medida que participamos en situaciones significativas y retadoras de lectura, que exigen moldearla e incorporar nuevas dimensiones, especialmente cuando se encuentra al servicio de objetivos de aprendizaje.
En conjunto, ambas ideas conducen a rechazar una visión simple de la lectura y de su aprendizaje, y sugieren una definición más parsimoniosa y coherente con la naturaleza multidimensional de esta extraordinaria capacidad. Entender la lectura como una competencia compleja, en la que confluyen componentes emocionales, cognitivos y metacognitivos, estratégicos y automáticos, individuales y sociales, cuyo aprendizaje requiere de intervenciones específicas a lo largo de la escolaridad, es necesario para afrontar de manera realista y desprovista de ingenuidades simplificadoras el reto de formar ciudadanos lectores, capaces de utilizar la lectura para sus propósitos.
La vinculación entre competencia lectora y aprendizaje es obvia, y remite en primera instancia al hecho incuestionable de que buena parte de las informaciones que procesamos son escritas: dominar la lectura es imprescindible para que los contenidos resulten accesibles. Pero esta obviedad ubica a la lectura en un plano estrictamente instrumental, o aun puramente ejecutivo. La imbricación entre lectura y aprendizaje va mucho más allá.
Aprender es un proceso que requiere implicación personal, procesamiento profundo de la información y capacidad de autorregulación. Cuando no es pura reproducción, el aprendizaje exige en algún grado comprensión de lo que se trata de aprender, que con mucha frecuencia se encuentra escrito en un texto. Para comprender (y para aprender) necesitamos atribuir un significado personal al nuevo contenido, relacionarlo con nuestro conocimiento previo. Si se trata de información escrita, será imprescindible identificar las ideas clave y las que tienen un carácter secundario para los propósitos que se persiguen: realizar inferencias, relacionar e integrar la información que aparece en distintos fragmentos del texto (o en textos distintos) y considerar hasta qué punto se están logrando las finalidades que guían el proceso descrito (comprender y aprender)
Hay que advertir que comprender, como aprender, no es una cuestión de «todo o nada», sino de grados: comprendemos en función del texto, de su estructura, contenido, claridad y coherencia; y comprendemos en función de nuestros conocimientos, motivos, objetivos y creencias. Pero aun siendo decisivas, estas variables no explican por sí mismas la comprensión: comprendemos gracias a lo que podemos hacer con el texto, mediante las estrategias (Solé, 1992) que utilizamos para intensificar nuestra comprensión, así como para detectar y compensar posibles lagunas u obstáculos. Sin entrar en detalle, estas estrategias implican:
Cuando leemos y comprendemos, estas estrategias se encuentran implícitas, o como han señalado acertadamente Palincsar y Brown (1984) funcionan en piloto automático. Su presencia explica por qué, incluso cuando no se busca, la lectura conduce con frecuencia a un aprendizaje incidental, que realizamos sin apenas esfuerzo; su ausencia –porque el lector no sabe o no quiere utilizarlas– explica por qué la lectura es a veces tan superficial y poco productiva. Cuando leemos con la finalidad de aprender su uso explícito e intencional permite procesar en profundidad la información del texto.
El lector que aprende tiene o establece un propósito claro para la tarea; planifica las estrategias de lectura más adecuadas para alcanzarlo, atendiendo a sus propios recursos y a las demandas específicas de la tarea; supervisa el progreso hacia la meta fijada, detectando eventuales problemas y tomando medidas para resolverlos, y evalúa el resultado de sus esfuerzos. Ahora bien, utilizar las estrategias que nos permiten aprender en profundidad a partir de textos requiere haberlas aprendido. Dicho de otro modo, un lector que haya aprendido intencionalmente a dotarse de objetivos, a elaborar la información, a contrastarla, etc., podrá, en una situación de aprendizaje concreta decidir si usa o no esas estrategias. Un lector que no las haya aprendido no las podrá utilizar aunque la situación lo requiera, y se abocará a formas más superficiales de lectura.
En definitiva, como aprendices (y lectores), podemos acercarnos a los textos de los que queremos aprender de manera diferente: como el lector reproductivo, que busca decir lo que dice el texto; o como el lector crítico, capaz de interpretarlo, de sentirse interpelado por él y de pensar acerca de lo que comprende. Una lectura reproductiva tendrá como producto probablemente efímero la recapitulación oral o la paráfrasis escrita, más o menos mimética del texto leído (en respuesta a preguntas literales, en resumen o incluso en comentario). Una lectura crítica y profunda tendrá productos distintos, a veces inesperados, pero más personales. Su huella, más o menos perceptible, sin embargo, se encuentra en los procesos de reflexión que ha generado, en la posibilidad de haber cuestionado o modificado conocimientos previos, de generar aprendizaje, o al menos dudas. En ocasiones, nuestros objetivos de lectura requieren una lectura reproductiva, pero con frecuencia necesitamos una lectura profunda, que nos acerca a la esencia de los textos y nos permite realizar aprendizajes con elevado grado de significatividad. Ambas son necesarias, pero es importante percibir que persiguen finalidades distintas, desencadenan procesos específicos y exigen estrategias diferentes que es necesario aprender.
En este sentido hemos afirmado que la lectura no es solo un medio de acceder al conocimiento, sino un poderoso instrumento epistémico que permite pensar y aprender (Solé, 2007). Ahora bien, saber leer no presupone necesariamente saber leer de forma crítica, para pensar o generar conocimiento; ese potencial solo se concreta cuando el lector participa en situaciones que le exigen ir más allá del texto dado y adentrarse en su análisis, contraste y crítica. Como establece Kozulin (2000, p. 146):
[…] la alfabetización, en sí misma y por sí misma, rara vez conduce a cambios significativos en el estilo cognitivo y el aprendizaje. Lo esencial son las prácticas y usos en los que interviene esta alfabetización […] No basta con que los estudiantes estén alfabetizados formalmente; también es necesario que utilicen la alfabetización de una manera que sea pertinente para el objetivo de la educación formal.
De hecho, un estudiante puede llegar a bachillerato pudiendo comprender los textos a los que se ha enfrentado hasta ese momento, y a la vez con escasa o nula experiencia en este tipo de lectura crítica que sin duda es el que se requiere para comentar un texto literario, para comprender la filosofía o para introducirse en los conceptos, principios y teorías de las diversas disciplinas. Además, ya desde la educación primaria y para siempre, el aprendizaje a través de textos implica el uso de tareas híbridas (Segev-Miller, 2004; Spivey, 1997; Spivey y King, 1989) que como el resumen, la síntesis, la producción de un texto propio a partir de la consulta de fuentes documentales o la respuesta a preguntas, requieren no solo saber leer sino también saber escribir. Estas tareas poseen un considerable potencial epistémico, justamente por el doble rol de lector y escritor que debe adoptar el estudiante; pero no es razonable esperar que se desprendan sin más del hecho de saber leer, y no basta con proponer que se lleven a cabo: hay que enseñar cómo realizarlas para que sean productivas y ayuden a aprender.
Progresar en la adquisición y dominio de estrategias de comprensión y elaboración de la información escrita es un objetivo de lectura para toda la escolaridad, tan importante como conseguir que los lectores debutantes aprendan a leer en el contexto de la alfabetización inicial. De hecho, ambas finalidades son irrenunciables para un proyecto educativo y social que persiga la formación de lectores, y si bien es cierto que, afortunadamente un buen número de estudiantes las alcanzan, es igualmente cierto que un porcentaje excesivamente elevado de alumnos finalizan las etapas obligatorias sin haber logrado la competencia lectora deseable. Una rápida mirada a los resultados que proporcionan los estudios de evaluación nacional e internacional, así como a las conclusiones de trabajos de investigación sobre la enseñanza y el aprendizaje de la lectura puede arrojar alguna luz acerca de los aspectos que es necesario priorizar para avanzar en este campo.
Tomando como referencia lo que ocurre en Cataluña, según el Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (pisa por sus siglas en inglés: Program for International Student Assessment) (ocde, 2009) viene a confirmar una tendencia consistente a lo largo de las diversas evaluaciones realizadas en el conjunto de España (Martín, 2007; Ferrer, 2011; Sánchez y García-Rodicio, 2006). Los estudiantes evaluados muestran competencias que permiten ubicarlos en un muy laxo «nivel intermedio» (82,2%) ; dichas competencias permiten afrontar, mejor o peor, tareas de lectura de dificultad moderada: localizar informaciones en textos de diversa complejidad, establecer relaciones entre ideas y compararlas, identificar las más importantes y comprender globalmente y en detalle un texto. Son muchos menos (3,8%) los estudiantes que se encuentran en el «nivel superior», aquellos que se manejan bien en tareas complejas de lectura, que obligan a pensar sobre lo que dicen los textos y resolver tareas que los involucran; estos estudiantes pueden integrar la información procedente de fuentes no necesariamente coherentes, y pueden situarse críticamente ante dicha información. Por lo demás, en el 14% de los estudiantes ubicado en el nivel inferior, la competencia lectora mostrada permite, en el mejor de los casos, resolver tareas sencillas de lectura con textos de contenido familiar; en el peor, no habilita para resolver las pruebas. Los resultados de evaluaciones realizadas en educación primaria (csac, 2011; Instituto de Evaluación, 2007) muestran que el 22% de los estudiantes finaliza este nivel sin haber logrado la competencia lectora suficiente para superar los retos que plantea la educación secundaria; y que la mitad de los alumnos que aprenden a leer en esta etapa (78% del alumnado) se muestran competentes ante las tareas de lectura de mayor complejidad.
En conjunto, parece que el sistema educativo vigente en Cataluña y en España proporciona básicamente una formación lectora de «nivel medio», lo que no impide que un porcentaje no despreciable de estudiantes finalice las etapas obligatorias con un bajo nivel de competencia. Los datos también sugieren que no se obtiene el éxito esperado en formas más sofisticadas de lectura, necesarias para la realización de aprendizajes profundos.
Disponer de un diagnóstico fiable que permita explicar este fenómeno exige un análisis complejo, capaz de tener en cuenta las variables de diversa naturaleza que inciden en él (sociopolíticas, económicas, culturales, económicas…), cuya consideración escapa por completo a las posibilidades de este artículo. Mencionaré solo tendencias generales que se desprenden de trabajos de investigación realizados sobre la enseñanza de la lectura, tanto en nuestro ámbito como a nivel internacional (Alvermann y Moore, 1991; Bean, 2000; Gràcia, Castells y Espino, 2012; Mateos y Solé, 2009; Minguela y Solé, 2011; Sánchez, 2010; Spivey y King, 1989; Solé y otros, 2005).
En primer lugar, no parece existir una tradición consolidada de «enseñar» cómo leer textos expositivos y disciplinares, cómo sintetizarlos, cómo relacionar e integrar la información que vehiculan. No es que no se propongan tareas alrededor de dichos textos; lo que se echa en falta es la presencia de tareas específicas que ayuden a comprenderlos y a elaborar la información, teniendo en cuenta sus particularidades. En segundo lugar, las tareas que se proponen –tanto por sus características como por la forma en que se llevan a cabo– parecen mejor dotadas para promover una lectura más bien reproductiva. Componentes como la reelaboración del contenido, la integración y contraste de ideas procedentes de un mismo texto o de fuentes diversas, el uso de la información para resolver determinados problemas, ocupan un lugar secundario frente a tareas que conducen a «decir» lo que dicen los textos, sin ir más allá. En tercer lugar, una tendencia que se observa a lo largo de toda la escolaridad, si bien más marcada cuando se progresa en los niveles educativos, es la que conduce a focalizar de forma aislada o poco relacionada, las diversas competencias lingüísticas, de manera que las estrategias implicadas en cada una de ella (y especialmente, las que comparten; ver Solé, 1997) no se pueden beneficiar de una aproximación más integrada. La vida cotidiana, pero también la resolución de la mayoría de situaciones en que se trata de aprender mediante textos escritos, exige un uso híbrido de dichas competencias, especialmente de lectura y escritura: se lee para responder o escribir algo; se habla para discutir acerca de lo leído, o para establecer los parámetros de lo que habrá que escribir; se escribe para dar cuenta de lo escuchado o leído, y se lee lo escrito para valorar su idoneidad… Pese a estas evidentes relaciones, la enseñanza aborda con demasiada frecuencia las competencias lingüísticas como si cada una de ellas fuera independiente de las demás. En cuarto lugar, el análisis minucioso de lo que hacen los estudiantes cuando afrontan tareas de aprendizaje que implican lectura pone de manifiesto el uso de procedimientos sorprendentemente inadecuados, estrategias simples y poco persistentes de lectura, y escasa supervisión sobre lo que se ha leído. Estos procedimientos no solo impiden realizar tareas complejas de lectura, sino que además conducen a frecuentes errores de comprensión que no se subsanan.
Tomando en conjunto estas conclusiones y los resultados de los estudios de evaluación, se puede llegar a una constatación aparentemente simple y contundente: en lo que se refiere a la lectura, los estudiantes aprenden, mejor o peor, lo que se les enseña, y se muestran competentes en aquello que acostumbran a realizar. Pero no aprenden lo que no se les enseña y por lo tanto no tienen el mismo éxito ante problemas de aprendizaje para los que cuentan con poca o nula experiencia, y para los que deberían utilizar estrategias específicas que permitan intensificar la comprensión.
La reflexión sobre los argumentos aportados, pese a su carácter incompleto y parcial, sugiere que las creencias que socialmente se comparten sobre la lectura son en general simplificadoras. Se piensa con frecuencia que leer es un compendio de subhabilidades, una técnica que se aprende en uno o dos cursos; se actúa como si el gusto por leer fuera una característica que forma parte del «equipo de serie» de los individuos; se cree que el aprendizaje de la lectura es cuestión del área de lenguaje, o que leer es un hábito. Estas creencias conducen, coherentemente, a prácticas escolares que si bien ayudan a que los estudiantes adquieran determinados niveles de lectura, son menos adecuadas para el logro de una completa alfabetización, y no inciden suficientemente en la enseñanza de estrategias de aprendizaje profundo, necesarias para alcanzar las capacidades que se pretenden promover mediante la educación formal así como para adquirir la de aprender autónomamente a lo largo de la vida. Cuestionar estas creencias es la base para progresar, porque la mejora en este ámbito requiere adoptar una visión más compleja de la lectura en la formación de maestros, profesores y profesionales que intervienen en las instituciones educativas. Todavía nos falta saber mucho, pero disponemos desde hace años de un cuerpo de investigación sobre las características específicas del sistema de escritura y de los procesos que conducen a su apropiación, sobre la función de la lectura inicial en las escuelas y en las familias, sobre las estrategias cognitivas y metacognitivas implicadas en la lectura, sobre la potencialidad de las tareas híbridas que requieren leer y escribir para aprender en todas las áreas y etapas… un cuerpo de conocimientos, en fin, que ofrece valiosas informaciones para pensar la enseñanza, y que no pueden ser ignoradas.
Una consecuencia de los argumentos que han sido analizados es que enseñar a leer no se resuelve en un curso o un ciclo. Como señala Perrenoud (2004), las competencias no son piedras preciosas que se guardan en una caja, donde permanecen intactas a la espera del día en que tenemos necesidad de ellas. Se aprenden en el uso y se mejoran cuando dicho uso plantea nuevos problemas que permiten desarrollarlas. Así es con la enseñanza de la lectura, cuyo referente es el centro educativo en su conjunto: nunca hay que dejar de enseñar a disfrutar y profundizar la competencia lectora. Avanzar en proyectos de centro coherentes y articulados alrededor del fomento y la enseñanza de la lectura, entendida en esta perspectiva amplia y compleja, exige recursos materiales y humanos, de formación y de asesoramiento, en una dimensión fundamentalmente preventiva, enriquecedora y global, que pueda partir de la situación de cada institución y plantearse objetivos de mejora realistas y adaptados a cada contexto. Las características socioeconómicas y culturales, la historia de cada institución, la forma en que su comunidad educativa valora la lectura y el conocimiento, son variables que hay que contemplar cuando se pretende concretar políticas educativas que, para consolidarse, necesitan coexistir con acciones que se orienten a promover entre los grupos sociales el valor de la lectura, del conocimiento y de la cultura.
Estar a favor de la lectura es también no aceptar pasivamente que un número importante de alumnos no aprenderá a leer; seamos realistas y beligerantes, y asumamos que en la mayoría de los casos no hay razón para que un alumno no pueda aprender a leer de manera competente si cuenta con los recursos y las ayudas necesarias. Como proyecto de centro –y como proyecto social– la finalidad es que cada niño, cada joven, tenga la oportunidad de disfrutar leyendo, alcance el dominio de las habilidades lingüísticas y devenga un usuario competente y crítico de los textos, en el formato en que estos se presenten. Es un proyecto que promueve además un conjunto de valores, como el respeto a las opiniones diversas, el respeto por el conocimiento y el sentido crítico; y actitudes, como las que conducen a saber encontrar en la lectura la satisfacción de parte del tiempo de ocio, la capacidad de pensar y proyectar una mirada personal y a la vez contrastada sobre la realidad. En tiempos en que es fácil confundir el acceso a la información con el conocimiento, en que se impone un relativismo no por ingenuo menos peligroso, aprender a leer de forma crítica es una magnífica forma (entre otras) de prepararse no solo para la escuela, sino para la vida. Formar en competencias básicas es lo más difícil, porque en ellas se encuentra precisamente el germen de todo ulterior aprendizaje. Pero también es lo más gratificante, por su poder habilitador, por su capacidad para formar ciudadanos capaces de identificar problemas y de disponer los medios a su alcance para resolverlos. Alcanzar la competencia lectora, como hemos visto, supone un aprendizaje amplio, multidimensional, que requiere la movilización de capacidades cognitivas, afectivas y de inserción social. Es un esfuerzo para todos, docentes y discentes, pero es un esfuerzo que vale la pena, pues hablamos de uno de los aprendizajes más funcionales y capacitadores que puede hacer una persona; de una llave que abre múltiples posibilidades de desarrollo y crecimiento académico, profesional y personal.
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* Profesora del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación. Facultad de Psicología. Universidad de Barcelona.
Un debate apasionante, en el que no podemos entrar aquí, es el que plantea la posibilidad de la hipotética emergencia de una nueva clase de «leyentes», selecta minoría capaz de procesar en profundidad y críticamente los textos, frente a la mayoría habituada a una lectura superficial, acorde con el procesamiento rápido y multimodal que favorece la lectura en línea (ver Carr, 2011).
Para interpretar adecuadamente estos resultados hay que considerar que estos amplios niveles o categorías incluyen, a su vez, los diversos niveles que establece pisa: superior (niveles 5 y 6 de pisa); medio (niveles 2, 3 y 4); inferior (1a, 1b y menor que 1). Téngase en cuenta que entre el nivel 2 y el 4, pese a estar ambos incluidos en «medio», la complejidad de las tareas de lectura que pueden ser resueltas satisfactoriamente difiere sensiblemente. Diferencias similares pueden encontrarse también en las otras categorías.