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Diana Milstein *
Héctor Mendes **
* Profesora en Enseñanza Primaria y Expresión Corporal y Doctora en Antropología
Social. Se desempeña como profesora, investigadora y secretaria de Investigaciones del
Departamento de Ciencias de la Salud de la Universidad Nacional de La Matanza (unlam),
e investigadora adscripta del Centro de Antropología Social del Instituto de Desarrollo
Económico y Social (ides), Argentina.
** Profesor en la especialización en Estudios Culturales de la Escuela de
Innovación de la Universidad Nacional de Santiago del Estero (ucse), Argentina. Profesor
en Ciencias de la Educación y Magíster en Sociología del la Cultura. Ha sido profesor,
investigador y vicerrector de la Universidad Nacional del Comahue, hasta su jubilación.
Actualmente es profesor de posgrado en la ucse.
Síntesis: Este trabajo aborda la inscripción en los cuerpos de las convenciones de orden escolar y social, tal como se actualizan y se redefinen en el juego de los actores sociales –docentes, alumnos, madres, vecinos–, en los contextos de crisis social que han atravesado y afectado la vida cotidiana de las escuelas primarias en zonas populares de la Argentina, durante las dos últimas décadas. Se exponen dos episodios: uno, sucedido en la escuela de un paraje rural en una localidad de la Patagonia Norte; el otro, sucedido en la escuela de un barrio popular del partido de Quilmes, cercano a la ciudad de Buenos Aires, en el conurbano bonaerense. Basadas en el enfoque etnográfico, las investigaciones que se mencionan se orientan a visibilizar dinámicos fenómenos de micropoder en los cuerpos de los sujetos involucrados en los episodios analizados.
Palabras clave: cuerpo; orden escolar; poder.
Corpo e escola. Dimensões da política
SíntesE: Este trabalho aborda a inscrição no corpo das convenções de ordem escolar e social, tal como se atualizam e se redefinem no jogo dos atores sociais –docentes, alunos, mães, vizinhos–, nos contextos de crise social que atravessaram e que afetaram a vida quotidiana das escolas primárias nas zonas populares da Argentina, durante as duas últimas décadas. Expõem-se dois episódios: um, ocorrido numa escola rural na Patagônia Norte; outro, sucedido numa escola de um bairro popular de Quilmes, próximo à cidade de Buenos Aires, no centro urbano bonaerense. Baseadas no enfoque etnográfico, as pesquisas que se mencionam pretendem visibilizar dinâmicos fenômenos de micropoder nos corpos dos sujeitos envolvidos nos episódios analisados.
Palabras-chave: corpo; ordem escolar; poder.
Body and school. Dimensions of the policy
ABSTRACT: This paper deals with the registration in the bodies of the conventions of school and social order, as are updated and redefined in the game of social actors –teachers, students, mothers, neighbours–, in the contexts of social crisis that have gone through and affected the daily lives of the primary schools in popular areas of Argentina during the last two decades. There are two episodes: one, happened in the school of a rural spot in a town in the Northern Patagonia; the other, happened in the school of a popular neighbourhood of the district of Quilmes, close to the city of Buenos Aires, in Buenos Aires. Based on the ethnographic approach, the investigations that are mentioned are oriented to visualize micro-power dynamic phenomena in the bodies of the subjects involved in the examined episodes.
Keywords: body; school order; power.
Los cuerpos de los individuos –biológica, social y culturalmente construidos en las condiciones existenciales, en las relaciones sociales y en la historia de los grupos y de los individuos– existen, a su vez, en espacios materiales y simbólicos que conforman los distintos «submundos sociales», «esferas de la vida social» o, simplemente, «espacios sociales». Existimos en nuestros cuerpos, y con ellos constituimos nuestra experiencia vivida. Para entender lo que hacemos con nuestros cuerpos –en el más amplio sentido del hacer– necesitamos vincular lo que percibimos en un análisis que siempre incluya los contextos sociales y culturales particulares. Es decir, un acto, una acción o una experiencia no es obvia, ni evidente ni significativa en sí misma. Nuestros gestos, posturas y movimientos se perciben, comprenden e interpretan siempre en contexto; y, a su vez, los contextos se tornan más significativos en la medida que comprendemos nuestros cuerpos y movimientos. En este trabajo intentaremos mostrar cómo fuimos elaborando análisis comprensivos de instituciones escolares poniendo el foco en el modo en que cuerpos y contextos se potencian significativamente.
Uno de los aspectos clave en la construcción histórica, material y simbólica, de la escuela como espacio social reside en la cuidadosa delimitación entre lo escolar y lo no escolar, entre el «adentro» y el «afuera»de la institución educativa. Esta delimitación inscripta en discursos e incorporada a los sujetos como prácticas, fue una de las formas como se plasmó el sentido y el valor de la neutralidadde la escuela estatal argentina a lo largo de su historia. En el curso de la investigación que desarrollamos entre 1999 y 2002 , advertimos en las escuelas primarias públicas estatales una relativa desarticulación del «adentro-afuera», que surgió como uno de los aspectos más reveladores para entender los efectos de la crisis política y social de los años noventa, que perturbó las vidas cotidianas de la gente y también de las instituciones. En las escuelas se manifestó de diversas maneras, afectando las prácticas, los roles instituidos, los vínculos personales y grupales y la organización administrativa y del trabajo, entre otros.
En particular, en la escuela donde realizamos nuestra investigación, una de las situaciones que provocó la emergencia de la crisis fue la aparición de niños enfermos de hepatitis. Acompañamos este proceso, dramáticamente vivido por los docentes y los familiares de los alumnos, y pudimos describir y analizar cómo los cuerpos de los niños y las niñas fueron catalizadores de complejos cruces de prácticas y significados que remitían a procesos de politización del espacio escolar. El análisis de la disputa en torno a los significados de esa enfermedad nos permitió avanzar en la comprensión de las confrontaciones, alianzas y relaciones de fuerza entre individuos y grupos, dentro y fuera de la escuela. Entendimos que esta disputa formaba parte de un proceso general de debilitamiento del prestigio de la institución, de desarticulación de su tradicional imagen de neutralidad política e ideológica y de la cercanía del mundo escolar respecto a los conflictos y pugnas sociales de lo que históricamente se consideró el afuera escolar (Milstein, 2003, 2011).
Intentaremos dar cuenta de la riqueza que implica descubrir que en los cuerpos, los sujetos vivimos, sufrimos, disfrutamos y entendemos nuestros cursos de existencia. Para ello, pondremos nuestro foco en lo que denominamos «la escuela en el cuerpo». Con esta expresión queremos ir más allá de los enfoques que abordan lo corporal en la escuela. Más bien nos interesa entender a esta última a través de su lógica práctica inscripta en los cuerpos, y así en los sujetos, incluyendo las formas de comportamientos y puestas en acto, tal como se manifiestan en los conflictos sociales dentro y fuera de ella. Los conflictos nos permiten ver cómo, en la vida real, esta suerte de institución inscripta en los cuerpos muchas veces se manifiesta en tensión con lo incorporado, lo corporizado, en una dinámica donde los cuerpos están en parte «en su lugar» y en parte «fuera de lugar».
En el libro La escuela en el cuerpo (Milstein y Mendes, 1999), reconstruimos la lógica práctica del orden escolar tal como es actuada y tiende a inscribirse en los alumnos como parte del proceso de su integración a la escuela y, más tarde, a distintos ámbitos de la vida social. A través de la inscripción en los cuerpos de los alumnos, abordamos la socialización profunda del sentido del orden, la autoridad y las relaciones desiguales relativamente naturalizadas, proceso que transcurría entrelazado con los denominados aprendizajes cognoscitivos del currículo formal. Así, pudimos desplazar los dualismos cuerpo-mente, implícitos en los enfoques sobre lo corporal en la escuela.
La investigación siguiente se enfrentó a los cuerpos socializados –de madres y maestras– movilizados en un conflicto sobre las disputas de autoridad en torno a los cuerpos de los niños de la escuela. En este caso, los sentidos del orden incorporados a los cuerpos puestos en acción, los modos de descifrar y actuar sobre las señales de la enfermedad, y la inversión momentánea de los lugares de maestros y familias según el orden escolar y social, permitieron entender aspectos clave de la crisis social de la década de 1990 y leer la emergencia de lo político, como pugnas de poder entre sujetos en condiciones de desigualdad (Milstein, 2003). Así, en las relaciones entre lo socialmente corporizado y la capacidad de reactuar de los sujetos sobre sus propios condicionamientos inscriptos en sus cuerpos, pudimos desplazar las dicotomías entre lo social y lo individual que también atraviesan, de manera implícita, los enfoques sobre lo corporal en la escuela. Fue esta una llave que nos permitió acceder a lo que constituyó un giro fundamental en la comprensión de la institución escolar en contexto de crisis social: las presencias de lo político atravesando de maneras insospechadas los cuerpos de los sujetos. ¿En qué consisten estas presencias?, ¿por qué decimos que los cuerpos están atravesados por ellas?, ¿qué nos dicen de las escuelas?, ¿cómo y dónde las vimos?, ¿qué discusiones abren sobre el cuerpo y la escuela? En lo que sigue, intentaremos dialogar con estos interrogantes.
La breve mención a la etnografía que incluimos en este apartado tiene por objetivo explicitar el enfoque con el que produjimos nuestros estudios y mostrar la relevancia de esta elección para el tema que nos ocupa.
La etnografía, tal como la conocemos y llevamos adelante hoy en la Argentina , reconoce su origen en el trabajo de Malinowski , en las primeras décadas del siglo xx. Este origen, su desarrollo y difusión, marcaron fuertemente un modo de practicar investigación social que, como enfoque, se inscribió en cuerpos –sobre todo investigadores, estudiantes y pobladores de distintos lugares en donde se desarrollaron trabajos de campo– y en objetos –básicamente textos y algunos filmes. En este enfoque, «la sensibilidad y la autoconciencia del investigador son sus principales herramientas de trabajo» (Vessuri, 2002).
Así constituidos en las principales herramientas –nunca únicas ni solitarias–, trabajamos en la formulación de preguntas, construcción de problemas, recolección, análisis y construcción de datos y elaboración de resultados. Buscamos comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de los sujetos, actores, agentes involucrados e implicados en esos fenómenos. Para desarrollar nuestros estudios no nos basta con saber qué sucedió y por qué, sino que nos ocupamos centralmente de preguntarnos sobre el cómo es para esos sujetos. Difícilmente podamos entender un comportamiento sin comprender los términos en que lo caracterizan sus protagonistas (Guber, 2001). Por eso, cuando desarrollamos trabajo de campo singularizamos a la gente con la que interactuamos e incorporamos interlocutores, a fin de captar las lógicas que organizan lo que dicen y hacen, sus interpretaciones y cosmovisiones. Aspiramos así a que el sentir, percibir y actuar de la gente que vive cotidianamente las realidades que estudiamos, tenga también sentido en nuestras experiencias vividas. Las investigaciones referidas en este artículo han incluido una estancia prolongada en las localidades y escuelas seleccionadas, lo que permitió interactuar con docentes, niños, madres, padres, vecinos y pobladores, agentes sanitarios, etc. Pasamos tiempo conversando con la gente, participando en sus actividades y compartiendo su vida cotidiana en momentos y lugares lo más variados posibles, con mayores y menores grados de confianza e intimidad, pero fundamentalmente poniéndonos con todo lo que somos como personas y dejando que nuestros cuerpos fueran atravesados por lo que cada situación permitía.
La etnografía practicada de este modo nos abrió las puertas del lugar privilegiado para pensar: el trabajo de campo. Es ahí donde nos ponemos en contacto con la gente y con nosotros mismos, con lo que los / nos apasiona, deprime, entusiasma, aburre, enoja, impacta, resbala, alegra, angustia, atemoriza, anima. Y son esas zonas sensibles y emocionables las que nos generan asombros, perplejidades, incertidumbres, incomprensiones y dudas, y sobre todo nos confrontan con nuestra ignorancia, con lo que no sabemos, y cuando lo logramos, con lo que alcanzamos a saber. Por supuesto también al leer y discutir trabajos que escribieron otros: antropólogos, sociólogos, historiadores, educadores, filósofos, psicólogos, cronistas, periodistas, narradores, poetas. Interactuar con gente que conocimos durante el trabajo de campo y con autores ya conocidos y otros que encontramos buscando ayuda para entender, en todos los casos colaboró para que nuestras indagaciones no fueran atrapadas por subcampos disciplinares que predefinen los problemas y las preguntas de investigación social, dándoles forma de agendas. De ahí que el recorrido que relatamos a continuación intenta mostrar cómo evitamos los caminos que nos llevaban a dicotomizar y bifurcar para entender prácticas, sujetos, cuerpos y escuelas, y también para dar visibilidad a fenómenos de índole política en un espacio social como la escuela, definido a priori como no político.
Entre 1988 y 1996 desarrollamos tres proyectos de investigación orientados por una preocupación común: entender cómo a través de la producción social del cuerpo de los alumnos se manifiesta la lógica práctica de la escuela, tal como esta se inscribe en los cuerpos de los sujetos. En estos estudios analizamos los procesos de corporización del orden escolar en los niños que inician la escuela primaria. Entendimos que dichos procesos estaban acompañados y estimulados por un intenso trabajo pedagógico sobre los cuerpos. Describimos situaciones escolares en las que este trabajo se tornaba visible a través de los usos del espacio y del tiempo, del contacto cuerpo a cuerpo, de modos de jugar y de estetizar cuerpos y lugares. Estas descripciones permitieron desnaturalizar modos de estar en los salones de clases, en las galerías y en los patios de las escuelas; de hablar, escuchar y hacer silencio; de moverse y estar quieto; de comer, cantar y gritar; de formar filas, pararse en ronda y estar de pie; de participar en actos y ceremonias, etc. Pudimos mostrar que las reglas implicadas en las maneras de estar, moverse, hablar y actuar en la escuela se señalan, indican y actúan pasando a formar parte de lo que «es» la escuela, y paulatinamente se va inscribiendo en los niños la percepción de las diferencias entre lo adecuado y lo inadecuado en cada momento y lugar. A su vez, entender este proceso de incorporación de percepciones, de inscripción en el cuerpo de reglas prácticas que organizan la vida cotidiana en las escuelas, nos condujo a advertir que se trataba en última instancia de principios que no quedaban reducidos a la escuela. Más bien eran principios que también organizaban las vidas cotidianas en otros ámbitos: familiar, laboral, religioso, militar, etc. (Milstein y Mendes, 1999).
Pensar los cuerpos para pensar la escuela dio lugar a entender procesos que en otros trabajos de investigación educativa, anteriores o desarrollados en la misma época que el nuestro, eran mencionados o aludidos como procesos ocultos, velados, disimulados. Al volverlos visibles en nuestras descripciones, analizamos aspectos de las relaciones jerárquicas en la institución escolar, de enseñanzas específicas de temas, de concepciones sobre la infancia, el juego y la moral y, también, sobre el cuerpo mismo. Pudimos entender que los modos binómicos de pensar al sujeto –materia / espíritu, cuerpo / alma– caen en paradojas que no pueden ser simplemente superadas porque están materializadas en los propios cuerpos. Esto permitió también situar la importancia de los discursos acerca de los cuerpos que, como señala Judith Butler (Meijer y Prins, 1998), se acomodan en los cuerpos y son parte de su propia sangre. Así vistos, los discursos también constituyen la materialidad de los cuerpos.
En el 2000 tuvimos la oportunidad de compartir en una escuela un suceso que permitió avanzar aun más en esta comprensión. Llevábamos adelante una investigación en una escuela primaria situada en Contralmirante Guerrico, un paraje rural ubicado en el norte de la Patagonia, cuando un brote de hepatitis A surgió entre los alumnos de la escuela. La alarma que generó la aparición sucesiva de alumnos contagiados derivó hacia situaciones de demandas y protestas por parte de las madres y en conflictos entre instituciones de salud y educación. El establecimiento está a escasa distancia de la ruta nacional y a 20 kilómetros de la ciudad más importante de la zona, y no obstante ello, y las interrelaciones que existen entre lo urbano y lo rural en esa región, el carácter rural del paraje situaba las demandas de los familiares del alumnado en una relación de inferioridad frente a las autoridades gubernamentales: «Somos ciudadanos de décima», solían decir.
Esa relación entre familias del paraje y autoridades educativas y sanitarias, entre los mundos urbano y rural, tuvo en ocasión del brote de hepatitis derivaciones imprevistas. Durante varios días, un grupo de madres reclamó a las autoridades sanitarias y educativas acciones para detener el brote. Al no obtener respuestas satisfactorias, las mujeres tomaron momentáneamente el control del edifico escolar y llevaron a cabo tareas de limpieza y desinfección de aulas y baños. Ante esta irrupción, la directora y las maestras tuvieron una actitud de tolerancia y pasividad, un «dejar hacer» –después de todo, tampoco ellas habían sido escuchadas. Las autoridades sanitarias no volvieron a intervenir. El ciclo de la hepatitis se cerró. Volvió la «normalidad». Y en la escuela casi no se habló más del episodio.
Lo sucedido apareció, desde el primer momento, cargado de una extraordinaria riqueza de significados que se entrelazaban de una manera muy compleja con los sentidos del orden y la mirada sobre los cuerpos, y atraían hacia la superficie la presencia implícita de lo político. Una vez más, la perspectiva antropológica nos ayudó a:
[…] reconocer y poner de manifiesto el carácter político intrínseco a las prácticas y los discursos relativos al cuerpo, es decir, registrar el cuerpo como el lugar, la condición o la entidad en la cual el poder se hace efectivo, en el individuo , y a través de él, en la sociedad (Pedraza Gómez, 2007).
Los hechos parecían conformar la contracara del orden escolar y, al mismo tiempo, la reafirmación de ese mismo orden. Lo sorprendente fue que las madres tomaron en sus manos un problema de salud pública que afectaba la vida de su comunidad, llevando adelante acciones que ninguno de los protagonistas interpretó como meramente domésticas. Del cuidado individual / familiar de los cuerpos de sus hijos pasaron a ocuparse en forma colectiva de los cuerpos de los niños de la comunidad.
En el encuentro con autoridades educativas y sanitarias, las madres usaron, desde el sentido común, argumentos que se derivaban del discurso histórico del higienismo. Recordar la importancia del higienismo es indispensable para entender la dimensión del problema vivido en un lugar como la escuela y para alertar respecto a la utilización de terminología vinculada a las cuestiones de salud e higiene como explicación de procesos sociales.
El higienismo fue una política sanitaria, una ideología y una verdadera moral que rigió las acciones de la «salud pública» del Estado-nación ya desde su etapa fundacional, finales del siglo xix y principios del xx. Hasta nuestros días, es un modo de entender el cuidado de la salud y la prevención de las enfermedades que está ampliamente difundido y aceptado por la mayoría de la población (Armus, 2000; Salessi, 2000; Vezzetti, 1985). Precisamente, la escuela había sido, desde sus inicios y a lo largo de gran parte del siglo xx, una de las instituciones clave para la inculcación de las normas de higiene, campañas de vacunación, revisación médica periódica de los alumnos, etc. Más aun, higiene, moral y buenas costumbres resumían buena parte de lo que el magisterio argentino y el sentido común asociaba a lo que enseñaba o debía enseñar la escuela, junto con la alfabetización y conocimientos elementales.
Lo llamativo, en esa ocasión, fue que en la discusión con las autoridades sanitarias las madres se apoyaron en los argumentos que largamente había enseñado el Estado y que ahora se volvían contra sus representantes visibles, criticando su desidia e inacción. Las madres interpelaron y desautorizaron a los representantes estatales de la salud pública desde valores y nociones sanitarias del mundo urbano, moderno, «civilizado»; y esta puesta en escena de la interpelación la hicieron desde una situación de inferioridad, en tanto no ejercían el poder de las instituciones del Estado, tenían una capacidad limitada de ejercer presión en el espacio público, vivían en zona rural y se las presumía no capacitadas para opinar sobre temas médicos; es decir, eran portadoras de un accionar y un hablar no autorizados.
Se produjo así una paradójica inversión de roles que no se limitó ni se expresó solo en los discursos, sino que se manifestó, sobre todo, en las acciones y comportamientos que siguieron a continuación, al tomar las madres el control del edifico escolar para evitar las posibilidades de contagio. Así, los que debían ser enseñados mostraron cómo había que proceder según los valores de la misma escuela. Los autorizados a enseñar fueron des-autorizados, no de una manera agresiva ni contestataria; simplemente, haciendo «lo que se debía hacer» y no se hacía, poniendo en escena un orden higiénico referido a los cuerpos e inscripto en ellos.
El orden escolar, tal como existe en el imaginario de la escuela y tal como lo habíamos estudiado inscribiéndose en el cuerpo de los alumnos, supone la clara delimitación de roles entre quienes enseñan y quienes aprenden, relaciones que deben estar mediadas por la «autoridad pedagógica» como una de sus condiciones básicas. También supone la delimitación entre el adentro escolar y el afuera no escolar, incluidos en ese afuera los hogares y familias de los discentes. Esa distribución de «cuerpos en su lugar», en sus espacios sociales y roles instituidos y diferenciados, dio lugar a una «salida de lugar» de los cuerpos. El afuera de la escuela –el mundo doméstico de las madres– puso en escena la moral de la higiene en el adentro de la escuela, ante la pasividad tolerante de quienes debían representar esa moral. Recordemos que limpio y sucio son categorías de fuerte inflexión moral, y que funcionan como clasificaciones sociales, donde la falta de limpieza, la suciedad, se asocian a la estigmatización de grupos sociales. A esta altura, aparecía inocultable la dimensión política del episodio.
En un sentido antropológico, la política no se reduce al ámbito político-administrativo del Estado, sino que reconoce su presencia bajo diferentes formas –casi siempre, no visualizadas con claridad como políticas– en la trama de relaciones de fuerza y de poder distribuidas en el conjunto de las relaciones sociales, actuando en las interacciones de distintos grupos e individuos, en los múltiples espacios de la vida social, pública, doméstica y privada. Ni institución ni aparato: la política está allí donde micropoderes, en el sentido de Foucault, están en incesante interacción, en un juego de relaciones de fuerza desiguales y dinámicas.
La salud y los cuerpos, la disputas de significado acerca de la prevención de la enfermedad, las críticas a los agentes estatales, la irrupción en el espacio escolar, los cuerpos de los actores fuera de lugar alterando la relación entre el adentro y el afuera, los desplazamientos en las relaciones de autoridad, la higiene como valor moral, las autoridades estatales quedando del lado del desorden y la desorganización, nos permitieron leer manifestaciones inéditas de la crisis política del Estado nacional y provincial en esos años, tal como se refractaban en una pequeña comunidad local.
A la vez, el episodio desafiaba interpretaciones simplistas y exigía ampliar y complejizar los enfoques acerca del sentido del orden escolar y social corporizado. Una vez más quedaba en evidencia que los sentidos del orden y de la normalidad, la percepción de las relaciones sociales jerárquicas y de los lugares de autoridad, están inscriptos en los cuerpos como predisposiciones, pero no son esquemas mecánicos de comportamiento ni determinan pasivamente la adaptación de los sujetos a los mundos sociales establecidos.
Por el contrario, en interacción con los distintos contextos por los que transcurren las vidas reales, las personas actualizan esas predisposiciones de modos diferentes. Los mismos esquemas de acción, de percepción y de sentimientos pueden, al menos parcialmente, redefinirse de manera dinámica. Así, los conflictos y pugnas en el interior de relaciones de fuerza y de poder, tal y como suceden y experimentan en la vida cotidiana desde esas predisposiciones corporizadas, no solo tienden a modificar esas relaciones de fuerza y de poder; también, en algún sentido, trabajan en la modificación de los cuerpos involucrados en los conflictos.
Presumiblemente, la normalidad restablecida en la escuela del paraje rural no volvió a ser la misma que antes, ni las madres quedaron situadas del mismo modo con relación a la escuela y las autoridades estatales. Algo diferente había sucedido y sus efectos escapan a una fácil visualización. Son efectos que trabajan en silencio, en los cuerpos. Y esos efectos, en tanto inciden en el juego inestable y cambiante de interacciones en las pugnas de sentido, autoridad, poder, también son, de manera inequívoca, políticos. Como señala Breilh (1999), «el carácter social no solo rodea externamente a los cuerpos, sino que es parte de su movimiento intrínseco».
En el último decenio del siglo pasado, en la Argentina, miles de personas de las clases populares fueron impelidas a «poner el cuerpo» para enfrentar situaciones no deseadas que desorganizaron las condiciones materiales y los modos de vida de las familias, las relaciones domésticas, las actitudes frente a los poderes públicos. Esas situaciones produjeron la aparición de formas inéditas de movilización en las calles, al principio esporádicas y aisladas, luego con mayor frecuencia y, finalmente, hacia fines de la década, de un modo intenso, sostenido y generalizado. Nuevos actores sociales entraron en escena, casi siempre al margen de los partidos políticos. Trabajadores desocupados, mujeres, grupos indígenas, vecinos de un barrio o una localidad fueron poblando un escenario de protestas y demandas. Uno de los fenómenos relevantes fue la presencia de los niños en las movilizaciones colectivas, dado que en muchas de ellas participaban todos los miembros de las familias. Esta presencia de los niños en las protestas callejeras no quedó al margen de sus procesos de socialización y, entre otros aspectos, habría de tener efectos en el mundo de la escuela, en sus nociones de la infancia, en las fronteras entre el adentro y el afuera escolar, en las relaciones con la autoridad pedagógica.
En el parágrafo siguiente mostraremos uno de los varios episodios de este tipo, registrado y analizado durante la investigación que realizó Diana Milstein en Villa La Florida con la presencia del alumnado de la escuela. Si los cuerpos de las mujeres del paraje rural fueron cuerpos «fuera de lugar», corriendo el límite del adentro escolar y desplazando las posiciones jerárquicas de la autoridad en la institución, en este caso fueron los cuerpos de los discentes, trabajados por otras prácticas, los que llevaron el afuera al adentro, en otra expresión de un «fuera de lugar» según las definiciones tradicionales de niñez y de alumno.
En este apartado, algunas breves referencias a la situación de las décadas de 1990 y del 2000 servirán para entender cómo la historia y la sociedad, de formas diversas, trabajó en los cuerpos de niños pequeños, más grandes, jóvenes, adultos, en contextos de desorganización, crisis y conflictos recurrentes.
Durante esa década de 1990, un gobierno proveniente de la tradición política nacional / populista y con un importante consenso inicial impulsó políticas de «ajuste estructural» y de reforma del Estado que desmontaron las últimas bases del capitalismo de Estado y de las políticas distributivas que habían sido rasgos centrales de esa tradición.
Privatizaciones, cesantías, limitación de derechos laborales, rebaja de sueldos, disminución de recursos financieros para escuelas y hospitales públicos y apuestas al libre juego del mercado produjeron niveles de desocupación y empobrecimiento sin precedentes en la historia del país. Los modos de vida de las familias de clase obrera y de amplios estratos de la clase media fueron profundamente afectados. Los primeros síntomas inquietantes de desempleo fueron considerados «consecuencias no deseadas del ajuste» y se le atribuyó un carácter momentáneo. En consonancia con los discursos neoliberales en auge en esos años, los voceros oficiales argumentaron que no tardaría en producirse el «derrame hacia abajo» de la riqueza, reconcentrada la acumulación de capital en los sectores más competitivos. Pero la teoría del derrame no se cumplió y el país se encaminó hacia una verdadera catástrofe económica y social. Entre 1990 y 1995 el salario real cayó un 20% y la tasa de desempleo creció del 8,6% al 18,4%. En 1990 la población pobre e indigente alcanzaba alrededor del 22% y el 3% respectivamente, mientras que en 2001 estos porcentajes se elevaron al 28% y al 8% (Lodola, 2005).
Desplazados miles y miles de hombres del mundo del trabajo, las familias ensayaron estrategias de sobrevivencia en la economía informal, con un protagonismo creciente de las amas de casa. Se produjo la irrupción de un nuevo tipo de organización que nucleó a desocupados que reclamaban a lo largo y ancho del país por subsidios y puestos de empleo. Estas organizaciones, llamadas «piqueteras», se conformaron con parámetros diferentes a los del mundo laboral: eran agrupamientos de base territorial y barrial, con vínculos familiares y vecinales. En muchas localidades del interior del país y del conurbano bonaerense , los movimientos de desocupados comenzaron incluso, en algunos casos, a constituirse cooperativamente para la distribución de los subsidios, la construcción de viviendas y el funcionamiento de los comedores populares. La modalidad de presión frente a las autoridades gubernamentales apeló a periódicas salidas a la calle para bloquear calles y rutas. Esta modalidad logró, en ocasiones, paralizar zonas importantes del país y volver visible y gravitante la presencia de los sin trabajo y de los barrios populares.
Estos reclamos fueron también acompañados por protestas y demandas generadas por temas educativo-escolares, de salud y de vivienda. Muy pronto, sindicatos de maestros y agrupaciones vecinales comenzaron a apelar a estas formas de reclamo. Frente a dicho estado de movilización y de manifestaciones callejeras, el gobierno nacional y los gobiernos provinciales combinaron respuestas represivas con trabajosas negociaciones de subsidios para el desempleo, según un esquema variable de relaciones entre el Estado y los desempleados. En pocos años proliferaron distintos sistema de subsidios, con escaso control, una alta dosis de manipulación y clientelismo estatal. Las innumerables formas de movilización se siguieron instalando en la vida pública, en gran parte al margen de las organizaciones políticas existentes, poniendo de manifiesto la desconfianza hacia los políticos y el descreimiento sobre los mecanismos tradicionales de representación. El re-presentarse a sí mismos en demandas puntuales en las calles llevaron nuevos actores al espacio público: personas sin trabajo, vecinos y familias, incluidos los niños, que interpelaban con urgencia a los estamentos del Estado, sospechados o denunciados por indiferencia, negligencia y corrupción.
Hacia 1999 fue electo un nuevo presidente de la Nación, quien asumió con promesas de cambio de la situación económica y social. Sin embargo, al dar continuidad a las políticas de su antecesor, el descontento estalló en una rebelión popular en las calles de Buenos Aires y otras ciudades del interior del país, que culminó con los episodios sangrientos de los días 19 y 20 de diciembre de 2001 en la Plaza de Mayo que determinaron la caída del Gobierno . Se abrió entonces un período de inestabilidad. En pocos días se sucedieron varios presidentes provisionales, en un sostenido estado de movilización callejera.
La indignación colectiva hacia los políticos se sintetizó en la consigna, repetidamente coreada en las calles: «Que se vayan todos». Los partidos políticos, casi sin excepción, se desarticularon en fragmentos enfrentados entre sí. Hacia 2003, el gobierno pasó a manos de una fracción del peronismo diferente a la que había gobernado durante los años noventa, y se recuperó cierta estabilidad. Pero no cesó la conflictividad social, que seguía manifestándose, en forma local y cotidianamente, en distintos lugares del país. A ello se agregó la pugna entre sectores desplazados del mismo partido peronista en el gobierno. Diferentes fracciones que controlaban espacios considerables de las administraciones provinciales y municipales hicieron del aparato estatal el escenario de continuas luchas internas, que a veces se articulaban de manera oportunista, con reclamos y protestas vecinales. Esto acentuó el estado de desorganización del Estado heredado de la década anterior.
Este último fenómeno se concentró sobre todo en la provincia de Buenos Aires, en particular en Quilmes y otras localidades del sur y oeste del conurbano bonaerense. Como parte de esa puja, se produjeron continuos desplazamientos de caudillos barriales y punteros de una postura a otra, según un inestable sistema de lealtades. Así, las pugnas de poder entre fracciones encontradas del partido gobernante en el aparato estatal se extendían hacia las redes clientelares conformadas en los años noventa. Villa La Florida fue uno de los tantos escenarios de esa puja, que también atravesó la vida de las escuelas de la zona y que, de distintos modos, estaba vinculada a peleas por territorio.
A mediados de la década de los noventa, como parte de la reforma del Estado y el ajuste estructural, se sancionó una nueva ley educativa, basada en un discurso modernizante, que afectó los tres niveles de enseñanza, pero sobre todo a las escuelas primarias estatales, cuya cobertura se había extendido a la mayoría de la población en edad escolar. Los cambios a nivel organizacional, financiero, curricular, edilicio y administrativo se dieron en un contexto de directivas contradictoras, cambios de jurisdicciones para la distribución de los recursos, manejos irregulares de los municipios –hacia donde se había transferido parte de la administración de las finanzas escolares–, retaceos en los envíos de fondos para los comedores escolares, atrasos en el pago de los sueldos de maestros, etc. Muy pronto, en un clima de malestar de maestros y familias, la vida cotidiana de las escuelas sintió las consecuencias desorganizadoras. Un funcionamiento precario en edificios derruidos, clases interrumpidas por paros y huelgas docentes, reclamos de padres para el envío de fondos para los comedores y para artículos de limpieza, salidas a la calle en manifestación de maestros y padres, casi siempre en compañía de los alumnos, fueron algunos de los fenómenos más o menos habituales con los que nos enfrentamos cuando, aún en 2003 y 2004, comenzó el trabajo de campo en Villa La Florida.
A comienzos de 2004, Diana Milstein comenzó el trabajo de campo en la escuela 40 de la localidad de Villa La Florida del partido de Quilmes, a unos 25 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. A los pocos días de estar allí, una alumna de quinto grado le contó que ella y sus compañeros habían «echado a una maestra suplente porque pegaba, era mala y siempre gritaba y empujaba a los chicos». El suceso atrajo de inmediato el interés de la investigadora, que fue reuniendo distintos testimonios y opiniones. La reconstrucción de los hechos, las distintas perspectivas y valoraciones desde los cuales protagonistas y testigos se referían a lo sucedido y sus implicancias para la vida de la escuela, están expuestos con detalle en otros trabajos (Milstein, 2009, 2010). En este artículo haremos referencia solo a algunas de las dimensiones de este episodio, más directamente ligados a la cuestión que nos ocupa.
Repasemos brevemente los hechos. El episodio había sucedido en el salón de clases de 5.º grado de la escuela primaria, que agrupaba a alumnos que, según la perspectiva de las maestras, conformaban un grupo difícil y problemático (algunos habían repetido el año y la mayoría provenía de familias empobrecidas, con trabajos ocasionales y precarios, desocupados y subocupados). Durante el transcurso de una clase que no podía controlar, la maestra había pegado a un niño y empujado a una alumna y a otros niños que la rodeaban y tomado del cabello a uno de ellos. No era la primera vez que esa docente tenía este tipo de comportamientos «para mantener la disciplina», pero ese día los alumnos no soportaron más. Algunos comenzaron a correr por el salón, gritando: «¡Ayúdennos, ayúdennos!»Otros empezaron a aplaudir y a golpear las mesas. Algunos se subieron arriba de sus bancos gritando: «¡Justicia, justicia!». Dos maestras que daban clase en aulas cercanas corrieron al salón de quinto, hicieron salir a la docente y lograron calmar a los alumnos. Al día siguiente, la directora de la escuela separó a la maestra del curso e inició un sumario administrativo. Tres docentes fueron sucesivamente designadas por las autoridades para tomar ese grupo a su cargo. La tercera suplente logró trabajar en un clima más tranquilo y acompañó a este mismo grupo como maestra también al año siguiente.
Todos los actores involucrados en el episodio fueron conscientes de la transcendencia de lo sucedido. Los alumnos habían logrado revertir la situación de violencia en la que estaban dentro del aula y, sobre todo, habían obtenido una cierta atención y revalorización por parte de la escuela, hecho muy importante teniendo en cuenta la etiqueta de «mal alumno» que recaía sobre muchos de ellos.
Para la directora y las docentes de la escuela, el caso impactó profundamente no solo por el comportamiento de la maestra sino por el modo inusitado en que los alumnos lograron llamar la atención sobre lo que les estaba sucediendo. El rítmico golpear de manos y los gritos de «¡Justicia!, justicia!» se asociaron de inmediato con lo que en esos años sucedía en la localidad y en otros lugares del país. Esos comportamientos se consideraban aprendidos, en gran medida, en el contexto extraescolar y formaban parte de las experiencias de los alumnos, de contextos inscriptos en cuerpos, así como de cuerpos que hablaban de contextos. Fue un recordatorio de las movilizaciones de grupos de vecinos que, con bastante frecuencia, salían a la calle para reclamar por casos impunes de violencia, cuyas víctimas, en su mayoría, eran niños, adolescentes, jóvenes y mujeres. Como contamos más arriba, esas manifestaciones callejeras eran parte del clima de descontento y de desconfianza hacia los poderes públicos. Reclamar justicia significaba reclamar por la justicia ausente; los delitos denunciados muchas veces implicaban a una parte de las instituciones del Estado –policías, jueces, estamentos políticos de la localidad–, que eran las que se suponía debían garantizar la seguridad y protección de los habitantes.
Se puede entender fácilmente que una escena de ese tipo reproducida en la escuela produjera una verdadera conmoción entre las maestras y la directora. El cuidado de los niños y el estar atento a cualquier manifestación de violencia hacia ellos es un valor tradicional de la escuela. En general, un hecho de agresión física sobre los niños se asociaba con el afuera de la escuela, incluyendo en ese afuera, a veces, los propios hogares. Por ello, que un episodio de esta naturaleza sucediera en el adentro resultaba un contrasentido –y una acusación implícita– con los mandatos sociales básicos para con la escuela y los educadores en nuestro país.
Pero lo que debemos destacar aquí es la extraordinaria eficacia de la puesta en escena en el interior del salón de clase. Los niños consiguieron hacer de la clase un escenario donde representaron, al modo de una performance, un evento que, al igual que un «espejo mágico» (Turner, 1982), reflejó la protesta callejera; y la fuerza de este reflejo logró reconfigurar la situación al interior de la clase. Así, estos niños y niñas, actores y agentes sociales, lograron reactuar frente a un conflicto declarado que se extendió más allá del propio evento, de las circunstancias representadas e inclusive de las personas involucradas en esa performance. Los cuerpos de los niños se desplazaron para actuar, casi al unísono, papeles diferentes al del alumno en el aula. Pero este fuera de lugar de sus cuerpos contestaba el fuera de lugar de la maestra , y alcanzó a alterar la posición del resto de la escuela. La maestra pasó a ser el foco de una denuncia pública; al atraer la atención del resto de la escuela, hicieron jugar a las dos maestras que irrumpieron en el salón en el interior de su puesta en escena. Sin deliberación previa, los cuerpos representaron una situación que los niños ya habían visto y vivido, participando de una manera u otra en el afuera escolar. Se trató de una reacción espontánea, donde los cuerpos actualizaron lo que ya se había «hecho cuerpo» en ellos. El cuerpo de la maestra, actuando su molestia y su rechazo a los alumnos, y luego saliendo precipitadamente del salón de clases, la puso fuera de lugar; y el accionar de los cuerpos de los niños la redefinió como victimaria, frente a quienes reclamaban protección, al instalar en la clase una escena de honda repercusión en la sensibilidad colectiva.
Como puede verse, sin las circunstancias histórico-sociales que existían en el afuera escolar,la situación del adentrono podría haberse reproducido, al menos de la misma forma. El modo deliberadamente similar que pusieron en juego los niños, representando –en el sentido actoral– lo que en las calles actuaban los adultos –familias, vecinos– frente a otras manifestaciones de violencia, puso de manifiesto valiosos saberes de los niños. Intuyeron que esa manifestación reposaba en un conjunto de significados compartidos que eran parte de un sentido común, y podían instalarlos en una posición fuerte desde su situación de desigualdad. Estos significados estaban en estado práctico, como parte de las aprehensiones perceptivas, emocionales e intelectuales más o menos espontáneas, inscriptas socialmente en los cuerpos de alumnos y maestras.
Como pocas veces, la política –en el amplio sentido antropológico, al que hicimos referencia antes– se manifestó en los cuerpos de los sujetos con tanta elocuencia. Lo que hicieron los alumnos fue una intervención política en tanto ingresaron en una pugna de relaciones de autoridad, en una contestación colectiva frente a un abuso de poder, una pulseada donde volcaron a su favor a varias maestras y a la directora, y salieron de su lugar de relativa desacreditación, según el estereotipo escolar.
El hecho de que fueran niños los protagonistas de este suceso puede dificultar el reconocimiento de las dimensiones políticas presentes. Pero es preciso replantearse las concepciones sobre la niñez, definida en términos de carencias, inmadurez, inocencia, como una etapa de la vida humana definida por lo que no es todavía y por una presunta incomprensión absoluta de los mundos de los adultos. Este aspecto forma parte de una discusión más amplia, que involucra tanto los cambios reales que están experimentando las infancias como los significados de larga duración histórica, construidos y reproducidos una y otra vez desde una perspectiva adulto-céntrica. Obviamente, estos comportamientos de los niños en la escuela interpelan también las nociones de niñez en la escuela, es decir, la de alumno.
Así como en el episodio de la hepatitis en Guerrico, en este de Villa La Florida, nuevamente el cuerpo de los niños fue el detonador del conflicto. Ya sea por enfermedad no atendida, por agresiones físicas de un adulto o por falencias o indiferencia de la institución que debería protegerlos, fue el punto focal donde se concentró el conflicto que implicó a los actores y que puso en juego, mediante las actuaciones, valores centrales de la vida en sociedad. A la indefensión o la agresión, la reacción colectiva en defensa del cuerpo de los niños tuvo, en este último caso, una derivación novedosa: fueron ellos mismos quienes asumieron su defensa, reclamando la presencia de los adultos de la escuela frente a un adulto fuera de lugar.
Como decíamos al principio de este artículo, mirar en los cuerpos procesos que están ocurriendo en la sociedad permite entender los aspectos profundos, menos visibles y casi siempre silenciosos de dichos procesos. Así, también en este episodio se pueden leer en los cuerpos transformaciones que están sucediendo de hecho, en mayor o menor medida, en escuelas primarias públicas de características similares a la de Villa La Florida. Volvemos a encontrar aquí el desdibujamiento de la escuela tal como fue concebida por el Estado-nación y tal como existió hasta hace pocas décadas. Uno de los aspectos particularmente revelador en las investigaciones en distintas escuelas en zonas populares es el conjunto de conflictos y de dificultades de maestros y directivos para preservar, recortar y enseñar los límites entre dos espacios sociales: el escolar y el de afuera de la escuela, entre ellos, la calle. Si la contraposición escuela / calle fue uno de los fundamentos de la inclusión de los niños en los espacios cerrados de la escuela argentina , en este episodio, la calle, bajo la forma de la protesta actuada por los niños, se presenta (y representa) encarnando los valores que debían ser el patrimonio ejemplar de la escuela.
Estas aproximaciones e interpretaciones a procesos escolares y sociales que están en pleno desarrollo y que tienen un carácter dinámico e imprevisible, a veces con manifestaciones fugaces, fueron posibles en tanto pudimos leerlas en los cuerpos de los sujetos. Esta perspectiva nunca deja de estar en tensión, en una suerte de constante vigilancia epistemológica, frente a las supervivencias dualistas que impregnan, a veces de manera inadvertida, algunas miradas sobre el cuerpo en la vida social.
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Nos referimos a quienes adscribimos a la etnografía identificada como método, perspectiva y texto, enfoque que en la Argentina fue orientado por Esther Hermitte y continuado por un conjunto de otros antropólogos, entre los cuales cabe mencionar a Eduardo Archetti, Leopoldo Bartolomé, Santiago Bilbao, Rosana Guber, Carlos Herrrán, Alejandro Isla y Hebe Vessuri.
Bronislaw Malinowski es considerado el punto de partida fundacional de la etnografía en la tradición británica de la antropología social.
Se utiliza aquí la expresión «conurbano bonaerense» en su modo corriente, para referir al conjunto de 24 partidos de la provincia de Buenos Aires cercanos a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Los partidos son las divisiones administrativas de esta provincia, a diferencia de otras del país que se dividen en departamentos. Se trata de una región que no supera el 1% del total del territorio nacional pero concentra la cuarta parte de la población total del país.
El 19 y 20 de diciembre del año 2001 estalló una revuelta popular en muchas ciudades de la Argentina que expresó la desesperación ante la situación económica, política y social que nos atravesaba. La gente protestaba haciendo ruido, tirando piedras, haciendo fogatas o saqueando supermercados, no solo para expresar su descontento sino sobre todo como modo de confrontar el estado de sitio que había decretado el presidente. Como resultado de esta protesta, el gobierno ordenó reprimir de manera brutal y el presidente tuvo que renunciar.
El término punteros/as se utiliza para denominar a los intermediarios de organizaciones partidarias políticas en un sistema patrono-cliente. Se refiere a las personas que realizan un intercambio de favores en un doble sentido: acercan un número importante de votantes y gestionan diversos pedidos o servicios para la gente cuyo voto solicitan.
Dialogando críticamente con la perspectiva de Foucault para un caso que presenta algunas similitudes con este, estudiando en una escuela en EE.UU., John Whelen dice: «The docile, subjected body posited by Foucault has not materialized, in its place is the contested body, stimatized in its subjection but sustained also by oppositional technologies of selfhood»(2011, p. 200).
«La calle era entendida como lugar de desamparo y abandono, debido a una inexistente y frustrada relación con un ámbito familiar contenedor; la calle como el espacio de la vagancia, la mendicidad, la enfermedad, la explotación del trabajo infantil, la prostitución y la delincuencia» (Ríos y Talak, 1999, p. 139).