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Pilar Ballarín Domingo*
* Catedrática de Teoría e Historia de la Educación, Facultad de Ciencias de la Educación, Universidad de Granada, España.
Síntesis: En este artículo se presenta una reflexión sobre cómo están actuando los códigos de género en la institución universitaria española y de qué modo siguen marcando las relaciones de poder a través de la pervivencia cultural androcéntrica que reacciona a la crítica feminista y contribuye a la naturalización de las desigualdades de género y de las relaciones de dominación. La universidad todavía se muestra como un ámbito privilegiado de reproducción de la sociedad patriarcal en la que está inmersa, a pesar de las transformaciones democráticas de su vieja estructura; y los códigos sociales de género, aunque se trasforman, cobran nuevos significados para seguir manteniendo la estructura de privilegios masculinos. Aspectos como la medida de la excelencia, la violencia cotidiana y la complicidad colectiva que completan esta reflexión inconclusa, apuntan a cómo las mujeres han ocupado cada vez más espacio en la universidad, pero aún no la habitan.
Palabras clave: género | universidad | feminismo | poder.
Códigos de gênero na universidade
Síntese: Neste artigo apresenta-se uma reflexão sobre o modo de atuação dos códigos de gênero na instituição universitária espanhola e de que forma eles ainda definem as relações de poder nessa instituição, através da predominância da cultura androcêntrica, que reage à crítica feminista, contribuindo assim à naturalização das desigualdades de gênero e das relações de dominação. A universidade segue mostrando-se como um espaço privilegiado de reprodução da sociedade patriarcal na qual está imersa, apesar das transformações democráticas de sua velha estrutura e dos códigos sociais de gênero, que se transformam e adquirem novos significados, mas continuam mantendo a estrutura de privilégios masculinos. Aspectos como a medida da excelência, a violência cotidiana e a cumplicidade coletiva que completam esta breve reflexão, apontam que, embora, cada vez mais, as mulheres venham ocupando espaço na universidade, ainda não a habitam.
Palavras-chave: gênero | universidade | feminismo | poder.
Gender codes in university
Abstract: This article shows a reflection on how gender codes are performing in the Spanish university and how they continue to set the power relations through the androcentric cultural survival that reacts to the feminist critique and contributes to the naturalization of gender inequalities and relations of domination. The university still is shown as a privileged field of reproduction of the patriarchal society in which it is embedded, despite the democratic transformation of its old structure; and social codes of gender, even they are transformed, they charged new meanings to continue to maintain the structure of male privilege
Issues such as measure of excellence, daily violence and collective complicity complete this unfinished reflection point to how women have occupied more and more space at the university, but not yet inhabited.
Keywords: gender | university | feminism | power.
La Universidad: políticas de dominación de una institución patriarcal
La universidad es considerada como el espacio donde se crea la ciencia, el lugar de la reflexión y la sabiduría, de la creatividad, habitada por intelectuales cuyos descubrimientos, opinión y magisterio deben hacer avanzar a la sociedad a unas mayores cotas de felicidad y bienestar. En este marco, ha reproducido y reproduce, aunque con mediaciones particulares, las condiciones de la sociedad patriarcal en la que está inmersa (Martínez y Ballarín, 2005).
En las últimasdécadas son muchos los trabajos que han mostrado cómo el saber y el poder circulan en la universidad íntimamente unidos, aunque no siempre de la mano. Los códigos sociales de género en este espacio, aunque se trasforman y cobran nuevos significados, mantienen la estructura de privilegios masculinos que desde su origen caracteriza a la institución universitaria. Nos ocuparemos aquí de revisar cómo están actuando algunos de esos códigos de género en nuestra universidad y de qué modo siguen marcando las relaciones de poder en ella. Hablar de «enseñanza universitaria » es hablar de poder, tanto en el seno del profesorado como entre profesorado y alumnado.
Pese a que cada vez son más numerosas las voces que anuncian que la transformación democrática de la universidad está cambiando sus estructuras feudales, no son menos las que mantienen –en su mayoría de mujeres– que la vieja estructura universitaria se resiste cuando las mujeres empujan.
Aunque las resistencias más visibles afloran en los números, las más potentes, las invisibles, se vinculan con el dominio del saber y la autoridad que se les reconoce o se les niega. La creciente presencia de estudiantes universitarias, que superan en su conjunto a los estudiantes varones 1 (mecd, 2015), se va aceptando como algo natural. El esfuerzo y persistencia, más que su inteligencia demostrada doblemente desde sus inicios como estudiantes a finales del siglo xix, les ha reportado ocupar las aulas, pero en menor número las palestras y cátedras 2 (mecd, 2015). Se produce así una injustificada anomalía, a medida que crece el capital humano femenino, como señala la profesora García de León (2011).
Aunque evidentemente los números importan, no hablan de cómo se ejerce el poder informal, oculto, que mantiene y produce desequilibrios sin cuestionarlos y a ese queremos enfocar.
El minoritario pero creciente número de profesoras, en su mayoría en las escalas más bajas, no se problematiza cuando se integran en equipos docentes y de investigación ya creados, dirigidos por profesores y orientados por sus intereses profesionales; pero se percibe problemático cualquier número, por escaso que sea, de aquellas profesoras que traspasan los códigos ocultos, tejidos por redes de varones durante siglos, en los que anidan los prejuicios, que se activan con la misma naturalidad como seguramente lo hicieron en el mundo medieval.
El androcentrismo cultural y simbólico
La ausencia histórica de las mujeres de los centros de producción del conocimiento ha tenido una doble consecuencia: por un lado, su experiencia no forma parte del conocimiento construido, y por otro, los mecanismos sobre los que este se ha desarrollado impiden considerar su contribución sin una previa deconstrucción del primero. La contradicción entre el papel central y activo de las mujeres en el desarrollo de la sociedad y de la historia, y su marginalidad en el proceso de categorización intelectual y de creación simbólica, se ha convertido hoy en una fuerza dinámica que lleva a las mujeres a luchar desde la academia contra esta situación.
Así, hace décadas emergía el feminismo académico en las universidades españolas (Ballarín, Gallego y Martínez, 1995), que viene representando el compromiso colectivo con la trasformación de un conocimiento académico sesgado. Se ponía en cuestión la neutralidad de la ciencia, de ese saber, reflejo del pensamiento dominante, masculino, jerarquizante en sus análisis, que reproducía un mundo marcado por códigos de género. La ciencia se denunciaba como androcéntrica y se llamaba la atención sobre la sexuación de unos saberes que se presentaban como universales. Este movimiento, con denominaciones diversas,másconocido comode estudios de las mujeres, feministas y de género, evidentemente no se originaba en la comunidad académica sino en el movimiento feminista y sus siglos de lucha.
No pretendemos hacernos eco aquí de todo el cuestionamiento epistemológico del feminismo académico (Fox Keller, 1991; Harding, 1996), pero sirva destacar que hoy sus resultados llenan ya muchas estanterías. Puede afirmarse que el feminismo ha creado y teorizado un número significativo de categorías de análisis, sin perder de vista los movimientos de mujeres, es decir, sin perder de vista la práctica política; porque se trata de instrumentos de análisis y de creación de saber de las mujeres, y no sobre las mujeres. Estas categorías de análisis son, como señala Milagros Rivera, códigos culturales con que dar a la relación con una misma, con el presente y con el pasado, con la experiencia histórica de quienes han vivido antes que nosotras, un sentido; y, sobre todo, con las que formular e idear un mundo a partir también de las mujeres; un mundo en que lo universal sea fruto de una relación entre individuos mujeres y hombres.
La crítica feminista ha actuado en casi todos los ámbitos aportando nuevos conocimientos; y, aunque el proceso ha sido lento, ha permeado especialmente en algunos campos de investigación que se han hecho eco de la aportación feminista en sus foros y revistas. Sin embargo, esto no ocurrió en el grado que nos puede hacer pensar la gran emergencia de trabajos e investigaciones sobre las mujeres en estos momentos. Pues si bien se ha conseguido despertar el interés por los temas sobre las mujeres, favorecido por una demanda social emergente, investigar o hablar sobre las mujeres no necesariamente tiene que ver con el compromiso con una ciencia no androcéntrica y sí con esa cortina de humo que sirve a la ocultación del feminismo.
Tal vez no sea necesario advertir que esta aportación teórica ha sido fundamento para las medidas políticas adoptadas en materia de igualdad (Ley Orgánica 1/2004; Ley Orgánica 3/2007). En la actualidad, las universidades cuentan también con una normativa (Ley Orgánica 4/2007) que les implica en el desarrollo de políticas específicas para reducir la discriminación, potenciar la participación y aprovechar el potencial intelectual de las mujeres. Pero las políticas universitarias, en este sentido, se están desarrollando de forma muy desigual, trampeando en algunos casos la presencia equilibrada de hombres y mujeres en los distintos ámbitos que la ley establece.
Aunque en casi todas las universidades se han creado unidades u oficinas de igualdad, su orientación ha dependido de la voluntad política de quienes gobiernan, convirtiéndose en muchos casos en «escaparates» con escasa proyección y actividad. No obstante, las profesoras crecen en los órganos de gobierno al tiempo que se comienza a dibujar una nueva división sexual en los cargos, reservándose los profesores aquellos que les garanticen el control del poder.
Este marco legal no ha impedido que el conocimiento sexuado reconocido como universal se presente como renovado, aparentando inclusión para seguir excluyendo.
Por un lado, el lenguaje parece cambiar manteniendo su uso sexista. Nos hemos ya habituado a ver y leer discursos en los que se habla de femenino / masculino u hombres / mujeres de forma errática, sin considerar que las mujeres están ausentes de lo que se afirma, o donde tras el desdoble no aparecen observaciones diversificadas.
Por otro lado, los conceptos surgidos de la crítica feminista se van vaciando y cargando de sentido reactivo. El concepto «género» definido como la construcción social y cultural de la diferencia de sexo -instrumento de trabajo fundamental en la investigación feminista, una y otra vez matizado, ampliado o cuestionado por los lingüistas- ha penetrado en las investigaciones históricas, sociológicas, etc., y hasta en la propia práctica política cotidiana. Pero, al mismo tiempo, en el mundo académico se ha convertido también en una muletilla objeto de mal uso y abuso, y paraguas de oportunistas. Así, a cualquier línea de investigación, cualquier proyecto o trabajo, se le añade la idea de «género » , con lo que queda investido de modernidad. Se utiliza como sinónimo de «mujeres » o en lugar de «sexo » , como indeterminado objeto de trabajo, o simplemente como editorial. Al mismo tiempo, la mayor visibilidad de las mujeres ha alimentado que se instale una falsa imagen de igualdad que lleva a muchos a creer que mujeres y hombres ya no son dispares. La igualdad se da por conseguida y la discriminación de las mujeres ya no sería de origen patriarcal sino una más de todas las que se producen entre las personas.
En la docencia universitaria, la trasmisión androcéntrica se camufla. Se piensa que «como todos y todas somos iguales, todos y todas por igual podemos abordar cuestiones relacionadas con las mujeres o el género», sin considerar que ese abordaje exige un bagaje de conocimientos en los que la mayoría del profesorado no se ha formado. Pero, al considerarse una cuestión social, de conciencia y no de ciencia, cualquiera puede opinar. Este tipo de conciencia -sin ciencia- se presume que emergerá en la actividad docente de forma espontánea y permitirá desarrollar una sensibilidad hacia cuestiones sociales, alejadas y disociadas de la razón científica que fundamenta los conocimientos profesionales. Estas ideas son la base de la «transversalidad » que defiende el profesorado, fundada en la defensa de que «todos podemos opinar » porque «todos y todas somos iguales » , una afirmación inaceptable en cualquier ámbito científico, y que se esgrime de forma perversa ante un conocimiento, desconocido, que se prejuzga impertinente, subvirtiendo la idea de igualdad, clave en sus fundamentos (Ballarín, 2013). Así, cuando el alumnado dice haber recibido información en cuestiones de género en una proporción mucho más elevada de la que los programas detectan, en muchos casos las explicaciones que dicen haber recibido naturalizan las diferencias y refuerzan estereotipos de género (Ballaríny otros, 2009).
En definitiva, a pesar de los cambios, la estructura interna universitaria y el orden creado a lo largo de los siglos, regidos por un pensamiento y unas prácticas de carácter patriarcal, con unos mecanismos y símbolos precisos para su reproducción, mantiene su esencia. Cruzar el «laberinto de cristal» universitario, superar sus barreras, sigue siendo una difícil tarea, pues si no es fácil romper el dominio masculino sobre la teoría,másdifícil aun es modificar el que se ejerce sobre las prácticas y formas de relación, porque es justamente sobre ese entramado de relaciones masculinas donde se sostiene el poder que legitima la teoría. A algunas de estas barreras nos referiremos a continuación.
Reacción al conocimiento crítico producido desde el feminismo
La crítica feminista de la ciencia como producto de un conocimiento sesgado se ha significado como motor de avance. Algunas de las leyes aprobadas por los últimos gobiernos socialistas, y en especial la dirigida a promover la igualdad efectiva de hombres y mujeres (Ley Orgánica 3/2007), han reconocido el valor del conocimiento crítico generado por el feminismo académico, instando a la educación para la igualdad en todas las etapas educativas y, en concreto, al fomento de la docencia e investigación en el ámbito universitario (Ley Orgánica 3/2007, art. 25).
[...] cada vez que en la historia se ha constituido un nuevo grupo o clase ascendente, ha aparecido una conciencia emergente desde cuya perspectiva se han redefinido lo que hasta entonces eran las formas del saber dadas por buenas y evidentes, y desde cuyos intereses se han solicitado interpretaciones diferentes, complementarias y/o alternativas a aquellas a las que acríticamente se otorgaba vigencia (Amorós, 1989).
Sin embargo, las dificultades de la academia para reconocer la sexuación del conocimiento, tanto por parte del sujeto como del objeto, han sido constantes. Esta cerrazón a la participación en la construcción de otro conocimiento común universal parece lejos de esa perspectiva crítica necesaria para hacer avanzar el conocimiento de la que la universidad hace gala. ¿Por qué tantas resistencias?
En entrevistas realizadas al profesorado (Ballaríny otros, 2009) observamos resistencias a todo lo que se califique de feminismo, sobre todo por parte de los profesores. En las profesoras, esta resistencia aparece en menor grado, pero aunque algunas reconocen su aportación al conocimiento, huyen del calificativo de feministas porque «está mal visto», creen que las encasilla y las limita; y también por animadversiones personales que no son ajenas a los prejuicios. Paradójicamente, no faltan quienes quieren hacer suyo el nombre, vaciándolo de contenido político 3.
El conocimiento producido desde el feminismo hacia los distintos ámbitos es desconocido por buena parte del profesorado. Así, por no conocerlo, lo consideran irrelevante. La resistencia a valorarlo o interesarse en élproviene de dos cuestiones: a) no lo consideran objetivo, y b) opinan que se trata de una producción de autoría feminizada. De esto se deriva que los conocimientos surgidos del feminismo sean considerados productosmásideológicos, de carácter social, pero no científicos.
Esta desconsideración de buena parte del profesorado alcanza al alumnado, que opina así de la información recibida en algunas asignaturas: «La información recibida no es objetiva» (mujer, Pedagogía). «Generalmentese trata de profesoras comprometidas con la lucha por la igualdad de género, que hacen sus comentarios y expresan sus ideas» (varón, Educación Primaria). «No considero que ningúnextremo sea positivo; ni el machismo ni el feminismo es bueno. Hay que educar desde la igualdad, no en posiciones extremas » (mujer, Educación Primaria).
Estos son ejemplos de cómo la información recibida sobre cuestiones relacionadas con las mujeres, feminismo o género no se considera en el marco de la «objetividad» científica ni se recibe como contenidos rigurosos, sino como fruto de opiniones o ideas personales a la que los alumnos pueden «resistirse» porque son cuestiones de «opinión».
Estas creencias llevan al profesorado, tanto a varones como a mujeres, a mostrarse contrarios a introducir en los planes de estudio materias específicas relacionadas con género, mujeres o feminismo. Podría decirse que buena parte del profesorado está instalado en una actitud de resistencia al cambio, a lo nuevo, a romper rutinas y a plantear controversias,mássi cabe a considerar la necesidad de corregir el conocimiento androcéntrico .
La posición bastante generalizada en la academia frente al feminismo no es ajena a los cambios que se vienen produciendo en la vida de las mujeres y su incorporación creciente a todos los ámbitos de la vida social, política, etc., y que hace pensar a muchos que la igualdad es un hecho. «Como ya es un hecho -se piensa- no debe avanzar más » . La creciente emancipación de las mujeres pone en crisis la familia patriarcal y las convierte en culpables de todo lo relacionado con sus conquistas sociales: tienen la culpa de las separaciones y divorcios, de la baja natalidad, de la mala educación de los hijos, de no atenderlos por trabajar fuera de casa, del paro, etc. En definitiva, son responsables del malestar de los hombres, que ven perder sus privilegios, porque la mayor formación y las aspiraciones profesionales de las mujeres son percibidas como una amenaza. El rechazo se centra, en definitiva, en el feminismo como «pervertidor de la mente» (Herranz, 2006), lo que se refuerza a través de una táctica de desprestigio que le acompaña históricamente cada vez que se produce alguna conquista de las mujeres. En estos momentos, la reacción patriarcal ya se venía anunciando (Cobo, 2011).
Naturalización de las desigualdades y de las relaciones de dominación
La universidad no se percibe como una institución que discrimina; por el contrario, se la considera un espacio de igualdad. Los rasgos de la desigualdad se han presentado en muchos estudios a lo largo de las últimas décadas. Las aportaciones a las XV Jornadas de Investigación Interdisciplinaria del Instituto Universitario de Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma de Madrid (Maquieira y otros, 2005) nos permiten apreciar, tras dos lustros, la vigencia de sus constataciones en diversas universidades, a través de los siguientes aspectos:
La ausencia en los programas docentes de los conocimientos aportados por la investigación feminista y de género, que presente y reflexione sobre las desigualdades próximas y las relaciones de dominación que implican, no solo está dificultando en el alumnado universitario la comprensión de una realidad marcada por la discriminación, a pesar del progreso de la igualdad, sino que, por omisión, contribuye a la naturalización de las diferencias construidas y a la reproducción de códigos de género (Ballarín y otros, 2009).
Como señala Claude Zaiman (2006), los y las jóvenes acceden a nuestras universidades con ciertas ideas construidas desde su experiencia sobre nociones y estereotipos, sobre mujeres, hombres, sus diferencias físicas y psicológicas, etc.; pero sus experiencias se producen en un contexto histórico y político determinado; y este contexto, en el que la igualdad formal es un hecho, les lleva a considerar este logro como cualquier otro cambio en las formas de dominación y explotación no vivenciadas, y a considerar con cierto determinismo los avances y asignarlos a razones como un «cambio de mentalidad » o «avances de la sociedad», como hemos observado en nuestra investigación.
Las estudiantes, en tanto, se consideran iguales a sus colegas varones. Son muchos los discursos públicos que de múltiples formas alimentan al estudiantado y que les resultan difíciles de ordenar fuera de toda reflexión feminista o crítica. Los medios de comunicación ofrecen una idea de confort y consumismo sexista de las mujeres en países desarrollados, en contraposición a las mujeres musulmanas o de países en desarrollo; situaciones de violencia de género, que llevan a minimizar los micromachismos; el control del cuerpo de las mujeres, que no deja ver la tiranía de la moda que ellas soportan, y otros tantos discursos pseudocientíficos que realimentan la diferenciación de los sexos con claros sesgos genetistas.
El efecto de este tipo de lecturas ha llevado a la construcción de un universo de confusión acrítica, donde los procesos de mundialización han tenido efectos que se deben considerar, ya que han inducido a pensar en la desigualdad como algo lejano, propio de otras culturas en las que se producen formas de explotación superpuestas y, por contraste, a minimizar la desigualdad en el entorno más próximo, lo que contribuye a estigmatizar el creciente interés político en el desarrollo de la igualdad.
Numerosos estudiantes de nuestra investigación del último curso de la carrera 4 (Ballarín y otros, 2009) sitúan sus fuentes de información en páginas web, folletos o revistas de sindicatos y periódicos; en definitiva, internet, literatura gris y «recortes» para discutir en clase. Sirvan como ejemplos algunas de sus afirmaciones: «En algún momento, hace muchos años, leí algo referente a la historia del feminismo en webs, en artículos de la revista de la asociación colega, en algún panfleto del sindicato cnt … pero sobre todo en páginas web» (varón, Psicología). «He leído bastante información por internet, pero nunca he leído un libro de estas características» (varón, Educación Primaria). Una estudiante dice haber leído algún libro «quetrataba sobre las mujeres musulmanas y la discriminación de los hombres hacia ellas» (mujer, Psicología).
Sin embargo, afirmaban haber recibido información sobre cuestiones de género en el aula en una proporción mucho más elevada de la que muestran los programas de las asignaturas (Ballarín y otros, 2009). Las respuestas que ofrecen sobre el tipo de información recibida remiten a discursos que realimentan la diferenciación de los sexos con claros sesgos genetistas. Seleccionamos algunos ejemplos: « […] que ellas tienen más habilidad para letras y ellos para mate » (varón, Derecho). «Diferencias de género debidas a la personalidad» (mujer, Psicología). «La actividad y tipo de hormonas que tiene cada sexo» (mujer, Psicología). «Diferencias cerebrales entre ambos» (varón, Psicología). «La rivalidad machismo-feminismo» (varón, Pedagogía). «Lo que nos han explicado son las diferentes desigualdades en la estructura corporal, que nos dan diferentes cualidades, como fuerza, áreas cerebrales más desarrolladas…), pero en cuanto a diferencias sociales no hemos dado nada » (mujer, Medicina).
Pero cuando los y las estudiantes son interpelados sobre si consideran necesario que en el currículo de su licenciatura se incluyan análisis de género, así como todas aquellas cuestiones que ayuden a comprender la construcción social de las diferencias entre varones y mujeres, su respuesta es mayoritariamente positiva.
La voz del alumnado es elocuente de lo que pasa en el aula. Destacan, en primer lugar, la poca relevancia científica que otorga el profesorado a las cuestiones relacionadas con las mujeres o el género, y que se muestra también cuando alegan lo «apretados» que ya están los programas, la falta de tiempo, etcétera.
La desinformación y el desinterés del profesorado es también un motivo muy considerado por el alumnado de las diferentes titulaciones, así como el rechazo por resistencias a lo nuevo, a los cambios. Especial interés nos merece la consideración por parte del alumnado de que tanto profesores como profesoras omiten plantear cuestiones de género para evitar el conflicto, que refuerza la consideración de escasa «objetividad» que se prejuzga a los temas de género y que, por tratarse de cuestiones de «opinión», sin más, piensan que favorecen el debate, el que es valorado como conflictivo.
La excelencia como excusa
La universidad se percibe como una institución igualitaria porque se apoya en la meritocracia. Pero la meritocracia no es tan justa como solemos pensar (Dubet, 2005). Permitir que todos y todas participen de la misma institución sin distinción de clase, raza o género, convierte a todos y todas en iguales como principio, a diferencia de lo que ocurre en las universidades reservadas a una elite. Esto que parece justo -y probablemente sea lo más justo posible- crea sus propias desigualdades al jerarquizar en función del mérito, del éxito académico medido a través de la producción investigadora. Y estas desigualdades producidas en aplicación de un principio que aceptamos como justo dificultan la percepción de las diferencias en los patrones que rigen en la academia la carrera profesional de hombres y mujeres.
Es por esto que, para las profesoras universitarias consideradas una elite privilegiada en el conjunto del mercado laboral de las mujeres, los méritos son necesarios pero no suficientes. Siguen funcionando toda una serie de mecanismos que limitan sus carreras académicas. Entre los más sobresalientes que han caracterizado las carreras de éxito destacan:
Algo ha cambiado con el crecimiento de parejas profesionales que establecen relaciones más igualitarias y negocian tiempos y responsabilidades –que no son las más-. En estos casos, si bien suponen un paso importante para la corrección del modelo tradicional, las carreras de ambos miembros de la pareja se resienten a falta de esa «cola de cometa» que marca la vida de las mujeres que impulsan la carrera de sus parejas. Pero el denominado modelo tradicional ya ha marcado los estándares.
En definitiva, las profesoras, en la mayoría de los casos, aun contando con excelentes conocimientos dentro de su campo científico, siguen ajenas a los mecanismos que les impiden el control de su éxito profesional. Para situarse en igualdad con el resto del grupo, las profesoras se ven exigidas a un sobreaprendizaje de la cultura masculina que rige la institución.
Los hombres, por su parte, hacen del trabajo un espacio para la lucha simbólica. Dedican mucho tiempo a establecer vínculos en «reuniones interminables que ellas no quieren o no pueden permitirse, y en las que subyace no la eficacia, sino la lucha simbólica por el poder» (Pérez Fuentes y Andino, 2005). Es difícil que las mujeres se acojan a estas prácticas a la vista de los resultados del uso de ese poder.
La Ley de Universidades (Ley Orgánica 4/2007), haciéndose eco de la Ley para promover la igualdad efectiva de mujeres y hombres (Ley Orgánica 3/2007), establecía la necesidad de considerar la representación equilibrada entre mujeres y hombres en los grupos de investigación y en las comisiones de evaluación y selección de personal docente e investigador. Este ha sido un paso importante, sin duda, para incrementar la presencia de las mujeres en algunos espacios, pero no se corrigen las limitaciones anteriormente señaladas, ya que la denominada «representación equilibrada» cuenta con barreras invisibles, constituidas por todos aquellos criterios previos que determinan los perfiles de excelencia para formar parte de la «representación» en la que los profesores ya están mejor situados.
Aplicar la paridad en un ámbito regido por la «excelencia» tiene especiales dificultades, ya que si en la política es suficiente apoyarse en la categoría de ciudadanas con plenos derechos para reivindicar la paridad, en la universidad el criterio de autoridad científica, de excelencia, es el que supuestamente prima. Estar ahí no es un derecho, sino que es, supuestamente, un reconocimiento (Martínez y Ballarín; 2005).
Cruzar el «laberinto de cristal» sigue sin ser tarea fácil, pues si difícil es romper el dominio masculino sobre la teoría, mas difícil aun es modificar el dominio que los varones ejercen sobre las prácticas y formas de relación, y que es, justamente, el entramado de relaciones masculinas sobre el que se sostiene el poder que legitima la teoría. Estar en la universidad no es un derecho, es un reconocimiento; y obtener ese reconocimiento requiere la revisión de las medidas de valía y excelencia definidas por los varones para medirse entre sí.
La violencia de género cotidiana
La violencia de género, el síntoma más grave del patriarcado vigente, entró en el debate social y la agenda política en el último gobierno socialista, que aprobó una ley específica para frenar esta lacra social (Ley Orgánica 1/2004). Sin embargo, en la universidad -a pesar de ser la cuestión que se presenta como centro de atención principal cuando en la docencia algún profesor o profesora se refiere a alguna cuestión de género o sobre las mujeres- solo se abren los ojos al exterior de las aulas, manteniéndose ceguera a la violencia de género que se produce internamente.
Los estudios sobre violencia de género en la universidad han sido escasos hasta hace poco tiempo. Las investigaciones que se iniciaron en ee.uu. hace más de veinte años, se produjeron en Europa con un importante retraso, y solo en algunos países. En España han comenzado muy recientemente (Valls y Flecha, 2007). La investigación dirigida por la profesora Valls (2009) llama la atención sobre el bajo reconocimiento de la violencia de género por parte de los estudiantes encuestados, especialmente de aquellas situaciones que no implican violencia física. Las situaciones de dominación, violencia psicológica, acoso, etc., no son reconocidas como violencia de género por un porcentaje significativo de personas. Sin embargo, un 65% de las personas encuestadas (estudiantado, profesorado, personal de Administración y Servicios, personal de servicio de limpieza) reconocían haber sufrido alguna situación.
Agresiones físicas; violencia psicológica; agresiones sexuales; presiones para mantener relaciones afectivo-sexuales; recibir besos o caricias sin consentimiento; sentir incomodidad o miedos por comentarios, miradas, correos electrónicos, notas, llamadas telefónicas o por haber sido perseguido/a o vigilado/a; rumores sobre vida sexual; comentarios sexistas sobre la capacidad intelectual de las mujeres o su papel en la sociedad o comentarios con connotaciones sexuales que las degradan o las humillan (Valls, 2009).
La no consideración como violencia de género de conductas que suponen un ejercicio de poder y dominación de los hombres hacia las mujeres tiene presencia en todos los estamentos universitarios, sobre todo cuando las mujeres se sitúan en orden jerárquico inferior. Las relaciones desiguales y jerárquicas entre el profesorado y las consiguientes relaciones de dependencia que se generan refuerzan su asunción también entre el alumnado.
El no reconocimiento de estas situaciones arranca del escaso eco de la reflexión crítica feminista, especialmente en el ámbito docente y, de forma particular, sobre cuestiones en las que todos y todas parecen tener «opinión». A pesar de que en nuestra investigación (Ballarín y otros, 2009) observamos que referirse a la violencia de género es una cuestión bastante común en algunos programas o actividades docentes, las opiniones vertidas por el alumnado frente a la pregunta «¿A qué crees se debe la violencia que ejercen los hombres sobre las mujeres?» muestran un importante desconocimiento que nos parece de interés ilustrar. Sus respuestas son indicativas del gran desconocimiento y confusión con que finaliza su carrera gran parte del alumnado universitario.
Esta falta de conocimiento fundamentado sobre el problema no solo contribuye a una menor cantidad de denuncias de situaciones de violencia, sino que impide su reconocimiento, al alejarlas de las implícitas a las relaciones de poder y dominación cotidianas, que también se producen en la universidad, reforzando códigos de género que sostienen el patriarcado (Bosch, Ferrer y Alzamora, 2006).
En la actualidad, la complicidad con la violencia de género frente a la persecución que sufren quienes rompen el silencio es el mayor riesgo en la universidad, como señalan Ramón Flecha y Sandra Racionero (2012). Seguramente muchos y muchas de quienes nos leen recordarán casos concretos que han vivido, cómo se cerró el cerco a la doctoranda acosada por el director de su tesis, cómo no quisieron denunciar las estudiantes victimas de las insinuaciones y provocaciones de algún profesor, cómo el miedo y la indefensión impidió que otras denunciaran... pero tal vez no recuerden cómo respondieron en aquel momento, cómo su pasividad y cierta incredulidad permitió que siga sucediendo.
La complicidad colectiva
No son fáciles de precisar esas actitudes de camaradería de quienes se saben unidos por conocimientos y formas de entender el mundo que no necesitan explicitarse. Estas asunciones, que actúan de forma secreta y oculta, se traducen en conductas y prácticas colectivas que no son reconocidas por quienes las practican. La persistente cotidianidad de estas actitudes contribuye a su consideración de «normales » , de modo que se tornan invisibles y aceptables también para algunas mujeres.
El ocultamiento y el desprestigio de las reivindicaciones feministas o de cualquier denuncia de discriminación sexista de una profesora –que pasa a ser calificada automáticamente como tal- forman parte de esos mecanismos sutiles del patriarcado. En la universidad, esta táctica de desprestigio parece reactivarse en los últimos años. Las políticas de igualdad desarrolladas por el último gobierno socialista, como ya hemos señalado, han significado una legitimación de las reivindicaciones feministas también en la academia, al tiempo que ha crecido el número de profesoras, más formadas, mejor situadas y con aspiraciones profesionales, lo que ha llevado a que sean percibidas en algunos ámbitos académicos como una amenaza. Esa percepción ya existía, pero en el contexto del creciente neoliberalismo y crisis económica, al que las universidades no han sido ajenas, ha hecho crecer el miedo –por desconocimiento-, como ya señaló la profesora Herranz (2006). En estos momentos se observa que cuando una profesora denuncia una injusticia o un abuso es calificada de feminista, y su voz pude ser desautorizada con una simple frase: «¡Ya estamos...!» u «¿Otra vez...?»
De este modo, el discurso de lo «políticamente correcto» se transforma en complicidades tácitas, por ejemplo ante denuncias de acoso que no se valoran como tales porque son consideradas normales. La consideración de «normal» en el colectivo masculino les lleva a un tránsito natural -que constituye un abismo- entre lo que se dice y lo que se practica. No es raro oírles decir: «Ya no podemos hablar tranquilamente como antes».
Por otra parte, el desconocimiento y la consideración de las mujeres como colectivo de «idénticas» –lo otro- lleva a unificar como «feministas» las opiniones de todas las mujeres, suma de la diversidad y mezcla de variada índole, contribuyendo así a la confusión general y al deterioro y devaluación del feminismo como fuente de conocimiento crítico.
Cuando las profesoras se quejan «del sexismo imperante se las acusa de victimismo, pero si pretenden ser ellas mismas, elevándose por encima del sexismo social, se las considera prepotentes » (Herranz, 2006). No es raro encontrar profesoras que se alejan de ese desprestigio que acompaña al feminismo como pérdida de feminidad, y que opten por lo que parece «normal», porque así se las incluye en el espacio de la cotidianidad. Aceptan entonces los chistes y las bromas descalificadores de las mujeres, para no ser excluidas, o participan en comentarios que ridiculizan y deterioran profesionalmente a sus compañeras. Mientras para las profesoras identificarse con el feminismo tiene el coste que hemos señalado, sería importante estudiar hasta qué punto ese coste alcanza a los profesores feministas que, aunque pocos, también los hay. Pero pensamos que es más difícil excluir a un varón de su grupo de iguales –que le capacita para poder ser diferente- que una mujer deje de ser la representante simbólica del conjunto.
La posición de muchas profesoras es fruto de la tensión que se se produce entre los cambios sociales de las mujeres y los obstáculos que siguen encontrando en la sociedad patriarcal, que está produciendo lo que la profesora García de León (2011) denomina la «esquizofrenia social de género», y que expresa en el título de su obra con la acertada metáfora de «cabeza moderna / corazón patriarcal». Siguiendo su consejo, probemos a instalarnos en el arquetipo de género y comprobemos qué sucede alrededor y cómo participamos en ello (García de León, 2011).
Epílogo
La ocupación ya masiva de la institución universitaria por parte de las mujeres no significa que la habiten. El derecho a recibir, conservar, utilizar y transmitir la formación recibida no implica el reconocimiento del saber pleno, el que dota de autoridad, el de creación de nuevos saberes. En las últimas cuatro décadas, las mujeres universitarias españolas han desarrollado desde la crítica feminista su compromiso con la reconstrucción del conocimiento que les venía dado; sin embargo, el tránsito hacia habitar la universidad podría decirse que solo se ha iniciado. Habitar los espacios de construcción del saber es algo más que llegar a ellos e incorporarse a la creación del conocimiento, requisito indispensable para estar, pero habitarlos requiere hacerlos propios, vivirlos sintiendo que se es parte esencial de su vida que está en propias manos dirigirlos y transformarlos, y para ello se necesita poder (Ballarín, 2010). Dicho de otro modo, las mujeres en la academia todavía somos recién llegadas, y, como bien destaca Celia Amorós:
Estamos al borde de la silla, no cómodamente repantigadas en un sillón. Para bien y para mal. Para mal porque […] es como si ejerciéramos el poder sin la completa investidura: necesitamos dosis adicionales de refrendo masculino si es que queremos afianzarnos. Para bien porque […] no ha habido tiempo para que los moldes academicistas en lo peor que tienen de escolasticismo nos hayan ahormado. De este modo ganamos la perspectiva de la orilla... que nos permite ver el horizonte...» (Amorós, 2011, en García de León).
Sin duda, esta situación que nos permite mayor capacidad autónoma para juzgar «conforme a la regla de la evidencia», como añade la profesora Amorós, nos remonta a Poullain de la Barré (s. xvii), pero las cosas no cambian sin poder. Esta necesidad de crecer en poder, constante en su obra, sigue siendo el gran reto al que nos sumamos, porque entendemos, como ella, que «nosotras queremos un hábitat confortable de géneros diseñado para poder ser vividos y pensados».
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Notas
1 El 54,3% del estudiantado universitario son mujeres. En los másters, su cifra es bastante cercana (54,1%). La distribución de sexo por rama es similar a la existente en años precedentes, observándose una proporción de hombres muy superior a la de mujeres (73,9%) en la rama de Ingeniería y Arquitectura. Esta distribución se invierte en Ciencias de la Salud, rama en la que las mujeres tienen una presencia muy superior a la de los hombres (70,1%) (mecd, 2015).
2 En el curso 2012-2013, un 39,3% del personal docente e investigador universitario (pdi) eran mujeres, pero solo un 20,3% de profesoras ocupan cátedras, a pesar del aumento que se ha producido en los últimos años (en 2005-06, las mujeres catedráticas representaban el 13,7%).