Número 68 Mayo-Agosto / Maio-Agosto 2015

Códigos de masculinidad hegemónica en educación

Enrique Javier Díez Gutiérrez*

*Profesor titular, Facultad de Educación, Universidad de León (España).

Síntesis: En este artículo se hace un análisis de los procesos de construcción de los códigos de masculinidad tradicional en los chicos, relacionándolos con el campo educativo y analizando los mecanismos que funcionan en los contextos escolares para imponerles una visión hegemónica de la masculinidad, heterosexual y homófoba. Las instituciones educativas y su cultura están siendo, a partir de la década de 1980, uno de los espacios donde se estudian los procesos sociales implicados en la construcción de esa masculinidad tradicional hegemónica que se ha asentado en la socialización de una forma difícil de erradicar. Se hace aquí un repaso por referentes teóricos a nivel nacional e internacional, para finalizar apuntando algunas líneas de trabajo educativo para deconstruir los códigos de esta masculinidad hegemónica en la educación.

Palabras clave: masculinidad | hombres | códigos de género | cultura escolar.

Masculinidad hegemónica

De acuerdo a Kimmel (1997), Connell y Messerschimdt (2005) y Schongut (2012), la masculinidad hegemónica está asociada a la heterosexualidad y al control del poder por los hombres; a la renuncia a lo femenino; a la validación de la homosocialidad -es decir, la relación con sus pares- como la realmente importante y el canon de comparación; a la aprobación de la homofobia, y al sostenimiento del (hetero)sexismo (RodríguezMenéndez, 2007).

La noción de masculinidad hegemónica propone la existencia de diferentes formas de masculinidad. Además, no todas sus formas se encuentran en la misma posición de poder, pues el concepto de masculinidad hegemónica se construye siempre en oposición a varias masculinidades subordinadas, forma de relación que se repite en su vinculación con las mujeres (Carrigan, Connell y Lee, 1985; Connell, 1987).

Esa masculinidad hegemónica parece ser siempre definida y socializada desde lo que no es, en términos de la constante oposición y escrutinio al cual deben ser sometidos los hombres (Ceballos, 2012), especialmente la heterosexualidad y el silencio o censura afectiva, requerimientos básicos para la mantención del estatus.

De esta forma, Demetriou (2001) identifica dos funciones de la masculinidad hegemónica. La primera daría cuenta de la «hegemonía externa» de la dominación masculina sobre las mujeres; la segunda es una «hegemoníainterna » de ascendencia social de un grupo de hombres sobre todos los otros hombres. Por tanto, la masculinidad no se construyeúnicamenteen relación a la subordinación femenina, sino también por la subordinación de otras formas de masculinidades (Demetriou, 2001).

La masculinidad hegemónica es una estrategia de dominación efectiva en tanto es invisible y, sobre todo, asumida por los propios sujetos (Connell, 1995; Connell y Messerschimdt, 2005) y justificada y sostenida por aquellos a quienes les interesa mantener el modelo social hegemónico, lo cual implica un consentimiento de una parte importante de la sociedad (Connell, 1987).

Pese a que el modelo de hombre que propone la masculinidad hegemónica es algo que pocos alcanzan, muchos otros -que no ocupan esa posición- ayudan a sustentar este modelo (Schongut, 2012). Esto sucede, principalmente, porque pese a no ocupar esos primeros peldaños, se benefician de la sumisión de masculinidades «inferiores» y de la opresión hacia las mujeres. Estos conforman lo que se denomina la «masculinidadcómplice», una forma complementaria a la masculinidad hegemónica -de la cual la mayoría de los hombres forman parte-, que sin practicar de forma explícita y ostentosa la masculinidad hegemónica, aspira y desea formar parte de ese tipo de masculinidad ejemplar, y que, al hacerlo, disfruta de una parte del dividendo de las masculinidad hegemónica (Demetriou 2001; Connell y Messerschimdt, 2005). Un ejemplo de ello es la producción mediática de «masculinidades ejemplares», como son los estereotipos representados por deportistas, estrellas de cine u otros personajes del ámbito público (Demetriou, 2001; Bonino, 2002) que se promocionan en los medios y que los escolares aprenden a coleccionar y admirar.

Los chicos siguen siendo por tradición socializados escolarmente para desenvolverse de manera activa en lo público y diferenciarse todo el tiempo de todo aquello que los pueda inscribir como femeninos o como no heterosexuales. Pero en un contexto donde de a poco las mujeres también van adquiriendo protagonismo en lo público, se insertan en el mundo laboral y donde la afectividad ligada a lo masculino está cambiando, se tienden a generar condiciones que agudizan las expresiones de estilos masculinos hegemónicos y tradicionales, recurriendo a la radicalización de uno de sus componentes centrales: el ejercicio de dominio y control sobre quienes se consideran más débiles: mujeres, niñas y niños y hombres de posición de prestigio menor (Duarte, 2009). De esta forma, buscan demostrar y re-afirmar la masculinidad / virilidad perdida, frente a aquellos que supuestamente cuestionan su lugar en el patriarcado. Viveros (2010) recuerda que cuando no se tiene nada, la masculinidad se vuelve uno de los pocos atributos de los que un chico se puede jactar, construyendo identidades masculinas muchas veces violentas y defensivas.

Lo que parece, por tanto, es que este arquetipo tradicional de masculinidad, lejos de estar en declive, se ve hoy reforzado (Connell, 2012), y sigue inspirando la conducta de los adolescentes y jóvenes, reproduciéndose en los centros educativos (Lomas, 2007; Peña y Ríos, 2011), que se constituyen en uno de los sitios principales de formación de masculinidad (Connell, 2001).

Masculinidades en el ámbito educativo

Las escuelas han sido reconocidas como contextos sociales clave en la producción de la masculinidad tradicional hegemónica (Bonino, 1998, 2003; Burin y Meler, 2000; Tomé y Rambla, 2001; Castañeda, 2002; Lomas, 2003b, 2004; Gil Calvo, 2006; Barragán, 1998, 2006; Cantonero, 2006a).

Desde finales de la década de 1980 se han publicado numerosos trabajos (Askew y Ross, 1988; Welzer-Lang, 1991; Badinter, 1992; Arnot y Weiler, 1993; Killmartin, 1994; Connell, 1995; Kimmel, 1996, 1997; Callirgos, 1996; Valdés y Olavarría, 1997; Bourdieu, 2000) cuya finalidad ha sido tanto analizar los itinerarios subjetivos y culturales del aprendizaje social de la masculinidad en los centros educativos, como deconstruir el modo en que la escuela contribuye entre niños, adolescentes y jóvenes a la construcción de maneras de ser hombres que en nada favorecen una mayor equidad entre hombres y mujeres. Pero también está el importante papel que el personal docente desempeña desde el ámbito escolar a la hora de abordar y contribuir a la consecución de la equidad de género, para lo cual resultan determinantes sus propias percepciones sobre masculinidad y feminidad (Martínez-González, RodríguezFernández-Cuevas y Bonell-García, 2014).

Como han señalado diversas investigaciones (Bosch, Ferrer y Alzamora, 2006), la asignación diferencial de actividades y roles, segmentando claramente lo que es propio de los niños y lo que es propio de las niñas, se reproduce también en la escuela. Así, a los niños se les educa para dominar y progresar en lo público, mostrar sus logros, talentos y ambiciones como muestra de su valía personal, y reprimiéndoles los afectos vistos como signos de debilidad y de poca hombría. A las niñas, por el contrario, se les socializa para la reproducción y para permanecer en el ámbito privado, y se las educa para la entrega y la renuncia como signos de su valía personal, reprimiéndoles los deseos de autonomía y realización personal.

Las variables principales que configuran la masculinidad tradicional hegemónica en la escuela se relacionan con la fuerza corporal, el desapego académico, la ausencia emocional y la «obligatoriedad heterosexual» como aspecto central en la configuración de la personalidad, así como el afán de control y la competitividad (Kenway y Fitzclarence, 1997).

El cuerpo juega un papel fundamental en la construcción de la masculinidad, dado que es un factor previo en torno al que se generan las diferencias y se naturalizan.

Martino (2006) analiza el importante papel que juega el cuerpo en la construcción subjetiva de la masculinidad; los aspectos normativos del tamaño del pene, el ser atractivo y el no aparentar ningún tipo de desviación a la hegemónica heterosexualidad. La actividad física permite exhibirlo a través del deporte y presentarlo ante los demás. Numerosas investigaciones han concedido una especial relevancia al deporte como estrategia básica de formación de la masculinidad hegemónica (Chepyator-Thomson y Ennis, 1997; Connell, 1998; Hickey y Fitzclarence, 1999; Light y Kirk, 2000; Martino, 1999; Parker, 1996; Skelton, 1997, 2000; Swain, 2000, 2003, 2004).

Es frecuente que en las instituciones educativas jugar bien al fútbol, por ejemplo, sea un signo de alto estatus dentro de la jerarquía masculina, pues permite poner en juego valores propios de la masculinidad hegemónica tales como la competitividad, la agresividad, la disciplina, la fuerza física, el valor del sufrimiento, la demostración de valor y el riesgo (Swain, 2000, 2003; Pallotta-Chiarolli, 2006). De hecho, los profesionales del fútbol son percibidos por los niños como modelos masculinos de deseabilidad social.

Además, los deportes hegemónicos permiten oponer la masculinidad hegemónica a la feminidad y a otras formas alternativas de masculinidad. Así, tanto las chicas como los chicos que no tienen habilidades especiales para su práctica son continuamente rechazados y relegados del juego (Martino, 1999; Parker, 1996; Renold, 1997, 2001; Skelton, 2000). El profesorado que desarrolla la educación física de manera tradicional o que entrena en estos juegos competitivos, tiende a generar interacciones sociales con los estudiantes que refuerzan los rasgos básicos de la masculinidad hegemónica (Light y Kirk, 2000).

Pero también los chicos y las chicas se socializan en diferentes actitudes ante y hacia la escuela, el trabajo escolar y el propio aprendizaje.

Las investigaciones realizadas al respecto (Warrington, Younger y Williams, 2000; Francis, 1999a; Whitelaw, Milosevic y Daniels, 2000) indican la importancia que tiene para los chicos el aparentar despreocupación por el trabajo escolar, por su aprendizaje y por los resultados académicos, y ello a causa de un manifiesto deseo de impresionar o de mantener la aceptación social de sus amigos masculinos. O, en todo caso, de demostrar que el éxito obtenido es un «logro sin esfuerzo», expresando con ello que poseen dotes de inteligencia sin esfuerzo (Jackson, 2002; Martino, 1999; Martino y Pallotta-Chiarolli, 2006; Murphy y Elwood, 2002; Renold, 2001; Swain, 2004).

Aparecen así los estereotipos de caracterización de los chicos como desordenados, desmotivados, distraídos, inquietos y con un mayor despego hacia las normas escolares, mientras que las chicas son adjetivadas como organizadas, esforzadas en sus tareas escolares, más centradas en su aprendizaje y más cuidadosas, y con conductas no tan disruptivas (Francis, 1999b; Warrington, Younger y Williams, 2000; Whitelaw,Milosevic y Daniels, 2000; Younger, Warrington y Williams, 1999).

De este modo se asientan las bases para un modelo de éxito basado no tanto en el esfuerzo y el trabajo constante, sino en la brillantez y genialidad personal, mostrándose los varones antes sus iguales como triunfadores y «ganadores» que no se han esforzado.

La masculinidad hegemónica se construye también en los espacios escolares informales, como el tiempo de ocio entre clases, mostrando y exhibiendo que poseen grandes conocimientos en materia sexual, heterosexualmente obligatoria, ante el grupo de iguales (Renold, 2003; Nayak y Kehily, 1997). De esta forma, los chicos usan el discurso sobre esa forma de sexo, ligada sobre todo a la genitalidad y desligada de lo emocional, para validar públicamente su masculinidad.

Las investigaciones inciden en las fantasías sexuales de sus discursos, en las que las mujeres se presentan como objetos pasivos de las necesidades y deseos masculinos (Chambers, Tincknell y Van Loon, 2004; Mac An Ghaill, 1998; Mandel y Shakeshaft, 2000; Redman, 1996; Renold, 2000; Robinson, 2005; Skelton, 2001). Pero también hacen gala de gestos sexuales hacia las chicas, insultos y bromas sexistas y un discurso homofóbico, con el fin de mostrarse como sujetos sexualmente dominantes y con un abierto rechazo a la homosexualidad (Barragán, 2004; Chambers, Tincknell y Van Loon, 2004; Epstein, 1997; Mac An Ghaill, 1998; Mandel y Shakeshaft, 2000; Pallotta-Chiarolli, 2006; Nayak y Kehily, 1997; Pescador, 2004; Redman, 1996; Renold, 2000, 2003). Insultos proferidos mediante el término «marica» permiten controlar la sexualidad de los chicos y las formas de masculinidad que ellos pueden adoptar en la escuela. Además, nombrar a otros con el término «gay» permite consolidar la propia posición. Desde esta perspectiva, es necesario enfatizar la importancia que los chicos conceden al mantenimiento de una reputación heterosexual y el miedo que manifiestan a ser vistos como homosexuales por su grupo de iguales.

En la construcción de la masculinidad, el componente genérico de la competitividad, asociada a la fuerza y, en ocasiones, incluso a la violencia 1, es uno de los ejes centrales por los que los chicos reafirman su masculinidad y hacen latente su desprecio hacia aquellas personas que se encuentran en una posición inferior, como es el caso de los homosexuales o las mujeres. La competitividad es un valor de la hombría, es una demostración de honor y valentía que se representa a través de la lucha y en la que juegan dos roles importantes, el fuerte y el débil, el ganador y el perdedor (Connell, 2003; Corsi y Bonino, 2003).

Los medios de comunicación muestran una versión estereotipada de una representación hegemónica, donde la figura que impera es la del hombre exitoso, competitivo y violento, que asienta y amplifica el aprendizaje social y escolar de esos valores dominantes.

Siguiendo el análisis de Lomas (2007), podemos constatar cómo el arquetipo tradicional de la masculinidad hegemónica sigue inspirando la conducta de unos niños y adolescentes que ven en el ejercicio competitivo del poder y en el desprecio y rechazo al ámbito escolar una manera de afirmar su identidad masculina frente al orden femenino de la escuela.

Jugar muy bien al fútbol, sobresalir en fuerza y en habilidad en los juegos de carácter competitivo, «tener éxito» con las chicas, aunque ello no signifique apreciar su amistad ni tener en cuenta sus ideas y sentimientos, hacer gamberradas evitando el castigo y utilizar palabras y expresiones vulgares y obscenas, constituyen en este contexto algunas de las acciones cotidianas de los chicos en las escuelas y en los institutos, que contribuyen a convertir la cultura masculina del patio y del aula en una cierta ética (y en una cierta épica) masculina de la transgresión y de la resistencia con respecto al orden escolar femenino (Lomas, 2007, p. 94).

La escuela constituye así un espacio simbólico (Bourdieu, 1982) habitado por líderes cuyas conductas son un reflejo de las conductas y de los valores asociados al modelo dominante de la masculinidad hegemónica tradicional.

Pese a algunos cambios y pese a la emergencia de identidades masculinas alternativas a la masculinidad hegemónica, el arquetipo tradicional de la virilidad sigue constituyendo aún el referente dominante del aprendizaje social de la masculinidad de la mayoría de los chicos en las escuelas, y está en el origen de la mayoría de los episodios de violencia escolar que se dan en nuestras escuelas e institutos (Lomas, 2007; Surovikina, 2015).

Caracterización de la masculinidad hegemónica en la escuela

Naturalmente, esta masculinidad hegemónica necesita ser mantenida y defendida constantemente (Haywood y MacanGhaill, 1996; Hickey y Fitzclarence, 1999; Kenway y Fitzclarence, 1997; Nilan, 2000; Pattman, Frosh y Phoneix, 1998; Swain, 2000, 2002, 2003). Por eso se califican las «otras masculinidades» como «desviadas» del ideal hegemónico; quien participa de ellas puede incurrir en altos costes emocionales y sociales, siendo calificado de «marginado» (Connell, 1995; Pattman, Frosh y Phoneix, 1998; Renold, 2004).

En esta configuración de la masculinidad en la escuela influyen multitud de variables. La etnia, la clase social, el contexto cultural, la cultura familiar, la cultura escolar, la edad y la orientación sexual actúan como factores que hacen de dicha construcción un proceso no lineal y con muchas extensiones y efectos colaterales (Light y Kirk, 2000; MacanGhaill, 1996; Martino, 1999; Pallotta-Chiarolli, 2006; Nilan, 2000; Skelton, 1997; Swain, 2004).

También hay que tener en cuenta la situación contextual, ya que no todas las escuelas operan con idénticos parámetros, pues cada colegio dispone de su propio régimen de género (Connell, 1998), que está formado por expectativas, reglas, rutinas y un orden jerárquico. Todo ello crea diferentes repertorios de acción con profundos efectos en el proceso de construcción de la masculinidad (Redman, 1996; Skelton, 1996, 1997; Swain, 2002, 2003, 2004). Como explica Swain (2004), el conjunto de recursos y habilidades de interacción que son precisos para alcanzar un estatus dominante en la jerarquía masculina de una escuela, no son necesariamente los mismos que lo facilitan en otra.

Al mismo tiempo, las investigaciones también señalan la importancia del grupo de iguales. La configuración de la identidad masculina es una «empresa colectiva» unida a la adquisición de estatus dentro del grupo de iguales (Swain, 2004), donde se ponen en juego prácticas sociales y discursivas que sirven para validar y amplificar la masculinidad hegemónica (Connell, 1989; Ivinson y Murphy, 2003; Kenway y Fitzclarence, 1997; MacanGhaill, 1996, 1998; Skelton, 1997; Swain, 2002, 2003).

Además hemos de tener en cuenta que los referentes en los puestos de poder y responsabilidad que tienen los chicos y las chicas en las escuelas, especialmente los equipos de dirección, tienden a reproducir los estereotipos de género, donde los puestos de mando bajos e intermedios son ocupados por las mujeres mientras que los altos quedan reservados para los hombres (Torres, 1998; Díez, Terrón y Anguita, 2006). Además, existen casos de mujeres directivas que adoptan estilos masculinos de mando, con la desconexión, negación o represión de su lado femenino, con tal de conducirse y conducir la organización según el modelo tradicional patriarcal (Surovikina, 2015, p. 125). Esto ayuda a la consolidación de ese modelo de masculinidad tradicional hegemónica en el alumnado, cuyos referentes y modelos de identificación en el ámbito escolar reproducen los modelos estereotipados de poder tradicionales (Díez, Terrón y Anguita, 2006).

Si en la actualidad se sigue considerando un «buen alumno» aquel que se aproxima a la caracterización masculina propia de la sociedad patriarcal (méritos, empuje, decisión, competencia), el modelo tradicional del profesor conlleva también la reproducción de los roles de género tradicionales (Surovikina, 2015). Como plantean Ullah y Ali (2012), los educadores generan identidades de género / sexuales y jerarquías de forma que refuerzan la «masculinidad hegemónica » , y estas relaciones de poder / conocimiento de género acaban convirtiéndose en conocimiento escolar. Además, numerosas investigaciones (Lang, Greig y Connell, 2009; SánchezSáinz, 2009; Penna, 2012; García, Larena y Miró, 2012) alertan que tanto los profesionales de la educación en activo como los futuros profesionales de la educación siguen recibiendo una visión androcéntrica como neutra y beneficiosa para ambos géneros, y siguen siendo formados en el uso sexista del lenguaje que mantiene la invisibilidad, exclusión, subordinación y desvalorización hacia las mujeres.

Lejos de estar en declive, lo que parece es que el arquetipo tradicional de masculinidad se ve hoy reforzado por un contexto escolar que sigue menospreciando la cultura y el saber de las mujeres en sus contenidos escolares, en el uso del lenguaje y en sus estilos de relación y de convivencia; que potencia unos deportes y juegos de competición física en los que se justifican estrategias poco solidarias y cooperativas, si sirven para derrotar al enemigo y vencer, de acuerdo con un orden simbólico en gran medida equivalente al orden simbólico de las guerras y del sometimiento de quienes fracasan en el combate (Lomas, 2007; Peña y Ríos, 2011; Connell, 2012; Surovikina, 2015). Se construye así un arquetipo viril que se traduce en un varón joven, arriesgado, duro, valiente, contundente y firme, que reprime la empatía y las reacciones demasiado afectivas hacia otras personas, mostrando una inusitada intolerancia con otras formas de masculinidad. Como dice Lozoya (2015), puede que la virilidad haya perdido su carácter monolítico pero ha ganado profundidad.

Deconstruir las masculinidades hegemónicas en el ámbito escolar

Así pues, uno de los nuevos retos de la educación para la igualdad se sitúa ya no solo en la superación de los arquetipos impuestos femeninos, sino en añadir la superación de los arquetipos y estereotipos masculinos (Aubert y otros, 2004) y el deseo que generan, pues parecen seguir dotados en nuestra sociedad de un peligroso atractivo (Gómez, 2004; Flecha, Puigvert y Redondo, 2005; Duque, 2006; Padrós, 2012; Flecha, Puigvert y Ríos, 2013).

Esto es algo que debería ser abordado por el sistema educativo, pues trae asociado, además de efectos positivos en la vida académica del alumnado masculino (Marrs, Sigler y Brammer, 2012) que no solo supondría cambiar esquemas que le conducen al fracaso o a la mediocridad escolar –pues ser aplicado académicamente no es considerado realmente masculino y genera impopularidad entre los chicos como hemos visto (Phoenix, 2002)– sino que supondría evitar importantes consecuencias sociales negativas, entre las que destaca el sexismo, la perpetuación de la homofobia (Penna, 2012) y la violencia de género (Peña y Ríos, 2011).

Ese arquetipo tradicional de masculinidad, marcado por una manera unidimensional de ser «hombres de verdad » -sustentada en el ejercicio de la fuerza y del poder, en la ocultación de los sentimientos, en la ostentación heterosexual, en la obsesión por el tamaño del pene y por la conquista sexual, por el éxito, y en la misoginia y en la homofobia- supone un lastre, un riesgo y un perjuicio para el desarrollo pleno de los chicos en las escuelas. Otras masculinidades alternativas, heterogéneas y divergentes emergen en las actuales sociedades multiculturales y complejas (Lomas, 2007). Por eso es urgente que el profesorado se capacite para trabajar desde una educación que les permita construirse como hombres y mujeres en una sociedad en la que la igualdad es ya un derecho (Arconada, 2008).

Díaz-Aguado y Martín (2011) entienden que esto debe suponer un proceso de desaprendizaje de la cultura ligada a la masculinidad tradicional hegemónica, avanzando en una ética del cuidado compartido, de la educación emocional y contra la violencia de género, en un proceso en que todos y todas ganamos.

La ética del cuidado compartido pasa por plantear, desde la acción educativa,cómose debe colaborar para hacer ver que la falta de corresponsabilidad de los hombres en las tareas domésticas y en el cuidado de las hijas y los hijos no solo es un robo del tiempo personal de la compañera, sino una forma de abuso y de pervertir la relación hacia los demás y de forma de vivir a costa de la otra; una injusticia que no solo dificulta la vida cotidiana, sino que se convierte en una perfecta estrategia para frenar la igualdad de oportunidades.

Por ello, el objetivo educativo debe ser el de educar a nuestro alumnado para entender que todos los miembros de la familia tienen derechos y obligaciones, que la convivencia debe construirse desde el equilibrio en las responsabilidades domésticas y en la distribución del tiempo, y que tener habilidades relacionadas con las tareas domésticas permite autorrealizarse y no depender ni abusar de nadie. Para esto es necesario introducir esos aprendizajes y contenidos en el currículo escolar, no como una asignatura de segundo orden sino como un contenido potente y relevante que sea funcional y significativo en el proceso educativo.

El modelo de masculinidad que debemos enseñar en la escuela, y del que debemos dar ejemplo desde la comunidad educativa, es el del hombre que precisa aumentar sus conocimientos, habilidades y destrezas para configurase como persona autónoma, que puede compartir su vida con una mujer libre y no con una esposa que ejerza de madre sustituta; que puede encargarse de la intendencia doméstica y del cuidado de las personas, y que defiende que el modelo más justo de unidad de convivencia no es el de ayudar sino el de la corresponsabilidad doméstica.

Pero no es suficiente con que la propia escuela no sea sexista, sino que exige contrarrestar influencias que proceden del resto de la sociedad, deconstruyendo la historia en el plano cognitivo y analizándola desde la perspectiva de las diferencias de género, superando la invisibilidad de las mujeres en los contenidos que se estudian, así como enseñando a detectar y corregir los estereotipos y distorsiones sexistas. Es preciso introducir en el currículo el aprendizaje de las tareas que suelen estar asociadas a las mujeres, el aprecio de los saberes y de los estilos tradicionalmente atribuidos a las mujeres, y modelos de hombres que se alejen de figuras heroicas, circunscritas a contextos belicosos; interesarnos por las historias de las personas de a pie y las formas cotidianas de vidas domésticas y de cuidados, analizando el reparto de los roles y del poder en cada una de ellas.

Educar a los chicos en la ética del cuidado de las personas implica también el cuidado en el uso del lenguaje y del diálogo, en la expresión de los sentimientos y afectos en el contexto de otras maneras de amar, en la crítica y el rechazo explícito a las actitudes de menosprecio a las chicas y en la oposición a cualquier tipo de violencia simbólica, psicológica y física contra las personas (Lomas, 2007).

Es urgente para ello poner en marcha acciones educativas específicas con los chicos, que ayuden a deconstruir las ideas y las conductas asociadas a la masculinidad hegemónica y, simultáneamente, contribuyan a mostrar otras maneras de ser hombres ajenas al arquetipo tradicional de la virilidad.

El currículo escolar no solo enseña conocimientos, sino que también transmite actitudes y valores. En este contexto, la educación tiene la ineludible tarea de fomentar una cultura de la equidad y del respeto que trabaje también con los chicos y los profesores varones.

Por ello, es esencial construir un escenario escolar cotidiano en el que sea posible, a través de una adecuada educación sentimental de las alumnas y de los alumnos, que unas y otros construyan sus diferentes identidades sexuales y culturales, sin exclusiones y sin privilegios, sin acosos y sin violencias porque los chicos también lloran (Lomas, 2004, 2007).

Es necesario aplicar al diseño y desarrollo del currículo propuestas de educación emocional que enseñen a los chicos a no ocultar su emotividad y a canalizar la expresión de sus sentimientos, sin que esto suponga la pérdida de control y poder. Al mismo tiempo, se precisa la deconstrucción en el plano emocional de la asociación de los supuestos «valores femeninos» a la debilidad y la sumisión, y de los «valores masculinos» a la fuerza, el control total, la dureza emocional o la utilización de la violencia.

En su reproducción o superación tienen una especial influencia los valores observados en las personas que los y las adolescentes utilizan como modelo de referencia para construir su identidad, por eso es tan importante el papel del profesorado y de las personas significativas de la comunidad educativa. De ahí que debamos promover un cambio radical actitudinal y de percepción ante la violencia: que los comportamientos violentos se perciban como aberración ocasional, y la corresponsabilidad en el cuidado se convierta en lo habitual (Lozoya, 2015).

Esto además implica deconstruir el componente conductual del sexismo asociado a la tendencia a ejercer la discriminación y la violencia. Para prevenirlo es preciso enseñar a construir la igualdad desde la práctica, proporcionando experiencias suficientes de interacción entre alumnos y alumnas, desde un estatus de igualdad, en las que cooperen entre sí para conseguir objetivos compartidos y aprendan a superar de forma positiva y educativa los conflictos que en dicho proceso surgen; es decir, avanzar en la coeducación a través del aprendizaje cooperativo, e incluir en los planes de mejora de la convivencia programas integrales de prevención de todo tipo de violencia que incluyan la violencia de género.

Arconada (2008) propone un decálogo educativo de centro frente a la violencia de género que pasa por percibir la violencia de género como un problema social y no individual; por entender que la base de la violencia es la desigualdad y la minusvaloración de las mujeres; por afirmar que la igualdad es un derecho, no una reivindicación; por reconocer que el derecho a una experiencia escolar sin violencia y una política de tolerancia cero ante los actos de violencia sexista en el medio escolar forma parte de los derechos humanos; por desarrollar un proyecto educativo que fomente la autoestima femenina y su capacidad para construir parejas en igualdad y desde la responsabilidad sobre el propio proyecto vital; por difundir nuevos modelos masculinos, no basados en los privilegios contra las mujeres; por repensar los modelos de atractivo y de enamoramiento, y por favorecer la implicación masculina contra la violencia de género.

Evidentemente, no podemos olvidar que este modelo de masculinidad no dominante implica perder poder y privilegios para los hombres; algo imprescindible si queremos construir una sociedad en igualdad como mejor garantía frente a cualquier atisbo de violencia de género, ante la que los alumnos (y profesores) deben posicionarse de manera explícita. Por ello, el decálogo propuesto termina afirmando:

[…] queremos que nuestro alumnado crezca conociendo las soluciones contra la violencia de género, tanto en lo relativo a los apoyos sociales para las mujeres víctimas de malos tratos como en las penas establecidas contra los varones maltratadores y, especialmente, en la difusión de experiencias de mujeres que rehacen su vida después del maltrato y salen ganando dignidad, seguridad y libertad. La escuela es un espacio específico e imprescindible para identificar desigualdades por razón de género y para formarse para vivir en igualdad. El derecho individual y ciudadano de nuestras alumnas y alumnos a ser capaces de ello no puede ser «objetado » por ningún tipo de integrismo familiar (Arconada, 2008).

Por supuesto, estos necesarios cambios cognitivos, emocionales y actitudinales involucran también al profesorado, tanto en la formación inicial como en la permanente (Novara, 2003), y a toda la comunidad educativa y social implicada, puesto que mientras que la educación para la igualdad no sea un reto social y colectivo, la escuela solo se limitará a una labor poco más que testimonial, aunque crucial.

Bibliografía

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1 Cuando la violencia simbólica falla, aparecen formas de dominación explícitas (Bourdieu, 2000) como el caso de la violencia de género, la forma más visible y salvaje de la dominación masculina, que al tener el mayor gasto económico para el género masculino solo ocurre cuando se agota el capital simbólico del hombre (Ramírez, 2005). Pero también la violencia está presente en la escuela, y no solo entre los chicos, sino que mientras se use el castigo para educar, los niños aprenderán que es un recurso eficaz para imponer el propio punto de vista, someter la voluntad del otro y corregir su conducta. Si además se les dice que es un gran honor defender heroicamente a su país, al tiempo que se les enseña a ser fuertes y valientes, a no llorar, a negar el miedo y la vulnerabilidad, a buscar emociones fuertes, a afirmar su ego frente al miedo al riesgo y a la muerte… la violencia seguirá siendo central en la resolución de conflictos, e ir a la guerra seguirá siendo la manifestación definitiva de la masculinidad (Lozoya, 2015).

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