Número 72 Septiembre-Diciembre / Setembro-Dezembro

Saberes docentes y educación infantil
Notas pedagógicas para la formación inicial

Mª Dolores Molina Galvañ*

J. Eduardo Sierra Nieto **

Cristina Sendra Mocholí***

**Departamento de Didáctica.Facultad de Educación, Universidad de Cádiz.

***Departament de Didàctica de les Ciències Experimentals, i Socials. Facultat de Magisteri. Universitat de València. (España).

Resumen. Poniendo de relieve el foco de estudio que ha orientado nuestra investigación 1, mostramos en este artículo algunas propuestas formativas que desarrollamos en las materias del Grado de Maestra/o en Educación Infantil que tenemos a nuestro cargo. Nuestra premisa es que el oficio docente no se sustenta, únicamente, en los saberes disciplinares transmitidos durante el período formativo. Los estudios con docentes de Infantil y Primaria que hemos hecho nos muestran que hay aspectos del hacer, del saber y del ser docente que escapan a esa formalización del conocimiento disciplinar; lo que nos ha hecho interrogar nuestras propias prácticas formativas. Por ello, hemos ido buscando en los saberes experienciales de las maestras su valor formativo para nuestras y nuestros estudiantes; pero sobre todo hemos ido explorando formas de ir incorporándolos en los procesos formativos. Exponemos aquí nuestros relatos de formación, las prácticas formativas que creamos y re-creamos para hacer lugar a la experiencia en la formación y para que los saberes de la experiencia tengan lugar en la formación inicial del profesorado de educación infantil.

Palabras clave: educación infantil; formación inicial; saber de la experiencia; narrativas.

Saberes docentes e educação pré-escolar. Notas pedagógicas para a formação inicial

Resumo. Salientando o foco do estudo que orientou a nossa investigação, mostramos neste artigo algumas propostas formativas que desenvolvemos nas disciplinas do Curso de Professor da Educação Pré-Escolar que temos a nosso cargo. A nossa premissa é que a profissão docente não se apoia, unicamente, nos saberes disciplinares transmitidos durante o período formativo. Os estudos que realizámos com docentes da Pré-Escolar e da Primária mostram que há aspetos do fazer, do saber e do ser docente que escapam a essa formalização do conhecimento disciplinar, o que nos fez questionar as nossas próprias práticas formativas. Por isso, procuramos nos saberes experienciais das professoras o seu valor formativo para os nossos estudantes; mas, sobretudo, fomos explorando formas de incorporar esses saberes nos processos formativos. Expomos aqui os nossos relatos de formação, as práticas formativas que criámos e recriámos para dar lugar à experiência na formação e para que os saberes da experiência tenham lugar na formação inicial dos professores da educação pré-escolar.

Palavras-chave: educação pré-escolar; formação inicial; saber da experiência; narrativas.

Teacher knowledge and early childhood education. Pedagogical notes for initial training

Abstract. We start highlighting the focus of study that has guided our research to show some of the training proposals that are developed in different subjects of the childhood education degree. We start from the point of understanding that the teaching profession is not only based on the disciplinary knowledge transmitted during the educational period. We have learned from our research with childhood and primary teachers that there are aspects of the doing, the knowing and being a teacher, that do not coincide with that way of knowledge. This fact has made us questioned ourselves in our practice as teacher’s instructors. For this, we have been looking for the educational value that teacher’s knowledge may have for our students. Especially, we have been exploring ways to bring them to the training processes. Finally, we present some training practices through narrated stories that we recreate in order to allow the experience to be part of the pre-service teaching of the early childhood education teachers.

Keywords: early childhood education; pre-service teachers; knowledge of experience; narratives.

1. Cualidades de una pedagogía relacional

“Leímos una vez (…) que no se aprende por repetición ni por explicación sino por “contigüidad”. Nos encantó la idea de contigüidad. Estar cerca pero no pegados. […] La contigüidad da un aire, un espacio entre, es un estar cerca sin estar pegado”

Teresa Punta (2013, pp. 61-62)

En nuestro explorar y profundizar el “mundo pedagógico” de la Educación Infantil encontramos, con frecuencia, aproximaciones que nos vinculan y que nutren la idea del oficio docente como un oficio de lo humano (Cifali, 2005; Piussi, 2010). Junto a ello, una búsqueda y una (re)creación constante de prácticas y saberes que van dando recorrido y sentido a la tarea de educar. Y reconocemos un acercamiento muy claro y potente a ello en esta idea de trabajar desde una pedagogía relacional (Malaguzzi, 2011). Una pedagogía que busca atravesar, desanudando, todas esas separaciones que la cultura institucional, y parte de la cultura profesional, han ido estableciendo. Por ejemplo, el mirar a los niños y a las niñas en soledad, y creer que vienen solos a la escuela. Sin historia, sin deseos, sin preocupaciones, sin expectativas, sin nadie que les acompaña. O esa otra separación que mira hacia las cosas sólo de manera inanimada, como si no hubiese alguien que las siente y las recrea, o como si no nos habitasen, o no nos diesen cobijo, o nos explicasen poca cosa.

La escuela no es un lugar al que vamos sino un lugar en el que somos. En tanto que espacio vivido, ha de cuidar sus cualidades materiales y simbólicas para ser un lugar amable pues, como nos recuerda Max van Manen (2004), se trata de aquel lugar en el que los niños y las niñas exploran los aspectos del mundo. La pedagogía relacional huye, sigue Malaguzzi (2011, p. 53), “de una cultura y una educación que sólo valoran lo cognitivo y las autorregulaciones homeostáticas, que desprecian los sentimientos, la no lógica y el rol de la afectividad”.

Nuestra exploración nos lleva, de poco a poco, a ir aprendiendo de una pedagogía que se sitúa y se despliega en un aprendizaje del estar “entremedias”, viviéndose con actitud interrogativa en cada situación, relación y acción pedagógica. Una pedagogía abierta a cuestionar aquello que sabemos en virtud de cada nueva criatura, de cada nueva relación. Un ejemplo de lo que hablamos, es la idea de contigüidad traída por Teresa Punta en la cita que encabeza el artículo. Esta idea de un “estar cerca pero no pegados” nos ha dado a pensar en aquellas cosas que nos ocupan, invitándonos a hacer otras lecturas y a leer, desde la educación infantil, cómo hacer para dejar que las criaturas entren en nuestras vidas favoreciendo que ese encuentro nos transforme. Pero también, a pensar cómo nos ponemos en juego ahí para asumir la influencia que el otro (cada criatura) tiene en mí, en esa tarea de aprender a mirar juntos el mundo para vivirlo y comprenderlo. Para significarlo. Para recrearlo y hacerlo crecer.

Hay en esta idea de contigüidad algo que nos toca profundamente y que nos parece relevante elaborar. Y es que estar cerca y estar juntos, sin estar pegados, implica un estar en relación sin pretender la horizontalidad. Tampoco la verticalidad. Estar cerca, pero no encima de. Ni debajo. Estar ahí, entre, con y en relación. Esa es la idea pedagógica de contigüidad que nos ha sugerido y que nos remite a un modo fructífero de concebir y cultivar la relación educativa.

Penny Ritscher (2002) nos advierte de la necesidad de prepararse para ese encuentro con las criaturas; de prepararse, sobre todo, para cuidar que el encuentro pueda ser una práctica encarnada y real de intercambio intercultural. Cuando pregunta, con tono transgresor y casi cómico, ¿qué haremos cuando seamos pequeños?, interpela firmemente a esas otras perspectivas pedagógicas que miran hacia la educación infantil poniendo el énfasis en el desde y para el mañana. En lo que en la etapa “debe suceder” como respuesta a las demandas que se desprenden de etapas posteriores. Una rendición de cuentas, en definitiva, a esa concepción escolar (dominante) de encapsular la experiencia educativa en la linealidad de un currículum escolar. La crítica y el desafío que expone es muy claro: recordarnos la riqueza del presente y la posibilidad de acogerlo. Mirar hacia la infancia y a cada criatura como un tesoro, en su riqueza inmediata, en lo que ya es, sabe, y se interroga. Y así, aprender a estar en el presente para vivir el encuentro educativo en sus múltiples acontecimientos, como enriquecimiento para niños y adultos.

Habría que añadir que esta idea de la contigüidad como práctica de relación, no suprime la disparidad. En la relación educativa siempre hay disparidad; un más y un menos, afirma Núria Pérez de Lara (2009), donde la cualidad del menos es tan rica como la del más. Algo muy elemental acerca de este valor cualitativo de la disparidad es definido por Mari Carmen Diez (1998) cuando nos muestra cómo los niños, las niñas, nos invitan y nos ayudan a mirar de nuevo, y como nuevo, el mundo. Porque los niños, las niñas, no esperan a nadie, dice Loris Malaguzzi (2011), para hacerse preguntas, para ir abriendo caminos al pensar y al sentir. Sólo lo hacen. Inician sus propias búsquedas para interpretar y comprender el mundo y la realidad que los envuelve. A ello se dedican cuando exploran, experimentan y usan el lenguaje del juego y de la imaginación. Y cuando narran, añade Vivian Paley (2006b): cuando inventan y cuentan historias; porque es a través de ellas que van dando continuidad a la experiencia de sí, del otro y lo otro. Al adentro y el afuera. Es en este buscar, y desde el sentido de esta recreación, dice Mari Carmen Díez (2011, p.93), desde donde nos piden ayuda para ir avanzando en aquello que les preocupa, les ocupa y les interesa: “¿Es bueno o malo ser presumidos?”, “¿Dónde están ahora los hombres aquellos que llegaron los primeros?”, “¿Si te mueres, luego puedes repetir y vivir otra vez?”.

La contigüidad, como ese espacio entre, da oportunidad a un encuentro de culturas diferentes. La cultura de los niños y la cultura de los adultos. Una mirada curiosa y antropológica, insiste Penny Ritscher (2002, p. 18), puede observar la existencia de dos modos distintos de experimentar y significar la realidad. Y lo ejemplifica:

Los adultos utilizan la pila con usos higiénicos. Los niños se entretienen en ella para explorar el agua. […] Los adultos usan la reja para mantener controlados a los niños dentro de un territorio determinado. Los niños y las niñas se sirven de ella para establecer contactos con el mundo del otro lado”. (opus cit.)

La cuestión es, cómo reconociendo ese espacio entre, nos arriesgamos a no sobrepasarlo ni sobreponerlo. Y podríamos añadir: ni acallarlo, evitarlo o juzgarlo. Porque en definitiva, de lo que nos habla es de los vínculos que las criaturas van estableciendo entre el vivir y el aprender, entre el saber y la vida, entre el ser y el saber. Y de nuestro aprender a estar ahí como docentes, sin estorbar pero sin desaparecer.

¿Cómo aprendemos a sostenernos en el asombro de las criaturas sin zanjarlo? ¿Cómo les acompañamos en esa experiencia intensa del vivir, sentir, pensar e imaginar, desde y con la que van apropiándose del mundo? Y, ¿cómo estar ahí, sin forzar pero con presencia, sin violentar pero con influencia? Porque lo que en verdad ocurre, sigue Ritscher (2002, p. 19), es que damos por descontado que en la escuela, tenemos que conducir a los niños y a las niñas hacia un conocimiento creciente de los esquemas culturales de los adultos. Sin embargo, ¿nos preparamos para hacer el camino inverso? ¿Nos preparamos para aprender a reconocer que las criaturas tienen una relación rica, inteligente, fresca y viva con la realidad? Aún más, ¿nos preparamos para dejarnos afectar, para dejarnos transformar, por ello?

La idea de contigüidad nos interpela entonces para aprender a movernos en esos desajustes con los que la realidad escolar trata de marcar la relación educativa. A veces, desde un despojarla de la centralidad que tiene para toda experiencia educativa, dejando que ocupe su lugar otra cosa, los contenidos, quizás. Otras veces, tecnificándola con la intención de conseguir, con el máximo de eficacia, aquello que se ha puesto en el lugar de la relación. Pensamos que dejarse interpelar por estos desajustes nos va abriendo a otros interrogantes igualmente fructíferos. ¿Cómo deambular aquello que nos viene impuesto? ¿Cómo vivir en esos diseños curriculares a los que se les olvida que podemos aprender de lo que ya nos pasa? Aprendiendo, escribe Loris Malaguzzi (2011, p. 80), “a no enseñar nada a los niños que no puedan aprender ellos solos”. Y asumiendo, sigue, que para favorecer la tensión creativa, tanto en los niños como en los adultos, necesitamos contar con las sorpresas, las diferencias y las discrepancias. Porque esos son los aspectos de un sentido vital que nos lleva a interrogarnos por lo otro y a buscar lo nuevo.

2. El oficio docente y los saberes que lo sustentan

“Los docentes que se atreven a enseñar no deben imaginarse que saben cómo comienza a aprender cada niño […] Los niños, a diferencia de los envases de semillas, no vienen con calendario impreso que indique cuándo un concepto determinado germinará y luego florecerá para ellos […] Nadie puede decir cuándo otra persona, y ni siquiera uno mismo, hará progresos decisivos”

Vivian Gussin Paley (2006a, pp. 110-174)

Como formadores de futuros docentes nos preocupa hacer crecer, en la formación inicial, ese sentido pedagógico de la relación educativa que hemos ido desplegando con la idea de contigüidad. Nos preocupa nutrir la mirada hacia la infancia, hacia cada criatura, para enriquecer nuestra relación con ella. Acoger y sostener esa idea de “niño rico”, de “niño inteligente”, que autores como Malaguzzi (2011), Ritscher (2002, 2013), Paley (2006b), Díez (1998, 2002, 2011) o Punta (2013), entre otros, nos invitan a cultivar, a transitar y a habitar. Porque percibir ante nosotros un niño rico, inteligente, creativo; nos lleva a actuar desde una pedagogía rica. La riqueza del otro, el niño, acrecienta nuestra riqueza como educadores (Dahlberg, Moss y Pence, 2005).

Por eso nos parecen tan importantes las palabras de Vivian Paley en la cita inicial. Con sus palabras nos advierte esta maestra del peligro de inventar al otro. Inventarlo en el sentido de creer saber quién es, qué necesita y qué ha de suceder con él. Inventarlo, también, como premisa necesaria para saber qué tengo que hacer. La cuestión que nos pone delante, es que estamos inmersos en una cultura institucional y profesional en la que el sentido de la tarea de educar ya está lleno, básicamente predeterminado. Una cultura que ya ha decidido quién es el otro; aún más, quienes son y quienes tienen que ser quienes se encuentran, y lo que ha de ocurrir en ese “encuentro educativo” (Contreras, 2009).

Nuestra experiencia como docentes, sin embargo, nos mantiene en la vibración que producen las palabras de Paley. Creemos con ella que la enseñanza no responde de forma diligente y lineal a nuestra capacidad de programar, de procurar lo que debería ser, y esperar resultados. Los procesos de enseñanza y aprendizaje son mucho más complejos y sobre todo, mucho más inciertos. Enseñamos sin tener seguridad de aquello que el otro aprenderá, porque entendemos que esta afirmación escapa a la pretensión de creer que es posible “medir” el aprendizaje basándonos en la obtención de las respuestas que vamos buscando del otro. Hay, explica Elizabeth Ellsworth (2005), una discontinuidad entre el enseñar y el aprender. Discontinuidad que señala una acción interrumpida en el espacio entre el “tú y yo”, que evita que la relación entre enseñante-estudiante se fije según un juego de posiciones en el interior de una estructura de relaciones. La discontinuidad, entonces, se abre a un “en medio” que no puede ser resuelto, pero que actúa “educativamente” por su capacidad de crear algo nuevo en ese espacio de encuentro. Es en este lugar “no ocupado”, “no fijado”, “no resuelto” donde está la posibilidad de la relación educativa. Para nosotros eso significa asumir el riesgo de reconocernos habitando esos espacios intermedios y a la vez elaborarlos, tratar de hacerlos pensables y practicables, como perspectiva con la que mirar la educación y con la que mirarnos en educación. Y entonces, ¿por dónde comenzar a pensar nuestro oficio?

Referirse al oficio docente es hablar, como dijimos al inicio, de un oficio de lo humano; lo que nos sugiere, que aquello que da posibilidad de ser a la educación es, precisamente, ese encuentro con el otro, con la otra y con aquello que nos trae. Un encuentro siempre vivo. Impredecible e imprevisible, sin posibilidad de anticipación. Un encuentro que precisa ser vivido como no resuelto si queremos estar disponibles para la relación (Arbiol, 2013), si queremos dejarnos tocar por la presencia del otro (Migliavacca, 2002). Si queremos, en definitiva, profundizar en aquello que es sustancial a (de) la experiencia educativa; aquello que escapa al control de los resultados y de la planificación, que difiere de esa premisa que nos pone en la posición de “hacer algo al otro para obtener algo de él” (Contreras, 2010b). Profundizar aquello que es sustancial en y de la experiencia educativa supone eliminar mucho del “demasiado lleno”, mucho de lo que nos viene dado como “deber”, para poder abrirnos a vivir con más ligereza aquello que nos pide ser exigentes con lo que en verdad importa: un estar atentos al modo en que entramos en relación, y un poner atención a aquello que ponemos en medio en la relación con el otro. Esta es la búsqueda y la aspiración que nos parece importante para el oficio educativo, también para la formación: un dejarnos afectar por lo que hacemos, y sobre todo, por las alumnas y los alumnos con quienes entramos en relación. Un dejarnos afectar que requiere sacudirse todo aquello que se nos supone, como dice Mª Carmen Díez (2011), para aprender a estar cerca del otro al tiempo que aprendemos a dejar que ese encuentro nos transforme. Y dejarnos transformar aquí, pasa por aprender a desplazarse de “lo que sé” a “lo que no sé” y aceptar como escribe Elizabeth Ellsworth (2005, p. 27), que “enseñar es como dar lo que no tengo”.

Entonces, ¿qué saberes son los que nos ayudarían en ese irnos preparando para el oficio? Pensamos la formación inicial y la nuestra propia, desde la necesidad de aprender a generar en sí una disposición a la relación educativa. Y para ello, nuestra apuesta es pensar lo que enseñamos más allá de los márgenes que contienen las asignaturas; pero también, más allá de ese modo de proceder académico que va configurando el corpus básico de las disciplinas en tanto que conjunto de saberes fijados, de explicaciones y de proposiciones que se transmiten, se acumulan y se pueden usar, porque anteceden a la acción.

Atender esas cualidades del oficio docente requiere de saberes que nos ayuden a situarnos ante las experiencias educativas, a vivirlas y aprender a orientarnos en ellas. Saberes que se abren a la experiencia y que nos invitan a una relación de pensamiento con ella. Por tanto, saberes que ayudan a mirar lo que acontece, a preguntarse por su sentido y a orientarse en la práctica teniendo en cuenta todo esto. Saberes que hemos venido nombrando como “saberes de la experiencia o experienciales” (Contreras, 2013). Nos gustaría aclarar, que no entendemos estos saberes de la experiencia como acumulación de experiencias vividas de docentes, o como la acumulación de recursos y estrategias que podemos ir adquiriendo en la práctica del oficio. El saber de la experiencia no es semejante al “saber práctico”, en ese sentido académico de la división teoría y práctica. Éste remite, más bien, al movimiento del pensamiento, al preguntarse por el sentido de lo vivido (Mortari, 2002). Es un saber incorporado, que se va encarnando y que, explican Contreras y Pérez de Lara (2010, p. 56), “no es simplemente algo que se posee, sino parte de lo que se es, de tal manera que ser y saber no están escindidos”. Nos parece que es partiendo de este modo de saber, en el que se van integrando distintas dimensiones (perceptivas, cognitivas, emocionales, deseantes), que vamos aprendiendo a dilucidar sentidos, a abrir disposiciones y orientaciones en la tarea de educar.

3. Abrir la formación a la experiencia y al saber que nace
de ella

“¿Cómo visibilizar posibilidades que orienten, que ayuden a situarse, a verse en situación, pero que no determinen, que no anulen lo que debe ser resuelto en cada circunstancia como recreación personal? (…) ¿Cómo mostrar que los planteamientos educativos, que las propuestas didácticas no tienen nunca una vida propia, que siempre hay que pasarlas por uno? ¿Cómo dar a entender que siempre se trata de un moverse entre el saber y el no saber?”

José Contreras (2011, p. 61)

Estar acompañando a maestras de Infantil y Primaria en su práctica cotidiana a través de la investigación, nos está permitiendo ampliar la mirada y la comprensión sobre algunas disposiciones esenciales que ponen en juego para cuidar la relación, para acompañar a las niñas y los niños en su aprendizaje y en su crecimiento, en toda su complejidad y su dificultad. Vamos aprendiendo a captar algunas de las prácticas y los gestos que cuidan estas maestras, en los que percibimos una gran potencialidad pedagógica. En su proceder, lo que vamos hallando es que los saberes en los que sostienen la relación educativa se nutren de un trabajo que tiene que ver con la mirada, la escucha, el cuerpo, incluso la poética (Arbiol y Molina, en prensa). Hablamos, a partir de aquí, de un saber de la relación vinculado a esas formas de ser y estar ante las criaturas en las que se abre la experiencia de mirar para ser capaz de ver al otro o a la otra en su singularidad. En las que se abre la experiencia de escuchar, para aprender a estar en esa escucha que posibilita un dejarse decir. Un saber de la relación que se abre a la experiencia de la corporalidad, al saberse medida y mediación del otro y con lo otro, a ese saber hacerse presente haciendo lugar a la presencia del otro. Finalmente, un saber de la relación en el que está presente la palabra, no sólo la voz, sino la palabra. Esa que no enmudece ni ahoga la experiencia de la relación. La palabra que no es el lenguaje de la norma ni de la técnica. Es por ello que afirmamos que la experiencia educativa se nutre de todo ello. De un saber mirar y nombrar, un saber escuchar y nombrar, un saber sentir y nombrar. Nombrar la vida que fluye y la relación que se genera, que tiene origen en la destreza, en el gusto con el que se hace lo que se hace, en la capacidad de crear,…

¿Cómo acercar estos saberes a nuestras y nuestros estudiantes de grado? ¿Cómo custodiar su naturaleza naciente sin transformarla en un conjunto de explicaciones y proposiciones que pretenden conducir la acción educativa?

Compartimos la idea de que formarse como maestra o maestro implica hacer algo consigo mismo. ¿Y qué significa hacer algo consigo mismo en la formación docente? Prepararse para la experiencia. Prepararse para vivir los acontecimientos en tanto que apertura a lo nuevo, pero también para crear una relación pensante con eso que se va viviendo (Contreras, 2011). Atender esta idea en nuestras propuestas de formación, significa que nos arriesguemos a aceptar junto a nuestros estudiantes, que el saber pedagógico que enseñamos tiene que ver más con un saber que nos implica en primera persona, que no tanto con un saber disciplinar (aunque ni lo niega ni lo aparta).

Todo ello nos lleva a pensar y diseñar nuestras materias, buscando crear situaciones en las aulas donde la relación educativa sea vivible y practicable. Situaciones que den medida, a nuestros estudiantes, de la responsabilidad que van asumiendo en la educación, y que les permitan abrir la disposición hacia lo incierto e imprevisto. Es importante para nosotros que las y los estudiantes perciban la necesidad que tenemos, como maestras o maestros, de pensar-nos y de contar con lo que somos y con lo que tenemos como bagaje. Contar con ello para saber qué nos dice, para buscar en ello su novedad o para poder interpelarlo. Tratamos, con ellas y ellos, de abrir resquicios en las convicciones que traen, como vía para abrir la sensibilidad hacia aquello que pasa y que les pasa; aprendiendo a explorar esa realidad. Nuestro trabajo consiste entonces en procurar mantenernos en la vibración de la pregunta y, en la exploración de sí y de lo otro. Lo otro que son los otros, el saber, la cultura, la propia institución, las situaciones en que entramos en relación… Para aprender a mantenerse en la pregunta, y en la exploración, más allá de nuestras certezas y de nuestras teorías.

4. Relatos de experiencias docentes

Para ejemplificar esto que vamos desarrollando, continuamos con dos relatos sobre nuestras prácticas formativas. Son prácticas desarrolladas en dos materias diferentes en las que está presente la singularidad de quien las sostiene. Pero lo que el relato de ellas pretende es iluminar y comunicar una parte de lo nos va sucediendo en ellas. Un modo, también, de profundizar en el sentido pedagógico que damos a determinadas metodologías y que, en el fondo, tratan de mostrar las mismas conexiones que vamos buscando expresar a lo largo del artículo: la naturaleza relacional de la educación, el saber de sí y del otro, la presencia, la apertura a lo nuevo y lo que va entrañando...

Nota Pedagógica 1: Entre la ciencia y el arte (Cristina Sendra)

Los relatos seleccionados narran dos momentos vividos en el aula durante las horas destinadas a la materia “Didáctica de las Ciencias Naturales en Educación Infantil”. Dan cuenta de espacios y tiempos en los que tuvo lugar la experiencia: ¿qué y cómo pasó? ¿por qué pasó?

Observo muy poco o nada…

Al principio de curso, después de algunas sesiones en el aula, propuse a las y loss estudiantes salir y pasear por los alrededores de la Facultat de Magisteri para recoger elementos naturales, preferentemente, aquellos que se encontraban por el suelo. Por grupos (entre 6 y 8 estudiantes) fueron recolectando: hojas, frutos, flores, plumas, algún artrópodo que se escondía entres las hojas (hormigas, mariquitas, escarabajos, arañas…). Los subieron al aula y, nuestra aula gris, se llenó de naturaleza. Con el material recolectado, los distintos grupos debían hacer propuestas didácticas para las aulas de Educación Infantil relacionadas con la expresión plástica (collage, esculturas…), con el ámbito lógico-matemático (clasificaciones atendiendo a diversos criterios, seriaciones, conteo, figuras geométricas…), con la lectoescritura (representar letras, palabras…), con la expresión musical (búsqueda de sonidos, de ritmos…). Colores, texturas, tamaños, formas… las posibilidades que nos ofrecían los elementos naturales parecían infinitas.

Estoy convencida de que descubrir las posibilidades educativas de los materiales naturales, que podemos recoger del entorno sin ningún coste económico ni ecológico, y constatar su gran riqueza sensorial, que estimula todos nuestros sentidos pero de una manera suave y respetuosa, fue una experiencia para muchas estudiantes. Era lo que yo esperaba, era el propósito principal de la propuesta que había planificado. No obstante, ocurrió algo más que no había previsto. Las y los estudiantes iniciaron una conversación sobre aquello que les había pasado. Manifestaron que, en casi cuatro años, nunca se habían fijado en los árboles que forman parte de nuestro entorno más cercano y con los que convivimos cada día. Admitieron que habían abierto los ojos a la belleza de estos elementos naturales que nos rodean. Y surgió el interés por los árboles: los colores y las formas de sus flores, de sus hojas y de sus frutos, las texturas de sus cortezas… El deseo de saber más sobre ellos.

Al mismo tiempo, surgió otra reflexión: una meditación sobre sí mismos. Compartían el entorno con otros seres vivos y no los habían observado: a pesar de su belleza, habían permanecido invisibles para ellas y ellos. Comentaron que se habían acostumbrado a “observar poco o nada” y que pasaban cada día, con prisas, pensado en otras cosas y sin colocar la mirada en aquello que les rodea… Y, finalmente, acompañando este deseo por conocer y por observar los seres vivos de nuestro entorno, surgió la inquietud pedagógica, el preguntarse sobre aquello que tiene sentido como maestras y maestros: sobre la importancia de observar y explorar el entorno natural de la escuela, de acompañar a los niños y las niñas en este descubrimiento, de aprovecharlo como un recurso educativo en el que aprender a observar, a descubrir y a entrar en contacto con los seres vivos con los que convivimos y, también, con nosotros y nosotras mismas.

Cabezas y cuerpos que representan y piensan

Unos días después arrinconamos las mesas y las sillas en las paredes del aula y creamos un gran espacio libre de mobiliario y de otros objetos, un espacio en el que nos pudiéramos mover con mayor libertad. Nos sentamos en el suelo formando un círculo y presenté varias hojas de distintos árboles: del plátano de sombra, del árbol del amor, del chopo blanco, del níspero, del algarrobo, del pino carrasco…

Observamos las hojas, las tocamos y hablamos de ellas: de qué árbol procedían, si se trataba de un árbol de jardines y paseos, de un árbol frutal o de un árbol propio del bosque mediterráneo. Les pedí que se fijaran en los colores y en las distintas tonalidades que presentaban (que incluso eran diferentes hasta en las hojas que procedían de la misma especie de árbol) y en cómo variaban también si observábamos la cara superior de la hoja (haz) o la inferior (envés); también que las tocaran y reconocieran diferentes texturas, algunas hojas eran suaves, otras coriáceas, otras pilosas, otras rugosas; y, por último, les sugerí que por grupos (entre 6 y 8 estudiantes) representaran la hoja que habían escogido utilizando sus cuerpos. Utilicé el verbo “sugerir” porque mi intención era que el cuerpo entrara en escena, que el cuerpo les permitiera aproximarse y reflexionar sobre la hoja, pero no sabía muy bien qué iba a pasar, cómo iban a actuar, si considerarían viable aquello que les pedía.

Cada grupo ocupó un rincón del aula y comenzaron a pensar y a compartir propuestas. Era necesario observar detenidamente la hoja, fijarse en los detalles y reflexionar conjuntamente para poder plasmarla con sus cuerpos. Tuvieron que probar, desestimar algunas de las propuestas y volver a probar y, finalmente, decidirse por una de las posibles soluciones.

Sobre el suelo o buscando la verticalidad, las formas lineares de las hojas del pino carrasco, las palmeadas del plátano de sombra, las de corazón del árbol del amor, las de lanza del níspero, las hojas compuestas por varios foliolos del algarrobo y los peciolos que unen todas estas hojas a las ramas del árbol fueron surgiendo de los cuerpos entrelazados de los y las estudiantes. Había ocurrido lo que pretendía con esta propuesta, una pretensión que, quizá más que nunca, estaba cargada de incertidumbre: cabeza y cuerpo unidos exploraban y conocían las formas de las hojas y lo hacían junto con otras cabezas y cuerpos. Los y las estudiantes habían puesto sus mentes y sus cuerpos a funcionar cooperativamente a partir de una hoja. La concentración que se vislumbraba en sus caras, en sus ojos, en sus cuerpos que se mantenían inmóviles una vez conseguían la forma deseada, me indicaban que estaba pasando algo en ellos y ellas. Tomé fotografías de cada una de las hojas que surgía de la unión de sus cuerpos.

Al acabar, sentados en círculo, se inició una nueva conversación. Comentaron que se les había hecho patente como el cuerpo también nos puede ayudar a reflexionar sobre la realidad, sobre el mundo en el que vivimos. El cuerpo les había ayudado a que las formas de las hojas adquirieran un significado más profundo para ellos y ellas. Les había permitido una conexión más vital, más íntima con la hoja y, en consecuencia, con el árbol del que procedía y con la naturaleza. Y, todo esto, junto con sus compañeros y compañeras, cooperativamente.

Había cobrado sentido la relación entre cuerpo y aprendizaje, la necesidad de que el cuerpo tuviera más presencia en los procesos de enseñanza y aprendizaje (y, en general, en todo momento). Aprender las formas de las hojas a través del cuerpo ponía de manifiesto que podíamos aprender muchos más contenidos de los que hasta ese momento habíamos considerado, fueran del tipo que fueran, con el cuerpo. El cuerpo no debía utilizarse sólo para desahogarse o desfogarse, o para recuperar fuerzas y descansar de las tareas intelectuales, sino también para formar parte de los procesos cognitivos y reflexivos que acompañan al aprendizaje. El cuerpo debería estar más presente en la escuela infantil ya que como concluyeron: “la mente está en todo el cuerpo”.

Y pasó algo más. Varios grupos habían escogido hojas del mismo árbol y la forma en la que se aproximaron, exploraron y representaron estas hojas fue diferente en cada grupo. Pues bien, esto no fue visto por los y las estudiantes como una oposición o una contradicción. No actuaron reafirmando su planteamiento y rechazando el del otro grupo, como suele ocurrir otras veces cuando expresan en clase distintos puntos de vista sobre una misma cuestión y éstos no coinciden. Por el contrario, todas las propuestas fueron acogidas con alegría, como algo que nos hacía pensar que había otras soluciones en las que no habíamos reparado y que otros grupos nos ofrecían: las diferentes propuestas de representación fueron aceptadas como igualmente válidas y valiosas.

Por último…

Estos dos momentos de vida en el aula creo que nos pueden dar pistas para continuar indagando sobre el lugar de la experiencia en la formación inicial de los maestros y maestras de educación infantil. En ambas ocasiones habíamos hecho lugar a la experiencia. Aquello vivido les había tocado, les había sorprendido, les había hecho parar para pensar y compartir sus pensamientos. En ambos casos, surgió la disposición a aprender, la reflexión sobre sí mismos y la búsqueda del sentido educativo de lo que hacemos en las aulas.

Notas pedagógicas 2. De cuerpo entero (Dolo Molina)

Desde hace un par de cursos imparto una asignatura optativa de educación infantil en el Grado de Maestra/o. Es un taller que recibe el nombre de una de las áreas del currículum de educación infantil: Conocimiento de sí y autonomía personal. Como ocurre a veces en la vida, esta asignatura me llegó de sorpresa. Fue sobrevenida, cuando ya tenía planificada mi docencia y todo el calendario del curso. Además, era la primera vez que asumía la docencia de un taller. Me sentía perdida y, sobre todo, extrañada, como si no fuese conmigo esa posibilidad. ¡¿Un Taller?! ¿Qué podía hacer en un taller? Y, ¿qué significaba un taller en la formación universitaria?

Encontraba respuestas variopintas. Unas veces me parecía que lo que se desplegaba en un taller, no era muy distinto de lo que se hacía en esas otras asignaturas “teórico-prácticas”. Otras veces, por el contrario, me daba la impresión que algunos talleres se desarrollaban a partir de actividades muy cortas, muy manipulativas y muy orientadas al ¿cómo harías con los niños y las niñas…? Los frutos de esta exploración no me sacaban de ese movimiento pendular entre lo abstracto y lo manipulativo, entre lo indeterminado y lo concreto, entre lo cognitivo y la actividad. Un movimiento del que pretendía salir. Quería que el taller me ayudase a pensar de otra manera la experiencia formativa. La idea de taller me inspiraba cosas, aunque no tuviese ni idea de cómo llevarlas a cabo. Me inspiraba vitalidad, alegría, distensión. También movimiento, recogimiento, concentración, tanteo, exploración. Mucho de conversación, de escucha, de creación, de cuidado. Y algo me resonaba también, sobre los detalles, la expresión, el cobijo… Pero no encontraba el modo. Me costaba dar con ese algo, a partir del cual, se puede dar sentido a todo lo demás.

Y comencé por el principio: las lecturas. Me descubrí, con ellas, en un viaje fantástico de exploración pedagógica que hasta el momento me había pasado desapercibido. Descubrí un tono, en la literatura pedagógica de la educación infantil, profundamente amable, creativo, vivo. Un tono narrativo y reflexivo a la vez, que era muy potente y desde el que se avivaba mi curiosidad. Eran textos que desplegaban una mirada amorosa y esperanzadora hacia las criaturas, que mostraban todas las posibilidades que se abrían para ir aprendiendo y creando a partir de esa mirada. Textos que se detenían en esos procesos de indagación, observación y documentación de la vida en el aula, y en la escuela, que facilitan la comprensión de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Percibía en las lecturas que hacía, ese cuidado puesto en la relación, en la reflexión, en el análisis, en la conversación, en… Además de un sentido grande de bienestar que no ocultaba, sin embargo, las tensiones ni las incertezas ni las búsquedas constantes en las que nos involucra una realidad viva como es, la educativa.

Este trabajo me llevó a reconocer, como proceder de las maestras, un modo de orientarse en la relación con las niñas y los niños desde “un aprender de cuerpo entero”. Desde una mirada que reconoce el deseo de aprender, que lo acompaña, lo sostiene, lo cultiva y que aprende de él sin tratar de reducirlo ni de dominarlo. Una imagen que trae la presencia de los cuerpos, reales y vivos, donde podemos ir buscando y hallando indicios para acompañar el crecimiento y el ser. Junto a esta guía, se me fue desvelando esa otra que le hace lugar, que le da vida: un saber estar ahí (en cuerpo y alma) de las maestras. Un “deseo de estar de cuerpo entero”. Fue sobre estas dos ideas que comencé a entretejer la trama de lo que me parecía interesante trabajar en el taller. Pero clarificarme en aquello que abordaríamos en la asignatura, no me solucionaba el problema de cómo diseñar un taller. Me desbloquearon las palabras de Loris Malaguzzi (2011): el taller es un lugar impertinente para la escuela. Ésta era la clave, ¿cómo de impertinente, para la universidad, iba a ser mi taller? O, ¿cuánto era capaz de pensar una propuesta de taller sin dejarme atrapar en la inercia institucional?

Y comenzó a surgir. Fui perfilando los deseos y las necesidades. Aquello posible y lo que tal vez, no lo era tanto. Los límites pero también todas esas aperturas que son vivibles en los márgenes. Para mí, el punto de partida estaba claro, hacer lugar al cuerpo, porque es en él que habitamos y desde el que nos ponemos en relación con los otros y con el mundo. Y la aproximación a esta idea no podía darse en forma de contenido, sino desde la vivencia. Necesitaba crear situaciones vivenciales que nos ayudasen a experimentar el cuerpo como un lugar que se habita. El cuerpo como sede de experiencia. Se trataba de explorar a través de situaciones vivenciales la experiencia de un “aprender de sí”. Primero, abriéndonos a la experiencia y posibilitando un pensar “sobre sí”; después, poniendo palabra indagando en un pensar “desde sí”. Por último, practicando la conversación y la reflexión en relación con los otros en clase, pero también con los textos. Un proceso que cuenta con la experiencia y que busca hacer el pasaje entre el saber de la experiencia y la experiencia de saber.

Para iniciar dicho proceso formativo desde esa experiencia de un saberse vivir de cuerpo entero, identifique cuatro ámbitos que podíamos explorar: (1) el cuerpo que siente; (2) el cuerpo que expresa; (3) el cuerpo que acoge y, (4) el cuerpo que crea. Para cada uno de ellos, planifiqué una actividad vivencial que fui nombrando como taller. Taller de yoga, taller de danza, taller de fotografía, taller de jabón o el taller de la bata de vida que hicimos el año pasado.

Los talleres no están pensados desde el “cómo hacer con los niños” sino desde un abrirse a la experiencia de sentir(se), de expresar(se), de acoger(se) y de crear y recrear. Reconocer y nombrar en (y desde) sí esta experiencia de la corporalidad para pensarla y aprender de ella. Para “ser capaces” de cultivarla en otro momento, en alguna aula, en ese ir acompañando el crecimiento de las criaturas. En este sentido los talleres buscan hacernos conscientes, por ejemplo, de la necesidad de cultivar tiempos de silencio, de calma, de conexión en el aula. Algo así como ser conscientes de la necesidad de la inactividad en el interior de unas aulas que tienden a estar desbordadas de activismo. Ser conscientes de la necesidad de respetar distintos ritmos y dar cabida al movimiento en unas aulas, atravesadas por la aceleración y fijadas, a la vez, por esa imagen del cuerpo sentado. Lo que aprendemos a través de estos talleres, y de las reflexiones generadas a partir de ellos, son gestos educativos; gestos que llevan consigo un saber de la relación: dar tiempo al saludo, a la escucha, a la mirada, al conflicto, a la duda, a la alegría… Son gestos y no recursos; y esta distinción la descubro como muy importante. Un recurso es hacer yoga en la escuela, o poner música y bailar, o… Un gesto es un acto que se despliega y que se da en alguien. El gesto se practica y en su práctica va emergiendo el sentido de lo educativo que cada quién le va dando.

Llevar a cabo el taller ha sido una experiencia reveladora. He ido aprendiendo, por ejemplo, que es abriendo nuestro deseo de aprender cómo vamos abriendo el deseo de enseñar. Que para enseñar siendo fiel al propio deseo, hay que atreverse a arriesgar. Desarrollar el taller, ha supuesto que por la clase circulara mucha gente: la profesora de danza, la profesora de yoga, la maestra jubilada que nos ha enseñado a hacer jabón, la profesora de plástica que nos ha ayudado a pensar cómo trabajar artísticamente la tela. Cada una de ellas, ha ido poniéndonos algo en las manos y ha ido también llevándose algo. Pues se han descubierto moviéndose en una actividad y conversación educativa, cuyo foco no era enseñarnos algo para hacer a alguien, sino ayudarnos a que algo, eso que ellas traían y sabían, pudiera “pasar a través de mí”. Porque así fue, como mis estudiantes comenzaron a nombrar lo que allí hacíamos, como práctica viva y como práctica simbólica.

5. A modo de cierre

“Dejarnos en los huecos, hacer espacio para lo que no teníamos ni idea de cómo encarar, pero hacer, de alguna forma, un poco nuestra cada situación, que cada cosas que pasa en el escuela [en nuestra aula] nos pase por el cuerpo”

(Teresa Punta, 2013, p. 11)

Este dejarnos en los huecos, aprender a saber estar cerca de la vida manteniéndose fiel a ella, custodiando lo elemental y lo esencial, e interpelando ese saber personal que hemos ido incorporando a partir de nuestra historia escolar y personal, tiene mucho que ver con la apuesta formativa que hacemos. Porque prepararse para el oficio docente requiere un ir poniendo en relación nuestros saberes personales -fruto de las prácticas y experiencias formativas que hemos ido recorriendo- con los saberes constituidos (Cifali, 2005). Saberes que nos interrogan, con los que podemos conversar y con los que arriesgarnos a abrir nuevas posibilidades y horizontes desde los que vivirse, pensarse e imaginarse como docentes. Porque en nuestro oficio, lo elemental y lo esencial está siempre ahí sin resolver y sin poder resolverse de una vez para siempre. Por lo que exige, cada vez, un saber poner en juego y en relación el saber y el no-saber que lleva consigo todo acto educativo de acompañar, enseñar y aprender.

Nuestra apuesta formativa no escapa, pero, de algunas tensiones que la atraviesan. Unas de corte muy institucional como los tiempos acelerados, el exceso de información, o de control, o de homogeneización de perspectivas epistémicas y procesos metodológicos. Y esto, en lo que respecta a la formación inicial pero también, a lo que “debe” ser y hacerse en Educación Infantil. Otras tensiones, son en relación con las estudiantes pues no siempre la propuesta que hacemos se acoge del mismo modo ni con la misma alegría en los distintos grupos; o al menos no siempre se da la necesidad y la toma de conciencia de ese pasar de abrir la experiencia a abrir la reflexión y a elaborar saber. En este sentido, suelen aparecer dificultades cuando les pedimos que se arriesguen y se expongan en prácticas como la de escribir un ensayo o diseñar una propuesta educativa. Seguramente porque son apuestas creativas que necesitan de un tiempo y un recorrido más largo; o porque son propuestas que se salen de las directrices de los guiones más académicos y piden una exposición de sí a la que no están acostumbradas. Y aún, otras tensiones, tienen que ver con lo personal, con nosotras, que no llegamos a todo y que se nos quedan “pendientes” por el camino. Tareas como recuperar y profundizar el sentido formativo y educativo que abrió alguna actividad. O cierta debilidad en el acompañamiento del asombro que se abre en nuestras estudiantes. O cierta dificultad para acompañar su búsquedas o la falta de tiempo para abrir las nuestras propias.

Sin embargo sabemos que reconocer y atravesar estas tensiones nos ha permitido dar un tono propio en relación al saber y en la relación con el saber. Dar y sostener el tono con y ante nuestras estudiantes, sin debilitar la exigencia y sin confundirla con otra cosa: lo que tiene que ser repetido/adquirido. Nos ha ayudado a pensar nuestro acompañamiento en su formación trayendo exigencia sin conformar, y eso ha supuesto aprender a contenerse, a esperar y a afinar la atención. Nos ha ayudado a transitar de forma fructífera un vivir y pensar la formación desde el presente sin quedarnos enganchadas a la petición del futuro, dejándonos guiar por la idea de explorar caminos en los que “irse haciendo docente” más que dejarnos atrapar en esa idea de “prepararse para la profesión”. Porque en esta última, lo que se demandan son fórmulas y soluciones más que aprender a abrir preguntas. Hacer lugar a la experiencia es salirse de esa idea de hacer acopio de planes de acción, de técnicas y estrategias inmediatamente útiles cuya apuesta se asienta en la voluntad de dominar una realidad viva, y en la fantasía de creer que la realidad (y la vida) carece de movimiento. Aprender el oficio docente requiere, por tanto, de un ir aprendiendo a estar en relación consigo misma y en relación con la alteridad posibilitando, además, una relación creativa con las tradiciones pedagógicas disponibles.

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1*Departament de Didàctica i Organització Escolar, Facultat de Magisteri-Universitat de València (España).

 

El proyecto (EDU2011-29732-C02-01): “El saber profesional en docentes de educación primaria y sus implicaciones en la formación inicial del profesorado: Estudio de Casos”, dirigido por el Dr. José Contreras Domingo (Universitat de Barcelona). Y el proyecto (GV/2014/058): “Prácticas y saberes de la relación educativa y su implicación en la formación inicial del profesorado. Estudio narrativo sobre experiencias docentes en Educación Primaria”, dirigido por la Dra. Mª Dolores Molina Galvañ (Universitat de València).

 

 

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