La Revista Iberoamericana de Educación es una publicación editada por la OEI 

 ISSN: 1681-5653

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  Opinión

De gramática y ética
Pilar Gil Soler
Profesora de Enseñanza Secundaria de Lengua Castellana y Literatura

(“Alzó la vara el comisario para dar a Pasamonte (…)mas don Quijote se puso en medio y le rogó que no le maltratase, pues no era mucho que, quien llevaba tan atadas las manos, tuviese algún tanto suelta la lengua” Cap. XXII, primera parte)

Ya en el siglo XVIII, Feijoo había dicho que al buen escritor se le distingue por el instinto que guía sus pasos: “Depende todo, en el escritor, del instinto: es inútil toda regla, todo estudio en el tono elevado o prosaico” .Vienen a definir estas palabras lo que calificamos de estilo. Otros han llamado a esto vocación, inspiración, duende... en todos se corresponde con un llamamiento hondo, secreto, irrenunciable, una fuerza vital incómoda e inevitable – incluso se la considera, a veces, dolorosa – un cierto enajenamiento de la propia voluntad que arrastra al hombre en una historia que él comienza pero nunca sabe cómo acabará: la propia fábula le atrapa y le impone sus leyes; la obra ejerce tiránicamente su autonomía. Autor y obra emprenden un camino vital simultáneo aunque paralelo: el final es un “vacío” sólo salvable con el arranque de una nueva obra. Al oficio de escritor corresponde sacar de la nada las cosas al nombrarlas: (“In Principio Verbum erat...”) no sólo se trata de hallar neologismos felices, sino de poner en acción el campo simbólico de la palabra, incluso en la lengua común; sólo el autor puede insuflarles vida. No es extraño que, desde la más remota antigüedad se identificara el oficio de escritor con el de poeta (poiéo=crear de la nada) y, en consecuencia, aquél sirviese de intermediario entre los dioses y los hombres.

Así, el escritor – demiurgo, tradicionalmente, contrae una deuda con la Sociedad, la Historia, el Hombre. Suele tomar su propia vida como punto de arranque: (“Al fin y al cabo, lo que el autor mejor conoce es su propia vida” dice Antonio Skármeta). Y consecuentemente, el estilo es del autor, es su manera peculiar de escribir, de usar recursos lingüísticos y literarios; ni el editor, ni profesor alguno, ni el lector pueden reemplazarlo con el suyo, por el contrario, deben preservarlo celosamente por ética profesional y personal. La tarea del profesor de Lengua es corregir sólo lo que transgreda las normas lingüísticas. Pero, a comienzos del siglo XXI, todavía la libertad de cátedra es una opción ilusoria: una maestra lee unos versos de Alberti a su clase y se desata la caja de Pandora: ante la imposibilidad de que se emprendan acciones contra ella - fuera de toda duda la rectitud de su intención – un padre saca violentamente a sus hijos del colegio y lo hace público a través de un periódico regional, ampliamente difundido: entra en duda la ética profesional de la profesora y, por extensión, la de todos aquellos que desempeñan – o lo intentan – la enseñanza pública, sin subordinaciones ideológicas, tratando de ahondar en el conocimiento, por él mismo.

Y aquí entramos en una cuestión clave, fundamento que debería haber obviado cualquier polémica, aunque desgraciadamente no es así: en la enseñanza de la gramática no entra el criterio de moralidad o el de confesión religiosa, el de ética ni siquiera el de verdad. En efecto, la gramática no puede ni concordar ni entrar en colisión con la realidad porque las reglas de la gramática no determinan lo que es verdadero ni lo bueno, ni cuáles son los principios por los que debemos regirnos, sino solo lo que tiene sentido decir – sobre la base de la corrección – según las reglas del sistema. De todos modos, la obra nunca puede servir, ni entenderse como sucedáneo de la vida: debe constituirse como carne, sangre, vísceras... en amalgama con abstracciones, teorías, filosofías... Nada de lo humano debe serle ajeno. (No significa esto que lo mítico debe quedar fuera, sacrificado a la pintura realista: el mito puede ser ecuación sustentadora de la vida).

También el conocimiento de la tradición literaria, de la Literatura en sus textos exime de cualquier orientación en este sentido: crearíamos listados de autores correctos o incorrectos desde ese punto y no desde la valoración puramente literaria, se ofrecería una visión sesgada e incompleta.

Y el maestro no es coautor, es decir, no es autor con otro, no tocará el texto original si su redacción es tan correcta que no lo necesita y si no ocurre así, explicará las circunstancias que originaron ese peculiar uso de la lengua. Palabras como mear, no son incorrectas, sino castizas. De todos los términos puede darse una orientación recta o falaz, introducirles una dimensión moral que no está incluida en ellos, por definición(1).

Agradezcamos a Heidegger, el ser materia común –hasta del lector medio, aunque ciertos padres o lectores que se creen autorizados, paradójicamente no lo entiendan – que la obra de arte no sólo es un objeto a la mano, si es también y sobre todo, fuente de verdad, lo es de la suya propia: es irreducible al mundo, no es instrumento. La atención que se le tiene es por ella misma y no como función o mecanismo. Cuenta con su propio mundo, que ella misma abre y funda: no cabe ahí el exceso de corrección lingüística, el desenfreno morboso en encontrar la falta donde no existe,

No hay límites en el horizonte de la obra estética (aunque se trate de una estética cuestionable por basarse en lo feo, aunque demuestre una finalidad iconoclasta, aunque haya grandes dictadores y apresurados fiadores domésticos de la ortodoxia moral que las censuren, amparados en principios, que se convierten en falsos, si se dirigen como arma ofensiva contra la propia obra, aunque sea haciéndolo de modo indirecto, contra la persona de una maestra que la lee en alto para mantener un diálogo ad hoc con sus alumnos… en fin, contra –pongamos por caso – un poema de Alberti, cuya posición en el mundo de las Letras no hace falta ubicar.

Las palabras están dotadas de vida propia; su supervivencia y pujanza siglo tras siglo, así lo avalan. La palabra tiene un ciclo biológico que ya Horacio explicaba, sobre la comparación con las hojas de los árboles, en la “Epistola poetica ad Pisones”.(2) El autor da vida a palabras nuevas, muchas veces resucitando ecos de viejas lenguas olvidadas y juega con las que su conocimiento de la lengua le depara. Quienes amamos la Filología ahondamos en los estratos de los idiomas clásicos para tomar prestadas esas viejas palabras en la derivación a otras nuevas (el neologismo acaba siendo la eternidad de las lenguas muertas) y procuramos que no mueran las palabras castizas en su recto sentido.

El escritor experimenta con la lengua y busca en su propio interior hasta llegar a la exactitud del pensamiento para exteriorizar sus ideas con la fuerza vital del estilo. La sugestión y el instinto suelen cruzarse en su camino, como agentes más poderosos que el análisis crítico, la intencionalidad moral y el acopio de documentos; los primeros catalizan el trabajo de todo escritor que vaya más allá del mero encuentro con su época, de la simple transcripción de otras obras.

Hoy en día, los medios de difusión potencian, inevitablemente, las relaciones autor – lector y fuerzan una cercanía, en principio no frecuente. Al autor le es relativamente fácil seguir las apetencias del imaginario lector, doblegarse a ellas, adivinar sus gustos en función del beneficio económico y/o de la satisfacción del propio ego. Y se teme el malestar del público, cuando éste no asegura la venta de libros, alimento de la egolatría de no pocos equívocos autores. Ello condiciona muchas veces el contenido de la obra, pero también sirve al autor como procedimiento de aprendizaje, al forzar su análisis metalingüístico – metaliterario que también puede incluirse como materia de la misma fábula; por lo mismo, la necesidad de captar lectores de la calle puede unirse a todos y cada uno de los condicionantes que pueden “rebajar el estilo”, algo que ya comprendían muy bien los trovadores, cuando se olvidaban temporalmente del “trovar clus” y así, tiempo después, Meendiño recopilaba y se regocijaba con cazafatones como “amar a Blan/caGar/ cía”...

Según esto, nos preguntamos: ¿condenará tan esmerado censor (que – por leer un poema “soez” de Alberti a los niños - lleva a la picota a una atónita maestra) a los trovadores, al Dolce Stil Nuovo, a Fernando de Rojas, a Cervantes, a la Generación del 27, a don Camilo José Cela...etc. etc.?). Dice un proverbio que la lengua no tiene huesos, pero puede quebrarlos.

Como bien apuntaba San Agustín «conviene matar el error, pero salvar a los que van errados» y en este espíritu – que no puede tildarse de equívoco, amoral ni mentiroso, se orienta nuestro artículo.

Notas

(1) Así, Sebastián de Covarrubias dice: “Vale orinar, del verbo latino meio” y añade una serie de frases hechas, para subrayar abundancia de uso de este vocablo, sin incidir en ningún momento en una reprobación moral. Vid. Diccionario de autoridades, Madrid 1980, ed facsímil. Esto ocurría en 1611, teniendo en cuenta que el término aparece entre otras obras, en el Quijote. Quinientos noventa y tres años después, la vigésimo segunda edición del diccionario de la RAE dice: .1. intr. orinar (expeler la orina). U. t. c. tr. y c. prnl. Continúa sin verse la reprobación moral.

(2) “Ut silvae foliis pronos mutantur in annos / prima cadunt: ita verborum vetus interit aetas./ Et iuvenum ritu florent modo nata vigentque.(... Multa renascentur quae iam cecidere, cadentque / que nunc sunt in honore vocabula, si volet usus, / quem penes arbitriunt est et ius et norma loquendi – Vid. Horati Opera, ed. de Oxford, 1970.

  Número 36/1
25 - 05 - 05

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