(Alzó la vara el comisario para dar a Pasamonte
(
)mas don Quijote se puso en medio y le rogó que no
le maltratase, pues no era mucho que, quien llevaba tan atadas las
manos, tuviese algún tanto suelta la lengua Cap. XXII,
primera parte)
Ya en el siglo XVIII, Feijoo había dicho que al buen escritor
se le distingue por el instinto que guía sus pasos: Depende
todo, en el escritor, del instinto: es inútil toda regla,
todo estudio en el tono elevado o prosaico .Vienen a definir
estas palabras lo que calificamos de estilo. Otros han llamado a
esto vocación, inspiración, duende... en todos se
corresponde con un llamamiento hondo, secreto, irrenunciable, una
fuerza vital incómoda e inevitable incluso se la considera,
a veces, dolorosa un cierto enajenamiento de la propia voluntad
que arrastra al hombre en una historia que él comienza pero
nunca sabe cómo acabará: la propia fábula le
atrapa y le impone sus leyes; la obra ejerce tiránicamente
su autonomía. Autor y obra emprenden un camino vital simultáneo
aunque paralelo: el final es un vacío sólo
salvable con el arranque de una nueva obra. Al oficio de escritor
corresponde sacar de la nada las cosas al nombrarlas: (In
Principio Verbum erat...) no sólo se trata de hallar
neologismos felices, sino de poner en acción el campo simbólico
de la palabra, incluso en la lengua común; sólo el
autor puede insuflarles vida. No es extraño que, desde la
más remota antigüedad se identificara el oficio de escritor
con el de poeta (poiéo=crear de la nada) y, en consecuencia,
aquél sirviese de intermediario entre los dioses y los hombres.
Así, el escritor demiurgo, tradicionalmente, contrae
una deuda con la Sociedad, la Historia, el Hombre. Suele tomar su
propia vida como punto de arranque: (Al fin y al cabo,
lo que el autor mejor conoce es su propia vida dice Antonio
Skármeta). Y consecuentemente, el estilo es del autor, es
su manera peculiar de escribir, de usar recursos lingüísticos
y literarios; ni el editor, ni profesor alguno, ni el lector pueden
reemplazarlo con el suyo, por el contrario, deben preservarlo celosamente
por ética profesional y personal. La tarea del profesor de
Lengua es corregir sólo lo que transgreda las normas lingüísticas.
Pero, a comienzos del siglo XXI, todavía la libertad de cátedra
es una opción ilusoria: una maestra lee unos versos de Alberti
a su clase y se desata la caja de Pandora: ante la imposibilidad
de que se emprendan acciones contra ella - fuera de toda duda la
rectitud de su intención un padre saca violentamente
a sus hijos del colegio y lo hace público a través
de un periódico regional, ampliamente difundido: entra en
duda la ética profesional de la profesora y, por extensión,
la de todos aquellos que desempeñan o lo intentan
la enseñanza pública, sin subordinaciones ideológicas,
tratando de ahondar en el conocimiento, por él mismo.
Y aquí entramos en una cuestión clave, fundamento
que debería haber obviado cualquier polémica, aunque
desgraciadamente no es así: en la enseñanza de la
gramática no entra el criterio de moralidad o el de confesión
religiosa, el de ética ni siquiera el de verdad. En efecto,
la gramática no puede ni concordar ni entrar en colisión
con la realidad porque las reglas de la gramática no determinan
lo que es verdadero ni lo bueno, ni cuáles son los principios
por los que debemos regirnos, sino solo lo que tiene sentido decir
sobre la base de la corrección según
las reglas del sistema. De todos modos, la obra nunca puede servir,
ni entenderse como sucedáneo de la vida: debe constituirse
como carne, sangre, vísceras... en amalgama con abstracciones,
teorías, filosofías... Nada de lo humano debe serle
ajeno. (No significa esto que lo mítico debe quedar fuera,
sacrificado a la pintura realista: el mito puede ser ecuación
sustentadora de la vida).
También el conocimiento de la tradición literaria,
de la Literatura en sus textos exime de cualquier orientación
en este sentido: crearíamos listados de autores correctos
o incorrectos desde ese punto y no desde la valoración puramente
literaria, se ofrecería una visión sesgada e incompleta.
Y el maestro no es coautor, es decir, no es autor
con otro, no tocará el texto original si su redacción
es tan correcta que no lo necesita y si no ocurre así, explicará
las circunstancias que originaron ese peculiar uso de la lengua.
Palabras como mear, no son incorrectas, sino castizas. De todos
los términos puede darse una orientación recta o falaz,
introducirles una dimensión moral que no está incluida
en ellos, por definición(1).
Agradezcamos a Heidegger, el ser materia común hasta
del lector medio, aunque ciertos padres o lectores que se creen
autorizados, paradójicamente no lo entiendan que la
obra de arte no sólo es un objeto a la mano, si es también
y sobre todo, fuente de verdad, lo es de la suya propia: es irreducible
al mundo, no es instrumento. La atención que se le tiene
es por ella misma y no como función o mecanismo. Cuenta con
su propio mundo, que ella misma abre y funda: no cabe ahí
el exceso de corrección lingüística, el desenfreno
morboso en encontrar la falta donde no existe,
No hay límites en el horizonte de la obra estética
(aunque se trate de una estética cuestionable por basarse
en lo feo, aunque demuestre una finalidad iconoclasta, aunque haya
grandes dictadores y apresurados fiadores domésticos de la
ortodoxia moral que las censuren, amparados en principios, que se
convierten en falsos, si se dirigen como arma ofensiva contra la
propia obra, aunque sea haciéndolo de modo indirecto, contra
la persona de una maestra que la lee en alto para mantener un diálogo
ad hoc con sus alumnos
en fin, contra pongamos por caso
un poema de Alberti, cuya posición en el mundo de
las Letras no hace falta ubicar.
Las palabras están dotadas de vida propia;
su supervivencia y pujanza siglo tras siglo, así lo avalan.
La palabra tiene un ciclo biológico que ya Horacio explicaba,
sobre la comparación con las hojas de los árboles,
en la Epistola poetica ad Pisones.(2)
El autor da vida a palabras nuevas, muchas veces resucitando
ecos de viejas lenguas olvidadas y juega con las que su conocimiento
de la lengua le depara. Quienes amamos la Filología ahondamos
en los estratos de los idiomas clásicos para tomar prestadas
esas viejas palabras en la derivación a otras nuevas (el
neologismo acaba siendo la eternidad de las lenguas muertas) y procuramos
que no mueran las palabras castizas en su recto sentido.
El escritor experimenta con la lengua y busca en su propio interior
hasta llegar a la exactitud del pensamiento para exteriorizar sus
ideas con la fuerza vital del estilo. La sugestión y el instinto
suelen cruzarse en su camino, como agentes más poderosos
que el análisis crítico, la intencionalidad moral
y el acopio de documentos; los primeros catalizan el trabajo de
todo escritor que vaya más allá del mero encuentro
con su época, de la simple transcripción de otras
obras.
Hoy en día, los medios de difusión potencian, inevitablemente,
las relaciones autor lector y fuerzan una cercanía,
en principio no frecuente. Al autor le es relativamente fácil
seguir las apetencias del imaginario lector, doblegarse a ellas,
adivinar sus gustos en función del beneficio económico
y/o de la satisfacción del propio ego. Y se teme el malestar
del público, cuando éste no asegura la venta de libros,
alimento de la egolatría de no pocos equívocos autores.
Ello condiciona muchas veces el contenido de la obra, pero también
sirve al autor como procedimiento de aprendizaje, al forzar su análisis
metalingüístico metaliterario que también
puede incluirse como materia de la misma fábula; por lo mismo,
la necesidad de captar lectores de la calle puede unirse a todos
y cada uno de los condicionantes que pueden rebajar el estilo,
algo que ya comprendían muy bien los trovadores, cuando se
olvidaban temporalmente del trovar clus y así,
tiempo después, Meendiño recopilaba y se regocijaba
con cazafatones como amar a Blan/caGar/ cía...
Según esto, nos preguntamos: ¿condenará tan
esmerado censor (que por leer un poema soez de
Alberti a los niños - lleva a la picota a una atónita
maestra) a los trovadores, al Dolce Stil Nuovo, a Fernando de Rojas,
a Cervantes, a la Generación del 27, a don Camilo José
Cela...etc. etc.?). Dice un proverbio que la lengua no tiene huesos,
pero puede quebrarlos.
Como bien apuntaba San Agustín «conviene matar el error,
pero salvar a los que van errados» y en este espíritu
que no puede tildarse de equívoco, amoral ni mentiroso,
se orienta nuestro artículo.
Notas
(1) Así, Sebastián
de Covarrubias dice: Vale orinar, del verbo latino meio
y añade una serie de frases hechas, para subrayar abundancia
de uso de este vocablo, sin incidir en ningún momento en
una reprobación moral. Vid. Diccionario de autoridades, Madrid
1980, ed facsímil. Esto ocurría en 1611, teniendo
en cuenta que el término aparece entre otras obras, en el
Quijote. Quinientos noventa y tres años después, la
vigésimo segunda edición del diccionario de la RAE
dice: .1. intr. orinar (expeler la orina). U. t. c. tr. y c. prnl.
Continúa sin verse la reprobación moral.
(2) Ut silvae foliis
pronos mutantur in annos / prima cadunt: ita verborum vetus interit
aetas./ Et iuvenum ritu florent modo nata vigentque.(... Multa renascentur
quae iam cecidere, cadentque / que nunc sunt in honore vocabula,
si volet usus, / quem penes arbitriunt est et ius et norma loquendi
Vid. Horati Opera, ed. de Oxford, 1970.
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