Introducción.
La educación tiene -según lo expresa Hanna Arendt
(1993)- la misión de mediar entre el niño y el mundo,
de manera de permitir que el primero se integre en el segundo minimizando
el riesgo de rechazo que existe naturalmente entre ambos. Esta integración,
que pasa también por formar parte de los grupos de personas
que ya son parte del mundo -es decir, los adultos- implica para
el educador hacerse responsable del uno y del otro, en cuanto a
que su tarea como mediador entre ambos (niño y mundo) va
a determinar la manera cómo éstos se relacionan y
sus expectativas de sostenimiento. De ahí su autoridad, de
su gran responsabilidad. El educador es entonces un ser privilegiado
en la construcción no sólo de la cultura, sino, como
consecuencia de ella, de la sociedad, de la manera cómo sus
alumnos ven al mundo, de la distintas perspectivas con que interpretan
a este mundo, a la sociedad y a su existencia social e individual
que otorgan un orden a su convivencia naturalmente gregaria .
Entonces, ¿cómo asumimos los educadores dicha responsabilidad?¿Estamos
preparados para tomar el lugar que nos corresponde en la gran trama
social?¿Nos preparamos de manera de crear conciencia entre
nosotros mismos de la importancia de nuestro rol?¿Estamos
concientes de todo lo que implica nuestro trabajo con los alumnos?
En el fondo, ¿sabemos cuando ingresamos a este oficio, de
todo lo que se trata? Ahora bien, ¿qué estamos haciendo
para responder a estas interrogantes? Quiero hacer un personal aporte
presentando algunas reflexiones teóricas respecto del rol
social del educador y el proceso mediante el cual se forma.
1.- La educación como fenómeno social.
Que la educación es un fenómeno social es, a estas
alturas, una idea asumida por todos aquellos que algo tienen que
decir acerca de ella . Ya en sus albores la sociología se
ocupaba de ello: Émile Durkheim lo aclaraba de la siguiente
manera "la educación común es función
del estado social; pues cada sociedad busca realizar en sus miembros,
por vía de la educación, un ideal que le es propio"
(1998:18) De ahí también la importancia política
de la educación: la posibilidad de establecer un determinado
orden social descansa en la forma cómo los ciudadanos entienden
el rol de la sociedad, de sus organizaciones y de ellos mismos dentro
de este sistema de relaciones; y esa forma de entendimiento sólo
es posible de lograr mediante la educación de las personas.
Hablamos entonces de la construcción del espacio social (Bourdieu
2003:34), es decir, de esa realidad invisible que no se puede mostrar
ni tocar con los dedos y que organiza las prácticas y las
representaciones de los agentes de una sociedad. Lo anterior sólo
es posible mediante un proceso de transmisión de conceptos
de persona a persona, de un educador a un educando -un proceso comunicativo
según Habermas- a través del cual se van asimilando
las particulares maneras de entender el mundo que cada sociedad
y, por ende, cada cultura han asumido para sí.
Ahora bien, el hombre, ser social por naturaleza, se hace -o rehace-
en la mediada en que es educado. Antes ya hacíamos mención
de Hanna Arendt (1993) quien explicaba el proceso de aprendizaje
humano desde el punto de vista de su incorporación al mundo,
bajo la idea de que su naturaleza social no basta para adaptarlo
a la vida organizada con otros seres humanos, pues no hablamos de
organizaciones sencillas, sino complejas, cargadas de historia,
valores e intrincadas significaciones, "en sociedades tan vastas
como las nuestras, los individuos son tan diferentes los unos de
los otros, que no hay, por así decir, nada de común
entre ellos, salvo su cualidad general de ser hombres" decía
Durkheim (1998:18). Pues bien, así mirada la educación
lo que propone es la construcción de un "hombre nuevo",
distinto de cómo lo ha engendrado la naturaleza, busca crear
un ser social (1998:18); pues es la sociedad la que nos enseña
a dominarnos, a constreñirnos, es también, siguiendo
sus necesidades, la que decide la cantidad y naturaleza de los conocimientos
que debe recibir el niño y es la que conserva la conciencia
adquirida por las generaciones anteriores y también la que
la transmite a las nuevas generaciones.
La educación es además la herramienta privilegiada
de reproducción social, es decir, del mantenimiento del orden
social según la más antigua tradición cultural.
En esto creo que hay que detenerse un poco. Pierre Bourdieu (2003)
explica que el espacio social u organización de la sociedad
se funda en un capital cultural, es decir en la herencia cultural
-o más bien manera de ver al mundo- que ese espacio social
tiene. De este modo la sociedad se organiza en torno a valores determinados
que son los que en definitiva explican dicha organización.
Así el espacio social deviene en espacio simbólico,
es decir en un conjunto de estímulos cargados de diferente
significación que, transformados en una especie de lenguaje,
dan forma a las perspectivas, prioridades, ideologías e intereses
de los componentes de cada grupo social; de esta manera la distribución
del capital cultural permite construir un espacio social y la institución
escolar, mediante el fomento de aquellas formas particulares de
entender el mundo, ayuda a reproducirlo y a mantenerlo a través
del tiempo y de la historia.
Pues bien, la educación emerge como un fenómeno social
no sólo por sus fines (integrar al niño al mundo-sociedad),
sino también porque aporta con su ejercicio a la conformación
de la realidad social y cultural de los distintos grupos humanos.
2.- La educación: una obra eminentemente humana.
Fernando Savater (1996) dice, citando a Graham Greene, que "ser
humano es también un deber". Es decir, "nacemos
humanos, pero eso no basta. Además tenemos que llegar a serlo";
y la posibilidad de ser humano sólo se realiza efectivamente
por medio de los demás, de los semejantes, es decir, "de
aquellos a los que el niño hará todo los posible por
parecerse". Y "si, -continua Savater- como dice Jean Rostand,
la cultura es lo que el hombre añade al hombre, la educación
es el acuñamiento de lo humano allí donde sólo
existe como posibilidad. Lo propio del hombre no es tanto el mero
aprender como el aprender de otros hombres, ser enseñado
por ellos". Entonces entendemos el porqué de la necesidad
de la educación como acción organizada de humanos
sobre humanos. Debemos estar de acuerdo en que el aprendizaje humano,
lejos de ser idéntico al aprendizaje animal, es un proceso
complejo, cargado de un sinnúmero de variables que lo determinan
y lo diferencian en el caso de cada persona. Más aún
si entendemos a la formación desde la perspectiva del sujeto,
pues dice Moya (2002:23) que ésta "concibe el formarse
parte de la historia de cada sujeto, unida e imbricada a la historia
de otros. Es en esa historia común que el sujeto inscribirá
sus nuevos aprendizajes", es lo que Bruner explica como la
construcción de los conocimientos compartidos por parte de
alumnos y profesor, en donde lo conocido se plantea abierto al escrutinio
en un proceso social y no individual en el que se compara, contrasta
y discute.
Podemos entender la complejidad del proceso de aprendizaje en las
materias que se enseñan, pero debemos asumir que no es sólo
eso: aprendemos contenidos e información, y desarrollamos
habilidades y competencias; sin embargo, también aprendemos
una manera de vivir, de ver al mundo, aprehendemos una cultura,
una cosmogonía . Pero no es sólo eso: también
es el aprendizaje de una serie de signos y significaciones, un aprendizaje
de relaciones simbólicas, de un lenguaje particular, de un
discurso específico que nos otorga una perspectiva para entender
lo que sabemos y lo que somos capaces de hacer, tanto a nivel de
producto tecnológico como a nivel de relaciones entre personas
Es por eso que nuestro aprendizaje como humanos sólo es posible
cuando estamos en contacto con otros seres humanos porque lo anterior
sólo es posible aprenderlo de otros que lo hayan aprendido
igual que nosotros: de la cultura, que es obra eminentemente humana.
3.- Educación y compromiso social.
Pero este es un asunto que tiene muchas aristas. Una -distinta
de las anteriores y quizá surgida de ellas- es la del fin
último de la educación y de todo proceso de aprendizaje.
Ya aprendimos con Foucault (1979, citado por Martínez 2001)
que toda formación discursiva es un efecto de poder organizado
a través de reglas anónimas, mediadas históricamente
y determinado por un tiempo y un espacio. La escuela -como lo reconoce
Martínez (2001:96)- es en sí misma una formación
discursiva, es decir un conjunto de prácticas discursivas
que logran una cierta regularidad. Pues bien, este discurso llamado
escuela junto con buscar construir un entramado conceptual racional
que ordene ideológicamente la realidad social (capital cultural
según Bourdieu), busca -para cumplir el itinerario que se
ha impuesto a sí misma- distribuir y reproducir relaciones
de poder, lo que integra a algunos agentes sociales al selecto grupo
de los protagonistas de la historia y excluye a otros . Pero hay
que entender lo anterior en una doble dimensión: lo mismo
que puede hacer de la escuela un discurso de exclusión, la
puede hacer un discurso de integración . Esta dialéctica
es lo que configura no sólo la práctica educativa,
sino también el diseño curricular: la educación
no sólo se ocupa de reproducir y transmitir las formas de
relación de los distintos actores sociales, sino que es también
el lugar en donde se encuentran y se generan distintas formas de
reacción y oposición. Becerril (1999), siguiendo a
Althusser, explica este fenómeno en dos hechos: el primero
es que "en las condiciones de orden social, el desarrollo de
las fuerzas productivas necesitan a las organizaciones escolares
como condiciones de producción al mismo tiempo que producen"
(p. 69); y el segundo, de que esta reproducción no es automática,
sino compleja y puede acoger distintas formas de resistencia, las
que este autor -ahora siguiendo a Apple- llama contradicción:
es decir, la posibilidad de que en "la organización
escolar, los trabajadores creen ciertas condiciones autónomas
para ejercer el control de su trabajo, que se configura en un especie
de contraorganización con relaciones informales que desafían
a la norma, ya que se valen de ingenio y creatividad cultural para
tomar distancia de la determinación" (Becerril 1999:78)
Pues bien, exclusión e integración son dos potencialidades
presentes en el quehacer pedagógico, productos ambos del
proceso de aprendizaje en los que toda persona se embarca al ser
parte de un grupo social. Esto, que es también obra eminente
humana, nos hace cuestionarnos el sentido que como macroestructura
social o como iniciativa individual debemos otorgarle a nuestra
acción educativa. Esta tarea toma mayor vigencia cuando asumimos
que lo que queremos de la educación es justamente que sea
una herramienta de integración social, es decir que pueda
desarrollar la capacidad de la persona humana de ser parte, de manera
autónoma, activa y solidaria, de los procesos sociales en
los que le corresponde desenvolverse. La idea fundamental es que
seamos capaces de formar personas -ciudadanos, según Magendzo
(2003)- solidarios, conscientes y críticos, que seamos capaces
de emprender "algo nuevo" (Arendt 1993:208), es decir,
de renovar al mundo a través de actos profundamente conscientes
y responsables, a la vez que transformadores. Esto es lo que Bronislav
Geremek (1996) entiende como cohesión social: el respeto
de la dignidad del ser humano y la construcción de vínculos
sociales en nombre de la solidaridad para integrarlo a los demás
seres humanos y salvarlo de la exclusión y el aislamiento
a los que el no saber -es decir, la ignorancia- los condena.
Lo anterior por supuesto requiere un compromiso, una toma de posición
por parte del individuo respecto a las alternativas que los distintos
acercamientos discursivos le proponen, pues no es posible mantenerse
al margen de tales cuestionamientos en especial si el individuo
al que nos referimos es un profesor, es decir, el encargado de que
un grupo de alumnos aprendan. La labor misma del docente implica
una toma de posición en la medida en que se erige como el
cedazo a través del cual le llegan a los alumnos las concepciones
e ideologías de la cultura, por lo tanto es este maestro
quien, bajo el influjo de un determinado discurso cultural y político,
decide lo que los alumnos necesitan para formar parte de la estructura
social en su rol particular. El profesor se va a encargar de que
sus alumnos reciban el capital cultural en la medida que les corresponda,
de manera de que se cumpla en ellos la función que les asiste
en el entramado social; pues bien, para que ello sea posible, este
profesor debe haber definido para sí -y para sus alumnos-
su particular posición frente a la circunstancia histórico-cultural
que enfrenta, debe adherir a algún sentido para su propia
labor como educador. Debo decir aquí que considero una falacia
la idea de que la educación pueda ser apolítica, desideologizada
o simplemente neutral; por supuesto no se trata de instrumentalizarla,
sino todo lo contrario, es reconocer que como todo proceso comunicativo
y discursivo, la educación se basa en principios ideológicos
que la sustentan -no me refiero necesariamente a ideología
política, sino a concepciones de mundo- y que le otorgan
sus fines y sus métodos. Pues bien, parafraseando a Martínez
(2001:83), podemos decir que el compromiso es un método de
acercamiento y circulación por los aportes posibles en el
interior del campo de juego en el que se inscribe el sector, y que
cada sujeto se acerca a configurar su propio campo de posibilidades
de manera no mecánica ni predeterminada, sino bajo la influencia
de su capital cultural, su historia personal, el momento histórico
que vive, etc.
Lamentablemente esta conciencia del educador respecto de su compromiso
social ha pasado a ser, además de una pieza de museo, un
componente del cual se reniega. Las reformas educacionales han traído
consigo cambios de paradigmas a nivel social. No porque hasta el
momento hayan significado una revolución en términos
educacionales, sino porque llevan aparejadas concepciones de persona,
de sociedad y de mundo distintas de las que nutrieron a la actividad
educativa hasta antes de su aparición. Tengo claro que estas
particulares formas de ver el mundo son en sí la toma de
posición que se requiere para sustentarlas ideológicamente,
sin embargo no me fío de ellas, porque allí donde
se instalan como componente ideológico-valórico, reniegan
de la reflexión profunda y el cuestionamiento a nivel de
principios, proclamando la doctrina del pragmatismo y la tecnocracia,
intentando convencernos de la neutralidad y objetividad de sus postulados,
cuando en realidad no son ni neutros ni objetivos. La experiencia
de más de diez años de Reforma educacional en Chile
nos habla del esfuerzo por tratar de convertir el proceso formativo
de las personas -esa obra que nos completa en nuestra condición
y dignidad humana y que sólo es posible a través del
interactuar con otras personas- en una suerte de producción
industrial, sustentada en estándares de rendimiento internacional,
pero que se olvida de que toda acción pedagógica se
juega por completo en un proceso comunicativo personal entre un
educador y un alumno, en donde el educador asume el compromiso individual
con su alumno de ayudarlo en su proceso de aprendizaje del mundo
y construcción de sus propias convicciones. La realidad nos
habla de un mundo convertido en un" sistema global sobre el
cual el capitalismo, en sus diversas formas, ha tejido una compleja
red de relaciones económicas, culturales y políticas"
(Martínez 2001:92) : se excluyen todas las ideas que disientan
de la oficialidad teñida por el liberalismo económico
y centrada en el individualismo técnico: ya no hay espacio
para compromisos colectivos ni para los compromisos personales.
Esto, en el caso de la educación, se puede observar en el
discurso de la profesionalización docente, el que lejos de
buscar una reivindicación social del magisterio propone una
reformulación del perfil profesional, orientándolo
a los nuevos tiempos, transformando al docente en un funcionario
a cambio de cierta seguridad y "prestigio profesional",
y a costa de la pérdida de control sobre los distintos niveles
de concreción de la práctica docente -distanciando
las etapas de diseño de la de aplicación, correspondiendo
al profesor sólo esta última, por ejemplo- e incorporando
lógicas y argumentos empresariales, en especial en el análisis
de la calidad, con el consiguiente riesgo de la instrumentalización
tanto de los docentes como de los alumnos, en pos de una exitosa
producción de resultados académicos.
El compromiso social de la educación y del educador, ante
el panorama al que se enfrenta, debe revalidarse, reconceptualizarse,
pues creemos con Martínez (2001) que "el compromiso
radical de la escuela con la educación del ser humano no
puede eludir su posición crítica con las políticas
de injusticia y desigualdad. Ésta debe seguir siendo una
cuestión básica en todo educador" (p. 95). Para
nosotros la educación debe ser en esencia una liberación
(Freire), en cuanto a que autonomiza a la persona de aquello que
la limita, la emancipa de sus determinismos (Habermas, Groundy),
para que pueda hacerse a sí misma (Moya). Desde esa perspectiva
el docente, como agente primordial del proceso educativo, debe definir
un compromiso profundo y permanente con sus alumnos y con su práctica,
de manera de responder a lo que la realidad le demanda en favor
de la formación de éstos y como consecuencia de ella,
de la formación de la sociedad y la cultura; compromiso que
implica una toma de conciencia -es decir se opone a la enajenación,
o sea a "la pérdida, por el hombre, de lo que constituye
su propia esencia y por consiguiente, la dominación del objeto
sobre el sujeto" (Becerril, 1999:86)- y trae como resultado
una acción pedagógica centrada en lo que Moya llama
situación formadora, es decir, "un espacio de práctica
educativa mediadora entre sujetos y dispositivo pedagógico
(
) que contiene la trama de relaciones que instituyen, tanto
la relación entre actores (interacción pedagógica)
como la interacción entre saberes (relación significante)"
(2002:20).
4.- Compromiso social y formación docente.
Como decíamos anteriormente el capital cultural no se hereda
en los genes ni se adquiere por osmosis, es el resultado de un complejo
proceso de apropiación en el que la persona es introducida
a la cultura por otras personas en una relación dialéctica
de construcción del conocimiento. Pues bien, esto se aplica
de igual manera al aprendizaje de la docencia. Los profesores, quienes
serán los responsables del aprendizaje de sus alumnos, con
todo lo que ello implica, son a su vez aprendices de otros profesores,
de los que van a recibir las nociones que les van a permitir crear
sus propias concepciones respecto de su labor docente y su rol social.
Entonces es primordial que se reflexione acerca de sus procesos
de formación.
Como ya lo hemos dicho respecto del proceso de formación
de los alumnos, para el caso de la formación de los profesores
tenemos que tener en cuenta cuál es rol que la educación
como fenómeno tenga en la sociedad, la que a su vez va a
definir lo anterior según a sus particulares aspiraciones
y forma de proyectarse en el tiempo. Pues bien, no es lo mismo esperar
de la educación la repetición de un modelo social
que preparar un cambio de paradigma, y en este mismo sentido, no
es lo mismo un profesor que trabaja por la perpetuación de
un sistema, que aquel que lo hace por una transformación.
Lamentablemente las condiciones en las que esto se ha estado dando
no son muy promisorias: la hegemonía de un paradigma cultural
fundado en el positivismo científico e inspirado en el capitalismo
económico ha dado como resultado la presencia de un profesor
que se ha limitado a ser un mero transmisor de conocimientos y "
las instituciones y programas de formación docente han sido
la mejor "escuela demostrativa" de la escuela transmisiva,
autoritaria, burocrática, que desdeña el aprendizaje"
(Torres, 1999:47). Lo anterior trayendo como resultado variados
problemas tanto para docentes, como para alumnos y para el sistema
educativo en general: son de público conocimiento los bajos
resultados que el proceso de reforma educacional en Chile ha arrojado
en cuanto a calidad de la educación ; a eso le agregamos
que estamos frente a un sistema educacional desorientado que busca
reinventarse para poder calificar a la par del resto del sistema
social -en especial a la par de los sistemas político y económico-
en la panacea de la globalización; nos enfrentamos a docentes
que no cuentan con los recursos didácticos ni pedagógicos
para responder a una realidad que dista de los supuestos teóricos
en los cuales fueron preparados, docentes que, desprestigiados socialmente,
cargan con el trauma histórico de la indiferencia de las
autoridades respecto de sus condiciones laborales, respecto de su
dignificación como profesionales (profesan un oficio para
el cual han debido pasar por años de formación universitaria)
que trabajan en la formación de personas, respecto de su
postergación social junto con todo el sistema educativo,
respecto de su conocimiento del proceso educativo y por ende, de
la validez de su opinión respecto de las posibles reformas
y su implementación. Nos encontramos con docentes alienados,
"ajenos en su mayoría a la información y al debate
en torno a los grandes temas de la educación, a las políticas
educativas nacionales e internacionales que definen su rol y perspectivas
presentes y futuras" (Torres, 1996: 26). Es en este último
punto según creo donde está uno de los problemas más
sensibles de la formación de los educadores: los profesores
no sabemos reflexionar acerca de las prácticas pedagógicas
que llevamos a cabo, lo que nos hace caer en el activismo sin sentido,
motivado únicamente por el afán de obtener resultados
(aprobados), cumplir nuestra función (pasar contenidos) o
mantener ocupados a los alumnos para que no causen molestias (disciplina).
No hay una mirada que trascienda la cotidianeidad y se proyecte
a las significaciones que nuestro trabajo contiene, que se detenga,
no sólo en las estrategias y en las didácticas propias
de la enseñanza, sino que analice los precedentes que vamos
sentando con cada discurso, análisis y en cada relación
que establecemos con nuestros alumnos. Falta reflexión y
crítica en la práctica educativa, falta la conciencia
del rol social y cultural que lleva consigo el ejercer la docencia:
falta la inquietud por trascender y hacerlo de buena manera, y eso
se aprende.
La formación docente entonces no puede ser una mera revisión
de fórmulas didácticas o un adiestramiento en disciplinas
específicas, tiene que ser el espacio que acoja la inquietud
del profesor por trascender, el lugar en donde, mediante la reflexión,
pueda aclarar su posición respecto de la problemática
educativa, su rol en la dinámica social, su forma de entender
el mundo. Debe ser el espacio en donde el profesor -en formación
o en servicio- pueda hacer conciencia de sí mismo, de su
labor y del mundo y pueda confirmar su compromiso con sus alumnos
y su proceso de aprendizaje, un compromiso responsable con lo que
sus existencias puedan llegar a ser. Ahora bien, debemos estar claros
que esta formación no comienza en la universidad con la habilitación
profesional del profesor , es un continuo que comienza, como lo
enuncia María Alice Setúbal (1996), cuando el docente
o futuro docente es estudiante en la escuela primaria o antes inclusive,
pues no hablamos de destrezas o habilidades simplemente, sino que
estamos considerando una actitud ante el mundo, una forma de entender
las relaciones sociales que implica una conciencia y un compromiso,
y eso viene desde muy largo. Así entendido entonces, la responsabilidad
de la formación de los docentes es una doble responsabilidad,
pues afecta a los estudiantes en cuanto estudiantes y en cuanto
a futuros docentes que a su vez multiplicarán su particular
forma de entender la práctica con otros cientos de estudiantes
más. Debemos saber, además, que el continuo formación
docente no termina con la titulación del profesor, sino que
se extiende por toda la práctica educativa, incorporando
tanto los saberes sistematizados en la llamada formación
en servicio -o continua- y los saberes extraídos de la práctica
en sí, los que se incorporan como experiencia, sumándose
a los saberes propios de la persona que ejerce el oficio docente
y que abarcan un espectro más amplio que la pura educación
.
En todos sus niveles la formación del profesor debe incorporar
la reflexión y la crítica, como lo hemos dicho antes,
para recuperar la conciencia y el compromiso social. El profesor
debe ser capaz de incorporarse a la sociedad, a la interacción
con otras personas y a la institucionalidad que las organiza, para
estar en condiciones de "convertir a la escuela en primer espacio
público del niño, creándole posibilidades de
percibir, vivir y actuar, interactuando con las múltiples
relaciones que permean toda la sociedad" (Setúbal, 1996:88).
En la medida en que el profesor ha aprendido a participar y comprometerse
va a tener la capacidad de enseñar a sus alumnos a integrarse
a la sociedad y al mundo, de manera que cada quien pueda resguardar
su propia individualidad y no hacerse una víctima de la enajenación.
Pero hay que tener muy en cuenta que esto, que significa una forma
de ver al mundo, se aprende de la cultura, de otras personas.
5.- Conclusión.
Ya hemos visto como todo proceso formativo se erige como una interacción
compleja entre personas. Sólo de ahí es posible el
aprendizaje. Pero este aprendizaje se enmarca en un contexto humano
más profundo que la mera repetición de información,
es la adaptación de un ser natural a una realidad social
mediada por la cultura, es la adopción de una cosmogonía,
una manera de ver al mundo, a las demás personas y a sí
mismo, que tiñe toda intención, acción y pensamiento
que se pueda tener. Hemos visto cómo es que el capital cultural
que una persona hereda define su rol en la sociedad, lo libera o
lo esclaviza, lo integra o lo excluye. Hemos visto que todo eso
es una opción que se asume de acuerdo a lo que he sido capaz
de aprender. Hemos visto que la escuela y el docente formador son
decisivos en esto. Asimismo hemos visto que el docente también
debe ser formado en el compromiso para dar respuesta a las inquietudes
de sus alumnos y lograr en ellos la emancipación a través
de la conciencia y la crítica.
Al principio nos hacíamos preguntas acerca de la labor del
docente y su real conciencia de ella. Creo que podemos asumir a
cabalidad que la labor del docente formador, enseñante va
mucho más allá de su labor como instructor y tiene
que ver no sólo con su rol en el entramado social, sino con
su compromiso con las personas de sus alumnos, en una interacción
cercana y cordial. Es ahí donde se juega toda la relación
pedagógica, no sólo la de las personas que están
en los roles de profesor y de alumno, sino de la institución
escolar completa, añadida a ella además, las instituciones
políticas, económicas y sociales interesadas en su
quehacer. Es necesario personalizar la relación pedagógica
para hacer de ella una comunicación humana.
Pero esto, para que no sea tan sólo retórica, debe
asumirse como política. Debe ser asumido por las instituciones
que financian, preparan y perfeccionan a los docentes, quienes -de
igual modo que todos- deben aprender a mirar el problema desde esta
perspectiva y deben hacerse con las herramientas necesarias para
dar respuesta a las interrogantes que vayan surgiendo en el camino.
Es necesaria la reflexión permanente y sistemática
para poder visualizar los problemas y sus caminos de solución,
pero por sobre todo es necesario aquel espíritu que nos permita
rescatar de la segregación a otros seres humanos y que les
permita a ellos realizarse humanamente, según su propia dignidad,
y en consecuencia intervenir activa y poderosamente en los procesos
históricos y sociales que enfrente. En un mundo cada vez
más vacío de espíritu, frente a una realidad
cada vez más hostil con la solidaridad y el compromiso con
los demás, frente a un sistema educativo extraviado en el
individualismo y la instrumentalización, nuestro llamado
es a rescatar al ser humano que está detrás de cada
alumno, de cada docente y devolverle el control soberano sobre su
existencia, en especial a nivel intelectual y por sobre todo espiritual.
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