En 1891, el gran José Martí escribió una de
las frases más repetidas hoy en día: "trincheras
de ideas valen más que trincheras de piedra". Sin duda,
esta es una frase idealista, propia del siglo XIX, nacida en el
siglo anterior sobre las piedras de la fuerza y la autoridad. Nada
más democrático y antidogmático que tener ideas
propias. Pero rara vez estas trincheras fueron levantadas con este
tipo de propiedades, lo que hace del encierro una paradoja doble.
También en el siglo XX "morir por un ideal" era
uno de los más altos méritos que podía alcanzar
un hombre o una mujer, mezcla de mártir cristiano y filósofo
humanista, resumido todo en la figura del Che Guevara.
Pero ya en nuestro tiempo la prerrogativa de levantar "trincheras
de ideas" comienza a ser un estorbo para una mentalidad filosófica:
es el símbolo más perfecto del combate ideológico.
Los pueblos, que se han elevado de la pasividad del súbdito
a la crítica y el reclamo del burgués primero y del
proletario después, se han detenido en este atrincheramiento
que parece, en cierta forma, confortable.
Una ideología es un sistema de ideas que pretende explicar
y hacer funcionar el conjunto -el Universo- según una parte
que lo compone. Es el producto de un pensamiento, pero un producto
que tiende a suplantarlo. ¿Por qué? No sólo
por una simple incapacidad de advertirlo, sino porque se entiende,
comúnmente, que poner en cuestión las armas que usamos
para defendernos es una forma de "traición a la causa".
Y lo que es peor: se olvida que un instrumento ideológico
es sólo eso, un instrumento. Una ideología puede servirnos
para desenmascarar otras ideologías, pero no podemos vivir
de ella ni para ella. Mucho menos en nombre de una humanización.
Y este es, entiendo, el mecanismo que actualmente más daña
nuestros hábitos de pensamiento.
El pensamiento de nuestro tiempo está reducido casi exclusivamente
al pensamiento político. Ese espectáculo que dan los
parlamentos del mundo entero (instituciones que si no son vistas
hoy como anacrónicas es por el peso de una heroica tradición)
es repetido tristemente por los intelectuales y por los académicos
del Norte y del Sur. Invirtiendo el aforismo de Carl Von Clausewitz
(De la guerra, 1932), podríamos decir que la política
es la continuación de la guerra por otros medios; nada tiene
eso que ver con la búsqueda de la verdad. Planteado de esta
forma, el debate verbal es absolutamente inútil al pensamiento;
sólo puede servir para ganar o para perder una posición
de interés, como quien resuelve una ecuación batiéndose
a duelo en el campo de honor. Entonces, hasta un cadáver
arrojado por la barbarie de una dictadura puede servir como argumento
a favor de la teoría del libre mercado o del materialismo
dialéctico. En la antigua Grecia había un deporte
dialéctico que era, al menos, más consciente y más
honesto: los participantes se dividían en dos grupos y luego
se asignaban las verdades que cada grupo debía defender.
El triunfo no dependía de la proposición asignada
sino de la destreza discursiva de cada grupo y lo que se premiaba
era esto y no aquello. Actualmente, el mismo juego se practica de
forma menos civilizada: los contendientes asumen que el triunfo
dialéctico significa la posesión de la verdad preexistente,
como en las justas medievales significaba lo mismo cada vez que
un caballero vencía por la fuerza de su caballo y de su espada,
que era su forma de demostrar una verdad y salvar el honor.
Pero la politización de la vida, quizás, no sea el
error más dramático. En el proceso, en la lucha, otras
trágicas simplificaciones nos amenazan cada día. Hasta
en el más noble combate ideológico se corre siempre
el riesgo de terminar pareciéndose uno al enemigo: en la
aspiración de una liberación, practicada como combatientes
y no como seres humanos, terminamos cayendo en la alienación
de un hombre o una mujer unidimensional, mecánica, cerrada
por lealtades religiosas. En la lucha por la liberación confirmamos
nuestra propia opresión: postergamos nuestra humanidad, nuestro
pensamiento multidimensional, en nombre de un futuro inalcanzable.
Luego nos morimos y las nuevas generaciones no heredan el producto
de nuestro sacrificio -la liberación- sino nuestro sacrificio.
Y así sucesivamente hasta que vivir se convierte en un absurdo
cada día mayor; la noble lucha por la humanización
nos animaliza. El adversario siempre vende cara su derrota; en el
mejor caso, el triunfo del vencedor es su caricatura, el triunfo
de sus miserias. Para vencer, el soldado que lucha por la libertad
debe radicalizarse; pero no radicaliza su humanidad sino su condición
de soldado. La batalla es el eterno medio que termina por convertirse
en el fin. Si logra tener éxito en el campo de batalla, terminará
por imponer el estrecho objetivo de su éxito. Entonces, la
lucha volverá a reiniciarse donde terminó.
El mercado ideológico, hoy en día, es producto de
un consumismo semejante al de jabones o de automóviles. Con
frecuencia, los intelectuales no se incomodan al ponerse al servicio
de una derecha o de una izquierda claramente definida. Todo lo contrario;
cuanto más definida mejor, porque esa es la misma ley del
consumo: el producto debe ser fácil de obtener y el confort
un efecto inmediato. Incluso los neorebeldes se convierten en un
ejercicio saludable para el sistema al que se oponen. Sus rebeliones,
clásicas y previsibles, legitiman el aspecto democrático
y tolerante de las sociedades que integran.
Incluso entre las teorías de moda en el mundo académico
y filosófico, esta reducción se ha expandido como
la peste. Un ejemplo claro es cierto tipo radical de crítica
"deconstructivista". Si bien el decontructivismo (o the
New Criticism en su etapa final) vino con su saludable cuestionamiento
a los paradigmas de la Modernidad, estos mismos cuestionamientos
se han asentado como clichés. Uno de ellos afirma que las
obras clásicas de la literatura sirven para reproducir modelos
opresivos, como por ejemplo el patriarcado, al "colocar"
a la mujer en una situación tradicional. Por lo cual, se
deduce, que para hacer progresar la cultura de la humanidad el requisito
ya no es la memoria sino el olvido. Pero esto es pretender escribir
una teoría historicista ignorando la historia. ¿Qué
pretenden encontrar en Hamlet o en El Quijote sino
la sociedad de Shakespeare y de Cervantes, que no era nuestra sociedad?
Por esta observación, algunos afamados críticos han
concluido que "la literatura" es un instrumento reproductor
del poder. Cometen al menos tres faltas graves: (1) Olvidan que
tal vez no existe la Literatura sino una pluralidad de literaturas.
(2) No alcanzan a ver que si una literatura sirve para reproducir
un orden y para oprimir, siempre habrá otra que sirva para
lo contrario: para cuestionar y para cambiar; así como la
educación puede ser un instrumento de adoctrinamiento y de
opresión social (al imponer y reproducir una determinada
ideología dominante) también es imprescindible para
lo contrario: sin educación (sin un tipo de educación)
tampoco hay liberación. Otro ejemplo nos lo dan las lenguas:
un idioma, como el latín, el castellano o el inglés
puede ser un instrumento de un imperio opresor, pero el mismo también
puede servir como arma de resistencia y liberación. La misma
lengua que sirvió para esclavizar a un pueblo, también
le sirvió a Martin Luther King para dignificarlo. (3) Si
decimos que la literatura, como todo el arte, es un instrumento
ideológico, si la misma sensibilidad estética de cierto
momento es producto de la imposición de un canon al servicio
del opresor y, por lo tanto, su valor literario depende de los valores
ideológicos, económicos e históricos de un
determinado momento, estamos operando la más absurda de las
simplificaciones sobre el arte y, en consecuencia, del ser humano.
Así podrán pasar una o dos generaciones más,
creyendo, no con originalidad, que han alcanzado la iluminación
y el conocimiento. Pero tarde o temprano estos críticos y
teóricos serán anécdota; no Homero ni Cervantes
ni Jorge Luis Borges. Porque el arte es, precisamente, aquello que
no puede ser abarcado por una teoría. Para que una teoría
pueda explicar la complejidad del arte antes debe reducirlo a alguno
de sus componentes -como la ideología-. Pero si las obras
clásicas han resistido al tiempo no ha sido simplemente por
una ideología que ya no existe, que ha sido reemplazada por
otra. Si hoy en día sobreviven El Quijote y la tragedia
griega es por ese "algo más" que siempre escapará
a todas las reducciones. Esto no quiere decir que por nuestra parte
invalidemos cualquier esfuerzo teórico. No. Una teoría
es un instrumento necesario para comprender un aspecto de la realidad,
de la existencia humana. Y nada más. Lo demás son
vanas pretensiones.
Todo es política pero la política no lo es todo.
Todo lo que hacemos o decimos tiene una implicación política,
pero somos más que política. Todo lo que hacemos o
decimos tiene implicaciones religiosas; pero somos más que
una religión o ninguna. Todo lo que hacemos o decimos tiene
implicaciones sexuales; pero somos más que sexo, más
que erotismo. Negar una dimensión de la complejidad humana
es simplificarlo; también reducirlo a una de sus múltiples
dimensiones es una simplificación, no menos grave.
En la permanente lucha política también se desprecia,
como en el fanatismo religioso, la reflexión sobre la condición
humana. Pensar en la condición existencial del individuo
es visto como una traición a la sociedad, a los oprimidos.
Pero yo les digo que una traición peor aún es simplificar
al ser humano en un combatiente ideológico. Para peor, los
filósofos de nuestro tiempo, con frecuencia, están
recluidos en academias, compitiendo con los críticos, olvidándose
que más importante que la historia de la filosofía
es la filosofía misma: el pensamiento. Se olvidan que un
filósofo es un especialista en nada. El filósofo huye
de la especialización; su tarea es, mucho más ardua
y arriesgada. Su tarea es, precisamente, romper trincheras de ideas
para ver qué hay allá afuera. Y atreverse a decirlo,
equivocado o no, a riesgo de que sus camaradas refuercen aún
más la muralla -de ideas- que los separa del resto del mundo.
*Nació en el Uruguay (1969). Es escritor y arquitecto. Enseña
Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Estados
Unidos.
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